Heidi

Johanna Spyri

Capítulo 12

Ilustración de Kim Minji

¡La casa está embrujada!

Comenzaron a ocurrir cosas extrañas en aquella mansión de Frankfurt. La señorita Rottenmeier vagaba por ella silenciosamente, sumida en hondos pensamientos; y cuando tenía que ir de una habitación a otra o recorrer un pasillo después de anochecido, miraba con frecuencia a sus espaldas o escudriñaba los rincones como si temiera que alguien saliera de las sombras y se le colgara a la falda. Si tenía que subir a las habitaciones de los huéspedes, ricamente amuebladas, o bajar a la gran sala donde los pasos despertaban ecos sonoros y donde los viejos concejales ataviados con cuellos blancos y tiesos miraban desde sus retratos en las paredes, siempre hacía que Tinette la acompañara... , caso de tener que bajar o subir algo. Y lo curioso era que Tinette se comportaba de manera similar. Cuando debía ir a estas dependencias le decía a Sebastián que fuera con ella, so pretexto de ayudarla a transportar algo. A Sebastián le ocurría tres cuartos de lo mismo. Si le mandaban a una de aquellas habitaciones siempre cerradas, llamaba a John el cochero y le pedía que le acompañase..., caso de no poder realizar el trabajo él solo. Y todos accedían a las peticiones de los demás en este sentido. sin ninguna discusión. aunque su ayuda no se necesitara realmente. Parecía como si pensaran que todos podían necesitar ayuda en alguna ocasión. Las cosas no iban mejor en la cocina. La anciana cocinera, que llevaba mucho tiempo en la casa, permanecía junto a sus cacerolas y movía la cabeza murmurando:

— Que una tenga que vivir para ver estas cosas...

La razón de esta inquietud era que desde hacía algún tiempo los sirvientes encontraban la puerta de la calle abierta de par en par cuando bajaban por las mañanas, pero nunca había nada que demostrara quien lo hacía. El primero y segundo días, la casa había sido registrada de arriba abajo para ver si habían robado algo, pues parecía como si un ladrón pudiera ocultarse en ella durante el día y escapar de noche con su botín. Entonces decidieron cerrar la puerta de la calle con doble vuelta y cerrojo cada noche, pero seguían encontrándola abierta de par en par por las mañanas, por muy temprano que bajaran los criados.

Finalmente, la señorita Rottenmeier convenció a John y a Sebastián para que pasaran la noche en la habitación contigua a la sala para ver si podían descubrir la causa del misterio. Se les proveyó de armas pertenecientes al señor Sesemann y una botella de vino para animarles por lo que pudiera ocurrir.

Cuando llegó la noche se situaron convenientemente y en seguida abrieron la botella de vino para entrar en calor. Pero no tardó en entrarles una somnolencia invencible y se pusieron a dormitar en sus sillones. Las doce campanadas del reloj devolvió los sentidos a Sebastián, quien dijo algo a John, pero éste estaba dormido como un tronco y lo que hacía era instalarse más cómodamente en su asiento a cada esfuerzo por despertarle. Sebastián, sin embargo, estaba completamente desvelado y aguzaba el oído para captar cualquier ruido extraño. El silencio era tan profundo que causaba inquietud. Viendo que no había manera de despertar a John llamándole, le sacudió, pero transcurrió otra hora antes de que el cochero se despertara del todo y recordase para qué estaba allí. Entonces se puso de pie, en un alarde de valor, y dijo:

— Será mejor que vayamos a ver lo que pasa. Tú no temas y sígueme.

Empujó la puerta, que habían dejado entreabierta, y salió al pasadizo. Casi en el acto, la bujía que llevaba en la mano fue apagada por una ráfaga de aire proveniente de la puerta de la calle que volvía a estar abierta de par en par. Retrocedió inmediatamente hacia el cuarto. Casi derribando a Sebastián, y cerró de un portazo, pasando el cerrojo. Luego encendió una cerilla y con ella otra vez la bujía. Sebastián no sabía lo que había sucedido. John era lo bastante corpulento como para taparle por completo y no había visto nada. Ni siquiera había notado la corriente de aire. Pero John temblaba de pies a cabeza.

— ¿Qué ocurre? — preguntó Sebastián ansiosamente— ¿Qué hay ahí fuera?

— ¡La puerta de la calle estaba abierta! — repuso John— . ¡Y he visto una figura blanca en las escaleras que se desvaneció de repente!

Un escalofrío recorrió la médula de Sebastián. Sentáronse los dos muy juntos y no se movieron hasta que fue de día claro y oyeron pasar la gente por la calle. Entonces cerraron la puerta principal y fueron a ver a la señorita Rottenmeier. La encontraron ya levantada y vestida, pues había pasado parte de la noche despierta y preguntándose qué descubrirían los dos sirvientes. Tan pronto supo lo acaecido, tomó asiento y escribió muy enérgicamente al señor Sesemann, diciéndole que estaba tan aterrada que apenas podía sostener la pluma y rogándole encarecidamente que viniera lo antes posible, pues nadie en la casa podía dormir tranquilo por temor a lo que pudiera suceder de un momento a otro.

La respuesta, casi a vuelta de correo, decía que al señor Sesemann no le era posible abandonar sus negocios y regresar tan precipitadamente. Mostraba su sorpresa al oír hablar de un "fantasma", en la casa y esperaba que sólo se tratase de un trastorno momentáneo. Con todo, si la cosa continuaba, sugería que la señorita Rottenmeier le escribiera a la señora Sesemann y le pidiera que regresara a Frankfurt; ella sabría cómo tratar a los "fantasmas", y con tanta eficacia que no les quedarían ganas de aparecer de nuevo. A la señorita Rottenmeier le molestaba que el dueño de la casa no se tomara el asunto más en serio. Escribió inmediatamente a la señora Sesemann, pero tampoco recibió satisfacciones por este lado. La anciana dama replicó, no sin cierta ironía, que no estaba dispuesta a realizar otro viaje a Frankfurt por la sencilla razón de que la señorita Rottenmeier creía ver fantasmas. Jamás había habido "fantasmas" en la mansión y, en opinión de la señora, el de ahora debía ser de carne y hueso. Si Rottenmeier no podía resolver la situación por sí sola, añadía la carta, debía avisar a la policía.

El ama de llaves no estaba dispuesta a soportar la situación por más tiempo y se le había ocurrido una idea astuta para que los Sesemann hicieran caso de sus quejas. Hasta ahora no les había dicho nada a las niñas, pues temía que se asustaran hasta el extremo de no querer quedarse solas, lo cual resultaría aún más fastidioso. Pero ahora se fue derecha al estudio y les contó en un ronco susurro lo de aquellas visitas nocturnas. Clara pidió inmediatamente que no la dejaran sola, ni siquiera un segundo.

— ¡Papá debe venir! — gritó—. ¡Y usted debe dormir en mi habitación! Tampoco quiero que Heidi se quede sola, no vaya a ser que el fantasma le haga algo. Será mejor que estemos todas juntas en una habitación y que dejemos la luz encendida toda la noche. Tinette dormirá en un cuarto contiguo y John y Sebastián deben quedarse en el pasillo para ahuyentar al fantasma si sube escaleras arriba.

Clara estaba terriblemente excitada y la señorita Rottenmeier tuvo grandes dificultades para calmarla.

— Escribiré inmediatamente a tu padre — prometió— y trasladaré mi cama a tu cuarto para que no estés nunca sola. Pero no podemos dormir todas en una habitación. Si Adelaida está asustada, Tinette puede instalar una cama en su dormitorio.

Pero Heidi le tenía mucho más miedo a Tinette que a los fantasmas, de los que en realidad jamás había oído hablar, y dijo que ella no estaba asustada y que dormiría sola en su propia habitación. La señorita Rottenmeier se dirigió entonces a su escritorio y redactó una carta muy respetuosa al señor Sesemann para comunicarle que los misteriosos hechos continuaban produciéndose en la casa y que amenazaban con afectar profundamente a Clara, dado su delicado estado de salud. "El miedo puede incluso trastornar sus facultades mentales", escribió, "o producirle un ataque epiléptico".

Su estratagema tuvo éxito. Dos días más tarde, el señor Sesemann estaba ante la puerta de la calle, llamando con tanta insistencia que todo el mundo se sobresaltó creyendo que el fantasma había empezado a hacer de las suyas en pleno día. Sebastián miró por una de las ventanas de arriba para ver lo que sucedía, pero en aquel momento volvieron a llamar con tanta energía que no cabía duda de que se trataba de un ser humano. Al ver que era su amo, bajó las escaleras tan aprisa que por poco se estrella. El señor Sesemann apenas reparó en él y se dirigió inmediatamente al cuarto de Clara. La muchacha le acogió alegremente y él se sintió muy aliviado al verla tan contenta y, al parecer, casi tan normal como de costumbre. Clara le aseguró que no se encontraba peor y tan feliz de verle que le daba gracias al fantasma por haberle traído a casa.

— ¿Qué tal se ha portado el "fantasma", señorita Rottenmeier? — le preguntó al ama con una sonrisa.

— Oh, se trata de un asunto serio — replicó ella secamente— No creo que mañana se siga riendo como lo hace ahora. A mí me parece que algo terrible debió ocurrir aquí en el pasado y cuyas consecuencias estamos sufriendo ahora.

— ¡Le ruego que no emita opiniones gratuitas sobre mis respetables antepasados! — replicó el señor Sesemann—. Por favor, dígale a Sebastián que me espere en el comedor. Quiero hablar con él a solas.

Había advertido que Sebastián y la señorita Rottenmeier no eran exactamente uña y carne, y esto le sugirió una idea.

— Quiero que me digas la verdad, Sebastián — interpeló al sirviente apenas se reunieron en el comedor— ¿Estás jugando a fantasmas para asustar a la señorita Rottenmeier?

— Oh, señor, por favor, no piense eso; yo estoy tan asustado como ella — replicó Sebastián, notándose bien a las claras que estaba diciendo la verdad.

— Bien, en ese caso tendré que demostraros a ti y al bueno de John cómo son los fantasmas a la luz del día. Un muchacho fornido como tú debería avergonzarse de salir corriendo ante semejantes tonterías. Ahora quiero que le lleves un mensaje al doctor Classen. Salúdale de mi parte y pídele que venga sin falta esta noche a las nueve. Le dices que he regresado de París con el propósito de consultarle y que la cosa es tan seria que debe venir preparado porque deberá pasar aquí la noche. ¿Está claro?

— Sí, señor. En seguida me ocupo de ello.

El señor Sesemann volvió al estudio para decir a su hija que esperaba resolver el asunto del fantasma el día siguiente.

El doctor llegó a las nueve en punto, cuando ya las niñas y la señorita Rottenmeier se habían retirado a descansar. Aunque tenía los cabellos grises, su tez era fresca y en sus ojos había una mirada brillante y bondadosa. Parecía un tanto preocupado cuando entró, pero en cuanto vio a su amigo se echó a reír alegremente.

— ¡Yo diría que tiene usted un aspecto formidable para un hombre que quiere que se queden toda la noche cuidándole! — dijo.

— No tan aprisa, amigo mío —replicó el señor Sesemann—. Sus cuidados se necesitarán probablemente, y para alguien que no tendrá tan buen aspecto cuando lo hayamos atrapado.

— ¿De manera que hay un paciente en la casa y se trata de un paciente al que hay que atrapar?

— Mucho peor que eso. ¡Tenemos un fantasma! La casa está embrujada...

El doctor volvió a reír de buena gana.

— No se lo tome a guasa — añadió el señor Sesemann— Y menos mal que la señorita Rottenmeier no le oye en este momento. Ella está firmemente convencida de que uno de mis antepasados vaga por la casa purgando sus pecados.

— ¿Y cómo fue que ella le descubrió? — preguntó el doctor, sin dejar de sonreír.

El señor Sesemann le explicó todo cuanto sabía y terminó diciendo:

— Para mayor seguridad, he puesto dos pistolas en la habitación donde usted y yo montaremos guardia. Tengo el presentimiento de que se trata de una broma estúpida por parte de algún amigo de la servidumbre que quiere alarmar a los habitantes de la casa durante mi ausencia. En tal caso, un par de disparos al aire para asustarle no le vendrán mal. Si, por el contrario, se trata de ladrones que quieren preparar el terreno haciendo que todos se asusten del "fantasma" y que no abandonen sus habitaciones, sería aconsejable tener un arma a mano.

Mientras hablaba, el señor Sesemann abrió la marcha hacia el cuarto donde John y Sebastián habían pasado la noche. En la mesa estaban las dos pistolas y una botella de vino, porque si tenían que permanecer toda la noche allí sentados, un trago de vez en cuando no les vendría mal. La pieza estaba iluminada por dos candelabros con tres bujías cada uno. El señor Sesemann no tenía intención de aguardar al fantasma en la oscuridad, pero la puerta había sido cerrada para que no se filtrase ninguna luz al pasillo y prevenir así al presunto espíritu. Los dos hombres se instalaron cómodamente en sus sillones para charlar y beber. El tiempo transcurrió aprisa y ambos se sorprendieron al oír las doce campanadas de medianoche.

— El fantasma se ha olido la tostada y no viene comentó el doctor.

— Debemos esperar un poco más — replicó el señor Sesemann—. Por lo visto no aparece hasta la una.

Así pues, continuaron charlando por espacio de otra hora. Todo estaba silencioso en la calle cuando, de pronto, el doctor levantó un dedo y preguntó:

— ¿No ha oído usted algo, Sesemann?

Aguzaron el oído y oyeron claramente el ruido de un cerrojo al ser corrido y luego el de una llave al girar en una cerradura. Y, finalmente, el ligero chirrido de una puerta al abrirse. El señor Sesemann tendió la mano hacia su revólver.

— No estará usted asustado, ¿verdad? — preguntó el doctor calmosamente.

— Vale más estar prevenidos — respondió su compañero en un susurro.

Tomaron cada uno un candelabro en una mano y una pistola en la otra y salieron al corredor. Entonces vieron un pálido retazo de luz de la luna que entraba por la puerta abierta y brillaba sobre una figura blanca que se mantenla inmóvil en el umbral.

— ¿Quién va? — preguntó el doctor con voz tan poderosa que despertó ecos en el corredor.

Avanzaron ambos hacia la puerta de la calle. La figura se volvió y emitió un ligero grito. Era Heidi quien estaba allí, descalza, cubierta con un camisón de dormir y mirando aturdida las armas y los candelabros. Empezó a temblar y sus labios balbucieron algo ininteligible. Los dos hombres se miraron entre sí con asombro.

— ¡Vaya! — exclamó el doctor— Yo diría que es su pequeña aguadora...

— ¿Qué haces aquí, criatura? — preguntó el señor Sesemann— . ¿Por qué has bajado?

Heidi permanecía frente a él, en la albura de su camisa de noche, y respondió débilmente:

— No lo sé.

— Creo que este caso es para mí — dijo el doctor—. Permítame que lleve a la niña a su habitación mientras usted vuelve a sentarse y espera. — Dejó el arma en el suelo, tomó a Heidi de la mano y la acompañó escaleras arriba. Ella temblaba aún y el médico la calmó hablándole en tono cariñoso—. No te asustes, que nada terrible va a ocurrir. Todo se explicará en su momento.

Cuando llegaron al dormitorio de la niña, el doctor dejó el candelabro en la mesita de noche y acostó a Heidi. Después de taparla cuidadosamente, se sentó en una silla a su lado y esperó a que se hubiera calmado un poco. Entonces le tomó una mano y dijo amablemente:

— Así es mejor... Y dime, ¿adónde ibas?

— A ninguna parte — susurró Heidi— . Yo no sabía que había bajado las escaleras. De pronto me encontré allí.

Su manita estaba fría entre la mano grande y cálida del doctor.

— Comprendo —dijo éste—. ¿Puedes recordar si tuviste un sueño? ¿Un sueño que parecía muy real?

— Oh, sí —Heidi le miró—. Cada noche sueño que vuelvo a casa con el abuelo y oigo silbar el viento por entre los abetos. En mi sueño sé que las estrellas deben brillar mucho fuera, y me levanto rápidamente y abro la puerta de la cabaña... Y todo es muy bonito. Pero cuando me despierto, siempre me encuentro aquí, en Frankfurt.

Se le había formado un nudo en la garganta e hizo un esfuerzo para tragar saliva.

— ¿Te duele algo? — preguntó el doctor—. ¿Sientes molestias en la cabeza o en la espalda?

— No, pero noto como si tuviera una piedra muy grande en la garganta.

— ¿Cómo si hubieras tomado un gran bocado de algo y no pudieras tragarlo?

Heidi movió la cabeza.

— No, es como si quisiera llorar.

— ¿Y no lo haces de vez en cuando?

Los labios pe Heidi temblaron nuevamente.

— No, no me está permitido. La señorita Rottenmeier me lo prohibió.

— Entonces supongo que te tragas el llanto. A ti te gusta estar en Frankfurt, ¿verdad?

— Si —repuso la niña en un tono que daba a entender precisamente todo lo contrario.

— ¿Dónde vivías con tu abuelo?

— En la montaña.

— Aquello no sería muy divertido, ¿eh? ¿No lo encontrabas más bien aburrido?

— Oh, no; aquello es maravilloso...

Heidi no pudo continuar. El recuerdo del hogar, sumado a la emoción de los minutos recién vividos, rompió el dique tras el cual había represado sus lágrimas y éstas rodaron ahora por sus mejillas en un llanto desconsolado.

El doctor se levantó y depositó suavemente a la niña sobre la almohada.

— Llora cuanto quieras, que no te hará ningún daño — dijo—. Luego duerme tranquila y por la mañana todo habrá cambiado.

Abandonó el dormitorio y regresó junto al señor Sesemann que le esperaba con ansiedad.

— Bueno, en primer lugar, su pequeña ahijada es sonámbula —empezó diciendo— . Sin tener la menor idea de lo que hacía, ha estado abriendo la puerta cada noche y asustando a la servidumbre. En segundo lugar, sufre una profunda nostalgia y parece haber perdido mucho peso, ya que puede decirse que está con la piel y los huesos. Hay que hacer algo en seguida. Está muy trastornada y tiene los nervios desquiciados. Solamente existe un remedio contra este tipo de mal; hacerla volver inmediatamente a su hogar en las montañas. Debería irse mañana mismo; ésa es mi prescripción facultativa.

El señor Sesemann se puso en pie y empezó a pasear por la estancia con gesto preocupado.

— Sonambulismo, nostalgia y adelgazamiento... ¡Es curioso que esté sufriendo todo eso en mi casa sin que nadie se haya dado cuenta! Tan fuerte y sonrosada como estaba cuando llegó. ¿Cree usted que voy a devolvérsela a su abuelo con ese aire enfermizo? No, por favor, no me pida que haga eso. Lo primero es curarla. Prescriba lo que crea conveniente para fortalecerla, y la mandaré a su casa, si ella quiere irse.

— Usted no sabe lo que está diciendo — protestó el doctor—. No se trata de una enfermedad que pueda curarse a base de píldoras y polvos. La chica no está robusta, pero si la hace regresar a las montañas se recuperará inmediatamente. De lo contrario... puede encontrarse usted en la alternativa de enviarla enferma, incurable, o no enviarla en absoluto.

El señor Sesemann estaba hondamente contrariado.

— Si las cosas están así, doctor, haré lo que me dice — prometió.

Cuando el doctor se despidió al fin, las primeras luces del alba empezaban a colorear los tejados de la ciudad.

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