Genoveva de Brabante

Christoph von Schmid

Capítulos 6 al 10

Genoveva escribió la siguiente carta, en el mismo suelo, pues no tenía mesa ni escaño alguno en la prisión.

Capítulo 6

Anuncia su muerte a Genoveva

Sería la media noche próximamente, cuando Genoveva oyó que alguien llamaba a la puerta del ventanillo de su prisión, y que una voz, débil y llorosa, exclamaba:

—Querida condesa; ¿estáis aún despierta, a esta hora? ¡Dios Santo! Ignoro si las lágrimas me dejarán decíroslo… Ese infame Golo… ¡Ay! ¡Castigue Dios a ese malvado y arrójelo en lo más profundo del infierno!

—¿Quién sois?— interrogó Genoveva, levantándose y avanzando hacia, el ventanillo, defendido por una fuerte reja.

—Soy la hija del centinela de la torre, Berta; ¿no os acordáis de mí? Berta, que ha estado enferma mucho tiempo, y que lo está todavía, y para la cual habéis sido siempre tan buena. ¡Ay! Os amo mucho, y mi mayor deseo sería poder demostraros mi gratitud. En vez de esto, sólo os puedo traer una noticia espantosa. Esta misma noche debéis morir; así lo ha ordenado el conde, el cual, engañado por las calumnias de ese infame Golo, os cree verdaderamente culpable. Le ha escrito, por consiguiente, y ya han dado la orden a los verdugos que han de cortaros la cabeza. Yo misma he oído a Golo que les daba las instrucciones; pero, ¡ay, Dios mío! no es esto todo.

El conde no ha querido reconocer a vuestro hijo, y éste también debe morir. Señora, la angustia apenas me deja respirar, y no he podido dormir un solo momento en todo lo que va de noche. Cuando vi que todos estaban durmiendo, he abandonado, el lecho en que el mal me tiene postrada y, a costa de esfuerzos indecibles, he procurado llegar hasta vos, pues me habría sido imposible vivir si no os hablaba una vez siquiera, para, despedirme de vos y demostraros mi gratitud por todo el bien que me habéis hecho. Si tenéis algo que mandarme, o bien algún encargo que hacerme, hablad y desahogad conmigo vuestro corazón; que no se sepulten con vos en la tierra todos vuestros secretos. ¡Quién sabe si estaré yo destinada a demostrar vuestra inocencia algún día!

Genoveva, profundamente conmovida por la terrible noticia que acababa de recibir, no pudo articular palabra en un principio; más, recobrando en breve todo su valor, dijo a la cariñosa joven:

—Hija mía, ten la bondad de traerme luz, tinta, papel y una pluma.

Apresuróse la joven a complacerla, y Genoveva escribió la siguiente carta, en el mismo suelo, pues no tenía mesa ni escaño alguno en la prisión:

«Amado esposo»:

«Te escribo por última vez, echada sobre el frío pavimento de mi calabozo».

«Cuando llegues a leer esta carta, ya hará mucho tiempo que la mano que la escribió estará pudriéndose en el sepulcro. Dentro de pocas horas ya habré comparecido ante el tribunal del Supremo Juez. Tú, creyéndome desleal e infame, me has condenado a muerte, pero bien sabe Dios que muero inocente. Te lo juro por Él y hallándome a las puertas de la eternidad. Cree que no sería capaz de mentir al abandonar este mundo».

«¡Áh! querido esposo; si algún desconsuelo experimento es solamente por ti. Sé bien que, a no haber sido engañado por una calumnia espantosa, no condenarías a muerte a Genoveva y a tu hijo. Cuando, andando el tiempo, llegues a descubrir la infame impostura, no sientas remordimientos.

Siempre me has amado y no puedes acusarte de mi muerte; si así sucede, es porque Dios lo ha permitido. Puesto que ya no tiene remedio, pide a Dios que te perdone, y no vuelvas a condenar a nadie sin oírle antes, y que esta sentencia, que es la primera que has pronunciado impremeditadamente, sea también la última. Esta acción, que es la única mancha que empaña tu vida, y en la que sólo tienes una mínima parte, trata de borrarla con acciones benéficas y generosas, puesto que es lo mejor que puedes hacer, ya que el desesperarte y afligirte de nada te ha de servir. Piensa igualmente que hay un cielo y que en él volverás a ver a tu Genoveva, y allí reconocerás su lealtad y su inocencia; allí, por último, conocerás al hijo que no has podido ver sobre la tierra, sin que haya malvados que nos puedan volver a separar».

«Sólo me quedan algunos momentos de vida y quiero emplearlos en cumplir mis últimos deberes y el primero es demostrarte mi gratitud por todo el amor que me tuviste en mejores días, y cuyo recuerdo me acompañará hasta el sepulcro».

«Cuídate de mis amados padres; consuélalos en su dolor y sé para, ellos un hijo afectuoso. ¡Ay! Yo no tengo ya tiempo de escribirles, pues se aproxima mi última hora; pero diles que su hija no fue nunca criminal, que murió inocente, y que, al morir, pensaba en ellos y les agradecía con el alma todos los beneficios que de ellos había recibido».

«Respecto a Golo, al desventurado loco, no lo mates en un arrebato de ira.

Perdónalo como yo lo perdono. ¿Me oyes? Te lo ruego. No quiero que odio alguno llegue conmigo a la tumba. No quiero ser la causa de que se vierta, una sola gota de sangre».

«No guardes tampoco rencor a mis verdugos; en vez de aborrecerlos, porque muero inocente a sus manos, ayúdales a ellos y a sus familias. No han hecho más que obedecer, y seguramente obedecen contra su voluntad».

«El buen Draco, que fue asesinado sin culpa alguna, era, ten la seguridad de ello, el más fiel de tus servidores. Socorre, pues, a su desamparada viuda, y sirve de padre a los infelices que, con su muerte, ha dejado huérfanos, pues ésta es para ti una obligación imprescindible, toda vez que su lealtad hacia ti, ha sido la sola y verdadera causa del desdichado fin que ha tenido. Créelo, ha muerto por ti. No lo olvides, y procura rehabilitar su memoria pública y solemnemente».

«También te pido que recompenses a la generosa criatura que se ha encargado de hacer llegar a tus manos esta carta; se llama Berta, y ella es la única que me ha permanecido fiel, precisamente en los momentos en que todos, personas y sucesos, se han puesto en contra mía; éstos, por la fatalidad; aquéllas, por temor al odio vengativo del infame Golo».

«Sé un señor indulgente para tus vasallos y trata de disminuir los crecidos impuestos que sobre ellos pesan. Haz por darles administradores honrados, sacerdotes piadosos y médicos hábiles. No desatiendas a nadie que se llegue a ti en demanda de socorro o de justicia y, sobre todo, sé compasivo y generoso con los pobres, a los cuales pensaba yo, ¡ay!, servirles de madre y colmarles de beneficios; procura tú hacerles el bien que yo ya no podré hacer, pues ahora estás doblemente obligado a ser para ellos un verdadero padre».

«Adiós, por última vez, esposo mío; adiós, y no sufras porque yo muero, pues dejo contenta una vida tan corta y llena de tribulaciones; una vez más sabe que muero inocente de las calumniosas acusaciones que me ha dirigido el infame Golo. Dios se apiadará de mí. Adiós, una vez más, y ruega por mi eterno descanso. Te dejo en este mundo con el corazón lleno de perdón y ternura, siendo hasta en la misma hora de la muerte tu fiel esposa».

«GENOVEVA»

He aquí la carta que escribió la condesa, en tanto que las lágrimas inundaban sus ojos de tal modo, que, confundiéndose la tinta con el llanto, apenas si podía leerse lo que había escrito. En seguida púsola en manos de Berta, y le dijo:

—Querida mía; guarda esta carta como la más preciosa joya y que no la vea nadie; ponla en manos de mi esposo cuando éste regrese de la guerra.

Luego, despojándose de un collar de perlas que aun llevaba al cuello, se lo dio, exclamando:

—Mi buena Berta, toma estas perlas, con las que trato de recompensar esas lágrimas que prueban tu fidelidad y la compasión que sientes por tu señora. Este collar es uno de los regalos y adornos de mi boda, y no se ha separado de mi cuello desde que lo recibí de manos de mi esposo. Quiero que él te sirva de dote, pues vale mil florines de oro; pero que, en modo alguno, sea causa para ti de que te aficiones a las cosas mundanas. No olvides que el cuello que adornaron estas perlas ha sido cortado por el hacha de los verdugos, y que mi suerte te sirva de ejemplo para que jamás te fíes ni aun del hombre que más bueno te parezca. ¡Cuán distante me hallaba yo de pensar que, el que adornaba mi cuello con esta espléndida alhaja, habría de ordenar que me lo segasen en lo mejor de mis años! Así, pues, pon solamente en Dios toda tu confianza, y sé siempre tan buena y generosa como hoy lo eres. Yo voy a prepararme para dejar este mundo, disponiendo a mi alma para que entre en la vida eterna.

Genoveva, estrechando a su hijo contra su pecho con desesperación maternal, exclamó, elevando sus ojos al cielo:

—¡Dios mío, dejadme morir, pero haced que se salve mi hijo!

Capítulo 7

Genoveva es llevada a la muerte

Pocos momentos después de haberse retirado la doncella, abrióse la puerta del calabozo rechinando sobre sus goznes, y entraron dos hombres armados. Uno de ellos llevaba en una mano una antorcha encendida, y el otro apoyábase en un enorme espadón que tenía desenvainado.

Genoveva, viendo cercana la muerte, arrodillóse para orar, teniendo en brazos a su hijo.

Los dos hombres hicieron un movimiento de asombro al descubrir el  pálido y demacrado semblante de la condesa y el del tierno infante que bañaba con su llanto, a la vacilante claridad que despedía la antorcha. Uno de ellos, aquel a quien Golo había encargado que hiciera de verdugo, díjole con voz brusca e imperiosa:

—Levántate, Genoveva; toma a tu hijo y síguenos.

Genoveva exclamó por toda respuesta:

—Estoy en manos de Dios; que su gracia no os abandone —y, levantándose, los siguió con trémolo paso.

Hallábase el calabozo en un corredor sombrío y abovedado que, por lo largo que era, parecía que no tenía término. Iba delante el hombre de la antorcha, luego Genoveva, seguida del que llevaba el espadón y, por último, cerraba la marcha un enorme perro de lanas erizadas. Llegaron, por último, a una gran puerta de hierro; el hombre que iba delante introdujo una llave en la cerradura y apagó la antorcha. Apenas la puerta giró sobre sus goznes, halláronse en el campo, no lejos de una selva espesa e intrincada.

La noche era de otoño y bastante clara. La luna, destacándose sobre el azul del cielo, comenzaba a trasponer los árboles, cuyo ramaje agitaba el frío viento de la, estación. Los dos hombres, guardando el más profundo silencio, internáronse en lo más intrincado de la selva. Genoveva siguió caminando en medio de ellos, hasta que, al fin, llegaron a una plazoleta, completamente cercada de álamos, olmos silenciosos y altos y gigantescos abetos. Cuando hubieron llegado a este sitio, Conrado, que tal era el nombre del que llevaba el espadón, exclamó con voz ruda:

—¡Alto! Arrodíllate, Genoveva.

—Dame tu hijo, y tú, Enrique, véndale los ojos.

Y, diciendo estas palabras, adelantóse a coger al niño, y alzó el espadón, que brilló como un relámpago en las sombras de la noche. Pero Genoveva, estrechando a su hijo contra su pecho con desesperación maternal, exclamó, elevando sus ojos al cielo:

—¡Dios mío, dejadme morir, pero haced que se salve mi hijo!

La condesa hizo lo que le decían y Conrado prosiguió:

El verdugo dijo entonces con tono brutal:

—Cede buenamente, y no hagas resistencia alguna, pues lo que ha de ser, será de todos modos.

Mas Genoveva, que nada oía, continuó diciendo entre quejas y lágrimas:

—Amigos míos, ¿tendríais valor para asesinar a esta criatura tierna e inocente y que en nada ha delinquido ni ha hecho mal a nadie? Aquí tenéis mi garganta desnuda; matadme a mí, pues yo moriré contenta. Os lo ruego de rodillas; perdonad la vida a mi hijo de mi alma y llevadlo a mis padres. Si no os atrevéis vosotros, concededme la vida, no por mí sino por amor a mi hijo. Nunca, mientras viva, volveré a salir de este bosque, y Golo ignorará siempre que me habéis dejado vivir, pues no volveré, a reaparecer entre los hombres. Contempladme a vuestros pies, yo que soy vuestra condesa, vuestra señora, que os imploro con lágrimas en los ojos. Si alguna vez os hice mal, matadme; sí, quitadme la vida si me creéis capaz de haber cometido crimen alguno. Pero bien sabéis que soy inocente. ¡Ay! Llegará un día en que os remuerda la conciencia por no haber tenido compasión de mis lágrimas. Tened piedad para conmigo hoy, si queréis que un día la tenga Dios para con vosotros. No os expongáis a ser condenados para toda una eternidad, por mundanas y mezquinas recompensas. Temed a Dios más que a los hombres. ¿Os atreveríais a preferir a Golo sobre el Creador del Universo? No derraméis sangre inocente, porque la sangre inocente clama al cielo, y no hay sobre la tierra descanso para el que llega a derramarla.

Conrado, sin bajar el espadón, que conservaba alzado al aire, repuso:

—Por mi parte, me limito a obedecer a los que me mandan; si es o no

justo lo que hago, el conde y Golo responderán ante Dios.

No obstante, Genoveva prosiguió suplicando y quejándose:

—¿No veis la luna en el cielo? Observad cómo se oculta, cual si se negara a presenciar la acción que pensáis llevar a cabo. Mirad cómo, al ocultarse, se vuelve roja, de color de sangre. ¡Oh! Siempre que la veáis ponerse de esta manera, ella hará que se eleve un grito en vuestras almas, para acusaros de la sangre inocente que vais a derramar. Mientras todos los hombres la admirarán, clara y brillante, en lo alto de los cielos, sólo vosotros la creeréis ver de color de sangre. Oíd cómo el viento muge.

¿Veis cuan terriblemente conmueve y agita los árboles? Toda la Naturaleza se estremece de horror en el momento en que la inocencia va a ser sacrificada. En lo sucesivo, os haría temblar el más leve rumor de una hoja. ¿No veis las estrellas, allá, en lo más alto? Ellas son otros tantos millares de ojos con que el cielo os contempla en este instante. ¿Y podréis cometer un crimen tan espantoso a la faz del mismo cielo? No olvidéis que allá arriba, sobre las estrellas, hay un Dios, en cuya presencia tendréis que comparecer un día. ¡Vos, Dios mío, amparo de los desvalidos, hablad al corazón de estos hombres, que son también esposos y padres, y detened su brazo para que no quiten la vida a una infeliz madre y a su desventurado hijo; haz que no carguen sobre su conciencia el peso espantoso de un crimen tan horrible!

Entonces, Enrique, que había permanecido hasta aquel momento sin hablar una palabra, enjugó una lágrima que resbalaba por su mejilla, y dijo:

Te digo, Conrado, que esto me destroza el corazón. Dejémosla vivir. Si estás resuelto a bañar en sangre tu acero, húndelo más bien en el corazón de Golo, puesto que, si hay algún culpable, es él solamente. La condesa no nos ha hecho siempre más que bien; y, si no, acuérdate de cuando, hace poco tiempo, estuviste enfermo.

De todos modos, es preciso que muera —repuso Conrado—, ahora, no viene a cuento nada de cuanto tú puedas decirme. Yo también encuentro muy duro el quitarle la vida; pero recapacita que, si no la matamos, moriremos nosotros dos. Llegado este caso, ¿de qué le habrá servido que

la perdonemos? Golo sabrá hallarla donde se oculte y, por otra parte, tenemos necesidad, pues así nos lo ha exigido, de llevarle un testimonio irrecusable de su muerte.

Bien podemos dejarla con vida, si no es más que eso —dijo a su vez Enrique—. Oye lo que podemos hacer. Para que no puedan ser descubiertos, hagámosla que nos jure que no abandonará jamás este bosque y llevémosle a Golo los ojos de tu perro para que crea que positivamente ha muerto. Ten la seguridad de que su turbada conciencia no le dejará descubrir el engaño y creerá cuanto le digamos nosotros. Pero no es esto todo. Ya me hago cargo de que no matarás de buen grado a tu perro; mas no hay otro remedio. Piensa, Conrado, que la vida de nuestra buena, condesa y de nuestro joven conde, una madre desventurada y su inocente hijo, es más digna de nuestra compasión que la de tu perro. Dios me perdone; pero creo, Conrado, que no tendrás el corazón tan duro.

Yo soy tan generoso como tú, y acaso más —repuso Conrado—, y bien sabe Dios que jamás se me ha hecho tan duro mi oficio como en este instante; pero, si no cumplimos las órdenes de Golo, éste se pondrá con nosotros como una bestia feroz.

¡Y dale con Golo! —interrumpió Enrique—. Perdonar la vida al inocente es una acción generosa, y cuando se obra bien no debe temerse nada; por otra parte, aunque nos sucediera algún percance penoso, ¿por qué habríamos de acobardarnos? Está seguro de que, más o menos tarde, llegaremos a encontrar la recompensa.

Conrado, convencido por las razones de su compañero, acabó por decir:

—Conforme, pues; aventurémonos.

Y, encarándose con Genoveva, la obligó a comprometerse, bajo un terrible juramento que él le fue dictando palabra por palabra, a no abandonar mientras viviera el bosque en que se encontraban, que estaba completamente desierto. También juró Enrique, por su espada no hablar jamás ni una palabra sobre lo había sucedido aquella noche; ni ir nunca a visitar a la condesa en su aislado retiro.

Inmediatamente, y para mayor seguridad y secreto, internó a Genoveva tres o cuatro leguas en la espesura de la selva, conduciéndola por montañas y valles despoblados, hasta lo más intrincado de la sierra, donde no se sabía que se hubiese posado jamás la planta de hombre alguno.

Genoveva, rendida, de cansancio y sin poderse sostener apenas, dejóse caer al pie de un chopo, teniendo constantemente abrazado a su tierno hijo.

Allí la dejaron los dos hombres y retrocedieron por el mismo camino que habían recorrido. Tan sólo Enrique la contempló un instante, con la vista empañada por el llanto, y exclamo:

—Dios se apiade de vos y vele por vuestra vida y la de vuestro hijo. Si Él no tiene de vos más compasión que han tenido los hombres, en este lugar desierto estáis perdida irremisiblemente.

Cuando ambos estuvieron de vuelta en el castillo, hallaron a Golo en un aposento retirado, sentado, con la cabeza apoyada entre sus manos y con un aspecto de abatimiento y desesperación imposibles de describir.

Conrado, al aparecer en la estancia, mostróle en una mano los ojos ensangrentados de su perro, y exclamó:

—Aquí tenéis los ojos que me pedisteis.

Golo repuso con voz espantosa:

—Marchaos, no quiero verlos —y dejando su asiento, avanzó hacia él con la espada desnuda, diciendo:— Si alguno de vosotros vuelve a nombrar delante de mí a esa desventurada, le hundiré esta espada en el cuerpo.

Idos, que no os vuelva a ver jamás en mi presencia.

Luego, cuando quedó nuevamente solo, continuó hablando consigo mismo:

—Es muy extraño lo que me sucede. Antes creía que me sería muy dulce vengarme de Genoveva, y ahora, por lo contrario, me es tan insoportable la idea de que ha muerto, que daría un dedo de la mano por deshacer lo hecho. ¡Ay! Todo el que se deja llevar por sus pasiones, acaba siempre por engañarse a sí propio.

...una cierva apareció súbitamente a la entrada de la caverna.

Capítulo 8

La cierva

Genoveva permaneció durante un gran rato al pie del árbol, privada de sentido, hasta que, recuperando el conocimiento, se halló con su hijo en brazos y en aquel solitario bosque.

El cielo estaba completamente cubierto de negras nubes, y las tinieblas eran aún más profundas a causa de haberse ya puesto la luna; en la espesura del bosque rugía un huracán espantoso; un mochuelo silbaba entre el ramaje del árbol a cuyo pie estaba reclinada, y, a no mucha distancia, percibíanse los aullidos de un lobo. La desgraciada púsose a temblar con todo su cuerpo, y exclamó con voz trémula:

—¡Oh, Dios mío! El terror se apodera de mí; pero Vos, Dios bondadoso, para quien no existen la noche ni las tinieblas, estáis conmigo y no me abandonáis, porque no abandonáis jamás a los que en Vos confían. Vos me veis, pues estáis en todas partes, aun allí donde no puede llegar el hombre. ¡Cuánto os agradezco, Dios mío, el que me hayáis librado, y también a mi hijo, de las manos de esos hombres! Confío en que no permitiréis que sucumba en las garras de las fieras, y en Vos se cifra toda mi esperanza.

Y, dicho esto, sentóse nuevamente al pie del árbol con las manos cruzadas sobre sus rodillas, en las que descansaba su hijo; y con los ojos, que el llanto anegaba, elevados al cielo, permaneció en esta actitud hasta que brillaron las primeras luces del alba.

La mañana, que era una de esas tristes y nebulosas que tanto abundan en otoño, no le trajo consuelo alguno a sus dolores. Hallábase en un sitio abrupto, completamente estéril y de salvaje apariencia. Adondequiera que dirigía la vista, sólo tropezaba con áridos peñascos, negros abetos, abrojos y sombríos matorrales. Corría un viento tan frío que cortaba la piel, y no tardó mucho en empezar a caer una copiosa nevada.

Seguía temblando Genoveva, y su tierno hijo, desfallecido de hambre y frío, lanzaba quejidos desgarradores. Púsose a buscar la pobre madre un sitio cualquiera que pudiera servirles de refugio, ya en el hueco de algún tronco de árbol o en la cavidad de una roca, tratando de hallar también algunos frutos para alimentarse. Pero todos sus esfuerzos fueron estériles, pues no encontró ni un pedazo de tierra seca ni una mora que llevarse a la boca. Desesperada, comenzó a escarbar la tierra con sus dedos delicados, a fin de extraer de ella algunas raíces, las cuales mascó ella y dio luego a comer a su niño. Más para lograr este miserable alimento tuvo necesidad de enrojecer la nieve con su propia sangre.

Genoveva, débil y sin fuerzas como estaba, echó a andar, llevando a su hijo en brazos, sin saber a qué punto dirigirse de aquel intrincado bosque, arrostrando la nieve y la lluvia. Al cabo de algún rato, y después de haber logrado encaramarse a una escarpada roca, diviso un pequeño valle, fértil y alegre. Escaminóse a él, y, cuando hubo llegado, descubrió una cavidad bajo las colgantes ramas de los abetos. Era la entrada de una cueva, en la cual podían caber cómodamente hasta tres personas. Cerca de la cueva había una risueña fuentecilla de cristalinas ondas, formadas por las aguas que se precipitaban de la roca. Junto a la fuente crecían muchos manzanos, pero de cuyas ramas, de follaje seco y amarillento, no pendía un solo fruto. Adherida a la roca, elevábase serpenteando y festoneándola, una tupida enredadera, que producía una especie de calabazas, pero cuyo fruto, aunque grueso y de un amarillo brillante, no era ya comestible.

Llevando siempre a su hijo en brazos, Genoveva se introdujo en la cueva para resguardarse de la intemperie, temblando de frío. El hambre la atormentaba de un modo espantoso, pues era ya el mediodía, y su hijo comenzó a llorar de nuevo desconsoladamente. La pobre madre, presa de la desesperación, puso a su hijo en el suelo, junto a ella, arrodillóse en la cueva, y elevó sus ojos al cielo, y formuló, con voz trémula, la siguiente plegaria:

—¡Oh, Dios mío! Mirad compasivamente a una madre infeliz, y a su desfallecido hijo. Vos, que procuráis el alimento, a los mismos cuervos que surcan el espacio y hasta al más insignificante de los gusanos que se arrastran por la tierra, aun en las épocas más inclementes del año, podéis, si así es place, convertir en pan hasta las mismas piedras, y hacer que mi hijo y yo encontremos en este desierto el alimento que tanta falta nos hace. Vos, padre mío, no permitiréis, seguramente, que perezcamos de hambre. De igual modo que nos habéis proporcionado un albergue, nos proporcionaréis también el sustento necesario.

Al acabar Genoveva da expresarse en estos términos, desgarráronse las nubes, y el sol, luciendo en el azul firmamento, envió sus rayos a la cueva, reanimándola con su vivificante calor. Simultáneamente percibióse un leve rumor en la enramada, de la qué cayeron algunas hojas, y una cierva apareció súbitamente a la entrada de la caverna. Como el veloz animal no había sido nunca perseguido en aquel desierto por cazador alguno, a la vista de Genoveva no experimentó el menor espanto. Avanzó en el interior de la cueva con manso aspecto y ligeros pasos, por ser su guarida acostumbrada, y detúvose al llegar frente a Genoveva, la cual, sobrecogida en un principio a la vista del animal, recuperóse en breve y posó su mano en él para acariciarlo; al ver que la cierva recibía sus caricias dócilmente, concibió la idea de utilizar su leche para alimentarse ella y su hijo.

Y, acto seguido, colocó a su hijo en posición conveniente para que pudiera mamar de la cierva, exclamando:

—¡Oh, Dios mío! Véase a lo que obliga la necesidad a una madre desventurada.

La cierva, a la que no hacía mucho había arrebatado un lobo su cervatillo, y que estaba dolorida por el exceso de leche, dejóse mamar sin oponer resistencia alguna. El niño, una vez bien alimentado, quedóse dormido, y Genoveva, envolviéndolo en una parte de sus ropas, lo acostó en un rincón de la cueva, en donde había un reducido espacio que parecía hecho a propósito. Una vez hecho esto, pensó la pobre madre atender a sus propias necesidades. En seguida salió de la cueva y, valiéndose de una piedra afilada como un cuchillo, abrió algunas calabazas, a las que despojó de la carne y las pepitas, dejando sólo las cortezas, con las que volvió a la caverna. Luego dio de comer a la cierva algunas hierbas frescas y muy tiernas, y se puso a ordeñarla mientras comía; logrando obtener de ella leche suficiente para llenar todas las calabazas. Confiada y alegre, arrodillóse para dar gracias por este socorro providencial, y elevando en sus manos una dorada escudilla llena de pura y blanquísima leche, exclamó:

—Recibid, Dios mío, mis lágrimas en prueba, de gratitud por el generoso presente que me habéis hecho, porque presente vuestro es esta leche, manantial de sustento que me habéis hecho encontrar en las entrañas de esta dura y estéril roca. Vos sois quien todo lo ha dispuesto para nuestro socorro de un modo tan providencial; quien, seguramente, hizo que algún pájaro, o un cenobita oculto en estas soledades, sembrase en estos riscos las semillas de calabaza, que me acaban de proporcionar vaso en que recoger vuestro precioso regalo. Vos me habéis guiado hasta esta cueva, para que en ella pueda vivir sustentada por este generoso animal, apartando de mí el temor de que mi hijo y yo perezcamos de hambre.

Contando con vuestra ayuda, estoy confiada en el porvenir, y ya no temo al duro y riguroso invierno.

Acabada esta plegaria llevóse la taza a los labios, y su llanto de gratitud mezclóse con la leche dulce y vivificante; cuando hubo bebido algunos tragos, que repararon sus fuerzas, exclamó:

—¡Qué bebida más deliciosa! Jamás saboreé, durante mi vida, un manjar más sabroso que éste. ¡Qué poco aprecio hacía yo, Dios mío, de vuestros dones en la mesa de mis padres! Perdonadme, por no haber sido más generosa con los pobres, pues nunca sentí los padecimientos del hambre.

¡Cuán poco trabajo costaría a los ricos hacer innumerables beneficios a millares de indigentes!

Una vez confortada con la sustentadora bebida, salió nuevamente de la cueva, a la que hizo repetidos viajes, para transportar a ella, en su delantal, algunos montoncitos de suave musgo, que arrancaba de los árboles y de las rocas, y con el que logró formar un blando lecho para ella y para su hijo.

Luego, y con el fin de resguardar la cueva, aún más de lo que estaba, del viento, púsose a arreglar las ramas de los abetos que pendían sobre la entrada, disponiéndolas en la forma más a propósito para el objeto, que se proponía. De este modo y con el calor que prestaba la cierva, no sólo quedó bien abrigado el interior de la cueva, sino que se respiraba en él un delicioso perfume, que se desprendía de las ramas dispuestas en forma de cortina.

Rendida, por último, de todo este trajín, y acabados todos los preparativos, Genoveva sentóse en un peñasco, dentro de la caverna, el cual parecía haber sido puesto allí deliberadamente para que hiciera las veces de un escaño. Una vez sentada, sintióse tranquila y como aliviada de un peso enorme, mostrándose íntimamente agradecida por verse libre del lóbrego calabozo en que gemía, y haber hallado un retiro seguro, en el cual podía arrostrar impunemente el odio del infame Golo. De sobra conocía que en aquel paraje, hallábase también expuesta a mil clases de padecimientos, pero sentíase reanimada, y el consuelo de los beneficios recibidos dábale ánimo para aguardar confiada en el porvenir.

Hallábase entregada a estas meditaciones, cuando, de pronto, su vista tropezó con una rama seca de abeto, desprendida casualmente del árbol, la cual se hallaba cubierta de musgo y caprichosamente pintarrajeada de manchas amarillas y blancas. Tomó la rama, y, partiéndola en dos pedazos, los dispuso en forma de cruz, ligándolos luego con algunas tiras de corteza flexible. Cuando hubo realizado esto, exclamó:

—Quiero tener siempre ante mi vista, ¡oh, Dios mío!, esta prueba de vuestro inmenso amor hacia mí y hacia todos los hombres; la cruz, en la que Vos moristeis por todos nosotros, me recordará constantemente los beneficios que de Vos estoy recibiendo. Desde este instante, quiero dar principio a una existencia de cenobita, y tendré en ella por cruz la adversidad de mi fortuna. Resignada, la llevaré sobre mis espaldas, a ejemplo vuestro, y diré constantemente, como Vos dijisteis: «Padre, hágase vuestra voluntad y no la mía». Esta acabará necesariamente algún día, y entonces podré decir asimismo: todo está consumado.

Dicho esto, puso la cruz en un hueco abierto en la pared de la cueva, donde siempre podía tenerla a la vista, y se acostó en el lecho de musgo que poco antes había preparado. A los pocos momentos, quedose dormida con un sueño tranquilo y reparador, como no lo había disfrutado desde hacía mucho tiempo. El niño dormía, igualmente, sobre su seno, y a sus pies reposaba la fiel cierva, que ya no los abandonó nunca.

Genoveva fue acostumbrándose poco a poco a comunicarse con Dios, en espíritu, y la esperanza que tenía hacía que para ella transcurrieran las horas velozmente, confiada por completo en la ayuda del Creador.

Capítulo 9

Genoveva en el desierto

Desde entonces, vivió Genoveva aislada en aquella soledad, como una verdadera anacoreta. Transcurrió el invierno, luego la primavera y el verano, y sucedióse el otoño y otro invierno sin que ocurriese nada digno de mención. Cuando, en las siestas del estío, sentábase a la sombra de algún árbol y oía solamente el graznido de los cuervos o los picotazos de algún pájaro al escarbar la tierra; cuando en el otoño, durante, las frías noches, veía alzarse la pálida luna y proyectar sus rayos sobre el pequeño valle rodeado de montes; cuando en el riguroso invierno descubría, desde su gruta, todo el paisaje cubierto de nieve, sembrado de huellas de fieras, lanzaba hondos suspiros, nacidos en el fondo de su corazón, y ansiaba ver otra vez siquiera las facciones de sus padres, las de su esposo, las de sus amigos, las de un ser humano, en fin, cualquiera que éste fuese, y solía exclamar entre sollozos:

—¡Qué felices son los hombres que pueden vivir en sociedad, hablarse entre sí y comunicarse mutuamente todas sus alegrías! ¡Cuán locos son aquellos que, ignorando el valor de estas satisfacciones, se amargan la existencia unos a otros! —y continuaba, recobrándose algún tanto— pero poder hablar a solas con Dios vale infinitamente más que conversar con los hombres. Si estamos privados de su trato, Vos, Dios mío, no nos abandonáis jamás, ni aun en los más aislados desiertos ni en las noches más sombrías y silenciosas. Nada hay comparable a la ventura de poder conversar con Vos, Dios de bondad, a cada momento; con Vos, que sois el verdadero amigo de nuestras almas.

De este modo, completamente resignada con su suerte, Genoveva fue acostumbrándose poco a poco a comunicarse con Dios, en espíritu, y la esperanza que tenía hacía que para ella transcurrieran las horas velozmente, confiada por completo en la ayuda del Creador.

En las horas que le dejaban libre el cuidado de su hijo y la recolección de raíces y frutos que le servían de alimentos, y las cuales pasaba en una completa vagancia, que llegaba a aburrirle, acostumbraba decir:

— Si siquiera tuviese unas agujas de hacer media y algún hilo, cuan gratos serían para mí estos ratos de ocio, los cuales invertiría en vestirme a mí y a mi hijo. Los hombres suelen quejarse del trabajo a que están obligados, como de un peso que les abruma. ¡Oh! El trabajo, por duro que sea, no puede compararse a la ociosidad, que hace la existencia triste y aburrida.

En ocasiones, lo que echaba de menos era un libro, con cuya lectura pudiera distraer la grande y brillante imaginación de que estaba dotada. En tales momentos, decía:

—¡Cuánto me alegraría de poseer un libro, sobre todo, un buen libro, que me distrajera agradablemente en estas horas de descanso! No obstante, el mejor libro que pueden contemplar los ojos del hombre, ¡oh Dios mío!, son las obras de vuestras manos.

Desde entonces observó a la Naturaleza con más atención que nunca lo había hecho. La menor flor, el insecto más pequeño, la más insignificante mariposa, producíanle un placer inexplicable, al contemplar en la belleza de sus matices, y en la sabia disposición de su organismo, las huellas de una bondad y de una sabiduría infinita, y al recordar que, la mayor parte de aquellos hermosos objetos de que se veía rodeada en el desierto, habían servido a Jesucristo para hacer bellísimas parábolas, sentía, igualmente, una impresión grata y consoladora.

En la primavera, cuando el sol enviaba directamente sus rayos cariñosos hasta el interior de la cueva, Genoveva, extasiada, solía decir:

—Dios mío, el sol es para mí una imagen de la bondad y del amor que profesáis a todos los hombres, pues Jesucristo ha dicho: «Mi padre celestial hace brillar el sol para buenos y para malos». Quiero que mi amor al prójimo se parezca a vuestro sol, pues yo también haría gustosa el bien, aun a mis enemigos, si me fuera posible.

En ocasiones asaltábala el temor de que llegara un día en que no pudiera sustentarse en el desierto, y la melancolía se hallaba a punto de invadir su corazón. Al amanecer de un día, en que sintió que el desaliento se apoderaba de ella, exclamó, al oír vibrar en su oído los trinos de las aves:

—¡Cuán alegres y regocijados cantan esos pequeños seres, demostrando así que están libres de todo cuidado! Yo debo sentir la misma alegría que vosotros demostráis, puesto que Cristo ha dicho: «Mirad las avecillas del cielo; ellas no siembran, ni siegan ni almacenan en sus trojes y, no obstante, las alimenta mi Padre celestial. ¿Creéis que Él no os ama más que a ellas?». Sé, Dios mío, que Vos me amáis mucho más que a todas estas aves, y debiera estar, por ello, más alegre que ellas, expresar mi alegría en mis cantos y no entristecerme por no haber podido sembrar un grano, ni sembrar un tallo, ni almacenar una sola gavilla.

Al contemplar las mil florecillas del desierto, que con sus alegres y variados matices esmaltaban el pequeño valle, exclamaba de igual modo:

—Hermosas florecillas, vosotras sois para mí otras tantas preciosas y encantadoras nomeolvides, que me recordáis constantemente que Dios no se olvida de mí. A vosotras se refería Jesucristo cuando decía:

«Contemplad las flores de los campos; ellas no trabajan ni hilan. Y, sin embargo, os digo: Ni Salomón, a pesar de toda su magnificencia, estuvo jamás tan hermoso y espléndidamente vestido como lo está cualquiera de estas flores. Y, si Dios viste tan magníficamente la hierba de los prados, ¿no hará otro tanto con vosotros, hombres de poca fe?». Por consiguiente, yo debo tener más valor y confianza en lo sucesivo. Y, aunque no hile ni cosa, no me preocuparé de qué modo habré de ir vestida.

Al volver de nuevo el verano, cuando se sentía abrasarse de calor, aun dentro de su cueva y acudía al manantial para apagar en sus claras y frescas aguas la sed que la devoraba, solía decir con frecuencia:

—El mismo efecto que produce esta agua en mis abrasados labios, causa en mi alma la fe que he puesto en el Creador y Él mismo nos ha dicho:

«Venid a mí y bebed los que tenéis sed; el agua que yo os daré será para vosotros un manantial que correrá hasta la eternidad». Sí, este manantial interior es el que solamente me da vida, me fortifica y consuela, me llena de ventura, en este momento en que estoy privada de todo consuelo extraño, y en que me han sido arrebatados todos los placeres que se disfrutan en el trato y la sociedad de los hombres.

Otras veces, cuando contemplaba las colosales rocas que rodeaban el valle y que habían resistido inmóviles durante tantos siglos el embate de los huracanes y de las tormentas, recordaba aquellas palabras de Cristo:

Quien oye mi palabra y la cumple, es como el hombre prudente que construye su casa sobre una roca, y decía:

—De igual modo quiero fundar mi salvación sobre vuestra palabra, para que nadie pueda echarla a tierra.

Poseía tan profunda imaginación, que sabía sacar útiles lecciones hasta de las malezas y cardos, y exclamaba ante ellos:

—Pobres y estériles plantas, si fuera posible que dierais racimos de exquisitos frutos, me extasiaríais con vuestra vista y me haríais más agradable la soledad de este desierto. Pero Jesús lo ha dicho: «No es posible coger uvas de los abrojos, ni higos de los cardos. El árbol bueno dará buen fruto y el árbol malo lo dará malo». Yo quiero ser un buen árbol y hacer todo el bien que esté a mi alcance, para no parecerme lo más mínimo a esas plantas, que sólo dan malos frutos y dolorosas espinas.

De este modo, hallaba motivo para hondas y consoladoras meditaciones en todo cuanto contemplaban sus ojos, desde las mismas malezas y cardos, hasta el sol, las aves, las flores y las frutas, aunque la presencia de su hijo fuera para, ella mil veces más agradable que el sol primaveral, más alegre que la estación de las flores y de las aves y más instructiva que cuanto pudiera hallar en su retiro.

Sacaba al niño a pasear al aire libre durante los días serenos, y allí, fuera de la cueva, bajo la azulada bóveda del firmamento, mientras, no lejos de ellos, la cierva pacía la tierna y fresca hierba de los prados, ella iba y venía, llevando en brazos a su hijo y sin alejarse de la gruta. El inocente nada comprendía aún, pero su madre dirigíale esas frases de ternura que sólo inspira y dicta el amor maternal; y, si por acaso, la tierna criatura rodeábala el cuello con sus bracitos en tales instantes, sonriéndole, su sonrisa embellecía y alegraba el desierto. En tales ocasiones, parecíale que, cuanto la rodeaba, brillaba como el oro y los diamantes; se arrodillaba, en el éxtasis de sus transportes maternales, estrechaba a su hijo contra su corazón y devolvíale sus besos y caricias con una ternura maternal indescriptible, exclamando:

—¡Oh, Dios mío! ¿Cómo he de demostraros toda mi gratitud por haberme conservado este hijo? ¿Qué dicha, qué consuelo y qué distracción más variada y deliciosa pueden existir, que los que él me proporciona en mi soledad? Dirigid, Señor, desde vuestro celestial trono vuestras protectoras miradas sobre este tierno niño, y dejadle que crezca y se desarrolle. Ved qué inocente serenidad se refleja en su rostro y qué dulzura en sus ojos.

¡Cómo se pinta la pureza de su alma, en sus rosadas mejillas y en su frente adornada con rizados caballos! ¡Con cuánta tranquilidad reposa sobre mi seno! Bien ha dicho Cristo: «Si no hacéis como los niños, no llegaréis a entrar en el reino de los cielos». ¡Ojalá todos los hombres ignorasen el mal y fueran inocentes como este niño, de una manera espontánea, por convicción y sin violencia, y sin envidias ni orgullos!

¡Entonces sí que sentiríamos en nuestro corazón, aun en esta vida, un reflejo de lo que debe ser el reino de los cielos, y viviríamos todos tan felices como lo es en mis brazos este niño, y llegaríamos a las puertas del sepulcro con la tranquilidad y satisfacción que proporciona a la conciencia la convicción del deber cumplido!

Genoveva sentía frecuentemente el deseo de visitar una iglesia, y entonces exclamaba:

—No hay mayor ventura que la de unir su pensamiento al de millares de hombres arrodillados ante la Divinidad, oyendo todos atentamente la palabra de Dios, elevando sus almas hasta El con recogimiento, entre los himnos de alabanza que conmueven los corazones. ¡Cuánta, sería mi alegría, si pudiera oír una campana, con cuyo sonido estoy segura, de que se confortaría mi corazón!

Mas, luego, rehaciéndose, decía:

—Pero, ¿qué digo? Toda la Naturaleza, la tierra que nos rodea y el cielo que está sobre nosotros, no son más que un templo de Dios, cuyo altar es el corazón que late y suspira por Él, aun en el fondo del más salvaje desierto. Estoy, pues, resignada. Sea, ¡oh, Dios mío!, este pequeño valle tu templo, y tu altar mi corazón.

En resumen: en todo el valle no veía un árbol o una roca, al pie de los cuales no se postrase de hinojos para orar; y, durante el invierno, cuando no podía abandonar la cueva, arrodillábase ante la tosca crucecita, sirviéndole de reclinatorio el peñasco en que se sentaba, y permanecía durante muchas horas inmóvil, elevando su espíritu hacia el sublime Redentor, que murió por amor a la humanidad.

En seguida elevó al cielo el niño los ojos impregnados de gratitud, y exclamó en voz alta, enviando con sus tiernos dedos un beso al infinito:

—¡Oh, Dios de bondad! Yo os doy gracias por estas fresas.

Capítulo 10

Alegrías maternales de Genoveva en el desierto

Así como en el bosque elevábase sobre su tallo una flor purpurina entre malezas y abrojos, de igual modo veía Genoveva, en su soledad, florecer la más pura alegría que pudiera experimentar su corazón. La causa de esta alegría era su adorado hijo Desdichado, al cual, entre transportes de gozo, había visto crecer, dar, trémulo, los primeros rasos y balbucear las primeras palabras.

Y, realmente, el niño desarrollábase siendo un verdadero encanto, y mostrando para todo extraordinarias disposiciones.

Genoveva no tenía, en su soledad, con qué vestir a su hijo. Pero un día encontró en el bosque una pequeña gamuza, a la que acababa de matar un zorro, el cuál comenzaba a devorarla, y trató de espantar a éste, con objeto de utilizar la preciosa y pequeña piel gris y moteada de blanco, de la víctima, para hacer un vestido al niño, y logrando lo que intentaba, consiguió realizar su pensamiento. Tan sólo quedaron desnudos las manos y los pies, recordando, por la humildad de sus vestidos, al precursor San Juan Bautista en el desierto.

El niño tenía por únicos alimentos hierbas y raíces, leche y agua; mas no por ello conservábase menos sano, teniendo en sus mejillas los colores y frescura de las rosas.

Júzguese el gozo indecible con que la pobre madre, que hacía más de un año que no había oído una sola palabra salida de labios humanos; oiría el primer sonido inteligible en boca de su hijo; y este gozo aumentóse hasta el éxtasis, cuando le oyó pronunciar, clara y distintamente, el dulce nombre de madre. Ocurrió esto en los comienzos del invierno, así es que pasaba las horas con él en su triste caverna, o recorriendo el valle cuando hacía buen tiempo, enseñándole los nombres de cuantos objetos se ofrecían a sus miradas; desde el sol hasta los peñascos, desde el musgo hasta los abetos, poniéndolo, insensiblemente, en situación de entablar diálogos fáciles y sencillos.

Más adelante, cuando advirtió en la tierna criatura los primeros rayos de su naciente inteligencia, los primeros destellos de su amor filial, invadió su corazón una alegría inexplicable. Cada día era para ella más pródigo en nuevas y encantadoras impresiones, pareciéndole como si surgiera una fértil y risueña primavera en medio del árido invierno. Al concluir esta estación, el pobre niño enfermó gravemente, y Genoveva no pudo salir de la gruta durante una larga temporada. Más, a poco tiempo, al comenzar la primavera, el niño recobró la salud, volviendo a sus mejillas los frescos y alegres colores de las rosas. Genoveva, entonces, sacóle fuera de la gruta, por la primera vez después de mucho tiempo, en una hermosa mañana de primavera, y llevólo a lo largo del valle esmaltado de flores, al aire libre, en plena campiña.

Lucían espléndidamente todas las riquezas de la estación, y, al ofrecerse repentinamente a las miradas del niño, que se encontraba ya en situación de poder apreciarlas, causáronle una impresión deslumbradora. Presa de un profundo estupor, detúvose y se quedó como en éxtasis, contemplándolo todo con los ojos extraordinariamente abiertos, en los que se reflejaba el asombro y regocijo que lo invadía. Por último, exclamó:

—¡Mamá, mamá! ¿Qué es lo que veo? Todo está muy distinto de como antes estaba. Todo es más bello. Ved el valle, que hace poco tiempo se hallaba cubierto de nieve, ahora es de un verdor tan brillante y hermoso, que, en comparación con los abetos, parece negro. Los árboles y plantas, antes tan tristes y desnudos, sin más que algunas hojas secas y amarillentas, están ahora cubiertos de hojitas tiernas y verdes. ¡Mirad el sol! Da gusto calentarse a sus rayos, bajo el hermoso azul del cielo.

¡Mamá! ¡Mamá! Ved en el suelo, a mis pies, qué cosas tan bonitas, tan limpias y tan diminutas. Ved qué colores tan hermosos, dorado, azul y blanco.

—Querido hijo mío, eso son flores —repuso Genoveva—. Mira cómo cojo algunas para ti; aquí tienes; éstas que ves aquí, blancas, son caléndulas y velloritas. Míralas por dentro, qué amarillo tan bonito tienen; ve ahora qué hojitas hay alrededor, blancas, con gotitas de púrpura. Estas otras, completamente amarillas, se llaman primaveras; esta azul es una violeta y exhala un perfume muy agradable. Aquí las tienes, todas son tuyas; ahora, si quieres, coge todas las que desees Lleno de alegría, púsose el niño a coger flores, y, tantas cogió, que no podía abarcarlas con sus tiernas manecitas.

Luego lo condujo Genoveva al extremo del valle a, un frondoso bosquecillo, y, una vez allí, díjole:

—¡Escucha! ¿No oyes?

El niño púsose a escuchar atentamente, y por la primera, vez llegó a su oído el canto de una multitud de pajaritos que, en armonioso concierto, lanzaban al aire sus gorjeos, sin temor a manos crueles que viniesen a interrumpir sus alegres trinos.

—¿Qué es eso tan bonito que suena ahí? —Exclamó el niño—. Por todas partes, en los montes y en los árboles, oigo muchas vocecitas encantadoras. ¡Mamá! ¡Mamá! Vamos a ver lo que es; vamos corriendo.

Sentóse Genoveva sobre una piedra tapizada de musgo, puso al niño en sus faldas y, según acostumbraba hacer durante el invierno y en los primeros días de la primavera, esparció en torno suyo sobre el césped algunas semillas de frutos silvestres, y luego llamó a los pájaros.

Acudieron inmediatamente innumerables avecillas; el dócil petirrojo, el canario doméstico, el pardillo, adornado con su corona y su pechera de púrpura; el pintado jilguerillo, ansiosos todos de picotear las semillas, mientras Genoveva decía:

—Ahí tienes los pájaros cuyos cantos tanto te gustan.

Transportado de alegría y como fuera de sí, exclamó el niño:

—¡Cómo! ¿Sois vosotros, preciosos animalitos, los que entonáis tan graciosos cantos? ¡Ah! Vosotros lo hacéis mucho mejor que los grajos, que nos molestaban en invierno con sus graznidos, y sois también mucho más bonitos que ellos —y continuaba, dirigiéndose a su madre—: ¿En qué consiste que ahora está todo tan bonito? ¿De dónde han venido todas estas cosas tan bellas que hay a nuestro alrededor? Vos no podéis ser quien, mientras yo estaba enfermo, haya adornado tan espléndidamente este vallecito, pues casi siempre estabais conmigo en la gruta; y, además, es preciso ser muy hábil para adornar esto en esta forma.

—Hijo mío —repuso Genoveva—, ¿no te he dicho que tenernos en el cielo un padre muy bueno y generoso? Pues bien; este padre es Dios, y Él es quien ha creado el sol, la luna y las estrellas, y Él también quien ha hecho cuanto ves, para, regocijar nuestros corazones y alegrar nuestras miradas.

—¡Qué bueno es Dios! —Dijo entonces el niño—. ¡Qué hermoso y diestro se presenta en todas sus obras!

La inocente sencillez de Desdichado fue acogida por Genoveva con una sonrisa, diciéndose en su interior:

—¡Ángel mío! ¡Cómo se reirían de ti otros niños de más edad que tú! ¡Cómo te tratarían de tonto! Pero los que esto hicieran, habrían olvidado que ellos hablaron como tú en otro tiempo y que sólo paso a paso y muy lentamente llegaron a poder apreciar verdaderamente las maravillas del Universo, que es lo que le sucede a la inmensa mayoría de los hombres.

Al día siguiente despertó el niño a su madre cuando apenas amanecía, diciéndole a gritos:

—Mamá, mamá; levantaos en seguida y venid conmigo. Vamos a ver todo lo bonito que Dios ha hecho.

Genoveva, al oírlo, sonrióse dulcemente y, levantándose, lo llevó hasta las márgenes de un arroyo que cruzaba el vallecito. Cuando hubieron llegado a aquel paraje, díjole:

—Mira, allá, a la sombra de aquella elevada roca que cierra el valle en la parte por donde penetran los vientos más fríos. ¿Ves esos arbustos llenos de espigas y que pinchan tanto? Se llaman endrinas; ahora tienen unas bolitas verdes y blancas, muy pequeñas, que son las yemas de las flores.

Ahora, mira hacia el otro lado. ¿Ves aquellos arbustos, que tienen también espinas, pero muy pequeñas? Son escaramujos y tienen igualmente yemas, pero más largas. Mira ahora allí, a lo alto del vallecito; aquellos dos árboles que hay allí son, el uno, un manguito, y el otro, un peral silvestre; fíjate bien en ellos, por más que los conozcas ya hace tiempo; sólo verás ahora ramitas cuajadas de yemas; mas, de hoy en adelante, obsérvalos detenidamente, a ver qué es lo que les sucede, y luego me lo dirás.

Empapó la tierra, aquella, noche una de esas suaves y templadas lluvias primaverales, que hacen brotar las hojas y las flores como por encanto.

Aun seguía lloviendo cuando amaneció; mas, habiéndose serenado el cielo poco después, bajó Desdichado al valle y, lleno de asombro, exclamó:

—¡Oh, mamá! Las bolitas verdes de las endrinas se han convertido en unas florecitas blancas como la nieve. Los espinos restantes están cubiertos de hojitas verdes y las yemas están más gruesas. También están llenos de flores blancas y encarnadas los árboles que hay a orillas del arroyo. ¡Qué placer! Ven, y verás qué bueno es Dios.

Genoveva, acudió adonde la llamaba su hijo, el cual prosiguió:

—¿Ves? Pues ahora verás los escaramujos. Seguramente darán flores encarnadas, pero no están abiertas todavía. No obstante, si las examinas despacio y atentamente, verás las yemitas que comienzan a brotar. ¿Es, acaso, que esta noche no ha podido Dios acabarlo de hacer todo?

—Fácil le hubiera sido a Dios, hijo mío —repuso Genoveva—, acabarlo de hacer todo, como dices, pues a Él no le cuesta trabajo alguno hacer eso, puesto que, siendo, como es, omnipotente, lo puede hacer todo en un abrir y cerrar de ojos.

A lo cual argüía a su vez el niño:

—Decidme, no obstante, ¿cómo Dios puede hacer todas estas cosas en la obscuridad de la noche?

Entonces, contestóle Genoveva que Dios, para el que no existen las tinieblas, veía tan bien durante el día como en la noche, al oír lo cual quedóse el niño absorto de admiración.

Genoveva dijo otra madrugada a Desdichado:

—Hoy vas a tener una gran alegría; ven conmigo.

Y tomando una cestita de mimbres que ella misma había tejido, guióle hasta un verde césped, que iluminaba el sol alegremente al penetrar al través de las rocas y abetos, y en el cual había visto, hacía algunos días, unas cuantas fresas próximas a su madurez, las cuales estaban ya aquel día perfectamente maduras y rojas como la grana. Tomó Genoveva unas pocas y díjole al niño:

—Toma, y come de esta, fruta.

—¡Ay qué buenas! ¿Quieres que, yo arranque más?

—Toma, y come todas las que quieras. —Respondióle Genoveva—, pero sólo de aquellas que están encarnadas. Luego llenaremos la cestita y la llevaremos a casa.

Hizo Desdichado lo que le decía su madre, y exclamó con grandes transportes de alegría:

El niño púsose acto seguido a hacer cuanto le había dicho su madre, mientras decía:

—¡Qué bueno es Dios y cuántas buenas cosas nos regula!

—Por eso mismo —repuso su madre—, tienes el deber de darle las gracias.

En seguida elevó al cielo el niño los ojos impregnados de gratitud, y exclamó en voz alta, enviando con sus tiernos dedos un beso al infinito:

—¡Oh, Dios de bondad! Yo os doy gracias por estas fresas.

Y, luego, volviéndose vivamente hacia su madre, le preguntó con acento de sencilla ingenuidad:

—¿Me habrá oído bien Dios, madre mía?

—Seguramente, mi querido hijo. —Respondióle su madre, sonriendo y abrazándolo cariñosamente—. Más aún; Dios, que lo ve y lo oye todo, sin exceptuar lo más mínimo, te hubiera oído penetrando hasta tu corazón y tu mente, aun cuando no hubieras expresado tu pensamiento con palabras.

Desde aquel día, Desdichado sólo deseó ver cosas nuevas que le demostraran la bondad y omnipotencia de Dios. Genoveva decíale:

—Ve, hijo mío, y examina con tus propios ojos cuanto de nuevo y admirable encuentres en el valle, y luego ven a contarme todo lo que llegues a descubrir.

Fiel a estas palabras, Desdichado acudió un día a la gruta haciendo grandes demostraciones de entusiasmo y diciendo a gritos:

—Ven, mamá; he hallado una cosa preciosa; un cestito pequeño, que tiene dentro un pajarito. ¡Si vieras qué bonito y qué pequeñito es! Ven corriendo —y, asiéndola de la mano, la condujo hasta un grupo de endrinas, y, mostrándoselo, le dijo—: ¿Ves mamá? Aquí tienes el cestito. ¿Lo ves bien?

—Querido mío, eso es un nido de pájaros —repuso Genoveva—. Esa clase de cestitos se llama un nido, y el pájaro es un pardillo. Las aves tienen sus nidos, de igual modo que nosotros tenemos una cueva. ¿Ves dentro del nido, qué atento nos está mirando el pájaro? ¡Ah! Mira cómo se escapa. Acércate con cuidado, procurando no pincharte, y contempla el nido. Mira con cuánto ingenio y destreza está compuesto exteriormente, con hierbas secas, y con cuánto primor han formado la parte de adentro, cubriéndolo con suave crin recogida al azar. Pero no es esto todo. Registra bien el interior —y, al decir esto, alzó a su hijo en sus brazos todo lo más alto que pudo.

El niño comenzó a palmotear, y gritó entusiasmado:

—¿Qué son esas bolitas tan preciosas que hay allí dentro?

—Eso son los huevecitos —contestó Genoveva—. Mira qué bonitos son, con su color verde claro y qué rayitas tienen tan preciosas.

—¿Y qué hace el pájaro con los huevecitos? —interrogó Desdichado.

—Pronto lo sabrás —respondió Genoveva—. Te bastará, para ello venir a verlos diariamente, pero sin tocarlos ni molestar nunca a los pajaritos.

Transcurridos dos días, Desdichado hizo que su madre lo acompañara al lugar donde se encontraba el nido, en el cual halló preciosos pajarillos, en substitución de los huevos que había visto anteriormente. Genoveva, entonces, le dijo:

—Observa cuan tiernos y chiquitines son. ¿Ves qué bonitos? Todavía están con los ojitos cerrados y sin plumas. Aun no pueden volar ni arrojarse fuera del nido.

—Están desnudos los pobrecitos —exclamó Desdichado—. Van a perecer de frío y de hambre.

—De ningún modo, hijo mío —contestó Genoveva—. Dios cuida de ellos.

Conforme te hice notar el otro día, el nido está blando y recubierto por una suave pelusilla, a fin de que los pajarillos estén en él cómodos y abrigados.

Es de forma redondeada, para que no puedan tropezar ni hacerse daño alguno. El pardillo, que es el padre, lo ha hecho todo, según pudiste ver.

¿No es verdad que está construido primorosamente? Seguramente que no podríamos nosotros mismos hacer otro igual. Y, ¿sabes quién ha dado a ese pajarito el arte maravilloso que nos asombra? Dios, cuya providencia, vela amorosa y constantemente sobre todas las criaturas que pueblan el Universo. Pero no es esto todo; ese frondoso y espléndido follaje de los espinos, les presta ahora fresca y agradable sombra, y al mismo tiempo los defienden de la humedad y de la lluvia. Apenas hace un poco de frío, sea por la mañana, por la tarde o por la noche, acude el padre, unas veces, y otras la madre, y, posándose cuidadosamente sobre ellos, los cubren con sus alas para darles calor e impedir que los entumezca la helada. No creas que están puestos al azar los punzantes espinos de que el nido está rodeado. Sin ellos los voraces cuervos se comerían a los pajarillos, y las puntas de que están erizados los espinos, defienden al nido, desviando a los que tratan de acercarse a él y hacer daño a los pequeñuelos. El pardillo, padre, aunque es el más grande, no lo es tanto que no pueda deslizarse ligera e impunemente a través de los espinos. Ve, pues, cómo en todas las cosas, aun en las abruptas malezas, se echan de ver el amor y la paternal protección de la Providencia.

Ínterin Genoveva hablaba de esta forma, llegó volando la madre y púsose en el borde del nido. En seguida, todos los pajarillos alzaron sus cabecitas, piando y aleteando y, abriendo sus piquitos, recibían en ellos el alimento que su madre iba dándoles, a cada uno a su turno. Desdichado, transportado y saltando de alegría, exclamó:

—¡Oh! ¡Qué bonito es esto! ¡Qué precioso!

—Mira —le dijo entonces Genoveva— cómo la madre viene a traerle la comida a los animalitos, que aun no están en estado de ir en busca de ella. Aun serían para ellos demasiado duras las semillas, y los padres las trituran primero con el pico, las tragan, para que se ablanden en el buche, y luego se las dan. ¿No encuentras todo esto maravillosamente ordenado?

Pues todavía cuida Dios más amorosamente de nosotros, que lo hace con todos los seres creados, aun con los mismos pajarillos. Sí, hijo mío —prosiguió con los ojos inundados en llanto—, ese Dios clemente y bondadoso que, hasta ahora, ha cuidado de ti en medio de tu debilidad, seguirá cuidando de ti en lo sucesivo.

—Ciertamente —repuso Desdichado—. El buen Dios ha cuidado de mí, y a Él debo el teneros a vos, mamá, que me amáis más que los pajaritos a sus hijuelos. Hace ya mucho tiempo que yo hubiera muerto sin vos, y al decir estas palabras se arrojó en brazos de su madre, a la que abrazó cariñosamente, con los ojos bañados por el llanto de la gratitud y de la ternura.

Diariamente tenía Desdichado una nueva maravilla que referir o un nuevo hallazgo que enseñar a su madre. Todas las mañanas llevábale las flores más bellas, y los cestitos que ella le había fabricado con juncos, llenos de fresas, de arándanos, zarzamoras o frambuesas, según la época.

Contábale también cómo se iban cubriendo de flores las endrinas, cómo aumentaban de tamaño las redondas y verdes bolitas de los agavanzos y cómo crecían asimismo y echaban plumas los pardillos, por último, llegó el día en que, con gran regocijo, pudo decirle que las endrinas lucían ya su negro fruto, los agavanzos estaban cuajados de rojos escaramujos y los pardillos habían ya alzado el vuelo.

Conducíase en todo de igual forma. Cuando por primera vez distinguió el brillante y hermoso lucero de la mañana; cuando descubrió por primera vez el arco iris después de haber caído la lluvia; cuando contempló el espectáculo de una espléndida puesta, de sol a través de los negros abetos, siempre corría, en busca de su madre para referírselo y llevarla consigo, a fin de que todo lo viese y admirase con él, y ambos unían sus acciones de gracias a la Providencia por los prodigios que había realizado.

Como consecuencia de todo esto, Desdichado estaba constantemente alegre, siendo causa de constantes satisfacciones para su madre que, con los ojos inundados de llanto, solía exclamar muy a menudo, al ver los inocentes transportes de su hijo:

—Basta que un corazón sea inocente, ¡oh, Dios mío!, para que encuentre un paraíso en el desierto; y que un alma os ame y os conozca, para que goce las delicias de un cielo en medio de las aflicciones y sufrimientos.

La cuidadosa y prudente madre se preocupó también de hacer a su hijo precavido contra las plantas venenosas, que abundaban en aquel desierto, engalanadas con una peligrosa belleza. Fuéle mostrando una por una las negras y brillantes cerezas de la belladona; las rojas y lustrosas bayas de la camelia; el fruto, de un verdor sombrío, del estramonio; las lechosas raíces de la cicuta, y las setas purpurinas y cuajadas de perlas.

—Qué no se te ocurra comerlas en modo alguno —decíale—; lo mejor es que me lo enseñes todo antes que lo comas, pues de otro modo enfermarías gravemente; ¿me comprendes? El mismo amoroso interés puso la cariñosa, madre en apartarlo de la desobediencia, el aturdimiento, la terquedad y otros muchos defectos peculiares de la infancia. Con este objeto, decíale:

—Esos defectos son aún más perjudiciales que los venenos de las plantas. El pecado se parece, con frecuencia, a esas cerezas encarnadas o negras, que tan bellas nos parecen al mirarlas, pero que, en vez de beneficiarnos, son causa para nosotros de horribles padecimientos y aun de la muerte. ¡Ay! Por desgracia es muy cierto qué, a menudo, lo malo nos parece, mucho más agradable que lo bueno, como sucede con la seta venenosa, que, en la belleza de los colores, aventaja a la gris, que es comestible y completamente inofensiva.

FICHA DE TRABAJO

VOCABULARIO

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