Heidi

Johanna Spyri

Capítulo 23

Ilustración de Sonja Wimmer

¡Adiós por ahora!

La señora Sesemann escribió diciendo que se ponía en camino y que llegaría al día siguiente, y Pedro trajo la carta por la mañana. Las niñas estaba ya fuera con el viejo de los Alpes, y las cabras le aguardaban con impaciencia. El abuelo contemplaba a las chicas con una sonrisa de satisfacción jugueteando en sus labios. Los pasos de Pedro perdieron firmeza al verles, pero les trajo la carta y luego echó a correr velozmente, mirando hacia atrás de vez en cuando como si temiera que alguien le persiguiese.

Heidi estaba intrigada por su conducta y preguntó:

— Abuelo, ¿por qué se comporta Pedro como la "Turca" cuando espera que le peguen una paliza?

— Quizá él cree que se merece unos cuantos palos — respondió el viejo de los Alpes.

Pedro siguió corriendo hasta desaparecer y luego se detuvo, mirando otra vez en torno suyo. Había crecido su preocupación con el paso de los días. En cualquier momento esperaba ver al policía de Frankfurt saltando desde detrás de un arbusto para agarrarlo por el cuello, y la incertidumbre hacía profunda mella en su ánimo.

Heidi se pasó la mañana aseándolo todo, a fin de que la cabaña estuviera resplandeciente para cuando llegase la abuela. Clara estaba sentada y la observaba. Luego se arreglaron y tomaron asiento fuera, para esperarla, en un estado de gran agitación. El viejo de los Alpes se había ido a buscar un ramo de violetas a la montaña y, cuando regresó, las niñas tomaron las flores y las llevaron al interior de la cabaña. Heidi no hacía más que acercarse al borde de la meseta para ver si había señales de la visitante, y al fin la pequeña procesión apareció. Delante iba un guía conduciendo el caballo de la señora Sesemann, y un hombre con una cesta a la espalda cerraba la marcha. Cuando al fin llegaron a la meseta y la anciana señora vio a las niñas, gritó con tono de preocupación:

— ¡Clara!, ¿dónde está tu silla? ¿Qué significa esto?

— Pero al desmontar y acercarse a ellas, el asombro dejó pasó a la ansiedad y exclamó—: ¡Qué buen aspecto tienes, querida! Apenas te reconozco.

Entonces Heidi se levantó... y Clara hizo otro tanto. Y las dos caminaban ante ella, Clara muy erguida, sin otro apoyo que una mano en el hombro de Heidi. La abuela no daba crédito a lo que veía. Las niñas se volvieron y anduvieron hacia ella, y la dama vio entonces dos caras sonrosadas, encendidas de felicidad. Entre risas y lágrimas, la abuela abrazó entonces a Clara y luego a Heidi, y después nuevamente a Clara, mas por el momento no encontraba palabras para expresar sus sentimientos. Descubrió entonces al viejo de los Alpes, que acababa de salir de la cabaña y observaba la escena con una sonrisa de complacencia. La señora Sesemann puso el brazo de Clara en el suyo y juntas caminaron hacia él. Estaba hondamente conmovida al ver andar a su nieta junto a ella y, tomando las manos del viejo, murmuró con voz entrecortada:

— Nunca podemos agradecérselo, querido señor... Han sido sus cuidados los que han producido este milagro.

— Y el buen sol de Dios, y Su aire de la montaña — puntualizó el anciano.

— Tampoco olvidemos la maravillosa leche de "Margarita" — intervino Clara—. ¡Tendría que ver la cantidad que bebo, abuela! ¡Es una leche tan rica...1

— Tus mejillas rosadas me lo dicen — declaró la abuela—. Por poco no te reconozco. ¡Estás mucho más gorda y hasta creo que más alta! No me canso de mirarte. Esto es un milagro. Telegrafiaré inmediatamente a tu padre a París para decirle que venga en seguida. No le diré nada. Se llevará la sorpresa más feliz de su vida, ya verás. ¿Cómo puedo mandar un telegrama desde aquí, abuelo? ¿Se han ido ya los hombres?

— Sí, ya se han ido — respondió el viejo de los Alpes— , pero si le urge tanto puedo mandar a Pedro que lo lleve.

Se apartó un poco y silbó tan poderosamente con los dedos que los ecos rebotaron de roca en roca montaña arriba. Apareció corriendo el zagal casi en el acto, pálido como la cera. Conocía aquel silbido y temía que el terrible momento hubiera llegado, con el consiguiente arresto para él. Cuando vio que solamente se trataba de llevar a la oficina postal de Dörfli un papel en el que la señora Sesemann había escrito un mensaje, respiró con alivio y se puso inmediatamente en camino.

Sentáronse los cuatro para comer delante de la cabaña y le contaron a la abuela toda la historia desde el principio.

— Casi no puedo creerlo — repetía—. Es demasiado hermoso para ser verdad...

... Lo que hacía que Clara y Heidi insistieran en gratos comentarios ante el éxito de su gran sorpresa.

Pero ocurría que también el señor Sesemann había planeado una sorpresa.

Había terminado sus asuntos antes de lo que esperaba y anhelaba tanto ver otra vez a su hija que, sin decir una palabra a nadie, tomó el tren para Basilea y desde allí fue directamente a Ragaz, llegando poco después de haberse marchado su madre. Cuando supo que ella se había ido, alquiló un carruaje y se trasladó inmediatamente a Dörfli. Una vez allí inició a pie la ascensión de la montaña, lo que le resultaba muy duro por no estar acostumbrado a tales ejercicios. Tras subir un rato, cuando aún no había llegado a la cabaña del pastorcillo —que sabía, por las cartas de Clara, que quedaba a medio camino entre la aldea y la cabaña del viejo de los Alpes— empezó a pensar que tal vez se había equivocado de camino. Miró ansiosamente en torno suyo buscando a alguien a quien preguntar, pero no había un alma a la vista ni se oía otra cosa que el zumbido de los insectos y el ocasional gorjeo de un pájaro.

El señor Sesemann estaba muy acalorado y al detenerse para abanicarse, Pedro bajó corriendo por el sendero, casi sin mirar con el telegrama en la mano. Le hizo una seña cuando estuvo más cerca de él, pero el chico pareció de pronto receloso ante la idea de aproximársele.

— ¡Eh, muchacho, ven acá! — gritó el pobre viajero con impaciencia—. ¿Puedes decirme si este camino conduce a la cabaña donde vive un anciano y una niña llamada Heidi y donde están parando unas personas de Frankfurt?

"¡El policía!". pensó Pedro con tan poderosa sensación de pánico que solamente emitió una especie de balido y corrió desolado montaña abajo; corría con tanta precipitación que tropezó dando volteretas durante un buen trecho, lo mismo que le había ocurrido a la silla de ruedas, pero afortunadamente para él no terminó, como la silla, roto en pedazos. No obstante, el papel que llevaba en la mano había volado Dios sabía dónde.

"¡Válgame el cielo!", se dijo a sí mismo el señor Sesemann. "¡Qué tímida es la gente de la montaña!", pues pensaba que la simple presencia de un forastero en su montaña nativa había hecho que el chico huyese de aquella manera. Observó por espacio de unos momentos el atolondrado descenso de Pedro y luego prosiguió su camino. Y Pedro continuó rodando, incapaz de detenerse y ponerse en pie, hasta que al fin chocó con un arbusto y allí se quedó tumbado, tratando de sobreponerse a su terror. Entonces…

— ¡Vaya, aquí llega otro! — dijo una voz burlona a corta distancia— Me pregunto cuál será el siguiente al que empujen desde arriba y baje dando tumbos como un saco de patatas.

Era el panadero quien hablaba. Había salido para respirar un poco de aire fresco después de su trabajo, y sus palabras hicieron estremecerse nuevamente a Pedro. Sonaban como si el panadero supiera lo que le había ocurrido realmente a la silla, y el angustiado pastorcillo comenzó a trepar nuevamente montaña arriba tan aprisa como se lo permitían sus magulladuras y su sentimiento de culpabilidad. Le hubiera gustado irse a casa y esconderse debajo de la cama; aquél era el único lugar donde se hubiera sentido a salvo, pero las cabras estaban todavía en los pastos, y el viejo de los Alpes le había dicho que se diera prisa a fin de que los animales no estuviesen demasiado tiempo solos. Por nada del mundo hubiera desobedecido las órdenes del anciano.

El señor Sesemann había continuado su penosa ascensión y poco después de dejar a Pedro alcanzó la cabaña del chico, lo que le hizo suponer que iba por buen camino. A partir de allí caminó con renovadas energías y tardó poco en dar vista a la cabaña con los tres abetos. Aquello le espoleó y aceleró el paso, sonriendo interiormente al pensar en la sorpresa que esperaba darles a todos. Mas no iba a haber sorpresa, porque ya le habían visto y el pequeño y feliz grupo se afanaba por improvisarle un buen recibimiento.

Al poner los pies en la reducida meseta donde se alzaba la cabaña, vio dos personas que caminaban hacia él, una niña alta y rubia ligeramente apoyada en otra más bajita y morena.

Se quedó inmóvil y sus ojos se llenaron súbitamente de lágrimas; en su mente acababa de aparecer la imagen de la madre de Clara, que también era rubia y tenía las mismas delicadas mejillas un tanto sonrosadas. A duras penas alcanzaba a comprender si estaba despierto o soñando.

— ¿No me conoces, papá? —gritó Clara—. ¿Tan cambiada estoy?

Entonces, el hombre avanzó y la tomó en sus brazos.

— ¿Cambiada, dices? —exclamó—. ¡Pero cómo es posible! ¿Puedo creer lo que estoy viendo?

Dio un paso atrás para verla mejor y la abrazó de nuevo. Su madre se acercó a ellos, no queriendo perder ápice de aquel gran momento.

— Bien, hijo, ¿qué te parece? —preguntó, y añadió a continuación—: Tú pensabas darnos una grata sorpresa, pero resulta que no ha sido nada si se compara con la que nosotros te preparábamos a ti, ¿verdad? —le besó con afecto, mientras hablaba—. Ahora ven que te presente al bueno del abuelo, la persona a quien debemos esta inmensa alegría.

— En efecto —respondió él—. Y también a nuestra pequeña Heidi. Me alegro de verte otra vez tan saludable y feliz, hijita. Lo que veo en tus mejillas deben ser rosas alpinas.

Heidi le sonrió, inmensamente dichosa de que fuera allí, en la montaña, donde su buen amigo había encontrado tanta felicidad. La abuela le llevó entonces hasta el viejo de los Alpes, y el señor Sesemann le agradeció de todo corazón cuanto había hecho.

Mientras los dos hombres hablaban, la anciana señora anduvo despacio hasta los abetos. Allí, en un pequeño espacio entre dos ramas bajas, tuvo la agradable sorpresa de descubrir un ramo de violetas que parecían tan frescas como si realmente hubieran crecido allí mismo.

— ¡Oh, qué delicia! — gritó—. Heidi, cariño, ven aquí. ¿Hiciste esto para sorprenderme? Fue una gran idea.

— No, no fui yo — respondió Heidi—, pero sé quien lo hizo.

— Crecen así en la montaña, a millares —dijo Clara— Adivina quien las cogió para ti esta mañana.

Parecía tan feliz que, por un momento, su abuela se preguntó si era posible que lo hubiese hecho ella misma.

En aquel preciso instante les interrumpió un ruido leve por detrás de los árboles. Era Pedro, que había visto al forastero en la puerta de la cabaña con el viejo de los Alpes y trataba de acercarse con mucho sigilo para oír lo que hablaban. La señora Sesemann le vio y se le ocurrió pensar que pudo haber sido él quien cogió las flores, colgándolas allí, y que ahora, asustado, trataba de huir por timidez.

— Ven aquí —dijo, pensando recompensarle de alguna manera— Ven aquí, muchacho. No seas tímido.

Pedro estaba demasiado asustado para seguir huyendo. "Ahora sí que me la he cargado", pensó. y avanzó lentamente hacia ella.

— Sé valiente —añadió la señora Sesemann, tratando de ayudarle—. Y dime claramente, ¿fuiste tú quien lo hizo?.

Pedro no se atrevía a levantar la cabeza, de manera que no veía lo que ella estaba señalando, pero sentía sobre él la mirada del abuelo desde la esquina de la cabaña y emitió un apagado:

— Si.

— Bueno, bueno —prosiguió la abuela— , ¿y qué hay en ello para asustarse?

— Es porque... porque... está rota en pedazos... y no puede... arreglarse...

Pronunciaba las palabras con gran dificultad y sus rodillas tembla-ban hasta el extremo de que apenas podían mantenerle en pie.

La señora Sesemann se encogió de hombros, le dirigió una mirada pensativa y luego se acercó al viejo de los Alpes para preguntarle en voz baja si el chico era tonto.

— No, no; ni hablar del caso —la tranquilizó él— . De tonto ni un pelo. Él fue el "viento" que empujó la silla de su nieta por el despeñadero y ahora espera que le den el castigo que se merece.

A la señora Sesemann le parecía difícil creer esto de él. A su juicio no tenía aspecto de mal muchacho, y ella no suponía que a nadie se le ocurriera destruir algo tan necesario como la silla de un inválido.

El viejo de los Alpes, por el contrario, lo había sospechado desde el primer momento. No se le había escapado los gestos hoscos de Pedro a Clara ni su aire de resentimiento por todo cuanto había estado ocurriendo en la montaña. Por eso hablaba con pleno convencimiento al acusar a Pedro. Se lo explicó todo a la señora Sesemann, quien exclamó al punto:

— ¡Oh, pobre chico! No debe ser castigado por ningún concepto. Hay que ser comprensivos y considerar las cosas desde su punto de vista. Piense que nosotros somos forasteros y que hemos tenido a Heidi apartada de él durante semanas enteras, y naturalmente él la consideraba como una especie de propiedad privada. La soledad fue aumentando su rencor y, al no poder controlar sus sentimientos, llevó a cabo este absurdo acto de venganza. Todos cometemos desatinos cuando estamos furiosos.

Se volvió y llamó a Pedro, al tiempo que tomaba asiento debajo de los árboles.

— Ven, muchacho —prosiguió con voz afectuosa— Deja de temblar y escúchame. Tú arrojaste la silla de ruedas de la señorita Clara por la pendiente de la montaña para que se rompiera en mil pedazos, ¿verdad? Y durante todo este tiempo has sabido que eso estuvo mal hecho y que merecías que te castigaran por ello, pero has tratado de ocultarlo esperando que nadie lo descubriera, ¿no es así? Pero cometiste un grave error al suponer que podías hacer algo malo y que nadie se enteraría. Dios lo ve y lo oye todo y cuando se da cuenta de que alguien pretende ocultar lo que ha hecho, despierta al pequeño centinela que todos llevamos dentro, un centinela que duerme hasta que hacemos algo malo. Entonces se despierta y nos va pinchando con su pequeño aguijón, sin concedernos un momento de sosiego; sigue pinchando y pinchando y nos dice con su molesta vocecilla: "Alguien lo ha descubierto. Ahora lo vas a pasar mal." ¿No es eso lo que te ha estado ocurriendo últimamente.

Pedro asintió levemente, avergonzado, porque ésos habían sido precisamente sus sentimientos.

— Y las cosas no han resultado como tú esperabas, ¿verdad? — continuó la dama— En vez de perjudicar a Clara le has hecho un gran favor. Sin la silla, Clara tuvo que hacer un esfuerzo especial para caminar, y ya ves que lo ha conseguido. Ese es el modo en que Dios transforma el mal en bien. Tú, que hiciste mal, eres quien sufre ahora. ¿Lo entiendes, Pedro? Recuerda lo que te estoy diciendo, y la próxima vez que te sientas inclinado a hacer algo que sabes no está bien, piensa en ese pequeño centinela con su aguijón y su voz desagradable dentro de ti.

— Sí, lo haré — dijo Pedro humildemente, pero ansioso por saber en qué iba a quedar todo, pues el "policía" continuaba charlando con el viejo de los Alpes.

— Entonces no se hable más del asunto —le dijo la señora Sesemann—. y me gustaría que tuvieras algo como un grato recuerdo de los visitantes de Frankfurt. Dime, ¿qué regalo te gustaría más?

Pedro levantó la mirada y se quedó contemplando a la dama con asombro. Su cabeza era un torbellino. Estaba seguro de que algo terrible iba a sucederle y, en cambio, le ofrecían un regalo.

— Sí, hablo en serio —insistió ella—. Quiero que elijas algo realmente bonito para que nos recuerdes y en prueba de que no te guardamos ningún rencor, ¿comprendes?

La verdad iba cobrando forma poco a poco en la mente de Pedro. Aquella bondadosa señora pensaba interponerse entre él y el policía. Ya no tenía nada que temer. Se sentía como si un peso superior al de una de las grandes montañas acabara de caer de sus hombros. Y comprendiendo que valía más confesar cuanto antes los errores cometidos, dijo rápidamente:

— También perdí el papel.

Esto intrigó momentáneamente a la señora Sesemann, quien en seguida recordó el telegrama.

— Ah. eso está bien —repuso afablemente— has sido un buen chico al decírmelo. Cuando hagas algo malo, confiésalo en seguida y te ahorrarás muchas dificultades. Y bien, ¿qué te gustaría como regalo?

— No sé...

Pedro se sentía realmente emocionado ante la idea de poder elegir para él cualquier cosa que deseara. Pensó en la feria que se celebraba en Mayenfield una vez al año y en las cosas tan maravillosas que había visto en las barracas, siempre sin la esperanza de poder adquirir alguna de ellas, como silbatos rojos, por ejemplo. Le hubiera gustado tener uno para llamar a las cabras. Y aquellas navajas tan útiles para cortar ramitas de avellano. Pensaba y pensaba... ¿qué elegiría? Entonces se le ocurrió una gran idea.

— Un franco —dijo, considerando que tenía tiempo más que suficiente para decidir en qué emplearlo antes de que llegara la feria.

La señora Sesemann no pudo evitar una carcajada.

— ¡Qué pretensión tan modesta! —exclamó, abriendo su bolso y sacando varias monedas—. Ven aquí y saldaremos cuentas en el acto. Mira, aquí tienes tantos francos como semanas tiene el año; cada domingo puedes tomar uno y gastarlo.

Pedro la miró con los ojos muy abiertos.

— ¿Cada domingo para siempre? — preguntó.

La dama rió nuevamente, y los dos hombres se acercaron para ver lo que ocurría.

— Sí, para siempre —le prometió ella—. Lo pondré en mi testamento: Para Pedro. el cabrero. un franco por semana durante toda su vida. —Y volviéndose a su hijo, añadió— ¿Lo has oído? Tú también debes ponerlo así en tu testamento. Un franco semanal para Pedro mientras viva. El señor Sesemann asintió con un gesto y rió.

Pedro miraba y remiraba las monedas en su mano para asegurarse de que no estaba soñando. Luego le dio las gracias a la dama y corrió montaña abajo, loco de alegría, brincando para dar rienda suelta a su alborozo.

Más tarde, cuando todos estuvieron sentados en la puerta de la cabaña tras una agradable comida, Clara tomó la mano de su padre y dijo:

— ¡Oh, papá, si supieras todo cuanto el viejo de los Alpes ha hecho por mil... Nunca lo olvidaré. Y no paro de pensar qué podría yo ofrecerle para devolverle aunque sea una ligera parte del bien que él me ha hecho.

— A mí también me gustaría saberlo —replicó su padre, volviéndose a su anfitrión, que estaba enfrascado en una animada charla con la abuela. Extendió la mano y estrechó cálidamente la grande y callosa del viejo de los Alpes—. Vamos a hablar un poco, querido amigo. Usted sabrá a lo que me refiero si le digo que durante años no he conocido la verdadera felicidad. ¿De qué me sirve todo mi dinero y mi posición si con ello no podía hacerle ningún bien a mi hijita? Pero ahora, con la ayuda de Dios, usted nos ha dado a los dos algo por lo que vale la pena vivir. Esto no tiene precio, pero dígame si existe alguna forma en que yo pueda demostrarle mi gratitud. Haré cualquier cosa que esté en mi poder: sólo tiene que decírmelo.

El viejo de los Alpes le había escuchado en silencio, sonriendo ante la felicidad que veía en el rostro de su interlocutor; luego, con sencilla dignidad, replicó:

— También yo comparto su alegría ante el restablecimiento de su hija. Ésa es mi recompensa. Gracias de todos modos por lo que ha dicho, pero no necesito nada. Mientras yo viva, habrá suficiente para Heidi y para mí. Solamente deseo una cosa. Si usted pudiera darme esto, ya no me quedaría ninguna preocupación.

— Dígame cuál es ese deseo — dijo el señor Sesemann.

Hubo un silencio.

— Yo ya soy viejo —empezó el anciano—. No espero vivir mucho tiempo más, y no tendré nada que dejarle a la niña cuando muera. Ella no tiene a nadie en el mundo más que a mí… exceptuando a mi sobrina, que tan poco ha cuidado de ella. Si me promete que Heidi no se verá nunca obligada a ganarse la vida entre gente extraña, eso me recompensará sobradamente por cuanto me ha sido posible hacer en favor de usted y de su hija.

— Eso es algo que usted no tenía siquiera necesidad de pedir — replicó rápidamente el señor Sesemann— Heidi es ya como uno más de mi familia. Pregunte a mi madre o Clara y ellas ratificarán con creces mis palabras. Nunca permitiremos que Heidi vaya a parar a manos extrañas. Se lo prometo. Aquí está mi mano. Proveeré para ella durante mi vida, y después. Mientras estuvo con nosotros, vimos cuán duro le resultaba vivir alejada de su hogar, aunque hizo muy buenos amigos entre nosotros, como usted sabe, y uno de ellos está a punto de terminar sus asuntos en Frankfurt en este preciso instante. Me refiero a nuestro querido doctor Classen. Piensa retirarse muy pronto y establecerse en cualquier parte cerca de ustedes. El año pasado fue muy feliz con usted y con Heidi. De manera que ya ve; en el futuro, con usted y él, Heidi tendrá a su lado dos personas queridas, y espero que ambos vivan todavía muchos años.

— ¡Amén! — exclamó la señora Sesemann, estrechando fuertemente la mano del viejo de los Alpes. Y volviéndose a Heidi, le rodeó el cuello con el brazo y la besó—. ¿Y tú qué, hijita? ¿Tienes algún deseo que quisieras ver cumplido?

— Si, lo tengo — contestó Heidi al punto, levantando la mirada hasta el rostro de la dama.

La señora Sesemann preguntó:

— Lo celebro. Dime de qué se trata.

— La cama que yo tenía en Frankfurt, con •sus tres almohadas y el edredón tan calentito…, me gustaría regalárselo todo a la abuela de Pedro para que no tenga que dormir con la cabeza tan baja que apenas puede respirar, ni acostarse envuelta en su precioso mantón, para no helarse de frío.

En su ansiedad, Heidi casi no había hecho ninguna pausa para recobrar el aliento.

— ¡Que criatura tan buena eres! —exclamó la señora Sesemann—. Cuando somos felices nos resulta fácil olvidar a aquellos que no lo son tanto. Pero tú no los olvidas. Se hará como dices. Telegrafiaré inmediatamente a Frankfurt y Rottenmeier embalará la cama y la mandará hacia aquí. Creo que podrá llegar en un par de días, y espero que la abuela la encontrará cómoda.

Heidi se puso a saltar de alegría y gritó:

— Voy a bajar ahora mismo corriendo para decírselo hace tiempo que no la he visto y se estará preguntando qué me ha pasado.

— Heidi — la reconvino dulcemente su abuelo—, ¿cómo puedes pensar así? No puedes salir corriendo mientras tengamos compañía?

Pero la señora Sesemann le contuvo.

— La niña tiene razón —dijo—. Últimamente ha descuidado mucho a la pobre abuela por culpa nuestra. Vayamos todos juntos a verla. Esperaré allí mi caballo y enviaré el telegrama desde Dörfli. ¿Qué dices tú, hijo?

El señor Sesemann no había tenido aún ocasión de hablar acerca de sus planes, de modo que lo hizo ahora. Había pensado pasar algún tiempo en Suiza con su madre, llevándose a Clara con ellos si estaba suficientemente restablecida. Ahora parecía que podía gozar de la compañía de su hija durante todo el viaje, en cuyo caso sería una lástima desperdiciar uno de aquellos magníficos días de verano. Por lo tanto, decidió pasar la noche en Dörfli y venir a buscar a Clara al día siguiente. Entonces irían a Ragaz, donde se reunirían con la abuela, y desde allí comenzarían sus cortas vacaciones. Al principio, Clara sintió un poco de pena ante la perspectiva de abandonar tan pronto la montaña, pero la esperaban tantas cosas nuevas que su tristeza no podría durarle mucho tiempo.

Tomando a Heidi de la mano, el señor Sesemann se disponía a emprender el camino hacia la cabaña del pastor, cuando la niña se vio asaltada por un pensamiento repentino y se volvió a los otros.

— ¿Pero cómo se las arreglará Clara? — preguntó.

Su abuelo sonrió y tomó a Clara en brazos, como había hecho en tantas ocasiones, y así iniciaron la marcha. Por el camino, Heidi contó a la señora Sesemann muchas cosas acerca de la abuela; le dijo lo mucho que la anciana sentía el frío en invierno y la escasez de alimentos a la que estaba sometida. La dama escuchaba pensativamente cuanto la niña le decía.

Brígida estaba tendiendo a secar la otra camisa de Pedro cuando ellos se aproximaron a la cabaña. Al verles, se apresuró a entrar en el interior para advertir a su madre.

— Vienen todos por el sendero de la montaña — anunció— Seguramente regresan a casa, y el viejo de los Alpes lleva en brazos a la niña inválida.

— ¡Oh, Señor! — repuso la abuela. — ¿Se llevan a Heidi con ellos? Me gustaría que entrara un momento para oír su voz una vez más.

En aquel momento se abrió la puerta y Heidi irrumpió en la pieza y abrazó a la anciana.

— ¡Abuela, abuela! — gritó—. ¿Qué te parece? Mi cama de Frankfurt, con sus tres almohadas y el edredón está en camino. La traen para ti. La abuela de Clara dice que estará aquí dentro de unos días.

Esperaba que el rostro de la abuela se iluminara con la noticia, mas, al contrario, sólo pudo ver en él una sonrisa triste.

— Esa señora es muy buena, y yo debería alegrarme de que te vayas con ella, pero creo que me moriré sin ti.

— ¿Qué es lo que estoy oyendo? — exclamó la señora Sesemann, acercándose y hablando con su habitual tono bondadoso—. Ni hablar del asunto. Heidi se quedará aquí con ustedes. Sabemos el gran consuelo que ella representa para usted. Nosotros también queremos verla, pero para ello vendremos aquí; volveremos cada año a las montañas para dar gracias a Dios por el milagroso restablecimiento de nuestra niña.

El rostro de la abuela se iluminó al oír estar palabras y, muda por la emoción, apretó fuertemente la mano de la señora Sesemann. Su viejo corazón rebosaba gratitud. Heidi la abrazó de nuevo.

— ¿Verdad que todo se ha desarrollado estupendamente? — dijo.

— Si, hija mía; yo no sabía que hubiera gente así en el mundo. Mi fe en Dios se renueva al ver que esas personas pueden llegar a molestarse por una pobre anciana como yo.

— Todos somos pobres ante los ojos de Dios — le recordó la señora Sesemann—. Todos necesitamos de su cuidado. Ahora tenemos que decirles adiós, pero repito que volveremos el año que viene, y puede estar segura de que no nos olvidaremos de pasar a verla...

Se estrecharon nuevamente las manos, mientras la abuela le daba las gracias una y otra vez y pedía bendiciones sin cuento para ella y su familia.

Los Sesemann se fueron entonces a Dörfli y el viejo de los Alpes regresó con las niñas a la cabaña.

Clara no pudo contener el llanto a la mañana siguiente, cuando llegó la hora de partir, pero Heidi hizo lo posible por consolarla.

— El verano volverá pronto —le dijo— y tú llegarás con él. Entonces podrás andar como si tal cosa. Será mucho más divertido y cada día podremos subir a los pastos y ver las flores.

Clara se secó el llanto y dijo:

— Despídeme de Pedro y de las cabras, especialmente de "Margarita". Me gustaría obsequiarla con algo a cambio de su maravillosa leche.

— Entonces le mandas un poco de sal —rió Heidi—. Ya sabes que le gusta mucho.

— Lo haré. Le mandaré cien libras de sal para que me recuerde.

El señor Sesemann había llegado mientras tanto y charlaba con el viejo de los Alpes, pero ahora dijo que había llegado el momento de irse. El caballo blanco de la señora Sesemann estaba a la puerta para llevarse a Clara. Momentos después Heidi decía adiós con la mano. Se había situado en el borde de la meseta y allí permaneció hasta que desaparecieron en la distancia.

Días más tarde llegó la cama y, cuando estuvo montada, la abuela se acostó en ella y durmió toda la noche de un tirón. La señora Sesemann había tomado buena nota de cuanto le dijo Heidi sobre el frío invernal en las montañas, y con la cama llegó también un gran paquete de mantas y de ropas de abrigo.

Pero esto no fue todo: poco después llegó el doctor Classen y ocupó su antigua habitación en la posada de Dörfli. Luego, por consejo del viejo de los Alpes, compró el viejo caserón y lo reconstruyó de manera que él pudiera ocupar la mitad y el abuelo y Heidi la otra mitad durante el invierno. También mandó construir un nuevo corral en la cabaña para "Margarita" y "Morena".

La amistad que había nacido entre los dos hombres el año anterior iba en aumento y ambos esperaban el invierno para poder compartir la casa. Al doctor le complacía igualmente la idea de tener a Heidi cerca de él.

Un día, mientras veían trabajar a los obreros en la casa, el doctor puso una mano en el hombro del viejo de los Alpes y dijo:

— Creo que ambos pensamos igual con respecto a esa maravillosa criatura, pero de todos modos quiero decirle lo que ella significa para mí. He llegado a quererla como a mi propia hija. Desearía que me permitiese compartirla en todos los aspectos. Mi corazón se sentiría aliviado sabiendo que ella estará conmigo en los últimos días de mi vida, como si fuera mi hija, y a mi muerte le dejaré todo cuanto poseo. Entonces, a ella no le faltará de nada cuando nosotros nos vayamos de aquí.

El viejo de los Alpes no dijo nada, pero estrechó la mano del doctor y una mirada de honda comprensión se cruzó entre ellos.

Justo en aquellos momentos, Heidi y Pedro estaban sentados con la abuela. Heidi les explicaba lo que ocurría y cuanto había sucedido durante aquel verano tan cálido y lleno de acontecimientos. Mientras la voz ansiosa de la niña hablaba y hablaba, las tres cabezas se acercaban entre sí y entonces supo Brígida lo del franco por semana que había heredado Pedro. Y una ancha sonrisa iluminó el semblante de la mujer.

Finalmente, la abuela pidió a Heidi que leyera un himno. Dijo la niña.

— Aunque pasara el resto de mis días, momento a momento, dándole gracias a Dios por su bondad para con nosotros, creo que aún no habría tiempo suficiente para expresarle mi agradecimiento.

FIN

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