Heidi

Johanna Spyri

Capítulo 13

Ilustración de Sonja Wimmer

Otra vez el hogar

El señor Sesemann subió las escaleras sintiéndose ansioso y molesto y llamó enérgicamente a la puerta de la señorita Rottenmeier. Ésta se despertó sobresaltada para oírle decir:

— Por favor, venga inmediatamente al comedor; tenemos que hacer los preparativos para un viaje.

El ama de llaves miró su reloj, que marcaba las cuatro y media en punto. Jamás en su vida se había levantado tan temprano. ¿Qué habría sucedido? Era tal su estado de curiosidad y excitación que apenas se daba cuenta de lo que hacía y buscaba prendas que ya se había puesto.

El señor Sesemann continuó a lo largo del corredor y fue tirando con fuerza de las campanillas que comunicaban con las habitaciones donde dormía la servidumbre. Sebastián, John y Tinette saltaron de sus lechos y se vistieron apresuradamente, pensando que el fantasma había atacado al dueño de la casa y que éste necesitaba ayuda. Corrieron hacia el comedor, uno tras otro, desgreñados, y se sorprendieron al encontrar al señor Sesemann tan tranquilo y normal como siempre y no como si hubiera visto un fantasma. John fue enviado a buscar el carruaje y los caballos y Tinette a despertar a Heidi y a prepararla para el viaje. Sebastián recibió la orden de ir en busca de Dora a la casa donde trabajaba.

Mientras tanto, la señorita Rottenmeier completó su tocado, pero al ponerse la cofia al revés, vista de lejos parecía como si caminara de espaldas, lo que el señor Sesemann atribuyó al hecho de haber sido sacada de la cama tan temprano. El dueño de la casa no perdió tiempo en explicaciones, ordenando al ama que buscara un baúl y pusiera en él todo lo perteneciente a Heidi.

— Ponga también algunas cosas de Clara — añadió—.

La niña debe ir bien provista. Y dese prisa, no hay tiempo que perder.

La señorita Rottenmeier estaba tan asombrada que se lo quedó mirando con la boca abierta. Esperaba que él le contara alguna terrible historia acerca del fantasma (que a la luz del día no le hubiera importado escuchar) y en vez de ello se encontraba con aquellas órdenes urgentes. No comprendía nada y se quedó esperando alguna otra explicación, pero el señor Sesemann la dejó sin añadir nada más y se dirigió al dormitorio de Clara. Tal como suponía, la niña se había despertado al oír toda aquella conmoción y estaba ansiosa por conocer lo ocurrido. Su padre se sentó a su lado en la cama y se lo explicó todo, diciendo finalmente:

— El doctor Classen teme mucho por la salud de Heidi y dice que incluso es capaz de caminar dormida por los tejados. Tú debes comprender lo peligroso que eso puede resultar. De manera que he decidido que vuelva inmediatamente a casa. No podemos arriesgarnos a que le ocurra nada malo, ¿comprendes?

Clara se sintió muy apenada ante esta noticia y trató por todos los medios de que su padre cambiara de idea, pero él se mantuvo firme, prometiéndole que si ella se portaba bien y no cometía ninguna tontería, él la llevaría a Suiza el año siguiente. Viendo que la cosa no tenía solución. Clara renunció a continuar insistiendo, pero rogó que trajeran el baúl a su cuarto a fin de poner en él algunas cosas bonitas que a Heidi le gustarían. A lo cual su padre accedió de buen grado.

Para entonces ya había llegado Dora, quien se preguntaba inquietamente para qué la habrían llamado a una hora tan intempestiva. El señor Sesemann le repitió cuanto sabía acerca de la salud de Heidi.

— Quiero que se la lleve a casa hoy mismo — dijo.

Dora estaba muy trastornada al recordar que el viejo de los Alpes le había dicho que nunca más quería verla aparecer por la montaña. Llevarle otra vez a Heidi, después de la forma en que se la había traído, era pedir demasiado.

— Lo siento, pero no me es posible ir hoy ni mañana — se excusó con su habitual palabrería— . Estamos muy ocupados y no puedo pedir ahora un día de permiso. La verdad es que no sé cuándo me será posible hacerlo.

El señor Sesemann vio lo falso de aquellas disculpas y la despidió sin más contemplaciones. Entonces le ordenó a Sebastián que se preparara en seguida para un viaje.

— Llevarás a esta niña hasta Basilea hoy mismo — le dijo—, y mañana continuarás con ella hasta su destino. Te daré una carta para su abuelo, de manera que no tendrás que explicar nada y podrás regresar acto seguido. Cuando llegues a Basilea, vas al hotel cuyas señas encontrarás en esta tarjeta de visita. Allí me conocen bien y te darán una habitación para ti y otra para la niña. Y ahora escucha esto, que es muy importante: debes asegurarte de que todas las ventanas de su habitación estén herméticamente cerradas para que ella no pueda abrirlas. Luego, cuando se haya acostado, cierras la puerta con llave. Heidi es sonámbula, y en una casa extraña puede resultar muy peligroso que baje las escaleras e intente salir a la calle, ¿entendido?

— De manera que era eso... — murmuró Sebastián, comprendiendo súbitamente la verdad.

— Sí, era eso. Tú eres un cobardón, y puedes decirle a John que es tan cobarde o más que tú. ¡Vaya manera de hacer el indio los dos juntos!

Dicho esto, el señor Sesemann se encerró en su despacho para escribir la carta al viejo de los Alpes.

Mientras tanto, rojo de vergüenza, Sebastián murmuraba para sí: "No debí permitir que el idiota de John me hiciera entrar nuevamente en el cuarto cuando dijo que vio aquella figura blanca. Si se me hubiese, ocurrido seguirla... Ahora estoy seguro de que lo haría si la viera nuevamente". Pero, claro, en aquellos momentos la luz del día bañaba hasta el último rincón de la casa.

Heidi aguardaba en su habitación, vestida con sus ropas domingueras Y preguntándose qué iba a pasar. Tinette la consideraba tan por debajo de su nivel que nunca le decía dos palabras cuando con una era suficiente; en esta ocasión le había dicho que se levantara y se vistiera mientras ella sacaba los vestidos del armario.

Cuando el señor Sesemann volvió al comedor con la carta, el desayuno estaba preparado: Entonces preguntó por Heidi, a quien fueron a buscar inmediatamente. La niña entró en el comedor y le saludó con sus buenos días habituales.

— Bueno, hijita, ¿es eso todo lo que tienes que decir?

Heidi le miró inquisitivamente.

— Creo que nadie te lo ha dicho — añadió él con una sonrisa— Hoy te vas a casa.

— ¿A... casa? — tartamudeó la niña, tan sorprendida que no daba crédito a sus oídos.

— En efecto. ¿No estás contenta?

— ¡Oh, sí, sí, mucho! — respondió ella ansiosamente, y el color volvió a sus mejillas.

— Pues bien, ahora tienes que comerte un buen desayuno — dijo el señor Sesemann, al mismo tiempo que tomaba asiento y le indicaba a ella que le imitara.

Heidi no podía tragar los bocados de pan pese a sus esfuerzos. No sabía si estaba despierta o soñando aún, plantada en la puerta de la calle en su camisón de dormir.

— Dígale a Sebastián que lleve consigo una buena provisión de alimentos — indicó el señor Sesemann al ama de llaves cuando ésta apareció en el comedor—. La niña no está comiendo nada, lo cual no es de extrañar. — Y volviéndose a Heidi:— Ahora ve con Clara y permanece con ella hasta que llegue el coche.

Eso era precisamente lo que Heidi deseaba hacer, y encontró a Clara con un gran baúl abierto a su lado.

— Ven y verás cuantas cosas te he puesto — dijo la inválida—. Espero que te gustarán. Mira estos vestidos, y delantales, y pañuelos. También te he puesto un canastillo de costura. ¿Y qué te parece esto?

Heidi saltó de alegría al ver la cesta que le mostraba Clara y en la cual había una docena de panecillos blancos para la abuela de Pedro. En su alborozo, las niñas olvidaron que tenían que separarse pronto, y cuando alguien gritó que el coche estaba preparado, ya no hubo tiempo para ponerse tristes. Heidi corrió a la habitación que había estado ocupando para buscar el libro que le había regalado la abuela. Lo guardaba siempre debajo de la almohada porque no podía separarse de él y quiso asegurarse de que nadie lo había empaquetado; lo puso en la cesta y luego buscó en el armario su viejo y preciado sombrero. El pañuelo rojo también estaba allí, pues la señorita Rottenmeier había considerado que no valía la pena ponerlo en el baúl. Heidi colocó sus dos tesoros en la cesta, se puso luego el último sombrerito que le habían regalado y salió de la habitación.

Tenía que despedirse rápidamente de Clara porque el señor Sesemann la estaba esperando para acomodarla en el carruaje. La señorita Rottenmeier también se encontraba al pie de la escalera, muy tiesa, para decirle adiós. Cuando vio el pañuelo rojo, lo tomó de la cesta y lo arrojó al suelo.

— Ya está bien, Adelaida — masculló— . No puedes salir de esta casa llevando algo así. Tampoco lo vas a necesitar más. Adiós.

Después de esto, Heidi no se atrevió a recogerlo, pero dirigió al señor Sesemann una mirada suplicante.

— Deje que la niña se lleve lo que quiera — dijo secamente el dueño de la casa—. Aun cuando deseara gatitos y tortugas, tampoco habría por qué excitarse tanto, señorita Rottenmeier.

Heidi tomó su precioso bulto y en sus ojos apareció una expresión de gratitud.

— Adiós — le dijo el señor Sesemann, estrechándole la mano antes de que subiera al coche—. Clara y yo pensaremos mucho en ti. Te deseo un buen viaje.

— Gracias por todo —repuso Heidi—. Por favor, dele también las gracias al doctor, y mis recuerdos.

No olvidaba las palabras del doctor cuando le dijo que todo iría mejor al día siguiente, y le constaba que había influido para que todo esto fuera realidad. Fue alzada hasta el asiento del coche, seguida de la cesta y del saco de provisiones, y después subió Sebastián.

— ¡Adiós, y buen viaje! — gritó el señor Sesemann cuando el coche arrancó.

Al poco rato, Heidi estaba sentada en el tren con la cesta en el halda. No quería soltarla ni un instante por temor a que se perdieran los preciosos panecillos. De vez en cuando los miraba con gesto de satisfacción. Durante mucho tiempo no dijo una sola palabra, porque empezaba a darse cuenta de que estaba realmente camino de casa del abuelo, y vería las montañas, y a Pedro, y a la abuela de éste. Al pensar en ellos le asaltó una gran ansiedad y preguntó:

— Sebastián, la abuela de Pedro no habrá muerto, ¿verdad?

— Esperemos que no — replicó el criado— . Lo más natural es que viva aún.

Heidi volvió a guardar silencio, ansiando el momento en que pudiera entregar los panecillos a su anciana y bondadosa amiga. Al cabo de unos minutos insistió:

— Me gustaría estar segura de que la abuela de Pedro vive aún.

— Pues claro que sí, ¿por qué había de morir? — replicó Sebastián, que estaba ya medio dormido.

También los ojos de Heidi tardaron poco en cerrarse. Estaba tan cansada después de la agitación de la noche anterior y del madrugón de aquella mañana, que durmió profundamente hasta que Sebastián la sacudió por el brazo, diciendo:

— Despierte, debemos bajar aquí. Estamos en Basilea.

Al día siguiente continuaron el viaje en tren durante varias horas más, Heidi seguía viajando con la cesta en el halda. No permitía que Sebastián la llevara ni siquiera un momento. Estaba silenciosa, pero interiormente se sentía cada vez más excitada. Luego, cuando menos lo esperaba, oyó una voz anunciando: "¡Mayenfield, Mayenfield!"

Ella y Sebastián sufrieron un sobresalto y descendieron al andén con el baúl. El tren prosiguió su marcha jadeante a lo largo del valle y Sebastián lo vio ir con una mirada de pena. Prefería viajar cómodamente y sin esfuerzo, y la perspectiva de escalar una montaña no le entusiasmaba. Estaba seguro de que sería peligroso y, por otra parte, aquel país parecía no estar totalmente civilizado. Miró en torno suyo para preguntar a alguien cuál era el camino más seguro hasta Dörfli. A la entrada de la estación vio una carreta tirada por un caballito de aspecto flacucho. Un hombretón cargaba en ella unos pesados sacos que habían venido en el tren; Sebastián se dirigió a él para hacerle algunas preguntas.

— Aquí todos los caminos son seguros — fue la respuesta que obtuvo.

Aquello no satisfizo a Sebastián, quien continuó preguntándole al hombre qué podría hacer para evitar los precipicios y cómo transportar el baúl hasta Dörfli. El hombre miró el baúl y dijo:

— Si no es muy pesado, puedo llevarlo en mi carreta. Yo también voy a Dörfli.

Después de esto, resultó fácil convencerlo para que tomase a Heidi juntamente con el baúl; la última parte del viaje hasta la montaña la haría Heidi acompañada por alguien del pueblo.

— Puedo ir sola, pues conozco muy bien el camino desde allí — dijo Heidi, tras haber escuchado atentamente la conversación.

Sebastián se alegró de evitarse la subida a la montaña; llamó a Heidi aparte y le entregó un paquete y la carta para su abuelo. Dijo:

— El paquete es para usted, señorita Heidi; se trata de un regalo del señor Sesemann. Póngalo en el fondo de la cesta y procure no perderlo. El se enfadaría mucho si lo hiciera.

— No lo perderé —replicó Heidi, tomando el paquete y la carta.

La niña y la cesta fueron acomodadas en el pescante de la carreta y el baúl en la parte trasera. Sebastián se sentía un tanto culpable, pues le habían encomendado que acompañase a la niña hasta la casa del abuelo. Le estrechó la mano, recordándole con gestos lo que acababa de decirle sobre el paquete, pero procurando no mencionarlo en presencia del conductor. Este tomó asiento al lado de Heidi, y la carreta tomó la dirección de la montaña mientras Sebastián volvía a la pequeña estación para esperar el tren de regreso.

El hombre de la carreta era el panadero de Dörfli que había venido a recoger harina. No había visto nunca a Heidi, pero al igual que toda la gente de la aldea había oído hablar de ella. Había conocido a los padres de la niña y en seguida la identificó. Parecía sorprendido al verla regresar, y esto despertó su natural curiosidad por saber lo que había ocurrido.

— Tú debes ser la niña que vivía con el viejo de los Alpes, tu abuelo, ¿verdad? — preguntó.

— Sí.

— ¿Te han tratado mal allí para que vuelvas ya?

— ¡Oh, no! — exclamó Heidi— . Todos fueron muy buenos conmigo en Frankfurt.

— ¿Entonces por qué vuelves?

— El señor Sesemann dijo que podía volver.

— Pues yo opino que debiste quedarte si te trataban tan bien allí.

— Prefiero un millón de veces estar con el abuelo en la montaña que en cualquier otra parte del mundo — replicó ella.

"Quizás cambies de opinión cuando estés con el viejo", pensó el panadero. "Bueno, después de todo, ella debe saber lo que más le conviene."

Empezó a silbar sin decir nada más. Heidi miró en torno suyo con deleite y puso los ojos en los picachos de la montaña que tan bien conocía y que parecían saludarla como antiguos conocidos. Le hubiera gustado saltar de la carreta y subir corriendo, pero logró dominar su impulso. Llegaron a Dörfli en el momento en que el reloj daba las cinco; pronto se formó un grupo de aldeanos en torno a la carreta, despertada su curiosidad al ver a la niña y el baúl cargado en la carreta.

El panadero tomó a Heidi del pescante y la depositó en el suelo. Entonces, la niña dijo apresuradamente:

— Gracias, muchas gracias; mi abuelo vendrá a buscar el baúl.

Se volvió para echar a correr hacia la montaña, pero los aldeanos se agruparon en torno a ella, acosándola a preguntas. La niña trató de abrirse paso y, al verla tan pálida y ansiosa, se pusieron a murmurar cuando la vieron alejarse:

— Ya ven ustedes lo asustada que parece, y no es de extrañar.

— Si la pobre cría tuviera alguien en el mundo a quien acudir, nunca volvería con ese viejo dragón.

Y el panadero, consciente de ser la única persona que sabía algo del asunto, tomó la palabra:

— Un caballero la trajo hasta Mayenfield y se despidió de ella en tono muy amistoso; me dio lo que le pedí por traerla aquí sin regatear y encima añadió una propina.

La han tratado muy bien donde estaba, y si vuelve es por su propia voluntad.

La noticia se extendió con tanta rapidez que antes del anochecer todo el mundo sabía en Dörfli que Heidi había dejado un buen hogar en Frankfurt para regresar, por iniciativa propia, con su abuelo.

Tan pronto como dejó atrás el pueblo, Heidi corrió ladera arriba con toda la rapidez de que era capaz. Tenía que detenerse de vez en cuando para recobrar el aliento, porque la cesta era pesada y la ladera muy pendiente, pero ella sólo tenía un pensamiento: "¿Seguirá la abuela sentada en el rincón junto a su rueca? ¡Oh espero que no haya muerto!" Entonces vio la casucha en la hondonada y su corazón latió más aprisa que nunca. Corrió hacia la puerta, costándole gran trabajo abrirla a causa de su excitación, pero al fin lo consiguió y entró en la reducida estancia completamente sin aliento y sin poder pronunciar una palabra.

— ¡Dios mío! — dijo alguien desde el rincón— . ¡Así es como Heidi acostumbraba a entrar! Cuánto me gustaría que ella viniera otra vez a verme... ¿Quién es?

— ¡Abuela, soy yo, Heidi! — gritó la niña.

Y se arrojó sobre el regazo de la anciana y la abrazó demasiado emocionada y feliz para poder decir ninguna otra cosa. Al principio, la abuela estaba tan sorprendida que tampoco podía hablar, limitándose a acariciar la cabeza de Heidi. Luego murmuró:

— Si, estos son los rizos de Heidi y su voz. ¡Gracias Dios mío, por permitir que vuelva a nosotros! — Gruesos lagrimones cayeron de sus ojos ciegos en la mano de Heidi.— Sí, realmente eres tú, chiquilla.

— Pues claro que soy yo realmente, abuela; no llores — dijo Heidi— . Estoy aquí y nunca más volveré a marchar. Vendré a verte cada día. Y durante unos días no tendrás que comer pan duro.

Al decir esto fue poniendo los panecillos, uno a uno, en la falda de la abuela.

— ¡Qué regalo más hermoso me has traído, niña! — exclamó la anciana, moviendo las manos sobre la falda—. pero tú eres el mejor regalo. Dime algo, lo que quieras, sólo para que pueda oír tu voz.

— Tenía mucho miedo de que te hubieras muerto mientras yo estaba ausente — dijo Heidi—. Entonces no te habría visto nunca más y no hubieras podido comerte los panecillos.

La madre de Pedro entró en aquel momento y en su rostro apareció una expresión de asombro cuando vio a Heidi.

— Me alegro de que hayas venido —dijo al fin—. Lleva un vestido muy bonito, abuela. Va tan elegante que apenas he podido reconocerla. Y ese sombrerito con la pluma debe ser tuyo. Póntelo para que yo te vea.

— No, no me lo pondré — replicó Heidi muy decidida— Puedes quedártelo. Yo ya no lo quiero. Tengo el viejo, que me gusta más.

Abrió el bulto rojo y allí estaba, más ajado que nunca después del viaje, pero esto no le importaba. No había olvidado las palabras de su abuelo al decirle que no le gustaría verla con un sombrero de plumas, y por esto había guardado tan celosamente el viejo sombrerito de paja, porque siempre había confiado en volver a su lado.

— Eso es una tontería — dijo Brígida— . Yo no puedo tomarlo. Es un sombrero muy bonito, y si tú realmente no lo quieres, tal vez podría comprártelo la hija de la maestra.

Heidi no dijo nada más al respecto, pero tomó el sombrero y lo tiró a un rincón. Luego se quitó el elegante vestido y se puso el pañuelo rojo sobre la enagua.

Heidi murmuró:

— Adiós, abuela. Ahora tengo que ir con mi abuelito, pero mañana volveré a verte.

La abuela de Pedro la abrazó tiernamente como si se viera incapaz de dejarla marchar.

— ¿Por qué te has quitado ese vestido tan bonito? — preguntó Brígida.

— Prefiero llegar vestida así ante el abuelo, de lo contrario no me reconocería. Tú tampoco me reconociste al entrar.

Brígida la acompañó hasta la puerta.

— El viejo de los Alpes te hubiera reconocido aunque llevases ese vestido — dijo—. Pero ve con cuidado. Pedro dice que tu abuelo está de muy mal humor y que nunca le habla.

Heidi se despidió de la mujer y prosiguió su camino. El sol de la tarde vestía de color rosado las montañas. Heidi se volvía para mirarlas a medida que iban quedando atrás. Todo parecía más hermoso de lo que ella había esperado. Los picachos gemelos de Falkniss, la Schesaplana cubierta de nieve, los pastos y el valle a sus pies mostraban un tinte dorado y en el cielo bogaban unas nubecillas rosáceas. Tal encanto se desprendía del paisaje que Heidi sentía rodar las lágrimas por sus mejillas y daba gracias a Dios por haberle permitido volver. No encontraba palabras para expresar sus sentimientos y permaneció inmóvil hasta que la luz comenzó a palidecer; entonces siguió corriendo. Pronto descubrió las copas de los abetos, después del techo y la cabaña, y finalmente al abuelo en persona, sentado en el banco y fumando su pipa como tenía por costumbre. Antes de que él tuviera tiempo de darse cuenta, Heidi ya había arrojado la cesta al suelo y le abrazaba gritando:

— ¡Abuelo, abuelo!

Era incapaz de decir nada más, y otro tanto le ocurría al anciano, en cuyos ojos habían aparecido las lágrimas por primera vez después de muchos años. Finalmente, el abuelo deshizo el abrazo y tomó a la niña en sus rodillas.

— De manera que has vuelto, Heidi — dijo—. ¿Puede saberse por qué? No pareces haber crecido mucho. ¿Es que te echaron?

— Oh, no, abuelo, no pienses eso. Clara y su padre y la abuela fueron muy buenos conmigo. Pero yo estaba enferma de nostalgia. Tenía siempre un nudo en la garganta, como si me ahogara. Pero no podía decir nada porque hubieran pensado que era una desagradecida. Entonces, una mañana, el señor Sesemann me llamó muy temprano y... bueno, creo que el doctor tuvo algo que ver. Supongo que todo lo explica en la carta.

Dicho esto corrió en busca de la carta y del paquete.

— El paquete es para ti — dijo el abuelo, poniéndolo en el banco.

Luego leyó la carta y se la guardó en el bolsillo sin hacer ningún comentario.

— ¿Quieres un poco de leche, Heidi? — preguntó, disponiéndose a entrar con ella en la cabaña—. Trae el paquete; en él hay dinero para que te compres una cama y los vestidos que necesites.

— Yo no lo quiero — repuso Heidi alegremente—. Ya tengo una cama, y Clara me dio tantos vestidos que estoy segura de que nunca voy a necesitar más.

— Tráelo de todos modos y guárdalo en la alacena. Es posible que algún día le encuentres utilidad.

Heidi hizo lo indicado. Luego miró en torno suyo ansiosamente y al fin subió al desván.

— ¡Oh, ya no está mi cama! — gritó, decepcionada.

— Pronto la volveremos a hacer — dijo el abuelo— No sabía que ibas a regresar. Ahora baja y toma un poco de leche.

Heidi se sentó en su alto taburete y apuró el jarro como si nunca en su vida hubiera probado nada tan delicioso. Luego dejó escapar un hondo suspiro y declaró:

— No hay nada en el mundo tan bueno como nuestra leche.

Entonces se oyó un agudo silbido y Heidi corrió a la puerta para ver a Pedro que bajaba por el sendero rodeado de sus cabras. Cuando vio a la niña, se detuvo en seco y la miró con asombro.

— ¡Hola, Pedro! — gritó Heidi, corriendo hacia él— ¡Oh, aquí están "Margarita" y "Morena"! ¿Me recordáis?

Los animales parecieron reconocer su voz y frotaron sus cabezas contra ella, balando. Heidi llamó a las otras cabras por sus nombres y todas se agruparon a su alrededor. Impaciente, "Jilguera" saltó sobre otros dos animales para llegar junto a la chiquilla e incluso "Copo de Nieve" se adelantó empujando a "Turca" hacia un lado. "Turca" pareció muy sorprendida y la miró atravesadamente como diciendo: "¡Cuidado con lo que haces!" Heidi estaba encantada y acariciaba a todos los animales, pasándoles el brazo por el cuello o dándoles suaves golpecitos en el lomo. Finalmente, entre empellones y suaves cabezazos, Heidi pudo llegar al lado de Pedro.

— ¿Es que no me vas a decir hola? — preguntó.

El chico pareció recobrarse de su sorpresa.

— Vaya, conque has vuelto —dijo. Y añadió, como tenía por costumbre en otros tiempos—: ¿Vendrás mañana conmigo?

— No, pero quizá pueda hacerlo pasado mañana.

Mañana debo visitar a tu abuela.

— Me alegro de que hayas vuelto — dijo Pedro con una ancha sonrisa y disponiéndose a seguir su camino.

Pero le resultaba muy difícil reunir nuevamente las cabras; les gritaba y las amenazaba, pero tan pronto se agrupaban en torno a él, todas se volvían para seguir a Heidi, que se llevaba a "Margarita" y a "Morena" al corral echando un brazo por encima de cada una de ellas. Heidi tuvo que entrar con las dos cabras y cerrar la puerta antes de que Pedro lograra reunir el resto de la manada y ponerse nuevamente en camino.

Cuando entró de nuevo, Heidi vio que el abuelo le había hecho una cama de heno fresco y la había cubierto con sábanas de lino. Al acostarse en ella poco más tarde, durmió como no lo había hecho en todo el tiempo que estuvo ausente.

Durante la noche, el viejo de los Alpes subió varias veces al henil para ver si la niña estaba bien.

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