La historia de Manús

Cuentos de las altas tierras escocesas, de John. F. Campbell.

Muy lejos, más allá del Mar del Occidente, reinaba un rey que tenía dos hijos; uno de ellos se llamaba Oireal y el otro Iarlaid. Cuando los muchachos aún eran pequeños, su padre y su madre murieron, y se celebró un gran Consejo en el que se eligió a un hombre de entre ellos, que gobernaría el reino hasta que los muchachos fueran lo suficientemente mayores para hacerlo por sí mismos.

Los años pasaron y con el tiempo se creó otro Consejo en el que pudo llegarse al acuerdo de que los hijos del rey ya tenían edad para tomar el poder que les correspondía por derecho.

Por tanto se convocó a los jóvenes a comparecer ante el Consejo; Oireal, el mayor, era más pequeño y más débil que su hermano.

—No quiero dejar los ciervos en la colina y los peces en los ríos para sentarme a juzgar a mi pueblo —dijo Oireal al escuchar las palabras del jefe del Consejo.

El jefe se enojó mucho y respondió rápidamente:

—Ni un puñado de tierra será tuyo jamás, si el día de hoy no asumes el juramento que hizo el rey, tu padre.

Entonces habló Iarlaid, el más joven que dijo:

—Conserva la mitad y dame la otra mitad a mí; así tendrás menos gente que gobernar.

—Sí, así lo haré —respondió Oireal.

Después de esto, la mitad de los hombres de la tierra de Lochlann rindieron homenaje a Oireal y la otra mitad a Iarlaid.

Gobernaron los reinos según sus deseos, y en unos años se convirtieron en hombres adultos con barba en el mentón; Iarlaid se casó con la hija del rey de Grecia y Oireal con la hija del rey de las Orcadas. Al año siguiente, Oireal e Iarlaid tuvieron hijos varones; el hijo de Oireal era grande y fuerte, pero el hijo de Iarlaid era pequeño y débil, y cada uno tuvo seis hermanos de crianza que acompañaban a los príncipes a todas partes.

Un día Manus, hijo de Oireal y su primo, el hijo de Iarlaid, llamaron a sus hermanos de crianza para jugar shinny en el gran campo cerca de la escuela, donde se enseñaba a los príncipes y nobles todo lo que debían saber. Jugaron por mucho tiempo, y la pelota pasaba rápidamente de uno a otro, cuando Manus la mandó a su primo, el hijo de Iarlaid.

El niño, que no estaba acostumbrado a ser tratado con rudeza, ni siquiera en broma, gritó que estaba gravemente lastimado, se fue a casa con sus hermanos de crianza y contó la historia a su madre. La esposa de Iarlaid se puso lívida y enojada al escuchar lo ocurrido y haciendo a un lado a su hijo, fue a la sala del Consejo donde estaba Iarlaid.

—Manus lanzó una pelota a mi hijo y de buena gana lo hubiera matado —dijo—. Hay que ponerle un alto a él y a sus malas acciones.

Pero Iarlaid contestó:

—No, no mataré al hijo de mi hermano.

—Y él no matará a mi hijo —dijo la reina.

Llamó a su chambelán y le ordenó llevar al príncipe a los cuatro pardos confines de la tierra, y dejarlo ahí con un mago que cuidaría de él y no permitiría que le hicieran ningún daño. El mago llevó al niño a la cima de una colina, donde siempre brillaba el sol, y desde la cual podía ver a todos los hombres, pero nadie podía verlo a él.

Entonces, la reina llamó a Manus al castillo y lo retuvo durante todo un año, y ni su propia madre podía hablar con él. Pero al final, cuando la esposa de Oireal cayó enferma, Manus huyó de la torre, que era su prisión, y regresó a su casa.

Durante algunos años se quedó allí en paz y luego la esposa de Iarlaid, su tío, lo mandó llamar.

—Es tiempo de que te cases —le dijo, cuando vio que Manus había crecido alto y fuerte como Iarlaid—. Eres alto, fuerte y bien parecido. Sé de una novia que te conviene, es la hija del poderoso Conde de Finghaidh, que me rinde tributo por sus tierras. Yo misma iré a su casa con un gran séquito y tú irás conmigo.

Así se hizo y, aunque la esposa del conde quería tener a su hija consigo todavía por un tiempo, se vio obligada a ceder, pues la esposa de Iarlaid juró que el Conde no tendría ni la cuarta parte de un acre de tierra, si no hacía lo que ella le pedía.

Pero si le entregaba su hija a Manus, le otorgaría la tercera porción de su propio reino, además de gran parte del tesoro.

Esto lo hacía, no por cariño a Manus, sino porque deseaba destruirlo.

De manera que se casaron y regresaron con la esposa de Iarlaid a su propio palacio. Esa noche, mientras dormía, vino un mago, amigo de su padre, que lo despertó diciendo:

—El peligro acecha cerca de ti, Manus, hijo de Oireal.

¿Te crees afortunado porque tienes como esposa a la hija de un conde poderoso? Pero ¿sabes qué clase de prometida buscó la esposa de Iarlaid para su propio hijo? No fue una esposa terrenal la que le buscó, sino el viento veloz de marzo y nunca podrás prevalecer contra ella.

—¿Es así? —contestó Manus.

Y con las primeras luces del alba fue a la cámara donde la reina reposaba en medio de sus doncellas.

—He venido —dijo—, por la tercera parte del reino y por el tesoro que me prometiste.

Pero la esposa de Iarlaid se rió cuando lo escuchó.

—Aquí no tendrás ni un puñado de tierra —le dijo—.

Para eso tendrás que ir a la vieja ciudad de Bergen. ¡Tal vez bajo sus piedras y montañas agrestes encuentres un tesoro!

—Entonces dame los seis hermanos de crianza de tu hijo y los míos —respondió.

La reina se los entregó y partieron hacia la vieja ciudad de Bergen.

Después de un año todavía se encontraban en esa tierra salvaje, cazando renos y cavando hoyos para que las ovejas de la montaña cayeran en ellos. Durante un tiempo, Manus y sus compañeros vivieron alegremente, pero Manus por fin se cansó de ese país extraño y todos se embarcaron hacia la tierra de Lochlann. El viento frío soplaba con violencia y el viaje fue largo; pero un día de primavera, atracaron en el puerto que se encontraba debajo del castillo de Iarlaid. La reina miró por la ventana y lo vio subiendo por la colina con los doce hermanos de crianza detrás de él. Entonces le dijo a su esposo:

—Manus ha regresado con sus doce hermanos de crianza.

Ojalá pudiera acabar con él y sus asesinatos y matanzas.

—Eso sería una gran lástima —respondió Iarlaid—. Y no seré yo quien lo haga.

—Si tú no lo haces lo haré yo —dijo ella.

Llamó a los doce hermanos de crianza y los obligó a que le juraran lealtad. De manera que Manus se quedó sin un solo hombre y apesadumbrado regresó solo a la vieja ciudad de Bergen. Era tarde cuando puso pie en la costa y tomó el sendero hacia el bosque. En su camino se encontró con un hombre que vestía una túnica roja.

—¿Manus, eres tú, ya de regreso? —le preguntó.

—Sí, soy yo —respondió Manus—; he vuelto solo de la tierra de Lochlann.

El hombre lo miró en silencio por un momento y pronto dijo:

—Soñé que ceñías una espada y te convertías en rey de Lochlann—.

Pero Manus respondió:

—No tengo espada y mi arco está roto.

—Te daré una espada nueva si me haces una promesa —dijo el hombre una vez más.

—Por supuesto que lo haré, si alguna vez llego a ser rey —contestó Manus—. Pero habla y dime cuál es la promesa que debo hacer.

—Yo fui armero de tu abuelo —respondió el hombre y me gustaría ser también tu armero.

—Eso lo prometo de buena gana —dijo Manus y siguió al hombre a su casa, que se encontraba a cierta distancia.

Pero la casa no era como otras casas, pues en las paredes de cada habitación colgaban tantas armas que no se podían ver los tablones.

—Elige la que quieras —dijo el hombre y Manus desenganchó una espada, la probó en su rodilla y se rompió y lo mismo ocurrió con la siguiente y la siguiente.

—Deja de romper las espadas —gritó el hombre—. Mira esta espada, casco y túnica viejos que usé en las guerras de tu abuelo. Tal vez te parezcan de un acero más fuerte.

Manus dobló la espada tres veces sobre su rodilla, pero no pudo romperla. Entonces se la ciñó al costado y se puso el viejo casco. Al sujetarse la correa, su mirada se posó sobre un paño que se agitaba fuera de la ventana.

—¿Qué es ese paño? —preguntó.

—Es un paño tejido por la Gente Pequeña del bosque —dijo el hombre—; cuando estés hambriento te dará comida y bebida y si te encuentras con un enemigo, éste no te hará daño, sino se inclinará y besará el dorso de tu mano en señal de sumisión. Tómalo y haz buen uso de él.

De buena gana Manus envolvió el paño alrededor de su brazo y al salir de la casa, escuchó el ruido de una cadena movida por el viento.

—¿Qué cadena es ésta? —preguntó.

—La criatura que tenga esa cadena alrededor de su cuello, no tendrá que temer ni cien enemigos —respondió el armero.

Manus se la enrolló y se dirigió al bosque.

De repente dos leones brincaron de entre los arbustos y junto con ellos, un cachorro de león. Las bestias feroces se abalanzaron sobre él con grandes rugidos, y con gusto se lo hubieran comido, pero Manus se agachó rápidamente y extendió el paño en el suelo. Ante esto los leones se detuvieron e inclinando su gran cabeza, besaron el dorso de su muñeca y siguieron su camino. Pero el cachorro se enrolló en el paño; de modo que Manus los recogió a ambos y los llevó consigo a la vieja ciudad de Bergen.

Transcurrió otro año, y entonces tomó al cachorro de león y se dirigió a la tierra de Lochlann. La esposa de Iarlaid vino a encontrarse con él y trajo consigo un perro de color café, pequeño pero muy bravo. Cuando el perro vio al cachorro de león corrió hacia él, con la intención de comérselo; pero el cachorro agarró al perro por el cuello, lo sacudió y el perro murió. La esposa de Iarlaid lo lloró mucho, y su ira se enardeció, y muchas veces trató de matar a Manus, lo mismo que a su cachorro, pero no pudo. Por fin los dos regresaron a la vieja ciudad de Bergen y los doce hermanos de crianza también regresaron con él.

—Déjalos que se vayan —dijo la esposa de Iarlaid, cuando lo supo—. Mi hermano el Gruagach Rojo le cortará la cabeza a Manus lo mismo en la vieja Bergen que en cualquier otra parte.

Ahora bien, un mensajero llevó estas palabras a la esposa de Oireal, quien se apresuró a enviar un barco a la vieja ciudad de Bergen para llevarse a su hijo antes que el Gruagach Rojo le cortara la cabeza. Y en la nave iba un piloto. Pero la esposa de Iarlaid hizo que una espesa niebla cubriera la superficie del mar y los remeros no pudieron remar por temor a encallar la nave en una roca. Cuando llegó la noche, el cachorro de león, cuyos ojos eran brillantes y agudos, se acercó sigiloso a Manus, quien se montó sobre su lomo, y el cachorro de león saltó a tierra y le dijo a Manus que descansara sobre la roca y lo esperara. Así que Manus se quedó dormido, y al rato escuchó una voz que le decía: “¡Levántate!” Y vio un barco en el agua y en el barco estaba sentado el león con la forma del piloto.

Entonces zarparon a través de la niebla y nadie los vio; cuando llegaron a la tierra de Lochlann, el cachorro de león, con la cadena alrededor de su cuello, saltó del barco, seguido por Manus. El cachorro de león mató a todos los hombres que custodiaban el castillo, lo mismo que a Iarlaid y a su esposa, de manera que, al final, Manus, hijo de Oireal, fue coronado rey de Lochlann.

FIN

FICHA DE TRABAJO

VOCABULARIO

Agasajar: Tratar

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