Heidi

Johanna Spyri

Capítulo 10

Ilustración de Sonja Wimmer

La visita de la abuela

Todo el mundo estaba muy ocupado al día siguiente preparando las cosas para el esperado huésped. Resultaba fácil suponer que se trataba de una persona muy importante en aquella casa y que estaba acostumbrada a ser tratada como tal. Tinette se puso una cofia nueva en su honor. Sebastián reunió todos los taburetes que pudo encontrar y los situó en los lugares más convenientes a fin de que ella pudiera sentarse cuando lo deseara. La señorita Rottenmeier iba de un lado para otro, inspeccionándolo todo, dispuesta a demostrar su autoridad y a que ésta no sufriera menoscabo alguno ante la presencia de la anciana dama.

Cuando el carruaje se detuvo en la puerta, Sebastián y Tinette bajaron las escaleras de dos en dos. La señorita Rottenmeier les siguió con aire más digno para recibir al huésped. Heidi había recibido órdenes de permanecer en su cuarto hasta que la llamaran, a fin de que Clara y su abuela pudieran estar un rato a solas. Así pues, Heidi se quedó sentadita, repitiéndose las palabras con las cuales debía dirigirse a la dama. Le sonaban tan extrañas que pensaba en un posible error por parte de la señorita Rottenmeier. Aquello de “Madame”… Poco tiempo transcurrió antes de que Tinette dijera en su tono antipático:

— Tiene usted que ir al estudio.

Heidi obedeció y, al entrar en la pieza, la señora Sesemann dijo amigablemente:

— Ven aquí, querida, y déjame que te mire.

Heidi se acercó a ella y dijo clara y cuidadosamente:

— Buenas tardes, "señora Madame".

— ¿Qué es eso? — rió la anciana—. ¿Es así como saludáis a la gente en las montañas?

— No, allí no se le llama a nadie así — repuso Heidi gravemente.

— Ni aquí tampoco. Para los niños soy siempre "la abuela", de manera que así es como tienes que llamarme. Lo recordarás, ¿verdad?

— Sí, estoy acostumbrada a ese nombre.

— Muy bien —dijo la abuela con un gesto de asentimiento y acariciándole la mejilla.

Luego miró con más atención a la niña y asintió de nuevo; le gustaba lo que veía, porque los ojos de Heidi eran graves y serenos mientras soportaban la mirada, y ésta, por su parte, veía tal expresión de bondad en el rostro de la vieja dama que inmediatamente le tomó cariño. En realidad, todo en la abuela le resultaba delicioso a Heidi. Tenía el cabello blanco como la nieve y llevaba una delicada cofia, con dos anchas cintas que se movían continuamente como si hubiera siempre una suave brisa en torno a ella. Heidi encontraba aquel detalle especialmente atractivo.

— ¿Y cómo te llamas? — preguntó la abuela.

— Mi verdadero nombre es Heidi, pero ahora parece ser que me llamo Adelaida, de manera que respondo si me llaman así.

En aquel momento hizo su aparición la señorita Rottenmeier y Heidi se detuvo aturdida, recordando que por no estar todavía plenamente acostumbrada a su nombre completo, a veces no respondía cuando el ama la llamaba por él.

— Estoy segura de que convendrá, señora Sesemann —dijo la desagradable mujer— , en que es preferible llamarla con un nombre que pueda ser usado sin embarazo, especialmente por la servidumbre.

— Mi buena Rottenmeier... —replicó la señora Sesemann— , si a ella siempre la han llamado Heidi y está acostumbrada a ese nombre, yo ciertamente la llamaré así.

A la señorita Rottenmeier no le gustaba en absoluto que la trataran utilizando solamente su apellido, pero la anciana señora siempre lo había hecho así y era ésta una de esas personas que cuando adoptan una decisión nada les hace cambiar. Además, la señora Sesemann era aún muy activa y no se le escapaba nada de cuanto ocurría.

A la tarde siguiente, Clara se fue a descansar como de costumbre y su abuela se sentó en un sillón a su lado para dar también una cabezada. Después se sintió completamente despejada y se dirigió al comedor en busca del ama de llaves, pero el comedor estaba vacío.

"Quizá también ella esté echando un sueñecito", pensó, y se dirigió al aposento de la señorita Rottenmeier, a cuya puerta llamó fuertemente con los nudillos. El ama abrió unos instantes después y su gesto se agrió aún más ante la presencia de su visitante.

— Sólo quería saber dónde está Heidi y qué suele hacer por las tardes —declaró la señora Sesemann.

— Se queda en su cuarto —aclaró la señorita Rottenmeier— Podría estar haciendo algo útil si existiera en ella la menor inclinación en tal sentido, pero en vez de ello se le ocurren los planes más descabellados e incluso trata de llevarlos a la práctica... Cosas que me costaría trabajo mencionar ante personas educadas.

— Puede que yo hiciera exactamente lo mismo si me dejaran encerrada de esa manera. Y probablemente a usted tampoco le importaría mencionar mis ideas ante personas educadas. Vaya y tráigala a mi habitación. Quiero darle algunos libros que he traído para ella.

— ¡Libros! —exclamó la señorita Rottenmeier cruzando las manos—. ¡Libros para ella! En todo el tiempo que lleva aquí ni siquiera ha aprendido el alfabeto. Parece de todo punto imposible enseñarla, como le dirá el señor Usher. Si no fuera porque tiene la paciencia de un santo, ya habría renunciado hace tiempo.

— Es raro... La niña no parece tonta. De todos modos, vaya y tráigala. Al menos, que mire las ilustraciones.

La señorita Rottenmeier quiso decir algo más, pero la anciana dio media vuelta y se alejó rápidamente. Le sorprendía que Heidi fuera tan lenta en aprender y se propuso descubrir el motivo. Sin embargo, no tenía intención de preguntarle nada al señor Usher. Le constaba que el tutor era una persona excelente y siempre le saludaba con la mayor cortesía cuando se encontraba con él, pero se guardaba muy bien de enzarzarse en una conversación con él porque su grandilocuencia al hablar le resultaba insoportable.

Heidi vino poco después y se sintió encantada ante aquel gran libro lleno de ilustraciones. De pronto lanzó un pequeño grito y se le llenaron los ojos de lágrimas. La señora Sesemann miró la lámina que la había sobresaltado y vio que se trataba de un verde prado donde pacían muchos animales, guardados por un pastor que se apoyaba en un alto cayado. El sol se ponía y el prado aparecía bañado en una luz dorada. Golpeó suavemente la mano de Heidi y dijo cariñosamente:

— Vamos, criatura, no llores. Supongo que esto te recuerda algo. Pero se trata de una bonita historia que te contaré esta tarde. En el libro hay muchas más historias que leer. Seca ahora tus lágrimas porque quiero hablarte. Anda, siéntate aquí donde puedas ver bien.

Heidi tardó todavía unos minutos en contener su llanto, y la señora Sesemann la dejó tranquila hasta que se hubo serenado. Entonces reanudó la conversación.

— Así está bien. Ahora vamos a tener una bonita charla. En primer lugar, dime cómo van tus lecciones. ¿Qué has aprendido?

— Nada —repuso Heidi con un suspiro—. Sé que soy incapaz de aprender.

— ¿Qué quieres decir con eso? ¿Qué es lo que crees que no puedes aprender?

— A leer. Es demasiado difícil.

— ¿Qué te hace suponer eso?

— Pedro lo dice, y él debe saberlo porque lo ha intentado muchas veces y nunca lo consiguió.

— Ese Pedro debe ser un chico muy raro. Pero tú no debes hacer caso de sus palabras. Lo que tienes que hacer es intentarlo tú misma con ahínco. Me parece que no has debido prestar mucha atención a las lecciones del señor Usher.

— Es inútil... — declaró Heidi.

— Escúchame bien, Heidi; tú no has aprendido aún porque creías lo que Pedro te dijo. Ahora tienes que creer lo que yo te digo: que dentro de poco sabrás leer correctamente, como hacen muchos niños que son como tú y no como Pedro. Tan pronto sepas leer tendrás el libro con el dibujo del pastor y del prado para ti sola, y entonces podrás leer la historia por ti misma y saber lo que les ocurre al pastorcillo y a los animales. Eso te gustaría, ¿verdad?

Heidi había estado escuchando ansiosamente, con los ojos brillantes. Luego suspiró y exclamó:

— ¡Me gustaría saber leer ahora mismo!

— No tardarás mucho, te lo aseguro — le dijo la abuela— o Ahora hemos de ir a ver a Clara. Nos llevaremos los libros.

Y se dirigieron al estudio cogidas de la mano.

Un cambio se había operado en Heidi desde el día en que pretendió irse de casa y la señorita Rottenmeier la reprendió tan duramente. Ahora comprendía que, pese a lo que Dora le había dicho, no podría marcharse cuando quisiera y tendría que permanecer mucho tiempo en Frankfurt, quizá para siempre. Suponía que el señor Sesemann la trataría de desagradecida si decía que quería irse, y posiblemente la abuela y Clara pensarían lo mismo si se enteraban. No se atrevía a comunicarle a nadie sus sentimientos y segura viviendo en la gran mansión con el corazón rebosante de tristeza. Había empezado a perder el apetito y estaba muy pálida. Por las noches, a solas en el silencio de su cuarto, permanecía despierta durante horas, pensando en su hogar y en las montañas, y cuando al fin conciliaba el sueño era para verse en aquellos lugares, soñando en ellos tan vívidamente que se despertaba por la mañana esperando poder bajar alegremente la escalera desde el pajar... para luego encontrarse en la gran cama de su aposento en Frankfurt, tan lejos de la cabaña del abuelo. La decepción de aquel despertar la hacía llorar amargamente, enterrando la cara en la almohada para que nadie la oyera.

La abuela advirtió su estado de ánimo, pero no dijo nada durante unos días, esperando que se le pasara. Sin embargo, al no observar mejoría y notar las huellas de lágrimas en el rostro de la niña por espacio de varias mañanas, llevó a Heidi a su habitación y le preguntó amablemente qué le pasaba y por qué estaba triste.

Heidi temía molestarla si le decía la verdad, y respondió:

— No puedo decírselo.

— Escúchame, Heidi; si nos encontramos en apuros y no podemos contar nuestras penas a los que nos rodean, siempre tenemos a Dios con quien poder hablar, y si le pedimos que nos ayude, Él siempre lo hará. ¿Has comprendido? ¿Tú no le rezas a Dios cada noche, para darle las gracias por todas las cosas buenas y pedirle que te proteja de todo mal?

— No — fue la respuesta— Nunca lo hago.

— ¿No sabes rezar, Heidi? ¿No te han enseñado a hacerlo?

— Acostumbraba a rezar con mi abuela, pero hace ya tanto tiempo que lo he olvidado casi todo.

— Ya... Y cuando estás triste y no tienes a nadie a quien pedir ayuda, ¿no comprendes el consuelo que representa el contárselo todo a Dios, sabiendo que Él te ayudará? Créeme, Él siempre encuentra el modo de hacer que volvamos a ser felices.

Los ojos de Heidi se iluminaron.

— ¿Puedo decírselo todo a Él, absolutamente todo? — preguntó.

— Si, todo.

Heidi apartó su mano de la mano de la anciana.

— ¿Puedo ir ahora?

— Pues claro que si, criatura.

La niña corrió a su habitación, se sentó en su taburete y cruzó las manos. Entonces contó a Dios todas sus dificultades y le pidió que la ayudara a volver a casa con su abuelo.

Una mañana, cosa de una semana más tarde, el señor Usher preguntó si podía hablar con la señora Sesemann sobre un asunto importante. Fue invitado a la habitación de la anciana señora, donde ésta le recibió con su natural afabilidad.

— Pase y siéntese, señor Usher — dijo—. Estoy encantada de verle. ¿De qué quería hablarme? Espero que no se trate de ninguna queja.

— Al contrario, señora. Ha ocurrido algo que yo estaba esperando durante mucho tiempo. Realmente creo que nadie de cuantos conocían los hechos hubiese llegado a esperarlo. Y, sin embargo, he aquí la evidencia... ¡Lo imposible ha sucedido!

— ¿Va usted a decirme que la pequeña Heidi ha aprendido finalmente a leer? —preguntó la señora Sesemann.

El tutor abrió unos ojos como platos.

— ¡Cómo! El que usted sugiera tal posibilidad, señora, es tan sorprendente como el hecho en sí mismo. Hasta ahora, a pesar de mis esfuerzos, ella parecía de todo punto incapaz de aprender las primeras letras, y a regañadientes tuve que llegar a la conclusión de que sería preferible dejarla que aprendiese a su manera, sin ninguna ayuda por mi parte. Ahora ha aprendido casi todas las letras de la noche a la mañana, como quien dice, y sabe leer... y más correctamente que muchos principiantes. Es algo realmente notable.

— Hay muchas cosas extrañas en esta vida —convino la señora Sesemann, complacida en extremo— . Quizás esta vez existiera un nuevo deseo de aprender. En cualquier caso, démonos por satisfechos de que la niña haya ido tan lejos, y esperemos que continúe haciendo progresos.

Acompañó luego al tutor hasta la puerta y, mientras él descendía las escaleras, ella corrió hacia el estudio para cerciorarse por sí misma de la buena nueva. Encontró a Heidi leyendo en voz alta a Clara y muy excitada ante el nuevo mundo que se había abierto ante ella, como si los negros caracteres de la página cobraran vida y se convirtieran en historias sobre toda clase de personas y de cosas.

Aquella noche, durante la cena, Heidi encontró el libro ilustrado junto a su cubierto. Miró vivamente a la abuela, quien asintió y dijo:

— Sí, ahora es tuyo.

— ¿Mío para siempre? — preguntó Heidi, sonrojada de placer—. ¿Incluso cuando me vaya a casa?

— Sí, claro está, y mañana empezaremos a leerlo.

— Pero tú no te irás a casa, Heidi — dijo Clara—. La abuela se marchará pronto y entonces te necesitaré más que nunca.

Aquella noche, antes de dormirse, Heidi echó un vistazo a su hermoso libro y a partir de entonces la lectura se convirtió en su mayor placer. Algunas tardes, la abuela le pedía que leyera y esto la enorgullecía. Le parecía comprender mejor las historias cuando las leía en voz alta, y la abuela siempre estaba dispuesta a dar cualquier explicación que fuese necesaria. Su historia favorita y que releía constantemente era la del pastor cuya ilustración había hecho fluir lágrimas a sus ojos cuando la vio por primera vez. En ella aparecía guardando felizmente las ovejas y las cabras de su padre en los pastos soleados, como aquellos de la montaña. En la próxima lámina había abandonado el hogar y estaba cuidando cerdos en un país extraño. Aquí no brillaba el sol y los campos eran grises y nebulosos. El pastorcillo se veía pálido y delgado en esta ilustración porque tan sólo comía pequeños mendrugos. En la última, aparecía su padre con los brazos abiertos para recibirle lleno de gozo cuando volvía al hogar, apenado y harapiento.

Con tan bonitas historias que leer y láminas que contemplar, la visita de la abuela transcurrió felizmente, pero demasiado aprisa.

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