Genoveva de Brabante
Christoph von Schmid
Capítulos 1 al 5
Capítulo 1
Genoveva se casa con el conde Sigfredo.
L a aurora del Evangelio comenzaba a iluminar con su luz fraternizadora a Alemania, que entraba en un nuevo período de dicha y prosperidad, al dulcificarse las costumbres de sus naturales con el contacto de los primeros propagadores del cristianismo entre los germanos; el suelo, hasta entonces inculto y estéril, recibía también de mano de sus primeros cristianos una labor fecunda, que, insensiblemente, iba convirtiendo en ricos campos productivos y en jardines llenos de florea los extensos y sombríos bosques de la Germania.
Este notable progreso llenaba de satisfacción a la mayor parte de los señores alemanes, que eran los primeros en reconocer y acoger favorablemente la benéfica influencia de la nueva doctrina.
Por esta época, es decir, hace ya muchos siglos, vino al mundo Genoveva, hija del duque de Brabante, gran señor a quien todo el mundo admiraba, tanto por su intrepidez y arrojo en los combates, como por sus generosos sentimientos, su incorruptible justicia y su amor al prójimo, cualidades que adornaban igualmente a su esposa la duquesa, hasta el punto de que podía, decirse de ellos que eran dos cuerpos y un alma. Puede deducirse de aquí la educación que recibiría Genoveva, que era su hija única, y a la que Amaba con una ternura inefable. Mostró ésta, desde su más tierna infancia, una clara inteligencia, un corazón noble y sensible, y un carácter poco común, por la mansedumbre, modestia y amabilidad que la adornaban.
Si la duquesa, siguiendo la costumbre de aquel tiempo, sentábase al torno para hilar, la pequeña Genoveva, que apenas tenía, cinco años, situábase en un taburetito junto a su madre, y aprendía a manejar el huso con sus tiernas manitas, acabando por sacar de su rueca hilos muy delgados y perfectamente torcidos. Mientras tenía lugar esta labor, todos los que la presenciaban quedábanse prendados de la niña, al escuchar las ingeniosas preguntas que dirigía a su madre y las oportunas, claras y precisas respuestas que daba cuando aquélla preguntábale a su vez, dando a conocer, con una discreción tan superior a su edad, que con el tiempo llegaría a ser una criatura extraordinaria.
Cuando ya, al contar diez o doce años, veíasela en la iglesia, arrodillada, ante el altar, entre el duque y la duquesa, sobre un reclinatorio de púrpura, al contemplar su bellísimo y agraciado rostro, en el que se retrataba la más pura inocencia, su rubia cabellera, flotando en largos y ondulantes rizos sobre la espalda, sus hermosos ojos azules, de mirada humilde y cariñosa a la par, se habría confundido fácilmente con un ángel bajado del cielo.
Esta semejanza resaltaba, sobre todo, cuando aparecía en la choza de un pobre, como un verdadero ángel de caridad y consuelo. Repartía entre los niños indigentes vestidos hechos por ella misma, y a menudo veíasela distribuir a las madres el dinero que su padre le daba para que lo empleara en adornarse. Apenas amanecía, unas veces, y otras cuando el crepúsculo bajaba a la tierra, se la podía ver, con una cesta de provisiones en el brazo, encaminarse presurosa a la morada de los enfermos, llevándoles alimentos con que restaurar sus perdidas fuerzas, y frutas exquisitas, que aun eran muy raras en Alemania, las cuales las había recibido como regalo, y de las que se privaba para obsequiar a su vez a los indigentes.
De este modo iba creciendo Genoveva, quien, al llegar a los diez y ocho años, era la imagen acallada de la inocencia y de la hermosura, hasta el punto de que las madres del dominio la presentaban a sus hijas como modelo de generosidad, recato, sencillez y, en resumen, de las más preciosas virtudes que deben adornar a una joven.
A esto se debió que se prendara de ella un valiente y apuesto caballero, llamado el conde Sigfredo, el cual era igualmente querido y respetado de todos por la nobleza de su estirpe y las bellas cualidades de su carácter.
Habiendo un día salvado la vida al duque en una batalla, éste le invitó, al terminarse la campaña, a que pasara une temporada en su castillo, durante cuyo tiempo llegó a cobrarle tal cariño, que gustoso se prestó a darle su hija en matrimonio.
El día en que Genoveva debía partir con su esposo, fue de verdadero dolor para todos los habitantes de la comarca en que se hallaba situado el castillo del duque, sin que hubiera uno solo que, al ausentarse la joven, dejara de derramar lágrimas, con las cuales confundíanse también las de Genoveva, así como las de su padre, el cual dijo a aquélla, al darle el abrazo de despedida:
—Ve, hija mía; tu madre y yo llegamos ya a la ancianidad, e ignoramos si aun nos es dado aguardar la dicha de volverte a ver algún día. Confía en Dios, sin embargo, y no dudes que Él te acompañará adondequiera que se dirijan tus pasos; sigue constantemente fiel a los preceptos de virtud que te han inculcado tus padres, y jamás abandones la senda del deber, pues, de este modo, nosotros estaremos siempre tranquilos respecto a tu suerte y moriremos satisfechos.
Luego, su madre, abrazándola a su vez, díjole con la voz ahogada por los sollozos:
—Adiós, mi querida Genoveva. Dios te acompañe y te dé su bendición. Ignoro lo que el destino te tiene reservado, pero abrigo los presentimientos más crueles, aunque no acierte a explicarme la causa de ellos. No obstante, siempre has sido una hija obediente y cariñosa para tus padres; nunca, nos diste el más leve, motivo de pesadumbre, y así debes conservarte en lo sucesivo, apartándote siempre de cuanto pueda avergonzarte ante tu propia conciencia. Te lo repito; sé siempre buena y virtuosa, aunque jamás debamos volver a vernos en este mundo.
Acto seguido, los padres de Genoveva volviéronse hacia el conde y le hablaron en esta forma, cada cual a su turno:
—Puesto que es necesario, lleváosla, hijo mío; ella es nuestro más preciado tesoro y la mejor recompensa a que podíais aspirar. Amad a la pobre niña y sed para ella el padre y la madre de que habrá de carecer en lo sucesivo.
Así lo prometió el conde Sigfredo, y arrodillándose, así como Genoveva, ambos recibieron la bendición paternal. En aquel instante apareció el obispo que había de bendecir la unión de los dos jóvenes esposos, el cual llamábase Hidolfo y era un piadoso y venerable anciano, de cabellera blanca como la nieve, si bien sus mejillas estaban aún frescas y sonrosadas. Cuando estuvo ante los jóvenes, dióles también su bendición y díjoles, aunque dirigiéndose particularmente a Genoveva:
—No lloréis, noble condesa. Dios os tiene reservada una inmensa dicha, aunque por caminos muy distintos de los que podéis imaginar al presente.
Llegará un día en que, cuantos nos hallamos aquí, daremos por ello gracias con lágrimas de alegría. No olvidéis nunca, hija mía, las palabras que acabo de pronunciar, y creed que pronto os sobrevendrá un acontecimiento extraordinario. ¡Quiera Dios no abandonaros jamás!
Estas misteriosas palabras del piadoso anciano, llevaron al corazón de todos los circunstantes la firme creencia de que Genoveva estaba destinada providencialmente a pasar por grandes y maravillosas aventuras, y esto mitigó algún tanto el dolor que les causaba su partida.
Inmediatamente, el conde ayudó a su joven y desconsolada esposa, cuyas mejillas, inundadas por el llanto, parecíanse a los lirios cuajados de rocío, a montar en el magnífico palafrén, espléndidamente enjaezado y dispuesto para ella, lanzándose a su turno sobre su brioso corcel, y en breve desaparecieron ambos, escoltados por una brillante comitiva.
Capítulo 2
El conde Sigfredo marcha a la guerra.
El conde residía en un castillo denominado fortaleza de Siegfridoburgo, situado en un bellísimo paraje, entre el Mosela y el Rin. Al llegar a sus puertas el conde, acompañado de su joven esposa, estaban ya dispuestos a recibirlos todos sus sirvientes y vasallos de ambos sexos, ataviados con sus mejores galas. La amplia portada del castillo estaba adornada con verdes follajes y espléndidas guirnaldas, y por todo el tránsito hallábase el camino cubierto de flores. Todas las miradas estaban fijas en Genoveva, pues los vasallos del conde Sigfredo tenían gran curiosidad por conocer a la que sería su nueva señora. Todos quedaron asombrados al verla, pues la belleza del alma de Genoveva asomábase por completo a su hermoso rostro, cuya angelical expresión conmovió los corazones de todos los circunstantes.
Apenas se apeó Genoveva, saludó a todos los habitantes del señorío de su esposo con palabras llenas de dulzura y bondad; dirigíase preferentemente a las madres, que la rodeaban llevando en brazos a sus tiernos hijos, y a los cuales hablábales con cariño, informándose de la edad y nombre de los niños, y obsequiando a todos tan generosamente, que acabó por conquistarse las generales simpatías, que se convirtieron en un verdadero frenesí de agradecimiento, cuando el conde Sigfredo hizo saber a todos los presentes que, a ruegos de su esposa, iba a doblar durante aquel año el sueldo de todos sus soldados y el salario de todos sus sirvientes; que por igual tiempo quedaban libres sus vasallos de pagar arrendamiento, y que todos los pobres que no mendigaran recibirían un espléndido regalo, consistente en granos y leña. Lágrimas de gratitud brillaron en todos los ojos, y todos felicitábanse a porfía por tener unos señores tan buenos y generosos como el conde y su joven esposa, por cuya felicidad hacíanse los más ardientes votos. Hasta los guerreros, soldados veteranos del conde, que permanecían impasibles, cubiertos con su centelleante armadura, teniendo a un lado la espada y la lanza en la mano para hacer los honores a su señor, no pudieron impedir que, sobre sus bigotes, brillaran las lágrimas que deslizábanse por sus bronceadas mejillas.
Genoveva y su esposo vivieron durante algún tiempo en medio de la mayor ventura, la cual, sin embargo, sólo duró algunas semanas.
Cierto día, al anochecer, en el momento en que retirábanse de la mesa y comenzaban a encenderse las luces, Sigfredo y Genoveva se hallaban conversando alegremente en la estancia en que tenían por costumbre pasar las horas, cuando, de repente, oyéronse vibrar los bélicos clarines hacia el exterior del castillo.
¿Qué sucede? —preguntó alarmado el conde, corriendo al encuentro de su escudero que, en aquel instante, entraba precipitadamente en la estancia.
¡Guerra! ¡Guerra! —repuso éste—. Los moros de España han invadido a Francia repentinamente, y amenazan llevarlo todo a sangre y fuego.
Acaban de llegar en este momento dos caballeros que traen órdenes del rey, y es preciso que, a ser posible, nos pongamos en marcha esta misma noche, para unirnos al ejército real sin la menor tardanza.
Sigfredo, al conocer esta noticia, apresuróse a bajar, con objeto de recibir dignamente a sus huéspedes, que fueron conducidos por él al salón de ceremonias. La condesa, por su parte, trastornada de dolor se dirigió a la cocina donde hizo preparar lo necesario para dar de comer a los recién llegados, porque en aquella época las principales señoras se preocupaban de los más pequeños detalles domésticos, sin que esto rebajara lo más mínimo su dignidad. El conde invirtió toda la noche en hacer sus preparativos para salir a campaña, enviar mensajeros a sus tropas y dictar disposiciones encaminadas a mantener el orden durante su ausencia.
Todos los caballeros de las inmediaciones acudieron al castillo para acompañarle en su expedición, y sólo se oían el estruendo de las armas, los pasos de los guerreros y el rumor vibrante de sus espuelas.
Tampoco descansó Genoveva en toda la noche, pues a la par que constantemente acudían nuevos huéspedes, a quienes había que atender, tenía que sacar y empaquetar las ropas y cuantos objetos habría de llevarse el conde para el viaje. Al despuntar el alba, todos los caballeros acudieron al llamamiento, armados de punta en blanco, reuniéndose alrededor del conde en el patio de honor; Sigfredo iba asimismo armado con todas sus armas, con él yelmo coronado por un penacho ondulante.
Los peones y jinetes, formados ya en orden de batalla en la vasta plaza del castillo, aguardaban tan sólo el toque de marcha.
Genoveva apareció entonces y, conforme se usaba en aquellos tiempos caballerescos, presentó a su esposo la espada y la lanza, diciéndole:
—Emplea estas armas por la gloria de Dios y de la patria; sirvan ellas en tus manos sólo para proteger al inocente y dé espanto para los viles y arrogantes infieles.
Así se expresó la condesa, que cayó, más blanca, que el pañuelo que tenía en la mano, en brazos del conde. Siniestros presentimientos la asaltaron, ofreciéndole para lo porvenir crueles sufrimientos, vagos e indeterminados por entonces.
La desventurada exclamó:
—¡Ah, Sigfredo! ¡Acaso no te vuelva, a ver jamás! Y cubría sus ojos con el blanco pañuelo, que empapaba en su llanto.
El conde repuso:
—Consuélate, amada Genoveva; volveré sano y salvo, pues Dios me protegerá por doquiera que vaya. Tan cerca está de nosotros la muerte en nuestra casa como en los campos de batalla, y sólo la Providencia puede librarnos de ella a cada momento, pues con su ayuda, tan seguros estamos en medio de los más sangrientos combates como en nuestro propio castillo. He aquí, amada mía, por qué me hallas tan tranquilo.
Confío, además, en la fidelidad de mi intendente, el cual quedará al cuidado de cuanto a ti se refiere, así como del señorío y de la fortaleza; él queda, desde este instante, constituido en administrador de todas mis posesiones y en castellano a la vez; respecto a ti, esposa mía, te encomiendo a la protección del Altísimo. Adiós, acuérdate de mí y tenme presente en tus oraciones.
Al acabar de decir esto, lanzóse el conde, fuera de la estancia, pero Genoveva lo siguió para acompañarlo hasta el pie de la escalera principal.
Salieron en pos de ella todos los caballeros, y a los pocos instantes abríase la puerta del castillo para darles acceso a la gran plaza; una vez en ella vibraron los clarines, y todas las espadas desenvaináronse a la vez para saludar al conde, brillando sus hojas al sol que, en aquel momento, acababa de aparecer. Sigfredo arrojóse velozmente sobre su caballo, para ocultar el llanto que bañaba sus ojos, y partió a galope, después de mirar amorosamente a Genoveva. Los caballeros, acompañados de toda su gente, lanzáronse en seguimiento del conde, y cruzaron velozmente el puente levadizo, haciéndolo retemblar con un estrépito semejante al del trueno. Genoveva seguía desde el torreón con la vista la numerosa hueste del conde, el cual saludaba con su pañuelo, y no quiso abandonar aquel sitio hasta que dejó de ver el último soldado. Luego corrió a encerrarse en su aposento para poder llorar desahogadamente, y allí pasó todo el resto del día, negándose a tomar alimento alguno.
... en el momento en que aquélla entregaba a Draco la carta, lanzóse en la estancia y atravesó de una estocada al leal servidor, que cayó exhalando un espantoso grito de agonía.
Capítulo 3
Genoveva es víctima de una acusación falsa.
Desde el día en que partió el conde, Genoveva vivía en el mayor aislamiento, retirada en lo más solitario del castillo. El sol, al iluminar, con sus primeros rayos los bosques de abetos, hallábala sentada junto a la gótica ventana, entregada a sus labores; sus lágrimas, como otras tantas gotas de rocío, bañaban las flores del bordado en que trabajaba. Apenas la campana de la capilla del castillo anunciaba la hora de la misa, acudía ante el altar y allí pedía a Dios fervorosamente que protegiera a su esposo.
Jamás se vio en la iglesia su reclinatorio desocupado mientras duraba la misa; y, no solamente esto, sino que allí solía pasar una gran parte de la noche. A menudo reunía a su alrededor a las doncellas de la aldea, situada, al pie del castillo, a las que enseñaba a hilar y coser, refiriéndoles, durante el trabajo, interesantes historias. Los enfermos y menesterosos, para quienes había sido una amiga desde su niñez, tenían en ella una verdadera madre. Jamás dejaba sin socorro al necesitado, y constantemente veíasela acudir al lado de los enfermos, a los que daba ella misma las medicinas con la angelical dulzura que era tan propia de su carácter. Atendía, a su vez, cuidadosamente, a la vigilancia del castillo, haciendo cuanto estaba a su alcance porque jamás se alteraran el orden y las buenas costumbres, no tolerando en sus subordinados una sola acción que no fuera honrada y virtuosa.
El intendente del conde, a quien éste había confiado, al partir, el cuidado de todos sus bienes, se llamaba Golo, y era un hombre fino y de buena educación, que, con su astuta conducta y melosas frases, captábase las simpatías generales y sorprendía la confianza de todos, lo cual no era obstáculo para qué fuese un hombre sin conciencia y dotado de un brutal egoísmo, al que ajustaba hasta el menor de sus actos, sin que jamás se preocupara si aquéllos eran buenos o malos, justos o injustos; interesábale solamente si resultaran agradables para él, y con esto tenía suficiente.
Apenas se ausentó el conde, Golo comenzó a proceder en todo como señor absoluto, vistiendo con más riqueza que su amo y derrochando los bienes de éste en los banquetes y diversiones que diariamente concertaba. Trataba, además, con altanería e impertinencia a los fieles y antiguos servidores del conde, disminuía el salario a los jornaleros más laboriosos y necesitados y jamás dio un bocado de pan a un mendigo.
Sólo a Genoveva trataba con gran respeto y profunda veneración.
No obstante, siempre se mostró la condesa digna y reservada con Golo, sin entablar con él otras conversaciones que las absolutamente necesarias para el servicio doméstico, y aun estas pocas las aprovechaba para aconsejarle dulcemente que no se apartase una línea de lo que le trazaba su deber. En un principio, Golo aparentó obedecerla, y realmente trató de atenuar algo su escandalosa conducta; pero no tardó en recobrar toda su audacia, llevando su cinismo hasta el extremo de hacer a la condesa proposiciones deshonrosas; a las que contestó la castísima Genoveva escupiéndole al rostro con todo el horror y desprecio de que era digno.
Golo, desde aquel instante, trocando en odio su amor, decidió la perdición de la condesa, quien, temiéndolo todo, comenzó por escribir al conde, pintando al infame intendente como era y rogándole que retirara de su servicio a un hombre tan peligroso. En seguida, entregó la carta a Draco, el cocinero del conde, que era un hombre muy honrado y celoso defensor de los intereses de sus señores, el cual se encargó de hacerla llegar a manos de Sigfredo por medio de un emisario de toda su confianza.
Este proyecto de la condesa no pasó, sin embargo, inadvertido para el astuto Golo, quien, en el momento en que aquélla entregaba a Draco la carta, lanzóse en la estancia y atravesó de una estocada al leal servidor, que cayó exhalando un espantoso grito de agonía. Inmediatamente acudió al aposento toda la gente del castillo, encontrando a la condesa pálida y desfallecida, con la garganta anudada por el terror y sin poder articular una sola sílaba, y a sus pies al infeliz Draco, cubierto de sangre, mientras el intendente, de pie y blandiendo la sangrienta espada, alabábase de haber vengado el honor de su amo, calumniando tan indignamente al muerto y a la condesa, que hasta los mismos sirvientes del castillo llegaron a avergonzarse.
Inmediatamente, el malvado envió un emisario al conde con una carta llena de falsedades y calumnias, en la que pintaba a Genoveva, la más pura y fiel de las esposas, como una mujer deshonesta; pero, no contento con esto, mientras llegaba la respuesta, encerró a la desventurada en el más sombrío calabozo del castillo.
Conocía Golo muy a fondo el carácter del conde. Sabía que éste era generoso, compasivo y que estaba adornado de los más bellos sentimientos, pero que, a tan hermosas cualidades, reunía una extrema vehemencia de carácter, y que era incapaz de dominar los ciegos arrebatos que en él despertaba el enojo.
El astuto malvado decíase que esta sola propensión que dominaba en absoluto a un hombre tan bueno por lo demás, era en él algo así como la argolla en la nariz del oso, que sirve para llevarlo a capricho por donde se quiera.
Golo estaba, pues, seguro de que el conde, en el primer arrebato, ordenaría la muerte de Genoveva.
Puesto que Dios ha permitido que venga a parar a este calabozo, será indudablemente porque así me convenga, pues todo sucede para bien del hombre. Las mismas tribulaciones no son más que beneficios encubiertos.
Capítulo 4
Genoveva en la prisión.
El calabozo destinado para encerrar en él a los malhechores, llamábase calabozo de los pobres penitentes y era el más horroroso del castillo.
Jamás pudo pasar junto a él Genoveva sin sufrir un estremecimiento de horror, y eso que sólo iba a visitar a los infelices encarcelados, siendo ella, al presente, la que se, veía aprisionada en aquella espantosa cárcel, cuya bóveda era tan espesa y sombría como la de una tumba, y cuyas paredes estaban cubiertas de un musgo negruzco a causa de la humedad. El piso era de ladrillos rojizos. Nunca, en su interior, pudo el cautivo entrever el sol ni el pálido disco de la luna. La débil luz que entraba por una pequeña abertura, defendida por gruesos barrotes de hierro, sólo servía a la desgraciada para hacerle percibir la pálida blancura de su vestido y los horrores de un encierro tan espantoso.
Genoveva, comenzó por dejarse caer sobre el montón de paja que había de servirle de lecho, temblando de terror y angustia. Tenía junto a ella un cántaro de barro con agua, y por todo alimento un trozo de pan negro y no muy grande.
Cuando, vuelta en sí algún tanto de la espantosa impresión que le causara la situación en que se veía, recobró el uso de sus sentidos, unió sus manos fervorosamente y sus labios murmuraron la siguiente plegaria:
— ¡Oh Dios, que me ves precipitada en esta espantosa prisión! A Ti dirijo mis miradas, pues me veo abandonada de todo el mundo, y sólo de Ti espero protección y ayuda. Nadie se compadece de mí; nadie oye mis lamentos. Tú sólo ves mis lágrimas, Tú sólo oyes mis quejas, pues dondequiera que estemos, nos sigue tu providencia. Nada saben de mí mis padres, y mi esposo está muy distante de aquí. No hay a mí alrededor un solo amigo que quiera ayudarme; sólo tu brazo puede abrir los cerrojos de mi prisión. ¡Oh, Dios, protégeme y no me abandones!
Genoveva permaneció muchas horas sin hacer otra cosa que derramar lágrimas, las cuales acabaron por hincharle las mejillas y amoratarle los ojos. Por último, agotado su llanto insensiblemente, quedó como aniquilada bajo el peso de la angustia que la oprimía. Luego, a intervalos, exclamaba:
— ¡Ay! ¡Cuán felices son los hombres más desgraciados, comparados conmigo! A lo menos ellos pueden ver el hermoso azul de cielo y el verdor de los campos. ¡Ojalá fuera una pastorcilla en lugar de una princesa, o una mendiga en lugar de una poderosa! ¡Cuánto ganaría en el cambio! ¡Ay!
Nada me queda ya, pues todo me lo han arrebatado. Hasta, el sol, que para todos luce, no existe para mí. Pero no importa —agregó, y corrió de nuevo su llanto—. Tú, Dios mío, eres siempre el Dios de la desgraciada Genoveva. Tú eres mi sol y lo serás siempre. Siento que la esperanza entra en mí; que en mi interior todo se serena e ilumina y que la nieve del quebranto que envuelve mi corazón, se derrite en lágrimas que lo reaniman como a las flores el rocío.
Al acabar de decir estas palabras, recordó las del venerable obispo que había bendecido su casamiento, y no pudo menos de exclamar, mirando en torno de su encierro:
—¿Esta es, santo varón, la felicidad que me profetizasteis? ¿Tras de una puerta de flores, debía abrirse para mí la de esta obscura prisión? Mas, de pronto, sintiendo el consuelo de la resignación, añadió:
—Puesto que Dios ha permitido que venga a parar a este calabozo, será indudablemente porque así me convenga, pues todo sucede para bien del hombre. Las mismas tribulaciones no son más que beneficios encubiertos.
La apariencia del mal vela a nuestras miradas la ventura y la felicidad, como la cáscara con que ciertos frutos se revisten, encubre un sabor delicioso. En lo sucesivo, estoy resignada a sobrellevar todos los males, como otros tantos dones venidos de la mano de Dios, y en Él sólo se fijarán mis miradas, sin quejarme jamás por lo que sufra. Esta será mi morada, ya que así Dios lo quiere. Me resigno a su voluntad, pues sé que sin que Él lo permita, no habrá de caer un solo cabello de mi cabeza.
Al concluir estas palabras, Genoveva sintióse fortalecida y su corazón abrióse a la esperanza, como si una voz interior le hubiera dicho:
—¡Animo, Genoveva!; mucho te queda aún que sufrir, pero llegará un día en que pasarán todos tus dolores. Hoy los hombres te consideran culpable, pero tu inocencia brillará un tiempo radiante como el sol.
Reanimada de este modo, Genoveva durmióse con un sueño reparador y tranquilo.
Genoveva oró en silencio durante largo rato y, luego, tomando en sus manos el cántaro de agua, bautizó al niño, dándole el nombre de Desdichado.
Capítulo 5
Genoveva tiene un hijo en la prisión.
Genoveva permaneció en la prisión durante muchos meses, sin que en todo este tiempo viera a persona alguna, a excepción del infame Golo, el cual no cesaba de repetirle sus deshonrosas proposiciones, prometiéndole reparar públicamente su honor y ponerla en libertad. Genoveva, sin embargo, firme en su dignidad y entereza, respondíale siempre:
—Prefiero parecer mil veces deshonrada a los ojos de los hombres, antes que serlo una sola vez en realidad, a los de Dios. Sí, muera yo mil veces en medio de los horrores de este calabozo, antes que elevarme al trono de un rey a costa del deshonor.
Pero sus sufrimientos debían aumentarse todavía. Al poco tiempo de haberse ausentado el conde, tuvo un hijo en el calabozo.
La desventurada madre decía al tierno pequeñuelo, estrechándolo incesantemente entre sus brazos:
—¡Hijo adorado; ya estás entre los muros de esta prisión, en la que debías venir a este mundo! Ven, hijo mío, aquí, que te abrigue contra mi corazón. Tu infeliz madre carece hasta de pañales para envolverte. Extenuada y sin fuerzas, como estoy, ¿cómo he de poder alimentarte? Tu único lecho, en esta espantosa prisión, sólo puede ser un haz de paja o las duras losas del pavimento, y aquí perecerás de humedad y frío, bajo el agua que se filtra por las bóvedas. Esas piedras, que empapan con las gotas que destilan, al hijo de mis entrañas, son tan despiadadas y duras como los hombres. Pero no; estas mudas paredes son menos insensibles que ellos, pues no pueden contemplar sin conmoverse mi miseria y la de mi hijo, y unen sus lágrimas de tristeza a las que yo derramo.
Y, al decir estas palabras, elevaba sus ojos al cielo, que no podía divisar a través de aquellas bóvedas, y continuaba diciendo, después de acariciar nuevamente al idolatrado niño:
—¡Dios mío! Yo veo en este tierno niño un presente que Vos me hacéis, puesto que Vos le habéis dado la vida. Como vuestro que es, a Vos os pertenece y a Vos debe ser consagrado. No me es posible enviarlo a un templo para que lo bauticen, pero Dios está en todas partes y, dondequiera que se le siente, allí está su templo. No hay aquí ninguna mano cariñosa que lo sostenga en la pila del bautismo, ni tampoco un sacerdote que recuerde sus deberes a los que pudieran hacer las veces de padrino; pero yo, que soy la madre de esta desgraciada criatura, seré también madrina, padre y sacerdote a un mismo tiempo. Si os place concédenos a ambos la vida, Dios mío, yo os hago el voto solemne de educar a mi hijo en la verdadera fe, de enseñarle a amaros, así como a amar igualmente a los hombres sus semejantes, y, a apartar a su alma del mal, como una preciosa reliquia confiada a mi cuidado, a fin de que un día podáis recibirlo en vuestro seno puro y sin mancha de vicio alguno, y yo, su madre, pueda daros cumplida cuenta de este sagrado depósito.
En seguida, Genoveva oró en silencio durante largo rato y, luego, tomando en sus manos el cántaro de agua, bautizó al niño, dándole el nombre de Desdichado.
Realizado este acto solemne, exclamó la pobre madre:
—Te he dado el nombre que más te cuadra, pues naciste entre dolores y lágrimas, hijo mío. Desdichado será tu nombre de pila y, el día de tu bautizo, sólo recibirás como don el llanto de tu madre —y, dicho esto, lo arrebujó en su delantal, y púsose a mecerlo sobre sus rodillas, exclamando:— Mi regazo será tu sola cuna, hijo mío.
Dirigiendo luego una melancólica mirada al negro y duro pan que tenía junto a sí, prosiguió:
—He aquí lo que, en adelante, habrá de constituir tu sustento. Es cierto que, sobre ser muy duro, apenas basta para alimentarme a mí sola; mas consuélate; el llanto de tu madre lo ablandará, y la bendición de Dios, al caer sobre él, hará que sea suficiente para los dos.
Luego, mascando algunos pedacitos, los fue dando al inocente, que se quedó tranquilamente dormido. Genoveva vigilaba su sueño, y a intervalos lanzaba profundos suspiros, y decía:
—Tened piedad, ¡oh, Dios mío!, de este tierno niño que reposa en mi regazo. ¡Ay! Bajo esta espesa y tenebrosa bóveda, donde el aire jamás se renueva, ni entra la luz del sol ni el calor, si Vos no lo protegéis perderá muy pronto su frescura y sus colores, y en breve se marchitará y secará como una flor. ¡Dios bondadoso! No permitáis que perezca tan miserablemente. ¡Lo amo tanto, Dios mío! ¡Cuán gustosa daría mi vida por salvar la suya! Pero vos lo amáis más aún que yo. Vos me amáis a mí y a todos los hombres, mucho más que una madre puede amar a su hijo.
Su voz, al decir esto, tomó un acento más tierno y conmovido, y continuó:
—Sí, Vos mismo lo habéis dicho. Aunque una madre sea capaz de olvidar a su hijo, yo no me olvidaré jamás de los míos.
El rumor de estas palabras, pronunciadas en voz alta por Genoveva, despertó a la criatura, y la condesa vio, por primera vez, entreabrirse sus inocentes labios con una graciosa sonrisa. Ella sonrió a su vez entones, y también ésta fue la primera sonrisa que había alegrado, su rostro desde que entrara en la prisión. Acto seguido, exclamó la infortunada madre:
—¿Sonríes, hijo mío? —y lo estrechó contra su corazón apasionadamente, prosiguiendo—. Sonríe, sonríe. Millares de palabras no me dirán lo que me dice tu sonrisa, pues me parece oírte en ella «No llores, madre mía, recobra tu alegría. Es verdad que eres pobre, mas Dios es rico. Tú estás desamparada, pero Dios es omnipotente y nos ampara. Tú me amas entrañablemente, más Dios nos ama muchísimo más a ambos». Sí, sonríe, ángel mío, y no dejes de sonreír nunca, pues tu madre no puede llorar en tanto vea que tú sonríes.
Transcurridos algunos días, presentóse Golo nuevamente a la condesa, llevando en su semblante retratada la feroz agitación que lo dominaba.
Apenas penetró en el calabozo, dijo:
—Ya he sido demasiado condescendiente. Basta de contemplaciones. Si persistís en vuestra locura y no renunciáis a esa fanática virtud de que hacéis gala, compadeceos siquiera de vuestro hijo, pues, sabedlo de una vez, ambos moriréis, y muy pronto, si al fin no os doblegáis a mi voluntad.
Con absoluta tranquilidad, como si aquellas palabras no la hubiesen hecho impresión alguna, Genoveva repuso:
—Prefiero morir antes mil veces que cometer acto alguno del cual pudiera remorderme la conciencia, o me avergonzara ante Dios, ante mis padres y ante todos los hombres.
Golo púsose pálido de rabia al oír esta contestación, y lanzándole una mirada feroz, volvió la espalda y salió de la prisión con tal furia, que sus muros parecieron estremecerse, y bajo las bóvedas repercutió durante largo rato el ruido de los cerrojos.
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