Henrietta Elizabeth Marshall
A mucha distancia de España, en el centro de Europa, se halla el reducido país llamado Suiza. En vez de estar rodeado en su mayor parte por el mar como el nuestro, limita por todos lados con elevados montes y con otras naciones.
En los antiguos y rudos tiempos en que sólo dominaba la razón del más fuerte, y poderosos príncipes y reyes combatían sin cesar por todo el mundo conquistando territorios, maravilla que la diminuta Suiza no fuese sometida por cualquiera de las grandes naciones que la rodeaban. Pero los suizos han sido siempre pueblo valiente, que, desde muchos siglos ha, supo conservar la independencia de su patria.
Sin embargo, uno de los grandes príncipes de Europa trató de conquistar Suiza y arrebatarle la libertad de que gozaba. Mas el pueblo combatió con tanta bravura, que, en lugar de ser conquistado, venció a los tiranos y los arrojó del país.
En aquellos lejanos tiempos, Europa estaba repartida de muy distinta manera que actualmente. El soberano más poderoso era el Emperador, y su imperio se designaba con el nombre de Sacro Imperio Romano. Éste se hallaba dividido en muchos Estados, y en cada uno de ellos gobernaba un Rey o un Príncipe, que rendía homenaje al Emperador “señor supremo”. Cuando éste moría, su hijo no le sucedía en el trono, sino que, por el contrario, todos los Reyes y Príncipes se reunían para elegir de entre ellos al que debía sucederle.
Suiza era uno de los países que prestaban homenaje al Imperio, pero sus habitantes formaban un pueblo libre. No tenían Rey o Príncipe que rigiera el Estado, sino tan sólo un Gobernador, nombrado por el Emperador mismo.
En cierta ocasión un duque de Austria, cuyo Estado era otro de los que formaban el gran Imperio, fué nombrado Gobernador de Suiza, hermoso país, muy quebrado, donde abundan los lagos, valles y bosques. El Duque miraba codiciosamente esta hermosa región, deseando apropiársela. Pero sus habitantes no quisieron perder su libertad; y tres cantones, como se llaman las provincias en que Suiza está dividida, se unieron jurando prestarse mútua ayuda y no someterse nunca a los austriacos.
Uri, Schwytz y Unterwalden eran los nombres de esos tres cantones. Otro más pequeño se unió luego a ellos. Todos se hallan alrededor de un lago, que, por esta razón, se llama el lago de los Cuatro Cantones.
Por fin, Alberto, Duque de Austria, fue elegido Emperador. Era hijo del Duque que antes gobernara Suiza, y tal nombramiento lo colmó de satisfacción, pues creyó que entonces sería verdadero amo y señor de este país. Pues si bien los suizos habían resistido contra el Duque de Austria, no se atreverían seguramente a oponerse al Emperador, según pensaba éste. De acuerdo con esta idea, mandó a dos de sus nobles a parlamentar con ellos y convencerlos de que lo obedecieran como rey.
— Prometed que en adelante vuestro país pertenecerá al Duque— dijeron aquellos nobles— y él cuidará de vosotros como de sus propios hijos. Como no sois bastante fuertes para luchar contra poderoso enemigo, el Emperador os protegerá si os agredieran. No os propone esas condiciones porque necesite vuestros bienes, sino porque su padre y las historias que ha leído le han dicho lo bravos que sois, y el Duque Alberto admira a los hombres valientes. Os conducirá a la victoria en las batallas y os hará ricos con el botín, dándoos, también, grandes recompensas y haciéndoos caballeros en premio a las hazañas que llevéis a cabo.
Algunos, al oír estas proposiciones, estuvieron conformes en someterse a Austria; pero los hombres libres, los nobles, y, en general, todas las gentes de los tres cantones, contestaron:
— Decid a vuestro Señor, el Duque, que nunca olvidaremos cuán valiente caudillo y excelente Gobernador fue su padre, y que por esta razón amaremos y respetaremos siempre su noble casa; pero deseamos ser libres.
Decidle, además, que seremos fieles al Imperio, y como Emperador debe contentarse con esta promesa.
Los mensajeros regresaron a su país a dar cuenta al soberano de lo que el pueblo suizo les había contestado. Cuando lo supo, se irritó muchísimo. Mientras le explicaban el resultado de la misión, dirigía coléricas miradas a los embajadores y golpeaba nerviosamente el suelo. Luego exclamó:
— Esos orgullosos campesinos no quieren sufrir el yugo. Bien; los haremos ceder ante nuestra fuerza y los doblegaremos. Entonces ya estarán más suaves.
Pero, a la sazón, Alberto disputaba con los Príncipes de su Imperio, quienes, a pesar de haberlo elegido, lo odiaban y lo despreciaban, de manera que, por algún tiempo, no pudo ocuparse en someter a los suizos. No por eso perdonó la negativa a la proposición que les hiciera, y siempre que hallaba ocasión oportuna, les mandaba nuevas embajadas con la misma pretensión.
Transcurrieron muchos meses sin que el Emperador nombrara gobernante para Suiza. Más, el pueblo, comprendiendo que 1o necesitaba, le envió mensajeros suplicándole que mandase un gobernador como sus antecesores habían hecho.
— Deseáis un gobernador; —murmuró el soberano, mientras los mensajeros permanecían respetuosamente ante él,— pues lo tendréis. Id a vuestro país y esperad su llegada. Y tened presente que mi enviado debe ser obedecido en todo.
— Siempre hemos sido pueblo amante de las leyes, señor— replicaron los mensajeros.
— ¿De veras? dijo Alberto en tono seco. — Procurad que vuestras palabras sean verdaderas o, de lo contrario, pagaréis con vuestras haciendas y aun con la libertad o con la vida.
Los mensajeros, muy apesadumbrados, se despidieron del Emperador.
Apenas habían salido, éste sonrió. — No quieren sufrir el yugo— se dijo— pero los oprimiré de tal manera y los haré tratar tan mal, que, por fin, se verán obligados a rebelarse.
Entonces los combatiré y conquistaré y a la postre, Suiza será mía.
Pocos días más tarde, Alberto llamó a dos de sus amigos, Hermann Gessler y Berenguer de Landenberg. Sabía que estos dos hombres eran crueles, brutales y despiadados y por estas razones los eligió para gobernadores de Suiza.
También influyó en su elección el hecho de que eran austriacos, condición que debían granjearles el odio de los suizos.
— Señores— dijo en cuanto se presentaron ante él— como ha tiempo que observo el celo y amor que tenéis por mi trono y persona, he resuelto recompensaros. Vos, Hermann Gessler sois desde ahora Gobernador de los cantones de Uri y Schwytz, y vos. Berenguer de Landenberg, del cantón de Unterwalden.
— No tengo palabras con que expresar mi agradecimiento a Vuestra Majestad— dijo
Gessler, inclinándose profundamente.
Landenberg, inclinándose más aún, dijo;
— Vuestra Majestad me honra demasiado.
— El pueblo que vais a gobernar es malo y rebelde,— prosiguió diciendo el Emperador — tan díscolo, que os será preciso valeros de los soldados para lograr el cumplimiento de las leyes. Impondréis las necesarias contribuciones para la manutención de los soldados y castigaréis severamente a los culpables. No quiero que en mi Imperio haya rebeldes.
— Comprendemos muy bien los deseos de Vuestra Majestad— dijo Gessler.
— Vuestra Majestad será obedecido— repuso Landenberg. E inclinándose de nuevo se despidieron del Emperador. Requirieron luego sus hombres y caballos y marcharon hacia Suiza.
Tristes y malos tiempos empezaron a la llegada de Gessler y Landenberg, porque se complacían en oprimir al pueblo. Lo cargaban de injustificadas contribuciones; nada podía ser comprado ni vendido sin que los gobernadores reclamaran gran parte de dinero; la falta más leve era castigada con largos encarcelamientos y multas enormes. El pueblo empezó a perder su alegría, pero no quería aún rebelarse contra Austria.
— Dios nos ha dado al Emperador para que se interponga entre nosotros y nuestros enemigos,— decían— y ahora el Emperador se ha convertido en nuestro mayor adversario. Pero debemos ser fieles al Imperio, porque este Emperador puede morir y tal vez será elegido otro de mejores cualidades. Si nos rebelamos contra Austria, nuestra libertad se perderá para siempre. Roguemos a Dios que nos dé paciencia. El Emperador puede morir muy pronto y apenas otro le suceda, ya no seremos molestados.
En Unterwalden vivía un bueno y venerable anciano llamado Enrique de Melchthal, conocido y amado por todos sus compatriotas. Llevaba vida tranquila y feliz acompañado de su hijo, en una pequeña granja. Enrique de Melchthal era rico. Grandes rebaños de ovejas y cabras de su propiedad pacían en no muy alta colina contigua a la granja y no menos numerosos ganados pastaban la hierba de los campos que se extendían alrededor de la casa; y en los corrales, entre los montones de grano, correteaban gallos, gallinas, patos y gansos.
Enrique era ya anciano, pero su hijo Arnaldo era joven y alegre. Los dos se amaban mucho y siempre se les veía juntos una vez terminada la labor. Durante todo el día Arnaldo trabajaba en la granja, dando de comer al ganado, labrando y sembrando. Al anochecer, padre e hijo se sentaban ante el fuego, y unas veces Enrique narraba historias de los pasados tiempos, mientras que otras, el joven, en su gaita, entonaba música de la montaña.
Cuando Landenberg fué a gobernar Ul'lterwalden, se enteró pronto de la existencia de aquella granja, cuya riqueza le inspiró gran envidia.
Presto supo que Enrique de Melchthal era hombre acomodado y, animado por ávidos sentimientos, se propuso desposeerlo de sus bienes para apoderarse de ellos. Pero Enrique era hombre tan pacífico, que Landenberg no hallaba la más mínima causa para castigarlo.
Arnaldo, por el contrario, era joven y aturdido. Odiaba a los gobernadores austriacos y no se ocultaba de manifestarlo. Por fin, un día, Landenberg se enteró de alguna palabra ligera que dijo el joven al hablar de él y resolvió castigarlo.
Landenberg sabía que Enrique de Melchthal poseía la mejor yunta de bueyes de toda la comarca. Mucho tiempo la había estado deseando para sí y se propuso obtenerla. Con este propósito llamó a su sirviente Rodolfo y le ordenó que fuera a casa de los Melchthal y les quitara los dos bueyes.
Rodolfo, en compañía de algunos soldados, se encaminó a la granja. Cuando llegó allí se enteró de que Arnaldo estaba arando en el campo. En Suiza, corno aun se hace en algunos puntos de España, se usaban los bueyes para arrastrar el arado. El servidor de Landenberg se encaminó al encuentro del joven y vió que araba con los dos bueyes de que debía apoderarse.
Arnaldo detuvo a los dos animales y miró asombrado a los hombres que hacia él se dirigían.
— ¿Qué querrán? — se preguntó; y no pudo menos de irritarse al ver que los surcos recién abiertos eran hollados por los cascos de los caballos.— ¿ No podían haber ido por el camino estos indecentes austriacos?— se dijo.
— Muchacho— dijo Rodolfo al hallarse al lado del joven— desunce estos bueyes.
Arnaldo dio un salto hacia adelante gritando:— Que nadie se atreva a hacerlo. ¡Son míos!
— ¡Tuyos!— dijo Rodolfo— ¡tuyos! ¡Ca! Pertenecen a mi señor Landenberg. Tal vez así lo pensarás dos veces en lo venidero antes de hablar de “el pavo austriaco” cuando te refieras a mi señor.
El joven, tratando de contentar su ira, dijo:
— Señor Rodolfo, he sido un aturdido, pero sin mala intención, y ya comprenderéis que dos bueyes es multa demasiado grande por dos palabras irrespetuosas.
— ¿Quién te ha nombrado juez ?— preguntó Rodolfo.— ¿ Cómo podrá un ignorante campesino saber qué castigos son justos?
— No, no tengo la pretensión de juzgar. Sólo quiero justicia. Si he hecho mal, llevadme ante los jueces y pagaré gustoso la multa que me corresponda; pero quitarme mis dos bueyes!... ¡ah, buen señor Rodolfo! ¿Cómo podré arar sin ellos?
— Me importa poco— repuso Rodolfo.— Me han mandado que te quite los dos bueyes y me los llevaré. Si quieres arar, úncete tú mismo. Es para lo único que sirves. Muchacho,— añadió dirigiéndose a los soldados y apoyando la mano en el collerón de madera de uno de los animales— desuncidlos.
Entonces estalló la rabia de Arnaldo.— ¡Quietos!— exclamó y con un palo que llevaba dio un garrotazo en la mano que Rodolfo tenía apoyada en el collerón de madera.
Este dio un grito de dolor, porque le había roto dos dedos.— ¡A él, muchachos! ¡Cogedlo! Ha de pagar caro lo que ha hecho.
Los soldados acudieron para prenderlo, pero Arnaldo era demasiado ligero para permitirlo. Echó a correr por el campo, huyendo, porque no tenía otras armas que su palo.
Era uno de los corredores más veloces del país y los soldados, en cambio, iban cargados con sus pesadas armas. No podían perseguirlo con ventaja y además, en cuanto lo intentaron, cayeron pesadamente al tropezar con los surcos del campo. De esta suerte Arnaldo pudo escapar sano y salvo y se encaminó a un bosque de pinos que estaba en el cercano monte.
— ¡Idiotas! — exclamó Rodolfo en cuanto regresaron los soldados.— ¿ No habéis podido cogerlo? ¡Estúpidos! Desuncid los bueyes y vámonos.
Los soldados obedecieron y las pacíficas bestias que habían permanecido inmóviles durante la escena que acabamos de relatar, inclinaban tristemente la cabeza, cual si comprendieran que no verían ya más a su buen amo.
Aquella misma noche se supo en todas partes que Arnaldo de Melchthal había golpeado el servidor de Landenberg y que huyó después de haberlo hecho. Su padre Enrique estuvo sentado tristemente ante el fuego, pensando en lo que iba a suceder y en si le sería dado ver de nuevo a su querido hijo.
Rodolfo marchó directamente a ver al gobernador a quien dio cuenta de lo sucedido.
Landenberg se enfureció sobremanera y mandó a un destacamento de soldados que recorrieran el cantón en busca del fugitivo. Pero tal medida no tuvo el menor éxito, porque Arnaldo se hallaba ya muy lejos y bien oculto, gracias a sus amigos.
— Traedme al padre— ordenó Landenberg — Sin duda sabrá donde se oculta su hijo.
Los soldados, en cumplimiento de esta orden, fueron a la granja en donde a la sazón vivía solo Enrique y obligándole a seguir, lo condujeron a presencia del Gobernador.
— ¿Cómo te llamas ?— preguntó Landenberg.
— Enrique de Melchthal.
— ¡Ya, Y dime: ¿dónde está el rebelde de tu hijo?
— No lo sé, señor.
— No me digas esto— repuso Landenberg colérico.— No lo creo. Tú lo sabes, pero estáis convenidos para negarlo. Dímelo inmediatamente.
— Señor, no lo sé— repitió Enrique.— Mi hijo no ha vuelto a casa desde el día en que huyó.
— ¡Bueno!— exclamó Landenberg.— No lo creo. Pero pronto te obligaré. ¡Hola, verdugo!
El verdugo entró
— Llévatelo,— dijo Landenberg señalando a Enrique— y si no quiere hablar sácale los ojos.
— ¡Señor, señor, no lo sé, no lo sé!— gritó desesperadamente Enrique. Pero el verdugo lo arrastró fuera de la sala y en vista de que no indicaba el lugar en que se ocultaba su hijo, le sacó los ojos.
— Ahora— dijo Landenberg a Rodolfo— con sus dos ojos ha pagado el mal que su hijo te hizo en tus dos dedos.
— Esto no me enriquece— dijo Rodolfo malhumorado.
— Es verdad;— replicó Landenberg— pero en casa del viejo hay mucho dinero y ganado y tendrás tu parte si me sirves con fidelidad.
Como se lo había propuesto, Landenberg se apoderó de la casa y los bienes de Enrique de Melchthal. Y el pobre anciano, que pocos días antes era rico y feliz, se ha1ló convertido en un miserable mendigo ciego y obligado a errar por el mundo.
Pero las gentes se apiadaron de él. Recordaron cuán bueno y generoso era mientras fue rico y feliz, y a la sazón, que era pobre y desgraciado, lo llevaron a sus casas y trataron de consolarlo y hacerle olvidar lo que había perdido.
Entretanto en Schwytz y Uri, Herman Gessler se hacía odiar tanto como Berenguer de Landenberg en Unterwalden.
Gessler habitaba gran castillo en Küssnacht, en Schwytz. Era un edificio triste y sombrío, coronado por amenazadoras torres en las que encarcelaba a las gentes torturándolas a medida de su capricho. Pero no estaba contento con tener tan sólo un castillo. Así, pues, dio las oportunas órdenes para que se empezara la construcción de otro cerca de la pequeña ciudad de Altorf, en Uri, que se halla en el otro extremo del lago, de los Cuatro Cantones.
Gessler obligó a los hombres de Uri a trabajar en la construcción de este castillo, que debía servir, no solamente de vivienda para él, sino también de prisión para el pueblo.
Los hombres de Uri trabajaban, como es natural, de muy mala gana, porque al acarrear las pesadas piedras, que luego eran colocadas unas sobre otras, conocían que estaban edificando una prisión para sí mismos.
A medida que los muros fueron elevándose y los obscuros calabozos de la prisión tomaron forma, los hombres se entristecían más y más.
— ¿Quién será el primero,— se preguntaban— que ocupará una de estas mazmorras?
Gessler iba a menudo a vigilar las obras y a burlarse de los que en ellas trabajaban contra su voluntad.— No queréis construir mí castillo— decía. ¡Oh fieros leones! ¡Oh testarudos campesinos! Esperad un poco y os domaré de tal manera que obedeceréis el menor de mis caprichos.
— ¿Qué objeto tiene este castillo?— le preguntó un amigo suyo en ocasión en que él estaba contemplando los trabajos.
— La doma del pueblo suizo,— repuso Gessler, soltando cruel carcajada— porque quiero poner freno al orgullo de los campesinos.— Estos al oírle, se entristecieron más todavía. ¿Eran acaso tan malos para que se les tratara como bestias de carga?
Después de estar buen rato mirando los trabajos, Gessler y su amigo se marcharon. Iban los dos elegantemente ataviados, como grandes personajes; pero tras de ellos seguían silenciosas maldiciones de las gentes de Uri.
— Amigo mío— dijo Gessler mientras andaba— regresaremos a Küssnacht por otro camino. He oído decir que un insolente campesino llamado Werner Stauffacher se ha hecho construir una casa nueva. Quiero verla, porque la verdad es que no tiene fin la desvergüenza de esta gente.
— ¿Y qué os proponéis hacer ?— preguntó el amigo.
— ¿Qué? Pues sacarlo de ella. ¿Qué necesidad tienen esas gentes de grandes casas?
Prosiguieron, pues, su camino y Gessler iba hablando de las grandes cosas que quería hacer y cómo se proponía acabar con el orgullo de aquellos «nobles rústicos», como los llamaba.
Llegaron a un puente que cruzaba un riachuelo, en cuya orilla opuesta se hallaba la casa que Gessler se proponía visitar.
Era mucho más hermosa de lo que el Gobernador se había imaginado, y al notarlo se puso a contemplarla maravillado y lleno de ira.
Estaba por completo construida con madera a excepción del tejado, cuyas tejas eran rojas, y las paredes habían sido pintadas de blanco. Las ventanas, que en gran número tenía, brillaban al recibir los rayos del sol, y alrededor de sus marcos, siguiendo la costumbre de la época, estaban pintados en letras blancas multitud de nombres y proverbios.
«Esta casa fue mandada construir por Werner Stauffacher y Gertrudis de Iberg, su esposa, en el año de gracia 1307. Quien bien trabaja, bien descansa» leyó Gessler. Pálido de ira acabó de atravesar el puente y se detuvo ante la casa. Estaba furioso al pensar en la cantidad de dinero que habría costado su construcción.
Al lado de la puerta alzábase un corpulento y añoso tilo, y, a su sombra, sentado en un banco de madera, se hallaba Werner Stauffacher.
Cuando Gessler se aproximó, Stauffacher se levantó de su asiento y descubriéndose, le dijo:
— Bienvenido seáis, señor.
Gessler no contestó a la salutación de Stauffacher.— ¿ Qué casa es ésta ?— preguntó a pesar de saber perfectamente a quien pertenecía.
Necesitaba una excusa para despojar de ella a Stauffacher y se figuraba hallarla en la respuesta del propietario.
Pero éste, al percatarse de la irritación de Gessler, y siendo hombre muy prudente, contestó con calma: — Señor, esta casa pertenece a Su Majestad el Emperador, y aunque es suya yo la habito en feudo para su servicio.
— Yo gobierno en este país,— dijo aún más irritado Gessler ,— gobierno en este país en nombre del Emperador y no quiero permitir que los campesinos se construyan casas a capricho suyo sin mi permiso. No quiero que vivan como señores. Espero que lo habréis entendido.— y sin añadir nada más, dio media vuelta y se marchó seguido de su escolta.
Werner Stauffacher miró como se alejaba y asediado por lúgubres pensamientos se sentó de nuevo en su banco, a la sombra del tilo.
Mientras se hallaba en esta postura, con la cabeza apoyada en su mano y mirando distraidamente los nevados picos de los montes que a lo lejos se elevaban, llegó Gertrudis, su mujer y se sentó a su lado. Durante algún tiempo permanecieron en silencio; pero, por fin, la buena mujer, poniendo su mano sobre una de las de su esposo, le dijo cariñosamente: — Werner ¿qué tienes?
— Nada, querida— repuso él sonriente.
— No, no— contestó ella— no me trates como si fuera una niña. Dime lo que ha sucedido. Sé que el Gobernador ha estado aquí y esto me inquieta. ¿Qué te ha hecho o te ha dicho?
— No me ha hecho nada— dijo Werner— pero está muy disgustado de que hayamos construido esta casa. Se ha ido tan encolerizado que seguramente hará cuanto para quitárnosla.
Estoy persuadido de ello. Nos tomará la casa, el dinero y todos nuestros bienes. ¿Te parece si tengo motivo para estar triste? ¿A ver, que haremos ahora?
Mientras Werner hablaba, su esposa se iba poniendo pálida, pintándose al mismo tiempo la ira en sus ojos. ¡Oh!— exclamó— ¡es vergonzoso! ¿Hasta cuándo vamos a sufrir la tiranía de los austriacos? ¡Si yo fuera hombre!
Y, levantándose, se puso a pasear nerviosamente ante la casa. Luego volviéndose hacía su marido, le dijo:— Werner, escúchame.
Cada día nos enteramos de alguna nueva injusticia. Sabemos que el pueblo de Schwytz está cansado de soportar a nuestro Gobernador y sin duda lo mismo les sucede a los de Uri y de Unterwalden. Ya comprenderás que así debe ser. Ahora, fíjate bien. Marcha secretamente a ver a tus amigos, habla, y discute con ellos el mejor medio para libertarnos de la tiranía austriaca. ¿No conoces a nadie en Uri y Unterwaiden en quien poder confiar?
— Sí,— repuso Werner— conozco a todos los principales ciudadanos, y en muchos de ellos puedo confiar en absoluto. Hay, por ejemplo, Walter Fürst, en Uri y Enrique de Melchthal en Unterwalden. Estos, indudablemente, nos ayudarán.
— Pues vete a verlos— dijo Gertrudis.— Seamos de nuevo libres como antes. ¿Qué importa la vida si la perdemos por nuestra libertad?
— Gertrudis— dijo Werner levantándose— me has dado el valor que me faltaba. Esta misma noche seguiré tu consejo. ¡Dios me ayude, si no consigo mi propósito!
— ¡Lo conseguirás!— dijo, sonriéndole Gertrudis, cuyos ojos que antes brillaban de ira, estaban húmedos de lágrimas.
FICHA DE TRABAJO
CAPÍTULO 1
Antecesor: Individuo del que desciende otro, especialmente si vivió en una época pasada remota.
Bravura: Valentía o determinación para afrontar situaciones complicadas.
Cólerico: [persona] Que siente cólera con facilidad o que se deja llevar por la cólera.
Contribución: Cantidad de dinero o de otro bien con que se contribuye para algún fin.
Díscolo: Que implica o denota desobediencia o rebelión contra unas normas.
Granjear: Captar o atraer [una persona] con su manera de ser o de comportarse un sentimiento o una actitud determinados en los demás o un determinado estado de hechos que le afecta.
Hazaña: Acción de gran esfuerzo y valor.
Manutención: Acción de mantener a una persona (proporcionarle el alimento o lo necesario para vivir).
Oprimir: Ejercer sobre alguien [una autoridad excesiva o injusta, especialmente un gobierno o régimen político].
Pretensión: Cosa que se pretende conseguir.
CAPÍTULO 2
A la sazón: En aquel momento, entonces.
Ávido: Que siente un deseo fuerte e intenso de tener, hacer o conseguir algo.
Collerón: Collera de lujo, fuerte y ligera, que se usa para los caballos de los coches.
Compatriota: Persona que es del mismo país que otra.
Desuncir: Liberar del yugo a los bueyes o mulas de una yunta.
Hollar: Pisar una superficie o un lugar.
Pacer: Dar pasto al ganado.
CAPÍTULO 3
Corpulento: Que tiene mucho cuerpo.
Lúgubre: Que es oscuro o sombrío y recuerda lo relacionado con la muerte o el más allá.
Mazmorra: Lugar o celda subterránea y oscura en una fortificación donde se encerraba a los presos.
Rustico: Del campo o relacionado con él.
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