Ben Hur
Lewis Wallace
Sexta parte
1. La Torre Antonia. Celda VI
Treinta días después de que Ben-Hur saliera de Antioquía, Valerio Graco fue sustituido por Poncio Pilatos. El cambio costó a Simónides cinco talentos en moneda romana, entregados a Sayano, entonces en el apogeo de su poder, con el fin de ayudar a Ben-Hur en sus riesgos para localizar a su familia en Jerusalén.
El fiel servidor dedicó a esto las ganancias obtenidas de Druso y sus amigos, convertidos en enemigos acérrimos de Messala, que en Roma había caído en un descrédito completo.
A la mañana siguiente de aquella en que la cohorte enviada a relevar la guarnición de la Torre Antonia colocara las insignias militares en las murallas, una multitud marchó a Cesárea, donde se encontraba Pilatos, para suplicarle que retirara aquellos símbolos del poder romano.
Durante cinco días con sus cinco noches asediaron las puertas del palacio sin conseguir ser recibidos por el gobernador. Al final éste les rodeó de soldados, y la multitud, en lugar de resistir, se humilló ofreciéndole sus vidas. Por último Pilatos hizo llevar las insignias a Cesárea. Graco había procurado no exponerlas a la vista del pueblo judío durante los once años de su gobierno.
Pilatos, para ocultar su maldad bajo buenas acciones, ordenó una inspección en las prisiones de Judea. Pidió una lista de todos los presos y de los delitos de cada uno. Esto le dio crédito durante cierto tiempo.
El resultado fue la liberación de centenares de personas contra quienes no había acusación alguna. Algunas habían sido olvidadas incluso por las propias autoridades. Uno de estos casos dioses en la Torre Antonia, fortaleza construida por los macedonios, que ocupaba las dos terceras partes del monte Moria y que más tarde Juan Hircanio convirtió en fortaleza para la defensa del Templo. Herodes había prolongado sus murallas con el fin de fortalecerla más. Los romanos no tardaron en comprender la importancia de esta torre.
Durante la administración de Graco fue utilizada como prisión para los acusados de revolucionarios, y ¡pobre de éstos si habían sido apresados en día de revuelta! Nunca más volvían a ver la luz del sol.
La orden de Pilatos se recibió en la Torre; fue cumplida con presteza y se preparó un informe para el gobernador, que la esperaba en su palacio del monte Sion.
Cuando apareció el alcaide de la Torre, el tribuno en persona le recibió con estas palabras.
— Entra, Gesio.
Algo en el rostro del recién llegado hizo que los presentes quedaran en silencio.
— ¡Oh tribuno! — dijo, inclinándose— . Miedo me da decirte lo que me trae ante tu presencia.
— Otro error, ¿no es eso, Gesio?
— Si fuera sólo un error, no temería tanto.
— Cualquiera puede burlarse del césar. Sigue, Gesio. Un crimen, alguna infidelidad, todo menos ofender a las águilas, pues en este caso… Habla, Gesio, habla.
— Hace ocho años me nombró carcelero Valerio Graco — dijo Gesio con lentitud — . La víspera de tal día había corrido la sangre por las calles como consecuencia de un motín. Dimos muerte a varios judíos, mientras que nosotros tuvimos algún herido. Se comentó que habían querido matar a Valerio, a quien derribaron de su caballo de una pedrada. Con la cabeza vendada, y sentado donde tú te encuentras, ¡oh tribuno!, me notificó el nombramiento. «Aquí tienes el plano de los calabozos del piso bajo», me dijo tendiéndome un pergamino. «También los del primero y del segundo. Te los entrego para que los guardes. Ve en seguida y entérate de la disposición de los departamentos. Observa las condiciones de cada celda. A nadie más que a mí tienes que dar cuenta de tus acciones». Al salir, me dijo: «Dame el plano del piso bajo. Mira este calabozo, el que está marcado con el número V. En él están confinados tres hombres muy peligrosos, pues no sé de qué medios se han valido para obtener un secreto de Estado. Están encerrados allí para toda su vida. Ahora sólo tengo que decirte algo más, lo que no deberás olvidar si no quieres lamentarlo: La puerta del calabozo número V no debe ser abierta en ningún caso. Si alguno de los tres prisioneros muere, la misma celda será su tumba». Dicho esto, me despidió.
Al terminar de hablar Gesio extendió el plano, que extrajo de su túnica, sobre la mesa ante el tribuno y prosiguió diciendo:
— Éste es el piso bajo.
Todos los presentes miraron el siguiente plano:
— Deseo yo ahora, ¡oh, tribuno!, hacerte una pregunta — continuó con humildad el carcelero, a lo que accedió el tribuno con un gesto— . ¿No era mi obligación juzgar exacto el plano que ves?
— No podías hacer otra cosa.
— Bien. Pues no es exacto. No es exacto — continuó el carcelero— porque en él figuran sólo cinco calabozos, cuando en realidad hay seis.
— ¿Seis dices?
— Voy a demostrarte cómo es en realidad el piso.
Gesio trazó en una de sus tabletas el siguiente diagrama:
El tribuno, creyendo que con esta explicación quedaba terminada la historia, dijo:
— Haremos un nuevo plano corregido, y te lo daré. Ven mañana y recuérdamelo.
— Escúchame aún, ¡oh tribuno!
— Mañana, Gesio, mañana.
— Lo que tengo que decirte es de tal importancia que no debe demorarse.
Ante la insistencia del carcelero, el tribuno se sentó de nuevo pacientemente.
— No distraeré por mucho tiempo tu atención — dijo el carcelero con humildad— . ¿No tenía yo que dar crédito a Graco en lo que me dijo sobre los tres prisioneros?
— Desde luego. Tu deber era dar crédito a lo que se te indicó sobre ellos. Tres hombres encarcelados por cuestión de Estado.
— Bien; pues tampoco es cierto — continuó Gesio.
— ¿No? — exclamó el tribuno con evidente interés.
— Escúchame y juzga tú mismo. Tal como se me indicó, registré todos los calabozos, con la única excepción del número V. Durante ocho años he pasado alimento por el ventanillo de su puerta, diariamente, y en cantidad suficiente para tres personas. Ayer me acerqué por curiosidad a la puerta y, tras forzarla, entré en el calabozo, donde encontré a un solo hombre, ciego, sin lengua y desnudo. Sus cabellos caían por su espalda, sucios y largos. Las uñas de sus dedos habían crecido de forma tal que más parecían garras de un ave de rapiña. Le pregunté por sus compañeros y movió la cabeza negativamente. Contemplé el suelo y las paredes. Aparecían lisas y limpias. Si allí habían muerto dos hombres, ¿dónde estaban sus huesos?
— Por tanto, tú crees…
— Creo que en la celda número V solamente ha habido un prisionero.
— Ten cuidado con lo que dices, pues si es así Graco mintió a sabiendas.
— Es posible que él fuera engañado.
— Tenía razón — dijo con calor el tribuno— . Por lo mismo que tú has dicho, tenía razón. ¿No has pasado durante ocho años alimento para tres personas a través del ventanillo?
— Únicamente te he contado la mitad de la historia, ¡oh tribuno! Cuando la hayas oído completa me darás la razón. No ignoras lo que hice con aquel hombre: mandé que le bañaran, le cortaran el cabello y uñas, y después de vestirle le dejé en libertad. Pues bien; ha vuelto, y con lágrimas en los ojos me ha suplicado le tornara a su celda. Me he dejado conducir y ha vuelto al calabozo, en donde el infeliz me ha señalado un agujero similar a aquel por donde introducíamos los alimentos. Al llegar a él, el prisionero lanzó una especie de aullido, como el de una fiera, y oí como respuesta desde el otro lado un débil gemido. Le aparté y llamé yo a mi vez. Me respondieron con estas palabras: «¡Alabado seas, Señor!». Con gran asombro, ¡oh tribuno!, reconocí la voz de una mujer. «¿Quién eres?». Y de nuevo la voz contestó: «Una mujer de Israel, enterrada aquí con su hija, Socórrenos pronto o moriremos». Las animé diciéndolas que pronto volvería y por eso acudo a ti.
— Tienes razón, Gesio. El plano es falso, así como la historia de los tres prisioneros. Con seguridad que hay romanos mejores que Valerio Graco.
— En efecto — admitió el carcelero.
— Hay que hacer constar esto. — Mirando luego a los que le rodeaban, el tribuno añadió— : Vamos a ver a esas mujeres. Venid todos.
— Tendremos que abrir una brecha en el muro — dijo Gesio satisfecho.
Ordenó entonces el tribuno a un escriba que hiciera venir hombres con los instrumentos necesarios.
— Como tendremos que rectificar el informe para el gobernador, suspendedlo por ahora.
Al poco todos estaban ante la celda número V.
2. Las leprosas
Las leprosas
Al entrar en la celda número V el tribuno y sus acompañantes pudieron ver que se trataba de una espaciosa habitación, con paredes de roca viva, sin labrar, al igual que el pavimento. Era tal como la había trazado Gesio en una de sus tabletas.
Gesio el carcelero gritó ante la abertura de la celda.
— ¿Quién hay adentro?
— ¡Somos nosotras! — replicó la mujer levantándose.
Después las prisioneras oyeron golpes contra la roca y comprendieron que estaban abriendo el camino hacia la libertad. A cada golpe del pico demoledor los sonidos eran más perceptibles. Ya podían oir las voces de sus libertadores, y al poco, ¡oh dicha!, por entre una hendidura brilló la luz de una antorcha.
— ¡Es él, madre, es Judá! ¡Al fin nos ha encontrado! — gritó Tirzah.
— ¡Dios es bueno! — replicó la madre con dulzura.
Pronto la puerta quedó derribada, y un hombre, blanco de polvo, entró en la celda seguido de otros, portadores de antorchas. Todos se hicieron a un lado para dar paso al tribuno, quien vio cómo las mujeres huían de él mientras decían:
— ¡No os acerquéis! ¡Somos impuras! ¡Impuras!
Tales voces procedían de la oscuridad del rincón en donde se habían refugiado.
Las antorchas temblaron en las manos de los hombres.
— ¡Impuras! ¡Impuras! — continuaba la voz, lenta y trémula como un gemido de agonía.
Ella y Tirzah estaban leprosas, y con aquellos gritos, en el momento de su libertad, cumplían con su deber.
Ser leproso equivalía a estar excluido de la sociedad; a ir cubierto con andrajos, con la boca tapada, a no ser que tenga que gritar: «¡Impuro! ¡Impuro!». A quienes padecen este mal se les niega la entrada en los templos y sinagogas; han de vivir en el desierto o en tumbas abandonadas, convertidos en espectros que vagan por el Hinnón y el Gehena.
El tribuno oyó con terror el grito, pero no retrocedió.
— ¿Quiénes sois?
— Dos mujeres que mueren de hambre y de sed. No os acerquéis. ¡Somos impuras!
— ¿Quién te hizo encerrar y por qué motivo? ¿Desde cuándo estáis aquí? Cuéntame tu historia — preguntó el tribuno.
— Yo soy la viuda de cierto príncipe de Jerusalén, llamado Ben-Hur, amigo de los romanos, y ésta es mi hija. Mas ¿cómo puedo decirte el porqué de estar encerradas aquí? Valerio Graco puede decir quién era nuestro enemigo. ¡Oh, mira y ten piedad de nosotras! ¡Mira a qué estado nos han reducido!
A la luz de una antorcha el romano escribió la respuesta.
— Tendrás consuelo y justicia, mujer — dijo— . Ahora te enviaré alimento y bebida…
— Y ropas y agua para lavarnos, te lo suplico, ¡oh generoso romano!
— Cuanto quieras.
— ¡Que la paz sea siempre contigo! — exclamó la viuda sollozando— . ¡Dios es bueno!
— Prepárate, porque esta noche te dejaré libre a la puerta de la Torre. Ya conoces la ley. Ahora, adiós; ya no volveré a verte.
Dicho esto, con una señal a los hombres que le rodeaban, salieron todos de la celda, a la que llegaron poco después esclavos con agua, una jofaina y paños, así como alimentos y dos vestidos de mujer.
A la mitad de la primera vigilia, ambas mujeres fueron puestas en libertad.
— ¿Adonde dirigirnos? ¿Qué será de nosotras?
3. De nuevo Jerusalén
Por la vertiente oriental del monte Olivete, y a la misma hora en que Gesio el carcelero ponía al tribuno en antecedentes de lo ocurrido en la Torre Antonia, subía un joven robusto, cubierto únicamente con un flotante traje de lienzo, que avanzaba con paso lento mirando a derecha e izquierda, como comparando el cambio habido en el paisaje desde que lo viera por última vez.
Cercana ya la cumbre apresuró el paso; ya en ella se detuvo como contenido por una fuerza insuperable, y contempló el paisaje que se le ofrecía desde allí.
El paisaje era Jerusalén. No la Ciudad Santa de nuestros días, sino la Ciudad Santa de Cristo tal como la dejó Herodes; y el viajero no era otro sino Ben-Hur, quien quitándose el turbante contempló la ciudad de sus padres.
Tras contemplar la ciudad, el pensamiento de Ben-Hur voló hacia su hogar. Para entonces ya el disco del sol parecía apoyarse en las lejanas cimas de los montes del Oeste. La suave melancolía del momento hizo que su pensamiento recapacitase los deberes que le habían llevado de nuevo a Jerusalén.
Recordó el día en que, mientras buscaba con Ilderim los lugares estratégicos en el desierto, llegó un mensajero con la noticia de la sustitución de Graco por Poncio Pilatos.
Decidió regresar, ya que Graco había partido y Messala continuaba inválido, en busca del paradero de su madre y hermana, pues no había obstáculo que no pudiera vencer el dinero. Cuando las encontrase las llevaría a un lugar seguro y, tranquilizado ya, podría dedicarse por entero al Rey prometido. Aquella misma noche consultó con Ilderim, y obtuvo su consentimiento. Tres árabes le acompañaron hasta Jericó, en donde los dejó con los caballos, y se adelantó solo hacia Jerusalén, adonde Malluch iría a buscarle.
Éste era en líneas generales el proyecto de Ben-Hur.
Le pareció prudente permanecer en la sombra y no darse a conocer a las autoridades romanas para evitar cualquier peligro. Malluch era hombre fiel y capaz en tales investigaciones. Pensó en el lugar ideal para empezar sus pesquisas, y decidió que sería la Torre Antonia, lugar presentado por la tradición popular como un laberinto de lóbregos calabozos, que contribuían a mantener el terror entre la población judía. Empezar por allí le parecía lo más lógico, ya que tarde o temprano le conduciría adonde estuvieran.
Sabía por Simónides que Amrah, la nodriza egipcia, vivía aún.
Ben-Hur pensó que si lograse encontrarla daría un gran paso en sus investigaciones.
Iría primero a la vieja casa y buscaría a Amrah. Así que, después de la puesta del sol, descendió por la vereda que conducía al lecho del Cedrón. Encontró a un pastor en el punto de intersección entre la villa de Siloán y los pozos del mismo nombre y con él entró en la ciudad por la puerta del Pescado.
4. Ben Hur a la puerta de su hogar
Era ya noche cerrada cuando Ben-Hur se separó del pastor.
Áspero era el empedrado de las calles, y lóbregas las casas alineadas a un lado y a otro de ella.
Contemplando el lado Norte de la Torre Antonia, Ben-Hur se detuvo admitiendo que era inexpugnable, asentada en tan inconmovibles cimientos… Si su madre y su hermana estaban encerradas allí, ¿qué podría hacer para conseguir su libertad? Ni aun con un ejército entero podría lograrlo.
Desesperado, se internó por la calle que conducía frente a la Torre. Más arriba de Bezeta encontraría un «khan» donde pensaba alojarse, pero no pudo resistir la tentación de ir primero a su casa, hacia donde el corazón le empujaba.
¡Cuán agradables le parecieron los saludos de las personas con que se cruzaba, aun sin llegar a conocerle!
Al final llegó a su casa, a la casa de sus padres.
¡A su mente acudieron tantos recuerdos! Se paró ante la puerta del costado septentrional, donde aún se veía el pergamino con la inscripción: Esta casa es propiedad del emperador, lo que daba a entender que nadie había entrado ni salido por aquella puerta desde la separación de la familia.
Golpeó tres veces con una piedra, pero no obtuvo otra contestación que el sonoro eco que se propagó en el interior. Examinó puertas y ventanas sin que apareciese ningún signo de vida. Lo mismo ocurrió con las de la fachada occidental. Amrah no daba señales de haberle oído.
Recorrió la fachada sur con igual resultado. Arrancó el pergamino de las puertas, lo tiro a una zanja y se sentó en la escalinata, rogando por el nuevo Rey, hasta quedar dormido.
Pocos momentos después las siluetas de dos mujeres aparecieron por el lado de la Torre Antonia y se acercaron al palacio.
— ¡Ésta es la casa, Tirzah!
La muchacha sollozó, calladamente, sobre el hombro de su madre.
— Vámonos, hija mía, porque… cuando amanezca nos echarán de la ciudad para no regresar jamás.
— Por un momento creí que podríamos estar en nuestra casa; pero estamos leprosas y pertenecemos sólo a la muerte.
Como dos espectros se deslizaron hasta la puerta, donde vieron la consabida inscripción: «Esta casa es propiedad del emperador».
La madre gimió con angustia.
— ¿Qué te pasa, madre mía? Me asustas.
— ¡El pobre ha muerto, hija mía! ¡Oh Tirzah! ¡Él ha muerto!
— ¿Quién, madre?
— ¡Tu hermano! Se lo han quitado todo… ¡Hasta la casa!
— ¿Qué haremos, madre?
— ¡Ya nunca podrá socorremos ni ampararnos!
— ¡Pobre! — dijo Tirzah.
— Ya no podemos hacer otra cosa que buscar un agujero donde reposar, y pedir limosna al borde de los caminos. Mendigar…, o de lo contrario…
— Morir, madre mía. ¿Qué nos queda sino morir?
— ¡No! — dijo la madre con firmeza— . Dios nos ha señalado nuestra hora.
Confiemos en Él. ¡Vamos!
Se dirigieron hacia la esquina del oeste. Al echar una ojeada a las ventanas, tirando de Tirzah, pudo ver todo el horror de su miseria: los labios carcomidos; los ojos empañados por humor purulento; los brazos apergaminados y escamosos. Nadie habría distinguido quién era la madre y quién la hija, pues las dos aparecían igualmente envejecidas a consecuencia de la enfermedad.
— Hay un hombre en la escalinata. Evitemos su encuentro. Parece dormir, Tirzah.
Estate aquí quieta; voy a examinar la puerta.
Tras atravesar la calle, la madre tocó el postigo. El hombre suspiró en aquel instante, y al volverse su cabeza quedó expuesta a la luz de la luna. La mujer le miró, se estremeció de pies a cabeza, corrió luego hacia Tirzah y le dijo:
— ¡Es tu hermano, mi hijo, tan cierto como que Dios existe!
— ¡Mi hermano! ¡Judá!
— Ven — dijo la madre— . Vamos a mirarle las dos juntas, pero una sola vez…, una sola… Después tú, Señor, ampararás a tus siervas.
Las dos, cual fantasmas, se detuvieron ante el joven. Una de sus manos pendía fuera del escalón, y Tirzah intentó besarla, más la madre la contuvo:
— ¡No, por tu vida! ¡No, por tu vida! ¡Impura! ¡Impura!
La joven se apartó como si el leproso fuera el hermano.
Conteniendo sus ansias por abrazar a su hijo, la pobre mujer contemplaba la faz del dormido, de varonil hermosura, y recordaba cuántas veces lo hiciera cuando era pequeño. Contempló la fina barba, los labios rojos y los brillantes dientes. ¡Cuán hermoso aparecía a los ojos de su madre!
Ni todo su amor podía frenar el impulso de abrazar al hijo amado. Sentía una necesidad imperiosa de hacerlo. Justamente en el momento en que le habían encontrado, tenían que renunciar a él. Se arrodilló, y sus descamados labios rozaron la suela de sus sandalias, cubiertas aún por el polvo del camino, y las besó una y otra vez, poniendo toda su alma en estos besos.
Ben-Hur se revolvió en su sueño, y las dos mujeres le oyeron decir:
— ¡Madre! ¡Tirzah! ¿En dónde estáis?
Lucharon por contener sus sollozos, mas les consoló el saber que él no las había olvidado.
Contemplaron a Ben-Hur por última vez, para grabar en sus mentes aquel rostro querido, y luego desaparecieron en las sombras.
Después de algunos minutos, y cuando el joven aún dormía, apareció otra figura de mujer, que se detuvo al ver al hombre reclinado en la escalinata. Se acercó despacio, abrió el postigo y volvió a mirar al durmiente antes de entrar en el edificio.
Desde la oscuridad, Tirzah y su madre oyeron la ahogada exclamación de la mujer, que con aire receloso tomó la mano de Judá y la besó con ternura.
Despertóse Ben-Hur y sus ojos se posaron en los de la mujer.
— ¡Amrah! ¿Eres tú? — exclamó.
Sin poder contestar, la pobre mujer cayó sollozando a los pies de Ben-Hur, quien siguió preguntando a la esclava:
— ¡Habla, habla pronto, Amrah, te lo suplico! Dime, ¿dónde están mi madre y mi hermana?
La mujer sollozó con más fuerza.
Desde la oscuridad, Tirzah quiso dar un paso, pero nuevamente la madre la contuvo.
— ¡No te muevas! ¡Impura! ¡Impura!
Entre la imposición tiránica de su corazón y el amor de madre, triunfo éste.
— ¡Ibas a entrar! — dijo Ben-Hur, viendo el postigo abierto— . Ven, quiero entrar contigo. Esta casa es mía. ¡Caiga la maldición de Dios sobre los romanos que mintieron!
Ambos entraron en la mansión, mientras que Tirzah y su madre se tendían en el polvo para contemplar aquellas puertas que nunca más habrían de traspasar.
Cuando el día llegó las gentes del pueblo, a pedradas, las hicieron dejar la ciudad.
— ¡Sois de la muerte! ¡Id, pues, con los muertos!
Y al oír estas palabras escaparon corriendo.
5. La tumba del Jardín del Rey
Al contemplar las piedras que forman el brocal del pozo de En-Rogel, y después de haber bebido de sus cristalinas aguas, los viajeros que llegan a Tierra Santa se detienen allí, sonriendo ante la forma primitiva con que se sacaba el agua en lejanos tiempos, y se extasían ante la vista de los montes Morí y Sion. Aquél termina en Ofel y éste donde se acostumbra situar la ciudad de David.
Después de contemplar las ruinas de los sagrados edificios dirigen su vista hacia el monte de la Ofensa; a la izquierda, el cerro del Mal Consejo.
Habían transcurrido dos días desde el encuentro de Amrah y Ben-Hur cuando aquélla se dirigió temprano al pozo de En-Rogel, donde tomó asiento en una piedra. Al poco llegó un hombre con una cuerda y un cubo, cuya misión era sacar agua para los demás, que preguntó a la mujer si deseaba llenar el cántaro que llevaba en unión de una cesta. Amrah repuso con una seña de negación.
No se debía a la casualidad el que se encontrara allí.
Tal como tenía por costumbre, desde que la desgracia entrara en la casa de sus amos, había acudido la noche anterior al mercado a fin de adquirir carne y legumbres. En él había escuchado la historia de la liberación de dos infelices mujeres de la celda VI de la Torre Antonia y del modo cómo habían dado con ellas.
Había convenido con Ben-Hur en que, para evitar ser descubierto, la visitaría todas las noches. La alegría de poder darle noticias de su madre y su hermana quedó empañada al pensar en el disgusto que le produciría saber que ambas estaban leprosas. Las buscaría por entre las tumbas donde vivían los leprosos, sin preocuparle que él mismo pudiera verse atacado por la misma enfermedad. «¿Qué hacer?» se decía una y otra vez la pobre mujer.
Al final, inspirada por el gran afecto que sentía por sus dueños, decidió ir al pozo de En-Rogel, donde sabía que los leprosos acudían en busca de agua y era muy probable que Tirzah y su madre acudieran también. No contó a Ben-Hur nada de lo oído en el mercado, y esperó que, si no las reconocía, ellas si la reconocerían a ella.
La noche anterior Ben-Hur había ido a verla, y los dos habían hablado largo rato. La mujer hubo de esforzarse por no contar al joven lo que ocurría.
Al día siguiente llegaría Malluch y empezarían las pesquisas.
Poco antes de la salida del sol, y cuando Ben-Hur se había ido, Amrah se preparó y salió de casa en dirección al pozo de En-Rogel, donde ahora se encontraba en espera de los acontecimientos.
Empezaron a acudir niños, mujeres, ancianos renqueantes con un bastón en una mano y un cántaro en la otra, todos acercándose poco a poco.
Amrah, vigilante, permanecía quieta, creyendo a veces reconocer a Tirzah y a su madre entre aquella especie de espectros. Su vista se había posado en más de una ocasión en la ancha boca de entrada a una tumba, cerca de la cual se hallaba una piedra de grandes dimensiones, en donde al parecer no moraba nadie. Con asombro vio que de aquella tumba salieron dos mujeres, una apoyada en la otra, y notó que su corazón palpitaba con rapidez. Amrah las contempló y creyó ver que se estremecían. El hombre del pozo recogió algunos guijarros para tirárselos, mientras las mujeres prorrumpían en maldiciones. Todos gritaron:
— ¡Impuras! ¡Impuras!
«Estas dos deben de ser nuevas y desconocedoras de las costumbres de los leprosos», pensó Amrah al verlas aproximarse al pozo.
Se levantó y salió a su encuentro con la cesta y el cántaro, mientras oía a su alrededor:
— Esta mujer debe de estar loca para ofrecer comida a estos muertos que andan.
— Y quizás viene de muy lejos — decía otra.
Sin hacer caso, Amrah proseguía. Cuanto más cerca se encontraba, mayor desosiego e inseguridad le embargaban. ¿Serían ellas? A unos cuatro o cinco pasos se detuvo. ¿Era aquélla la señora a quien tanto amaba? ¿Era aquélla la Tirzah que ella había amamantado? ¿La que alegraba la casa con sus canciones, la bendición de Dios que le prometía consuelo de su vejez? El alma de la buena mujer estaba abrumada por la pena.
«Estas dos son muy viejas para ser ellas — dijo para sí— . Me retiraré».
— ¡Amrah! — dijo una de las leprosas cuando ya ella se volvía.
Dejando caer el cántaro la asustada mujer preguntó:
— ¿Quién me llama?
— ¡Somos nosotras las que buscas!
— ¿Es mi ama? — gritó la egipcia— . ¡Oh, ama mía! ¡Ama mía! ¡Bendito sea el Señor, que me ha permitido encontraros! — siguió mientras se arrastraba en dirección a Tirzah y a su madre.
— ¡Detente, Amrah! ¡No te acerques a nosotras! ¡Somos impuras!
La sirvienta cayó sobre el polvo, gimiendo de tal forma que sus sollozos eran oídos por la gente del pozo. Luego preguntó:
— ¿Y Tirzah, ama mía? ¿Dónde está?
— Estoy aquí, Amrah. ¿No quieres darme un poco de agua?
Apareció en la egipcia el espíritu de servidumbre, y levantándose dijo:
— He traído pan y carne.
Intentó extender la servilleta en el suelo, pero su ama no la dejó.
— No hagas esto, Amrah. Esa gente no te lo perdonaría, y a nosotras nos negaría el agua. Déjanos la cesta aquí, llena el cántaro de agua y dánoslo; nos los llevaremos a nuestra caverna.
La gente dejó paso a la sirvienta, y hasta le ayudaron a llenar de agua el cántaro, tal era la compasión que inspiraba.
Una vez llenó el cántaro, y entregado a las dos leprosas, la viuda dijo:
— ¡Gracias, Amrah!
— ¿No hay nada que pueda hacer por ti, mi ama?
— Sí; sé que Judá ha vuelto, pues le vi hace dos noches en la escalinata de nuestra casa. Una cosa puedes hacer aún por nosotras: no debes decirle que estamos aquí, ni que nos has visto.
— ¡Pero si él os está buscando! ¡Ha venido de muy lejos sólo por saber de vosotras!
— Nada debes decirle, Amrah. En adelante nos servirás, como lo has hecho hoy, trayendo lo más preciso para sustentarnos. Vendrás por la mañana y por la noche y… y… nos hablarás de él — terminó con voz temblorosa.
— ¡Me producirá tanto dolor saber que se afana por encontraros y no poder decirle dónde estáis!
— Puedes decirle que estamos bien. Pero no, Amrah. Deberás callar por completo.
Ahora vete, y regresa cuando sea de noche.
— ¡No podré soportar el silencio, oh mi ama! ¡Será tan duro para mí!
— Más duro sería para nosotras que nos viera tal como estamos. Vete ahora — terminó la infeliz mujer, tomando el cántaro y marchando en dirección a la tumba.
Amrah partió triste y silenciosa.
Por la noche volvió; y así, por la mañana y por la noche, les sirvió cuanto podían desear, que no era mucho si se piensa que no estaban tan mal como en la Torre durante los ocho últimos años, ya que al menos, en la tumba en donde ahora vivían, el sol entraba y así podían aguardar a la muerte más apaciblemente.
6. La estratagema del Pilatos: el combate
El quinto día del mes séptimo, por la mañana, Ben-Hur se levantó triste y descontento.
Para entonces Malluch ya estaba recogiendo informes en la Torre Antonia. Se dirigió al jefe de la fortaleza, le explicó lo ocurrido con la familia Hur y le dijo que deseaba saber si vivía alguno de sus miembros, para solicitar del cesar la restitución de todos sus bienes. El tribuno le relató lo ocurrido y le permitió copiar el informe relativo a las dos mujeres.
Corrió luego Malluch a referir a Ben-Hur cuanto sabía. El dolor de éste no puede ser descrito. Su rostro demostró el tormento que consumía su corazón.
— ¡Mi madre y mi hermana leprosas, leprosas! — gemía una y otra vez desgarrado por el dolor y la cólera, y al mismo tiempo proyectaba planes de venganza— . ¡Voy a buscarlas! ¡Quién sabe lo que estarán sufriendo en estos momentos! ¡Quizás estén muriendo!
— ¿Adónde vas? — le preguntó Malluch.
— ¡Sólo hay un sitio donde puedan estar!
Intentó Malluch persuadirle de que delegara en él para buscarlas, pero no consiguió que dejara de acompañarle hasta el lugar en donde los leprosos se reunían, o sea el cerro del Mal Consejo.
Durante todo aquel mes, y al siguiente, continuaron haciendo pesquisas y ofrecieron recompensas que no dieron resultado, pues las dos mujeres siempre conseguían desviar las sospechas.
Todo lo que pudieron saber, al tercer mes de indagar, fue que, dos meses antes, dos leprosas habían sido apedreadas en la puerta del Pescado por orden de las autoridades, y supusieron que se trataba de ellas.
Una pregunta se hacían: ¿dónde estaban?
¡No se conformaban con que las dos pobres mujeres fueran leprosas: tenían que apedrearlas, y ello en su misma ciudad natal! ¡Quizás estén muertas!
Lleno de cólera volvió al «khan». En el patio se encontraba un numeroso grupo de personas, en su mayoría jóvenes, que por su aire demostraban proceder de otra provincia. No tardó en saber que eran galileos, llegados por diversos fines, pero sobre todo para tomar parte en la fiesta de las Trompetas, la cual se celebraba aquel mismo día. Pensó que era en ellos donde podía encontrar el apoyo necesario para la obra que se proponía emprender.
Les imaginó cubiertos de armaduras y sometidos a la disciplina romana. ¡Él haría de todos ellos formidables legiones!
Un hombre apareció en aquellos momentos y preguntó:
— ¿Qué hacéis aquí? Los rabinos y los ancianos han ido al Templo a hablar con Pilatos. ¡Daos prisa; vamos con ellos!
— ¿Para hablar con Pilatos? ¿De qué? — preguntaron.
— Aseguran que el nuevo acueducto ha de ser pagado con dinero del Templo.
— ¿Con el tesoro santo? — preguntaron con indignación.
— Debemos seguir a la comitiva. ¡Hemos de ir a protestar!
— ¡Estamos listos! — exclamaron desprendiéndose de las vestiduras inútiles.
Intervino Ben-Hur:
— Soy de Judá. Hombres de Galilea, ¿queréis que vaya con vosotros?
— ¡Vamos a luchar!
— No seré yo el primero en huir.
— Pareces fuerte. Ven, si así es tu deseo.
— Creéis que habrá lucha. ¿Con quién?
— Con la guardia.
— ¿Legionarios?
— ¿En quién han de confiar los romanos sino en ellos?
— ¿Y con qué armas?
Todos le contemplaron en silencio. Luego continuó:
»Saldremos del paso como podamos, pero hemos de elegir un jefe. Los legionarios siempre tienen alguien que les dirige.
Para dirigirse al Pretorio, nombre que pomposamente daban al palacio de Herodes en el monte Sion, habían de cruzarse las tierras bajas al norte y al oeste del Templo. De norte a sur pasaron por el Akra, distrito de la Torre Mariana. Al grupo se unieron otros, que comentaban con exasperación la noticia del día. Cuando llegaron a la puerta del Pretorio los rabinos y ancianos habían entrado en él, y una enfurecida multitud quedó afuera.
Un destacamento armado, al mando de un centurión, guardaba la puerta, por donde salía y entraba una gran muchedumbre. Un galileo preguntó a uno de los que salían:
— ¿Qué pasa ahí adentro?
— Los rabinos están esperando audiencia. Pilatos les ha visto y por el momento se la ha negado. Ellos le han enviado un emisario para que sepa que no se marcharán si antes no son recibidos.
— ¡Entremos! — dijo Ben-Hur.
El grupo entró y llegó a un gran espacio cuadrado en cuyo lado occidental se alzaba la residencia del gobernador. Una gran multitud llenaba este espacio y miraba hacia un pórtico guardado por otra compañía de legionarios.
Cerca de este pórtico podían verse, a través de la apretada multitud, los turbantes de los rabinos, cuya impaciencia se comunicaba a la masa agolpada detrás de ellos.
— Si eres gobernador, ¿por qué no sales? Pilatos, ¡sal afuera!
— ¡Para nada se cuenta aquí con Israel! — gritó un hombre— . ¡No somos más que unos perros de los romanos!
— ¿Crees que saldrá?
— Ya se ha negado tres veces.
— ¿Qué harán los rabinos?
— Lo mismo que en Cesárea: acampar hasta que les dé audiencia.
— ¿Se atreverá a tocar el tesoro?
— ¡Quién sabe! ¿No fue un romano el que profanó el Tabernáculo? ¿Es que para los romanos hay algo sagrado?
Así transcurrió el día, que trajo consigo un aguacero que no consiguió disminuir la multitud. Ésta iba en aumento y gritaba:
— ¡Que salga! ¡Que salga!
Mientras tanto Ben-Hur procuraba mantener a los galileos en un grupo compacto. Pensaba que Pilatos deseaba que el pueblo le proporcionara ocasión de emplear la fuerza. Se produjo un griterío inmenso. Ben-Hur alzó a uno de los galileos sobre la multitud, y por él supo que un grupo de hombres armados con palos, y vestidos como los judíos, pegaba a la gente del pueblo.
— ¿Quiénes son?
— Por Dios que son romanos disfrazados. Sus palos caen sin piedad sobre la gente. He visto caer a un rabino al suelo de un golpe dado en la cabeza.
Dejando al hombre en el suelo Ben-Hur gritó:
— ¡Vamos a entendernos con los vapuleadores, hombres de Galilea! ¡Corramos hacia los árboles y armémonos de gruesas estacas!
Armados ya, acometieron a golpes a los romanos, que titubearon.
Los golpes se repetían sin cesar y era Ben-Hur el que más y mejor golpeaba. Su habilidad en el manejo de las armas se hacía notar. Allí donde llegaba los grupos se deshacían como un montón de hojas secas barridas por el viento. Su grito de guerra animaba a sus amigos e infundía pánico a sus enemigos, que por fin corrieron a refugiarse en el pórtico, seguidos por los galileos, a los cuales detuvo Ben-Hur.
— ¡Quietos, quietos, compañeros! Ahora viene el centurión con la guardia, y no podemos luchar con estas armas. ¡Que cada cual vaya por donde pueda!
— ¡No huyáis, perros de Israel! — gritó el centurión.
— Si nosotros somos perros, vosotros sois chacales de Roma — replicó el joven — . No os preocupéis, que ya volveremos.
Una gran muchedumbre se agolpaba en las afueras, en las azoteas, en las calles, gritando y rezando.
Cuando Ben-Hur salió, el centurión de la otra guardia le gritó:
— Tú, insolente, ¿eres romano o judío?
— He nacido aquí. ¿Qué es lo que quieres de mí?
— Espera, y nos veremos las caras. Eso es lo que quiero de ti.
— ¿Tú solo? — se burló el joven— . He aquí un bravo romano, hijo del bastardo Júpiter romano. ¿No ves que estoy desarmado?
— Toma mis armas. Yo buscaré otras.
El pueblo calló al darse cuenta del reto del centurión. Ben-Hur pensó que aquélla era una buena ocasión para luchar por la causa del nuevo Rey.
— Estoy dispuesto. Dame tus armas. No necesito el yelmo ni la coraza.
Mientras los soldados también permanecían silenciosos, la muchedumbre se preguntaba quién sería aquel apuesto mancebo que desafiaba al centurión romano.
Durante breves instantes ambos contendientes se atacaron. Al fin Ben-Hur hizo penetrar su espada por el costado de su enemigo, que cayó pesadamente al suelo.
Ben-Hur, con un pie sobre el cuerpo del centurión, cual un gladiador, levantó el escudo sobre su cabeza para saludar a los soldados inmóviles ante la puerta.
El pueblo demostró con fuerte griterío su alegría por la victoria del judío.
Dirigiéndose a uno de los soldados, Ben-Hur dijo:
— Tu compañero ha muerto como un soldado. No deseo sus despojos, pero sí la espada y el escudo.
Dicho esto se alejó con los galileos, que no cesaban de aclamarle. Pero Ben-Hur les dijo:
— Debemos separarnos a fin de que no nos persigan. Esta noche nos reuniremos en el «khan» de Betania. Tengo que deciros algo de interés para Israel.
— ¿Quién eres? — preguntaron.
— Un hijo de Judá — respondió.
— Nos veremos en Betania — replicaron.
— Llevad con vosotros, para que pueda reconoceros, esta espada y este escudo.
Y tras decir esto desapareció con presteza.
El pueblo recogió a sus muertos y heridos, contento en parte por la victoria alcanzada por aquel joven a quien no cesaban de ensalzar.
De esta forma se dio a conocer Ben-Hur y ganó autoridad sobre los galileos, con lo que preparó el camino para la causa del Rey anunciado.
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