Heidi
Johanna Spyri
Capítulo 5
Dos visitantes inesperados
Transcurrió un invierno y después otro verano feliz, y el segundo invierno de Heidi en la montaña estaba a punto de finalizar. Esperaba ya con ansiedad la llegada de la primavera, cuando los vientos templados deshelarían la nieve y volverían nuevamente las flores azules y amarillas. Entonces, ella subiría a los pastos una vez más, que era lo que más alegría le producía siempre. Ya tenía siete años y había aprendido muchas cosas útiles de su abuelo. Sabía guardar las cabras, y "Margarita" y "Morena" corrían tras ella como perros mansos, balando de placer al sonido de su voz. Dos veces durante el invierno había traído Pedro mensajes del maestro de escuela de Dörfli, diciendo que el viejo de los Alpes debía mandar al colegio a la niña que vivía con él. Ya iba siendo grandecita y debió haber comenzado el invierno anterior. En ambas ocasiones el anciano replicó que si el maestro tenía algo que decirle, siempre podría encontrarle en la cabaña, pero que de mandar a la niña a la escuela, nada de nada. Pedro transmitió estos mensajes.
Cuando el sol de marzo empezó a deshelar la nieve en las laderas, aparecieron las primeras campanillas. Los árboles habíanse desprendido de su carga de nieve y agitaban sus ramas libremente al viento. Heidi pasaba su tiempo entre la cabaña, el corral y los abetos; de vez en cuando corría a decirle a su abuelo lo grandes que se iban haciendo los verdes cuadros de hierba. Una mañana, cuando salía por enésima vez de la cabaña, se encontró en la puerta a un hombre de edad, vestido de negro y de aspecto solemne. Vio el hombre que ella se sobresaltaba y dijo en tono amistoso:
— No debes asustarte de mí. Me gustan los niños. Ven y dame la mano. Tú debes ser Heidi. ¿Dónde está tu abuelo?
— Dentro, haciendo cucharas de madera — respondió Heidi, precediéndole al interior de la cabaña.
Se trataba del anciano cura de Dörfli , que había sido vecino del viejo de los Alpes cuando éste vivía en la aldea.
— Buenos días, amigo — dijo, acercándose a él.
El viejo de los Alpes, sorprendido, se puso en pie.
— Buenos días, señor cura — contestó. Y añadió, indicándole una silla— : Si no le importa un asiento duro, tome ése.
— No le veo desde hace tiempo — dijo el cura.
— Ni yo a usted — fue la réplica.
— Ahora he venido para hablarle de cierto asunto. Creo que supondrá de qué se trata.
Al decir esto, el sacerdote señaló con un gesto a Heidi, que continuaba junto a la puerta observándole con interés.
— Ve a darles un poco de sal a las cabras, Heidi, y quédate con ellas hasta que yo vaya a buscarte — le dijo el abuelo, y la niña obedeció en el acto.
— Esa niña debió haber ido a la escuela este invierno, ya que no lo hizo el pasado — prosiguió el cura—. El maestro le mandó a usted varios recados, pero no hizo ni caso. ¿Qué pretende hacer con ella?
— No quiero mandarla a la escuela.
El sacerdote miró fijamente al viejo de los Alpes, que continuaba sentado con los brazos cruzados y la expresión obstinada.
— ¿Qué va a ser de ella entonces? — preguntó.
— Crecerá con las cabras y los pájaros. Ellos no le enseñarán nada malo, y Heidi será muy feliz.
— Pero ella no es una cabra ni un pájaro, sino una niña. Puede que no aprenda nada malo de tales compañeros, pero tampoco la enseñarán a leer ni a escribir, y ya va siendo hora de que empiece a instruirse. Vengo a decirle esto amistosamente para que se lo piense durante todo el verano y haga sus planes al respecto. Éste es el último invierno que la niña puede permanecer aquí sin educación alguna. El próximo deberá asistir regularmente a la escuela.
— Ella no hará tal cosa — replicó el viejo con obstinación.
— ¿De verdad cree que nada de cuanto le digamos podrá hacerle entrar en razón? Usted ha corrido mundo y ha debido ver y aprender mucho. Creí que tendría más sentido común.
— Y lo tengo, no lo dude — repuso secamente el viejo, si bien su voz demostraba que no estaba tan seguro como parecía— . ¿Supone que voy a mandar diariamente a una niña pequeña como Heidi montaña arriba y montaña abajo durante todo el invierno, tanto si nieva como si truena? ¿Cómo regresaría por las noches, cuando el viento sopla tan fuerte y la nieve es tan espesa que incluso una persona mayor tendría dificultades para mantenerse en pie? Recuerde los raros ataques que solía tener su madre. Un esfuerzo como ese podría provocar algo parecido en la niña. Si alguien intenta obligarme en tal sentido, estoy dispuesto a llevar el asunto a los tribunales. Entonces veremos lo que pasa.
— Hasta ahí tiene razón, vecino — convino amablemente el cura—. Sería imposible mandar a Heidi a la escuela desde aquí. Y usted la quiere, eso salta a la vista. Pero ¿por qué no hace, en bien de ella, lo que debió haber hecho hace tiempo, o sea, volver a Dörfli y quedarse a vivir allí? ¿Qué clase de vida lleva usted en la montaña, solo y sin que nadie pueda ayudarle en caso de apuro? Ni siquiera imagino cómo puede sobrevivir al frio del invierno, y me asombra que la niña pueda resistirlo a su vez.
— La niña tiene la sangre caliente y una cama cálida, ¿sabe usted? — replicó el viejo de los Alpes—. Y yo siempre encuentro toda la leña que necesito. El cobertizo está lleno de troncos y el fuego nunca se apaga durante el invierno. No tengo la menor intención de volver a vivir en Dörfli. La gente de allí me desprecia y yo les desprecio a ellos, de manera que vale más vivir separados.
— Pero eso no le beneficia — dijo el cura — Me consta que le falta algo. Créame, la gente no le detesta tanto como usted imagina. Póngase en paz con Dios, vecino, y pida que Él le perdone sus pecados. Luego regrese a Dörfli y ya verá cómo le recibirá la gente y cuán feliz puede volver a ser. — Se levantó y tendió la mano, añadiendo— : Espero verle entre nosotros el próximo invierno. Deme la mano y prométame que volverá a vivir nuevamente con nosotros, y que se reconciliará con Dios y con los hombres.
El viejo de los Alpes le estrechó la mano, pero dijo lentamente:
— Sé que su intención es buena, pero no puedo hacer lo que me pide. No se hable más del asunto. Ni enviaré a la niña a la escuela, ni me iré a vivir al pueblo.
— ¡Que Dios le ampare entonces! — dijo el cura, saliendo tristemente de la cabaña, para descender por el sendero.
El viejo de los Alpes quedó de un humor pésimo. Después de comer, cuando Heidi dijo, como de costumbre, que era hora de visitar a la abuela de Pedro, él replicó que no y no volvió a pronunciar una palabra más en todo el día. A la mañana siguiente, la niña volvió a preguntar si irían a ver a Grannie y él respondió con un seco: "Ya lo veremos." Pero antes de que los platos estuvieran fregados, se les presentó un nuevo visitante. Esta vez se trataba de Dora. La joven traía un bonito sombrero adornado con una pluma y un largo vestido que rozaba la tierra al andar; el suelo de la cabaña no era particularmente apropiado para él. El viejo de los Alpes se la quedó mirando en silencio, pero Dora era toda amabilidad y fue quien inició inmediatamente la conversación.
— ¡Qué buen aspecto tiene Heidi! — exclamó—. ¡Me ha costado trabajo reconocerla! La ha cuidado usted muy bien, tío. Ni que decir tiene que siempre he pensado volver por ella, pues comprendo que debe ser un estorbo para usted, pero hace dos años no tuve más remedio que traerla aquí. Desde entonces he estado buscando un buen hogar para ella, y ésa es la causa de mi visita. Existe una maravillosa oportunidad para ella. He estudiado bien el asunto y me consta que se trata de una oportunidad entre un millón. La familia para quien yo trabajo tiene unos amigos muy ricos, que viven en una de las mejores casas de Frankfurt. La hija del dueño es una muchachita paralítica y que está muy delicada; se pasa el tiempo en un sillón de ruedas y un tutor le da lecciones. Todo resulta muy duro y aburrido para ella y anhela la compañía de una amiguita. Esto lo han comentado en casa de mis señores, pues ya he dicho que son amigos, y ellos harían cualquier cosa por ayudarla. Por eso sé lo que necesitan: una niña sencilla, que no esté mimada, para que le haga compañía, una niña fuera de lo común. Yo pensé inmediatamente en Heidi y le dije que sería la niña ideal. ¿No es maravilloso? ¿Verdad que Heidi es una chica afortunada? Y si le toman cariño y algo le ocurre a su hija, cosa muy probable teniendo en cuenta su estado, pues ya sabe, podría ser que...
— ¿Has terminado ya? — la interrumpió el viejo de los Alpes, que había escuchado hasta entonces en silencio.
Dora movió la cabeza con gesto exasperado.
— Cualquiera diría que le he estado hablando de algo carente de importancia. No hay nadie en todo este distrito que no se alegrara de oír tan buenas noticias.
— Pues díselas a ellos — gruñó el viejo— . A mí no me interesan.
Dora se puso furiosa al escuchar estas palabras.
— Si es ésa su opinión, permítame que le diga algo: La niña va a cumplir pronto los ocho años y no sabe hacer la o con un canuto; usted no la deja que aprenda. Sí, sí, me han dicho en Dörfli que usted no la manda a la escuela ni a la iglesia. Pero Heidi es la hija de mi hermana y yo soy la responsable de su bienestar. Y cuando surge la oportunidad para ella y la fortuna le sonríe, usted, que no le importa lo que le ocurra a nadie, pretende que desperdicie esa oportunidad. Pero no permitiré que se salga con la suya, se lo advierto; además, todo Dörfli está de mi parte. También le advierto que se lo piense bien antes de llevar el asunto a los tribunales. Puede que entonces salgan a relucir cosas que usted prefiere olvidar. Nunca se sabe lo que puede pasar en un juicio.
— ¡Basta ya! — tronó el viejo, echando fuego por los ojos— ¡Llévatela y échala a perder! ¡Pero no me la traigas nunca más! ¡No quiero verla con una pluma en el sombrero u oírla hablar como tú lo has hecho hoy!
Y salió de la cabaña caminando a largas zancadas.
— Has hecho enfadar al abuelo — dijo Heidi, dirigiendo a su tía una mirada nada amistosa.
— Ya se le pasará — replicó Dora—. Vamos, ¿dónde están tus vestidos.
— Yo no voy a ir contigo — dijo Heidi.
— ¡No digas tonterías! — exclamó Dora. Y añadió, poniendo en su voz toda la suavidad de que fue capaz— : Vamos, tú no tienes idea de lo bien que lo vas a pasar. — Se dirigió al armario, tomó las cosas de Heidi e hizo un bulto con ellas—. Ponte tu sombrero. Está muy ajado, pero tendrá que servir. Y ahora, date prisa; tenemos que marcharnos.
— He dicho que no iré contigo — repitió Heidi.
— ¡No seas tan estúpida y obstinada como una de esas cabras!— se enfureció nuevamente Dora—. Supongo que habrás aprendido de ellas esa conducta. Ahora trata de comprender; ya has visto lo enfadado que está el abuelo; ha dicho que no quiere volver a vernos. El quiere que te vengas conmigo, y si no le obedeces se pondrá más furioso aún de lo que está. Además, tú no sabes lo bonito que es Frankfurt... Bueno, en el caso de que no te guste, siempre puedes volver aquí. Para entonces, el abuelo estará de mejor humor que hoy.
— ¿Podré volver esta noche mismo? — preguntó Heidi.
— Oh, no; hoy tenemos que ir a Mayenfield. Mañana tomaremos el tren, pero siempre podrás volver aquí por el mismo camino. No queda tan lejos como eso.
Dora tomó a Heidi por una mano, se puso el bulto con la ropa bajo el brazo contrario, y emprendieron el camino montaña abajo.
Aún no había llegado la época del año en que Pedro llevaba las cabras a pastar y el chico asistía a la escuela en Dörfli. O, al menos, eso era lo que hubiera debido hacer. Pero de vez en cuando hacia novillos porque pensaba que ir a la escuela significaba una pérdida de tiempo y el aprender a leer le tenía completamente sin cuidado. Prefería vagabundear y recoger leña, que siempre resultaba necesaria. Aquel día precisamente se dirigía a casa con un enorme haz de ramas de avellano cuando vio a Heidi y a Dora.
— ¿Adónde vas? — preguntó, al llegar a su altura.
— Voy a Frankfurt de visita con mi tía — respondió Heidi— . Pero antes entraré a ver a tu abuela, Pedro. Me estará esperando.
— No, no hay tiempo para eso — declaró Dora firmemente, cuando Heidi intentó desasirse—. Podrás verla cuando regreses.
Y siguió andando sin soltar a la niña. Temía que Heidi cambiara nuevamente de opinión si entraba en la cabaña, pues era obvio que la anciana se pondría de su parte. Pedro entró precipitadamente en la vivienda y, para desahogarse, arrojó el haz de leña sobre la mesa tan ruidosamente como le fue posible. Su anciana abuela hizo un gesto de alarma y preguntó:
— ¿A qué viene todo ese jaleo?
Y la madre, que había estado a punto de ser derribada de la silla, preguntó con su acostumbrada paciencia:
— ¿Qué pasa. Pedro? ¿Por qué eres tan salvaje?
— ¡Ella se lleva a Heidi! — gritó el chico.
— ¿Quién es ella? ¿Y adónde van? — preguntó la anciana ansiosamente, aunque creía saber la respuesta, pues su hija había visto pasar a Dora camino de la cabaña del viejo del los Alpes y le había hablado del asunto. Dirigiéndose a tientas hacia la ventana, la abrió y gritó en tono de súplica— : ¡No te lleves a la niña, Dora! ¡No la apartes de nosotros!
Pero tía y sobrina habían apresurado el paso y, aunque oyeron la voz, no pudieron distinguir las palabras. A pesar de ello, Dora creía adivinar las palabras y siguió tirando de Heidi tan aprisa como le fue posible.
— Era Grannie la que llamaba, y yo quiero ir a verla — dijo Heidi, tratando de soltarse nuevamente.
— Es ya muy tarde y no podemos detenemos — replicó Dora— . Perderíamos el tren, ¿sabes? Piensa en lo bien que lo vas a pasar en Frankfurt, y cuando vuelvas, si es que quieres volver después de haber vivido allí, podrás traerle un regalo a Grannie.
— ¿De veras podré? — preguntó Heidi, entusiasmada con esta idea—. ¿Y qué es lo que puedo traerle?
— Pues quizás algo de comer. Creo que le gustarán los panecillos tiernos que hacen en la ciudad. El pan moreno de aquí lo debe encontrar demasiado duro.
— Sí, es verdad; la he visto darle a Pedro su parte porque no puede morderlo. Vamos de prisa, Dora, ¿Llegaremos hoy a Frankfurt? Entonces podría volver en seguida con los panecillos.
Empezó a correr tan aprisa que Dora, obstaculizada por el bulto de ropa que llevaba debajo del brazo, se vio apurada para seguirla. Pero estaba contenta de caminar tan rápidamente porque estaba llegando a Dörfli, donde sabía que la gente empezaría a hacer preguntas que podían trastornar nuevamente a la niña.
Y así fue, en efecto. Mientras cruzaban la aldea, los comentarios llovían de uno y otro lado:
— ¿Es que huye del viejo de los Alpes?
— ¡Qué raro que esté viva aún!
— Pues no tiene tan mal aspecto...
A todo lo cual respondía Dora:
— No puedo detenerme. Ya ven que vamos muy aprisa y todavía nos queda mucho camino por recorrer.
Se sintió aliviada cuando hubieron dejado atrás la aldea. Heidi no había vuelto a decir palabra, sino que corría tan rápidamente como le era posible.
A partir de aquel día, el viejo de los Alpes se tornó más hosco y silencioso que nunca. En las raras ocasiones en que cruzaba Dörfli con la cesta de quesos a la espalda y el grueso garrote en la mano, las madres apartaban a los niños de su camino, temerosas. No decía nada a nadie, limitándose a bajar al valle donde vendía su mercancía y compraba pan y carne con lo que obtenía de ella. La gente solía reunirse en grupos cuando había pasado, comentando lo extraño de su aspecto y su conducta. Todos convenían en que era una suerte que la chiquilla hubiera escapado de su lado, recordándose unos a otros cómo Heidi había bajado corriendo de la montaña, como si temiera que el viejo la siguiera para agarrarla por la espalda.
Pero la anciana abuela de Pedro estaba siempre de su parte. Cuando venía alguien a traerle lana para hilar o a buscar el trabajo ya terminado, procuraba mencionar lo bien que había tratado a la niña y lo bueno que había sido reparando su cabaña, que de no ser por él se habría derrumbado ya para entonces. A los aldeanos les costaba creerlo y decían que la anciana no sabía de quién hablaba, ya que estaba ciega y es posible que también estuviera sorda.
El viejo de los Alpes no volvió a acercarse a la cabaña de Grannie, pero había hecho su trabajo de reparación a conciencia y la casa era ahora lo bastante sólida como para resistir los embates de la tormenta. Sin las visitas de Heidi, la anciana encontraba los días largos y vacíos y su tristeza iba en aumento. Solía decir con frecuencia:
— Me gustaría oír nuevamente esa querida voz infantil antes de morirme...
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