Heidi
Johanna Spyri
Capítulo 9
Ilustración de Kim Minji
Una mala noticia para el señor Sesemann
En la casa se produjo un gran ajetreo unos días más tarde, con un continuo subir y bajar las escaleras; el amo acababa de volver de uno de sus viajes, y Sebastián y Tinette estaban muy ocupados acarreando una maleta tras otra desde el carruaje, pues el señor Sesemann solía volver siempre a casa cargado de regalos...
Lo primero que hizo fue correr en busca de su hija, que se hallaba acompañada de Heidi; era por la tarde, y a esta hora las dos niñas estaban siempre juntas. Padre e hija se querían mucho y se abrazaron tiernamente. Luego, el señor Sesemann señaló a Heidi, que se había retirado prudentemente a un rincón, y dijo en tono afable:
— De manera que tú eres esa muchachita suiza. Acércate y dame la mano. Así me gusta. Y dime, ¿hacéis buenas migas Clara y tú? Espero que no os peleéis todos los días para luego hacer las paces con un besito y disgustaros otra vez al día siguiente.
— No, Clara es siempre buena conmigo —contestó Heidi.
— Heidi y yo nunca nos peleamos — manifestó Clara.
— Celebro oír eso —dijo el señor Sesemann— . y ahora, querida, deberás perdonarme si te dejo. Llevo todo el día sin probar bocado. Pero volveré después y ya verás cuantas cosas bonitas te he traído.
Se dirigió al comedor donde la señorita Rottenmeier procuraba que todo estuviese en orden. Tomó asiento y ella lo hizo frente a él con cara de pocos amigos.
— ¿Qué pasa? — preguntó el señor Sesemann—. ¿Por qué esa expresión sombría para darme la bienvenida, cuando precisamente Clara parece muy contenta?
— Señor Sesemann —empezó ella en tono pomposo—, todos hemos sido engañados miserablemente, y Clara no menos que nosotros.
— ¿De veras? — replicó él con calma, tomando un sorbo de vino.
— Usted recuerda que convinimos en que Clara necesitaba una niña para hacerle compañía. Conociendo el interés de usted porque ella esté siempre rodeada de personas finas y educadas, pensé que una niña suiza de las montañas sería la más adecuada. He leído mucho sobre esas niñas que flotan por el mundo con una bocanada de puro aire alpino, sin tocar el suelo como quien dice.
— Yo creo que hasta las chicas suizas deben poner los pies en el suelo si quieren ir a alguna parte — observó fríamente el señor Sesemann— . De lo contrario tendrían que estar provistas de alas.
— Oh, no me refiero a eso, sino a una... ya sabe, a una niña sin ningún contacto con el mundo.
— No sé para qué le serviría a Clara una chica así — replicó el señor Sesemann.
— ¡Hablo en serio, señor Sesemann! ¡He sido engañada ignominiosamente!
— ¿Y qué hay de ignominioso en ello? No veo nada en esa niña que inspire la menor inquietud.
— Debería haber visto usted la clase de animales que ha traído a casa. El señor Usher confirmará lo que le estoy diciendo. Ah, y eso no es todo...
— No la comprendo —dijo él.
La señorita Rottenmeier comprendía que estaba despertando su interés. Añadió:
— En general, su conducta ha sido realmente increíble. Sólo se me ocurre pensar que no está bien de la cabeza.
El señor Sesemann no había tomado muy en serio las primeras quejas del ama de llaves, mas ahora se puso en guardia; de ser cierto lo que acababa de decir, Clara podía correr peligro. Miró a la mujer como preguntándose si ella misma estaría en su sano juicio, y en aquel momento anunciaron al señor Usher.
— Justo la persona que necesitamos —declaró el señor Sesemann—. Entre y siéntese; tome una taza de café. Estoy seguro de que usted sabrá aclararme la situación. Dígame con toda franqueza lo que opina de la compañera de mi hija. ¿Qué es todo eso de que ha traído animales a casa? ¿Cree usted que está loca?
El tutor empezó a explicar a base de circunloquios, como era su estilo, lo contento que estaba de que el señor Sesemann hubiera vuelto a casa sano y salvo, pero éste le dijo que se dejara de rodeos y contestara a sus preguntas.
Sin embargo, el señor Usher siguió hablando como si fuera un muñeco al que habían dado cuerda y hubiera que esperar a que la cuerda se gastase.
— Si tengo que expresar mi opinión acerca de esa niña —declaró—, mi deber primordial es subrayar el hecho de que, aun cuando en algunos aspectos aparezca retrasada como resultado de una educación descuidada, o quizá tardía, y de su prolongada estancia en las montañas, lo cual podría ser, naturalmente beneficioso en sí, siempre que dicha estancia no sea de larga duración...
— Mi querido señor Usher — le interrumpió el señor Sesemann— , no se moleste en esos detalles. Dígame simplemente si se sintió alarmado cuando trajo los animales a casa y qué opina de ella, en líneas generales, como compañera para mi hija.
— No me gustaría decir nada contra esa niña — replicó cautelosamente el señor Usher— , porque si, por otra parte, su conducta es un tanto inconvencional, como consecuencia de su vida primitiva antes de venir a Frankfurt, me atrevería a decir que este cambio es para ella de indudable importancia y...
El señor Sesemann se puso en pie.
— Discúlpeme, señor Usher, pero no quiero molestarle más. Tengo que volver con mi hija.
Salió precipitadamente y se dirigió al estudio, tomando asiento al lado de Clara. Heidi se puso en pie cuando él entró en la pieza, y como el señor Sesemann quería que saliera unos minutos, dijo:
— Oye, querida, ¿te importaría traerme... ? Ahora no lo recuerdo. Ah, sí; un vaso de agua.
— ¿Agua fresca?
— Sí, agua fresca.
Heidi desapareció.
El hombre acercó su silla a la de su hija y le acarició la mano.
— Ahora, hijita, quiero que me hables de esos animales que tu pequeña amiga ha traído a casa y por que la señorita Rottenmeier cree que no está bien de la cabeza.
Clara le explicó lo sucedido con la tortuga, los gatitos, los panecillos y todo lo demás. Cuando hubo terminado, su padre rió de buena gana.
— Bueno, ¿entonces no quieres que la haga volver a su casa? ¿No estás harta de ella?
— ¡Oh, no, papá! — gritó Clara—. Desde que Heidi está aquí han ocurrido cosas muy graciosas casi cada día. Es una niña muy divertida y me enseña toda suerte de cosas interesantes.
— Pues entonces no se hable más. Mira, aquí está tu amiguita. ¿Me has traído agua realmente fresca?
— Sí, de la fuente — repuso Heidi, mientras le ofrecía el vaso.
— ¿Pero has ido a la fuente tú sola? — preguntó Clara.
— Sí. Y he tenido que ir bastante lejos porque había mucha gente en torno a las dos primeras fuentes. Por eso me llegué a la próxima calle y allí llené el vaso. He encontrado a un caballero con el pelo blanco que me ha dado recuerdos para el señor Sesemann.
— Vaya, has realizado todo un viaje — sonrió el dueño de la casa— Me pregunto quién será ese caballero.
— Se detuvo junto a la fuente y dijo: "¿Me dejas beber en el vaso? ¿A quién le llevas el agua?" Yo le contesté: "Al señor Sesemann." Entonces él rió y me dijo que esperaba que se la bebiera usted a gusto.
— Descríbeme a ese hombre.
— Tenía una sonrisa agradable y llevaba una gruesa cadena de oro con una piedra roja colgando en medio. Ah, y un bastón con una cabeza de caballo en la empuñadura.
— ¡El doctor! —exclamaron padre e hija al unísono.
Y el señor Sesemann sonrió al pensar lo que diría su viejo amigo ante aquella forma desacostumbrada de ir a buscar agua para apagar su sed.
Aquella noche, mientras discutían sobre cosas relacionadas con el hogar, el señor Sesemann le dijo al ama que Heidi se quedaría con ellos.
— La niña me parece perfectamente normal y Clara quiere que continúe aquí —explicó—. No debe tomar sus pequeñas travesuras como faltas y, por favor, asegúrese de que está siempre bien tratada. Si usted sola no se ve capaz de gobernarla... Bueno, pronto recibirá ayuda; mi madre vendrá a hacernos una de sus largas visitas, y ya sabe que ella es capaz de gobernar a cualquiera.
— Sí, señor Sesemann —replicó el ama a regañadientes, pues la noticia no le resultaba particularmente agradable.
El señor Sesemann sólo estuvo quince días en casa, pues pronto tuvo que emprender un viaje de negocios a París. Clara lamentó que no pudiera quedarse más tiempo; para animarla, él le habló de la prometida visita de la abuela y, tan pronto como hubo partido, llegó una carta diciendo que la anciana señora Sesemann estaba en camino y llegaría al día siguiente. Pedía que le mandaran un carruaje a esperarla a la estación.
Clara estaba encantada y hablaba tanto de la abuela que Heidi no tardó en llamarla también "abuela" al referirse a ella. La señorita Rottenmeier frunció el ceño ante aquella familiaridad, pero la niña estaba tan acostumbrada a este gesto que no le dio mucha importancia. Pero cuando se dirigía a la cama, aquella misma noche, la señorita Rottenmeier la llamó y le advirtió que no se dirigiera nunca a ella diciéndole "abuela".
— Debes llamarla "Madame", ¿entendido?
Heidi estaba asombrada, pero vio una mirada tan fría en los ojos de aquella mujer que no se atrevió a preguntarle el porqué de aquel tratamiento.
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