La rama dorada

Madame D´Aulnoy

Había una vez un rey tan enojón y desagradable que todos sus súbditos le tenían miedo; y con mucha razón, pues les mandaba cortar la cabeza por las cuestiones más insignificantes.

Este Rey Gruñón, como lo llamaban, tenía un hijo que era todo lo opuesto a él. Ningún príncipe podía igualársele en inteligencia y bondad, pero desafortunadamente era muy feo.

Tenía las piernas chuecas, era bizco, tenía la boca grande y de lado, y era jorobado. Nunca se había visto un alma tan hermosa en un cuerpecillo tan espantoso, pero a pesar de su apariencia, todos lo amaban. La reina, su madre, lo llamaba Arabesco, porque era un apodo que a ella le gustaba mucho y que parecía irle muy bien.

El Rey Gruñón, a quien le importaba mucho más su propia grandeza que la felicidad de su hijo, quería casar al príncipe con la hija de un rey vecino, cuyas grandes propiedades colindaban con las suyas; pensaba que esta alianza lo haría más poderoso que nunca. En cuanto a la princesa, él creía que sería una buena princesa Arabesca, pues era tan fea como él.

De hecho, aunque era la criatura más amable del mundo, no había manera de ocultar que era espantosa y coja (se apoyaba en un bastón para caminar). La gente la llamaba la Princesa Col (decían que su cuerpo parecía una col).

El rey, tras haber recibido el retrato que había pedido de la princesa, lo mandó poner en su gran salón, debajo de un dosel y mandó llamar al Príncipe Arabesco. Le dijo que dado que ésa sería su futura novia, esperaba que le pareciera encantadora.

El príncipe le echó un vistazo al retrato y retiró de inmediato la vista con desdén, lo que ofendió terriblemente a su padre.

—¿Acaso no te gusta? —le preguntó directamente.

—No, señor —respondió el príncipe—. ¿Cómo podría gustarme una princesa fea y coja para casarme con ella?

—Es realmente una sorpresa que tú hagas ese comentario —dijo el Rey Gruñón— cuando tú mismo eres lo suficientemente feo para asustar a cualquiera.

—Ésa es la razón por la que quiero casarme con alguien que no sea fea. Estoy bastante cansado de verme a mí mismo.

—Te aviso que te casarás con ella —le dijo el rey enojado.

Y el príncipe, al ver que de nada serviría protestar, hizo una reverencia y se retiró.

Como el Rey Gruñón no estaba acostumbrado a que lo contradijeran en nada, estaba muy enojado con su hijo y dio la orden de que lo encerraran en la torre especial para encerrar a príncipes rebeldes, pero que no había sido utilizada en doscientos años, porque no había habido príncipes rebeldes desde entonces. Al príncipe le pareció que las habitaciones eran extrañamente anticuadas, con esos muebles tan feos, pero le agradó que hubiera una buena biblioteca, pues le gustaba mucho leer y al poco tiempo consiguió permiso para llevarse a su celda tantos libros como quisiera. Al verlos de cerca se dio cuenta de que estaban escritos en una lengua olvidada y no podía entender ni una sola palabra, aunque se divirtió en el intento.

El Rey Gruñón estaba convencido de que el Príncipe Arabesco pronto se cansaría de estar en prisión y consentiría casarse con la Princesa Col. Por ello envió una embajada al otro rey para proponerle que la princesa fuera al castillo a casarse con su hijo, quien la haría perfectamente feliz.

El rey se alegró de haber recibido una oferta tan buena para su desafortunada hija, aunque, a decir verdad, le pareció imposible admirar el retrato del príncipe que le habían enviado. Sin embargo, lo había colocado bajo la mejor luz posible y había enviado llamar a su hija, pero apenas ella vio el retrato miró hacia otra parte y comenzó a llorar. El rey, que se enojó al ver lo mucho que a ella le había desagradado el príncipe, tomó un espejo y sosteniéndolo frente a la triste princesa le dijo:

—Veo que el príncipe no te parece atractivo, pero mírate a ti misma y dime si tienes algún derecho para quejarte de eso.

—Señor, no es mi intención quejarme, pero te ruego que no me obligues a casarme con nadie. Preferiría ser la triste Princesa Col toda mi vida que imponer la imagen de mi fealdad a alguien más.

Pero el rey no la escuchó y la envió al castillo con una embajada.

Mientras tanto, el príncipe continuaba encerrado en su torre y, para que se aburriera lo más posible, el rey dio la orden de que nadie le hablara y de que le dieran lo mínimo para comer. Pero los guardias del príncipe lo estimaban tanto que hicieron todo lo que pudieron, a pesar de las órdenes del rey, para hacer su prisión más llevadera.

Un día, mientras el príncipe caminaba de un extremo a otro del viejo salón pensando en qué triste era ser tan feo y que lo obligaran a casarse con una princesa igualmente fea, levantó la vista de pronto y notó que los vitrales estaban particularmente hermosos y brillantes; así que por hacer algo que lo distrajera de sus tristes pensamientos comenzó a mirarlos con atención. Le pareció que los motivos parecían ser escenas de la vida de un hombre que aparecía en cada vitral; y el príncipe, al encontrar cierto parecido entre esta figura y él mismo, se interesó mucho en estas figuras. En el primer vitral se veía una imagen de él mismo en una de las torrecillas, después se le veía buscando algo en una grieta del muro; en la siguiente ilustración aparecía abriendo un viejo armario con una llave dorada; y así siguió mirando el resto de los vitrales. Al cabo de un rato notó que había una figura que ocupaba el lugar más importante en cada escena en el resto de los vitrales; era un joven alto y apuesto.

El pobre príncipe Arabesco lo admiró de inmediato; era tan fuerte y derecho. Para entonces ya se había hecho de noche y el príncipe tuvo que volver a su habitación, tomó uno de esos libros viejos para entretenerse y comenzó a mirar las figuras que ilustraban el texto. Y se sorprendió mucho al ver que las ilustraciones representaban las mismas escenas que aparecían en los vitrales de la galería y, lo que es más, parecía que estaban vivas. Al mirar las imágenes de unos músicos vio que sus manos se movían y escuchó unos sonidos muy agradables. Había la escena de un baile y el príncipe podía ver cómo la gente iba y venía al compás de la música. Dio vuelta a la página y percibió el olor de una deliciosa cena y una de las figuras que estaba sentada a la mesa de este festín lo miró y le dijo:

—Bebemos a tu salud, Arabesco. Si nos devuelves a nuestra reina serás recompensado; pero si no, te va a ir muy mal.

El príncipe se asustó terriblemente al escuchar estas palabras, pues su sorpresa había ido en aumento, dejó caer el libro y se desmayó. El estrépito de su caída llamó la atención de los guardias, quienes acudieron en su ayuda. En cuanto el príncipe volvió en sí le preguntaron qué había pasado. Les dijo que estaba tan débil y aturdido a causa del hambre que le había parecido ver y escuchar cosas extrañas. A pesar de las órdenes del rey, los guardias le dieron una cena excelente y una vez que hubo terminado volvió a abrir el libro, pero no pudo ver ninguna de las imágenes maravillosas de antes, lo que lo convenció de que debía haber estado soñando.

Sin embargo, al día siguiente volvió a la galería y miró los vitrales de nuevo. Las figuras se movían, iban y venían como si estuvieran vivas y luego de ver cómo la figura que se parecía a él tomaba la llave de la grieta en el muro de la torreta y abría el viejo armario, decidió ir a inspeccionar el lugar por él mismo y descubrir cuál era el misterio. Así que se dirigió a la torreta y comenzó a dar golpes en las paredes buscando un lugar que sonara hueco hasta que por fin lo encontró. Tomó un martillo y rompió un trozo de la piedra del muro, detrás de la cual encontró una pequeña llave dorada. El siguiente paso era encontrar el armario y el príncipe pronto lo encontró, escondido en un oscuro rincón, aunque en efecto estaba tan viejo y desgastado que nunca lo habría notado si no lo estuviera buscando. Al principio no encontró ninguna cerradura, pero después de buscarla cuidadosamente encontró una en el relieve y la llave dorada embonó a la perfección; así que el príncipe dio una fuerte vuelta a la cerradura y las puertas se abrieron.

Aunque por fuera el armario se veía viejo y desgastado, no había nada más rico y hermoso que lo que hallaron en su interior los maravillados ojos del príncipe. Cada cajón estaba hecho de cristal, de ámbar o de alguna piedra preciosa y estaban llenos de todo tipo de tesoros. El príncipe Arabesco estaba fascinado; abrió un cajón tras otro hasta que por fin encontró uno que contenía tan sólo una llave de esmeralda.

“Me supongo que esta llave debe abrir esa pequeña puerta dorada que está en el centro”, pensó el príncipe. Metió la llave y le dio vuelta. Al abrir la pequeña puertecilla, una luz suave y rojiza iluminó todo el armario. El príncipe vio que la luz emanaba de un inmenso carbunclo en forma de caja que estaba frente a él. La abrió de inmediato, pero cuál sería el horror que sintió al ver que en el interior había una mano que sostenía un retrato. Su primer impulso fue soltar la terrible caja y huir de la torreta, pero una voz le dijo al oído: “Esta mano le perteneció a uno a quien puedes ayudar y reinstaurar. Mira este maravilloso retrato, el origen de todas mis desventuras.

Si deseas ayudarme ve sin perder un momento a la galería y observa dónde caen los rayos del sol con mayor intensidad. Si buscas con atención encontrarás mi tesoro”.

La voz guardó silencio y aunque el príncipe, todavía estupefacto, hizo varias preguntas, no recibió respuesta alguna. Volvió a poner la caja en su lugar y cerró el armario con llave; colocó la llave en la grieta del muro y se dirigió a toda prisa a la galería.

Cuando entró en el salón, las ventanas se agitaron y rechinaron de un modo muy extraño, pero el príncipe no les puso atención, estaba buscando cuidadosamente el lugar exacto donde el sol brillaba con más fuerza y a él le pareció que era justo arriba del retrato de un hombre muy apuesto.

Se acercó al retrato y lo miró de cerca. Le pareció que la luz caía sobre los paneles de ébano y oro del marco, al igual que en los otros retratos de la galería. Se encontró confundido, sin saber qué hacer. Entonces se le ocurrió ver si las ventanas podían ayudarlo; al observar la más cercana vio la figura de sí mismo quitando el retrato de la pared.

El príncipe entendió la señal, quitó el cuadro de la pared sin ninguna dificultad y se encontró en un salón de mármol adornado con estatuas; de ahí pasó a otros salones espléndidos, hasta que llegó a uno en el que colgaban gasas azules del techo. Los muros estaban hechos de turquesas y sobre un bello sofá estaba recostada una dama encantadora que parecía dormida. Su cabello, negro como el ébano, descansaba sobre las almohadas, lo que hacía ver su rostro blanco como el marfil. El príncipe notó que estaba inquieta y cuando se acercó a ella sigilosamente, pues temía despertarla, la escuchó suspirar y decir entre murmullos:

—¡Cómo te atreviste a pensar que ganarías mi amor al separarme de mi amado Florimondo! ¿Cómo pudiste cortarle la mano en mi presencia, esa mano que yo amaba y que hasta tú debías temer y honrar?

Entonces unas lágrimas rodaron lentamente por sus mejillas y el príncipe Arabesco sospechó que se encontraba bajo algún tipo de encantamiento y que la mano que había encontrado era la de su amado.

En ese momento entró en el salón un águila enorme que llevaba una rama dorada entre las garras sobre la cual había lo que parecían unos racimos de cerezas, pero en realidad cada cereza era más bien un rubí resplandeciente.

El águila le presentó el racimo de rubíes al príncipe, quien para entonces supuso que estaba a punto de romper el encantamiento bajo el cual estaba la dama durmiente. Tomó la rama y con ella tocó suavemente a la dama y le dijo:

—Hermosa dama. No sé por qué suerte de encantamiento te encuentras atrapada, pero en el nombre de tu amado Florimondo te conjuro a volver a la vida que has perdido, pero no olvidado.

Al instante la dama abrió sus ojos lustrosos y vio el águila que la sobrevolaba.

“¡Quédate, amor mío, quédate”, exclamó, pero el águila exclamó un doloroso chillido, agitó las enormes alas y desapareció.

Entonces la dama se volvió hacia el príncipe Arabesco y le dijo:

—Sé que a ti te debo la liberación de este encantamiento bajo el que he estado por doscientos años. Si hay algo que pueda hacer por ti a modo de agradecimiento, sólo dímelo y utilizaré todo mi poder de hada para hacerte feliz.

—Señora —dijo el príncipe Arabesco— desearía poder regresar a su amado Florimondo a su forma natural, ya que no puedo olvidar las lágrimas que usted ha derramado por él.

—Es muy amable de tu parte, querido príncipe, pero eso le corresponde a otra persona. No puedo explicarte más en este momento, ¿pero no hay nada que desees para ti mismo?

—Señora —dijo el príncipe arrojándose a sus pies— mire mi fealdad. Me llaman Arabesco y soy objeto de burla; le suplico que me haga menos ridículo.

—Levántate, príncipe —le dijo el hada tocándolo con la rama dorada— sé tan talentoso como bien parecido y toma el nombre de Príncipe Sinpar, ya que es el único título que irá bien contigo desde ahora.

Enmudecido por la alegría, el príncipe le besó la mano para expresar su gratitud y cuando se levantó y vio su nuevo reflejo en los espejos que le rodeaban, entendió que Arabesco se había ido para siempre.

—¡Cómo desearía! —dijo el hada— que pudiera decirte lo que te espera y advertirte de las trampas que te aguardan, pero no debo. Huye de la torre, príncipe, y recuerda que el hada Dulcinea siempre será tu amiga.

Cuando el hada terminó de hablar, el príncipe ya no se encontró en la torre, para su sorpresa, sino en medio de un espeso bosque, a unas cien leguas de la torre. Ahí debemos dejarlo por el momento y ver lo que ocurría en otro lugar.

Los guardias notaron que el príncipe no pedía su cena como de costumbre y fueron a su habitación. Al no encontrarlo ahí se alarmaron y lo buscaron en la torre, de la torreta al calabozo, pero nada. Como sabían que el rey les mandaría cortar la cabeza por haber dejado escapar al príncipe, acordaron decir que estaba enfermo. Disfrazaron al más pequeño de los guardias para que se pareciera al príncipe lo más posible, lo metieron en la cama y mandaron a decirle al rey.

Al rey gruñón le dio mucho gusto saber que su hijo estaba enfermo, pues pensaba que así lograría que lo obedeciera más pronto y se casara con la princesa. Por lo que mandó decirles a los guardias que deberían tratar al príncipe con la misma severidad que antes, que era justo lo que ellos pensaban que iba a decirles. Para entonces la Princesa Col había llegado al palacio, tras viajar en una calesa.

El Rey Gruñón salió a recibirla, pero en cuanto la vio con su piel como de tortuga y con las cejas juntas sobre aquella nariz tan grande, no pudo evitar exclamar:

—¡Vaya! Reconozco que Arabesco es bastante feo, pero no creo que tú hayas tenido mucho qué pensar para aceptar casarte con él.

—Señor, sé muy bien lo que soy como para sentirme herida por sus palabras, pero le aseguro que no tengo el menor deseo de casarme con su hijo. Prefiero que me llamen Princesa Col que Reina Arabesca.

Esto hizo enojar mucho al rey.

—Tu padre te envió aquí a casarte con mi hijo y puedo asegurarte que no voy a ofenderlo cambiando sus planes —le dijo y la pobre princesa fue llevada con tristeza a sus aposentos.

Sus damas de compañía tenían por encargo hacerla cambiar de opinión.

En este punto los guardias, quienes temían que fueran a ser descubiertos, le mandaron decir al rey que su hijo había muerto, lo que lo enojó mucho. De inmediato se hizo a la idea de que había sido culpa de la princesa y dio la orden de que fuera hecha prisionera en la torre en lugar del príncipe Arabesco.

La Princesa Col se sorprendió mucho por esta medida tan injusta y le envió varios mensajes de protesta al Rey Gruñón, pero nadie se atrevía a darle los mensajes al rey debido al mal humor en el que estaba ni a enviar las cartas al padre de la princesa. Sin embargo, como ella no sabía esto, tenía esperanzas de que pronto enviaran por ella para regresarla a su país y trató de entretenerse lo mejor que pudo mientras llegaba ese momento. Cada día caminaba de arriba abajo por la vasta galería, hasta que ella también se vio de pronto atraída y encantada por las cambiantes figuras de los vitrales y se reconoció en uno de ellos. “Parece que han encontrado cierto gusto al pintarme desde que llegué a este país”, pensó la princesa.

“Uno pensaría que mi bastón y yo fuimos pintados junto a esa encantadora, delgada y bella pastora para hacerla ver aún mejor por el contraste. ¡Qué lindo sería ser tan hermosa como ella!” Y entonces se miró en el espejo y rápidamente apartó la vista con lágrimas en los ojos ante aquella dolorosa imagen. De pronto se dio cuenta de que no estaba sola, pues detrás de ella estaba una mujer con una gorra, quien era tan fea y estaba tan coja como ella.

—Princesa, tus lamentos son tan lastimeros que he venido a ofrecerte la opción de la bondad o la belleza. Si deseas ser hermosa, te lo concederé, pero serás vana, caprichosa y frívola. Si permaneces como eres ahora serás prudente, amable y modesta.

—¡Vaya, señora! ¿Acaso es imposible ser prudente y hermosa?

—No, muchacha, pero ha sido decretado, sólo para ti, que debes escoger entre ambas. Verás, he traído conmigo una manga blanca y una amarilla. Sopla sobre la amarilla y serás idéntica a la bella pastora que tanto admiras y habrás ganado el amor del apuesto pastor cuya imagen has observado con mucho interés. Sopla sobre la blanca y tu apariencia no va a alterarse, pero cada día serás más feliz. Escoge.

—Bueno, supongo que no se puede tener todo y creo que es mejor ser buena que hermosa.

Y sopló encima de la manga blanca y le dio las gracias a la vieja hada, quien desapareció inmediatamente. La Princesa Col se sintió desamparada cuando el hada se fue y comenzó a pensar que ya era tiempo de que su padre hubiera enviado un ejército para rescatarla.

“Si al menos pudiera llegar a la torreta para ver si alguien viene en camino”, pensaba, pero escalar hasta ahí parecía imposible. No obstante, en poco tiempo ideó un plan. Ella sabía que el reloj más grande estaba en la torreta, aunque los contrapesos pendían en la galería. Tomó uno de los extremos, quitó el contrapeso y se ató a la soga; cuando le dieron cuerda al reloj, ella subió triunfante hasta la torreta. Lo primero que hizo fue echar un vistazo a lo lejos, pero al no ver nada se sentó a descansar un poco y por accidente se recargó sobre el muro que Arabesco, o mejor dicho el Príncipe Sinpar, había cubierto a las carreras. Se soltó la piedra que estaba mal colocada y junto a ella cayó la llave dorada. El sonido de ésta al caer llamó la atención de la princesa.

La recogió y después de pensarlo un momento se le ocurrió que debía abrir el viejo armario que estaba en el rincón aunque no tenía ninguna cerradura visible. No tardó mucho en abrirlo y se puso a admirar los grandes tesoros que contenía, tal como lo había hecho el Príncipe Sinpar antes que ella, hasta que encontró la caja de carbunclos. Ni bien la había abierto, tuvo el impulso de arrojarla al piso, pero algún misterioso poder la hizo sujetarla contra su voluntad. Y en ese momento una voz le susurró al oído:

—Sé valiente, princesa. De esta aventura depende tu futuro.

—¿Qué debo hacer? —preguntó la princesa.

—Toma la caja —le dijo la voz— y escóndela debajo de tu almohada; en cuanto veas un águila, dale la caja sin perder un instante.

Aunque la princesa estaba aterrorizada, no dudó en obedecer y se dio prisa en colocar las piedras preciosas tal como las había encontrado. Para ese momento los guardias la estaban buscando por todas partes y se sorprendieron mucho de encontrarla en la torreta, pues decían que sólo podría haber llegado hasta allí mediante el uso de magia. Durante tres días no ocurrió nada, pero una noche la princesa escuchó que algo aleteaba por su ventana y tras correr las cortinas vio que se trataba de un águila.

Se apresuró cojeando y abrió la ventana. El águila entró batiendo las alas de alegría. La princesa no perdió un momento y le ofreció la caja de carbunclos, la cual sujetó con sus garras y desapareció al instante dejando en su lugar al príncipe más apuesto que ella hubiera visto, estaba espléndidamente ataviado y llevaba una corona de diamantes.

—Princesa —le dijo él— he estado aquí por doscientos años a causa de un malvado hechicero. Ambos amamos a la misma hada, pero ella me prefirió a mí. Sin embargo, él era más poderoso que yo y aprovechó un momento en que yo estaba distraído para transformarme en águila, también dejó a mi reina sumida en un sueño de encantamiento. Yo sabía que doscientos años después un príncipe le devolvería la luz del día y que una princesa, al devolverme la mano que mi enemigo me había cortado, me regresaría a mi forma humana. El hada que guarda tu destino me informó sobre esto y fue ella quien te guió hacia el armario en la torreta, donde ella había guardado mi mano. También es ella quien me ha permitido expresarte mi gratitud al concederte cualquier cosa que desees.

Dime, princesa, ¿qué es lo que más deseas? ¿Te gustaría que te hiciera tan hermosa como lo mereces?

—¡Ay!, si eso fuera posible —exclamó la princesa, quien en ese momento escuchó el crujir de sus huesos. Se volvió alta, erguida y hermosa, con unos ojos que eran como estrellas relucientes y una piel tan blanca como la leche.

—¡Maravilloso! ¿De verdad soy yo misma? —exclamó sorprendida, mirando su pequeño y desgastado bastón que estaba en el suelo.

—Así es, princesa —dijo Florimondo— eres tú, pero ahora debes tener un nombre nuevo, ya que el anterior no te va bien ahora. Te llamarás Princesa Rayo de Sol, pues eres tan hermosa y brillante que bien te mereces ese nombre.

Y después de decir esto desapareció. La princesa, sin saber cómo había llegado ahí, se encontró caminando bajo las sombras de unos árboles junto al río. Desde luego, lo primero que hizo fue mirar su propio reflejo en el agua y se sorprendió mucho al ver que era exactamente igual a la pastora que tanto había admirado en el vitral; llevaba el mismo vestido blanco y la misma corona de flores. Para aumentar las semejanzas apareció su rebaño de ovejas, pastando detrás de ella, y encontró un bonito cayado decorado con flores en el banco del río. Como ya estaba bastante cansada con tantas y maravillosas experiencias, la princesa se sentó a descansar al pie de un árbol donde se quedó dormida. Resulta que fue ese mismo país al que había llegado el Príncipe Sinpar y mientras la Princesa Rayo de Sol aún dormía plácidamente, el príncipe se encontraba caminando en busca de una sombra confortable para descansar.

En cuanto vio a la princesa la reconoció como la hermosa pastora cuya imagen había visto tantas veces en los vitrales de la torre y como era aún más bella de lo que él recordaba, estaba feliz de que el azar lo hubiera puesto en esa situación.

Aún estaba mirando a la princesa cuando ésta despertó y como ella también lo reconoció, pronto se hicieron buenos amigos. La princesa le preguntó al Príncipe Sinpar, dado que él conocía el lugar mejor que ella, que le dijera si conocía a algún campesino que le diera posada, a lo que él respondió que conocía a una anciana cuya casita era el lugar ideal para ella; cómoda y bonita. Así que juntos fueron hacia allá y la princesa quedó encantada con la anciana y con todas sus cosas.

Muy pronto le sirvieron la cena bajo un árbol; ella invitó al príncipe a departir la crema y el pan rústico que la anciana le había dado. El príncipe aceptó feliz y fue a su propio jardín a recolectar algunas fresas, cerezas, nueces y flores. Se sentaron juntos y estuvieron muy contentos. Siguieron viéndose cada día mientras cuidaban de sus respectivos rebaños y eran tan felices que el Príncipe Sinpar le pidió matrimonio a la princesa, para que no tuvieran que separarse más. Ahora bien, aunque la Princesa Rayo de Sol tenía la apariencia de una pastora, ella no olvidaba que era una princesa verdadera y no estaba segura de que debiera casarse con un humilde pastor, aunque realmente tenía muchos deseos de hacerlo.

Por lo tanto, la princesa decidió ir a consultar a un encantador de quien había oído hablar mucho desde que había cobrado la apariencia de pastora y sin decirle nada a nadie emprendió la marcha hacia el castillo en el que vivía el encantador con su hermana, quien era un hada poderosa. El camino era largo y cruzaba por un espeso bosque, donde la princesa escuchó que varias voces le hablaban de todos lados, pero tal era su prisa, que no se detuvo ni un momento hasta que llegó al patio del castillo del encantador.

El pasto y los rosales habían crecido tan altos como si hubieran pasado cien años desde la última vez que alguien puso un pie en ese lugar, pero la princesa logró atravesar el campo aunque se llevó algunos rasguños y raspones en el camino y así llegó a un pasillo oscuro y lúgubre en el que sólo había un pequeño orificio por el que entraba la luz del sol. Las cortinas estaban hechas de alas de murciélago y del techo colgaban doce gatos cuyos maullidos terribles llenaban el salón. Sobre una larga mesa había doce ratones amarrados por la cola y justo frente a cada uno, pero fuera de su alcance, había un tentador pedazo de tocino. De modo que los gatos siempre podían ver a los ratones, pero no podían tocarlos; y los ratones hambrientos estaban atormentados ante la vista y el olor de los deliciosos trozos de tocino que nunca podrían alcanzar.

La princesa estaba mirando a las pobres criaturas desesperadas cuando el encantador apareció de pronto; vestía una bata negra, muy grande, con un cocodrilo sobre su cabeza. En la mano llevaba un látigo hecho de veinte serpientes enormes, todas vivas y retorciéndose. La princesa estaba tan asustada que deseó no haber ido a visitarlo. Sin decir palabra se dirigió corriendo a la puerta, pero estaba cubierta con una espesa telaraña y una vez que rompió la telaraña se encontró con otra y otra y otra. De hecho, no tenían fin; a la princesa le dolieron los brazos de tanto romper las telarañas que seguían apareciendo y no estaba ni un poco más cerca de la salida.

El temible encantador se reía maliciosamente detrás de ella y le dijo:

—Bien podrías pasar el resto de tu vida haciendo eso sin llegar a nada, pero como eres joven y eres la criatura más hermosa que he visto en mucho tiempo, puedo casarme contigo si tú quieres y te daré esos gatos y ratones que ves allá.

Son príncipes y princesas que me han ofendido. Solían amarse los unos a los otros tanto como ahora se odian entre sí. Es una excelente venganza tenerlos así.

—Si al menos también me transformaras en un ratón…

—¿Entonces no te casarás conmigo? —dijo el encantador— eres una tonta. Conmigo tendrías todo lo que alguien podría desear.

—No. Nada me hará casarme contigo. De hecho, no creo que algún día pueda amar a alguien —exclamó la princesa.

—En ese caso —dijo el encantador— será mejor convertirte en un tipo particular de criatura; uno que no sea ni pez ni ave, serás ligera y aérea y tan verde como el pasto en el que vives. Vete de aquí, Señora Saltamontes.

Y la princesa, feliz de verse libre otra vez, brincó hacia el jardín; era el saltamontes más hermoso del mundo.

Pero apenas estuvo a salvo, comenzó a sentir lástima por ella misma.

“¡Ay, Florimondo”, suspiraba, “¿hasta aquí llegó el don que me concediste? Sin duda la belleza dura poco, y este rostro tan pequeñito y gracioso, así como este vestido verde son una manera cómica de ponerle fin. Mejor me hubiera casado con mi amado pastor. Es por mi orgullo que ahora estoy condenada a ser un saltamontes y a cantar día y noche en el pasto al lado de este arrollo, cuando en realidad tengo ganas de llorar”.

Mientras tanto, el Príncipe Sinpar ya había notado la ausencia de la princesa y se lamentaba por ello junto al río, cuando de pronto notó la presencia de una anciana. Estaba vestida de un modo raro; con un collar, un verdugado y una capucha de terciopelo que le cubría el cabello blanco.

—Te ves consternado, muchacho, ¿qué te pasa?

—¡Ay, abuela! He perdido a mi dulce pastora, pero estoy decidido a encontrarla de nuevo, así tenga que atravesar el mundo entero en su búsqueda.

—Ve por ese camino, muchacho —le dijo la anciana señalando el camino que conducía al castillo—. Tengo la sensación de que muy pronto le ganarás el paso.

El príncipe le dio las gracias de corazón y emprendió el camino. Como no encontró obstáculos, muy pronto llegó al bosque encantado que rodeaba el castillo donde le pareció ver a la Princesa Rayo de Sol deslizándose frente a él entre los árboles. El Príncipe Sinpar se apresuró hacia ella a toda velocidad, pero no pudo acercársele ni un poco, por lo que le gritó:

—¡Querida Rayo de Sol! Espera un momento.

Pero el fantasma huyó más rápido y el príncipe pasó el resto del día persiguiéndola en vano. Al anochecer vio que las luces del castillo estaban encendidas y como pensó que la princesa debía estar dentro, se apresuró hacia la puerta.

Entró sin dificultad y en el salón se encontró con la terrible y vieja hada. Era tan delgada que la luz pasaba a través de ella; sus ojos brillaban como lámparas, tenía una piel como de tiburón, sus brazos eran delgados como listones y sus dedos parecían alfileres. Sin embargo llevaba colorete y parches en las mejillas, un manto de brocado de plata y una corona de diamantes, su vestido estaba cubierto de joyas y listones verdes y rosas.

—Por fin has venido a verme, príncipe. No pierdas tu tiempo con la pastorcilla esa que no es digna de ti. Yo soy la Reina de los Cometas y puedo traerte gran honor si te casas conmigo.

—¡Casarme con usted, señora! —exclamó el príncipe horrorizado—. No, nunca aceptaría algo así.

Entonces el hada, en un arranque de ira, dio un par de palmadas y llenó la galería de duendes horribles contra los que el príncipe tenía que luchar por su vida. Aunque él sólo tenía su daga, se defendía tan bien que estaba logrando escapar sin daño alguno. Entonces el hada detuvo la refriega y le preguntó si había cambiado de parecer. Cuando él respondió firmemente que era de la misma opinión, el hada hizo aparecer la imagen de la Princesa Rayo de Sol al otro lado de la galería y le dijo:

—¿Ves a tu amada de aquel lado? Ten mucho cuidado en tu respuesta, porque si vuelves a negarte a casarte conmigo, dos tigres la harán pedazos.

Al príncipe le pareció escuchar a su amada pastora llorar y pedirle que la salvara. Desesperado exclamó: “¡Ay, hada Dulcinea, acaso me has abandonado después de tantas promesas de amistad? ¡Ayúdame ahora!”

En ese momento una voz le dijo al oído: “Sé firme. No importa lo que ocurra busca la rama dorada”.

Con nuevos ánimos, el príncipe se mantuvo en su negativa a casarse con el hada vieja, la cual le gritó llena de furia:

—¡Fuera de mi vista, príncipe necio, ahora serás un grillo!

Y en ese instante el apuesto príncipe se convirtió en un pobre grillo negro, cuyo único impulso habría sido el de encontrar un resguardo calientito detrás de alguna chimenea, si no hubiera recordado la orden de Dulcinea de encontrar la rama dorada.

Así que se apresuró a salir del castillo y buscó refugio en un tronco hueco donde encontró a un saltamontes que parecía desesperado, recogido en un rincón, tan triste que no podía ni siquiera cantar.

Sin esperar ninguna respuesta, el príncipe le preguntó:

“¿Y adónde irás, viejo saltamontes?”

—¿Y adónde irás tú, veterano grillo?

—¡Cómo! ¿Puedes hablar?

—¿Por qué no podría hablar tan bien como tú? ¿Acaso un saltamontes no vale tanto como un grillo?

—Yo puedo hablar porque antes era un príncipe.

—Por esa misma razón yo podría hablar más que tú; yo era una princesa.

—Entonces ambos compartimos el mismo destino. ¿Y adónde irás ahora?, ¿no podríamos viajar juntos?

—Me pareció escuchar una voz en el aire que decía:

“No importa lo que ocurra, busca la rama dorada” y me pareció que la orden estaba dirigida a mí, por lo que emprendí la marcha de inmediato, aunque no conozco el camino.

En ese momento su conversación fue interrumpida por dos ratones que llegaron resollando y sin aliento, pues se habían arrojado hacia el interior del árbol a toda velocidad.

Poco faltó para que aplastaran al saltamontes y al grillo, aunque éstos se apartaron de un salto y se quedaron de pie en un oscuro rincón.

—¡Ay, señora! —dijo el ratón más gordo—. Me duele mucho el costado por haber corrido tan rápido. ¿Cómo se encuentra Su Señoría?

—Se me ha caído la cola —respondió el ratón más joven— pero considerando que de otro modo aún estaría sobre la mesa de la hechicera, no me quejo. ¿Piensas que nos han seguido? Tenemos mucha suerte de haber escapado.

—Sólo espero que podamos escapar de los gatos y las trampas y logremos alcanzar muy pronto la rama dorada —dijo el ratón gordo.

—¿Conoces el camino?

—Claro que sí, señora, tan bien como el camino a mi propia casa. Esta rama dorada es una maravilla; una sola hoja suya lo hace a uno rico para siempre. Rompe encantamientos y vuelve jóvenes y bellos a todos los que se le acercan.

Debemos ir en su búsqueda en cuanto salga el sol.

—¿Podríamos tener el honor de viajar con ustedes; este respetable grillo y yo? —preguntó el saltamontes dando un paso al frente—. Nosotros también estamos en la peregrinación a la rama dorada.

Los ratones aceptaron cortésmente y después de intercambiar diálogos cordiales, todos se quedaron dormidos.

Emprendieron el camino al amanecer y aunque los ratones tenían mucho miedo de ser cazados o de caer en alguna trampa, llegaron a salvo a la rama dorada.

La rama dorada estaba en medio de un jardín maravilloso, con todos los caminos que llegaban hacia ella cubiertos de perlas tan grandes como chícharos. Las rosas eran diamantes rojos con hojas de esmeralda. Las granadas eran granates; las caléndulas, topacios; los narcisos, diamantes amarillos; las violetas, zafiros; las flores del maíz, turquesas; los tulipanes, amatistas, ópalos y diamantes de manera que los confines del jardín brillaban como el sol. La rama dorada había crecido tan alta como un árbol y estaba rociada de cerezas de rubí en su rama más alta. Ni bien el saltamontes y el grillo habían tocado la rama dorada recobraron sus formas naturales. Ambos se sorprendieron y alegraron mucho al reconocerse. En ese momento Florimondo y el hada Dulcinea aparecieron en todo su esplendor. El hada, tras descender de su carruaje les dijo con una sonrisa:

—Veo que ustedes dos han vuelto a encontrarse, pero aún tengo una sorpresa para ustedes. No temas, princesa, en decirle a tu devoto pastor cuánto lo amas, pues se trata del príncipe con el que tu padre te mandó que te casaras. Así que vengan acá los dos que voy a coronarlos y tendremos la boda de inmediato.

El príncipe y la princesa le dieron las gracias de todo corazón y le dijeron que gracias a ella eran muy felices y entonces las dos princesas que habían sido transformadas en ratonas le pidieron al hada que utilizara su poder para liberar a sus desgraciados amigos, quienes aún se encontraban bajo los hechizos del encantador.

—En verdad que en un día tan feliz como éste, no puedo negarles nada —dijo, dio tres golpes con su varita mágica sobre la rama dorada y de inmediato todos los prisioneros que estaban en el castillo del encantador se hallaron en libertad y llegaron al jardín tan rápido como pudieron donde les bastó tocar la rama dorada para que recobraran sus formas originales. Todos se reconocieron y se abrazaron de alegría.

Para terminar con sus generosos obsequios, el hada les regaló el viejo armario con todos los tesoros que guardaba en su interior, cuyo valor superaba el de diez reinos, pero al Príncipe Sinpar y a la Princesa Rayo de Sol les obsequió el palacio y el jardín de la rama dorada donde fueron inmensamente ricos, muy queridos por sus súbditos y donde vivieron felices para siempre.

FIN

FICHA DE TRABAJO

VOCABULARIO

Agasajar: Tratar

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