Fahrenheit 451

Ray Bradbury

Parte 1: Era estupendo quemar

Constituía un placer especial ver las cosas consumidas, ver los objetos ennegrecidos y cambiados. Con la punta de bronce del soplete en sus puños, con aquella gigantesca serpiente escupiendo su petróleo venenoso sobre el mundo, la sangre le latía en la cabeza y sus manos eran las de un fantástico director tocando todas las sinfonías del fuego y de las llamas para destruir los guiñapos y ruinas de la Historia. Con su casco simbólico en que aparecía grabado el número 451 bien plantado sobre su impasible cabeza y sus ojos convertidos en una llama anaranjada ante el pensamiento de lo que iba a ocurrir, encendió el deflagrador y la casa quedó rodeada por un fuego devorador que inflamó el cielo del atardecer con colores rojos, amarillos y negros. El hombre avanzó entre un enjambre de luciérnagas. Quería, por encima de todo, como en el antiguo juego, empujar a un malvavisco hacia la hoguera, en tanto que los libros, semejantes a palomas aleteantes, morían en el porche y el jardín de la casa; en tanto que los libros se elevaban convertidos en torbellinos incandescentes y eran aventados por un aire que el incendio ennegrecía.

Montag mostró la fiera sonrisa que hubiera mostrado cualquier hombre burlado y rechazado por las llamas.

Sabía que, cuando regresase al cuartel de bomberos, se miraría pestañeando en el espejo: su rostro sería el de un negro de opereta, tiznado con corcho ahumado. Luego, al irse a dormir, sentiría la fiera sonrisa retenida aún en la oscuridad por sus músculos faciales. Esa sonrisa nunca desaparecía, nunca había desaparecido hasta donde él podía recordar.

Colgó su casco negro y lo limpió, dejó con cuidado su chaqueta a prueba de llamas; se duchó generosamente y, luego, silbando, con las manos en los bolsillos, atravesó la planta superior del cuartel de bomberos y se deslizó por el agujero. En el último momento, cuando el desastre parecía seguro, sacó las manos de los bolsillos y cortó su caída aferrándose a la barra dorada. Se deslizó hasta detenerse, con los tacones a un par de centímetros del piso de cemento de la planta baja.

Salió del cuartel de bomberos y echó a andar por la calle en dirección al «Metro» donde el silencioso tren, propulsado por aire, se deslizaba por su conducto lubrificado bajo tierra y lo soltaba con un gran ¡puf! de aire caliente en la escalera mecánica que lo subía hasta el suburbio.

Silbando, Montag dejó que la escalera le llevara hasta el exterior, en el tranquilo aire de la medianoche, Anduvo hacia la esquina, sin pensar en nada en particular. Antes de alcanzarla, sin embargo, aminoró el paso como si de la nada hubiese surgido un viento, como si alguien hubiese pronunciado su nombre.

En las últimas noches, había tenido sensaciones inciertas respecto a la acera que quedaba al otro lado de aquella esquina, moviéndose a la luz de las estrellas hacia su casa. Le había parecido que, un momento antes de doblarla, allí había habido alguien. El aire parecía lleno de un sosiego especial, como si alguien hubiese aguardado allí, silenciosamente, y sólo un momento antes de llegar a él se había limitado a confundirse en una sombra para dejarle pasar. Quizá su olfato detectase débil perfume, tal vez la piel del dorso de sus manos y de su rostro sintiese la elevación de temperatura en aquel punto concreto donde la presencia de una persona podía haber elevado por un instante, en diez grados, la temperatura de la atmósfera inmediata. No había modo de entenderlo. Cada vez que doblaba la esquina, sólo veía la acera blanca, pulida, con tal vez, una noche, alguien desapareciendo rápidamente al otro lado de un jardín antes de que él pudiera enfocarlo con la mirada o hablar.

Pero esa noche, Montag aminoró el paso casi hasta detenerse. Su subconsciente, adelantándosele a doblar la esquina, había oído un debilísimo susurro. ¿De respiración? ¿O era la atmósfera, comprimida únicamente por alguien que estuviese allí muy quieto, esperando?

Montag dobló la esquina.

Las hojas otoñales se arrastraban sobre el pavimento iluminado por el claro de luna. Y hacían que la muchacha que se movía allí pareciese estar andando sin desplazarse, dejando que el impulso del viento y de las hojas la empujara hacia delante. Su cabeza estaba medio inclinada para observar cómo sus zapatos removían las hojas arremolinadas. Su rostro era delgado y blanco como la leche, y reflejando una especie de suave ansiedad que resbalaba por encima de todo con insaciable curiosidad. Era una mirada, casi, de pálida sorpresa; los ojos oscuros estaban tan fijos en el mundo que ningún movimiento se les escapaba. El vestido de la joven era blanco, y susurraba. A Montag casi le pareció oír el movimiento de las manos de ella al andar y, luego, el sonido infinitamente pequeño, el blanco rumor de su rostro volviéndose cuando descubrió que estaba a pocos pasos de un hombre inmóvil en mitad de la acera, esperando.

Los árboles, sobre sus cabezas, susurraban al soltar su lluvia seca. La muchacha se detuvo y dio la impresión de que iba a retroceder, sorprendida; pero, en lugar de ello, se quedó mirando a Montag con ojos tan oscuros, brillantes y vivos, que él sintió que había dicho algo verdaderamente maravilloso. Pero sabía que su boca sólo se había movido para decir adiós, y cuando ella pareció quedar hipnotizada por la salamandra bordada en la manga de él y el disco de fénix en su pecho, volvió a hablar.

—Claro está —dijo—, usted es la nueva vecina, ¿verdad?

—Y usted debe de ser —ella apartó la mirada de los símbolos profesionales— el bombero. La voz de la muchacha fue apagándose.

—¡De qué modo tan extraño lo dice!

— Lo... Lo hubiese adivinado con los ojos cerrados —prosiguió ella, lentamente.

—¿Por qué? ¿Por el olor a petróleo? Mi esposa siempre se queja —replicó él, riendo—. Nunca se consigue eliminarlo por completo.

—No, en efecto —repitió ella, atemorizada.

Montag sintió que ella andaba en círculo a su alrededor, le examinaba de extremo a extremo, sacudiéndolo silenciosamente y vaciándole los bolsillos, aunque, en realidad, no se moviera en absoluto.

—El petróleo —dijo Montag, porque el silencio se prolongaba— es como un perfume para mí.

—¿De veras le parece eso?

—Desde luego. ¿Por qué no?

Ella tardó en pensar.

—No lo sé. —Volvió el rostro hacia la acera que conducía hacia sus hogares—. ¿Le importa que regrese con usted? Me llamo Clarisse McClellan.

—Clarisse. Guy Montag. Vamos, ¿Por qué anda tan sola a esas horas de la noche por ahí? ¿Cuántos años tiene?

Anduvieron en la noche llena de viento, por la plateada acera. Se percibía un debilísimo aroma a albaricoques y frambuesas; Montag miró a su alrededor y se dio cuenta de que era imposible que pudiera percibirse aquel olor en aquella época tan avanzada del año.

Sólo había la muchacha andando a su lado, con su rostro que brillaba como la nieve al claro de luna, y Montag comprendió que estaba meditando las preguntas que él le había formulado, buscando las mejores respuestas.

—Bueno —le dijo ella por fin—, tengo diecisiete años y estoy loca. Mi tío dice que ambas cosas van siempre juntas. Cuando la gente te pregunta la edad, dice, contesta siempre: diecisiete años y loca. ¿Verdad que es muy agradable pasear a esta hora de la noche? Me gusta ver y oler las cosas, y, a veces, permanecer levantada toda la noche, andando, y ver la salida del sol.

Volvieron a avanzar en silencio y, finalmente, ella dijo, con tono pensativo:

—¿Sabe? No me causa usted ningún temor.

Él se sorprendió.

—¿Por qué habría de causárselo?

—Les ocurre a mucha gente. Temer a los bomberos, quiero decir. Pero, al fin y al cabo, usted no es más que un hombre...

Montag se vio en los ojos de ella, suspendido en dos brillantes gotas de agua, oscuro y diminuto, pero con mucho detalle; las líneas alrededor de su boca, todo en su sitio, como si los ojos de la muchacha fuesen dos milagrosos pedacitos de ámbar violeta que pudiesen capturarle y conservarle intacto. El rostro de la joven, vuelto ahora hacia él, era un frágil cristal de leche con una luz suave y constante en su interior. No era la luz histérica de la electricidad, sino... ¿Qué? Sino la agradable, extraña y parpadeante luz de una vela. Una vez, cuando él era niño, en un corte de energía, su madre había encontrado y encendido una última vela, y se había producido una breve hora de redescubrimiento, de una iluminación tal que el espacio perdió sus vastas dimensiones y se cerró confortablemente alrededor de ellos, transformados, esperando ellos, madre e hijo, solitarios que la energía no volviese quizá demasiado pronto...

En aquel momento, Clarisse McClellan dijo:

—¿No le importa que le haga preguntas? ¿Cuánto tiempo lleva trabajando de bombero?

—Desde que tenía veinte años, ahora hace ya diez años.

—¿Lee alguna vez alguno de los libros que quema?

Él se echó a reír.

—¡Está prohibido por la ley!

—¡Oh! Claro...

—Es un buen trabajo. El lunes quema a Millay, el miércoles a Whitman, el viernes a Faulkner, conviértelos en ceniza y, luego, quema las cenizas. Este es nuestro lema oficial.

Siguieron caminando y la muchacha preguntó:

—¿Es verdad que, hace mucho tiempo, los bomberos apagaban incendios, en vez de provocarlos?

—No. Las casas han sido siempre a prueba de incendios. Puedes creerme. Te lo digo yo.

—¡Es extraño! Una vez, oí decir que hace muchísimo tiempo las casas se quemaban por accidente y hacían falta bomberos para apagar las llamas.

Montag se echó a reír. Ella le lanzó una rápida mirada.

—¿Por qué se ríe?

—No lo sé. —Volvió a reírse y se detuvo—, ¿Por qué?

—Ríe sin que yo haya dicho nada gracioso, y contesta inmediatamente. Nunca se detiene a pensar en lo que le pregunto.

Montag se detuvo.

—Eres muy extraña —dijo, mirándola—. ¿Ignoras qué es el respeto?

—No me proponía ser grosera. Lo que me ocurre es que me gusta demasiado observar a la gente.

—Bueno, ¿Y esto no significa algo para ti?

Y Montag se tocó el número 451 bordado en su manga.

—Sí —susurró ella. Aceleró el paso—. ¿Ha visto alguna vez los coches retropropulsados que corren por esta calle?

—¡Estás cambiando de tema!

—A veces, pienso que sus conductores no saben cómo es la hierba, ni las flores, porque nunca las ven con detenimiento —dijo ella—. Si le mostrase a uno de esos chóferes una borrosa mancha verde, diría: ¡Oh, sí, es hierba? ¿Una mancha borrosa de color rosado? ¡Es una rosaleda! Las manchas blancas son casas. Las manchas pardas son vacas. Una vez, mi tío condujo lentamente por una carretera. Condujo a sesenta y cinco kilómetros por hora y lo, encarcelaron por dos días. ¿No es curioso, y triste también?

—Piensas demasiado —dijo Montag, incómodo.

—Casi nunca veo la televisión mural, ni voy a las carreras o a los parques de atracciones. Así, pues, dispongo de muchísimo tiempo para dedicarlos a mis absurdos pensamientos. ¿Ha visto los carteles de sesenta metros que hay fuera de la ciudad? ¿Sabía que hubo una época en que los carteles sólo tenían seis metros de largo? Pero los automóviles empezaron a correr tanto que tuvieron que alargar la publicidad, para que durase un poco más.

—¡Lo ignoraba!

—Apuesto a que sé algo más que usted desconoce. Por las mañanas, la hierba está cubierta de rocío.

De pronto, Montag no pudo recordar si sabía aquello o no, lo que le irritó bastante.

—Y si se fija —prosiguió ella, señalando con la barbilla hacia el cielo— hay un hombre en la luna.

Hacía mucho tiempo que él no miraba el satélite. Recorrieron en silencio el resto del camino. El de ella, pensativo, el de él, irritado e incómodo, acusando el impacto de las miradas inquisitivas de la muchacha. Cuando llegaron a la casa de ella, todas sus luces estaban encendidas.

—¿Qué sucede?

Montag nunca había visto tantas luces en una casa.

—¡Oh! ¡Son mis padres y mi tío que están sentados, charlando! Es como ir a pie, aunque más extraño aún. A mi tío, le detuvieron una vez por ir a pie. ¿Se lo había contado ya? ¡Oh! Somos una familia muy extraña.

—Pero, ¿de qué charláis?

Al oír esta pregunta, la muchacha se echó a reír.

—¡Buenas noches!

Empezó a andar por el pasillo que conducía hacia su casa. Después, pareció recordar algo y regresó para mirar a Montag con expresión intrigada y curiosa.

—¿Es usted feliz? —preguntó.

—¿Que si soy qué? —replicó él. Pero ella se había marchado, corriendo bajo el claro de luna. La puerta de la casa se cerró con suavidad.


—¡Feliz! ¡Menuda tontería!

Montag dejó de reír.

Metió la mano en el agujero en forma de guante de su puerta principal y le dejó percibir su tacto. La puerta, se deslizó hasta quedar abierta. «Claro que soy feliz. ¿Qué cree esa muchacha? ¿Qué no lo soy?», preguntó a las silenciosas habitaciones. Se quedó inmóvil, con la mirada levantada hacia la reja del ventilador del vestíbulo, y, de pronto, recordó que algo estaba oculto tras aquella reja, algo que parecía estar espiándole en aquel momento. Montag se apresuró, a desviar su mirada.

¡Qué extraño encuentro en una extraña noche! No recordaba nada igual, excepto una tarde, un año atrás, en que se encontró con un viejo en el parque y ambos hablaron...

Montag meneó la cabeza. Miró una pared desnuda. El rostro de la muchacha estaba allí, verdaderamente hermoso por lo que podía recordar; o mejor dicho, sorprendente. Tenía un rostro muy delgado, como la esfera de un pequeño reloj entrevisto en una habitación oscura a medianoche, cuando uno se despierta para ver la hora y descubre el reloj que le dice la hora, el minuto y el segundo, con un silencio blanco y un resplandor, lleno de seguridad y sabiendo lo que debe decir de la noche que discurre velozmente hacia ulteriores tinieblas, pero que también se mueve hacia un nuevo sol.

—¿Qué? — preguntó Montag a su otra mitad, aquel imbécil subconsciente que a veces andaba balbuceando, completamente desligado de su voluntad, su costumbre y su conciencia.

Volvió a mirar la pared. El rostro de ella también se parecía mucho a un espejo. Imposible, ¿cuánta gente había que refractase hacia uno su Propia luz? Por lo general, la gente era —Montag buscó un símil, lo encontró en su trabajo— como antorchas, que ardían hasta consumirse. ¡Cuán pocas veces los rostros de las otras personas captaban algo tuyo y te devolvían tu propia expresión, tus pensamientos más íntimos! ¡Aquella muchacha tenía un increíble poder de identificación; era como el ávido espectador de una función de marionetas, previendo cada parpadeo, cada movimiento de una mano, cada estremecimiento de un dedo, un momento antes de que sucediese. ¿Cuánto rato habían caminado juntos? ¿Tres minutos? ¿Cinco? Sin embargo, ahora le parecía un rato interminable. ¡Qué inmensa figura tenía ella en el escenario que se extendía ante sus ojos! ¡Qué sombra producía en la pared con su esbelto cuerpo! Montag se dio cuenta de que, si le picasen los ojos, ella pestañearía. Y de que si los músculos de sus mandíbulas se tensaran imperceptiblemente, ella bostezaría mucho antes de que lo hiciera él.

«Pero —pensó Montag—, ahora que caigo en ello, la chica parecía estar esperándome allí, en la calle, tan avanzada hora de la noche...»

Montag abrió la puerta del dormitorio.

Era como entrar en la fría sala de un mausoleo después de haberse puesto la luna. Oscuridad completa, ni un atisbo del plateado mundo exterior; las ventanas herméticamente cerradas convertían la habitación en un mundo de ultratumba en el que no podía penetrar ningún ruido de la gran ciudad. La habitación no estaba vacía.

Montag escuchó.

El delicado zumbido en el aire, semejante al de un mosquito, el murmullo eléctrico de una avispa oculta en su cálido nido. La música era casi lo bastante fuerte para que él pudiese seguir la tonada.

Montag sintió que su sonrisa desaparecía, se fundía, era absorbida por su cuerpo como una corteza de sebo, como el material de una vela fantástica que hubiese ardido demasiado tiempo para acabar derrumbándose y apagándose. Oscuridad. No se sentía feliz. No era feliz. Pronunció las palabras para sí mismo. Reconocía que éste era el verdadero estado de sus asuntos. Llevaba su felicidad como una máscara, y la muchacha se había marchado con su careta y no había medio de ir hasta su puerta y pedir que se la devolviera.

Sin encender la luz, Montag imaginó qué aspecto tendría la habitación. Su esposa tendida en la cama, descubierta y fría, como un cuerpo expuesto en el borde de la tumba, su mirada fija en el techo mediante invisibles hilos de acero, inamovibles. Y en sus orejas las diminutas conchas, las radios como dedales fuertemente apretadas, y un océano electrónico de sonido, de música y palabras, afluyendo sin cesar a las playas de su cerebro despierto. Desde luego la habitación estaba vacía esa noche, las olas llegaban y se la llevaban con la gran marea de sonido, flotando, ojiabierta hacia la mañana en que Mildred no hubiese navegado por aquel mar, no se hubiese adentrado espontáneamente por tercera vez.

La habitación era fresca; sin embargo, Montag sintió que no podía respirar. No quería correr las cortinas y abrir los ventanales, porque no deseaba que la luna penetrara en el cuarto.

Por lo tanto, con la sensación de un hombre que ha de morir en menos de una hora, por falta de aire que respirar, se dirigió a tientas hacia su cama abierta, separada y, en consecuencia, fría.

Un momento antes de que su pie tropezara con el objeto que había en el suelo, advirtió lo que iba a ocurrir. Se asemejaba a la sensación que había experimentado antes de doblar la esquina y atropellar casi a la muchacha. Su pie, al enviar vibraciones hacia delante, había recibido los ecos de la pequeña barrera que se cruzaba en su camino antes de que llegara a alcanzarlo. El objeto produjo un tintineo sordo y se deslizó en la oscuridad.

Montag permaneció muy erguido, atento a cualquier sonido de la persona que ocupaba la oscura cama en la oscuridad totalmente impenetrable. La respiración que surgía por la nariz era tan débil que sólo afectaba a las formas más superficiales de vida, una diminuta hoja, una pluma negra, una fibra de cabello.

Montag seguía sin desear una luz exterior. Sacó su encendedor, oyó que la salamandra rascaba en el disco de plata, produjo un chasquido...

Dos pequeñas lunas le miraron a la luz de la llamita; dos lunas pálidas, hundidas en un arroyo de agua clara, sobre las que pasaba la vida del mundo, sin alcanzarlas.

—¡Mildred!

El rostro de ella era como una isla cubierta de nieve sobre la que podía caer la lluvia sin causar ningún efecto; sobre la que podían pasar las movibles sombras de las nubes, sin causarle ningún efecto. Sólo había el canto de las diminutas radios en sus orejas herméticamente taponadas, y su mirada vidriosa, y su respiración suave, débil, y su indiferencia hacia los movimientos de Montag.

El objeto que él había enviado a rodar con él resplandeció bajo el borde de su propia cama. La botellita de cristal previamente llena con treinta píldoras para dormir y que, ahora, aparecía destapada y vacía a la luz de su encendedor.

Mientras permanecía inmóvil, el cielo que se extendía sobre la casa empezó a aullar. Se produjo un sonido desgarrador, como si dos manos gigantes hubiesen desgarrado por la costura veinte mil kilómetros de tela negra. Montag se sintió partido en dos. Le pareció que su pecho se hundía y se desgarraba. Las bombas cohetes siguieron pasando, pasando, una, dos, una dos, seis de ellas, nueve de ellas, doce de ellas, una y una y otra y otra lanzaron sus aullidos por él. Montag abrió la boca y dejó que el chillido penetrara y volviera a salir entre sus dientes descubiertos. La casa se estremeció El encendedor se apagó en sus manos. Las dos pequeñas lunas desaparecieron. Montag sintió que su mano se precipitaba hacia el teléfono.

Los cohetes habían desaparecido. Montag sintió que sus labios se movían, rozaban el micrófono del aparato telefónico.

—Hospital de urgencia.

Un susurro terrible.

Montag sintió que las estrellas habían sido pulverizadas por el sonido de los negros reactores, y que, la mañana, la tierra estaría cubierta con su polvo, como si se tratara de una extraña nieve. Aquél fue el absurdo pensamiento que se le ocurrió mientras se estremecía en la oscuridad, mientras sus labios seguían moviéndose.


Tenían aquella máquina. En realidad, tenían dos. Una de ellas se deslizaba hasta el estómago como una cobra negra que bajara por un pozo en busca de agua antigua y del tiempo antiguo reunidos allí. Bebía la sustancia verduzca que subía a la superficie en un lento hervir. ¿Bebía de la oscuridad? ¿Absorbía todos los venenos acumulados por los años? Se alimentaba en silencio, con un ocasional sonido de asfixia interna y ciega búsqueda. Aquello tenía un Ojo. El impasible operario de la máquina podía, poniéndose un casco óptico especial, atisbar en el alma de la persona a quien estaba analizando. ¿Qué veía el Ojo? No lo decía. Montag veía, aunque sin ver, lo que el Ojo estaba viendo. Toda la operación guardaba cierta semejanza con la excavación de una zanja en el patio de su propia casa. La mujer que yacía en la cama no era más que un duro estrato de mármol al que habían llegado. De todos modos, adelante, hundamos más el taladro, extraigamos el vacío, si es que podía sacarse el vacío mediante la succión de la serpiente. El operario fumaba un cigarrillo. La otra máquina funcionaba también.

La manejaba un individuo igualmente impasible, vestido con un mono de color pardo rojizo. Esta máquina extraía toda la sangre del cuerpo y la sustituía por sangre nueva y suero.

—Hemos de limpiarnos de ambas maneras —dijo el operario, inclinándose sobre la silenciosa mujer —. Es inútil lavar el estómago si no se lava la sangre. Si se deja esa sustancia en la sangre, ésta golpea el cerebro con la fuerza de un mazo, mil, dos mil veces, hasta que el cerebro ya no puede más y se apaga.

—¡Deténganse! —exclamó Montag.

—Es lo que iba a decir —dijo el operario.

—¿Han terminado?

Los hombres empaquetaron las máquinas.

—Estamos listos.

La cólera de Montag ni siquiera les afectó. Permanecieron con el cigarrillo en los labios, sin que el humo que penetraba en su nariz y sus ojos les hiciera parpadear.

—Serán cincuenta dólares.

—Ante todo, ¿por qué no me dicen si sanará?

—¡Claro que se curará! Nos llevamos todo el veneno en esa maleta y, ahora, ya no puede afectarle. Como he dicho, se saca lo viejo, se pone lo nuevo y quedan mejor que nunca.

—Ninguno de ustedes es médico. ¿Por qué no han enviado uno?

—¡Diablo! —El cigarrillo del operario se movió, sus labios—. Tenemos nueve o diez casos como ése cada noche. Tantos que hace unos cuantos años tuvimos que construir estas máquinas especiales. Con lente óptica, claro está, resultan una novedad, el resto es viejo. En un caso así no hace falta doctor; lo único que se requiere son dos operarios hábiles y liquidar el problema en media hora. Bueno —se dirigió hacia la puerta—, hemos de irnos. Acabamos de recibir otra llamada en nuestra radio auricular. A diez manzanas de aquí. Alguien se ha zampado una caja de píldoras, si vuelve a necesitarnos, llámenos. Procure que su esposa permanezca quieta. Le hemos inyectado un antisedante, se levantará bastante hambrienta. Hasta la vista.

Y los hombres cogieron la máquina y el tubo, caja de melancolía líquida y traspasaron la puerta.

Montag se dejó caer en una silla y contempló a su mujer. Ahora tenía los ojos cerrados, apaciblemente él alargó una mano para sentir en la palma la tibieza de su respiración.

—Mildred —dijo por fin.

«Somos demasiados —pensó—. Somos miles de millones, es excesivo. Nadie conoce a nadie. Llegan unos desconocidos y te violan, llegan unos desconocidos y te desgarran el corazón. Llegan unos desconocidos y se llevan la sangre. ¡Válgame Dios! ¿Quiénes son esos hombres? ¡Jamás les había visto!»

Transcurrió media hora.

El torrente sanguíneo de aquella mujer era nuevo y parecía haberla cambiado. Sus mejillas estaban muy sonrojadas y sus labios aparecían frescos y llenos de color, suaves y tranquilos. Allí había la sangre de otra persona. Si hubiera también la carne, el cerebro y la memoria de otro... Si hubiesen podido llevarse su cerebro a la lavandería, para vaciarle los bolsillos y limpiarlo a fondo, devolviéndolo como nuevo a la mañana siguiente... Si...

Montag se levantó, descorrió las cortinas y abrió las ventanas de par en par para dejar entrar el aire nocturno. Eran las dos de la madrugada. ¿Era posible que sólo hubiera transcurrido una hora desde que encontró a Clarisse McClellan en la calle, que él había entrado para encontrar la habitación oscura, desde que su pie había golpeado la botellita de cristal? Sólo una hora, pero el mundo se había derrumbado y vuelto a constituirse con una forma nueva e incolora.

De la casa de Clarisse, por encima del césped iluminado por el claro de luna, llegó el eco de unas risas; la de Clarisse, la de sus padres y la del tío que sonreía tan sosegado y ávidamente. Por encima de todo, sus risas eran tranquilas y vehementes, jamás forzadas, y procedían de aquella casa tan brillantemente iluminada a avanzada hora de la noche, en tanto que todas las demás estaban cerradas en sí mismas, rodeadas de oscuridad. Montag oyó las voces que hablaban, hablaban, tejiendo y volviendo a tejer su hipnótica tela.

Montag salió por el ventanal y atravesó el césped, sin darse cuenta de lo que hacía. Permaneció en la sombra, frente a la casa iluminada, pensando que podía llamar a la puerta y susurrar: «Dejadme pasar. No diré nada. Sólo deseo escuchar. ¿De qué estáis hablando?»

Pero, en vez de ello, permaneció inmóvil, muy frío con el rostro convertido en una máscara de hielo, escuchando una voz de hombre —¿la del tío?— que hablaba con tono sosegado:

—Bueno, al fin y al cabo, ésta es la era del tejido disponible. Dale un bufido a una persona, atácala, ahuyéntala, localiza otra, bufa, ataca, ahuyenta. Todo el mundo utiliza las faldas de todo el mundo. ¿Cómo puede esperarse que uno se encariñe por el equipo de casa cuando ni siquiera se tiene un programa o se conocen los nombres? Por cierto, ¿qué colores de camiseta llevan cuando salen al campo?

Montag regresó a su casa, dejó abierta la ventana, comprobó el estado de Mildred, la arropó cuidadosamente y, después, se tumbó bajo el claro de luna, que formaba una cascada de plata en cada uno de sus ojos.

Una gota de lluvia. Clarisse. Otra gota. Mildred. Una tercera. El tío. Una cuarta. El fuego esta noche. Una, Clarisse. Dos, Mildred. Tres, tío.

Cuatro, fuego. Una, Mildred, dos Clarisse. Una, dos, tres, cuatro, cinco, Clarisse, Mildred, tío, fuego, tabletas soporíferas, hombres, tejido disponible, faldas, bufido, ataque, rechazo, Clarisse, Mildred, tío, fuego, tabletas, tejidos, bufido, ataques, rechace. ¡Una, dos, tres, una, dos, tres! Lluvia. La tormenta. El tío riendo. El trueno descendiendo desde lo alto. Todo el mundo cayendo convertido en lluvia. El fuego ascendiendo en el volcán. Todo mezclado en un estrépito ensordecedor y en un torrente, que se encaminaba hacia el amanecer.

—Ya no entiendo nada de nadie —dijo Montag.

Y dejó que una pastilla soporífera se disolviera en su lengua.


A las nueve de la mañana, la cama de Mildred estaba vacía.

Montag se levantó apresuradamente. Su corazón latía rápidamente, corrió vestíbulo abajo y se detuvo en la puerta de la cocina.

Una tostada asomó por el tostador plateado, y fue recogida por una mano metálica que la embadurnó de mantequilla derretida. Mildred contempló cómo la tostada pasaba a su plato. Tenía las orejas cubiertas con abejas electrónicas que, con su susurro, ayudaban a pasar el tiempo. De pronto, la mujer levantó la mirada, vio a Montag, le saludó con la cabeza.

—¿Estás bien? —preguntó Montag.

Mildred era experta en leer el movimiento de los labios, a consecuencia de diez años de aprendizaje con las pequeñas radios auriculares. Volvió a asentir. Introdujo otro pedazo de pan en la tostadora. Montag se sentó. Su esposa dijo:

—No entiendo por qué estoy tan hambrienta.

—Es que...

—Estoy hambrienta.

—Anoche... —empezó a decir él.

—No he dormido bien. Me siento fatal. ¡Caramba! ¡Qué hambre tengo! No lo entiendo.

—Anoche —volvió a decir él. Ella observó distraídamente sus labios.

—¿Qué ocurrió anoche?

—¿No lo recuerdas?

—¿Qué? ¿Celebramos una juerga o algo por el estilo? Siento como una especie de jaqueca. ¡Dios, qué hambre tengo! ¿Quién estuvo aquí?

—Varias personas.

—Es lo que me figuraba. —Mildred mordió su tostada— Me duele el estómago, pero tengo un hambre canina. Supongo que no cometí ninguna tontería durante la fiesta.

—No —respondió él con voz queda. La tostadora le ofreció una rebanada untada con mantequilla.

Montag alargó la mano, sintiéndose agradecido.

—Tampoco tú pareces estar demasiado en forma —dijo su esposa.


A última hora de la tarde llovió, y todo el mundo adquirió un color grisáceo oscuro. En el vestíbulo de casa, Montag se estaba poniendo la insignia con la salamandra anaranjada. Levantó la mirada hacia la rejilla del aire acondicionado que había en el vestíbulo. Su esposa, examinando un guión en la salita, apartó la mirada el tiempo suficiente para observarle,

—¡Eh! —dijo—. ¡El hombre está pensando!

—Sí —dijo él—. Quería hablarte. —Hizo una pausa—. Anoche, te tomaste todas las píldoras de tu botellita de somníferos.

—¡Oh, jamás haría eso! —replicó ella, sorprendida.

—El frasquito estaba vacío.

—Yo no haría una cosa como ésa, ¿Por qué tendría que haberlo hecho?

—Quizá te tomaste dos píldoras, lo olvidaste, volviste a tomar otras dos, y así sucesivamente hasta quedar tan aturdida que seguiste tomándolas mecánicamente hasta tragar treinta o cuarenta de ellas.

—Cuentos —dijo ella—. ¿Por qué podría haber querido hacer semejante tontería?

—No lo sé. Era evidente que Mildred estaba esperando a que Montag se marchase.

—No lo he hecho —insistió la mujer—. No lo haría ni en un millón de años.

—Muy bien. Puesto que tú lo dices...

—Eso es lo que dice la señora.

Ella se concentró de nuevo en el guión.

—¿Qué dan esta tarde? —preguntó Montag con tono aburrido. Mildred volvió a mirarle.

—Bueno, se trata de una obra que transmitirán en circuito moral dentro de diez minutos. Esta mañana me han enviado mi papel por correo. Yo les había enviado varias tapas de cajas. Ellos escriben el guión con un papel en blanco. Se trata de una nueva idea. La concursante, o sea yo, ha de recitar ese papel. Cuando llega el momento de decir las líneas que faltan, todos me miran desde las tres paredes, y yo las digo. Aquí, por ejemplo, el hombre dice: «¿Qué te parece esta idea, Helen?» Y me mira mientras yo estoy sentada aquí en el centro del escenario, ¿comprendes? Y yo replico, replico... –Hizo una pausa y, con el dedo, buscó una línea del guión. «¡Creo que es estupenda!» Y así continúan con la obra hasta que él dice: «¿Está de acuerdo con esto, Helen?», y yo «¡Claro que sí!» ¿Verdad que es divertido, Guy?

El permaneció en el vestíbulo, mirándola.

—Desde luego, lo es —prosiguió ella.

—¿De qué trata la obra?

—Acabo de decírtelo. Están esas personas llamadas Bob, Ruth y Helen.

—¡Oh!

—Es muy distraída. Y aún lo será más cuando podamos instalar televisión en la cuarta pared.

¿Cuánto crees que tardaremos ahora para poder sustituir esa pared por otra con televisión? Sólo cuesta dos mil dólares.

—Eso es un tercio de mi sueldo anual.

—Sólo cuesta dos mil dólares —repitió ella—. Y creo que alguna vez deberías tenerme cierta consideración. Si tuviésemos la cuarta pared... ¡Oh! Sería como si esta sala ya no fuera nuestra en absoluto, sino que perteneciera a toda clase de gente exótica. Podríamos pasarnos de algunas cosas.

—Ya nos estamos pasando de algunas para pagar la tercera pared. Sólo hace dos meses que la instalamos. ¿Recuerdas?

—¿Tan poco tiempo hace? —se lo quedó mirando durante un buen rato—. Bueno, adiós.

—Adiós —dijo él. Se detuvo y se volvió hacia su mujer—. ¿Tiene un final feliz?

—Aún no he terminado de leerla.

Montag se acercó, leyó la última página, asintió, dobló el guión y se lo devolvió a Mildred. Salió de casa y se adentró en la lluvia.


El aguacero iba amainando, y la muchacha andaba por el centro de la acera, con la cabeza echada hacia atrás para que las gotas le cayeran en el rostro. Cuando vio a Montag, sonrió.

—¡Hola! Él contestó al saludo y después, dijo: —¿Qué haces ahora?

—Sigo loca. La lluvia es agradable. Me encanta caminar bajo la lluvia.

—No creo que a mí me gustase.

—Quizá sí, si lo probara.

—Nunca lo he hecho.

Ella se lamió los labios.

—La lluvia incluso tiene buen sabor.

—¿A qué te dedicas? ¿A andar por ahí probando todo una vez? —inquirió Montag.

—A veces, dos. —La muchacha contempló algo que tenía en una mano

—¿Qué llevas ahí?

—Creo que es el último diente de león de este año. Me parecía imposible encontrar uno en el césped, avanzada la temporada. ¿No ha oído decir eso de frotárselo contra la barbilla? Mire.

Clarisse se tocó la barbilla con la flor, riendo.

—¿Para qué?

—Si deja señal, significa que estoy enamorada, ¿ha ensuciado?

Él sólo fue capaz de mirar.

—¿Qué? —preguntó ella

—Te has manchado de amarillo.

—¡Estupendo! Probemos ahora con usted.

—Conmigo no dará resultado.

—Venga. —Antes de que Montag hubiese podido moverse la muchacha le puso el diente de león bajo la barbilla. Él se echó hacia atrás y ella rió—. ¡Estése quieto! Atisbó bajo la barbilla de él y frunció el ceño.

—¿Qué? —dijo Montag.

—¡Qué vergüenza! No está enamorado de nadie.

—¡Sí que lo estoy!

—Pues no aparece ninguna señal.

—¡Estoy muy enamorado! —Montag trató de evocar un rostro que encajara con sus palabras, pero no lo encontró—. ¡Sí que lo estoy!

—¡Oh, por favor, no me mire de esta manera!

—Es el diente de león —replicó él—. Lo has gastado todo contigo. Por eso no ha dado resultado en mí.

—Claro, debe de ser eso. ¡Oh! Ahora, le he enojado. Ya lo veo. Lo siento, de verdad. La muchacha le tocó en un codo.

—No, no —se apresuró a decir él—. No me ocurre absolutamente nada.

—He de marcharme. Diga que me perdona. No quiero que esté enojado conmigo.

—No estoy enojado. Alterado, sí.

—Ahora he de ir a ver a mi psiquiatra. Me obligan a ir. Invento cosas que decirle. Ignoro lo que pensará de mí ¡Dice que soy una cebolla muy original! Le tengo ocupado pelando capa tras capa.

—Me siento inclinado a creer que necesitas a ese psiquiatra —dijo Montag.

—No lo piensa en serio.

Él inspiró profundamente, soltó el aire y, por último dijo:

—No, no lo pienso en serio.

—El psiquiatra quiere saber por qué salgo a pasear por el bosque, a observar a los pájaros y a coleccionar mariposas. Un día, le enseñaré mi colección.

—Bueno.

—Quieren saber lo que hago a cada momento. Les digo que a veces me limito a estar sentada y a pensar. Pero no quiero decirles sobre qué. Echarían a correr. Y, a veces, les digo, me gusta echar la cabeza hacia atrás, así, y dejar que la lluvia caiga en mi boca. Sabe a vino. ¿Lo ha probado alguna vez?

—No, yo...

—Me ha perdonado usted, ¿verdad?

—Sí —Montag meditó sobre aquello—. Sí, te he perdonado. Dios sabrá por qué. Eres extraña, eres irritante y, sin embargo, es fácil perdonarte. ¿Dices que tienes diecisiete años?

—Bueno, los cumpliré el mes próximo.

—Es curioso. Mi esposa tiene treinta y, sin embargo, hay momentos en que pareces mucho mayor ella. No acabo de entenderlo.

—También usted es extraño, Mr. Montag. A veces, hasta olvido que es bombero. Ahora, ¿puedo encolerizarle de nuevo?

—Adelante.

—¿Cómo empezó eso? ¿Cómo intervino usted? ¿Cómo escogió su trabajo y cómo se le ocurrió buscar el empleo que tiene? Usted no es como los demás. He visto a unos cuantos. Lo sé. Cuando hablo, usted me mira. Anoche, cuando dije algo sobre la luna, usted la miró. Los otros nunca harían eso. Los otros se alejarían, dejándome con la palabra en la boca. O me amenazarían. Nadie tiene ya tiempo para nadie. Usted es uno de pocos que congenian conmigo. Por eso pienso que es tan extraño que sea usted bombero. Porque la verdad que no parece un trabajo indicado para usted.

Montag sintió que su cuerpo se dividía en calor y frialdad, en suavidad y dureza, en temblor y firmeza, ambas mitades se fundían la una contra la otra.

—Será mejor que acudas a tu cita —dijo, por fin.

Y ella se alejó corriendo y le dejó plantado allí, bajo la lluvia. Montag tardó un buen rato en moverse.

Y luego, muy lentamente, sin dejar de andar, levantó el rostro hacia la lluvia, sólo por un momento, y abrió la boca...

El Sabueso Mecánico dormía sin dormir, vivía sin vivir en el suave zumbido, en la suave vibración de la perrera débilmente iluminada, en un rincón oscuro de la parte trasera del cuartel de bomberos. La débil luz de la una de la madrugada, el claro de luna enmarcado en el gran ventanal tocaba algunos puntos del latón, el cobre y el acero de la bestia levemente temblorosa. La luz se reflejaba en porciones de vidrio color rubí y en sensibles pelos capilares, del hocico de la criatura, que temblaba suave, suavemente, con sus ocho patas de pezuñas de goma recogidas bajo el cuerpo.

Montag se deslizó por la barra de latón abajo. Se asomó a observar la ciudad, y las nubes habían desaparecido por completo; encendió un cigarrillo, retrocedió para inclinarse y mirar al Sabueso. Era como una gigantesca abeja que regresaba a la colmena desde algún campo donde la miel está llena de salvaje veneno, de insania o de pesadilla, con el cuerpo atiborrado de aquel néctar excesivamente rico, y, ahora, estaba durmiendo para eliminar de sí los humores malignos.

—Hola —susurró Montag, fascinado como siempre, por la bestia muerta, la bestia viviente.

De noche, cuando se aburrían, lo que ocurría a diario los hombres se dejaban resbalar por las barras de latón y ponían en marcha las combinaciones del sistema olfativo del Sabueso, y soltaban ratas en el área del cuartel de bomberos; otras veces, pollos, y otras, gatos que, de todos modos, hubiesen tenido que ser ahogados, y se hacían apuestas acerca de qué presa el Sabueso cogería primero. Los animales eran soltados. Tres segundos más tarde, el fuego había terminado, la rata, el gato o el pollo atrapado en mitad del patio, sujeto por las suaves pezuñas, mientras una aguja hueca de diez centímetros surgía del morro del Sabueso para inyectar una dosis masiva de morfina o de procaína. La presa era arrojada luego al incinerador. Empezaba otra partida.

Cuando ocurría esto, Montag solía quedarse arriba. Hubo una vez, dos años atrás, en que hizo una apuesta y perdió el salario de una semana, debiendo enfrentarse con la furia insana de Mildred, que aparecía en sus venas y sus manchas rojizas. Pero, ahora, durante la noche, permanecía tumbado en su litera, con el rostro vuelto hacia la pared, escuchando las carcajadas de abajo y el rumor de las patas de los roedores, seguidos del rápido y silencioso movimiento del Sabueso que saltaba bajo la cruda luz, encontrando, sujetando a su víctima, insertando la aguja y regresando a su perrera para morir como si se hubiese dado vueltas a un conmutador.

Montag tocó el hocico. El Sabueso gruñó.

Montag dio un salto hacia atrás.

El Sabueso se levantó a medias en su perrera miró con ojos verdeazulados de neón que parpadea, en sus globos repentinamente activados. Volvió a gruñir, una extraña combinación de siseo eléctrico, de pitar y de chirrido de metal, un girar de engranajes parecían oxidados y llenos de recelo.

—No, no, muchacho —dijo Montag.

El corazón le latió fuertemente. Vio que la aguja plateada asomaba un par de centímetros, volvía a ocultarse, asomaba un par de centímetros, volvía a ocultarse, asomaba, se ocultaba. El gruñido se acentuó, la bestia miró a Montag.

Éste retrocedió. El Sabueso adelantó un paso en su perrera. Montag cogió la barra de metal con una mano. La barra, reaccionando, se deslizó hacia arriba y silenciosamente, le llevó más arriba del techo, débilmente iluminada. Estaba tembloroso y su rostro tenía un color blanco verdoso. Abajo, el Sabueso había vuelto a agazaparse sobre sus increíbles ocho patas de insecto y volvía a ronronear para sí mismo, con sus ojos de múltiples facetas en paz.

Montag esperó junto al agujero a que se calmaran sus temores. Detrás de él, cuatro hombres jugaban a los naipes bajo una luz con pantalla verde, situada en una esquina. Los jugadores lanzaron una breve mirada a Montag, pero no dijeron nada. Sólo el hombre que llevaba el casco de capitán y el signo del cenit en el mismo, habló por último, con curiosidad, sosteniendo las cartas en una de sus manos, desde el otro lado de la larga habitación.

—Montag...

—No le gusto a ése —dijo Montag.

—¿Quién, al Sabueso? —El capitán estudió sus naipes—. Olvídate de ello. Ése no quiere ni odia. Simplemente, funciona. Es como una lección de balística. Tiene una trayectoria que nosotros determinamos. Él la sigue rigurosamente. Persigue el blanco, lo alcanza, y nada más. Sólo es alambre de cobre, baterías de carga y electricidad.

Montag tragó saliva.

—Sus calculadoras pueden ser dispuestas para cualquier combinación, tantos aminoácidos, tanto azufre, tanta grasa, tantos álcalis. ¿No es así?

—Todos sabemos que sí.

—Las combinaciones químicas y porcentajes de cada uno de nosotros están registrados en el archivo general del cuartel, abajo. Resultaría fácil para alguien introducir en la memoria del Sabueso una combinación parcial, quizá un toque de aminoácido. Eso explicaría lo que el animal acaba de hacer. Ha reaccionado contra mí.

—¡Diablos! —exclamó el capitán.

—Irritado, pero no completamente furioso. Sólo con la suficiente memoria para gruñirme al tocarlo.

—¿Quién podría haber hecho algo así? —preguntó el capitán—. Tú no tienes enemigos aquí, Guy.

—Que yo sepa, no.

—Mañana haremos que nuestros técnicos verifiquen el Sabueso.

—No es la primera vez que me ha amenazado —dijo Montag—. El mes pasado ocurrió dos veces.

—Arreglaremos esto, no te preocupes.

Pero Montag no se movió y siguió pensando en la reja del ventilador del vestíbulo de su casa, y en lo que había oculto detrás de la misma. Si alguien del cuartel de bomberos estuviese enterado de lo del ventilador, ¿no podría ser que se lo «contara» al Sabueso...?

El capitán se acercó al agujero de la sala y lanzó una inquisitiva mirada a Montag.

—Estaba pensando —dijo Montag— en qué está pensando el Sabueso Mecánico ahí abajo, toda la noche. ¿Está vivo de veras? Me produce escalofríos.

—Él no piensa nada que no deseemos que piense.

—Es una pena —dijo Montag con voz queda—, porque lo único que ponemos en su cerebro es cacería, búsqueda y matanza. ¡Qué vergüenza que solamente haya de conocer eso!

Beatty resopló amablemente.

—¡Diablos! Es una magnífica pieza de artesanía, un proyectil que busca su propio objetivo y garantiza el blanco cada vez.

—Por eso no quisiera ser su próxima víctima —replicó Montag.

—¿Por qué? ¿Te remuerde la conciencia acerca de algo?

Montag levantó la mirada con rapidez.

Beatty permanecía allí, mirándole fijamente a los ojos, en tanto que su boca se abría y empezaba a respirar con suavidad.


Uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete días. Y cada vez que él salía de la casa. Clarisse estaba por allí, en algún lugar del mundo. Una vez, Montag la vio sacudiendo un nogal; otra, sentada en el césped, tejiendo un jersey azul; en tres o cuatro ocasiones, encontró un ramillete de flores tardías en el porche de su casa, o un puñado de nueces en un pequeño saquito, o varias hojas otoñales pulcramente clavadas en una cuartilla de papel blanco, sujeta en su puerta. Clarisse le acompañaba cada día hasta la esquina. Un día, llovía; el siguiente, estaba despejado; el otro, soplaba un fuerte viento, y el de más allá, todo estaba tranquilo y en calma; el día siguiente a ese día en calma fue semejante a un horno veraniego y Clarisse apareció con el rostro quemado por el sol.

—¿Por qué será —dijo él una vez, en la entrada del «Metro»— que tengo la sensación de conocerte desde hace muchos años?

—Porque le aprecio a usted —replicó ella—, y no deseo nada suyo. Y porque nos conocemos mutuamente.

—Me haces sentir muy viejo y parecido a un padre.

—¿Puede explicarme por qué no tiene ninguna hija como yo, si le gustan tanto los niños?

—Lo ignoro.

—¡Bromea usted!

—Quiero decir... —Montag calló y meneó la cabeza— . Bueno, es que mi esposa... Ella nunca ha deseado tener niños.

La muchacha dejó de sonreír.

—Lo siento. Me había parecido que se estaba burlando de mí. Soy una tonta.

—No, no —replicó Montag—. Ha sido una buena pregunta. Hacía mucho tiempo que nadie se interesaba por mí para hacérmela. Una buena pregunta.

—Hablemos de otra cosa. ¿Ha olido alguna vez unas hojas viejas? ¿Verdad que huelen a cinamomo? Tome, huela.

—Caramba, sí, en cierto modo, parece cinamomo.

Clarisse le miró con sus transparentes ojos oscuros.

—Siempre parece ofendido.

—Es que no he tenido tiempo...

—¿Se fijó en los carteles alargados, tal como le dije?

—Creo que sí. Sí.

Montag tuvo que reírse.

—Su risa parece mucho más simpática que antes.

—¿De veras?

—Mucho más tranquila.

Montag se sintió a gusto y cómodo,

—¿Por qué no estás en la escuela? Cada día te encuentro vagabundeando por ahí.

—¡Oh, no me echan en falta! —contestó ella—. creen que soy insociable. No me adapto. Es muy extraño. En el fondo, soy muy sociable. Todo depende de lo que se entienda por ser sociable, ¿no? Para mí, representa hablar de cosas como éstas. —Hizo sonar unas nueces que habían caído del árbol del patio—. O comentar lo extraño que es el mundo. Estar con la gente es agradable. Pero no considero que sea sociable reunir a un grupo de gente y, después, no dejar que hable. Una hora de clase TV, una hora de baloncesto, de pelota base o de carreras, otra hora de transcripción o de reproducción de imágenes, y más deportes. Pero ha de saber que nunca hacemos preguntas, o por lo menos, la mayoría no las hace; no hacen más que lanzarte las respuestas ¡zas!, ¡zas!, y nosotros sentados allí durante otras cuatro horas de clase cinematográfica. Esto no tiene nada que ver con la sociabilidad. Hay muchas chimeneas y mucha agua que mana por ellas, y todos nos decimos es vino, cuando no lo es. Nos fatigan tanto que al terminar el día, sólo somos capaces de acostarnos, ir a un Parque de Atracciones para empujar a la gente, romper cristales en el Rompedor de Ventanas o triturar automóviles en el Aplastacoches; con la gran bola de acero. Al salir en automóvil y recorrer las calles, intentando comprobar cuán cerca de los faroles es posible detenerte, o quién es el último que salta del vehículo antes de que se estrelle. Supongo que soy todo lo que dicen de mí, desde luego. No tengo ningún amigo. Esto debe demostrar que soy anormal. Pero todos aquellos a quienes conozco andan gritando o bailando por ahí como locos, o golpeándose mutuamente. ¿Se ha dado cuenta de cómo, en la actualidad, la gente se zahiere entre sí?

—Hablas como una vieja.

—A veces, lo soy. Temo a los jóvenes de mi edad. Se matan mutuamente. ¿Siempre ha sido así? Mi tío dice que no. Sólo en el último año, seis de mis compañeros han muerto por disparo. Otros diez han muerto en accidente de automóvil. Les temo, y ellos no me quieren por este motivo. Mi tío dice que su abuelo recordaba cuando los niños no se mataban entre sí. Pero de eso hace mucho, cuando todo era distinto. Mi tío dice que creían en la responsabilidad. Ha de saber que yo soy responsable. Años atrás, cuando lo merecía, me azotaban. Y hago a mano todas las compras de la casa, y también la limpieza. Pero por encima de todo —prosiguió diciendo Clarisse—, me gusta observar a la gente. A veces, me paso el día entero en el «Metro», y los contemplo y los escucho. Sólo deseo saber qué son, qué desean y adónde van. A veces, incluso voy a los parques de atracciones y monto en los coches cohetes cuando recorren los arrabales de la ciudad a medianoche y la Policía no se mete con ellos con tal de que estén asegurados. Con tal de que todos tengan un seguro de diez mil, todos contentos. A veces, me deslizo a hurtadillas y escucho en el «Metro». O en las cafeterías. Y, ¿sabe qué?

—¿Qué?

—La gente no habla de nada.

—¡Oh, de algo hablarán!

—No, de nada. Citan una serie de automóviles, de ropa o de piscinas, y dicen que es estupendo. Pero todos dicen lo mismo y nadie tiene una idea original. En los cafés, la mayoría de las veces funcionan las máquinas de chistes, siempre los mismos, o la pared musical encendida y todas las combinaciones coloreadas y bajan, pero sólo se trata de colores y de dibujo abstracto. Y en los museos... ¿Ha estado en ellos? Todo es abstracto. Es lo único que hay ahora. Mi tío dice que antes era distinto. Mucho tiempo atrás, los cuadros algunas veces, decían algo o incluso representaban personas.

—Tu tío dice, tu tío dice... Tu tío debe de ser un hombre notable.

—Lo es. Sí que lo es. Bueno, he de marcharme. Adiós, Mr. Montag.

—Adiós.

—Adiós...


Uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete días: el cuartel de bomberos.

—Montag, estás puliendo esa barra como un pájaro encaramado en un árbol.

Tercer día.

—Montag, he visto que entrabas por la puerta posterior. ¿Te preocupa el Sabueso?

—No, no.

Cuatro días.

—¡Qué curioso, Montag! Esta mañana lo he oído contar. Un bombero de Seattle sintonizó adrede un sabueso mecánico con su propio complejo químico y, después, lo soltó. ¿Qué clase de suicidio llamarías a eso?

Cinco, seis, siete días.

Y, luego, Clarisse desapareció. Montag advirtió lo que ocurría aquella tarde, peor era no verla por allí. El césped estaba vacío, los árboles vacíos, la calle también, y si bien al principio Montag ni siquiera comprendió que la echaba en falta o que la estaba buscando, la realidad era que cuando llegó al «Metro» sentía en su interior débiles impulsos de intranquilidad. Algo ocurría, algo había alterado su rutina. Una rutina sencilla, es cierto, establecida en unos cuantos días, y, sin embargo...

Estuvo a punto de volver atrás para rehacer el camino, para dar tiempo a que la muchacha apareciese. Estaba seguro de que si seguía la misma ruta todo saldría bien. Pero era tarde, y la llegada del convoy puso punto final a sus planes.

El revoloteo de los naipes, el movimiento de las manos, de los párpados, el zumbido de la voz que anunciaba la hora en el techo del cuartel de bomberos: «... una treinta y cinco. Jueves mañana, 4 noviembre... Una treinta y seis... Una treinta y siete de la mañana... » El rumor de los naipes en la grasienta mesa... Todos los sonidos llegaban a Montag tras sus ojos cerrados, tras la barrera que había erigido momentáneamente. Percibía el cuartel lleno de centelleos y de silencio, de colores de latón, de colores de las monedas, de oro, de plata. Los hombres, invisibles, al otro lado de la mesa, suspiraban ante sus naipes, esperando. «Una cuarenta y cinco...» El reloj oral pronunció lúgubremente la fría hora de una fría mañana de un año aún más frío.

—¿Qué te ocurre, Montag?

El aludido abrió los ojos. Una radio susurraba en algún sitio: “la guerra puede ser declarada en cualquier momento. El país está listo para defender sus...”

El cuartel se estremeció cuando una numerosa escuadrilla de reactores lanzó su nota aguda en el oscuro cielo matutino.

Montag parpadeó. Beatty le miraba como si fuese una estatua en un museo. En cualquier momento, Beatty podía levantarse y acercársele, tocar, explorar su culpabilidad. ¿Culpabilidad? ¿Qué culpabilidad era aquélla?

—Tú juegas, Montag.

Miró a aquellos hombres, cuyos rostros estaban tostados por un millar de incendios auténticos y otros millones de imaginarios, cuyo trabajo les enrojecía las mejillas y ponía una mirada febril en sus ojos. Aquellos hombres que contemplaban con fijeza las llamas de encendedores de platino cuando encendían sus boquillas que ardían eternamente. Ellos y su cabello cubierto de carbón, sus cejas sucias de hollín y sus mejillas manchadas de ceniza cuando estaban recién afeitados; pero parecía su herencia. Montag dio un respingo y abrió la boca. ¿Había visto, alguna vez, a un bombero que no tuviese el cabello negro, las cejas negras, un rostro fiero y un aspecto hirsuto, incluso recién afeitado? ¡Aquellos hombres eran reflejos de sí mismo! Así, pues ¿se escogía a los bomberos tanto por su aspecto como por sus inclinaciones? El color de las brasas y la ceniza en ellos, y el ininterrumpido olor a quemado de sus pipas. Delante de él, el capitán Beatty lanzaba nubes de humo de tabaco. Beatty abría un nuevo paquete de picadura, produciendo al arrugar el celofán ruido de crepitar de llamas.

Montag examinó los naipes que tenía en las manos.

—Es... estaba, pensando sobre el fuego de la semana pasada. Sobre el hombre cuya biblioteca liquidamos. ¿Qué le sucedió?

—Se lo llevaron, chillando, al manicomio.

—Pero no estaba loco.

Beatty arregló sus naipes en silencio.

—Cualquier hombre que crea que puede engañar al Gobierno y a nosotros está loco.

—Trataba de imaginar —dijo Montag— qué sensación producía ver que los bomberos quemaban nuestras casas y nuestros libros.

—Nosotros no tenemos libros.

—Si los tuviésemos...

—¿Tienes alguno?

Beatty parpadeó lentamente.

—No.

Montag miró hacia la pared, más allá de ellos, en la que había las listas mecanografiadas de un millón de libros prohibidos. Sus nombres se consumían en el fuego, destruyendo los años bajo su hacha y su manguera, que arrojaba petróleo en vez de agua.

—No.

Pero, procedente de las rejas de ventilación de su casa, un fresco viento empezó a soplar helándole suavemente el rostro. Y, una vez más, se vio en el parque hablando con un viejo, un hombre muy viejo, y también el viento del parque era frío.

Montag vaciló:

—¿Siempre..., siempre ha sido así? ¿El cuartel de bomberos, nuestro trabajo? Bueno, quiero decir que hubo una época...

—¡Hubo una época! —repitió Beatty—. ¿Qué manera de hablar es ésa?

«Tonto —pensó Montag—, te has delatado.» En el último fuego, un libro de cuentos de hadas, del que casualmente leyó una línea...

—Quiero decir —aclaro—, que en los viejos días, antes de que las casas estuviesen totalmente a prueba de incendios... —De pronto, pareció que una voz mucho más joven hablaba por él. Montag abrió la boca y fue Clarisse McClellan la que preguntaba—: ¿No se dedicaban los bomberos a apagar incendios en lugar de provocarlos y atizarlos?

—¡Es el colmo!

Stoneman y Black sacaron su libro guía, que también contenía breves relatos sobre los bomberos de América y los dejaron de modo que Montag, aunque familiarizado con ellos desde hacía mucho tiempo, pudiese leer:

Establecidos en 1790 para quemar los libros de influencia inglesa de las colonias. Primer bombero Benjamín Franklin.

REGLA 1. Responder rápidamente a la alarma.

2. Iniciar el fuego rápidamente.

3. Quemarlo todo.

4. Regresar inmediatamente al cuartel.

5. Permanecer alerta para otras alarmas.

Todos observaban a Montag. Éste no se movía. Sonó la alarma.

La campana del techo tocó doscientas veces. De pronto hubo cuatro sillas vacías. Los naipes cayeron como copos de nieve. La barra de latón se estremeció. Los hombres se habían marchado.

Montag estaba sentado en su silla. Abajo, el dragón anaranjado tosió y cobró vida.

Montag se deslizó por la barra, como un hombre que sueña.

El Sabueso Mecánico daba saltos en su perrera con los ojos convertidos en una llamarada verde.

—¡Montag, te olvidas del casco!

El aludido lo cogió de la pared que quedaba a su espalda, corrió, saltó, y se pusieron en marcha, con el viento nocturno martilleado por el alarido de su sirena y su poderoso retumbar metálico.

Era una casa de tres plantas, de aspecto ruinoso, en la parte antigua de la ciudad, que contaría, por lo menos, un siglo de edad; pero, al igual que todas las casas, había sido recubierta muchos años atrás por una delgada capa de plástico, ignífuga, y aquella concha protectora parecía ser lo que la mantuviera erguida en el aire.

—¡Aquí están!

El vehículo se detuvo. Beatty, Stoneman y Black atravesaron corriendo la acera, repentinamente odiosos y gigantescos en sus gruesos trajes a prueba de llamas. Montag les siguió.

Destrozaron la puerta principal y aferraron a una mujer, aunque ésta no corría, no intentaba escapar. Se limitaba a permanecer quieta, balanceándose de uno a otro pie, con la mirada fija en el vacío de la pared, como si hubiese recibido un terrible golpe en la cabeza. Movía la boca, y sus ojos parecían tratar de recordar algo y, luego, lo recordaron y su lengua volvió a moverse:

—«Pórtate como un hombre, joven Ridley. Por la gracia de Dios, encenderemos hoy en Inglaterra tal hoguera que confío en que nunca se apagará.»

—¡Basta de eso! —dijo Beatty—. ¿Dónde están?

Abofeteó a la mujer con sorprendente impasibilidad, y repitió la pregunta. La mirada de la vieja se fijó en Beatty.

—Usted ya sabe dónde están, o, de lo contrario, no habría venido —dijo.

Stoneman alargó la tarjeta de alarma telefónica, con la denuncia firmada por duplicado, en el dorso:

“Tengo motivos para sospechar del ático. Elm, número 11 ciudad. E. B”.

—Debe de ser Mrs. Blake, mi vecina —dijo la mujer, leyendo las iniciales.

—¡Bueno, muchachos, a por ellos!

Al instante, iniciaron el ascenso en la oscuridad, golpeando con sus hachuelas plateadas puertas que, sin embargo, no estaban cerradas, tropezando los unos con los otros, como chiquillos, gritando y alborotando. ¡Eh!

Una catarata de libros cayó sobre Montag mientras éste ascendía vacilantemente la empinada escalera. ¡Qué inconveniencia! Antes, siempre había sido tan sencillo como apagar una vela. La Policía llegaba primero, amordazaba y ataba a la víctima y se la llevaba en sus resplandecientes vehículos, de modo que cuando llegaban los bomberos encontraban la casa vacía. No se dañaba a nadie, únicamente a objetos. Y puesto que los objetos no podían sufrir, puesto que los objetos no sentían nada ni chillaban o gemían, como aquella mujer podía empezar a hacerlo en cualquier momento, no había razón para sentirse, después, una conciencia culpable. Era tan sólo una operación de limpieza. Cada cosa en su sitio. ¡Rápido con el petróleo! ¿Quién tiene una cerilla?

Pero aquella noche, alguien se había equivocado. Aquella mujer estropeaba el ritual. Los hombres armaban demasiado ruido, riendo, bromeando, para disimular el terrible silencio acusador de la mujer. Ella hacía que las habitaciones vacías clamaran acusadoras y desprendieran un fino polvillo de culpabilidad que era sorbido por ellos al moverse por la casa. Montag sintió una irritación tremenda. ¡Por encima de todo, ella no debería estar allí!

Los libros bombardearon sus hombros, sus brazos, su rostro levantado. Un libro aterrizó, casi obedientemente como una paloma blanca, en sus manos, agitando las alas. A la débil e incierta luz, una página desgajada asomó, y era como un copo de nieve, con las palabras delicadamente impresas en ella.

Con toda su prisa y su celo, Montag sólo tuvo un instante para leer una línea, ésta ardió en su cerebro durante el minuto siguiente como si se la hubiesen grabado con un acero. El tiempo se ha dormido a la luz del sol del atardecer. Montag dejó caer el libro. Inmediatamente cayó entre sus brazos.

—¡Montag, sube!

La mano de Montag se cerró como una boca, aplastó el libro con fiera devoción, con fiera inconsciencia, contra su pecho. Los hombres, desde arriba, arrojaban al aire polvoriento montones de revistas que caían como pájaros asesinados, y la mujer permanecía abajo, como una niña, entre los cadáveres.

Montag no hizo nada. Fue su mano la que actuó; su mano, con un cerebro propio, con una conciencia y una curiosidad en cada dedo tembloroso, se había convertido en ladrona. En aquel momento metió el libro bajo su brazo, lo apretó con fuerza contra la sudorosa axila; salió vacía, con agilidad de prestidigitador. ¡Mira aquí! ¡inocente! ¡Mira!

Montag contempló, alterado, aquella mano blanca. La mantuvo a distancia, como si padeciese presbicia. La acercó al rostro, como si fuese miope.

—¡Montag!

El aludido se volvió con sobresalto.

—¡No te quedes ahí parado, estúpido!

Los libros yacían como grandes montones de peces puestos a secar. Los hombres bailaban, resbalaban y caían sobre ellos. Los títulos hacían brillar sus ojos dorados, caían, desaparecían.

—¡Petróleo!

Bombearon el frío fluido desde los tanques con el número 451 que llevaban sujetos a sus hombros. Cubrieron cada libro, inundaron las habitaciones.

Corrieron escaleras abajo; Montag avanzó en pos de ellos, entre los vapores del petróleo.

—¡Vamos, mujer!

Ésta se arrodilló entre los libros, acarició la empapada piel, el impregnado cartón, leyó los títulos dorados con los dedos mientras su mirada acusaba a Montag.

—No pueden quedarse con mis libros —dijo.

—Ya conoce la ley —replicó Beatty—. ¿Dónde está su sentido común? Ninguno de esos libros está de acuerdo con el otro. Usted lleva aquí encerrada años con una condenada torre de Babel. ¡Olvídese de ellos! La gente de esos libros nunca ha existido. ¡Vamos!

Ella meneó la cabeza.

—Toda la casa va a arder —advirtió Beatty.

Con torpes movimientos, los hombres traspusieron la puerta. Volvieron la cabeza hacia Montag, quien permanecía cerca de la mujer.

—¡No iréis a dejarla aquí! —protestó él.

—No quiere salir.

—¡Entonces, obligadla!

Beatty levantó una mano, en la que llevaba oculto el deflagrador.

—Hemos de regresar al cuartel. Además, esos fanáticos siempre tratan de suicidarse. Es la reacción familiar.

Montag apoyó una de sus manos en el codo mujer.

—Puede venir conmigo.

—No —contestó ella—. Gracias, de todos modos.

—Vamos a contar hasta diez —dijo Beatty—. Uno, Dos.

—Por favor —dijo Montag.

—Márchese —replicó la mujer.

—Tres. Cuatro.

—Vamos. Montag tiró de la mujer.

—Quiero quedarme aquí —contestó ella con serenidad.

—Cinco. Seis.

—Puedes dejar de contar —dijo ella.

Abrió ligeramente los dedos de una mano; en la palma de la misma había un objeto delgado. Una vulgar cerilla de cocina. Esta visión hizo que los hombres se precipitaran fuera y se alejaran de la casa a todo correr. Para mantener su dignidad, el capitán Beatty retrocedió lentamente a través de la puerta principal, con el rostro quemado, brillante gracias a un millar de incendios y de emociones nocturnas. “Dios —pensó Montag—, ¡cuán cierto es! La alarma siempre llega de noche. ¡Nunca durante el día” ¿Se debe a que el fuego es más bonito por la noche? ¿Más espectacular, más llamativo? El rostro sonrojado de Beatty mostraba, ahora, una leve expresión de pánico. Los dedos de la mujer se engarfiaron sobre la cerilla. Los vapores del petróleo la rodeaban. Montag sintió que el libro oculto latía como un corazón contra su pecho.

—Váyase —dijo la mujer.

Y Montag, mecánicamente, atravesó el vestíbulo, saltó por la puerta en pos de Beatty, descendió los escalones, cruzó el jardín, donde las huellas del petróleo formaban un rastro semejante al de un caracol maligno.

En el porche frontal, a donde ella se había asomado para calibrarlos silenciosamente con la mirada, y había una condena en aquel silencio, la mujer permaneció inmóvil.

Beatty agitó los dedos para encender el petróleo.

Era demasiado tarde. Montag se quedó boquiabierto.

La mujer, en el porche, con una mirada de desprecio hacia todos, alargó el brazo y encendió la cerilla, frotándola contra la barandilla.

La gente salió corriendo de las casas a todo lo largo de la calle.

No hablaron durante el camino de regreso al cuartel, Rehuían mirarse entre sí. Montag iba sentado en el banco delantero con Beatty y con Black. Ni siquiera fumaron sus pipas. Permanecían quietos, mirando por la parte frontal de la gran salamandra mientras doblaban una esquina y proseguían avanzando silenciosamente.

—Joven Ridley —dijo Montag por último.

—¿Qué? —Preguntó Beatty.

—Ella ha dicho «joven Ridley». Cuando hemos llegado a la puerta, ha dicho algo absurdo. «Pórtate como un hombre, joven Ridley», dijo. Y no sé qué más.

—«Por la gracia de Dios, encenderemos hoy en Inglaterra tal hoguera que confío en que nunca se apagará» —dijo Beatty.

Stoneman lanzó una mirada al capitán, lo mismo que Montag, atónitos ambos.

Beatty se frotó la barbilla.

—Un hombre llamado Latimer dijo esto a otro, llamado Ridley mientras eran quemados vivos en Oxford por herejía, el 16 de octubre de 1555.

Montag y Stoneman volvieron a contemplar la que parecía moverse bajo las ruedas del vehículo.

—Conozco muchísimas sentencias —dijo Beatley—. Es algo necesario para la mayoría de los capitanes de bomberos. A veces, me sorprendo a mí mismo. ¡Cuidado, Stoneman! Stoneman frenó el vehículo.

—¡Diantre! —exclamó Beatty—. Has dejado la esquina por la que doblamos para ir al cuartel.


—¿Quién es?

—¿Quién podría ser? —dijo Montag, apoyándose en la oscuridad contra la puerta cerrada. Su mujer dijo, por fin:

—Bueno, enciende la luz.

—No quiero luz.

—Acuéstate.

Montag oyó cómo ella se movía impaciente; los resortes de la cama chirriaron.

—¿Estás borracho?

De modo que era la mano que lo había empezado todo. Sintió una mano y, luego, la otra que desabrochaba su chaqueta y la dejaba caer en el suelo. Sostuvo sus pantalones sobre un abismo y los dejó caer en la oscuridad. Sus manos estaban hambrientas. Y sus ojos empezaban a estarlo también, como si tuviera necesidad de ver algo, cualquier cosa, todas las cosas.

—¿Qué estás haciendo? —preguntó su esposa.

Montag se balanceó en el espacio con el libro entre sus dedos sudorosos y fríos.

Al cabo de un minuto, ella insistió:

—Bueno, no te quedes plantado en medio de la habitación.

Él produjo un leve sonido.

—¿Qué? —preguntó Mildred.

Montag produjo más sonidos suaves. Avanzó dando traspiés hacia la cama y metió, torpemente, el libro bajo la fría almohada. Se dejó caer en la cama y su mujer lanzó una exclamación, asustada. Él yacía lejos de ella, al otro lado del dormitorio, en una isla invernal separada por un mar vacío. Ella le habló desde lo que parecía una gran distancia, y se refirió a esto y aquello, y no eran más que palabras, como las que había escuchado en el cuarto de los niños de un amigo, de boca de un pequeño de dos años que articulaba sonidos al aire. Pero Montag no contestó y, al cabo de mucho rato, cuando sólo él producía los leves sonidos, sintió que ella se movía en la habitación, se acercaba a su cama, se inclinaba sobre él y le tocaba una mejilla con la mano. Montag estaba seguro de que cuando ella retirara la mano de su rostro, la encontraría mojada.


Más avanzada la noche, Montag miró a Mildred. Estaba despierta. Una débil melodía flotaba en el aire, y su radio auricular volvía a estar enchufada en su oreja, mientras escuchaba a gente lejana de lugares remotos, con unos ojos muy abiertos que contemplaban las negras profundidades que había sobre ella, en el techo.

¿No había un viejo chiste acerca de la mujer que hablaba tanto por teléfono que su esposo, desesperado, tuvo que correr a la tienda más próxima para telefonearle y preguntar qué había para la cena? Bueno, entonces, ¿por qué no se compraba él una emisora para radio auricular y hablaba con su esposa ya avanzada la noche, murmurando, susurrando, gritando, vociferando? Pero, ¿qué le susurraría, qué le chillaría? ¿Qué hubiese podido decirle?

Y, de repente, le resultó tan extraña que Montag no pudo creer que la conociese. Estaba en otra casa, esos chistes que contaba la gente acerca del caballero embriagado que llegaba a casa ya entrada la noche, abría una puerta que no era la suya, se metía en la habitación que no era la suya, se acostaba con un desconocida, se levantaba temprano y se marchaba a trabajar sin que ninguno de los dos hubiese notado nada

—Millie... —susurró.

—¿Qué?

—No me proponía asustarte. Lo que sí quiero saber es...

—Di.

—Cuándo nos encontramos. Y dónde.

—¿Cuándo nos encontramos para qué? —preguntó ella.

—Quiero decir... por primera vez.

Montag comprendió que ella estaría frunciendo el ceño en la oscuridad.

Aclaró conceptos:

—¿Dónde y cuándo nos conocimos?

—¡Oh! Pues fue en... La mujer calló.

—No lo sé —reconoció al fin. Montag sintió frío.

—¿No puedes recordarlo?

—Hace mucho tiempo.

—¡Sólo diez años, eso es todo, sólo diez!

—No te excites, estoy tratando de pensar.— Mildred emitió una extraña risita que fue haciéndose más y más aguda—. ¡Qué curioso! ¡Qué curioso no acordarse de dónde o cuándo se conoció al marido o a la mujer!

Montag se frotaba los ojos, las cejas y la nuca, con lentos movimientos. Apoyó ambas manos sobre sus ojos y apretó con firmeza, como para incrustar la memoria en su sitio. De pronto, resultaba más importante que cualquier otra cosa en su vida saber dónde había conocido a Mildred.

—No importa.

Ella estaba ahora en el cuarto de baño, y Montag oyó correr el agua y el ruido que hizo Mildred al beberla.

—No, supongo que no —dijo.

Trató de contar cuántas veces tragaba, y pensó en la visita de los dos operarios con los cigarrillos en sus bocas rectilíneas y la serpiente de ojo electrónico descendiendo a través de capas y capas de noche y de piedra y de agua remansada de primavera, y deseó gritar a su mujer: «¿Cuántas te has tomado esta noche? ¡Las cápsulas! ¿Cuántas te tomarás después sin saberlo? ¡Y seguir así hora tras hora! ¡Y quizá no esta noche, sino mañana! ¡Y yo sin dormir esta noche, ni mañana, ni ninguna otra durante mucho tiempo, ahora que esto ha empezado!» Y Montag se la imaginó tendida en la cama, con los dos operarios erguidos a su lado, no inclinados con preocupación, sino erguidos, con los brazos cruzados. Y recordó haber pensado entonces que si ella moría, estaba seguro que no había de llorar. Porque sería la muerte de una desconocida, un rostro visto en la calle, una imagen del periódico; y, de repente, le resultó todo tan triste que había empezado a llorar, no por la muerte, sino el pensar que no lloraría cuando Mildred muriera, un absurdo hombre vacío junto a una absurda mujer vacía, en tanto que la hambrienta serpiente la dejaba aún más vacía.

«¿Cómo se consigue quedar tan vacío? —se preguntó Montag—. ¿Quién te vacía? ¡Y aquella horrible flor del otro día, el diente de león! Lo había comprendido todo ¿verdad? "¡Qué vergüenza! ¡No está enamorado de nadie!" y ¿ por qué no?»

Bueno, ¿no existía una muralla entre él y Mildred pensándolo bien? Literalmente, no sólo un muro; tres, en realidad. Y, además, muy caros. Y los tíos, las tías, los primos, las sobrinas, los sobrinos que vivían en aquellas paredes, la farfullante pandilla de simios que no decían nada, nada, y lo decían a voz en grito. Desde el principio, Montag se había acostumbrado a llamarlos parientes. «¿Cómo está hoy, tío Louis?» «¿Quién?» «¿tía Maude?» En realidad, el recuerdo más significativo que tenía de Mildred era el de una niñita en un bosque sin árboles (¡qué extraño) o, más bien, de una niñita perdida en una meseta donde solía haber árboles (podía percibirse el recuerdo de sus formas por doquier), sentada en el centro de la «sala de estar». La sala de estar ¡Qué nombre más bien escogido! Llegara cuando llegara, allí estaba Mildred, escuchando cómo las paredes le hablaban.

—¡Hay que hacer algo!

—Sí, hay que hacer algo.

—¡Bueno, no nos quedemos aquí hablando!

—¡Hagámoslo!

—¡Estoy tan furioso que sería capaz de escupir!

¿A qué venía aquello? Mildred no hubiese sabido decirlo. ¿Quién estaba furioso contra quién? Mildred no lo sabía bien. ¿Qué haría? «Bueno —se dijo Mildred esperemos y veamos.»

Él había esperado para ver.

Una gran tempestad de sonidos surgió de las paredes. La música le bombardeó con un volumen tan intenso, que sus huesos casi se desprendieron de los tendones; sintió que le vibraba la mandíbula, que los ojos retemblaban en su cabeza. Era víctima de una conmoción. Cuando todo hubo pasado, se sintió como un hombre que había sido arrojado desde un acantilado, sacudido en una centrifugadora y lanzado a una catarata que caía y caía hacia el vacío sin llegar nunca a tocar el fondo, nunca, no del todo; y se caía tan aprisa que se tocaban los lados, nunca, nunca jamás se tocaba nada.

El estrépito fue apagándose. La música cesó.

—Ya está —dijo Mildred. Y, desde luego, era notable. Algo había ocurrido. Aunque en las paredes de la habitación apenas nada se había movido y nada se había resuelto en realidad, se tenía la impresión de que alguien había puesto en marcha una lavadora o que uno había sido absorbido por un gigantesco aspirador. Uno se ahogaba en música, y en pura cacofonía. Montag salió de la habitación, sudando y al borde del colapso. A su espalda, Mildred estaba sentada en su butaca, y las voces volvían a sonar:

—Bueno, ahora todo irá bien —decía una «tía».

—Oh, no estés demasiado segura —replicaba un «primo».

—Vamos, no te enfades.

—¿Quién se enfada?

—¡Tú!

—¿Yo?

—¡Tú estás furioso!

—¿Por qué habría de estarlo?

—¡Porque sí!

—¡Está muy bien! —gritó Montag—. Pero, ¿por qué están furiosos? ¿Quién es esa gente? ¿Quién es ese hombre Y quién es esa mujer? ¿Son marido y mujer, están divorciados, prometidos o qué? Válgame Dios, nada tiene relación.

—Ellos... —dijo Mildred—. Bueno, ellos.... ellos han tenido esta pelea, ya lo has visto. Desde luego, discuten Mucho. Tendrías que oírlos. Creo que están casados. Sí, están casados. ¿Por qué?

Y si no se trataba de las tres paredes que pronto se convertirían en cuatro para completar el sueño, entonces, era el coche descubierto y Mildred conduciendo a ciento cincuenta kilómetros por hora a través de la ciudad, él gritándole y ella respondiendo a sus gritos, mientras ambos trataban de oír lo que decían, pero oyendo sólo el rugido del vehículo.

—¡Por lo menos, llévalo al mínimo! —vociferaba Montag.

—¿Qué? —preguntaba ella.

—¡Llévalo al mínimo, a ochenta! —gritaba él.

—¿Qué? —chillaba ella.

—¡Velocidad! —berreaba él. Y ella aceleró hasta ciento setenta kilómetros por hora y dejó a su marido sin aliento.

Cuando se apearon del vehículo, ella se había puesto la radio auricular.

Silencio. Sólo el viento soplaba suavemente.

—Mildred. Montag rebulló en la cama. Alargó una mano y quitó de la oreja de ella una de las diminutas piezas musicales.

—Mildred. ¡Mildred!

— Sí.

La voz de ella era débil. Montag sintió que era una de las criaturas insertadas electrónicamente entre las ranuras de las paredes de fonocolor, que hablaba, pero que sus palabras no atravesaban la barrera de cristal. Sólo podía hacer una pantomima, con la esperanza de que ella se volviera y viese. A través del cristal, les era imposible establecer contacto.

—Mildred, ¿te acuerdas de esa chica de la que he hablado?

—¿Qué chica?

Mildred estaba casi dormida.

—La chica de al lado.

—¿Qué chica de al lado?

—Ya sabes, la que estudia. Se llama Clarisse.

—¡Oh, sí!

—Hace unos días que no la veo. Cuatro para ser exactos. ¿La has visto tú?

—No.

—Quería hablarte de ella. Es extraño.

—Oh, sé a quién te refieres.

—Estaba seguro de ello.

—Ella —dijo Mildred, en la oscuridad.

—¿Qué sucede? —preguntó Montag.

—Pensaba decírtelo. Me he olvidado. Olvidado.

—Dímelo ahora. ¿De qué se trata?

—Creo que ella se ha ido.

—¿Ido?

—Toda la familia se ha trasladado a otro sitio. Pero ella se ha ido para siempre, creo que ha muerto.

—No podemos hablar de la misma muchacha.

—No. La misma chica. McClellan. McClellan. Atropellada por un automóvil. Hace cuatro días. No estoy segura. Pero creo que ha muerto. De todos modos, la familia se ha trasladado. No lo sé. Pero creo que ella ha muerto.

—¡No estás segura de eso!

—No, segura, no. Pero creo que es así.

—¿Por qué no me lo has contado antes?

—Lo olvidé.

—¡Hace cuatro días!

—Lo olvidé por completo.

—Hace cuatro días —repitió él, quedamente, tendido en la cama.

Permanecieron en la oscura habitación, sin moverse.

—Buenas noches —dijo ella.

Montag oyó un débil roce. Las manos de la mujer se movieron. El auricular se movió sobre la almohada como una mantis religiosa, tocado por la mano de ella. Después volvió a estar en su oído, zumbando ya.

Montag escuchó y su mujer canturreaba entre dientes.

Fuera de la casa una sombra se movió, un viento otoñal sopló y amainó en seguida. Pero había algo más en el silencio que él oía. Era como un aliento exhalado contra la ventana. Era como el débil oscilar de un humo verdoso luminiscente, el movimiento de una gigantesca hoja de octubre empujada sobre el césped y alejada.

«El Sabueso —pensó Montag— esta noche, está, fuera. Ahora está ahí fuera. Si abriese la ventana... »

Pero no la abrió.

Por la mañana, tenía escalofríos y fiebre.

—No es posible que estés enfermo —dijo Mildred. Él cerró los ojos.

—Sí.

—¡Anoche estabas perfectamente!

—No, no lo estaba.

Montag oyó cómo «los parientes» gritaban en la sala de estar.

Mildred se inclinó sobre su cama, llena de curiosidad. Él percibió su presencia, la vio sin abrir los ojos, Vio su cabello quemado por los productos químicos hasta adquirir un color de paja quebradiza, sus ojos con una especie de catarata invisible pero que se podía adivinar muy detrás de las pupilas, los rojos labios, el cuerpo tan delgado como el de una mantis religiosa, a causa de la dieta, y su carne como tocino blanco. No podía recordarla de otra manera.

—¿Querrás traerme aspirinas y agua?

—Tienes que levantarte —replicó ella—. Son las doce del mediodía. Has dormido cinco horas más de lo acostumbrado.

—¿Quieres desconectar la sala de estar? —solicitó Montag.

—Se trata de mi familia.

—¿Quieres desconectarla por un hombre enfermo?

—Bajaré el volumen del sonido.

Mildred salió de la habitación, no hizo nada en la sala de estar y regresó.

—¿Está mejor así?

—Gracias.

—Es mi programa favorito –explicó ella.

—¿Y la aspirina?

—Nunca habías estado enfermo.

Volvió a salir.

—Bueno, pues ahora lo estoy. Esta noche no iré a trabajar. Llama a Beatty de mi parte.

—Anoche te portaste de un modo muy extraño. —Mildred regresó canturreando.

—¿Dónde está la aspirina?

—¡Oh! —La mujer volvió al cuarto de baño—. ¿Ocurrió algo?

—Sólo un incendio.

—Yo pasé una velada agradable —dijo ella, desde el cuarto de baño.

—¿Haciendo qué?

—En la sala de estar.

—¿Qué había?

—Programas.

—¿Qué programas?

—Algunos de los mejores.

—¿Con quién?

—Oh, ya sabes, con todo el grupo.

—Sí, el grupo, el grupo, el grupo.

El se oprimió el dolor que sentía en los ojos y, de repente, el olor a petróleo le hizo vomitar. Mildred regresó, canturreando. Quedó sorprendida.

—¿Por qué has hecho esto?

Montag miró, abatido el suelo.

—Quemamos a una vieja con sus libros.

—Es una suerte que la alfombra sea lavable. —Cogió una escoba de fregar y limpió la alfombra.—. Anoche fui a casa de Helen.

—¿No podías ver las funciones en tu propia sala de estar?

—Desde luego, pero es agradable hacer visitas.

Mildred volvió a la sala. El la oyó cantar.

—¡Mildred! —llamó.

Ella regresó, cantando, haciendo chasquear suavemente los dedos.

—¿No me preguntas nada sobre lo de anoche? —dijo.

—¿Sobre qué?

—Quemamos un millar de libros. Quemamos a una mujer.

—¿Y qué?

La sala de estar estallaba de sonidos.

—Quemamos ejemplares de Dante, de Swift y de Marco Aurelio.

—¿No era éste un europeo?

—Algo por el estilo.

—¿No era radical?

—Nunca llegué a leerlo.

—Era un radical. —Mildred jugueteó con el teléfono—. ¿No esperarás que llame al capitán Beatty, verdad?

—¡Tienes que hacerlo!

—¡No grites!

—No gritaba. —Montag se había incorporado en la cama, repentinamente enfurecido, congestionado, sudoroso. La sala de estar retumbaba en la atmósfera caliente—. No puedo decirle que estoy enfermo.

—¿Por qué?

«Porque tienes miedo», pensó él. Un niño que se finge enfermo, temeroso de llamar porque, después de una breve discusión, la conversación tomaría este giro «Sí, capitán, ya me siento mejor. Estaré ahí esta noche a las diez.»

—No estás enfermo —insistió Mildred. Montag se dejó caer en la cama. Metió la mano bajo la almohada. El libro oculto seguía allí.

—Mildred, ¿qué te parecería si, quizá, dejase mi trabajo por algún tiempo?

—¿Quieres dejarlo todo? Después de todos esos años de trabajar, porque, una noche, una mujer, y sus libros...

—¡Hubieses tenido que verla, Millie!

—Ella no es nada para mí. No hubiese debido tener libros. Ha sido culpa de ella, hubiese tenido que pensarlo antes. La odio. Te ha sacado de tus casillas y antes de que te des cuenta, estaremos en la calle, sin casa, sin empleo, sin nada.

—Tú no estabas allí, tú no la viste —insistió él—. Tiene que haber algo en los libros, cosas que no podemos imaginar para hacer que una mujer permanezca en una casa que arde. Ahí tiene que haber algo. Uno no se sacrifica por nada.

—Esa mujer era una tonta.

—Era tan sensata como tú y como yo, quizá más, y la quemamos

—Agua pasada no mueve molino.

—No, agua no, fuego. ¿Has visto alguna casa quemada? Humea durante días. Bueno, no olvidaré ese incendio en toda mi vida. ¡Dios! Me he pasado la noche tratando de apartarlo de mi cerebro. Estoy loco de tanto intentarlo.

—Hubieses debido pensar en eso antes de hacerte bombero.

—¡Pensar! ¿Es que pude escoger? Mi abuelo y mi padre eran bomberos. En mi sueño, corrí tras ellos.

La sala de estar emitía una música bailable.

—Hoy es el día en que tienes el primer turno —dijo Mildred—. Hubieses debido marcharte hace dos horas. Acabo de recordarlo.

—No se trata sólo de la mujer que murió —dijo Montag—. Anoche, estuve meditando sobre todo el petróleo que he usado en los últimos diez años. Y también en los libros. Y, por primera vez, me di cuenta de que había un hombre detrás de cada uno de ellos. Un hombre tuvo que haberlo ideado. Un hombre tuvo que emplear mucho tiempo en trasladarlo al papel. Y ni siquiera se me había ocurrido esto hasta ahora.

Montag saltó de la cama.

—Quizás algún hombre necesitó toda una vida para reunir varios de sus pensamientos, mientras contemplaba el mundo y la existencia, y, entonces, me presenté yo y en dos minutos, ¡zas!, todo liquidado.

—Déjame tranquila —dijo Mildred—. Yo no he hecho nada.

—¡Dejarte tranquila! Esto está muy bien, pero, ¿cómo puedo dejarme tranquilo a mí mismo? No necesitamos que nos dejen tranquilos. De cuando en cuando, precisamos estar seriamente preocupados. ¿Cuánto tiempo hace que no has tenido una verdadera preocupación? ¿Por algo importante, por algo real?

Y, luego calló, porque se acordó de la semana pasada, y las dos piedras blancas que miraban hacia el techo y la bomba con aspecto de serpiente, los dos hombres, de rostros impasibles, con los cigarrillos que se movían en su boca cuando hablaban. Pero aquélla era otra Mildred, una Mildred tan metida dentro de la otra, y tan preocupada, auténticamente preocupada, que ambas mujeres nunca habían llegado a encontrarse. Montag se volvió.

—Bueno, ya lo has conseguido —dijo Mildred Ahí, frente a la casa. Mira quién hay.

—No me interesa.

—Acaba de detenerse un automóvil Fénix y se acerca un hombre en camisa negra con una serpiente anaranjada dibujada en el brazo.

—¿El capitán Beatty?

—El capitán Beatty.

Montag no se movió, y siguió contemplando la fría blancura de la pared que quedaba delante de él.

—¿Quieres hacerle pasar? Dile que estoy enfermo.

—¡Díselo tú!

Ella corrió unos cuantos pasos en un sentido, otros pasos en otro, y se detuvo con los ojos abiertos, cuando el altavoz de la puerta de entrada pronunció su nombre suavemente, suavemente, «Mrs. Montag, Mrs. Montag, aquí hay alguien, aquí hay alguien, Mrs. Montag, Mrs. Montag, aquí hay alguien».

Montag se cercioró de que el libro estaba bien oculto detrás de la almohada, regresó lentamente a la cama, se alisó el cobertor sobre las rodillas y el pecho, semiincorporado; y, al cabo de un rato, Mildred se movió y salió de la habitación, en la que entró el capitán Beatty con las manos en los bolsillos.

—Ah, hagan callar a esos «parientes» —dijo Beatty, mirándolo todo a su alrededor, exceptuados Montag y su esposa.

Esta vez, Mildred corrió. Las voces gemebundas cesaron de gritar en la sala.

El capitán Beatty se sentó en el sillón más cómodo, con una expresión apacible en su tosco rostro. Preparó y encendió su pipa de bronce con calma y lanzó una gran bocanada de humo.

—Se me ha ocurrido que vendría a ver cómo sigue el enfermo.

—¿Cómo lo ha adivinado?

Beatty sonrió y descubrió al hacerlo las sonrojadas encías y la blancura y pequeñez de sus dientes.

—Lo he visto todo. Te disponías a llamar para pedir la noche libre.

Montag se sentó en la cama.

—Bien —dijo Beatty—. ¡Coge la noche! — Examinó su eterna caja de cerillas, en cuya tapa decía GARANTIZADO: UN MILLON DE LLAMAS EN ESTE ENCENDEDOR, y empezó a frotar, abstraído, la cerilla química, a apagarla de un soplo, encenderla, apagarla, encenderla, a decir unas cuantas palabras, a apagarla. Contempló la llama. Sopló, observó el humo.

—¿Cuándo estarás bien?

—Mañana. Quizá pasado mañana. A primeros de semana.

Beatty chupó su pipa.

—Tarde o temprano, a todo bombero le ocurre esto, Sólo necesita comprensión, saber cómo funcionan las ruedas. Necesitan conocer la historia de nuestra misión. Ahora, no se la cuentan a los niños como hacían antes. Es una vergüenza. —exhaló una bocanada—. Sólo los jefes de bomberos la recuerdan ahora —otra bocanada—. Voy a contártela.

Mildred se movió inquieta. Beatty tardó un minuto en acomodarse y meditar sobre lo que quería decir.

—Me preguntarás, ¿cuándo empezó nuestra labor, cómo fue implantada, dónde, cómo? Bueno, yo diría que, en realidad, se inició aproximadamente con el acontecimiento llamado la Guerra Civil. Pese a que nuestros reglamentos afirman que fue fundada antes. En realidad es que no anduvimos muy bien hasta que la fotografía se implantó. Después las películas, a principios del siglo XX. Radio. Televisión. Las cosas empezaron a adquirir masa.

Montag permaneció sentado en la cama, inmóvil.

—Y como tenían masa, se hicieron más sencillas —prosiguió diciendo Beatty—. En cierta época, los libros atraían a alguna gente, aquí, allí, por doquier. Podían permitirse ser diferentes. El mundo era ancho. Pero, luego, el mundo se llenó de ojos, de codos y de bocas. Población doble, triple, cuádruple. Films y radios, revistas, libros, fueron adquiriendo un bajo nivel, una especie de vulgar uniformidad. ¿Me sigues?

—Creo que sí.

Beatty contempló la bocanada de humo que acababa de lanzar.

—Imagínalo. El hombre del siglo XIX con sus caballos, sus perros, sus coches, sus lentos desplazamientos. Luego, en el siglo XX, acelera la cámara. Los libros, más breves, condensaciones. Resúmenes. Todo se reduce a la anécdota, al final brusco.

—Brusco final —dijo Mildred, asintiendo.

—Los clásicos reducidos a una emisión radiofónica de quince minutos. Después, vueltos a reducir para llenar una lectura de dos minutos. Por fin, convertidos en diez o doce líneas en un diccionario. Claro está, exagero. Los diccionarios únicamente servían para buscar referencias. Pero eran muchos los que sólo sabían de Hamlet (estoy seguro de que conocerás el título, Montag. Es probable que, para usted, sólo constituya una especie de rumor, Mrs. Montag), sólo sabían, como digo, de Hamlet lo que había en una condensación de una página en un libro que afirmaba: Ahora, podrá leer por fin todos los clásicos. Manténgase al mismo nivel que sus vecinos. ¿Te das cuenta? Salir de la guardería infantil para ir a la Universidad y regresar a la guardería. Ésta ha sido la formación intelectual durante los últimos cinco siglos o más. Mildred se levantó y empezó a andar por la habitación, cogía objetos y los volvía a dejar. Beatty la ignoró y siguió hablando.

—Acelera la proyección, Montag, aprisa, ¿Clic? ¿Película? Mira, Ojo, Ahora, Adelante, Aquí, Allí, Aprisa, Ritmo, Arriba, Abajo, Dentro, Fuera, Por qué, Cómo, Quién, Qué, Dónde, ¿Eh?, ¡Oh ¡Bang!, ¡Zas!, Golpe, Bing, Bong, ¡Bum! Selecciones de selecciones. ¿Política? ¡Una columna, dos frases, un titular! Luego, en pleno aire, todo desaparece. La mente del hombre gira tan aprisa a impulsos de los editores, explotadores, locutores, que la fuerza centrífuga elimina todo pensamiento innecesario, origen de una pérdida de tiempo.

Mildred alisó la ropa de la cama. Montag sintió que su corazón saltaba y volvía a saltar mientras ella le ahuecaba la almohada. En aquel momento, le empujaba para conseguir hacerle apartar, a fin de poder sacar la almohada, arreglarla y volverla a su sitio. Y, quizá, lanzar un grito y quedarse mirando, o sólo alargar la mano Y decir: «¿Qué es esto?», y levantar el libro oculto con conmovedora inocencia.

—Los años de Universidad se acortan, la disciplina se relaja, la Filosofía, la Historia y el lenguaje se abandonan, el idioma y su pronunciación son gradualmente descuidados. Por último, casi completamente ignorado. La vida es inmediata, el empleo cuenta, el placer domina todo después del trabajo. ¿Por qué aprender algo, excepto apretar botones, enchufar conmutadores, encajar tornillos y tuercas?

—Deja que te arregle la almohada —dijo Mildred.

—¡No! —susurró Montag.

—El cierre de cremallera desplaza al botón y el hombre ya no dispone de todo ese tiempo para pensar mientras se viste, una hora filosófica y, por lo tanto, una hora de melancolía.

—A ver —dijo Mildred.

—Márchate —replicó.

—La vida se convierte en una gran carrera, Montag. Todo se hace aprisa, de cualquier modo.

—De cualquier modo —repitió Mildred, tirando de la almohada.

—¡Por amor de Dios déjame tranquilo! —gritó Montag, apasionadamente.

A Beatty se le dilataron los ojos.

La mano de Mildred se había inmovilizado detrás de la almohada. Sus dedos seguían la silueta del libro y a medida que la forma le iba siendo familiar, su rostro apareció sorprendido Y, después, atónito. Su boca se abrió para hacer una pregunta...

—Vaciar los teatros excepto para que actúen payasos, e instalar en las habitaciones paredes de vidrio de bonitos colores que suben y bajan, como confeti, sangre, jerez o sauterne. Te gusta la pelota base, ¿verdad, Montag?

—La pelota base es un juego estupendo.

Ahora Beatty era casi invisible, sólo una voz en algún punto, detrás de una cortina de humo.

—¿Qué es esto? —preguntó Mildred, casi con alegría. Montag se echó hacia atrás y cayó sobre los brazos de ella—. ¿Qué hay aquí?

—¡Siéntate! —gritó Montag. Ella se apartó de un salto, con las manos vacías—. ¡Estamos hablando!

Beatty prosiguió como si nada hubiese ocurrido.

—Te gustan los bolos, ¿verdad, Montag?

—Los bolos, sí.

—¿Y el golf?

—El golf es un juego magnífico.

—¿Baloncesto?

—Un juego magnífico.

—¿Billar? ¿Fútbol?

—Todos son excelentes.

—Más deportes para todos, espíritu de grupo, diversión, y no hay necesidad de pensar, ¿eh? Organiza y superorganiza superdeporte. Más chistes en los libros. Más ilustraciones. La mente absorbe menos Y menos. Impaciencia. Autopistas llenas de multitudes que van a algún sitio, a algún sitio, a algún sitio, a ningún sitio. El refugio de la gasolina. Las ciudades se convierten en moteles, la gente siente impulsos nómadas y va de un sitio para otro, siguiendo las mareas, viviendo una noche en la habitación donde otro ha dormido durante el día y el de más allá la noche anterior.

Mildred salió de la habitación y cerró de un portazo. Las «tías» de la sala de estar empezaron a reírse de los «tíos» de la sala de estar.

—Ahora, consideremos las minorías en nuestra civilización. Cuanto mayor es la población, más minorías hay. No hay que meterse con los aficionados a los perros, a los gatos, con los médicos, abogados, comerciantes, cocineros, mormones, bautistas, unitarios, chinos de segunda generación, suecos, italianos, alemanes, tejanos, irlandeses, gente de Oregón o de México. En este libro, en esta obra, en este serial de televisión la gente no quiere representar a ningún pintor, cartógrafo o mecánico que exista en la realidad. Cuanto mayor es el mercado, Montag, menos hay que hacer frente a la controversia, recuerda esto. Todas las minorías menores con sus ombligos que hay que mantener limpios. Los autores, llenos de malignos pensamientos, aporrean máquinas de escribir. Eso hicieron. Las revistas se convirtieron en una masa insulsa y amorfa. Los libros, según dijeron los críticos esnobs, eran como agua sucia. No es extraño que los libros dejaran de venderse, decían los críticos. Pero el público, que sabía lo que quería, permitió la supervivencia de los libros de historietas. Y de las revistas eróticas tridimensionales, claro está. Ahí tienes, Montag. No era una imposición del Gobierno. No hubo ningún dictado, ni declaración, ni censura, no. La tecnología, la explotación de las masas y la presión de las minorías produjo el fenómeno, a Dios gracias. En la actualidad, gracias a todo ello, uno puede ser feliz continuamente, se le permite leer historietas ilustradas o periódicos profesionales.

—Sí, pero, ¿qué me dice de los bomberos?

—Ah. —Beatty se inclinó hacia delante entre la débil neblina producida por su pipa.— ¿Qué es más fácil de explicar y más lógico? Como las universidades producían más corredores, saltadores, boxeadores, aviadores y nadadores, en vez de profesores, críticos, sabios, y creadores, la palabra «intelectual», claro está, se convirtió en el insulto que merecía ser. Siempre se teme lo desconocido. Sin duda, te acordarás del muchacho de tu clase que era excepcionalmente «inteligente», que recitaba la mayoría de las lecciones y daba las respuestas, en tanto que los demás permanecían como muñecos de barro, y le detestaban. ¿Y no era ese muchacho inteligente al que escogían para pegar y atormentar después de las horas de clase? Desde luego que sí. Hemos de ser todos iguales. No todos nacimos libres e iguales, como dice la Constitución, sino todos hechos iguales. Cada hombre, la imagen de cualquier otro. Entonces todos son felices, porque no pueden establecerse diferencias ni comparaciones desfavorables. ¡Ea! Un libro es un arma cargada en la casa de al lado. Quémalo. Quita el proyectil del arma, domina la mente del hombre. ¿Quién sabe cuál podría ser el objetivo del hombre que leyese mucho? ¿Yo? No los resistiría ni un minuto. Y así, cuando, por último, las casas fueron totalmente inmunizadas contra el fuego, en el mundo entero (la otra noche tenías razón en tus conjeturas) ya no hubo necesidad de bomberos para el antiguo trabajo. Se les dio una nueva misión, como custodios de nuestra tranquilidad de espíritu, de nuestro pequeño, comprensible y justo temor de ser inferiores. Censores oficiales, jueces y ejecutores. Eso eres tú, Montag. Y eso soy yo.

La puerta que comunicaba con la sala de estar se abrió y Mildred asomó, miró a los dos hombres y se fijó en Beatty y, después, en Montag. A su espalda, las paredes de la pieza estaban inundadas de resplandores verdes, amarillos y anaranjados que oscilaban y estallaban al ritmo de una música casi exclusivamente compuesta por baterías, tambores y címbalos. Su boca se movía y estaba diciendo algo, pero el sonido no permitía oírla. Beatty vació su pipa en la palma de su mano sonrosada, examinó la ceniza como si fuese un símbolo que había que examinar en busca de algún significado.

—Has de comprender que nuestra civilización es tan vasta que no podemos permitir que nuestras minorías se alteren o exciten. Pregúntate a ti mismo: ¿Qué queremos en esta nación, por encima de todo? La gente quiere ser feliz, ¿no es así? ¿No lo has estado oyendo toda tu vida? «Quiero ser feliz», dice la gente. Bueno, ¿no lo son? ¿No les mantenemos en acción, no les proporcionamos diversiones? Eso es para lo único que vivimos, ¿no? ¿Para el placer y las emociones? Y tendrás que admitir que nuestra civilización se lo facilita en abundancia.

—Sí.

Montag pudo leer en los labios de Mildred lo que ésta decía desde el umbral. Trató de no mirar a ella, porque, entonces, Beatty podía volverse y leer también lo que decía.

—A la gente de color no le gusta El pequeño Sambo. A quemarlo. La gente blanca se siente incómoda con La cabaña del tío Tom. A quemarlo. Escribe un libro sobre el tabaco y el cáncer de pulmón ¿Los fabricantes de cigarrillos se lamentan? A quemar el libro. Serenidad, Montag. Líbrate de tus tensiones internas. Mejor aún, lánzalas al incinerador, ¿Los funerales son tristes y paganos? Eliminémoslos también, Cinco minutos después de la muerte de una persona en camino hacia la Gran Chimenea, los incineradores son abastecidos por helicópteros en todo el país. Diez minutos después de la muerte, un hombre es una nube de polvo negro. No sutilicemos con recuerdos acerca de los individuos. Olvidémoslos. Quemémoslo todo, absolutamente todo. El fuego es brillante y limpio.

Los fuegos artificiales se apagaron en la sala de estar, detrás de Mildred. Al mismo tiempo, ella había dejado de hablar; una coincidencia milagrosa. Montag contuvo el aliento.

—Había una muchacha, ahí, al lado —dijo con lentitud—. Ahora se ha marchado, creo que ha muerto. Ni siquiera puedo recordar su rostro. Pero era distinta ¿Cómo... cómo pudo llegar a existir?

Beatty sonrió.

—Aquí o allí, es fatal que ocurra. ¿Clarisse McClellan? Tenemos ficha de toda su familia. Les hemos vigilado cuidadosamente. La herencia y el medio ambiente hogareño puede deshacer mucho de lo que se inculca en el colegio. Por eso hemos ido bajando, año tras año la edad de ingresar en el parvulario, hasta que, ahora, casi arrancamos a los pequeños de la cuna. Tuvimos falsas alarmas con los McClellan cuando vivían en Chicago. Nunca les encontramos un libro. El historial confuso, es antisocial. ¿La muchacha? Es una bomba de relojería. La familia había estado influyendo en su subconsciente, estoy seguro, por lo que pude ver en su historial escolar. Ella no quería saber cómo se hacía algo, sino por qué. Esto puede resultar embarazoso. Se pregunta el porqué de una serie de cosas y se termina sintiéndose muy desdichado. Lo mejor que podía pasarle a la pobre chica era morirse.

—Sí, morirse.

—Afortunadamente, los casos extremos como ella no aparecen a menudo. Sabemos cómo eliminarlos en embrión No se puede construir una casa sin clavos en la madera. Si no quieres que un hombre se sienta políticamente desgraciado, no le enseñes dos aspectos de una misma cuestión, para preocuparle; enséñale sólo uno o, mejor aún, no le des ninguno. Haz que olvide que existe una cosa llamada guerra. Si el Gobierno es poco eficiente, excesivamente intelectual o aficionado a aumentar los impuestos, mejor es que sea todo eso que no que la gente se preocupe por ello. Tranquilidad, Montag. Dale a la gente concursos que puedan ganar recordando la letra de las canciones más populares, o los nombres de las capitales de Estado, o cuánto maíz produjo Iowa el año pasado. Atibórralos de datos no combustibles, lánzales encima tantos «hechos» que se sientan abrumados, pero totalmente al día en cuanto a información. Entonces, tendrán la sensación de que piensan, tendrán la impresión de que se mueven sin moverse. Y serán felices, porque los hechos de esta naturaleza no cambian. No les des ninguna materia delicada como Filosofía o Sociología para que empiecen a atar cabos. Por ese camino se encuentra la melancolía. Cualquier hombre que pueda desmontar un mural de televisión y volver a armarlo luego, y, en la actualidad, la mayoría de los hombres pueden hacerlo, es más feliz que cualquier otro que trata de medir, calibrar y sopesar el Universo, que no puede ser medido ni sopesado sin que un hombre se sienta bestial y solitario. Lo sé, lo he intentado ¡Al diablo con ello! Así pues, adelante con los clubs, las fiestas, los acróbatas y los prestidigitadores, los coches a reacción, las bicicletas helicópteros, el sexo y las drogas, más de todo lo que esté relacionado con reflejos automáticos. Si el drama es malo, si la película no dice nada, si la comedia carece de sentido, dame una inyección de teramina. Me parecerá que reacciono con la obra, cuando sólo se trata de una reacción táctil a las vibraciones. Pero no me importa. Prefiero un entretenimiento completo.

Beatty se puso en pie.

—He de marcharme. El sermón ha terminado. Espero haber aclarado conceptos. Lo que importa que recuerdes, Montag, es que tú, yo y los demás somos los Guardianes de la Felicidad. Nos enfrentamos con la pequeña marea de quienes desean que todos se sientan desdichados con teorías y pensamientos contradictorios. Tenemos nuestros dedos en el dique. Hay que aguantar firme. No permitir que el torrente de melancolía y la funesta Filosofía ahoguen nuestro mundo. Dependemos de ti. No creo que te des cuenta de lo importante que eres para nuestro mundo feliz, tal como está ahora organizado.

Beatty estrechó la fláccida mano de Montag. Éste permanecía sentado, como si la casa se derrumbara alrededor y él no pudiera moverse. Mildred había desaparecido en el umbral.

—Una cosa más —dijo Beatty—. Por lo menos, una vez en su carrera siente esa comezón. Empieza a preguntarse qué dicen los libros. Oh, hay que aplacar esa comezón, ¿eh? Bueno, Montag, puedes creerme, he tenido que leer algunos libros en mi juventud, para saber de qué trataban. Y los libros no dicen nada. Nada que pueda enseñarse o creerse. Hablan de gente que no existe, de entes imaginarios, si se trata de novelas. Y si no lo son, aún peor: un profesor que llama idiota a otro filósofo que critica al de más allá. Y todos arman jaleo, apagan las estrellas y extinguen el sol. Uno acaba por perderse.

—Bueno, entonces, ¿qué ocurre si un bombero accidentalmente, sin proponérselo en realidad, se lleva un libro a su casa?

Montag se crispó. La puerta abierta le miraba con su enorme ojo vacío.

—Un error lógico. Pura curiosidad —replicó Beatty— No nos preocupamos ni enojamos en exceso. Dejamos que el bombero guarde el libro veinticuatro horas. Si para entonces no lo ha hecho él, llegamos nosotros y lo quemamos

—Claro.

La boca de Montag estaba reseca.

—Bueno, Montag. ¿Quieres coger hoy otro turno? ¿Te veremos esta noche?

—No lo sé —dijo Montag.

—¿Qué? —Beatty se mostró levemente sorprendido. Montag cerró los ojos.

—Más tarde iré. Quizá.

—Desde luego, si no te presentaras, te echaríamos en falta —dijo Beatty, guardándose la pipa en un bolsillo con expresión pensativa.

«Nunca volveré a comparecer por allí», pensó Montag.

—Bueno, que te alivies —dijo Beatty.

Dio la vuelta y se marchó.


Montag vigiló por la ventana la partida de Beatty en su vehículo de brillante color amarillo anaranjado, con los neumáticos negros como el carbón.

Al otro lado de la calle, hacia abajo, las casas se erguían con sus lisas fachadas. ¿Qué había dicho Clarisse una tarde? «Nada de porches delanteros. Mi tío dice que antes solía haberlos. Y la gente, a veces, se sentaba por las noches en ellos, charlando cuando así lo deseaba, meciéndose y guardando silencio cuando no quería hablar. Otras veces permanecían allí sentados, meditando sobre las cosas. Mi tío dice que los arquitectos prescindieron de los porches frontales porque estéticamente no resultaban. Pero mi tío asegura que éste fue sólo un pretexto. El verdadero motivo, el motivo oculto, pudiera ser que no querían que la gente se sentara de esta manera, sin hacer nada, meciéndose y hablando. Éste era el aspecto malo de la vida social. La gente hablaba demasiado. Y tenía tiempo para pensar. Entonces, eliminaron los porches. Y también los jardines. Ya no más jardines donde poder acomodarse. Y fíjese en el mobiliario. Ya no hay mecedoras. Resultan demasiado cómodas. Lo que conviene es que la gente se levante y ande por ahí. Mi tío dice... Y mi tío... y mi tío...»

La voz de ella fue apagándose.


Montag se volvió y miró a su esposa, quien, sentada en medio de la sala de estar, hablaba a un presentador quien, a su vez, le hablaba a ella.

—Mrs. Montag —decía él. Esto, aquello y lo más allá—. Mrs. Montag...

Algo más, y vuelta a empezar. El aparato conversor, que les había costado un centenar de dólares, suministraba automáticamente el nombre de ella siempre que el presentador se dirigía a su auditorio anónimo dejando un breve silencio para que pudieran encajar, las sílabas adecuadas. Un mezclador especial conseguía, también, que la imagen televisada del presentador en el área inmediata a sus labios, articulara, magníficamente, las vocales y consonantes. Era un amigo, no cabía la menor duda de ello, un buen amigo.

—Mrs. Montag, ahora mire hacia aquí.

Mildred volvió la cabeza. Aunque era obvio que no estaba escuchando.

—Sólo hay un paso entre no ir a trabajar hoy, no ir a trabajar mañana y no volver a trabajar nunca en el cuartel de bomberos —dijo Montag.

—Pero esta noche irás al trabajo, ¿verdad? —preguntó Mildred.

—Aún no estoy decidido. En este momento tengo la horrible sensación de que deseo destrozar todas las cosas que están a mi alcance.

—Date un paseo con el auto.

—No, gracias.

—Las llaves están en la mesilla de noche. Cuando me siento de esta manera, siempre me gusta conducir aprisa. Pones el coche a ciento cincuenta por hora y experimentas una sensación maravillosa. A veces conduzco toda la noche, regreso al amanecer y tú ni te has enterado. Es divertido salir al campo. Se aplastan conejos. A veces, perros. Ve a coger el auto.

—No, ahora no me apetece. Quiero estudiar esta sensación tan curiosa. ¡Caramba! ¡Me ha dado muy fuerte! No sé lo que es. ¡Me siento tan condenadamente infeliz, tan furioso! E ignoro por qué tengo la impresión de que estuviera ganando peso. Me siento gordo. Como si hubiese estado ahorrando una serie de cosas, y ahora no supiese cuáles. Incluso sería capaz de leer.

—Te meterían en la cárcel, ¿verdad?

Ella le miró como si Montag estuviese detrás de la pared de cristal.

Montag empezó a ponerse la ropa; se movía intranquilo por el dormitorio.

—Sí, y quizá fuese una buena idea. Antes de que cause daño a alguien. ¿Has oído a Beatty? ¿Le has escuchado? Él sabe todas las respuestas. Tienes razón. Lo importante es la felicidad. La diversión lo es todo. Y sin embargo, sigo aquí sentado, diciéndome que no soy feliz, que no soy feliz.

—Yo sí lo soy. —Los labios de Mildred sonrieron —Y me enorgullezco de ello.

—He de hacer algo —dijo Montag—. Todavía no se qué, pero será algo grande.

—Estoy cansada de escuchar estas tonterías —dijo Mildred, volviendo a concentrar su atención en el presentador.

Montag tocó el control de volumen de la pared y el presentador se quedó sin voz.

—Millie. —Hizo una pausa.— Ésta es tu casa lo mismo que la mía. Considero justo decirte algo. Hubiera debido hacerlo antes, pero ni siquiera lo admitía interiormente. Tengo algo que quiero que veas, algo que he separado y escondido durante el año pasado, de cuando, en cuando, al presentarse una oportunidad, sin saber por qué, pero también sin decírtelo nunca.

Montag cogió una silla de recto respaldo, la desplazó lentamente hasta el vestíbulo, cerca de la puerta de la entrada, se encaramó en ella, y permaneció por un momento como una estatua en un pedestal, en tanto que su esposa, con la cabeza levantada, le observaba. Entonces Montag levantó los brazos, retiró la reja del sistema de acondicionamiento de aire y metió la mano muy hacia la derecha hasta mover otra hoja deslizante de metal; después, sacó un libro. Sin mirarlo, lo dejó caer al suelo. Volvió a meter la mano y sacó dos libros, bajó la mano y los dejó caer al suelo. Siguió actuando y dejando caer libros pequeños, grandes, amarillos, rojos, verdes. Cuando hubo terminado, miró la veintena de libros que yacían a los pies de su esposa.

—Lo siento —dijo—. Nunca me había detenido a meditarlo. Pero ahora parece como si ambos estuviésemos metidos en esto.

Mildred retrocedió como si se viese de repente delante de una bandada de ratones que hubiese surgido de improviso del suelo.

Montag oyó la rápida respiración de ella, vio la palidez de su rostro y cómo sus ojos se abrían de par en par. Ella pronunció su nombre, dos, tres veces. Luego, exhalando un gemido, se adelantó corriendo, cogió un libro y se precipitó hacia el incinerador de la cocina.

Montag la detuvo, mientras ella chillaba. La sujetó y Mildred trató de soltarse, arañándole.

—¡No, Millie, no! ¡Espera! ¡Detente! Tú no sabes...

—¡Cállate!

La abofeteó, la cogió de nuevo y la sacudió.

Ella pronunció su nombre y empezó a llorar.

—¡Millie! —dijo Montag—. Escucha. ¿Quieres concederme un segundo? No podemos hacer nada. No podemos quemarlos. Quiero examinarlos, por lo menos, una vez. Luego, si lo que el capitán dice es cierto, los quemaremos juntos, créeme, los quemaremos entre los dos. Tienes que ayudarme. —Bajó la mirada hacia el rostro de ella y, cogiéndole la barbilla, la sujetó con firmeza. No sólo la miraba, sino que, en el rostro de ella, se buscaba a sí mismo e intentaba averiguar también lo que debía hacer—. Tanto si nos gusta como si no, estamos metidos en esto. Durante estos años no te he pedido gran cosa, pero ahora te lo pido, te lo suplico. Tenemos que empezar en algún punto, tratar de adivinar por qué sentimos esta confusión, tú y la medicina por las noches, y el automóvil, y yo con mi trabajo. Nos encaminamos directamente al precipicio, Mildred. ¡Dios mío, no quiero caerme! Esto no resultará fácil. No tenemos nada en que apoyarnos, pero quizá podamos analizarlo, intuirlo y ayudarnos mutuamente. No puedes imaginar cuánto te necesito en este momento. Si me amas un poco admitirás esto durante veinticuatro, veintiocho horas es todo lo que te pido. Y luego habrá terminado. ¡Te lo prometo, te lo juro! Y si aquí hay algo, algo posible en toda esta cantidad de cosas, quizá podamos transmitirlo a alguien.

Ella ya no forcejeaba; Montag la soltó. Mildred retrocedió tambaleándose, hasta llegar a la pared. Y una vez allí se deslizó y quedó sentada en el suelo, contemplando los libros. Su pie rozaba uno y, al notarlo, se apresuró a echarlo hacia atrás.

—Esa mujer de la otra noche, Millie... Tú no estuviste allí. No viste su rostro. Y Clarisse. Nunca llegaste a hablar con ella. Yo sí. Y hombres como Beatty le tienen miedo. No puedo entenderlo. ¿Por qué han de sentir tanto temor por alguien como ella? Pero yo seguía colocándola a la altura de los bomberos en el cuartel, cuando anoche comprendí, de repente, que no me gustaba, nada en absoluto, y que tampoco yo mismo me gustaba. Y pensé que quizá fuese mejor que quienes ardiesen fueran los propios bomberos.

—¡Guy!

El altavoz de la puerta de la calle dijo suavemente:

—Mrs. Montag, Mrs. Montag, aquí hay alguien, hay alguien, Mrs. Montag, Mrs. Montag, aquí hay alguien.

Suavemente.

Ambos se volvieron para observar la puerta. Y los libros estaban desparramados por doquier, formando, incluso; montones.

—¡Beatty! —susurró Mildred.

—No puede ser él.

—¡Ha regresado! —susurró ella. La voz volvió a llamar suavemente:

—Hay alguien aquí...

—No contestaremos.

Montag se recostó en la pared, y, luego, con lentitud, fue resbalando hasta quedar en cuclillas. Entonces empezó a acariciar los libros, distraídamente, con el pulgar y el índice. Se estremecía y, por encima de todo, deseaba volver a guardar los libros en el hueco del ventilador, pero comprendió que no podría enfrentarse de nuevo con Beatty. Montag acabó por sentarse, en tanto que la voz de la puerta de la calle volvía a hablar, con mayor insistencia. Montag cogió del suelo un volumen pequeño.

—¿Por dónde empezamos? —Abrió a medias un libro y le echó una ojeada—. Supongo que tendremos que empezar por el principio.

—El volverá —dijo Mildred—, y nos quemará a nosotros y a los libros.

La voz de la puerta de la calle fue apagándose por fin. Reinó el silencio. Montag sentía la presencia de alguien al otro lado de la puerta, esperando, escuchando. Luego, oyó unos pasos que se alejaban.

—Veamos lo que hay aquí —dijo Montag.

Balanceó estas palabras con terrible concentración. Leyó una docena de páginas salteadas y, por último, encontró esto:

—Se ha calculado que, en épocas diversas, once mil personas han preferido morir que someterse a romper los huevos por su extremo más afilado.

Mildred se le quedó mirando desde el otro lado del vestíbulo.

—¿Qué significa esto? ¡Carece de sentido! ¡El capitán tenía razón!

—Bueno, bueno —dijo Montag—. Volveremos a empezar. Esta vez por el principio.

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