Heidi

Johanna Spyri

Capítulo 7

Ilustración de Kim Minji

Mal día para la señorita Rottenmeier

Heidi se despertó a la mañana siguiente y miró en torno suyo, olvidando por completo lo que había sucedido el día anterior. No podía imaginar dónde estaba. Se frotó los ojos y volvió a mirar, con idéntico resultado. Se encontraba en una gran habitación y en una cama alta y blanca. Había largas cortinas en las ventanas, dos grandes sillones y un sofá tapizado de tela floreada; había también una mesa redonda y un lavabo en un rincón con muchas cosas que ella no había visto nunca. De pronto recordó la noche anterior, particularmente las instrucciones que le había dado aquella señora alta, es decir hasta donde las había escuchado.

Saltó de la cama y se vistió rápidamente. Luego fue a una ventana, después a otra, y trató de apartar las cortinas para ver lo que había en el exterior. Eran demasiado pesadas para correrlas, de manera que gateó por debajo de ellas, pero las ventanas eran tan altas que apenas podía atisbar por la parte inferior. Adondequiera que miraba sólo veía paredes y ventanas. Empezaba a sentirse asustada. En la cabaña del abuelo, lo primero que hacia siempre al levantarse era salir al patio y mirar a su alrededor para ver si el cielo era azul y si brillaba el sol, o para saludar a los árboles y a las flores. Corrió frenéticamente de una ventana a otra, intentando abrirlas, como un pájaro enjaulado, buscando entre los barrotes un camino hacia la libertad. Estaba segura de que si podía ver lo que había en el exterior encontraría hierba en alguna parte, hierba verde con la última nieve deshelándose en ella. Pero por más que empujaba e intentaba introducir sus deditos bajo los marcos de las ventanas, éstas permanecían herméticamente cerradas. Al poco rato se dio por vencida. "Quizá si salgo y doy la vuelta por detrás de la casa encuentre alguna hierba", pensó. "Enfrente sólo he visto piedras".

En aquel momento llamaron a la puerta y la doncella asomó la cabeza para decir que el desayuno estaba dispuesto, cerrando a continuación. Heidi no tenía la menor idea de lo que aquello significaba, pero la doncella se había expresado con tanta energía que Heidi pensó que le había ordenado quedarse donde estaba. Encontró un pequeño taburete debajo de la mesa y se sentó, esperando a ver lo que pasaba. No tardó en aparecer la señorita Rottenmeier, enojada y tiesa como siempre.

— ¿Qué te ocurre, Adelaida? ¿Ni siquiera sabes lo que es el desayuno? ¡Ven inmediatamente!

Lo último sí que lo entendió Heidi, de manera que la siguió obedientemente hasta el comedor. Clara llevaba algún tiempo esperándola, pero al verla le dirigió un saludo amistoso. Parecía más contenta que de ordinario, pues tenía la impresión de que iba a pasar un día interesante. Transcurrió el desayuno sin ningún otro incidente. Heidi comió su pan y mantequilla con bastante estilo; después, Clara fue conducida al estudio en la silla de ruedas y a Heidi se le ordenó que la acompañara y aguardase allí la llegada del señor Usher. En cuanto las dos niñas se quedaron solas, Heidi preguntó:

— ¿Cómo puedo mirar por la ventana y ver lo que hay abajo?

— Lo primero que hay que hacer es abrirla — sonrió Clara.

— Pero si no se abren... — protestó Heidi.

— Oh, sí que se abren, lo que pasa es que ni tú ni yo podemos hacerlo. Sebastián la abrirá si se lo pides.

Heidi suspiró con alivio al oír esto. Clara comenzó a interrogarla luego sobre su vida en casa, y Heidi tardó poco en iniciar un alegre parloteo sobre las montañas, las cabras y todas las otras cosas que tanto le gustaban.

Mientras ellas hablaban llegó el tutor, pero en vez de dirigirse hacia el estudio, como de costumbre, fue interceptado por la señorita Rottenmeier, quien le llevó al comedor para explicarle la embarazosa situación en que se hallaba.

— Hace algún tiempo, cuando el señor Sesemann se encontraba en París en viaje de negocios — empezó— , le escribí para decirle que Clara necesitaba una compañera de su edad. Ella la deseaba, y también yo, pues pensé que así, existiendo cierto espíritu competitivo, estudiaría mejor sus lecciones, aparte de que la compañía le resultaría agradable. Esto también me ahorraría la obligación de tener que entretenerla a cada momento, lo que no es nada fácil, puede creerme. Su padre accedió, insistiendo en que la otra niña debería ser tratada exactamente igual que su propia hija. En modo alguno quería en su casa una niña tiranizada. Un comentario fuera de lugar, me atrevería a decir. ¡Nadie aquí sería capaz de hacer algo parecido!

Después le habló de la llegada de Heidi y de lo inadecuada que le había parecido en todos los aspectos. Añadió:

— Ya ve, ni siquiera conoce el alfabeto y no tiene la más ligera idea de cómo comportarse en sociedad. A mi juicio sólo existe un medio para resolver esta terrible situación, y es que usted diga que resulta imposible enseñar a las dos niñas juntas sin retrasar desastrosamente la educación de Clara. Esto sería suficiente para persuadir al señor Sesemann de que debe devolver a su casa a esta niña suiza.

El señor Usher era un hombre cauto al que le gustaba estudiar siempre los distintos aspectos de cualquier problema; así pues, tras algunas consoladoras frases de cortesía, añadió que tal vez las cosas no tuvieran el cariz de gravedad que ella temía. Si la niña estaba atrasada en algunos aspectos, tal vez estuviera adelantada en otros, y una enseñanza regular podría ponerla rápidamente al día. La señorita Rottenmeier vio que por aquel lado no iba a tener la ayuda que necesitaba, pues era evidente que el tutor no pretendería enseñar a Heidi partiendo del abecedario. Le acompañó hasta la puerta del estudio y le vio entrar, pero se dijo que observar a Heidi mientras aprendía las primeras letras era algo más de lo que ella podía soportar. Comenzó a pasear nerviosamente por el comedor, preguntándose cómo deberían tratar los sirvientes a Heidi, pues suponía que la recomendación del señor Sesemann de que la niña debía ser tratada como su propia hija sólo podía referirse a ello. Sin embargo, no estuvo mucho rato a solas con sus pensamientos. De pronto se oyó un gran estrépito en el estudio, como si cayeran muchas cosas a la vez, y alguien llamó a Sebastián. El ama de llaves corrió a la habitación y encontró el suelo cubierto de libros, de papel de escribir, un tintero volcado y el tapete, por debajo del cual discurría un chorrito de tinta. Heidi no estaba a la vista.

— ¡Qué catástrofe! — exclamó la señorita Rottenmeier, retorciéndose las manos—. Los libros, la alfombra, el tapete... , ¡todo cubierto de tinta! Nunca vi nada semejante. ¡Y ni que decir tiene que habrá sido cosa de esa endiablada niña!

El señor Usher miraba angustiosamente en torno suyo. Ni siquiera él podía encontrar palabras de alivio para lo sucedido, aún cuando ello parecía divertir enormemente a Clara.

— Sí, lo hizo Heidi. .., sin querer — dijo la inválida— No debe castigarla. Cruzó el cuarto corriendo, enganchó el tapete al pasar y lo tiró todo al suelo. Pasaban muchos carruajes por la calle e imagino que ella quería verlos. Me atrevería a decir que nunca en su vida había visto algo semejante.

— ¿Qué le dije a usted, señor Usher? Esta niña es un caso perdido. Ni siquiera comprende que debe mantenerse quieta y en silencio durante las lecciones ¿Y a dónde ha ido ahora? Supongo que ha debido salir corriendo por la puerta principal. ¿Qué diría el señor Sesemann?

Se apresuró escaleras abajo y encontró a Heidi junto a la puerta abierta, mirando la calle arriba y abajo con expresión de asombro.

— Pero, ¿qué haces? — barbotó la señorita Rottenmeier — ¿Cómo se te ha ocurrido abandonar así la clase?

— He oído susurrar los abetos, pero ya no los veo por ninguna parte — contestó Heidi—. Ahora no los oigo.

Eran las ruedas de unos carruajes ligeros al pasar lo que ella había confundido con el viento silbando por entre los árboles y lo que la había hecho correr alegremente escaleras abajo para investigar, pero los carruajes desaparecieron antes de que ella alcanzara la puerta.

— ¿Has dicho abetos? ¿Acaso crees que Frankfurt está en medio de un bosque? Anda, ven conmigo y verás el estropicio que has hecho.

Heidi la siguió hasta el estudio, donde se mostró muy sorprendida al ver el estrago que había causado en su alocada carrera al salir del cuarto.

— No vuelvas a hacer nunca nada parecido — dijo la señorita Rottenmeier señalando el suelo—. Debes permanecer sentada durante las lecciones y prestar atención. Si no lo haces, te ataré a la silla, ¿entendido?

— Si, me estaré quieta — repuso Heidi, aceptando aquello como una regla que había que cumplir.

Sebastián y la doncella fueron mandados llamar para limpiarlo todo y el señor Usher saludó y se fue, diciendo que se daba por terminada la lección. Desde luego, aquel día no se había aburrido nadie.

Clara solía descansar por las tardes y la señorita Rottenmeier dijo a Heidi que podía hacer lo que le pareciese durante este tiempo. Así pues, después de comer, cuando la pequeña inválida se puso a dormir la siesta y el ama de llaves se dirigió a su habitación, Heidi comprendió que había llegado el momento de realizar algo que había planeado. Pero necesitaba ayuda, de manera que aguardó fuera del comedor hasta que Sebastián subió de la cocina con una enorme bandeja de plata que debía poner en el aparador. Entonces fue a su encuentro.

— Eh, tú — dijo, pues no estaba segura de cómo dirigirse a él después de lo que le había dicho el ama.

— ¿Qué quiere usted, señorita? — preguntó el sirviente, enojado.

— Quiero pedirte algo, pero no será ninguna diablura como la de esta mañana — dijo Heidi, comprendiendo que Sebastián estaba enfadado por haber derramado ella la tinta en la alfombra.

— Está bien — accedió él con voz más agradable— ¿De qué se trata, señorita?

— Mi nombre no es señorita, es Heidi.

— La señorita Rottenmeier nos ha dicho que la llamemos así...

— Ah, bueno, si ella lo ha dicho... — la niña titubeó con su dulce vocecilla. Estaba segura de que las órdenes de aquella señora había que cumplirlas a rajatabla—. En ese caso tengo tres nombres — añadió con un suspiro.

— ¿Qué es lo que quiere, señorita? — preguntó Sebastián, entrando en el comedor con la bandeja y seguido por Heidi.

— ¿Puedes abrirme una ventana, Sebastián?

— Desde luego que si — dijo el sirviente, y abrió el enorme ventanal. Pero Heidi era demasiado bajita para mirar a través y su barbilla apenas llegaba al alféizar. Él le acercó entonces un taburete y añadió—: Si sube ahí, señorita, podrá ver lo que hay abajo.

Heidi hizo lo indicado, pero tras una rápida ojeada se volvió con gesto de decepción.

— Solamente hay calles empedradas — dijo tristemente— . ¿Qué podría ver desde el otro lado de la casa, Sebastián?

— Nada diferente.

No podía comprender la niña lo que significaba vivir en una ciudad. como tampoco imaginaba cuán lejos la había traído el tren de las montañas y los pastos.

— ¿Adónde tengo que ir entonces para ver todo el valle?

— Tendrá que subir a un sitio más alto, a la torre de una iglesia como aquélla con la bola dorada en la cúspide — señaló el sirviente—. Desde allí vería incluso más lejos que todo eso.

Heidi descendió del escabel y corrió escaleras abajo hasta cruzar la puerta principal. Pero no encontró la torre al otro lado de la calle, como le había parecido desde la ventana. Entonces echó a correr calle abajo con el mismo resultado. Dobló una esquina y echó por una calle lateral; se iba tropezando con mucha gente, pero todos parecían llevar tanta prisa que no osaba detener a nadie para preguntarle. Entonces vio a un chico en una esquina, con una pequeña gaita a la espalda y una tortuga en los brazos. Se dirigió a él y le preguntó:

— ¿Dónde está la torre con la bola dorada?

— No lo sé.

— ¿A quién puedo preguntarle entonces?

— Tampoco lo sé.

— ¿Conoces alguna iglesia con una torre muy alta?

— Sí, una.

— Bueno, pues ven y enséñame dónde está.

— ¿Qué me darás si lo hago? — preguntó el chico, tendiendo la mano.

Heidi sacó del bolsillo una pequeña tarjeta que Clara le había dado aquella mañana y en la que había pintado un ramo de rosas rojas. La miró un momento, apenada, pero decidió que valía la pena sacrificarla por ver el valle.

— ¿Qué te parece esto? — dijo, tendiéndosela.

Pero el chiquillo movió la cabeza.

— ¿Qué quieres entonces? — volvió a preguntar Heidi, contenta de poder guardar nuevamente su tesoro en el bolsillo.

— Dinero.

— No tengo dinero — dijo Heidi— , pero Clara si tiene, y ella te lo dará. ¿Cuánto quieres?

— Un marco.

— De acuerdo. Vamos.

Echaron a andar juntos a lo largo de la calle.

— ¿Qué es eso que llevas en la espalda? — preguntó Heidi.

— Una gaita. Se sopla y oyes música. Bueno, ya hemos llegado.

Se encontraban ante una vieja iglesia con un alto campanario. Sin embargo, las puertas estaban cerradas a cal y canto.

— ¿Cómo puedo entrar? — preguntó la niña.

— No lo sé.

Heidi vio entonces una campanilla en la pared.

— ¿Crees que puedo llamar como hacen en casa con Sebastián? — preguntó.

— No lo sé — repitió el chico.

Heidi se dirigió a la pared y llamó tirando de la campanilla tan fuerte como pudo.

— Si subo, me esperas; no sé el camino de vuelta a casa, y tú tendrás que enseñármelo.

— ¿Cuánto me darás si lo hago?

— ¿Cuánto quieres?

— Otro marco.

Entonces oyeron chirriar la vieja cerradura desde dentro y la puerta se abrió con un crujido. El viejo que apareció en el umbral puso un gesto avinagrado al ver a los niños.

— ¿Por qué me habéis hecho bajar? — gruñó— . ¿No habéis leído debajo de la campanilla: "Solamente para los que quieren subir a la torre"?

El chico señaló a Heidi con el dedo, pero no dijo nada.

— Yo quiero subir a la torre — declaró Heidi.

— ¿Tú? — preguntó el viejo campanero— ¿Y para qué? ¿Quién te manda?

— Nadie. Quiero mirar lo que se ve desde lo alto.

— Anda, lárgate y no vuelvas a molestarme o será peor para ti— murmuró el viejo.

Pero Heidi se le colgó de la chaqueta.

— Por favor, déjeme subir sólo esta vez — imploró.

El campanero la miró y su ansiedad pareció suavizarle, pues la tomó de la mano y dijo, en el mismo tono gruñón:

— Está bien, si tanto significa para ti, ven conmigo.

El chico no hizo el menor intento de seguirles, sino que tomó asiento en el escalón de piedra, aguardando tal como ella le había pedido. La puerta se cerró, y Heidi y el anciano subieron por una escalera que se hacía cada vez más estrecha a medida que ascendían. Finalmente alcanzaron el campanario y el viejo la aupó hasta una de las ventanas.

— Ahora podrás mirar a tus anchas — dijo.

Pero lo único que desde allí se divisaba era un mar de tejados, chimeneas y torres, de manera que, al cabo de unos segundos, Heidi se volvió al campanero y dijo en tono de tristeza:

— Esto no es lo que yo esperaba.

— ¡Hombre, no está mal! Pero ¿qué diablos entiende de vistas una mocosa como tú? Anda, vamos, y no se te ocurra tocar la campanilla de ninguna otra torre.

La depositó en el suelo y ella le siguió escaleras abajo. Al llegar al rellano final, Heidi vio una puerta a la izquierda que conducía al cuarto del campanero. Allí, en un rincón, había una gata gorda, de pelaje gris, sentada al lado de una espuerta; al acercarse Heidi, el animal bufó para advertirla de que aquél era su hogar y el de sus gatitos y de que no permitiría que nadie los manoseara. Heidi se quedó inmóvil, pues jamás había visto semejante gatazo. Había tal cantidad de ratones en la torre que el animal podía cazar fácilmente media docena cada día, y de ahí su aspecto tan gordo y lustroso.

— Ven y ve los gatitos — le invitó el campanero— . La madre no te hará nada si yo estoy contigo.

Heidi se acercó a la espuerta.

— ¡Oh, qué bonitos son! — exclamó la niña con deleite, mientras contemplaba siete u ocho gatitos manoteando y subiéndose unos sobre otros.

— ¿Te gustaría tener uno? — preguntó el viejo, sonriendo complacido.

— ¿Para mí para siempre? — boqueó Heidi, sin dar crédito a sus oídos.

— Pues claro que sí. Puedes llevarte uno o más, si quieres, o incluso todos si es que dispones de espacio para ellos — dijo el hombre, agradeciendo la oportunidad de poder quitárselos de encima.

Heidi estaba emocionada. En la gran casa de los Sesemann había sitio más que suficiente para ella, y estaba segura de que a Clara le gustarían.

— ¿Cómo podre llevármelos? — preguntó, agachándose para coger uno, pero la gata se lanzó sobre ella con tanta fiereza que tuvo que retroceder alarmada.

— Yo te los llevaré si me dices dónde vives — se ofreció el viejo, al tiempo que acariciaba a la gata. El animal había vivido con él tantos años en la torre que eran muy buenos amigos.

— Vivo en casa del señor Sesemann — dijo Heidi— .

En una casa que tiene en la puerta la cabeza de un perro dorada con una campanilla en la boca.

El campanero reconoció inmediatamente la casa por la descripción, pues llevaba mucho tiempo viviendo en la ciudad y conocía todas las casas de los alrededores, aparte de que Sebastián era amigo suyo.

— Conozco la casa — dijo— . ¿Pero por quién tengo que preguntar? Tú no perteneces a esa familia.

— No, yo no; pero estoy segura de que Clara se alegrará de tener los gatitos, ¿Puedo llevarme dos ahora, uno para mí y otro para Clara?

— Espera un momento.

El anciano tomó la gata y la condujo a una dependencia continua, donde la puso frente al plato de la comida. Luego cerró la puerta y volvió junto a Heidi.

— Ahora puedes cogerlos — indicó.

Heidi tenía los ojos brillantes. Tomó un gatito blanco y otro romano y los puso cada uno en un bolsillo del vestido. Luego salieron y encontraron al chico sentado en el escalón aguardando a Heidi.

— Bien, ¿por dónde se va a la casa del señor Sesemann? — le preguntó Heidi tan pronto el campanero hubo cerrado la pesada puerta a sus espaldas.

— No lo sé.

Ella describió la casa tan bien como pudo, pero el chico se limitó a mover la cabeza.

— Verás, enfrente de nosotros hay una casa gris con techo así — dijo Heidi, trazando garabatos en el aire con el dedo.

Estas señas parecieron bastar, porque el chico echó a correr con Heidi pegada a los talones. Pronto llegaron ante la puerta con la cabeza de perro como picaporte. La niña llamó y Sebastián acudió a abrir casi al instante.

— ¡Vamos, entre en seguida! — gritó apenas echarle la vista encima.

Y cerró la puerta sin reparar siquiera en el chico, que se quedó en la acera completamente aturdido.

— Aprisa, señorita — la apremió Sebastián— . Están ya todos a la mesa y la señorita Rottenmeier parece a punto de explotar. ¿Qué fue lo que le hizo escaparse de esa manera?

Heidi entró en el comedor donde reinaba un silencio pavoroso. La señorita Rottenmeier no levantó la cabeza mientras Sebastián acercaba la silla de Heidi a la mesa.

Ni siquiera Clara despegó los labios. Luego, en tono terriblemente severo, la señorita Rottenmeier dijo:

— Hablaré contigo más tarde, Adelaida. Ahora solamente diré que tu travesura no tiene nombre al abandonar la casa sin pedir permiso ni decir nada a nadie para vagar por ahí hasta tan tarde. Jamás he conocido una criatura semejante.

— ¡Miau! — fue la respuesta, que pareció proceder de Heidi y que acabó de empeorar las cosas.

— ¿Cómo te atreves a burlarte de mí de esa manera después de tu incalificable conducta? — dijo la señorita Rottenmeier, cada vez más furiosa.

— Yo no he sido... — protestó Heidi, pero antes de acabar se produjo un doble— : ¡Miau, miau!

Sebastián estuvo a punto de soltar lo que tenía en las manos y salió precipitadamente del comedor.

— ¡Ya basta! — la señorita Rottenmeier trataba de hablar con firmeza, pero la cólera la ahogaba y apenas pudo añadir en un susurro— : Sal del comedor.

Heidi se levantó, realmente asustada. Y cuando fue a explicarse, los gatitos la interrumpieron nuevamente:

— ¡Miau, miau, miau!

— Heidi, ¿por qué maúllas de esa manera? — preguntó Clara—. ¿No ves lo furiosa que estás poniendo a la señorita Rottenmeier?

— Pero si no soy yo, son los gatitos — logró decir Heidi al fin.

— ¿Cómo? ¿Gatos aquí? — chilló la señorita Rottenmeier— .

¡Sebastián, Tina! ¡Venid en seguida y llevaos a estos horribles animales!

Y se encerró en el estudio y echó el cerrojo. ¡Los gatos le producían alergia y un miedo terrible!

Sebastián reía con tantas ganas que tuvo que esperar hasta serenarse antes de entrar nuevamente. Había visto uno de los gatitos asomando la cabeza por el bolsillo de Heidi mientras sostenía la bandeja e imaginó lo que iba a ocurrir. Al primer maullido no pudo contener su hilaridad y por eso había salido corriendo. Cuando se sobrepuso lo suficiente para entrar de nuevo, ya todo estaba en calma y Clara tenía los gatitos en el halda. Heidi estaba arrodillada a su lado y ambas admiraban a los pequeños y regordetes mininos.

— Tienes que ayudarnos, Sebastián — dijo Clara— Busca un rinconcito para los gatos donde la señorita Rottenmeier no pueda encontrarlos. Les tiene mucho miedo y seguramente querrá desembarazarse de ellos si los descubre; pero nosotras los queremos para jugar con ellos cuando estemos solas. ¿Dónde podríamos ponerlos?

— Yo les buscaré un sitio, señorita Clara — ofreció el criado— . Les hará una cama en una cesta y los pondré donde la vieja no los vea. Déjelo de mi cuenta.

Salió para cumplir lo prometido, sonriendo para sí. Preveía más diversión en el futuro y siempre gozaba viendo enfadarse al ama de llaves. Ésta tardó aún bastante tiempo en abrir la puerta del estudio, y cuando lo hizo fue para preguntar a través de una rendija:

— ¿Han quitado ya de en medio esos horribles animales?

— Si, señora — respondió Sebastián, que remoloneaba en el comedor esperando que le fuera hecha esta pregunta.

Entonces cogió los gatitos y desapareció con ellos.

La reprimenda que la señorita Rottenmeier intentaba dar a Heidi tuvo que ser pospuesta para el día siguiente; se sentía muy cansada después de haber pasado por la ansiedad, la cólera y el miedo. En consecuencia, se retiró pronto a su habitación y Clara y Heidi se fueron a dormir felices y satisfechas, sabiendo que los gatitos estaban sanos y salvos.

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