Las aventuras de Pinocho

Carlo Collodi

Capítulos 21, 22, 23 y 24

Ilustración Ferenc Pinter

21. Cae Pinocho en poder de un labrador que le obliga a servir de perro para custodiar un gallinero.

¡Pobre muñeco! Empezó a llorar, a gritar y a lamentarse; pero sus llantos y gritos eran inútiles, porque en todo el contorno no se veía casa alguna, y por el camino no pasaba alma viviente. Se hizo de noche. En parte por el daño grandísimo que le hacían aquellos hierros, apretándole las piernas como unas tenazas, y en parte por el miedo fenomenal de estar solo y de noche en aquel campo, el pobre Pinocho estaba a punto de caer desvanecido. En esto vio pasar cerca de su cabeza una luciérnaga de luz, y le llamó diciéndole:

— ¡Gusanito! ¡Precioso gusanito! ¿Quieres hacer la caridad de librarme de este suplicio?

— ¡Pobre muchacho! — exclamó la luciérnaga, acercándose compasiva para mirarle— . ¿Por qué tienes las piernas entre esos hierros tan cortantes?

— ¿Porque he entrado en este campo para coger un par de racimos de uva moscatel?...

— Pero, ¿esas uvas son tuyas?

— No.

— ¿Y quién te ha enseñado a tomar lo que no es tuyo?

— ¡Tenía mucha hambre!

— ¡Hijo mío, el tener hambre no es buena razón para apropiarse de lo ajeno!

— ¡Es verdad, es verdad!— exclamó Pinocho llorando— . ¡Pero ya no lo haré más!

En este momento fue interrumpido el diálogo por el ligerísimo rumor de pasos que se acercaba. Era el dueño del campo, que, andando de puntillas, venía a ver si había caído en el cepo alguno de aquellas garduñas que le arrebataban los pollos durante la noche. Grande fue su asombro cuando, al sacar una linterna que llevaba debajo del capote, vio que en vez de una garduña había caído un muchacho.

— ¡Ah, ladronzuelo! — dijo el labrador encolerizado— . ¿Conque eres tú quien me roba las gallinas?

— ¡Yo, no; yo, no! — gritó Pinocho sollozando— . ¡Yo he entrado en el campo sólo para tomar dos racimos de uvas!

— El que roba uvas es capaz de robar también gallinas. ¡Voy a darte una lección que no olvidarás en toda tu vida!

Y abriendo la cepa, agarró al muchacho por el cuello y echó a andar camino de su casa. Al llegar frente a la puerta le dejó caer en una era que había casi a la entrada y dándole dos azotes, dijo:

— Ahora ya es muy tarde, y quiero acostarme: mañana te ajustaré las cuentas.

Mientras tanto, como hoy se ha muerto el perro que me hacía la guardia de noche, voy a ponerte en su puesto. Me servirás de perro guardián. Después de decir esto, le puso al cuello un grueso collar de cuero, erizado de púas de hierro, y se lo apretó de modo que no pudiera quitárselo por la cabeza. El collar estaba sujeto a una larga cadena de hierro, ésta a la pared por el otro extremo.

— Si llueve esta noche— dijo el labrador— , puedes meterte en esa caseta de madera: ahí está la paja que ha servido de cama a mi perro durante cuatro años. ¡Ah! Procura estar bien alerta, y si vienen los ladrones, ladra muy fuerte.

Hecha esta última advertencia, entró el labrador en su casa y cerró la puerta con cerrojo, mientras que el desgraciado Pinocho, más muerto que vivo, quedaba solo, tiritando de frío, de hambre y de miedo. De vez en cuando trataba rabiosamente de meter las manos por entre aquel collar, que le apretaba horriblemente la garganta. El pobre muñeco decía llorando:

— ¡Me está muy bien merecido! ¡He querido hacer vida de perdido, vagabundo; he seguido los consejos de las malas compañías; he sido un niño malo y desobediente, y por eso Dios me castiga! ¡Si hubiera sido un niño bueno y obediente, como lo son otros muchachos; si me hubiera dedicado al estudio y al trabajo; si hubiera permanecido en casa al lado de mi buen papá, no me vería ahora como me veo en medio del campo, teniendo que servir de perro de guarda a un labrador! ¡Oh, si se pudiera nacer otra vez! ¡Pero ya es tarde, y no hay más remedio que tener paciencia! Después de este pequeño desahogo, que realmente le salía del corazón, se metió en la perrera, y muy poco después se quedó dormido.

22. Pinocho descubre a los ladrones, y en recompensa de su fidelidad queda libre.

Hacía ya cerca de dos horas que dormía profundamente, y debía de ser poco más o menos la media noche, cuando le despertó un rumor de voces extrañas que parecían venir de a fuera. Asomó la punta de la nariz a la puerta de la perrera, y vio reunidos en confabulación cuatro bichejos de pelaje oscuro, que semejaban gatos. Pero no eran tales gatos; eran garduñas, animales carnívoros muy aficionados a las uvas y a los pollos tiernos. Una de las garduñas se separó de sus compañeras, y acercándose a la entrada de la perrera, dijo:

— ¡Buenas noches, Moro!

— ¡Yo no me llamo Moro!— contestó el muñeco.

— ¿Quién eres entonces?

— Soy Pinocho.

— ¿Y qué haces aquí?

— Estoy haciendo de perro guardián.

— ¿Dónde está Moro? ¿Qué ha sido del perro que estaba en esta caseta?

— Se ha muerto esta mañana.

— ¿Se ha muerto? ¡Pobre animal! ¡Tan bueno como era! Pero, a juzgar por tu cara, tú también eres un perro simpático.

— Dispénsame: yo no soy perro.

— ¿Pues, qué eres?

— Un muñeco.

— ¿Y estás de perro guardián?

— Desgraciadamente: es un castigo.

— Pues bien; voy, a proponerte el mismo pacto que tenía con el difunto Moro, y te aseguro que quedarás contento.

— ¿Cuál es ese pacto?

— Vendremos aquí una vez por semana, como antes hacíamos. Entraremos en el gallinero y nos llevaremos ocho gallinas. De esas ocho gallinas, siete serán para nosotras, la otra te la daremos a ti, con la condición de que te hagas el dormido y no se te ocurra ladrar y despertar al amo.

— ¿Y Moro lo hacía así?

— ¡Ya lo creo! Y siempre hemos estado en la mejor armonía. Con que, así, pues, duerme tranquilamente, y ten la seguridad de que antes de marcharnos de aquí dejaremos en la perrera una gallina bien pelada para que te la almuerces mañana. ¿Quedamos de acuerdo?

— ¡Pero, hombre! ¡Pues ya lo creo! ¡Por completo!— respondió Pinocho— . Y se quedó moviendo la cabeza con un aire de un si es no es amenazador, como queriendo decir: "¡Dentro de poco se arreglarán las cuentas!"

Cuando las cuatro garduñas creyeron que estaba todo arreglado, desfilaron hacia el gallinero, que estaba junto a la perrera, y después de abrir a puerta a fuerza de uñas y dientes la puerta de madera que cerraba la entrada: penetraron silenciosamente una tras otra. Pero apenas habían acabado de entrar, cuando sintieron que se cerraba la puerta con gran violencia. Había sido Pinocho, que no contento con cerrar la puerta, para mayor seguridad puso por delante una gran piedra para sujetarla a modo de puntal. Después comenzó a ladrar ¡guau!, ¡guau!, ¡guau!, con toda la fuerza que pudo, y con tanta propiedad, que parecía un perro auténtico. Al oír los ladridos saltó el labrador de la cama, tomó una escopeta, y se asomó a la ventana preguntando:

— ¿Qué ocurre?

— ¡Que están aquí los ladrones!— respondió Pinocho.

— ¿Dónde?

— ¡En el gallinero!

— ¡Bajo rápido!

Y, efectivamente, en un momento bajó el labrador, entró en el gallinero, y después de atrapar y meter en un saco las cuatro garduñas, les dijo con acento de satisfacción:

— ¡Por fin habéis caído en mis manos! Podría castigaros si quisiera; pero no soy vengativo. Me conformaré con llevaros mañana a casa del vecino posadero, para que los despelleje y los haga estofados como si fueran liebres. Es un honor que no merecen; pero los hombres generosos como yo no guardamos rencor por estas menudencias. Después se acercó a Pinocho, le hizo muchas caricias, y le preguntó:

— ¿Cómo te has arreglado para descubrir el complot de estas cuatro ladronas? ¡Y pensar que Moro, mi fiel Moro, no pudo conseguirlo!

El muñeco podía haber dicho todo lo que sabía: haber contado el vergonzoso convenio que tenía el perro con las garduñas; pero, acordándose de que el perro había muerto, se dijo en se interior: ¿Para qué acusar a un difunto? Ya no se consigue nada, y es más caritativo no descubrir su infidelidad.

— ¿Estabas despierto cuando llegaron las garduñas, o dormías? — continuó preguntando el labriego.

— Dormía — respondió Pinocho— ; pero las garduñas me despertaron con su conversación, y una de ellas vino hasta la caseta y me dijo: "Si prometes no ladrar ni despertar al dueño, te regalaremos una buena gallina bien desplumada". ¡Dios! ¡Tener la desfachatez de hacerme a mí semejante proposición! Porque yo podré ser un muñeco con todos los defectos del mundo, pero no soy capaz de cometer un delito ni de hacerme igual a esa gentuza tan mala.

— ¡Eres un buen muchacho! — dijo el labriego, dándole un golpecito en el hombro— . Esos sentimientos te honran; y para probarte lo satisfecho que estoy de ti, desde este momento quedas en libertad de volver a tu casa. Y en seguida le quitó el collar del perro.

Ilustración de Sergio Romano Rizzato

23. Pinocho llora la muerte de la hermosa niña de los cabellos azules; después encuentra una paloma que los lleva a la orilla del mar, y ahí se arroja al agua para ir a salvar a su papá.

Apenas se vio Pinocho libre de aquel collar molestísimo, escapó a todo correr por el campo, y no paró un momento hasta llegar al camino real que había de conducirle hasta la casita del Hada. Apenas llegó al camino, pudo ver a lo lejos el bosque donde, por su desgracia, había encontrado a la zorra y al gato, y vio también entre los demás árboles la elevada copa de aquel gran encino, del cual había sido colgado por el cuello; pero, por más que miraba a uno y otro lado, no pudo descubrir la casita de la hermosa niña de los cabellos azules. Sintió entonces una especie de triste presentimiento, y apretando a correr con todas las fuerzas que sus piernas le permitían, en pocos minutos llegó a la pradera donde antes se levantaba la casita blanca. Pero la casita blanca ya no estaba allí. En su lugar había una lápida de mármol con una cruz, y en la cual estaban escritas las siguientes palabras:

AQUI YACE

LA NIÑA DE CABELLOS AZULES,

QUE MURIO DE DOLOR

POR HABERLA ABANDONADO

SU HERMANITO PINOCHO.

R. I. P.

AMEN

Podéis pensar cómo se quedaría el muñeco, después de haber deletreado con mucho trabajo esta inscripción. Cayó al suelo de boca, y cubriendo de besos el mármol funerario, se echó a llorar desconsolado. Así permaneció toda la noche, y a la mañana siguiente seguía llorando, aunque ya sus ojos no tenían lágrimas que derramar. Sus lamentos y gritos eran tan fuertes y estridentes, que el eco los repetía en las colinas cercanas. Y llorando decía:

— ¡Oh, Hada preciosa! ¡Hermanita mía! ¿Por qué has muerto? ¿Por qué no me he muerto yo en tu lugar?; ¡yo, que soy tan malo, mientras que tú eras tan buena! Y mi papá, ¿dónde estará? ¡Oh, Hada preciosa! ¡Dime dónde podré encontrarle, porque ahora quiero estar a su lado y no dejarle nunca, nunca, nunca! ¡Dime que no es verdad que te has muerto! ¡Si es cierto que me quieres, si quieres mucho a tu hermanito, vuelve a mi lado como antes! ¿No te da pena verme solo, abandonado de todos? ¡Si ahora vienen los ladrones me colgarán de nuevo en el gran encino, y esta vez moriré para siempre! ¿Qué va a ser de mí, solo en el mundo? ¿Quién me dará de comer ahora, que te he perdido a ti y a mi pobre papá? ¿Quién me dará una chaqueta nueva? ¡Oh, cuánto mejor sería que yo también me muriese! ¡Sí! ¡Yo quiero morir! ¡Hu... hu... hu...! Mientras se lamentaba de este modo, trataba algunas veces de arrancarse los cabellos; pero como eran de madera, ni siquiera tenía el consuelo de despeinarse en desahogo de su desesperación. En aquel instante pasó volando una paloma muy grande, que deteniéndose en el aire con las alas extendidas, gritó desde una gran altura:

— Dime, muchacho: ¿qué haces ahí, en el suelo?

— ¡Ya lo ves: estoy llorando! — dijo Pinocho alzando la cabeza hacia aquella voz y secándose los ojos con la manga de la chaqueta.

— Y dime — continuó preguntando la paloma— , ¿no conoces por casualidad entre tus compañeros a un muñeco que se llama Pinocho?

— ¿Pinocho? ¿Has dicho Pinocho?— repitió el muñeco, poniéndose instantáneamente de pie— ¡Yo soy Pinocho!

Al oír la paloma esta respuesta se dejó caer velozmente y vino a posarse en tierra. Era más grande que un pavo.

— Entonces, conocerás también a Gepeto.

— ¡Qué si le conozco! ¡Pues si es mi papá! ¿Te ha hablado de mí? ¿Vas a llevarme adonde esté? ¿Vive todavía? ¡Contéstame, por caridad! ¿Vive?

— Hace tres días que le dejé en la playa, orilla del mar.

— ¿Qué hacía?

— Estaba construyendo una barquilla para atravesar el Océano. Hace más de cuatro meses que el pobre viejo anda errante por el mundo en busca tuyo; y como no ha podido encontrarte todavía, se le ha metido entre ceja y ceja ir a buscarte a los lejanos países del Nuevo Mundo.

— ¿Cuánto hay desde aquí hasta esa playa?

— Más de mil kilómetros.

— ¡Mil kilómetros! ¡Oh, linda paloma! ¡Qué felicidad tan grande si yo tuviera unas alas: como las tuyas!

— Si quieres venir, yo te llevaré.

— ¿Cómo?

— A caballo sobre mí. ¿Pesas mucho?

— ¿Pesar mucho? ¡Qué va! ¡Soy ligero como una pluma!

Y sin decir más, saltó Pinocho sobre la paloma, y poniendo una pierna a cada lado, como los jinetes en los caballos, gritó lleno de alegría:

— ¡Galopa, caballito, galopa! ¡Tengo ganas de llegar pronto!

Levantó el vuelo la paloma, y a los pocos minutos, había subido tanto, que casi tocaban las nubes. Al llegar a tan extraordinaria altura, el muñeco tuvo la curiosidad de mirar hacia abajo y asomó la cabeza; pero sintió tal miedo y tal vértigo, que para no caer tuvo que agarrarse con ambos brazos al cuello de su caballito de plumas. Volaron durante todo el día, y al caer la noche dijo la paloma:

— ¡Tengo mucha sed!

— ¡Y yo mucha hambre!— agregó Pinocho.

— Vamos a detenernos unos minutos en ese palomar, y después nos pondremos de nuevo en viaje, para estar al amanecer en la playa del mar.

Entraron en un palomar que estaba desierto, y en el cual encontraron, por fortuna, una cazuela con agua y un cestito lleno de algarrobas. En toda su vida había podido Pinocho comer algarrobas. Según decía él, le causaban náuseas, le revolvían el estómago. Pero aquella noche comió hasta que no pudo más, y cuando casi había dado fin de ellas, se volvió hacia la paloma, diciendo:

— ¡No lo hubiera creído nunca que las algarrobas fuesen tan ricas!

— Hay que convencerse, muchacho— replicó la paloma— , de que cuando el hambre dice "¡aquí estoy!", y no hay otra cosa que comer, hasta las algarrobas resultan exquisitas. La verdadera hambre no tiene caprichos ni preferencias.

Después de terminada esta ligera colación se pusieron de nuevo en viaje, y ¡a volar! A la mañana siguiente llegaron a la playa. La paloma dejó en tierra a Pinocho, y llevando su desinterés hasta no esperar ni a que Pinocho le diera las gracias, echó a volar rápidamente y desapareció. La playa estaba llena de gente, que gritaba y gesticulaba mirando hacia el mar.

— ¿Qué es lo que sucede?— preguntó Pinocho a una viejecita.

— Sucede que un pobre padre que ha perdido a su hijo se ha metido en una barquilla para ir al otro lado del mar en busca suya; pero hoy está tan malo el mar, que la barquilla acabará por irse a pique.

— ¿Dónde está la barquilla?

— Mírala allí lejos, frente a mi dedo— dijo la vieja, señalando una barquita en el mar, que vista desde aquella distancia parecía una cáscara de nuez que llevaba dentro un hombre muy pequeñito.

Siguió Pinocho con los ojos la dirección indicada, y después de mirar atentamente lanzó un agudísimo grito, diciendo:

— ¡Ese es mi papá! ¡Es mi papá!

Mientras tanto la barquilla era presa del furioso temporal, y tan pronto desaparecía tras una enorme ola como volvía a flotar. Pinocho, de pie en la cima de una roca más elevada que las demás, no cesaba de llamar a su papá y de hacerle señas con los brazos, con el pañuelo y hasta con el gorro. Pareció que Gepeto, por su parte, a pesar de estar tan lejos de la orilla, reconoció a su hijo, porque levantó su gorro al aire saludando, y a fuerza de señas dio a comprender que hubiera deseado volver a la playa, pero que el mar estaba tan alborotado, que no le permitía hacer uso de los remos para acercarse a tierra. De pronto vino una terrible ola que hizo desaparecer la barca. Esperaron que volviese a flote, pero no se la vio más.

— ¡Pobre hombre!— dijeron entonces los pescadores que se hallaban reunidos en la playa, los cuales se marchaban tristemente hacia sus casas, cuando oyeron un grito desesperado y al volver la cabeza vieron un muchacho que se arrojaba al mar desde lo alto de una roca, gritando:

— ¡Quiero salvar a mi papá!

Como Pinocho era de madera, flotaba fácilmente y nadaba como un pez. Tan pronto se le veía desaparecer bajo el agua, impulsado por la fuerza de las olas, como reaparecía nuevamente con un brazo o una pierna, siempre alejándose de la playa, hasta que por último se perdió de vista.

— ¡Pobre muchacho!— dijeron entonces los pescadores que se hallaban en la playa; y volvieron a sus casas tristemente.

Ilustración de Greg Hildebrandt

24. Arriba Pinocho a la Isla de las Abejas industriosas y encuentra al Hada.

Animado Pinocho por la esperanza de llegar a tiempo para salvar a su pobre papá, estuvo nadando sin cesar todo el día hasta que se le hizo de noche. ¡Y qué noche tan terrible fue! Diluvió, granizó, tronó, y eran tales los relámpagos, que parecía de día. Al amanecer vio a larga distancia una mancha de tierra. Era una isla en medio del mar. Entonces encaminó todos sus esfuerzos para arribar a aquella playa, pero inútilmente; las olas se precipitaban una tras otra y le arrastraban como si fuera una paja. ¡Al fin!, por fortuna suya, vino una ola enorme, que le lanzó con gran fuerza, haciéndole caer sobre la arena de la playa. Fue el golpe tan fuerte, que al caer en tierra le crujieron todas las costillas y coyunturas; pero se consoló en el acto diciendo:

— ¡También esta vez me he escapado!

Entretanto, poco a poco fue calmándose el cielo apareció el sol en todo su esplendor, y el mar quedó tranquilo como una balsa de aceite. Entonces el muñeco extendió al sol su traje para que se secara, y empezó a mirar si se veía por toda la inmensa sabana de agua alguna barquilla. Pero no pudo ver otra cosa que cielo, mar y alguna que otra vela de barco; pero lejos...

— Indaguemos, cuando menos, como se llama esta isla — se dijo después— . Veamos si está habitada por buena gente; es decir, por gente que no tenga el vicio de colgar de los árboles a los niños. Pero ¿a quién voy a preguntárselo, si no hay nadie?

La idea de encontrarse solo, completamente solo en aquel país deshabitado, le produjo tal melancolía, que sintió ganas de llorar; pero en aquel momento vio pasar cerca de la orilla un pez muy grande, que nadaba tranquilamente, llevando fuera del agua casi toda la cabeza. No sabiendo cómo llamarle por su nombre, el muñeco gritó con toda la fuerza de sus pulmones, para hacerse oír mejor:

— ¡Eh, señor pez! ¿Quiere usted escucharme un minuto?

— ¡Y aunque sean dos!— contestó el pez, que era un delfín muy cortés y educado, como hay pocos en esos mares del mundo.

— ¿Haría usted el favor de decirme si en esta isla hay algún país donde se pueda comer sin peligro de ser comido?

— Puedes estar tranquilo— respondió el delfín— Cerca de aquí encontrarás uno.

— ¿Y qué camino debo tomar para llegar hasta ese país?

— Tienes que tomar ese sendero que hay a mano izquierda y seguir siempre adelante, en dirección de tu nariz. No tiene pérdida.

— Dígame usted otra cosa. Usted que se pasea día y noche por el mar, ¿no ha encontrado por casualidad una barquita muy pequeña, en la cual iba mi papá?

— ¿Y quién es tu papá?

— Es el mejor papá del mundo, así como yo soy el hijo más malo que se puede dar.

— Con la tormenta de esta noche — respondió el delfín— , seguramente habrá naufragado la barca.

— ¿Y mi papá?

— A estas horas se lo habrá tragado el terrible dragón marino que desde hace unos días ha traído el exterminio y la desolación a estas aguas.

— ¿Es muy grande ese dragón?— preguntó Pinocho, que ya empezaba a temblar de miedo.

— ¿Que si es grande?— replicó el delfín— . Para que puedas formarte una idea, te diré que es más grande que una casa de cinco pisos, y con una bocaza tan ancha y tan profunda, que por ella podría fácilmente entrar un tren, con máquina y todo.

— ¡Qué horror! — gritó asustadísimo el muñeco; y entrándole de pronto gran prisa por marcharse, se quitó el sombrero y haciendo una cumplida reverencia dijo al delfín:

— ¡Hasta la vista, señor pez; mil perdones por la molestia, y muchísimas gracias por su amabilidad y cortesía!

Dicho esto tomó por el sendero que el delfín le había indicado y empezó a caminar con paso ligero; tan ligero, que más que andar corría como un galgo. Apenas sentía el más ligero rumor, volvía la cabeza para mirar hacia atrás, con temor de que le siguiera aquel terrible dragón, grande como una casa de cinco pisos y con una bocaza capaz de tragarse un tren entero, con máquina y todo. Después de haber andado más de media hora llegó a un país que se llamaba el País de las Abejas industriosas. El camino hormigueaba de personas que corrían de un lado a otro, trabajosamente, para cumplir sus obligaciones: todos trabajaban, todos tenían siempre algo que hacer. Ni con candil se podía encontrar un ocioso ni un vago.

— ¡Malo! — se dijo el desvergonzado de Pinocho— ¡Este país no se ha hecho para mí! ¡Yo no he nacido para trabajar!

Entretanto el hambre empezaba a atormentarle, porque había pasado más de veinticuatro horas sin probar bocado; ni siquiera unas pocas algarrobas. ¿Qué hacer? Para poder desayunarme no había más que dos medios; pedir trabajo o pedir limosna. Pedir limosna le daba vergüenza, porque su padre le había dicho siempre que sólo tienen derecho a pedir limosna los viejos y los inútiles o enfermos. Los verdaderos pobres que merecen compasión y socorro, sólo son los que por motivo de edad o de salud se encuentran imposibilitados para ganar el pan con el sudor de su rostro. Todos los demás están obligados a trabajar de una o de otra manera, y si no trabajan y tienen hambre, es por culpa suya. En aquel momento pasaba por el camino un hombre fatigado y sudoroso, que arrastraba él solo dos carretas cargadas de carbón. Le pareció a Pinocho que aquel hombre tenía cara de ser muy bueno, y acercándose a él, le dijo:

— ¿Quiere usted darme por caridad un pequeño pan? Porque me estoy muriendo de hambre.

— No sólo un pequeño pan— respondió el carbonero— ; te daré cuatro, si me ayudas a llevar hasta mi casa estas dos carretas de carbón.

— ¡De ningún modo!— respondió el muñeco, ofendido— . ¡Yo no sirvo para hacer de burro; yo no he tirado nunca de una carreta!

— Mejor para ti — respondió el carbonero— . Pues, entonces, hijo mío, si tienes hambre, cómete una buena ración de tu orgullo, y ten cuidado de no coger una indigestión.

Pocos minutos después pasó por el camino un albañil que llevaba al hombro un cesto de cal.

— Buen hombre, tendría usted la caridad de dar un pedazo de pan a un pobre muchacho que se muere de hambre.

— Con mucho gusto — respondió el albañil— .

Vente conmigo, ayúdame a llevar la cal, y en vez de un pan te daré cinco.

— Pero la cal pesa mucho, y yo no quiero fatigarme— replicó Pinocho.

— Pues si no quieres fatigarte, cómete los codos, y que te haga buen provecho, hijo mío.

En menos de media hora pasaron otras veinte personas, y a todas les pidió limosna Pinocho; pero respondieron:

— ¿No te da vergüenza? ¡En vez de hacer el vago por el camino, valía más que buscaras algún trabajo para ganarte el pan!

Por último, pasó una mujercita que llevaba dos cántaros de agua.

— ¿Haría usted el favor de dejarme beber un sorbo de agua en el cántaro?— le dijo Pinocho, que estaba abrasado por la sed.

— Bebe lo que quieras, hijo mío— dijo la mujercita poniendo los cántaros en tierra.

Cuando Pinocho hubo bebido como una esponja, balbuceó, pasándose el dorso de la mano por los labios:

— ¡Ya me he quitado la sed! ¿Quién pudiera hacer lo mismo con el hambre?

Al oír estas palabras, la buena mujercita le dijo en el acto:

— Si me ayudas a llevar a mi casa uno de estos cántaros, te daré un buen pedazo de pan.

Pinocho miró el cántaro, pero no respondió. Y además del pan te daré un buen plato de coliflor con aceite y vinagre— añadió la buena mujer. Pinocho echó otra mirada al cántaro, pero tampoco contestó.

— Y después de la coliflor te daré un pastel relleno de crema.

Al oír tan seductora proposición ya no pudo resistir Pinocho su glotonería, y dijo con ánimo resuelto:

— ¡Paciencia! ¡Llevaré el cántaro hasta la casa!

Como el cántaro era muy pesado para llevarlo al brazo, se resignó Pinocho a ponérselo en la cabeza. Cuando llegaron a la casa, la buena mujer hizo sentar a Pinocho ante una mesita cubierta con un mantel muy limpio, y colocó en ella el pan, la coliflor ya condimentada y el pastel de crema. Pinocho no comió, sino que devoró; su estómago parecía un cuarto vacío y deshabitado desde hacía cinco meses. Cuando ya había calmado la rabiosa hambre que le mordía el estómago, levantó la cabeza para dar las gracias a su bienhechora, pero apenas la hubo mirado, se quedó estupefacto, con los ojos extraordinariamente abiertos, el tenedor en el aire y la boca llena de pan y coliflor.

— ¿Qué te sucede?— dijo sonriendo la buena mujer.

— ¡Es que...— contestó Pinocho balbuceando— ; es que... me parece que estoy soñando! ¡Usted me recuerda...! ¡Sí, sí; la misma voz...los mismos ojos... los mismo cabellos! ¡Sí, sí...; también usted tiene el pelo azul turquí como ella! ¡Oh, Hada preciosa! ¡Oh, hermana mía! ¡Dime que eres tú, tú misma! ¡No me hagas llorar más! ¡Si supieras cuanto he llorado y cuánto he sufrido!

Y al decir esto lloraba Pinocho desconsoladamente, y puesto de rodillas abrazaba a la misteriosa mujercita.

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