Heidi

Johanna Spyri

Capítulo 17

Ilustración de Sonja Wimmer

Días felices

A la mañana siguiente, el doctor subió temprano desde Dörfli con Pedro y las cabras. Varias veces había intentado iniciar la conversación pero sin éxito. No era fácil hacer hablar a Pedro, quien a duras penas respondía con monosílabos a las preguntas. Así pues, recorrieron en silencio la mayor parte del trayecto, y cuando alcanzaron la cabaña, Heidi le estaba esperando con "Margarita" y "Morena", las tres de excelente humor.

— ¿Subes hoy? — le preguntó Pedro, como de costumbre.

— Pues claro — respondió ella—, y el doctor también viene.

Pedro miró de soslayo al visitante. Entonces salió el viejo de los Alpes, saludó afablemente al doctor y colgó una bolsa de comida en el hombro de Pedro. La bolsa era más pesada que de costumbre porque el anciano había puesto en ella un gran pedazo de carne seca, pensando que al doctor le gustaría quedarse a almorzar con los niños. Pedro sonrió de oreja a oreja al notar el peso, adivinando que dentro había algo especial.

Así iniciaron la ascensión, rodeada Heidi por las cabras que se empujaban unas a otras en sus esfuerzos por acercarse a ella. Heidi anduvo un rato acompañada por los animales y luego les ordenó:

— Venga, seguid adelante y no volváis a molestarme.

Hoy tengo que hablar con el doctor.

Luego acarició la cabeza de "Copo de Nieve".

El doctor no tenía dificultad para hablar con Heidi. La chiquilla parloteaba en todo momento sobre las cabras y sus extrañas costumbres, o de los picachos de la montaña y de las flores y de los pájaros que encontrarían allá arriba. Durante el trayecto, Pedro miró agriamente al doctor varias veces, pero nadie se percató de ello. Antes de que se dieran cuenta ya habían llegado a los pastos.

Heidi abrió la marcha hacia su lugar favorito desde el cual se divisaba el valle distante, con su grato verdor, y las altas montañas con los eternos picos nevados centelleando al sol. Los dos picachos gemelos se levantaban majestuosamente contra el azul fuerte del cielo. La hierba a sus pies era seca y cálida, y Heidi invitó al doctor a sentarse y descansar. Escuchaban el agradable tintineo de los cencerros mientras el rebaño se movía de un lado para otro triscando en la hierba. Unas campanillas que había sobrevivido a las flores del verano movían sus tallos esbeltos a la brisa mañanera. El viejo halcón planeaba en amplios círculos silenciosos. Los ojos de Heidi estaban llenos de felicidad al contemplar todas aquellas cosas que tanto amaba y miraba al doctor para ver si a él también le gustaban. El hombre captó la mirada de la niña y respondió a ella, aun cuando sus ojos no habían perdido su tristeza.

— Si, Heidi, todo es muy hermoso aquí —dijo—, pero el corazón no puede olvidar su pena y regocijarse, incluso en un lugar así.

— Aquí nadie está triste, doctor; eso queda para Frankfurt.

Una leve sonrisa brilló en el rostro del médico.

— Pero suponiendo que la tristeza no se pueda dejar en Frankfurt, sino que nos acompañe hasta aquí, ¿qué se debe hacer entonces?

— Cuando no pueda hacer nada por sí mismo — dijo Heidi confiadamente—, cuénteselo a Dios.

— Hermosas palabras las tuyas, querida niña, pero supón que fue Dios quien me mandó esa pena.

Heidi se quedó unos instantes pensativa. Estaba segura de que Dios ayudaba siempre, mas trataba de hallar una respuesta fruto de sus propias experiencias.

— Creo que debe esperar —dijo al fin— y seguir pensando que Dios tiene algo bueno que ofrecerle a cambio de esa pena, pero debe ser paciente. Ya ve usted, cuando algo va muy mal, uno ignora que el bien puede llegar de un momento a otro y cree que la situación va a durar siempre.

— Ojalá no cambies nunca de modo de pensar, Heidi —dijo el doctor, contemplando unos instantes en silencio la escena que le rodeaba. Añadió luego—: ¿Puedes comprender que incluso aquí la angustia pone un velo en los ojos, impidiendo disfrutar de tanta belleza, y que esto aumenta nuestra pena? ¿Sabes a lo que me refiero?

Estas palabras ensombrecieron momentáneamente el rostro de Heidi porque trajeron a su memoria los ojos eternamente velados de la abuela, quien nunca más vería la luz del sol ni la belleza de las montañas.

— Si, comprendo — dijo al fin—, tal vez le alegraría oír uno de los himnos de la abuela. Ella dice que le traen nuevamente la luz.

— ¿Qué himnos sabes tú?

— Sólo recuerdo el que habla del sol y parte de otro muy largo que a la abuela le gusta mucho. Siempre tengo que leerle los versos por lo menos tres veces.

— Recítamelos ahora — dijo el doctor, apoyándose contra una roca y disponiéndose a escuchar.

— ¿Empiezo por los que a la abuela le gustan tanto porque siempre le traen esperanzas nuevas? — preguntó, juntando las manos.

El doctor asintió, y ella comenzó a recitar:

Dile a Dios tus aflicciones,

cuéntale todas tus penas,

Él oye tus oraciones

y de luz tu alma llena.

Su amor de eterna frescura

te da bienaventuranza,

te trae paz de la altura

y renueva tu esperanza.

Heidi se detuvo porque no estaba segura de que el doctor la escuchara. Se había cubierto el rostro con las manos y permanecía silencioso, como si durmiera, por lo que Heidi decidió que si quería escuchar más ya se lo pediría cuando despertara. Pero el hombre no dormía; simplemente estaba perdido en sus pensamientos. El himno le había transportado a su infancia, cuando era niño se ponía junto a la silla de su madre, escuchando estas mismas palabras; le parecía estar viéndola de nuevo, con los ojos cargados de cariño, y oía su voz hablándole dulcemente. Estos gratos recuerdos le mantuvieron inmóvil durante largo rato y cuando al fin levantó la cabeza se encontró con los grandes ojos de Heidi que le observaban pensativamente. Acarició la mano de la niña y dijo, ya más alegre:

— Unos versos muy bonitos, Heidi. Volveremos aquí otra vez para que me recites algunos más.

Todo esto no había sido del agrado de Pedro. Era la primera vez desde hacía muchas semanas que Heidi subía con él y ahora se sentaba todo el tiempo con el doctor, sin mirar ni una sola vez hacia donde él estaba. Daba patadas a la hierba y refunfuñaba, pero ninguno de los dos advertía su presencia. Incluso apretó los puños junto a la espalda misma del doctor, como si le amenazara, pero también este gesto resultó invisible. Cuando el sol llegó al mediodía en la esfera celeste gritó:

— ¡Es hora de comer!

Heidi se levantó entonces, diciéndole al doctor que le traería su parte, pero él manifestó que no tenía apetito y que solamente tomaría un poco de leche para proseguir luego la ascensión a la montaña. Al oír esto, Heidi decidió que tampoco tenía hambre y que igualmente sólo tomaría leche. Pensó que le gustaría mostrar al doctor el lugar donde "Jilguera" estuvo a punto de caer al precipicio y donde había tanta hierba buena para las cabras. En consecuencia, pidió a Pedro que ordeñara a "Margarita" para el doctor y para ella misma.

— ¿Sólo vais a tomar leche? — preguntó Pedro con asombro—. ¿Y toda esa comida que hay en la bolsa?

— Puedes quedarte con ella en cuanto nos hayas traído la leche.

Jamás hizo lo que se le pedía tan rápidamente como ahora. Anhelaba saber qué era lo que pesaba tanto en la bolsa aquella mañana, y en cuanto hubo dado la leche a Heidi la abrió para mirar dentro. Cuando vio la carne apenas pudo dar crédito a sus ojos. Estaba agarrándola ya cuando recordó lo furioso que había esgrimido sus puños a espaldas del doctor, a quien iba realmente dirigida la amenaza. Lamentó lo ocurrido y esto le hizo contenerse. Entonces echó a correr hacia el sitio donde había estado antes, abrió los brazos con las manos extendidas para demostrar que ya no quería pelear con nadie y se mantuvo así hasta que ya había cumplido su penitencia. Luego volvió a la bolsa y empezó a comer con la conciencia tranquila.

Heidi y el doctor fueron montaña arriba, charlando mientras caminaban. Al cabo de poco rato, él le dijo que iba a regresar, pero que ella podía quedarse más tiempo con las cabras, a lo que Heidi respondió que ni hablar, insistiendo en que le acompañaría hasta la cabaña e incluso más lejos. Así pues, emprendieron el descenso cogidos de la mano; por el camino, ella le mostraba las zonas de pastos preferidas por las cabras y donde crecían las mejores flores en verano. Podía decirle los nombres de muchas de ellas porque se los había enseñado su abuelo. Finalmente, el doctor dijo que debía regresar y se despidieron, continuando él solo. De vez en cuando volvía la cabeza y la veía saludándole con la mano, como solía hacer su hija cuando él se ausentaba.

El tiempo fue bueno y soleado durante todo aquel mes, y el doctor subía cada mañana a la cabaña; desde allí efectuaba largos paseos teniendo al viejo de los Alpes como guía, la mayor parte de las veces. Juntos trepaban y trepaban hasta los lugares donde los grandes y viejos abetos aparecían abatidos por las tormentas, y más arriba todavía, allí donde anidaba el halcón. El enorme pájaro levantaba el vuelo, protestando ante aquella intromisión. El doctor se sentía realmente complacido en compañía del viejo de los Alpes y se sorprendía constantemente al comprobar sus conocimientos de las plantas de la montaña y de sus usos. El viejo de los Alpes le enseñaba pequeñas grietas entre las rocas donde, incluso a aquellas alturas, minúsculas plantas crecían y florecían. También conocía mucho sobre la vida salvaje en aquellas altitudes y muchas historias sobre las criaturas que vivían en cavernas o madrigueras e incluso en las ramas de los árboles. Al irse después de una de estas expediciones, el doctor dijo:

— Amigo mío, cada vez que estoy con usted aprendo algo nuevo.

Algunas veces, cuando el tiempo era particularmente bueno, el doctor subía a los pastos con Heidi y siempre descansaban en el mismo sitio, mientras ella charlaba o recitaba los versos que había aprendido de memoria. Pedro no se reunía nunca con ellos, mas ahora se había resignado a perder la compañía de la niña y ya no le deseaba ningún mal al doctor.

Con el último día de septiembre, las vacaciones del médico tocaron a su fin. El día antes de su regreso a Frankfurt apareció en la cabaña con aire triste; lamentaba mucho irse porque se había sentido en las montañas como en su propia casa. El viejo de los Alpes le iba a echar mucho de menos, y Heidi estaba tan acostumbrada a verle cada día que casi no podía creer que aquella hermosa temporada estuviese a punto de finalizar. Después que el viejo de los Alpes y él se hubieron despedido, Heidi le acompañó montaña abajo, pero cuando el doctor consideró que la niña se había alejado lo suficiente de la cabaña, se detuvo y le acarició dulcemente la cabeza.

— Bueno, Heidi, aquí nos separamos —dijo—. Me gustaría poder llevarte de regreso a Frankfurt.

Heidi contempló en el acto, con los ojos del pensamiento aquella ciudad con tantas casas y tan altas, de calles empedradas y recordó a la señorita Rottenmeier y a Tinette.

— Sería mejor que usted volviera con nosotros — dijo en tono dubitativo.

— Sí, tienes razón —convino él— Toda la razón. Adiós, querida niña.

Cuando ella le dio la mano, creyó ver lágrimas en sus ojos bondadosos, pero el médico se volvió rápidamente y apresuró el paso. Heidi le vio alejarse, sintiéndose muy apenada; al cabo de unos momentos corrió tras él, gritando:

— ¡Doctor, doctor!

El hombre se volvió hacia ella y cuando la chiquilla estuvo a su lado la oyó gimotear:

— Me iré con usted a Frankfurt y me estaré allí con usted todo el tiempo que quiera, pero primero debo decírselo al abuelo.

El doctor le puso la mano en el hombro para calmarla.

— No, no —dijo— ; tú tienes que continuar aquí por ahora, entre los abetos, o caerías nuevamente enferma. Si alguna vez me siento decaído y solo, tal vez podrías venir a cuidarme. Me gusta pensar que hay alguien que me quiere lo suficiente como para cuidar de mí cuando llegue la ocasión.

— ¡Oh, sí, yo iré en cuanto usted me mande llamar! — dijo ansiosamente Heidi— . Le quiero a usted casi tanto como a mi abuelo.

El doctor le dio las gracias y reanudó la marcha, mientras la niña permanecía inmóvil y le saludaba con la mano hasta que el hombre sólo fue un puntito en la distancia. Cuando el doctor se volvió por última vez para decir adiós, pensó: "Este es, ciertamente, un lugar maravilloso para mentes y cuerpos enfermos. ¡Aquí vale la pena vivir nuevamente la vida!"

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