Pollyanna

Eleanor Hodgman Porter

Capítulos 17 al 20

Capítulo 17

Como un libro

John Pendleton recibió a Pollyanna con una sonrisa.

— Bien, bien, señorita Pollyanna. Veo que gracias a Dios sabes perdonar, pues de lo contrario no hubieras venido a verme.

— Pero, señor Pendleton, si me alegra muchísimo poder venir y no sé por qué no debo alegrarme...

— Ya, pero como el otro día estuve tan huraño contigo pues... En fin, me parece que nunca te he agradecido la ayuda que me prestaste en el bosque, ni la jalea que trajiste el otro día, y ésta sería razón suficiente para no perdonarme, ¿no lo crees?

Pollyanna se movió intranquila.

— Pero me alegró encontrarle en el bosque, aunque no lo de la pierna rota, claro —corrigió rápidamente.

John Pendleton sonrió.

— Te comprendo. Sin embargo, déjame que te dé las gracias por todo y que te diga lo valiente que me pareciste haciendo lo que hiciste. Y gracias también por la jalea — añadió.

— ¿Le gustó? —preguntó Pollyanna interesada.

— Muchísimo. Y supongo que hoy no habrás traído más aunque no sea de parte de tía Polly, ¿verdad? —preguntó sonriendo.

— No, no, señor —dijo Pollyanna acongojada—. Perdóneme, señor, pero de veras que no quise ser mal educada el otro día, cuando le dije que no era de parte de tía Polly.

Esta vez no hubo respuesta. John Pendleton había dejado de sonreír. Tenía la vista fija como si mirara algún objeto tras ella. Luego suspiró y reanudó la conversación algo nervioso.

— Tranquila, no tiene importancia. Y tampoco te he llamado para hablar de esto. Mira, en la biblioteca, la habitación del teléfono, ya sabes..., encontrarás una caja cincelada que está en la última estantería del mueble con puertas de cristal, al lado de la chimenea. Eso si aquella condenada mujer no lo ha «ordenado». Tráela, por favor. Pesa un poco, pero creo que podrás.

— Oh, si soy muy fuerte —declaró Pollyanna alegremente. Un minuto más tarde ya estaba de vuelta con la caja.

Durante media hora disfrutó de lo lindo. La caja estaba llena de tesoros y curiosidades que John Pendleton había ido coleccionando de sus viajes, y cada tesoro tenía su anécdota, ya fueran las preciosas piezas de ajedrez de la China o aquel ídolo en jade de la India.

Fue después de oír la historia sobre el ídolo de la India cuando Pollyanna dijo:

— Ahora entiendo por qué es mejor educar a un niño de la India, ¡si creen que Dios está en esta estatuita! ¡Al menos, Jimmy Sean sabe que Dios está en el cielo! Aunque sigo pensando que ojalá alguien hubiera preferido a Jimmy.

John Pendleton parecía no oír. Una vez más tenía la mirada perdida. Pero pronto cogió otro tesoro y siguió narrando nuevas anécdotas.

Fue una visita deliciosa. Pronto, la niña se dio cuenta de que ya no hablaban de los tesoros de la caja. Hablaban ahora de ella misma, de Nancy, de tía Polly, y de sus días en el pueblo. También hablaron de su vida en el oeste, en su anterior hogar.

Justo antes de irse. el señor Pendleton dijo con una voz que Pollyanna nunca había oído antes:

— Pequeña, quisiera que vinieras a verme muy a menudo. ¿Lo harás? Me siento solo y te necesito. Hay otra razón y te la voy a decir. Cuando el otro día supe quién eras, creí que no querría verte más. Me hiciste revivir algo que hace muchos años trato de olvidar. Por esto decidí que no quería verte y cada vez que el doctor me pedía que te recibiera le decía que no. Pero pronto descubrí que tenía mucha necesidad de verte, mucha más que la de no verte, pues el hecho de no verte me recordaba más vívidamente lo que quiero olvidar. Por eso, quisiera que vinieras. ¿Lo harás, pequeña?

— Pues claro, señor Pendleton —sonrió Pollyanna, sintiéndose compren-siva—. ¡Me encantará!

— Gracias —dijo John Pendleton amablemente.

Después de cenar, en el porche, Pollyanna le contó a Nancy su maravillosa tarde, con los tesoros y sus historias.

— Y pensar — suspiró Nancy— que le ha enseñado todo esto, y le ha contado tantas cosas, cuando es tan huraño que nunca habla con nadie.

— Pero, Nancy, de verdad que no es huraño. Sólo por fuera —insistió Pollyanna—. Tampoco entiendo por qué la gente lo cree tan malo; no lo harían si lo conocieran un poco mejor. Ni siquiera a la tía Polly le gusta. No le quería enviar la jalea y ¡tenía tanto miedo de que él pensara que era ella la que se la enviaba!

— No debe estar incluido en «sus obligaciones» —refunfuñó Nancy—. Aunque lo que más me sorprende es que se haya encariñado tanto con usted; sin ánimo de ofender, claro, pero no parece de ese tipo de hombres a quienes les gusten los niños... No lo parece, no.

Pollyanna sonrió contenta.

— Pues sí que le gustan. Quizá antes no, pero ahora sí. Hoy mismo me ha dicho que por un momento pensó que no quería verme nunca más, pues le hacía revivir algo que estaba tratando de olvidar. Pero luego...

— ¿Y qué era lo que quería olvidar? —preguntó Nancy muerta de curiosidad.

— No me lo dijo. Sólo dijo que «algo» había revivido y que quería olvidarlo.

— ¡El misterio! —exclamó Nancy—. Ésta es la razón de que la haya escogido a usted. ¡Oh, señorita Pollyanna! ¡Todo esto es «como un libro»! He leído muchos así: El secreto de la señora Maud, El heredero desaparecido, Años escondidos... Todos eran misterios parecidos. ¡Por todos los santos! ¡Imagine estar viviendo un misterio de éstos justo en las narices y sin darnos cuenta! Cuénteme todo lo que le dijo, señorita Pollyanna, sea buena. ¡Por favor! Por eso la escogió a usted. ¡Estoy segura!

— ¡ Pero si él no me escogió para nada! Fui yo que le empecé a hablar. Ni siquiera sabía quién era yo hasta el día que le llevé la jalea. Traté de evitar que pensara que era de parte de tía Polly.

Al oír esto, Nancy saltó sobre sus pies y empezó a aplaudir de contenta.

— Oh, señorita Pollyanna. ¡Ya lo sé!

¡Ya lo sé! ¡Ahora lo entiendo todo! Piénselo bien y conteste con precisión: fue después de que le dijera que era la sobrina de la señorita Polly cuando él dijo que no quería verla más, ¿verdad?

— Pues sí. Le dije quién era, la última vez que fui, y esto me lo ha dicho hoy.

— Ya me lo imaginaba — dijo Nancy triunfalmente—. Y la señorita Polly no quería enviarle la jalea, ¿cierto?

— No.

— Y usted le dijo que ella no quería que pensara que se la había enviado, ¿cierto?

— Pues sí. .. Yo...

— Y empezó a actuar de forma rara justo después de saber que usted era su sobrina, ¿no es verdad?

— Pues, pues sí. .. Estuvo algo raro con lo de la jalea —admitió Pollyanna, recordando aquel día.

Nancy suspiró largamente.

— ¡Pues ahora ya lo sé todo! Verá ... El señor John Pendleton estuvo muy enamorado de la señorita Polly Harrington —anunció Nancy muy impresionada.

— ¡Pero Nancy! ¡No puede ser! A ella no le gusta nada —objetó Pollyanna.

— ¡Claro que no! ¡Están peleados!

Pollyanna siguió incrédula y, tras otro suspiro, Nancy empezó a contar la historia.

— Esto es lo que pasó. Antes de que usted llegara a vivir aquí el señor Tom me contó que la señorita Polly había estado una vez enamorada. No pude creerlo. No podía imaginármela enamorada. Pero el señor Tom insistía, y me aseguró que él todavía vivía en el pueblo. Y ahora ya lo sé. Tiene que ser John Pendleton. ¿No tiene un misterio en su vida? ¿No se ha aislado de todos en su gran casa sin hablar con nadie? ¿No reaccionó de forma extraña cuando le dijo que era su sobrina? ¿Y no ha dicho que usted le recuerda una historia que quiere olvidar? ¡Está clarísimo que es la señorita Polly! ¡Y ella diciendo que no quería enviarle la jalea!... Señorita Pollyanna, ¡esto está más claro que el agua!

— ¡Oh! —exclamó Pollyanna muy asombrada—. Pero, Nancy, si alguna vez se quisieron tanto, seguro que se reconciliarán, ¿verdad? Tantos años yendo cada uno por su lado, solos; estoy segura de que serían felices volviendo a empezar, ¿no?

Nancy aspiró aire desdeñosamente.

— Me temo que no sabe usted mucho sobre el amor, señorita. Aún es demasiado joven. Pero si hay alguien en este mundo que no quiera saber nada sobre el «juego de estar contentos» es cualquier pareja de enamorados que se hayan enfadado. Y esto es lo que son ellos. ¿No es él un huraño?, y ella, ¿no es ... ?

Nancy enmudeció al acordarse de quién estaba hablando y a quién. Pero pronto rompió a reír.

— ¡Sería divertido que, con su juego, usted consiguiera que se reconciliaran! ¡Cómo se sorprendería la gente! ¡Él y la señorita! Pero me temo que no hay muchas posibilidades.

Pollyanna no dijo nada. Pero se quedó muy pensativa.

Capítulo 18

Prismas

Durante los calurosos días de agosto, Pollyanna fue muchas veces a visitar al señor Pendleton. Sin embargo, siempre se iba con la sensación de no haber tenido éxito. Y no era que el hombre no la quisiera allí —incluso la mandaba llamar—, pero una vez allí no parecía que se alegrara mucho más con su presencia; al menos esta era la sensación que tenía Pollyanna.

Él le contaba historias, eso sí, y le enseñaba muchas cosas extrañas y bonitas: libros, pinturas y curiosidades. Pero aún se quejaba de su mala suerte o gruñía porque la «condenada» señora le arreglaba sus cosas. También parecía que disfrutaba con la charla de Pollyanna y a ella le gustaba charlar. Pero nunca sabía cuándo se lo encontraría con la mirada perdida y triste, de aquella forma que tanto apenaba a la chiquilla. Y nunca sabía si eran sus palabras las que le llevaban a este estado.

En cuanto al juego, aún no había tenido ocasión de enseñárselo. Había probado alguna vez, pero no había podido pasar del principio, de lo que su padre decía, pues cada vez, John Pendleton cambiaba bruscamente de tema.

Pollyanna estaba ahora más que segura de que John Pendleton había estado tiempo atrás enamorado de su tía, y desde lo más hondo de su corazón deseaba poder alegrarles lo que para ella eran, seguro, unas vidas miserables y solitarias.

Lo que no sabía era cómo hacerlo. Le hablaba mucho de su tía y él escuchaba, algunas veces con educación, otras irritado. Y a menudo con una sonrisa irónica en sus labios. Hablaba a su tía del señor Pendleton, pero ella ni siquiera le escuchaba. Aunque esto también lo hacía cuando le hablaba de otra gente, como por ejemplo del doctor Chilton. Pero Pollyanna atribuía esto al disgusto que tuvo cuando la vio en el solario con la rosa en el pelo. Tía Polly, sin embargo, parecía estar particularmente en contra del doctor Chilton, como pudo ver una vez cuando un resfriado retuvo en casa a Pollyanna.

— Si esta noche no estás mejor. Llamaremos al médico —dijo tía Polly.

— ¿De verdad? Entonces ojalá empeore —contestó alegre Pollyanna—. Me encantaría que el doctor Chilton viniera a verme.

Le intrigó la mirada de su tía.

— No será el doctor Chilton, Pollyanna —dijo la señorita Polly duramente—. Él no es nuestro médico de cabecera. Llamaré al doctor Warren, si empeoras.

Pollyanna no empeoró y no hubo que recurrir al doctor Warren.

— Y me alegro — le dijo aquella tarde a su tía—. No es que no me guste el doctor Warren, claro, pero prefiero al doctor Chilton, y creo que se sentiría triste si no lo llamara a él. De veras, tía Polly, él no tuvo la culpa si la vio en el solario aquel día que estaba tan guapa — concluyó tranquila.

— Está bien, Pollyanna. Y no quiero hablar más del doctor Chilton ni de sus sentimientos —dijo decidida la mujer.

Pollyanna la miró con interés. Luego suspiró.

— Me encanta mirarla cuando se sonroja de esta manera, tía Polly. Sólo que pudiera volver a peinarla. Sí... —pero tía Polly había desaparecido de su vista.

Fue hacia finales de agosto cuando Pollyanna, en una visita temprana al señor Pendleton, descubrió por primera vez aquel conjunto de reflejos, azules, dorados y verdes mezclados con rojos y violetas que atravesaban la almohada. Se detuvo extasiada.

— Mire, señor Pendlelon, parece un «bebé-arco-iris». ¡Un arco iris de verdad le está visitando! — exclamó alegremente —. ¡Pero qué requetebonito que es! Y... y ¿cómo ha entrado?

El hombre sonrió algo amargado. No estaba del mejor de los humores aquella mañana.

— Supongo que se está reflejando la luz del sol en el cristal del termómetro de la ventana. El sol no debiera reflejarse ahí, pero lo hace, por las mañanas —dijo refunfuñando.

— ¡Pero si es maravilloso! ¿Y sólo con el sol se consigue esto? ¡Uf! Si fuera mío, lo colgaría al sol durante todo el día.

— ¡Pues sí que sacarías partido al termómetro! —rió el hombre—. Nunca sabrías la temperatura real con el termómetro al sol todo el día.

El hombre volvió a reír. Contempló detenidamente a Pollyanna. De repente, una idea cruzó por su mente. Tocó la campanilla.

— Nora —dijo—, tráigame uno de los candelabros de bronce que están sobre la chimenea del estudio.

— Sí, señor —murmuró la mujer, algo sorprendida.

Algo más tarde volvió a entrar, acompañada por un armonioso tintineo. Esta música provenía de unos prismas que colgaban del antiguo candelabro.

— Gracias. Déjelo aquí, por favor. En la estantería. Y ahora traiga un cordel y átelo en el riel de la cortina, a la izquierda de aquella ventana. Átelo de lado a lado. Así está bien. Muchas gracias. Ahora, Pollyanna, tráeme el candelabro.

En un instante, Pendleton empezó a descolgar los prismas, uno a uno, dejándolos sobre la cama.

— A ver, prueba a colgarlos en el cordel que Nora acaba de poner. Si realmente quieres “vivir” en un arco iris, no sé por qué no podemos fabricar uno para ti —dijo Pendleton.

No llevaba colgados tres, cuando Pollyanna empezó a descubrir lo que sucedía. Se excitó tanto que casi no pudo acabar de colgar el resto. Pero, por fin, terminó el trabajo, y. dando un paso atrás, soltó un grito de entusiasmo.

Aquella habitación se había transformado en un país de cuento de hadas. Por todos lados. reflejos verdes y rojos, violetas y anaranjados, dorados o azules. La pared, el suelo, los muebles, la propia cama se veían iluminados por miles de colores.

— ¡Qué maravilla! — exclamó Pollyanna casi sin habla. De pronto empezó a reír—. Yo creo que hasta el mismo sol quiere jugar al «juego». ¿No cree? — exclamó olvidándose por un momento de que su amigo no estaba al corriente—. ¡Cómo me gustaría tener muchos de esos prismas! Le daría unos cuantos a tía Polly, y otros a la señora Snow y a otra gente. Seguro que les gustaría tanto como a mí. Seguro que tía Polly incluso daría algún portazo de alegría ... ¿No cree?

El señor Pendleton reía.

— Por lo que recuerdo de tu tía me temo que haría falta algo más que los arcos iris para que diera portazos de alegría. Pero ahora dime, en serio, ¿qué es eso del juego?

— ¡Oh! — suspiró Pollyanna—. Ahora recuerdo que usted no sabe nada del juego.

— Supón que me lo cuentas, ¿eh?

Y esta vez, Pollyanna consiguió explicárselo. Le explicó toda la historia, desde lo de las muletas. Mientras hablaba no dejaba de mirar fascinada los reflejos del sol en los prismas.

— Y esto es todo —suspiró cuando ya había terminado—. Por eso decía que hasta el sol está jugando hoy al «juego».

Hubo un momento de silencio. Luego, una voz apagada y emocionada dijo:

— Creo que el mejor prisma que hay aquí eres tú misma, Pollyanna.

— ¡Oh! ¡Pero yo no luciría mucho con tantos colores, rojo, verde, lila, señor Pendleton!

— ¿Seguro que no? — sonrió el hombre. Y Pollyanna, mirándolo. se preguntó por qué había lágrimas en sus ojos. Nunca le había visto llorar.

— No —dijo; y añadió pesarosa—: me temo, señor Pendleton, que lo único que hace el sol conmigo, es llenarme de pecas. Tía Polly dice que es el sol el culpable. ¿Qué le parece?

El hombre volvió a reír. Pollyanna le miró de nuevo. Aquella risa le había parecido un sollozo.

Capítulo 19

Algo bastante sorprendente

Pollyanna empezó a ir al colegio en septiembre. Los exámenes preliminares demostraron que estaba a un nivel muy alto para su edad y pronto fue una más en una alegre clase de chicos y chicas de su edad.

En cierta manera, la escuela fue una sorpresa para ella; y, en cierta manera, ella fue una sorpresa para la escuela. Sin embargo, pronto estuvieron en las mejores relaciones, y Pollyanna confesó a su tía que la escuela también era «vivir».

A pesar del entusiasmo por su nuevo trabajo, Pollyanna no se olvidó de sus antiguos amigos. Desde luego, no podía dedicarles tanto tiempo como antes, pero estaba con ellos tanto como podía. Quizá de todos ellos, sólo John Pendleton se mostraba desilusionado.

Un sábado por la tarde le habló de esto.

— Oye, Pollyanna, ¿no te gustaría venir a vivir conmigo? — preguntó algo impaciente—. Últimamente casi no te veo.

Pollyanna rompió a reír.

— ¡Pero qué hombre más divertido! ¡Creí que no le gustaba tener gente alrededor! —dijo.

Él forzó una sonrisa.

— ¡Oh! Pero eso era antes de que me enseñaras a jugar al «juego». Ahora me alegra esperar a alguien. Y pronto podré caminar con los dos pies y controlar otra vez todo.

— No, usted no se alegra realmente; sólo dice que se alegra — contestó Pollyanna poniendo mala cara—. ¡Nunca ha conseguido jugar bien, señor Pendleton, nunca!

El rostro del hombre se tornó grave.

— Por eso te quisiera a mi lado, pequeña; para que me ayudaras a jugarlo bien. ¿Vendrás? Te espero... y...

Pollyanna le miró sorprendida.

— No lo dirá en serio, ¿verdad?

— Sí, me gustaría mucho que vinieras a vivir conmigo. ¿Lo harás?

Pollyanna le miró azorada.

— Pero, señor Pendleton, yo ... Yo no puedo. Soy... ¡Soy de tía Polly!

Algo cruzó la expresión de su rostro que Pollyanna no entendió muy bien. Pendleton volvió a hablar casi furioso.

— No eres más suya que... Quizá ella te dejara venir conmigo —concluyó más calmado—. ¿Vendrías si ella te lo permitiera?

Pollyanna, perpleja, se quedó pensativa.

— Pero tía Polly ha sido tan buena conmigo —empezó a decir despacito— y me acogió cuando sólo tenía a las damas y...

Otra vez la expresión del hombre fue extraña, pero esta vez cuando habló, su voz era pausada y muy triste.

— Pollyanna, hace muchos años que yo quise mucho a una persona. Quería traérmela, algún día, a esta casa. Me imaginaba lo feliz que podríamos ser en los años venideros.

— Sí — se compadeció Pollyanna con simpatía.

— Pero al final, pues, no pude traerla. La razón no importa. Simplemente, no pudo ser. Y desde entonces, esta mole de piedra gris sólo ha sido una casa, y no un hogar. Hacen falta las manos y el corazón de una mujer, o la presencia de un niño, para crear un hogar. Y yo no tengo ninguna de las dos cosas. Y ahora que sabes esto, ¿vendrías, pequeña?

— Señor Pendleton, ¿significa esto que le gustaría tener para siempre las manos y el corazón de una mujer?

— Bueno... sí.

— ¡Qué maravilloso! Entonces todo va bien —suspiró la muchacha—. Podríamos venir las dos y ¡todo sería perfecto!

— ¿Las dos? — repitió el hombre.

Una duda cruzó por la mente de Pollyanna.

— Bueno, tía Polly todavía no sabe nada, claro. Pero estoy segura de que si se lo pide, de la misma manera que a mí, aceptaría gustosa.

Un mirada de pánico salió de los ojos del hombre.

— ¡Tu tía Polly, aquí!

Pollyanna abrió los ojos.

— ¿Quizá preferiría usted venir con nosotras? —preguntó— . La casa no es tan bonita como ésta, pero en cambio está más cerca del...

— Pollyanna, ¿de qué estás hablando? —preguntó el hombre muy despacito.

— Pues de dónde viviríamos, claro. Al menos es lo que he entendido yo. Yo he entendido que era aquí donde ha estado deseando formar un hogar con las manos y el corazón de tía Polly, y...

Un grito ahogado salió de la garganta del hombre. Alzó la mano e intentó hablar, pero al momento bajó la mano nerviosamente.

— ¿Llamo al doctor? —dijo el enfermero desde la puerta.

Pollyanna se levantó.

John Pendleton la miró angustiado.

— Pollyanna, por Dios, no digas a nadie nada de lo que hemos hablado — suplicó en voz baja.

Pollyanna sonrió relajada.

— ¡Claro que no! ¡Como si no supiera que preferirá decírselo usted mismo! —gritó contenta mientras se iba.

John Pendleton se hundió en la silla.

— ¿Qué le ha sucedido? — preguntó el doctor algo más tarde tomándole el pulso.

Una sonrisa triste apareció en el rostro de John Pendleton.

— Me temo que ha sido una sobredosis de su “medicina”, doctor —dijo mientras miraba a Pollyanna que se alejaba por el camino.

Capítulo 20

Lo que aún es más sorprendente

Los domingos por la mañana, Pollyanna iba siempre a la iglesia y a la escuela dominical. Por la tarde solía ir a pasear con Nancy. Aquel domingo, de vuelta a casa, iba pensando en su paseo cuando el doctor Chilton apareció en su calesa y se detuvo junto a ella.

— ¿Puedo llevarte a casa, Pollyanna? —sugirió—. Quisiera hablar contigo un minuto y me dirigía a tu casa para decírtelo —continuó diciendo mientras Pollyanna se instalaba a su lado—. El señor Pendleton desea que le vayas a visitar esta tarde. Dice que es muy importante.

Pollyanna asintió contenta.

— Oh, ya sé que es importante. Desde luego que iré.

El doctor la miró algo sorprendido.

— Pues no sé si debo dejarte ir, después de todo — declaró el hombre—. Ayer me pareciste bastante preocupada, y no precisamente tranquila, pequeña.

Pollyanna sonrió.

— Oh, pero no era por mí, de veras. Más bien era por tía Polly.

— ¡Por tu tía! —exclamó sobresaltado el doctor.

— Sí, y es todo tan excitante, parece como en un cuento, ¿sabe? Se lo voy a explicar — decidió—. Dijo que no lo hiciera. Pero no creo que le importe que se lo explique a usted. Quiso decir que no se lo contara a mi tía.

— ¿A ella?

— Sí, a tía Polly. Claro, quiere decírselo él personalmente, pues no está bien que yo esté en medio de este asunto de «enamorados».

— ¡ Enamorados! — gritó el doctor dando un salto.

— ¡Sí! — dijo Pollyanna contenta—. Esto es lo que parece, un cuento maravilloso. Y yo no supe nada hasta que me lo dijo Nancy. Me dijo que tía Polly había estado muy enamorada años atrás y que por alguna razón se pelearon. Al principio no sabía quién era él, pero luego lo adivinamos. Y ¿sabe?, es el señor Pendleton.

El doctor se relajó visiblemente.

— Pues no, no lo sabía, ¡no! — dijo despacito.

Pollyanna se apresuró a continuar; ya estaban llegando a la casa.

— Sí, y me alegra tanto todo esto. Me gusta mucho el final. El señor Pendleton me pidió ayer que fuera a vivir con él, pero claro yo no hubiera dejado a tía Polly sola después de lo buena que ha sido conmigo. Luego, me habló de "las manos y el corazón de una mujer» que durante tanto tiempo deseó y descubrí que seguía deseándolo. ¡Y me hizo tan feliz! Pues estoy segura de que quiere reconciliarse y a partir de ahora todo irá bien. Tía Polly y yo iremos a vivir allí o él vendrá aquí. Desde luego, tía Polly todavía no sabe nada y no hay nada preparado, y supongo que por esto quiere verme hoy, seguro.

El doctor se enderezó rígido en la silla, y una extraña sonrisa apareció en sus labios.

— Me imagino por qué quiere verte el señor Pendleton — asintió cuando detenía los caballos.

— Mire, ¡tía Polly está en la ventana! —gritó Pollyanna—... ¡Pues no! No está, y yo diría que la acabo de ver.

— No, ahora no está allí —dijo el doctor. La sonrisa había desaparecido de su rostro.

Pollyanna encontró a un John Pendleton muy nervioso aquella tarde.

En cuanto entró ella. le dijo:

— Pollyanna, durante toda la noche he estado tratando de averiguar qué quisiste decir ayer tarde con toda aquella historia, respecto a que yo quisiera las manos y el corazón de tu tía Polly durante estos años, ¿qué quisiste decir con esto?

— Bueno, pues porque hace años estuvieron enamorados. y me hizo tan feliz que ahora quisiera ...

— ¿Enamorados? ¡Tu tía y yo!

Ante la obvia sorpresa de su voz, Pollyanna abrió los ojos atemorizada.

— Pero, señor Pendleton, ¡Nancy me lo dijo!

El hombre soltó una carcajada.

— ¿Ah, sí? Pues me temo que te tendré que desilusionar, pues Nancy está muy equivocada.

— Entonces... ¿Nunca han estado enamorados? —preguntó Pollyanna totalmente consternada.

— ¡Nunca!

— ¿Y todo esto no es, pues, como un libro?

No hubo respuesta. El hombre miraba fijamente al jardín.

— ¡Dios mío' ¡Era todo tan bonito! —casi sollozó Pollyanna—. ¡Y me hubiera gustado tanto venir a vivir con usted y con tía Polly!

— Y ahora... ¿No vendrás? —preguntó el hombre sin volverse.

— ¡Pues claro que no! ¡Me debo a tía Polly!

El hombre se giró ahora casi con furia.

— Antes de ser de tu tía Polly fuiste de tu madre, ¿verdad? Y eran nada menos que las manos y el corazón de tu madre las que siempre deseé.

— ¡De mi madre!

— Sí, pequeña. No quería decírtelo, pero creo que es mucho mejor que lo sepas ahora — John Pendleton se había puesto pálido. Pollyanna le miraba aturdida—. Amé a tu madre, pero ella no me quería: luego se enamoró de tu padre y se fueron.

»El mundo pareció perder todo interés, y... En fin, ahora ya no importa. Durante muchos años he sido un «viejo» huraño, malhumorado, e insensible y eso que aún no tengo los sesenta años. Pero hace poco, igual que uno de esos prismas que tanto te gustaron, tú apareciste en mi vida y la llenaste con los reflejos de mil colores de tu propia alegría. Cuando supe quién eras, quise dejar de verte. No quería que me recordaras a tu madre. Pero ya sabes lo que pasó. No pude dejar de verte. y ahora quisiera tenerte siempre conmigo. Pollyanna, por favor. ¿no querrías venir?

— Pero, señor Pendleton ... , ¿y mi tía Polly? ¿No piensa en ella?

Pollyanna tenía los ojos llenos de lágrimas.

El hombre hizo un gesto impaciente.

— Y yo, ¿no te importo? ¿Cómo crees que puedo alegrarme de nada si no está tú, Pollyanna? ¡Sólo desde que tú llegaste volví a apreciar un poco la vida! Pero si te tuviera para mí solo estaría del todo feliz y también lucharía por hacerte feliz a ti. No tendrías ningún deseo que no se cumpliera. Todo mi dinero, hasta el último centavo, lo utilizaría para hacerte feliz.

Pollyanna le miró extrañada.

— Pero, señor Pendleton, ¡cómo podría gastar en mí todo ese dinero que ha ido ahorrando para los pobres!

El hombre enrojeció de repente; pretendió decir algo, pero Pollyanna seguía hablando.

— Además, nadie con tanto dinero como usted tiene por qué necesitarme para ser feliz. Está ayudando a tanta gente, dándoles todo lo que tiene, que seguro que tiene que sentirse feliz. ¿Qué me dice de los prismas que nos dio a la señora Snow y a mí? ¿Y aquella joya que le dio a Nancy por su cumpleaños? y...

— De acuerdo, pero esto no importa —interrumpió el hombre cada vez más acalorado—. Todo esto son tonterías. No era nada, y lo poco que era fue debido a ti. ¡Tú diste todo eso y no yo! Sí, tú fuiste la que lo dio — repitió—. Y esto todavía prueba más lo mucho que te necesito, pequeña... — añadió suavizando la voz—. Si algún día juego al «juego de estar contento» será porque tú vienes a jugarlo conmigo.

Pollyanna frunció el entrecejo.

— Tía Polly ha sido tan buena conmigo —dijo otra vez, pero el hombre la interrumpió irritado.

— ¡Claro que ha sido correcta contigo! ¡Pero aseguraría que no te quiere la mitad de lo que yo te quiero!

— Señor Pendleton, yo estoy segura de que es feliz de tenerme ...

— ¡Feliz! — volvió a interrumpir el hombre—. ¡Creo que tu tía ni siquiera sabe lo que quiere decir la palabra «feliz»! Oh, sabe cuáles son sus obligaciones, desde luego. Es una mujer muy «cumplidora». Ya tuve ocasión de experimentar sus «obligaciones» tiempo atrás. Sé que durante los últimos quince o veinte años no hemos estado en buenas relaciones, pero la conozco. Cualquiera que la conozca sabe que no es del tipo de personas que sabe «ser feliz». No sabe cómo serlo. Y respecto a lo de venir a vivir conmigo, pregúntale qué le parece y ya veremos qué te dice. Y yo, pequeña, ¡te necesito tantísimo!

Pollyanna se levantó suspirando profundamente.

— Está bien, se lo preguntaré. Y no es que no quiera venir a vivir con usted, señor Pendleton, pero... —no terminó la frase, y tras un momento de silencio dijo—: al fin y al cabo, me alegro de no haberle dicho nada ayer. En aquel momento creí que ella también era deseada.

John Pendleton sonrió con amargura.

— Sí. la verdad es que hiciste bien en no decir nada a nadie.

— Bueno, sólo se lo dije al doctor, pero con él no hay problema.

— ¡Al doctor! —exclamó John Pendleton—. ¿No sería... el doctor Chilton?

— Sí, cuando vino a decirme que usted quería verme.

— ¡Por todos los ... ! — murmuró el hombre—. Y ¿qué dijo el doctor Chilton?

Pollyanna se quedó pensativa.

— Pues la verdad es que no dijo mucho. Sólo que entendía muy bien por qué quería usted verme tan de prisa.

— Eso dijo... —contestó el señor Pendleton. Y Pollyanna se preguntó por qué había reído de forma extraña al decir eso.

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