La vuelta al mundo en 80 días

Julio Verne

Phileas Fogg, un flemático inglés, ha apostado su fortuna a que dará la vuelta al mundo en 80 días, y empleará todos los medios de locomoción a su alcance: trenes, barcos, coches, y hasta un elefante y un trineo. Pero esta vuelta al mundo, en la que se combinan el humor, la aventura, el heroísmo y la típica abnegación de los personajes vernianos, reserva al lector otra sorpresa: la apuesta que a Fogg le hace perder el policía Fix se la hará ganar impensadamente su compromiso leal con el amor a la princesa Aouda, al querer formalizarlo en la Iglesia.

Capítulo 1

Phileas Fogg acepta a Picaporte como sirviente

En el año 1872, la casa número 7 de Saville Row, Burlington Gardens —donde murió Sheridan en 1814— estaba habitada por Phileas Fogg, quien a pesar de que parecía haber tomado el partido de no hacer nada que pudiese llamar la atención, era uno de los miembros más notables y singulares del Reform Club de Londres.

Por consiguiente, Phileas Fogg, personaje enigmático y del cual sólo se sabía que era un hombre muy galante y de los más cumplidos caballeros de la alta sociedad inglesa, sucedía a uno de los más grandes oradores que honran a Inglaterra.

Decíase que se daba un aire a lo Byron —su cabeza, se entiende, porque, en cuanto a los pies, no tenía defecto alguno—, pero a un Byron de bigote y patillas, a un Byron impasible, que hubiera vivido mil años sin envejecer.

Phileas Fogg, era inglés de pura cepa; pero quizás no había nacido en Londres. Jamás se le había visto en la Bolsa ni en el Banco, ni en ninguno de los despachos mercantiles de la City. Ni las dársenas ni los docks de Londres recibieron nunca un navío cuyo armador fuese Phileas Fogg. Este caballero no figuraba en ningún comité de administración. Su nombre nunca se había oído en un colegio de abogados, ni de en Gray’s Inn. Nunca informó en la Audiencia del canciller, ni en el Banco de la Reina, ni en el Echequer, ni en los Tribunales Eclesiásticos. No era ni industrial, ni negociante, ni mercader, ni agricultor. No formaba parte ni del Instituto Real de la Gran Bretaña ni del Instituto de Londres, ni del Instituto de los Artistas, ni del Instituto Russel, ni del Instituto Literario del Oeste, ni del Instituto de Derecho, ni de ese Instituto de las Ciencias y las Artes Reunidas que está colocado bajo la protección de Su Graciosa Majestad. En fin, no pertenecía a ninguna de las numerosas Sociedades que pueblan la capital de Inglaterra, desde la Sociedad de la Armónica hasta la Sociedad Entomológica, fundada principalmente con el fin de destruir los insectos nocivos.

Phileas Fogg era miembro del Reform Club, y nada más.

Al que hubiese extrañado que un caballero tan misterioso alternase con los miembros de esta digna asociación, se le podría haber respondido que entró en ella recomendado por los señores Baring Hermanos. De aquí cierta reputación debida a la regularidad con que sus cheques eran pagados a la vista por el saldo de su cuenta corriente, invariablemente acreedor.

¿Era rico Phileas Fogg? Indudablemente. Cómo había realizado su fortuna, es lo que los mejor informados no podían decir, y para saberlo, el último a quien convenía dirigirse era al señor Fogg. En todo caso, aun cuando no se prodigaba mucho, no era tampoco avaro, porque en cualquier parte donde faltase auxilio para una cosa noble, útil o generosa, solía prestarlo con sigilo y hasta con el velo del anónimo.

En suma, encontrar algo que fuese menos comunicativo que este caballero, era cosa difícil. Hablaba lo menos posible y parecía tanto más misterioso cuanto más silencioso era. Llevaba su vida al día; pero lo que hacía era siempre lo mismo, de tan matemático modo, que la imaginación descontenta buscaba algo más allá.

¿Había viajado? Era probable, porque conocía el mapamundi mejor que nadie. No había sitio, por oculto que pudiera hallarse del que no pareciese tener un especial conocimiento. A veces, pero siempre en pocas breves y claras palabras, rectificaba los mil propósitos falsos que solían circular en el club acerca de viajeros perdidos o extraviados, indicaba las probabilidades que tenían mayores visos de realidad y a menudo, sus palabras parecían haberse inspirado en una doble vista; de tal manera el suceso acababa siempre por justificarlas. Era un hombre que debía haber viajado por todas partes, a lo menos, de memoria.

Lo cierto era que desde hacía largos años Phileas Fogg no había dejado Londres. Los que tenían el honor de conocerle más a fondo que los demás, atestiguaban que —excepción hecha del camino diariamente recorrido por él desde su casa al club— nadie podía pretender haberlo visto en otra parte. Era su único pasatiempo leer los periódicos y jugar al whist. Solía ganar a ese silencioso juego, tan apropiado a su natural carácter, pero sus beneficios nunca entraban en su bolsillo, sino que figuraban por una suma respetable en su presupuesto de caridad. Por lo demás —bueno es consignarlo—, el señor Fogg, evidentemente jugaba por jugar, no por ganar. Para él, el juego era un combate, una lucha contra una dificultad; pero lucha sin movimiento y sin fatigas, condiciones ambas que convenían mucho a su manera de ser.

Nadie sabía que tuviese mujer ni hijos —cosa que puede suceder a la persona más decente del mundo—, ni parientes ni amigos —lo cual era en verdad algo más extraño—. Phileas Fogg vivía solo en su casa de Saville Row, donde nadie penetraba. Un criado único le bastaba para su servicio. Almorzando y comiendo en el club a horas cronométricamente determinadas, en el mismo comedor, en la misma mesa, sin tratarse nunca con sus colegas, sin convidar jamás a ningún extraño, sólo volvía a su casa para acostarse a la media noche exacta, sin hacer uso en ninguna ocasión de los cómodos dormitorios que el Reform Club pone a disposición de los miembros del círculo. De las veinticuatro horas del día, pasaba diez en su casa, que dedicaba al sueño o al tocador. Cuando paseaba, era invariablemente y con paso igual, por el vestíbulo que tenía mosaicos de madera en el pavimento, o por la galería circular coronada por una media naranja con vidrieras azules que sostenían veinte columnas jónicas de pórfido rosa, Cuando almorzaba o comía, las cocinas, la repostería, la despensa, la pescadería y la lechería del club eran las que con sus suculentas reservas proveían su mesa; los camareros del club, graves personas vestidas de negro y calzados con zapatos de suela de fieltro, eran quienes le servían en una vajilla especial y sobre admirables manteles de lienzo sajón; la cristalería o molde perdido del club era la que contenía su sherry, su oporto o su clarete mezclado con canela, capilaria o cinamomo; en fin, el hielo del club —hielo traído de los lagos de América a costa de grandes desembolsos—, conservaba sus bebidas en un satisfactorio estado de frialdad.

Si vivir en semejantes condiciones es lo que se llama ser excéntrico, preciso es convenir que algo tiene de bueno la excentricidad.

La casa en Saville Row, sin ser suntuosa, se recomendaba por su gran comodidad. Por lo demás, con los hábitos invariables del inquilino, el servicio no era penoso. Sin embargo, Phileas Fogg exigía de su único criado una regularidad y una puntualidad extraordinarias. Aquel mismo día, 2 de octubre, Phileas Fogg había despedido a James Foster, por el enorme delito de haberle llevado el agua para afeitarse a 84 grados Fahrenheit en vez de 85, y esperaba a su sucesor, que debía presentarse entre once y once y media.

Phileas Fogg, rectamente sentado en su butaca, los pies juntos como los de los soldados en formación, las manos sobre las rodillas, el cuerpo derecho, la cabeza erguida, veía girar el minutero del reloj, complicado aparato que señalaba las horas, los minutos, los segundos, los días y años. Al dar las once y media, el señor Fogg, según su costumbre diaria debía salir de su casa para ir al Reform Club.

En aquel momento llamaron a la puerta de la habitación que ocupaba Phileas Fogg.

El despedido James Foster apareció y dijo:

—El nuevo criado.

Un mozo de unos 30 años se dejó ver y saludó.

—¿Sois francés y os llamáis John? —Le preguntó Phileas Fogg.

—Juan, si el señor no lo lleva a mal —respondió el recién venido—. Juan Picaporte1, apodo que me ha quedado y que justificaba mi natural aptitud para salir de todo apuro. Creo ser honrado, aunque, a decir verdad, he tenido varios oficios. He sido cantor ambulante, he sido artista de circo donde daba el salto como Leotard y bailaba en la cuerda como Blondín; luego, al fin de hacer más útiles mis servicios, he llegado a profesor de gimnasia, y por último, era sargento de bomberos en París, y aún tengo en mi hoja de servicios algunos incendios notables. Pero hace cinco años que he abandonado la Francia, y queriendo experimentar la vida doméstica soy ayuda de cámara en Inglaterra. Y hallándome desacomodado y habiendo sabido que el señor Phileas Fogg era el hombre más exacto y sedentario del Reino Unido, me he presentado en casa del señor, esperando vivir con tranquilidad y olvidar hasta el apodo de Picaporte.

—Picaporte me conviene —respondió el caballero—. Me habéis sido recomendado. Tengo buenos informes sobre vuestra conducta. ¿Conocéis mis condiciones?

—Sí, señor.

—Bien. ¿Qué hora tenéis?

—Las once y veintidós —respondió Picaporte, sacando de las profundidades del bolsillo de su chaleco un enorme reloj de plata.

—Vais atrasado.

—Perdóneme el señor, pero es imposible.

—Vais cuatro minutos atrasado. No importa. Basta con hacer constar la diferencia. Conque desde este momento, las once y veintinueve de la mañana, hoy miércoles 2 de octubre de 1872, entráis a mi servicio.

Dicho esto, Phileas Fogg se levantó, tomó su sombrero con la mano izquierda, lo colocó en su cabeza mediante un movimiento automático, y desapareció sin decir palabra.

Picaporte oyó por primera vez el ruido de la puerta que se cerraba; era su nuevo amo que salía; luego, escuchó por segunda vez el mismo ruido; era James Foster que se marchaba también.

Picaporte se quedó solo en la casa de Saville Row.

1 Jean Passepartout, en el original francés. «Passepartout» literalmente significa «ganzúa». Es el apodo que se le da a un criado avispado que tiene habilidad para salirse de cualquier apuro. Es tradicional la traducción Picaporte en las edidiones españolas.

Capítulo 2

Picaporte se convence de que ha encontrado su ideal

—A fe mía —decía para sí Picaporte algo aturdido al principio—, he conocido en casa de madame Tussaud personajes de tanta vida como mi nuevo amo. Conviene advertir que los personajes de madame Tussaud son unas figuras de cera muy visitadas, y a las cuales verdaderamente no les falta más que hablar.

Durante los cortos instantes en que pudo entrever a Phileas Fogg, Picaporte había examinado rápida pero cuidadosamente a su amo futuro. Era un hombre que podía tener unos cuarenta años, de figura noble y arrogante, alto de estatura, sin que lo afease cierta ligera obesidad, de pelo rubio, frente tersa y sin señal de arrugas en las sienes, rostro más bien pálido que sonrosado, dentadura magnífica. Parecía poseer en el más alto grado eso que los fisonomistas llaman «el reposo en la acción» facultad común a todos los que hacen más trabajo que ruido. Sereno, flemático, pura la mirada, inmóvil el párpado, era el tipo acabado de esos ingleses de sangre fría que suelen encontrarse a menudo en el Reino Unido, y cuya actitud algo académica ha sido tan maravillosamente reproducida por el pincel de Angélica Kauffmann. Visto en los diferentes actos de su existencia, este caballero despertaba la idea de un ser bien equilibrado en todas sus partes, proporcionado con precisión, y tan exacto como un cronómetro de Leroy o de Bamshaw. Porque, en efecto, Phileas Fogg era la exactitud personificada, lo que se veía claramente en la «expresión de sus pies y de sus manos», pues que en el hombre, así como en los animales, los miembros mismos son órganos expresivos de las pasiones.

Phileas Fogg era de aquellas personas matemáticamente exactas que nunca precipitadas y siempre dispuestas, economizan sus pasos y sus movimientos. Atajando siempre, nunca daba un paso de más. No perdía una mirada dirigiéndola al techo. No se permitía ningún gesto superfluo. Jamás se le vio ni conmovido ni alterado. Era el hombre menos apresurado del mundo, pero siempre llegaba a tiempo. Pero, desde luego, se comprenderá que tenía que vivir solo y, por decirlo así, aislado de toda relación social. Sabía que en la vida hay que dedicar mucho al rozamiento, y como el rozamiento entorpece, no se rozaba con nadie.

En cuanto a Juan, alias Picaporte, verdadero parisiense de París, durante los cinco años que había habitado en Inglaterra desempeñando la profesión de ayuda de cámara, en vano había tratado de hallar un amo a quien poder tomar cariño.

Picaporte no era, por cierto, uno de esos Frontines o Mascarillos2, que, altos los hombros y la cabeza, descarado y seco al mirar, no son más que unos bellacos insolentes; no. Picaporte era un guapo chico de amable fisonomía y labios salientes, dispuesto siempre a saborear o a acariciar; un ser apacible y servicial, con una de esas cabezas redondas y bonachonas que siempre gusta encontrar en los hombros de un amigo. Tenía azules los ojos, animado el color, la cara suficientemente gruesa para que pudieran verse sus mismos pómulos, ancho el pecho, fuertes las caderas, vigorosa la musculatura, y con una fuerza hercúlea que los ejercicios de su juventud habían desarrollado admirablemente. Sus cabellos castaños estaban algo enredados. Si los antiguos escultores conocían dieciocho modos distintos de arreglar la cabeza de Minerva, Picaporte, para componer la suya, sólo conocía uno: con tres pases de batidor estaba peinado.

Decir si el genio expansivo de este muchacho podía avenirse con el de Phileas Fogg, es cosa que prohíbe la prudencia elemental. ¿Sería Picaporte ese criado exacto hasta la precisión que convenía a su dueño? La práctica lo demostraría. Después de haber tenido, como ya es sabido, una juventud algo vagabunda, aspiraba al reposo. Había oído ensalzar el metodismo inglés y la proverbial frialdad de los caballeros, y se fue a buscar fortuna a Inglaterra. Pero hasta entonces la fortuna le había sido adversa. En ninguna parte pudo echar raíces. Estuvo en diez casas, y en todas ellas los amos eran caprichosos, desiguales, amigos de correr aventuras o de recorrer países, cosas todas ellas que ya no podían convenir a Picaporte.

Su último señor, el joven lord Longsferry, miembro del Parlamento después de pasar las noches en los oysters rooms, de Haymarket, volvía a su casa muy a menudo sobre los hombros de los policemen. Queriendo Picaporte ante todo respetar a su amo, arriesgó algunas observaciones respetuosas que fueron mal recibidas, y rompió. Supo en el ínterin que Phileas Fogg buscaba criado y tomó informes acerca de este caballero. Un personaje cuya existencia era tan regular, que no dormía fuera de casa, que no viajaba, que nunca, ni un día siquiera, se ausentaba, no podía sino convenirle. Se presentó y fue admitido en las circunstancias ya conocidas.

Picaporte, a las once y media dadas, se hallaba solo en la casa de Saville Row, y no podía sino considerarla recorriendo desde la cueva al tejado; y esta casa limpia, arreglada, severa, puritana, bien organizada para el servicio, le gustó. Le produjo la impresión de una cáscara de caracol alumbrada y calentada con gas, porque el hidrógeno carburado bastaba para todas las necesidades de luz y calor. Picaporte halló sin gran trabajo en el piso segundo el cuarto que le estaba destinado. Le convino. Timbres eléctricos y tubos acústicos le ponían en comunicación con los aposentos del entresuelo y del principal. Encima de la chimenea había un reloj eléctrico en correspondencia con el que tenía Phileas Fogg en su dormitorio, y de esta manera ambos aparatos marcaban el mismo segundo en igual momento.

—No me disgusta, no me disgusta —decía para sí Picaporte.

Advirtió además en su cuarto una nota colocada encima del reloj. Era el programa del servicio diario. Comprendía —desde las ocho de la mañana, hora reglamentaria en que se levantaba Phileas Fogg, hasta las once y media en que dejaba su casa para ir a almorzar al Reform Club— todas las minuciosidades del servicio, el té y los picatostes de las ocho y veintitrés, el agua caliente para afeitarse de las nueve y treinta y siete, el peinado de las diez menos veinte, etc. A continuación, desde las once de la noche —instantes en que se acostaba el metódico caballero— todo estaba anotado, previsto, regularizado. Picaporte pasó un rato feliz meditando este programa y grabando en su espíritu los diversos artículos que contenía.

En cuanto al guardarropa del señor, estaba perfectamente arreglado y maravillosamente comprendido. Cada pantalón, levita o chaleco tenía su número de orden, reproducido en un libro de entrada y salida, que indicaba la fecha en que, según la estación, cada prenda debía ser llevada; reglamentación que se hacía extensiva al calzado.

Finalmente, anunciaba un apacible desahogo en esta casa de Saville Row —casa que debía haber sido el templo del desorden en la época del ilustre pero crapuloso Sheridan— la delicadeza con que estaba amueblada. No había ni biblioteca ni libros que hubieran sido inútiles para el señor Fogg, puesto que el Reform Club ponía a su disposición dos bibliotecas, consagradas una a la literatura, y otra al derecho y a la política. En el dormitorio había una arca de hierro de tamaño regular, cuya especial construcción la ponía fuera del alcance de los peligros de incendio y robo. No se veía en la casa ni armas ni otros utensilios de caza ni de guerra. Todo indicaba los hábitos más pacíficos.

Después de haber examinado esta vivienda detenidamente. Picaporte se frotó las manos, su cara redonda se ensanchó, y repitió con alegría:

—¡No me disgusta! ¡Ya di con lo que me conviene! Nos entenderemos perfectamente el señor Fogg y yo. ¡Un hombre casero y arreglado! ¡Una verdadera maquina! No me desagrada servir a una máquina.

Capítulo 3

Una conversación que parece probable que le costará cara a Phileas Fogg

Phileas Fogg había dejado su casa de Saville Row a las once y media, y después de haber colocado quinientas setenta y cinco veces el pie derecho delante del izquierdo y quinientas setenta y seis veces el izquierdo delante del derecho, llegó al Reform Club, vasto edificio levantado en Pall Mall, cuyo coste de construcción no ha bajado de tres millones.

Phileas Fogg pasó inmediatamente al comedor, con sus nueve ventanas que daban a un jardín con árboles ya dorados por el otoño. Tomó asiento en la mesa de costumbre puesta ya para él. Su almuerzo se componía de un entremés, un pescado cocido sazonado por una readins sauce de primera elección, un rosbif escarlata, de una torta rellena con tallos de ruibarbo y grosellas verdes, y de un pedazo de Chéster, rociado todo por algunas tazas de ese excelente té, que especialmente es cosecha para el servicio de Reform Club.

A las doce y cuarenta y siete de la mañana, este caballero se levantó y se dirigió al gran salón, suntuoso aposento, adornado con pinturas colocadas en lujosos marcos. Allí un criado le entregó el Times con las hojas sin cortar, y Phileas Fogg se dedicó a desplegarlo con una seguridad tal, que denotaba desde luego la práctica más extremada en esta difícil operación. La lectura del periódico ocupó a Phileas Fogg hasta las tres y cuarenta y cinco, y la del Standard, que sucedió a aquél, duró hasta la hora de la comida, que se llevó a efecto en iguales condiciones que el almuerzo, si bien con la añadidura de royal british sauce.

Media hora más tarde, varios miembros del Reform Club iban entrando y se acercaban a la chimenea encendida con carbón de piedra. Eran los compañeros habituales de juego del señor Phileas Fogg, decididamente aficionados al whist como él: el ingeniero Andrés Stuart, los banqueros John Sullivan y Samuel Fallentin, el fabricante de cervezas Tomás Flanagan, y Gualterio Ralph, uno de los administradores del Banco de Inglaterra, personajes ricos y considerados en aquel mismo club, que cuenta entre sus miembros las mayores notabilidades de la industria y de la banca.

—Decidme, Ralph —preguntó Tomás Flanagan—, ¿a qué altura se encuentra ese robo?

—Pues bien —respondió Andrés Stuart—, el Banco perderá su dinero.

—Al contrario —dijo Gualterio Ralph—, espero que se logrará echar mano al autor del robo. Se han enviado inspectores de policía de los más hábiles a todos los principales puertos de embarque y desembarque de América y Europa, y le será muy difícil a ese caballero poder escapar.

—Pero qué, ¿se conoce la filiación del ladrón? —preguntó Andrés Stuart.

—Ante todo, no es un ladrón —rió Ralph con la mayor formalidad.

—Cómo, ¿no es un ladrón el individuo que sustrajo cincuenta y cinco mil libras en billetes de banco?

—No —respondió Gualterio Ralph.

—¿Es acaso un industrial? —dijo John Sullivan.

—El Morning Chronicle, asegura que es un caballero.

El que daba esta respuesta, no era otro que Phileas Fogg, cuya cabeza descollaba entonces entre aquel mar de papel amontonado a su alrededor. Al mismo tiempo, Phileas Fogg saludó a sus compañeros, que le devolvieron la cortesía.

El suceso de que se trataba, y sobre el cual los diferentes periódicos del Reino Unido discutían acaloradamente, se había realizado tres días antes, el 29 de septiembre. Un legajo de billetes de banco que formaba la enorme cantidad de cincuenta y cinco mil libras, había sido sustraído de la mesa del cajero principal del Banco de Inglaterra.

A los que se admiraban de que un robo tan considerable hubiera podido realizarse con esa facilidad, el subgobernador Gualterio Ralph se limitaba a responder que en aquel mismo momento el cajero se ocupaba en el asiento de una entrada de tres chelines seis peniques, y que no se puede atender a todo.

Pero conviene hacer observar aquí —y esto da más fácil explicación al hecho— que el Banco de Inglaterra parece que se desvive por demostrar al público la alta idea que tiene de su dignidad. Ni hay guardianes, ni ordenanzas, ni redes de alambre. El oro, la plata, los billetes, están expuestos libremente, y, por decirlo así, a disposición del primero que llegue. En efecto, sería indigno sospechar en lo mínimo acerca de la caballerosidad de cualquier transeúnte. Tanto es así, que hasta se llega a referir el siguiente hecho por uno de los más notables observadores de las costumbres inglesas: En una de las salas del Banco en que se encontraba un día, tuvo curiosidad por ver de cerca una barra de oro de siete a ocho libras de peso que se encontraba expuesta en la mesa del cajero; para satisfacer aquel deseo, tomó la barra, la examinó, se la dio a su vecino, éste a otro, y así, pasando de mano en mano, la barra llegó hasta el final de un pasillo oscuro, tardando media hora en volver a su sitio primitivo, sin que durante este tiempo el cajero hubiera levantado siquiera la cabeza.

Sin embargo el 29 de septiembre las cosas no sucedieron completamente del mismo modo. El legajo de billetes de banco no volvió, y cuando el magnífico reloj colocado encima del drawing office dio las cinco, la hora en que debía cerrarse el despacho, el Banco de Inglaterra no tenía más recurso que asentar cincuenta y cinco mil libras en la cuenta de ganancias y de pérdidas.

Una vez reconocido el robo con toda formalidad, agentes detectives elegidos entre los más hábiles, fueron enviados a los puertos principales, a Liverpool a Glasgow, a Brindisi, a Nueva York, etc., bajo la promesa, en caso de éxito, de una prima de dos mil libras y el cinco por ciento de la suma que se recobrase. La misión de estos inspectores se reducía a observar escrupulosamente a todos los viajeros que se iban o que llegaban, hasta adquirir las noticias que pudieran suministrar las indagaciones inmediatamente emprendidas.

Y precisamente, según lo decía Morning Chronicle, había motivos para suponer que el autor del robo no formaba parte de ninguna de las sociedades de ladrones de Inglaterra. Se había observado que durante aquel día, 29 de septiembre, se paseaba por la sala de pagos, teatro del robo, un caballero bien portado, de buenos modales y aire distinguido. Las indagaciones habían permitido reunir con bastante exactitud las señas de ese caballero, que fueron al punto transmitidas a todos los detectives del Reino Unido y del gobierno. Algunas buenas almas, y entre ellos Gualterio Ralph, se creían con fundamento para esperar que el ladrón no se escaparía.

Como es fácil presumirlo, este suceso estaba a la orden del día en Londres y en toda Inglaterra. Se discutía y se tomaba parte en pro y en contra de las probabilidades de éxito de la policía metropolitana. Nadie extrañará, pues, que los miembros del Reform Club tratasen la misma cuestión, con tanto más motivo cuanto que se hallaba entre ellos uno de los subgobernadores del banco.

El honorable Gualterio Ralph no quería dudar del resultado de las investigaciones, creyendo que la prima ofrecida debía avivar extraordinariamente el celo y la inteligencia de los agentes. Pero su colega Andrés Stuart distaba mucho de abrigar igual confianza. La discusión continuó por consiguiente entre aquellos caballeros que se habían sentado en la mesa de whist, Stuart delante de Flanagan, Fallentin delante de Phileas Fogg. Durante el juego, los jugadores no hablaban, pero, entre los robos, la conversación interrumpida adquiría más animación.

—Sostengo —dijo Andrés Stuart— que la probabilidad está en favor del ladrón, que no puede dejar de ser un hombre sagaz.

—¡Imposible! —respondió Gualterio Ralph—. Sólo hay un país en donde pueda refugiarse.

—¡Tendría que verse!

—¿Y adónde queréis que vaya?

—No lo sé —respondió Andrés Stuart—, pero me parece que la Tierra es muy grande.

—Antes sí lo era… —dijo a media voz Phileas Fogg; añadiendo después y presentando las cartas a Tomás Flanagan—. A vos os toca cortar.

La discusión se suspendió durante el robo. Pero no tardó en proseguirla Andrés Stuart, diciendo:

—¡Cómo que antes! ¿Acaso la Tierra ha disminuido?

—Sin duda que sí —respondió Gualterio Ralph—. Opino como el señor Fogg. La Tierra ha disminuido, puesto que se recorre hoy diez veces más aprisa que hace cien años. Y esto es lo que, en el caso de que nos ocupamos, hará que las pesquisas sean más rápidas.

—Y que el ladrón se escape con más facilidad.

—Os toca jugar a vos —dijo Phileas Fogg.

Pero el incrédulo Stuart no estaba convencido, y dijo al concluirse la partida:

—Hay que reconocer que habéis encontrado un chistoso modo de decir que la Tierra se ha empequeñecido. De modo que ahora se le da vuelta en tres meses…

—En ochenta días tan sólo —dijo Phileas Fogg.

—En efecto, señores —añadió John Sullivan—, ochenta días, desde que la sección entre Rothal y Altahabad ha sido abierta en el Great Indican Peninsular Railway, y he aquí el cálculo establecido por el Morning Chronicle.

De Londres a Suez por el Monte Cenis y Brindisi, ferrocarril y vapores 7

De Suez a Bombay, vapores 18

De Bombay a Calcuta, ferrocarril 8

De Calcuta a Hong Kong (China), vapores 13

De Hong Kong a Yokohama (Japón), vapor 6

De Yokohama a San Francisco, vapor 22

De San Francisco a Nueva York, ferrocarril 7

De Nueva York a Londres, vapor y ferrocarril 9

TOTAL 80

—¡Sí, ochenta días! —exclamó Andrés Stuart, quien por inadvertencia cortó una carta mayor—. Pero eso sin tener en cuenta el mal tiempo, los vientos contrarios, los naufragios, los descarrilamientos, etc.

—Contando con todo —respondió Phileas Fogg siguiendo su juego, porque ya no respetaba la discusión el whist.

—¡Pero si los indios o los indostanes quitan las vías! —exclamó Andrés Stuart—; ¡si detienen los trenes, saquean los furgones y hacen tajadas a los viajeros!

—Contando con todo —respondió Phileas Fogg, que tendiendo su juego, añadió—: Dos triunfos mayores.

Andrés Stuart, a quien tocaba dar, recogió las cartas, diciendo:

—Teóricamente tenéis razón, señor Fogg; pero en la práctica…

—En la práctica también, señor Stuart.

—Quisiera verlo.

—Sólo depende de vos. Partamos juntos.

—¡Líbreme Dios! Pero bien, apostaría cuatro mil libras a que semejante viaje, hecho con esas condiciones, es imposible.

—Muy posible, por el contrario —respondió Fogg.

—Pues bien, hacedlo.

—¿La vuelta al mundo en ochenta días?

—Sí.

—No hay inconveniente.

—¿Cuándo?

—En seguida. Os prevengo solamente que lo haré a vuestra costa.

—¡Es una locura! —exclamó Andrés Stuart, que empezaba a resentirse por la insistencia de su compañero de juego—. Más vale que sigamos jugando.

—Entonces, volved a dar, porque lo habéis hecho mal.

Andrés Stuart recogió otra vez las cartas con mano febril, y de repente, dejándolas sobre la mesa, dijo:

—Pues bien, sí, señor Fogg, apuesto cuatro mil libras…

—Mi querido Stuart —dijo Fallentin—, calmaos. Esto no es formal.

—Cuando dije que apuesto —respondió Stuart—: es en formalidad.

—Aceptado —dijo Fogg: y luego, volviéndose hacia sus compañeros, añadió—: Tengo veinte mil libras depositadas en casa de Baring hermanos. De buena gana las arriesgaría.

—¡Veinte mil libras! —exclamó John Sullivan—. ¡Veinte mil libras, que cualquier tardanza imprevista os puede hacer perder!

—No existe lo imprevisto —respondió sencillamente Phileas Fogg.

—¡Pero, señor Fogg, ese transcurso de ochenta días sólo está calculado como mínimo!

—Un mínimo bien empleado basta para todo.

«Pues bien, sí, señor Fogg, apuesto cuatro mil libras…».

—¡Pero a fin de aprovecharlo, es necesario saltar matemáticamente de los ferrocarriles a los vapores y de los vapores a los ferrocarriles!

—Saltaré matemáticamente.

—¡Es una broma!

—Un buen inglés no se bromea nunca cuando se trata de una cosa tan formal como una apuesta —respondió Phileas Fogg—. Apuesto veinte mil libras contra quien quiera a que yo doy la vuelta al mundo en ochenta días, o menos, sean mil novecientas veinte horas, o ciento quince mil doscientos minutos. ¿Aceptáis?

—Aceptamos —respondieron los señores Stuart, Fallentin, Sullivan, Flanagan y Ralph después de haberse puesto de acuerdo.

—Bien —dijo Fogg. El tren de Dover sale a las ocho y cuarenta y cinco. Lo tomaré.

—¿Esta misma noche? —preguntó Stuart.

—Esta misma noche —respondió Phileas Fogg—. Por consiguiente —añadió consultando un calendario del bolsillo—: puesto que hoy es miércoles 2 de octubre deberé estar de vuelta en Londres, en este mismo salón del Reform Club, el sábado 21 de diciembre a las ocho y cuarenta y cinco minutos de la tarde, sin lo cual las veinte mil libras depositadas actualmente en la casa de Baring Hermanos os pertenecen de hecho y de derecho, señores. He aquí un cheque por esa suma.

Se levantó acta de la apuesta, firmando los seis interesados. Phileas Fogg había permanecido sereno. No había ciertamente apostado para ganar, y no había comprometido las veinte mil libras —mitad de su fortuna— sino porque preveía que tendría que gastar la otra mitad para llevar a buen fin ese difícil, por no decir inejecutable proyecto. En cuanto a sus adversarios, parecían conmovidos, no por el valor de la apuesta, sino porque tenían reparo en luchar con ventaja.

Daban entonces las siete. Se ofreció al señor Fogg la suspensión del juego para que pudiera hacer sus preparativos de marcha.

—¡Yo siempre estoy preparado! —Respondió el impasible caballero; y dando las cartas, exclamó—: Vuelvo oros. A vos os toca salir, señor Stuart.

Capítulo 4

Phileas Fogg deja anonadado a Picaporte

A las siete y veinticinco, Phileas Fogg, después de haber ganado unas veinte guineas al whist, se despidió de sus honorables colegas y abandonó el Reform Club. A las siete y cincuenta abría la puerta de su casa y entraba.

Picaporte, que había empezado a estudiar concienzudamente su programa, quedó sorprendido al ver al señor Fogg culpable de inexactitud acudir a tan inusitada hora, pues, según la nota, el inquilino de Saville Row no debía volver sino a medianoche.

Phileas Fogg había subido primero a su cuarto y luego llamó.

—Picaporte.

Picaporte no respondió, porque no creyó que pudieran llamarlo. No era la hora.

—Picaporte —repuso el señor Fogg sin gritar más que antes.

Picaporte apareció.

—Es la segunda vez que os llamo —dijo el señor Fogg.

—Pero no son las doce —respondió Picaporte sacando el reloj.

—Lo sé, y no os reconvengo. Partimos dentro de diez minutos para Dover y Calais.

Al rostro redondo del francés asomó una especie de mueca. Era evidente que había oído mal.

—¿El señor va a viajar? —preguntó.

—Sí —respondió Phileas Fogg—. Vamos a dar la vuelta al mundo.

Picaporte, con los ojos excesivamente abiertos, los párpados y las cejas en alto, los brazos caídos, el cuerpo abatido, ofrecía entonces todos los síntomas del asombro llevado hasta el estupor.

—¡La vuelta al mundo! —dijo entre dientes.

—En ochenta días —respondió el señor Fogg—. No tenemos un momento que perder.

—¿Y el equipaje? —dijo Picaporte, moviendo, sin saber lo que hacía, su cabeza de derecha a izquierda y viceversa.

—No hay equipaje. Sólo un saco de noche. Dentro, dos camisas de lana, tres pares de medias, y lo mismo para vos. Ya compraremos en el camino. Bajaréis mi mackintosh y mi manta de viaje. Llevad buen calzado. Por lo demás, andaremos poco o nada. Vamos.

Picaporte hubiera querido responder, pero no pudo. Salió del cuarto del señor Fogg, subió al suyo, cayó sobre una silla, y empleando una frase vulgar de su país dijo para sí:

—¡Esto sí que es…! ¡Yo que quería estar tranquilo!

Y maquinalmente hizo sus preparativos de viaje. ¡La vuelta al mundo en ochenta días! ¿Estaba su amo loco? No… ¿Era broma? Si iban a Dover, bien. A Calais, conforme. En suma, esto no podía contrariar al buen muchacho, que no había pisado el suelo de su patria en cinco años. Quizás se llegaría hasta París, y ciertamente que volvería a ver con gusto la gran capital, porque un caballero tan economizador de sus pasos se detendría allí… Sí, indudablemente; ¡pero no era menos cierto que partía, que se movía ese caballero, tan casero hasta entonces!

A las ocho, Picaporte había preparado el modesto saco que contenía su ropa y la de su amo; y después, perturbado todavía de espíritu, salió del cuarto, cerró cuidadosamente la puerta, y se reunió con el señor Fogg.

El señor Fogg ya estaba listo. Llevaba debajo del brazo el Brandshaw’s Continental Railway, Steam Transit and general Guide, que debía suministrar todas las indicaciones necesarias para el viaje. Tomó el saco de las manos de Picaporte, lo abrió, y deslizó en él un paquete de esos hermosos billetes de banco que corren en todos los países.

—¿No habéis olvidado nada? —preguntó.

—Nada, señor.

—Bueno; tomad este saco.

El señor Fogg entregó el saco a Picaporte.

—Y cuidadlo —añadió—. Hay dentro veinte mil libras.

Por poco se escapó el saco de las manos de Picaporte, como si las veinte mil libras hubieran sido oro y pesado considerablemente.

El amo y el criado bajaron entonces, y la puerta de la calle se cerró con doble vuelta.

A la extremidad de Saville Row había un punto de coches. Phileas Fogg y su criado montaron en un cab, que se dirigía rápidamente a la estación de Charing Cross, donde termina uno de los ramales del ferrocarril del Sureste.

A las ocho y veinte, el cab se detuvo ante la verja de la estación. Picaporte se apeó. Su amo le siguió y pagó al cochero.

En aquel momento, una pobre mendiga con un niño de la mano, con los pies descalzos en el lodo, y cubierta con un sombrero desvencijado, del cual colgaba una pluma lamentable, y con un chal hecho jirones sobre sus andrajos, se acercó al señor Fogg y le pidió limosna.

El señor Fogg sacó del bolsillo las veinte guineas que acababa de ganar al juego, y dándoselas a la mendiga, le dijo:

—Tomad, buena mujer, me alegro de haberos encontrado.

Y pasó de largo.

Picaporte tuvo como una sensación de humedad alrededor de sus pupilas. Su amo acababa de dar un paso dentro de su corazón.

El señor Fogg y él entraron en la gran sala de la estación. Allí, Phileas Fogg dio a Picaporte la orden de tomar dos billetes de primera para París, y después, al volverse, se encontró con sus cinco amigos del Reform Club.

—Señores, me voy; y como he de visar mi pasaporte en diferentes puntos, eso os servirá para comprobar mi itinerario.

Una pobre mendiga.

—¡Oh, señor Fogg —respondió cortésmente Gualterio Ralph— es inútil! ¡Nos bastará vuestro honor de caballero!

—Más vale así —dijo el señor Fogg.

—No olvidéis que debéis estar de vuelta… —observó Andrés Stuart.

—Dentro de ochenta días —respondió el señor Fogg—; el sábado 21 de diciembre de 1872 a las ocho y cuarenta y cinco minutos de la noche. Hasta la vista, señores.

A las ocho y cuarenta, Phileas Fogg y su criado tomaron asiento en el mismo compartimiento. A las ocho y cuarenta y cinco resonó un silbido, y el tren se puso en marcha.

La noche estaba oscura. Caía una lluvia menuda. Phileas Fogg, arrellanado en un rincón, no hablaba. Picaporte, atolondrado todavía, oprimía maquinalmente sobre sí el saco de los billetes de banco.

Pero el tren no había pasado aún de Sydenham cuando Picaporte dio un verdadero grito de desesperación.

—¿Qué es eso? —preguntó el señor Fogg.

—Que… en mi precipitación… en mi turbación… he olvidado…

—¿Qué?

—¡Apagar el gas de mi cuarto!

—Pues bien, muchacho —respondió fríamente el señor Fogg—, seguirá por cuenta vuestra.

Capítulo 5

En el que aparece un nuevo valor en la Bolsa de Londres

Phileas Fogg, al dejar Londres, no sospechaba, sin duda, el ruido grande que su partida iba a provocar. La noticia de la apuesta se extendió primero en el Reform Club y produjo una verdadera emoción entre los miembros de aquel respetable círculo. Luego, del club la emoción pasó a los periódicos por la vía de los reporteros, y de los periódicos al público de Londres y de todo el Reino Unido.

Esta cuestión de la vuelta al mundo se comentó, se discutió, se examinó con la misma pasión y el mismo ardor que si se hubiese tratado de otro negocio del Alabama. Unos se hicieron partidarios de Phileas Fogg; otros —que pronto formaron una considerable mayoría— se pronunciaron en contra de él. Realizar esta vuelta al mundo de otra suerte que en teoría o sobre el papel, en este mínimum de tiempo, con los actuales medios de comunicación, era no solamente imposible: era insensato.

El Times, el Standard, el Evening Star, el Morning Chronicle y veinte periódicos más de los de mayor circulación se declararon contra el señor Fogg. Únicamente el Daily Telegraph lo defendió hasta cierto punto. Phileas Fogg fue tratado como maniático y loco, y a sus colegas del Reform Club se les criticó por haber aceptado esta apuesta, que acusaba debilidad en las facultades mentales de su autor.

Se publicaron acerca del asunto varios artículos extremadamente apasionados, pero lógicos. Todo el mundo sabe el interés que se dispensa en Inglaterra a todo lo que hace relación con la geografía. Así es que no había lector, cualquiera que fuese la clase a que perteneciese, que no devorase las columnas consagradas al caso de Phileas Fogg.

Durante los primeros días algunos ánimos atrevidos —las mujeres principalmente— se decidieron por él, sobre todo cuando el Illustrated London News publicó su retrato, tomado de una fotografía depositada en los archivos del Reform Club. Ciertos caballeros se atrevían a decir: «¿Y por qué no había de suceder? Cosas más extraordinarias se han visto». Estos solían ser los lectores del Daily Telegraph. Pero pronto se advirtió que hasta este mismo periódico empezaba a enfriarse.

En efecto, un largo artículo publicado el 7 de octubre en el Boletín de la Sociedad de Geografía, trató la cuestión desde todos los aspectos y demostró claramente la locura de la empresa. Según este artículo, el viajero lo tenía todo en contra suya, obstáculos humanos, obstáculos naturales. Para que pudiese tener éxito el proyecto, era necesario admitir una concordancia maravillosa en las horas de llegada y de salida, concordancia que no existía ni podía existir. En Europa, donde las distancias son relativamente cortas, se puede en rigor contar con que los trenes llegarán a hora fija; pero cuando tardan tres días en atravesar la India y siete en cruzar los Estados Unidos, ¿podían fundarse sobre su exactitud los elementos de semejante problema? ¿Y los contratiempos de máquinas, los descarrilamientos, los choques, los temporales, la acumulación de nieves? ¿No parecía presentarse todo contra Phileas Fogg? ¿Acaso en los vapores no podrían encontrarse durante el invierno expuesto a los vientos o a las brumas? ¿Es quizá cosa extraña que los más rápidos andadores de las líneas transoceánicas experimenten retrasos de dos y tres días? Y bastaba con un solo retraso, con uno solo, para que la cadena de las comunicaciones sufriese una ruptura irreparable. Si Phileas Fogg faltaba, aunque tan sólo fuese por algunas horas a la salida de algún vapor, se vería obligado a esperar el siguiente, y por este solo motivo su viaje se vería irrevocablemente comprometido.

Este artículo tuvo mucha boga. Casi todos los periódicos lo reprodujeron, y las acciones de Phileas Fogg bajaron considerablemente.

Durante los primeros días que siguieron a la partida del caballero, se habían empeñado importantes sumas sobre lo aleatorio de su empresa. Sabido es que el mundo de los apostadores de Inglaterra es un mundo más inteligente y más elevado que el de los jugadores. Apostar es el temperamento inglés. Por eso, no tan sólo fueron los individuos del Reform Club quienes establecieron apuestas considerables en pro o en contra de Phileas Fogg, sino que también entró en ellas la masa del público. Phileas Fogg fue inscrito, como los caballos de carrera, en una especie de studbook. Quedó convertido en valor de Bolsa, y se cotizó en la plaza de Londres. Se pedía y se ofrecía el Phileas Fogg en firme o a plazo, y se hacían enormes negocios. Pero cinco días después de su salida, el artículo del Boletín de la Sociedad de Geografía hizo crecer las ofertas. El Phileas Fogg bajó y llegó a ser ofrecido en paquetes. Tomado primero a cinco, luego a diez, ya no se tomó luego sino a uno por veinte, por cincuenta y aun por ciento.

Sólo conservó un partidario, el viejo paralítico lord Albermale. El honorable caballero, clavado en su butaca, hubiera dado su fortuna por poder hacer el mismo viaje aunque fuera de diez años, y apostó cuatro mil libras en favor de Phileas Fogg. Y cuando al propio tiempo le demostraban lo necio y lo inútil del proyecto, se limitaba a responder: «Si la cosa es factible, bueno será que sea inglés quien primero lo haga».

Entretanto, los partidarios de Phileas Fogg se iban reduciendo en número; todo el mundo, y no sin razón, se volvía contra él; ya no lo tomaban sino a uno por ciento cincuenta, y aun por doscientos, cuando siete días después de su marcha un incidente completamente inesperado hizo que ya no se quisiera a ningún precio.

En efecto, durante aquel día, a las nueve de la noche, el director de la policía metropolitana había recibido un despacho telegráfico así concebido:

Suez a Londres.

Rowan, director policía

Administración central, Scotland Yard.

Sigo al ladrón del banco, Phileas Fogg. Enviad sin tardanza mandato de prisión a Bombay, (India Inglesa).

FIX, detective.

El efecto de este despacho fue inmediato. El honorable caballero desapareció para dejar sitio al ladrón de billetes de banco. Su fotografía, depositada en el Reform Club con las de sus colegas, fue examinada. Reproducía rasgo por rasgo al hombre cuyas señas habían sido determinadas en el expediente de investigación. Todos recordaron lo que tenía de misteriosa la existencia de Phileas Fogg, su aislamiento, su partida repentina, y pareció evidente que este personaje, pretextando un viaje alrededor del mundo y apoyándose en una apuesta insensata, no tenía otro objeto que hacer perder la pista a los agentes de la policía inglesa.

Capítulo 6

En el que el detective Fix muestra una muy natural impaciencia

He aquí las circunstancias que ocasionaron el envío del despacho concerniente al señor Phileas Fogg.

El miércoles 9 de octubre se aguardaba, para las once de la mañana, en Suez, el paquebote Mongolia de la Compañía Peninsular y Oriental, vapor de hierro, de hélice y entrepuente, que desplazaba dos mil ochocientas toneladas y poseía una fuerza nominal de quinientos caballos.

El Mongolia hacía sus viajes con regularidad desde Brindisi a Bombay por el canal de Suez. Era uno de los de mayor velocidad de la Compañía, habiendo sobrepujado siempre la marcha reglamentaria de diez millas por hora entre Brindisi y Suez, y de nueve millas cincuenta y tres centésimas entre Suez y Bombay.

Aguardando la llegada del Mongolia, dos hombres se paseaban en el muelle en medio de la multitud de indígenas y de extranjeros que afluyen a aquella ciudad, antes villorrio, y cuyo porvenir ha quedado asegurado por la grandiosa obra del señor Lesseps.

Uno de aquellos hombres era el agente consular del Reino Unido, establecido en Suez, quien, a despecho de los desgraciados pronósticos del gobierno británico y de las siniestras predicciones del ingenioso Stephenson, veía llegar todos los días navíos ingleses que atraviesan el canal, abreviando así en la mitad, el antiguo camino de Inglaterra a las Indias por el Cabo de Buena Esperanza.

El otro era un hombrecillo flaco, de aspecto bastante inteligente, nervioso, que contraía con notable persistencia los músculos de sus párpados. A través de éstos brillaba una mirada viva, pero cuyo ardor sabía amortiguar a voluntad. En aquel momento descubría cierta impaciencia, yendo, viniendo y no pudiendo estarse quieto.

Aquel hombre se llamaba Fix, y era uno de aquellos detectives ingleses que habían sido enviados a diferentes puertos después del robo perpetrado en el Banco de Inglaterra. Debía este Fix vigilar con el mayor cuidado a todos los viajeros que tomasen el camino de Suez, y, si uno de ellos parecía sospechoso, seguirlo, aguardando un mandato de prisión.

Precisamente hacía dos días que Fix había recibido del director de la policía metropolitana las señas del presunto autor del robo, o sea, de aquel personaje bien portado que había sido observado en la sala de pagos del Banco.

El detective, engolosinado sin duda por la fuerte prima prometida en caso de éxito, aguardaba con una impaciencia fácil de comprender la llegada del Mongolia.

—¿Y decís, señor cónsul —preguntó por décima vez—, que ese buque no puede tardar?

—No, señor Fix —respondió el cónsul—. Ha sido visto ayer a la altura de Port Said, y los ciento sesenta, kilómetros del canal, no son nada para un andador como ése. Os repito que el Mongolia ha ganado siempre la prima de veinticinco libras que el gobierno concede por cada adelanto de veinticuatro horas sobre el tiempo reglamentario.

—¿Viene directamente de Brindisi? —preguntó Fix.

—Del mismo Brindisi, donde toma el correo de Indias, y de donde ha salido el sábado a las cinco de la tarde. Tened paciencia, pues, porque no puede tardar en llegar. Pero no sé cómo, por las señas que habéis recibido, podréis reconocer a vuestro hombre si está a bordo del Mongolia.

—Señor cónsul —respondió Fix—, esas gentes las sentimos más bien que las reconocemos. Hay que tener olfato, y ese olfato es un sentido especial nuestro, al cual concurren el oído, la vista y el olor. He agarrado durante mi vida a más de uno de esos caballeros, y con tal que mi ladrón esté a bordo, os respondo que no se me irá de las manos.

—Lo deseo, señor Fix, porque se trata de un robo importante.

—Un robo soberbio —respondió el agente entusiasmado—. ¡Cincuenta y cinco mil libras! ¡No siempre tenemos semejantes ocasiones!

¡Los ladrones se van haciendo muy mezquinos! ¡La raza de los Sheppard se va extinguiendo! ¡Ahora se hacen ahorcar tan sólo por algunos chelines!

—Señor Fix —respondió el cónsul—, habláis de tal manera que os deseo ardientemente buen éxito; pero, os repito, lo creo difícil en las condiciones en que os encontráis. ¿Sabéis que con las señas que habéis recibido, ese ladrón se parece absolutamente a un hombre de bien?

—Señor cónsul —respondió dogmáticamente el inspector de policía—, los grandes ladrones se parecen siempre a los hombres de bien. Ya comprenderéis que los que tienen traza de bribones no tienen más que un recurso, que es el de ser probos, sin lo cual serían presos con facilidad. Las fisonomías honradas son las que con más frecuencia hay que desenmascarar. Convengo en que este trabajo es dificultoso, siendo más bien hijo del arte que del oficio.

Entretanto, el muelle se iba animando poco a poco. Marineros de diversas nacionalidades, comerciantes, corredores, mozos de cordel y fellahs afluían allí para esperar la llegada del vapor, que no debía estar muy lejos.

El tiempo era bastante hermoso, pero el aire frío, a consecuencia del viento que soplaba del Este. Algunos minaretes se destacaban sobre la población bajo los pálidos rayos del sol. Hacia el Sur se prolongaba una escollera de dos mil metros, cual un brazo, sobre la rada de Suez. Por la superficie del Mar Rojo circulaban varias lanchas pescadoras o de cabotaje, algunas de las cuales han conservado el elegante gálibo de la galera antigua.

Mientras andaba por entre toda aquella gente, Fix, por hábito de su profesión, estudiaba con rápida mirada el semblante de los transeúntes.

Eran entonces las diez y media.

—¡Pero no acabará de llegar ese vapor! —exclamó al oír dar la hora en el reloj del puerto.

—Ya no puede estar lejos —respondió el cónsul.

—¿Cuánto tiempo ha de estacionarse en Suez? —preguntó Fix.

—Cuatro horas, el tiempo de embarcar su carbón. De Suez a Adén, a la salida del Mar Rojo, hay mil trescientas diez millas, y necesita proveerse de combustible.

—¿Y de Suez se marcha directamente a Bombay?

—Directamente y sin descarga.

—Pues bien —dijo Fix—, si el ladrón ha tomado pasaje en ese buque, tendrá el plan de desembarcar en Suez, a fin de llegar por otra vía a las posesiones holandesas o francesas de Asia. Bien debe saber que no estaría seguro en la India, que es tierra inglesa.

—A no ser que sea muy entendido —respondió el cónsul—, porque ya sabéis que un criminal inglés siempre está mejor escondido en Londres que en el extranjero.

Después de esta reflexión, que dio mucho que pensar al agente, el cónsul regresó a su despacho, situado allí cerca. El inspector de policía se quedó solo, entregado a una impaciencia nerviosa y con el extraño presentimiento de que el ladrón debía estar a bordo del Mongolia; y en verdad, si el tunante había salido de Inglaterra con intención de irse al Nuevo Mundo, debía haber obtenido la preferencia del camino de la India, menos vigilado o más difícil de vigilar que el Atlántico.

Fix no estuvo mucho tiempo entregado a sus reflexiones, porque la llegada del vapor fue anunciada por algunos silbidos. Todo el tropel de ganapanes y de fellahs se precipitó sobre el muelle en tumulto algo inquietante para los miembros y trajes de los pasajeros. Se destacaron de la orilla unos diez faluchos para ir al encuentro del Mongolia.

Pronto se percibió el gigantesco casco de este buque, que pasaba entre las márgenes del canal, y daban las once cuando vino a atracar en la rada, mientras que el vapor se desprendía con estrepitoso ruido por los tubos de escape de la máquina.

Eran los pasajeros bastante numerosos a bordo. Algunos se quedaron en el entrepuente contemplando el pintoresco panorama de la ciudad, pero la mayor parte desembarcaron en las lanchas que se habían arrimado al Mongolia.

Fix examinaba escrupulosamente a todos los que desembarcaban.

En aquel momento se le acercó uno de ellos —después de haber repelido vigorosamente a los fellahs que lo asediaban con sus ofertas de servicio— y le preguntó con mucha cortesía si podía indicarle el despacho del agente consular inglés. Y al mismo tiempo, este pasajero presentaba un pasaporte, sobre el cual deseaba que constase el visado británico.

Fix tomó instintivamente el pasaporte, y con rápida mirada lo leyó, escapándose por poco cierto movimiento involuntario. El papel tembló en sus manos. Las señas que constaban en el pasaporte eran idénticas a las que había recibido del director de la policía británica.

—Este pasaporte no es vuestro —dijo Fix al pasajero.

—No —respondió éste—, es el pasaporte de mi amo.

—¿Y vuestro amo?

—Se ha quedado a bordo.

—Pero —repuso el agente— es necesario que se presente en persona en el despacho del consulado a fin de identificarlo.

—¿Y eso es necesario?

—Indispensable.

—¿Y dónde está la oficina?

—Allí en la esquina de la plaza —respondió el inspector, indicando una casa que distaba unos doscientos pasos.

—Entonces, voy a buscar a mi amo, que no tendrá mucho gusto en molestarse.

Después de esto, el pasajero saludó a Fix y se volvió a bordo del vapor.

Después de haber repelido vigorosamente…

Capítulo 7

Que, una vez más, demuestra la inutilidad de los pasaportes como ayuda para los detectives

El inspector volvió al muelle y se dirigió con celeridad al despacho del cónsul; en seguida, por petición suya, urgente, fue introducido a la presencia de dicho funcionario.

—Señor cónsul —le dijo sin más preámbulo—, tengo poderosas presunciones para creer que nuestro hombre ha tomado pasaje a bordo del Mongolia.

Y Fix refirió lo que había pasado entre el criado y él con motivo del pasaporte.

—Bien, señor Fix —respondió el cónsul—, no sentiría ver el rostro de ese bribón. Pero tal vez no se presentará si es lo que suponéis. Un ladrón no procura dejar detrás de sí rastros de su paso, sobre todo no siendo obligatoria la formalidad del pasaporte.

—Señor cónsul —respondió el agente—, si como debemos suponerlo es hombre entendido, vendrá.

—¿A hacer visar su pasaporte?

—Sí. Los pasaportes nunca sirven más que para molestar a los hombres de bien y facilitar la fuga de los tunantes. Os aseguro que ése estará en regla, pero espero que no lo visaréis.

—¿Y por qué no? Si el pasaporte es regular —respondió el cónsul— no tengo derecho a negarme a visarlo.

—Sin embargo, señor cónsul, será necesario que yo detenga aquí a ese hombre hasta haber recibido de Londres un mandato de prisión.

—¡Ah! Eso es cuenta vuestra, señor Fix —respondió el cónsul—, pero yo no puedo…

El cónsul no terminó su frase. En aquel momento llamaban a la puerta de su gabinete, y el ordenanza de la oficina introducía a dos extranjeros, uno de los cuales era precisamente el criado que había conversado con el agente de policía.

Eran efectivamente amo y criado. El primero sacó el pasaporte, rogando lacónicamente al cónsul que se sirviera visarlo. Tomó éste el documento y lo leyó atentamente, mientras Fix, en un rincón del gabinete, observaba o más bien devoraba al extranjero con sus ojos.

Cuando el cónsul terminó su lectura, dijo:

—¿Sois Phileas Fogg, esquíre?

—Sí, señor —respondió el caballero.

—¿Y ese hombre es vuestro criado?

—Sí. Un francés llamado Picaporte.

—¿Venís de Londres?

—Sí.

—¿Y vais adónde?

—A Bombay.

—Bien. Ya sabéis que la formalidad del visado no es necesaria, y que ya no exigimos la presentación del pasaporte.

—Ya lo sé, señor —respondió Phileas Fogg—, pero deseo conste mi paso por Suez.

—Como gustéis.

Y el cónsul, después de haber firmado y fechado el pasaporte, lo selló. El señor Fogg pagó los derechos; y, después de haber saludado con frialdad, salió seguido de su criado.

—¿Y bien? —preguntó el inspector.

—Y bien —respondió el cónsul—, tiene trazas de un perfecto hombre de bien.

—Posible —respondió Fix—, pero no se trata de esto. ¿No os parece, señor cónsul, que ese flemático caballero se parece rasgo por rasgo al ladrón cuyas señas tengo?

—Convengo en ello: pero ya sabéis, todas las señas…

—Ya estoy harto de saberlo —respondió Fix—. El criado me parece menos impenetrable que el amo. Además, es francés y no podrá contenerse de hablar. Hasta luego, señor cónsul.

Dicho esto, el agente salió y se fue en busca de Picaporte.

Entretanto, el señor Fogg, después de salir de la casa consular, se había dirigido al muelle. Allí dio algunas órdenes al criado, y después se embarcó en una lancha y volvió a bordo del Mongolia, metiéndose en su camarote. Tomó allí su libro de anotaciones, que llevaba los siguientes apuntes:

Salida de Londres, el miércoles 2 de octubre a las ocho y cuarenta y cinco minutos de la tarde.

Llegada a París, el jueves 3 de octubre a las siete y veinte de la mañana.

Llegada por Monte Cenis a Turín, el viernes 4 de octubre a las seis y treinta y cinco minutos de la mañana.

Salida de Turín el viernes a la siete y veinte minutos de la mañana.

Llegada a Brindisi el sábado 5 de octubre a las cuatro de la tarde.

Embarcado en el Mongolia, el sábado a las cinco de la tarde.

Llegada a Suez, el miércoles 9 de octubre a las once de la mañana.

Total de horas transcurridas, ciento cincuenta y ocho y media, o sea seis días y medio.

El señor Fogg escribió estas fechas en un itinerario dispuesto por columnas, que indicaba, desde el 2 de octubre hasta el 21 de diciembre, el día de la semana, el del mes, las llegadas reglamentarias y las efectivas en cada punto principal, París, Brindisi, Suez, Bombay, Calcuta, Singapore, Hong Kong, Yokohama, San Francisco, Nueva York, Liverpool, Londres, y que permitía calcular el adelanto obtenido o el retraso experimentado en cada punto del trayecto.

Este método itinerario lo tenía de esta suerte en cuenta todo, y el señor Fogg sabía siempre si adelantaba o atrasaba.

Por consiguiente, inscribió también aquel día, miércoles 9 de octubre, su llegada a Suez, que cuadrando con la llegada reglamentaria no le daba ventaja ni desventaja.

Después se hizo servir de almorzar en su camarote. En cuanto a ver la población, ni siquiera pensaba en ello, porque pertenecía a aquella raza de ingleses que hacen visitar por sus criados los países por donde viajan.

Capítulo 8

En el que Picaporte habla más, quizá, de lo prudente

Fix había tropezado en pocos instantes con Picaporte, que todo lo examinaba y miraba, no creyéndose obligado a no hacerlo.

—Pues bien, amigo mío —le dijo Fix saliéndole al encuentro—; ¿habéis visado el pasaporte?

—¡Ah! Sois vos —respondió el francés—. Muchas gracias. Estamos perfectamente en regla.

—¿Y os estáis enterando del país?

—Sí; pero andamos tan aprisa que me parece viajar en sueños. ¿Es cierto que estamos en Suez?

—En Suez.

—¿En Egipto?

—En Egipto, perfectamente.

—¿Y en África?

—En África.

—¡En África! —Repitió Picaporte—. No puedo creerlo. ¡Figuraos, caballero, que yo me imaginaba no ir más lejos de París, y me he tenido que contentar con ver esa famosa capital, desde las siete y veinte de la mañana hasta las ocho y cuarenta, entre la Estación del Norte y la de Lyón, a través de los cristales de un coche y lloviendo a chaparrones! ¡Lo siento! ¡Me hubiera gustado volver a ver el cementerio del Pére Lachaise y el circo de los Campos Elíseos!

—¿Conque tanta prisa tenéis? —preguntó el inspector de policía.

—Yo no, pero sí mi amo. A propósito, ¡tengo que comprar calcetines y camisas! Nos hemos marchado sin equipaje; tan sólo con un saco de noche.

—Voy a llevaros a un bazar donde encontraréis todo lo que necesitéis.

—Sois bien complaciente —respondió Picaporte.

Y ambos echaron a andar. Picaporte no cesaba de charlar.

—Sobre todo, es menester no faltar para la hora de salida del buque.

—Aún tenéis tiempo —respondió Fix—; no son más que las doce.

Picaporte sacó un gran reloj.

—¿Las doce? ¡Vaya! ¡Si no son más que las nueve y cincuenta y dos minutos!

—Vuestro reloj atrasa —respondió Fix.

—¡Mi reloj! ¡Un reloj de familia que procede de mi bisabuelo! No discrepa ni cinco minutos al año. ¡Es un verdadero cronómetro!

—Y yo veo lo que es —respondió Fix—. Habéis conservado la hora de Londres, que va atrasada unas dos horas con la de Suez. Es preciso cuidar de poner vuestro reloj con el mediodía de cada país.

—¡Yo tocar mi reloj! —exclamó Picaporte—. ¡Jamás!

—Entonces, no marchará con el sol.

—¡Peor para el sol, caballero! No será él quien tenga razón.

Y el buen muchacho se metió el reloj en el bolsillo con soberbio ademán.

Algunos instantes después, Fix le decía:

—¿Conque habéis salido de Londres con precipitación?

—¡Ya lo creo! El miércoles último a las ocho de la noche, el señor Fogg, contra su costumbre, volvió de su círculo, y tres cuartos de hora después nos habíamos marchado.

—Pero, ¿adónde va vuestro amo?

—Siempre adelante. ¡Está dando la vuelta al mundo!

—¿La vuelta al mundo? —exclamó Fix.

—Sí, señor. ¡En ochenta días! Dice que es una apuesta; pero, sea dicho entre nosotros, no lo creo. Eso no tendría sentido común. Debe haber algún otro motivo.

—¡Ah! Es muy original ese señor Fogg.

—Ya lo creo.

—¿Luego es rico?

—¡Ciertamente, y lleva consigo una bonita suma de billetes de banco, nuevecitos! ¡Y no ahorra por cierto el dinero! ¡Como que ha prometido una prima magnífica al maquinista del Mongolia si llegamos a Bombay con buen adelanto!

—¿Y hace mucho tiempo que conocéis a vuestro amo?

—¿Yo? —Respondió Picaporte—. He entrado a servirle precisamente el día de nuestra marcha.

Imagínese el efecto que estas respuestas debían producir en el ánimo ya sobreexcitado del inspector de policía.

Aquella salida precipitada de Londres poco después del robo; aquella fuerte suma con que se hacía el viaje; aquella prisa de llegar a países remotos: aquel pretexto de una apuesta excéntrica, todo confirmaba y debía confirmar a Fix en sus ideas. Hizo hablar todavía más al francés, y adquirió la convicción de que ese mozo no conocía a su amo; que éste vivía aislado en Londres; que se le suponía rico sin saber el origen de su fortuna: que era un hombre impenetrable, etc. Pero al propio tiempo Fix pudo cerciorarse de que Fogg no desembarcaba en Suez y se iba directamente a Bombay.

—¿Está lejos Bombay? Preguntó Picaporte.

—Bastante lejos —respondió el agente—. Todavía necesitáis unos doce días por mar.

—¿Y dónde está Bombay?

—En la India.

—¿En Asia?

—Naturalmente.

—¡Diantre! Es que voy a deciros… Hay una cosa que me trastorna… Mi mechero.

—¿Qué mechero?

—Mi mechero de gas que se me ha olvidado apagar y que está ardiendo por mi cuenta. He calculado que sale a dos chelines cada veinticuatro horas, justo seis peniques más de lo que gano, y ya comprenderéis que a poco que el viaje se prolongue…

¿Comprendió Fix el negocio del gas? Es poco probable. Ya no escuchaba nada y estaba tomando una resolución. El francés y él habían llegado al bazar. Fix dijo a su compañero que hiciera sus compras, le recomendó que no faltase a la salida del Mongolia, y volvió con premura al despacho del agente consular.

Fix, ahora firme en su convicción, había recobrado toda su serenidad.

—Señor —dijo al cónsul—; ya no abrigo duda ninguna. Tengo a mi hombre. Se hace pasar por un excéntrico que quiere dar la vuelta al mundo en ochenta días.

—Entonces, ¿es un ladino que cuenta con volver a Londres después de haber hecho perder su pista a todas las poblaciones de ambos continentes?

—Eso lo veremos —respondió Fix.

—Pero, ¿no os equivocáis? —preguntó de nuevo el cónsul.

—No me equivoco.

—Entonces, ¿por qué ha tenido ese ladrón el empeño de hacer visar su pasaporte en Suez?

—¿Por qué?… No lo sé, señor cónsul —dijo el agente—, pero oídme…

Y en pocas palabras refirió lo más importante de su conversación con el criado del susodicho Fogg.

—En efecto —dijo el cónsul—; todas las presunciones están contra él. ¿Y qué vais a hacer?

—Expedir un despacho a Londres con petición urgente de un mandamiento de prisión, embarcarme en el Mongolia, seguir al ladrón hasta la Indias, y en aquella tierra inglesa salirle al encuentro cortésmente con mi orden en la mano.

Después de pronunciar estas palabras con frialdad, el agente se despidió del cónsul y se dirigió al telégrafo, donde envió al director de la policía metropolitana el despacho ya mencionado.

Un cuarto de hora más tarde, Fix, con su ligero equipaje en la mano y bien provisto de dinero, se embarcaba en el Mongolia, y muy luego el rápido buque surcaba a todo vapor las aguas del Mar Rojo.

Capítulo 9

En el que el mar Rojo y el océano Índico se muestran propicios a los deseos de Phileas Fogg

La distancia entre Suez y Adén es exactamente de mil trescientas millas, y el pliego de condiciones de la Compañía concede a sus vapores un transcurso de ciento treinta y ocho horas para andarlo. El Mongolia cuyos fuegos se activaban considerablemente, marchaba de modo que pudiese adelantar la llegada reglamentaria.

La mayor parte de los viajeros embarcados en Brindisi iban a la India. Unos se encaminaban a Bombay y otros a Calcuta, pero por la vía de Bombay, porque desde que un ferrocarril atraviesa en toda su anchura la península hindú, ya no es necesario doblar la punta de Ceylán.

Entre los pasajeros del Mongolia había algunos funcionarios civiles y oficiales de toda graduación. De éstos pertenecían unos al ejército británico propiamente dicho, otros mandaban tropas indígenas de cipayos, todos con muy buenos sueldos, aun ahora después que el gobierno se ha sustituido a los derechos y cargas de la antigua Compañía de las Indias. Los subtenientes tenían trescientas libras de sueldo, los brigadieres dos mil quinientas y los generales cuatro mil.

Se vivía por lo tanto, bien, a bordo del Mongolia entre aquella sociedad de funcionarios, con los cuales alternaban algunos jóvenes ingleses que con un millón en el bolsillo iban a fundar a lo lejos establecimientos de comercio. El sobrecargo, hombre de confianza de la Compañía, igual al capitán a bordo, lo hacía todo con suntuosidad, en el lunch de las dos, en la comida de las cinco y media, en la cena de las ocho, las mesas crujían bajo el peso de la carne fresca y de los entremeses que suministraba la carnicería y la repostería del vapor. Las pasajeras, de las cuales había algunas, mudaban de traje dos veces al día. Había músico y hasta baile cuando el mar lo permitía.

Pero el mar Rojo es muy caprichoso y con frecuencia proceloso, como todos los golfos largos y estrechos. Cuando el viento soplaba de la costa de Asia o la de África, el Mongolia, de casco fusiforme tomado de través, sufría espantosos vaivenes. Las damas desaparecían entonces; los pianos callaban; los cantos y las danzas cesaban a un tiempo. Y entretanto, a pesar de la ráfaga y a pesar de las olas, el vapor, impelido por su poderosa máquina, corría sin tardanza hacia el estrecho de Bab el Mandeb.

¿Qué hacía Phileas Fogg durante aquel tiempo? ¿Pudiera creerse que siempre inquieto y ansioso se preocupaba de los cambios de viento perjudiciales a la marcha del buque, de los movimientos desordenados del oleaje que podían ocasionar un accidente a la maquina, en fin, de todas las averías posibles que obligando al Mongolia a arribar a algún puerto hubiesen comprometido el viaje?

De ningún modo; o si pensaba en estas eventualidades, no lo dejaba cuando menos traslucir. Era siempre el hombre impasible, el miembro imperturbable del Reform Club, a quien ningún incidente o accidente podía sorprender. No parecía mucho más conmovido que el cronómetro de a bordo. Raras veces se le veía sobre el puente. Poco cuidado le daba observar aquel Mar Rojo, tan fecundo en recuerdos y teatro de las primeras escenas históricas de la humanidad. No acudía a reconocer las curiosas poblaciones diseminadas por sus orillas y cuyos pintorescos perfiles se destacaban de vez en cuando en el horizonte. Ni siquiera pensaba en los peligros de aquel golfo, de que siempre han hablado con espanto los antiguos historiadores Estrabón, Arriano, Artemidoro, Edris, en el cual no se aventuraban los navegantes antiguamente sin haber consagrado su viaje con sacrificios propiciatorios.

¿Qué hacía entonces aquel hombre original encarcelado en el Mongolia? Hacía primeramente sus cuatro comidas diarias, sin que nunca el cabeceo ni los vaivenes pudieran desconcertar máquina tan maravillosamente organizada. Y después jugaba al whist.

Había encontrado compañeros para el juego tan rabiosamente aficionados como él; un recaudador de impuestos que iba a Goa, un ministro, el reverendo Décimo Smith, que regresaba a Bombay, y un brigadier general del ejército inglés, que se iba a reunir con su cuerpo a Benarés. Estos tres personajes tenían por el whist igual pasión que el señor Fogg, y jugaban horas enteras con no menos silencio que él.

En cuanto a Picaporte, no le atacaba el mareo. Ocupaba un camarote de proa y comía concienzudamente. Debemos decir que este viaje, hecho en tales condiciones, no le disgustaba, y procuraba sacar partido de él. Bien mantenido, bien alojado, veía tierras, y por otra parte tenía la esperanza de que esta broma acabaría en Bombay.

Al día siguiente de la salida de Suez, 29 de octubre, no dejó de darle gusto el encuentro que hizo en el puente del obsequioso personaje a quien se había dirigido al desembarcar en Egipto.

—No me engaño —le dijo al acercarse con amable sonrisa—; vos sois el caballero que fue tan pacientemente en servirme de guía por las calles de Suez.

—En efecto —respondió el agente—. ¡Os reconozco! Sois el criado de ese inglés tan original…

—Precisamente, señor…

—Fix.

—Señor Fix —respondió Picaporte—. Me alegro de veros a bordo. ¿Y adónde vais?

—Lo mismo que vos, a Bombay.

—Mucho mejor. ¿Habéis hecho ya este viaje?

—Muchas veces —respondió Fix—. Soy agente de la Compañía Peninsular.

—Entonces, ¿conocéis la India?

—Pero… si… —respondió Fix, que no quería aventurarse mucho.

—¿Y es curioso este país?

—Muy curioso. Mezquitas, minaretes, templos, faquires, pagodas, tigres, serpientes, bayaderas. Pero debemos esperar que tendréis tiempo de visitarlo.

—Así lo espero, señor Fix. ¡Ya comprenderéis que no es permitido a un hombre de entendimiento sano pasar la vida saltando de un vapor a un ferrocarril, y de un ferrocarril a un vapor, con el pretexto de dar la vuelta al mundo en ochenta días! No, toda esta gimnasia terminará en Bombay, no lo dudéis.

—¿Y se encuentra bien el señor Fogg? —preguntó Fix con el acento más natural del mundo.

—Muy bien, señor Fix. Y yo también, por cierto. Como lo mismo que un ogro en ayunas. Es el aire del mar.

—Pero nunca veo a vuestro amo sobre el puente.

—Nunca. No es curioso.

—¿Sabéis, señor Picaporte, que este pretendido viaje en ochenta días pudiera muy bien ocultar alguna misión secreta… una misión diplomática por ejemplo?

—A fe mía, señor Fix, que yo nada sé, os lo declaro, ni daría media corona por saberlo.

Desde este encuentro, Picaporte y Fix hablaron juntos con frecuencia. El inspector de policía tenía empeño en trabar intimidad con el criado del señor Fogg. Esto podría serle útil en caso necesario. Le ofrecía a menudo en el bar del Mongolia algunos vasos de whisky o de paleale, que el buen muchacho aceptaba sin ceremonia, y hacía repetir para no ser menos, pareciéndole el señor Fix un caballero muy honrado.

Entretanto el vapor marchaba con rapidez. El día 13 se divisó la ciudad de Moka, que apareció dentro de su cintura de murallas ruinosas, sobre las cuales se destacaban algunas verdes palmeras. A lo lejos, en las montañas, se desarrollaban vastas campiñas de cafetales. Fue para Picaporte un encanto la vista de esa ciudad célebre, y aun le pareció que con sus murallas circulares y un fuerte desmantelado, que tenía la configuración de una asa, se asemejaba a una enorme taza de café.

Durante la siguiente noche, el Mongolia cruzó el estrecho de Bab el Mandeb, cuyo nombre árabe significa la «Puerta de las lágrimas»; y al otro día, 14, hacía escala en Steamer Point al Nordeste de la rada de Adén. Allí era donde debía reponerse de combustible.

Grave e importante asunto es esa alimentación de la hornilla de los vapores a semejantes distancias de los centros de producción. Sólo para la Compañía Peninsular es un gasto anual de ochocientas mil libras. Ha sido necesario establecer depósitos en varios puertos, saliendo el costo del carbón en tan remotos lugares a tres libras y pico la tonelada.

El Mongolia tenía que recorrer todavía mil seiscientas cincuenta millas para llegar a Bombay, y debía estar tres horas en Steamer Point a fin de llenar sus bodegas.

Pero esta tardanza no podía perjudicar de ningún modo el programa de Phileas Fogg. Estaba prevista. Además, el Mongolia, en lugar de llegar a Adén el 15 de octubre por la mañana, entraba el 14 por la tarde. Era un adelanto de quince horas.

El señor Fogg y su criado bajaron a tierra, porque aquél deseaba visar el pasaporte. Fix los siguió procurando no ser observado. Cumplidas las formalidades Phileas Fogg volvió a bordo a proseguir su interrumpida partida de whist.

Pero Picaporte se detuvo, según su costumbre, callejeando en medio de aquella población de somalíes, banianos, parsis, judíos, árabes, europeos, que componen los veinticinco mil habitantes de Adén. Admiró las fortificaciones que hacen de esa ciudad el Gibraltar del mar de las Indias, y unos magníficos aljibes en que trabajaron ya los ingenieros del rey Salomón.

—¡Qué curioso es eso, qué curioso! —decía Picaporte volviendo a bordo—. Me convenzo de que no es inútil viajar si se quieren ver cosas nuevas.

A las seis de la tarde, el Mongolia batía con las alas de su hélice las aguas de la rada de Adén y surcaba poco después el mar de las Indias. Se concedían ciento sesenta y ocho horas para hacer la travesía entre Adén y Bombay. Por lo demás, el mar fue favorable. El viento era Noroeste y las velas pudieron ayudar al vapor.

El buque, mejor sostenido, cabeceó menos, y las pasajeras volvieron a aparecer sobre el puente recién compuestas, comenzando de nuevo los cantos y los bailes.

El viaje se hizo con las mejores condiciones y Picaporte estaba muy gozoso de la amable compañía que la suerte le había deparado en la persona del señor Fix.

El domingo 20 de octubre, a mediodía, se avistó la costa hindú. Dos horas más tarde, el piloto montaba a bordo del Mongolia. En el horizonte, un fondo de colinas se perfilaba armoniosamente sobre la bóveda celeste, y muy luego se destacaron vivamente las filas de palmeras que adornan la ciudad. El vapor penetró en la rada formada por las islas Salcette, Elefanta y Butcher, y a las cuatro y media atracaba a los muelles de Bombay.

Phileas Fogg terminaba entonces la trigésima tercera partida del día, y su compañero y él, gracias a un manejo audaz, concluyeron aquella bella travesía haciendo las trece bazas.

El Mongolia no debía llegar a Bombay hasta el 22 de octubre y arribaba el 20. Era, por consiguiente, una ventaja de dos días desde la salida de Londres. La cual fue inscrita metódicamente en la columna de beneficios del itinerario de Phileas Fogg.

Capítulo 10

En el que Picaporte está contento de haber escapado con la única pérdida de sus zapatos

Nadie ignora que la India —ese gran triángulo inverso cuya base está en el Norte y la punta al Sur— comprende una superficie de un millón cuatrocientas mil millas cuadradas, sobre la cual se halla desigualmente esparcida una población de ciento ochenta millones de habitantes. El gobierno británico ejerce un dominio real sobre cierta parte de este inmenso país. Tiene un gobernador general en Calcuta, gobernadores en Madrás, en Bombay, en Bengala, y un teniente gobernador en Agra.

Pero la India inglesa, propiamente dicha, sólo cuenta una superficie de cuatrocientas mil millas cuadradas y una población de ciento a ciento diez millones de habitantes. Mucho decir es que una notable parte del territorio se haya librado hasta hoy de la autoridad de la Reina; y en efecto, entre algunos rajás del interior, fieros y terribles, la independencia india es todavía absoluta.

Desde 1756 —época en que se fundó el primer establecimiento inglés en el sitio ocupado hoy por la ciudad de Madrás—, hasta el año en que estalló la gran insurrección de los cipayos, la célebre Compañía de las Indias fue omnipotente. Iba agregando a sus dominios poco a poco las diversas provincias adictas a los rajaes por medio de rentas que no pagaba o pagaba mal; nombraba un gobernador general y todos los empleados civiles y militares; pero ahora ya no existe, y las posesiones inglesas de la India dependen directamente de la Corona.

Por eso el aspecto, las costumbres, las divisiones etnográficas de la península, tienden a modificarse diariamente. Antes se viajaba por todos los antiguos medios de transporte, a pie, a caballo, en carro, en carretilla, en litera, a cuestas de otro, en coach, etc. Ahora unos barcos de vapor recorren a gran velocidad el Indus y el Ganges, y un ferrocarril, que atraviesa la India en toda su anchura ramificándose en su trayecto, pone a Bombay a tres días tan sólo de Calcuta.

El trazado de este ferrocarril no sigue la línea recta a través de la India. La distancia a vuelo de pájaro, no es más que de mil a mil cien millas, y los trenes, aun con la velocidad media, no emplearían tres días en el trayecto; pero esta distancia está aumentada en una tercera parte al menos, por la curva que describe el camino, elevándose hasta Allahabad, al Norte de la península.

He aquí, en suma, el trazado del Great Indian Peninsular Railway. Partiendo de Bombay atraviesa Salcette, salta al continente enfrente de Tannab, cruza la sierra de los Ghats Occidentales, corre al Noroeste hasta Burhampur, surca el territorio casi independiente de Bundelkund, se eleva hasta Allahabad, se inclina al Este, encuentra al Ganges en Benarés, se desvía ligeramente, y volviendo al Sureste por Burdwan y la ciudad francesa de Chandemagor, va a formar cabeza de línea en Calcuta.

Eran las cuatro y media de la tarde cuando los pasajeros del Mongolia habían desembarcado en Bombay y el tren de Calcuta salía a las ocho en punto.

El señor Fogg se despidió de sus compañeros, salió del vapor, dio a su criado la orden de hacer algunas compras, le recomendó expresamente que estuviera antes de las ocho en la estación, y con su paso regular, que batía como el péndulo de un reloj astronómico, se dirigió a la oficina de pasaportes.

Por consiguiente, nada pensaba ver de las maravillas de Bombay, ni la municipalidad, ni la magnífica biblioteca, ni los fuertes, ni los docks, ni el mercado de algodones, ni los bazares, ni las mezquitas, ni las sinagogas, ni las iglesias armenias, ni la espléndida pagoda de Malebar Hill, adornada con dos torres poligonales. No contemplaría ni las obras maestras de Elefanta, ni sus misteriosas hipogeas, ocultas al sureste de la rada, ni las grutas kankerias de la isla de Salcette; esos admirables vestigios de la arquitectura budista. ¡No, nada! Al salir de la oficina de pasaportes, Phileas Fogg se fue sosegadamente a la estación, y allí se hizo servir la comida. Entre otros manjares, el fondista creyó deber recomendarle cierto guisado de conejo del país, que le ponderó mucho.

Phileas Fogg aceptó el guisado y lo probó concienzudamente, pero, a pesar de la salsa, lo halló detestable.

Llamó al fondista.

—Señor —le dijo mirándole cara a cara—, ¿es esto conejo?

—Sí, milord —respondió descaradamente el bribón—, conejo de esta tierra.

—¿Y no ha maullado cuando lo han matado?

—¡Maullado! ¡Oh, mi lord! ¡Un conejo! Os juro…

—Señor fondista —replicó con frialdad el señor Fogg—, no juréis, y acordaos de esto: antiguamente, en la India, los gatos eran animales sagrados. Eran buenos tiempos.

—¿Para los gatos, milord?

—Y tal vez también para los viajeros.

Después de esta observación, el señor Fogg siguió comiendo con calma.

Algunos instantes después del señor Fogg, el agente Fix había desembarcado también del Mongolia y se había ido corriendo a ver al director de la policía de Bombay. Le dio a conocer la misión de que estaba encargado y su situación respecto del presunto autor del robo. ¿Se había recibido de Londres una orden de prisión?… No se había recibido nada. Y en efecto, la orden no podía haber llegado todavía.

Fix quedó desconcertado. Quiso conseguir del director la orden, pero le fue negada. Era asunto que competía a la administración metropolitana, siendo ella quien sólo podía dar legalmente un mandato de prisión. Esta severidad de principios, esta observancia rigurosa de la ley, se explica perfectamente por las costumbres inglesas, que en materia de libertad individual no admiten ninguna arbitrariedad.

Fix no insistió, y comprendió que debía resignarse a aguardar la orden; pero resolvió no perder de vista a su impenetrable bribón durante todo el tiempo que estuviera en Bombay. No tenía duda de que allí permanecería algún tiempo Phileas Fogg, convicción de que participaba Picaporte, lo cual daría lugar a la llegada del mandato.

Pero desde las últimas órdenes que le había dado su amo, Picaporte había comprendido que sucedería, en Bombay lo que en Suez y París, y que el viaje no terminaría allí y se proseguiría por lo menos hasta Calcuta y quizá más lejos. Y empezó a pensar si la apuesta sería cosa formal, y si la fatalidad no le llevaría a él, que quería vivir descansado, a dar la vuelta al mundo en ochenta días.

Entretanto, y después de haber comprado algunas camisas y calcetines, se paseaba por las calles de Bombay. Había gran concurrencia, y en medio de europeos de todas procedencias se veían persas con gorro puntiagudo, bunhyas con turbantes redondos, sindos con bonetes cuadrados, armenios con traje largo y parsis con mitra negra. Era precisamente una fiesta que celebraban los parsis o gnebros, descendientes directos de los sectarios de Zoroastro, que son los más industriosos, los más civilizados, los más inteligentes, los más austeros de los indios, raza a que pertenecen hoy los comerciantes más ricos de Bombay. Aquel día celebraban una especie de carnaval religioso, con procesiones y festejos, en los cuales figuraban bayaderas vestidas de gasas bordadas de oro y plata, y que al son de gaitas y tamtams danzaban maravillosamente, y por otra parte con perfecta cadencia.

Superfluo es insistir aquí en qué ceremonias, siendo todo ojos y oídos Picaporte contemplaba tan curiosas ceremonias para ver y escuchar, y dando a su fisonomía la facha del papanatas más perfecto que imaginarse pueda.

Desgraciadamente para él y su amo, cuyo viaje por poco comprometió, su curiosidad lo llevó más lejos de lo que convenía.

Después de haber visto ese carnaval parsi, Picaporte se dirigía a la estación, cuando al pasar por delante de la admirable pagoda de Malebar Hill tuvo la desventurada idea de visitarla por dentro.

Ignoraba dos cosas: primero, que la entrada de ciertas pagodas hindúes está formalmente prohibida a los cristianos, y segundo, que aun los mismos creyentes no pueden entrar sino dejando el calzado a la puerta. Hay que notar aquí que, por razones de sana política, el gobierno inglés, respetando y haciendo respetar hasta en sus más insignificantes pormenores la religión del país, castiga con severidad a quienquiera que infrinja sus prácticas.

Picaporte entró sin pensar en lo que hacía, como un simple viajero, y admiraba el deslumbrador oropel de la ornamentación brahmánica cuando de repente fue derribado sobre las sagradas losas del pavimento. Tres sacerdotes con mirada furiosa, se arrojaron sobre él, le arrancaron zapatos y calcetines y comenzaron a molerlo a golpes, prorrumpiendo en salvaje gritería.

El francés, vigoroso y ágil, se levantó con viveza. De un puñetazo y un puntapié derribó a dos adversarios muy entorpecidos por su traje talar y lanzándose fuera de la pagoda con toda la velocidad de sus piernas, dejó muy presto atrás al tercer indio, que había salido en su seguimiento amotinando a la multitud.

A las ocho menos cinco, algunos minutos antes de marchar el tren, sin sombrero, descalzo y habiendo perdido su paquete de compras, Picaporte llegaba al ferrocarril.

Allí en el andén estaba Fix, que había seguido a Fogg hasta la estación, comprendiendo que este tunante se iba de Bombay. Tomó la inmediata resolución de acompañarlo hasta Calcuta, y más lejos si preciso fuese. Picaporte no vio a Fix que estaba en la sombra, pero Fix oyó la relación de las aventuras que Picaporte estaba brevemente haciendo a su amo.

—Espero que no os volverá a suceder —respondió simplemente Phileas Fogg tomando asiento en uno de los vagones del tren.

El pobre mozo, desconcertado y descalzo, siguió a su amo sin hablar palabra.

Fix iba a subir en otro vagón, cuando lo detuvo una idea que modificó súbitamente su proyecto de partida.

—No; me quedo —dijo—. Un delito cometido en territorio indio… Ya tengo asegurado a mi hombre.

En aquel momento la locomotora dio un vigoroso silbido, y el tren desapareció en la oscuridad.

Capítulo 11

En el que Phileas Fogg adquiere un curioso medio de locomoción a un precio exorbitante

El tren había salido a la hora reglamentaria. Llevaba cierto número de viajeros, algunos oficiales, funcionarios civiles y comerciantes de opio y de añil a quienes llamaba su tráfico a la parte oriental de la península.

Picaporte ocupaba el mismo compartimiento que su amo. Un tercer viajero estaba en el rincón opuesto.

Era el brigadier general sir Francis Cromarty, uno de los compañeros de juego del señor Fogg durante la travesía de Suez a Bombay, que iba a reunirse con sus tropas acantonadas cerca de Benarés.

Sir Francis Cromarty, alto, rubio, de cincuenta años de edad, que se había distinguido mucho en la guerra de los cipayos, hubiera verdaderamente merecido la calificación de indígena. Desde su joven edad habitaba en India y no había ido sino muy raras veces a su país natal. Era hombre instruido, que de buena gana hubiera dado informes sobre los usos, historia y organización del país indio, si Phileas Fogg hubiese sido hombre capaz de pedirlos. Pero este caballero no pedía nada. No viajaba, sino que estaba describiendo una circunferencia.

Era un cuerpo grave recorriendo una órbita alrededor del globo terrestre, según las leyes de la mecánica racional. En aquel momento rectificaba para sus adentros el cálculo de las horas empleadas desde su salida de Londres, y se hubiera dado un restregón de manos, a no ser enemigo de movimientos inútiles.

No había dejado sir Francis Cromarty de reconocer la originalidad de su compañero de viaje, bien que no lo hubiera estudiado sino con los naipes en la mano. Tenía, pues, fundamento para indagar si el corazón humano que latía bajo aquella corteza, si Phileas Fogg, poseía un alma sensible a las bellezas de la naturaleza y a las aspiraciones morales. Era esto para él cuestión de ventilar. De todos los seres originales que el brigadier general había encontrado, ninguno era comparable con ese producto de las ciencias exactas.

Phileas Fogg no había ocultado a sir Francis Cromarty su proyecto de viaje alrededor del mundo ni las condiciones en que lo verificaba. El brigadier general no vio en esta apuesta más que una excentricidad sin objeto útil, ni razonable. En el modo de proceder del extravagante caballero lo pasaría evidentemente sin hacer nada ni por sí mismo ni por sus semejantes.

Una hora después de haber salido de Bombay, el tren, salvando los viaductos, había atravesado la isla Salcette y corría sobre el continente. En la estación de Callyan, dejó a la derecha el ramal que, por Kandallah y Punah, desciende al suroeste de la India, y luego a la estación de Pauwll. Aquí entró en las montañas muy ramificadas de los Ghats Occidentales, sierra con base de basalto, cuyas altas cumbres están cubiertas de espesos montes.

De vez en cuando, sir Francis Cromarty y Phileas Fogg cruzaban algunas palabras, y en este momento el brigadier general, procurando animar una conversación que con frecuencia languidecía, dijo:

—Hace algunos años, señor Fogg, que hubierais tenido aquí un atraso que probablemente hubiera comprometido vuestro itinerario.

—¿Por qué, sir Francis?

—Porque el ferrocarril terminaba al pie de estas montañas, que era necesario atravesar en palanquín o a caballo hasta la estación de Kandallah, situada a la vertiente opuesta.

—Esta tardanza no hubiera de modo alguno descompuesto el plan de mi programa —respondió el señor Fogg—. No he dejado de prever la eventualidad de ciertos obstáculos.

—Sin embargo, señor Fogg —repuso el brigadier general—, habéis estado a punto de cargar con muy mal negocio por la aventura de ese mozo.

Picaporte, con los pies envueltos en la manta de viaje, dormía profundamente, sin soñar que se hablaba de él.

—El gobierno inglés es muy severo con razón, por ese género de delitos —repuso sir Francis Cromarty—. Atiende más que todo a que se respeten los usos religiosos de los indios, y si hubiesen agarrado a vuestro criado…

—Y bien, agarrándole, sir Francis —respondió el señor Fogg— le habrían condenado y después de sufrir su pena hubiera vuelto tranquilamente a Europa. ¡No veo por qué ese asunto tendría que perjudicar a su amo!

Y con esto la conversación se enfrió de nuevo. Durante la noche, el tren atravesó los Ghats, pasó por Nassik, y al día siguiente 21 de octubre, corría por un territorio casi llano formado por la comarca del Khandeish. La campiña, bien cultivada, estaba llena de villorrios, sobre los cuales el minarete de la pagoda reemplazaba al campanario de la iglesia europea. Esta región fértil estaba regada por numerosos arroyuelos, afluentes la mayor parte o subafluentes del Godavery.

Picaporte, despierto ya, miraba y no podía creer que atravesaba el país de los indios en un tren del Great Peninsular Railway. Esto te parecía inverosímil, y, sin embargo, nada más positivo. La locomotora, dirigida por el brazo de un maquinista inglés y caldeada con hulla inglesa, despedía el humo sobre las plantaciones de algodón, café, moscada, clavillo y pimienta. El vapor se contorneaba en espirales alrededor de los grupos de palmeras, entre las cuales aparecían pintorescos bungalows y algunos viharis, especie de monasterios abandonados, y templos maravillosos enriquecidos por la inagotable ornamentación de la arquitectura hindú. Después, había inmensas extensiones de tierra que se dibujaban hasta perderse de vista; juncales donde no faltaban ni las serpientes ni los tigres espantados por los resoplidos del tren y, por último, selvas perdidas por el trazado del camino, frecuentadas todavía por elefantes que miraban con ojo pensativo pasar el disparado convoy.

Durante aquella mañana, más allá de la estación de Malligaum, los viajeros atravesaron este territorio funesto tantas veces ensangrentado por los sectarios de la diosa Kali. Cerca se elevaba Elora con sus pagodas admirables, no lejos la célebre Aurungabad, la capital del indómito Aurengyeb, ahora simple capital de una de las provincias agregadas del reino de Nizam. En esta región era donde Feringhea, el jefe de los thugs, el rey de los estranguladores, ejercía su dominio. Estos asesinos, unidos por un lazo impalpable, estrangulaban, en honor de la diosa de la Muerte, víctimas de toda edad, sin derramar nunca sangre y hubo un tiempo en que no se podía recorrer paraje alguno de aquel terreno sin hallar algún cadáver. El gobierno inglés ha podido impedir en gran parte esos asesinatos; pero la espantosa asociación sigue existiendo y funciona todavía.

A las doce y media, el tren se detuvo en la estación de Burhampur, y Picaporte pudo procurarse a precio de oro un par de babuchas, adornadas con abalorios.

Los viajeros almorzaron con rapidez y salieron para la estación de Assurghur, después de haber costeado el río Tapty, que desagua en el golfo de Cambaye, cerca de Surate.

Es oportuno dar a conocer los pensamientos que ocupaban entonces el ánimo de Picaporte. Hasta su llegada a Bombay, había creído y podido creer que las cosas no pasarían de aquí. Pero ahora, desde que corría a todo vapor al través de la India, se había verificado un cambio en su ánimo. Sus inclinaciones naturales reaparecían con celeridad. Volvía a sus caprichosas ideas de la juventud, tomaba por lo serio los proyectos de su amo, creía en la realidad de la apuesta, y por consiguiente en la vuelta al mundo y en el maximum de tiempo que no debía excederse. Se inquietaba ya por las tardanzas posibles y por los accidentes que podían sobrevenir en el camino. Se sentía como interesado en esta apuesta, y temblaba a la idea que tenía de haberla podido comprometer la víspera con su imperdonable estupidez. Por eso, siendo mucho menos flemático que el señor Fogg, estaba mucho más inquieto. Contaba y volvía a contar los días transcurridos, maldecía las paradas del tren, lo acusaba de lentitud y vituperaba in petto al señor Fogg por no haber prometido una prima al maquinista. No sabía el buen muchacho que lo que era posible en un vapor no tenía aplicación en un ferrocarril, cuya velocidad era reglamentaria.

Por la tarde se cruzaron los desfiladeros de las montañas de Suptur, que separan el territorio de Khandeish del de Bundelkund.

Al siguiente día, 22 de octubre, respondiendo a una pregunta de sir Francis Cromarty, Picaporte, después de consultar su reloj, dijo que eran las tres de la mañana. Y en efecto, ese famoso reloj, siempre arreglado por el meridiano de Greenwich, que estaba a cerca de setenta grados al Oeste, debía atrasar y atrasaba en efecto cuatro horas.

Sir Francis rectificó por consiguiente la hora dada por Picaporte, a quien hizo la misma observación que ya le tenía hecha Fix. Y trató de hacerle comprender que debía arreglar su reloj por cada nuevo meridiano, y que, caminando constantemente hacia el sol, los días eran más cortos tantas veces cuatro minutos como grados se recorrían. Todo fue inútil. Hubiese o no comprendido la observación del brigadier general, el obstinado Picaporte no quiso adelantar su reloj, conservando invariablemente la hora de Londres. Manía inocente, por otra parte, y que no hacía daño a nadie.

A las ocho de la mañana, y a quince millas antes de la estación de Rothal, el tren se detuvo en medio de un extenso claro del bosque, rodeado de bungalows y de cabañas de obreros. El conductor del tren pasó delante de la línea de vagones diciendo:

—Los viajeros se apean aquí.

Phileas Fogg miró a sir Francis Cromarty, que pareció no comprender nada de esta detención en medio de un bosque de tamarindos y de khajoures.

Picaporte, no menos sorprendido, se lanzó a la vía y volvió casi al punto exclamando:

—¡Señor, ya no hay ferrocarril!

—¿Qué queréis decir? —preguntó sir Francis Cromarty.

—Quiero decir que el tren no sigue.

El brigadier general descendió al instante del vagón. Phileas Fogg lo siguió sin darse prisa. Ambos se dirigieron al conductor.

—¿Dónde estamos? —preguntó sir Francis Cromarty.

—En la aldea de Kholby —respondió el conductor.

—¿Nos paramos aquí?

—Sin duda. El ferrocarril no está concluido.

—¡Cómo! ¿No está concluido?

—No. Falta un trozo de cincuenta millas entre este punto y Hallahabad, donde se vuelve a tomar la vía.

—¡Sin embargo, los periódicos han anunciado la apertura completa del ferrocarril!

—¡Qué queréis! Los periódicos se han equivocado.

—¡Y dais billetes desde Bombay a Calcuta! —Replicó sir Francis que empezaba a acalorarse.

—Sin duda —replicó el conductor— pero los viajeros saben muy bien que deben hacerse trasladar de Kholby a Hallahabad.

Sir Francis Cromarty estaba furioso. Picaporte hubiera de buena gana acogotado al conductor. Ya no podía más, no se atrevía a mirar a su amo.

—Sir Francis —dijo sencillamente el señor Fogg—, vamos a buscar, si lo queréis, el medio de llegar a Hallahabad.

—Señor Fogg, se trata aquí de una tardanza absolutamente perjudicial a vuestros intereses.

—No, sir Francis, ya estaba prevista.

—¡Cómo! ¿Sabíais que la vía?…

—De ningún modo; pero sabía que un obstáculo cualquiera surgiría tarde o temprano en el camino. Ahora bien, no hay nada comprometido. Tengo dos días de adelanto que sacrificar. Hay un vapor que sale de Calcuta para Hong Kong el 25 al mediodía. Estamos a 22 y llegaremos a tiempo a Calcuta.

No había nada que decir ante una respuesta dada con tan completa seguridad.

Demasiado era cierto que los trabajos del ferrocarril terminaban allí. Los periódicos son como algunos relojes que tenían la manía de adelantar, y habían anunciado prematuramente la conclusión de la línea. La mayor parte de los viajeros conocían esa interrupción de la vía, y al apearse del tren se habían apoderado de los vehículos de todo género que había en el villorrio, palki gharis de cuatro ruedas, carretas arrastradas por unos zebús, especie de bueyes de giba, carros de viaje semejantes a pagodas ambulantes, palanquines, caballos, etc. Así es que el señor Fogg y sir Francis, después de haber registrado toda la aldea, se volvieron sin haber encontrado nada.

—Iré a pie —dijo Phileas Fogg.

Picaporte, que entonces se reunía con su amo, hizo un ademán significativo al considerar sus magníficas babuchas. Por fortuna había ido también de descubierta por su parte, y titubeando un poco, dijo:

—Señor, me parece que he hallado un medio de transporte.

—¿Cuál?

—¡Un elefante! ¡Un elefante que pertenece a un indio que vive a cien pasos de aquí!

—Vamos a ver el elefante —respondió el señor Fogg.

Cinco minutos después, Phileas Fogg, sir Francis Cromarty y Picaporte llegaban cerca, de una choza adherida a una cerca formada por altas empalizadas. En la choza había un indio, y en la cerca, un elefante. El indio introdujo al señor Fogg y a sus dos compañeros en la cerca.

Allí se encontraron en presencia de un animal medio domesticado, que su propietario domaba, no para hacerlo animal de carga, sino de pelea. Con este fin había comenzado por modificar el carácter naturalmente apacible del elefante, procurando conducirlo gradualmente a ese paroxismo de furor llamado muths en lengua india, y esto manteniéndolo durante tres meses con azúcar y manteca. Este tratamiento puede parecer poco a propósito para obtener semejante resultado, pero no deja de ser empleado con éxito por los criadores. Afortunadamente para Fogg, el elefante en cuestión llevaba poco tiempo de ese régimen, y el muths no se había declarado todavía.

Kiouni —así se llamaba el animal— podía, como todos sus congéneres, hacer durante mucho tiempo una marcha rápida, y, a falta de otra cabalgadura, Phileas Fogg resolvió utilizarlo.

Pero los elefantes son caros en la India, donde comienzan a escasear. Los machos que convienen para las luchas de los circos, son muy solicitados. Estos animales no se reproducen sino raras veces cuando están domesticados, de tal suerte, que solamente pueden obtenerlos cazándolos. Por eso están muy cuidados; y cuando el señor Fogg preguntó al indio si quería alquilarle su elefante, el indio se negó a ello resueltamente.

Fogg insistió y ofreció un precio excesivo por el animal, diez libras por hora. Denegación. ¿Veinte libras? Denegación también. ¿Cuarenta libras? Siempre la misma denegación. Picaporte brincaba a cada puja. Pero el indio no se dejaba tentar.

Era una buena suma, sin embargo. Suponiendo que el elefante echase quince horas hasta Allahabad, eran seiscientas libras lo que producía para su dueño.

Phileas Fogg, sin acalorarse, propuso entonces la compra del animal y le ofreció mil libras.

El indio no quería vender. Tal vez el perillán olfateaba un buen negocio.

Allí se encontraron en presencia de un animal.

Sir Francis Cromarty llevó al señor Fogg aparte y le recomendó que reflexionase antes de excederse. Phileas Fogg respondió a su compañero que no tenía costumbre de obrar sin reflexión, que se trataba, en fin de cuentas, de una apuesta de veinte mil libras, que ese elefante le era necesario, y que aun pagándolo veinte veces más de lo que valía, lo poseería.

El señor Fogg se acercó de nuevo al indio, cuyos ojuelos encendidos por la codicia dejaron ver que no se trataba para él sino de una cuestión de precio. Phileas Fogg ofreció sucesivamente mil doscientas libras, después mil quinientas, en seguida mil ochocientas, y por último dos mil. Picaporte, tan coloradote de ordinario, estaba pálido de emoción.

A las dos mil libras el indio se entregó.

—¡Por mis babuchas —exclamó Picaporte—, a buen precio hay quien pone la carne de elefante!

Arreglado el negocio, ya no faltaba más que guía, lo cual fue más fácil. Un joven parsi, de rostro inteligente, ofreció sus servicios. El señor Fogg aceptó y le prometió una gruesa remuneración, lo cual no podía menos de contribuir a redoblar su inteligencia.

Sacaron y equiparon al elefante sin tardanza. El parsi conocía perfectamente el oficio de mahut o cornac. Cubrió con una especie de hopalanda los lomos del elefante y dispuso por cada lado dos especies de cuévanos bastante poco confortables.

Phileas Fogg pagó al indio en billetes de Banco, que extrajo del famoso saco. Parecía ciertamente que se sacaban de las entrañas de Picaporte. Después, el señor Fogg ofreció a sir Francis Cromarty trasladarlo a la estación de Hallahabad. El brigadier general aceptó.

Un viajero más no podía fatigar al gigantesco elefante.

Se compraron víveres en Kholby. Sir Francis Cromarty tomó asiento en uno de los cuévanos, y Phileas Fogg en otro. Picaporte montó a horcajadas sobre la hopalanda entre su amo y el brigadier general. El parsi se colocó sobre el cuello del elefante, y a las nueve salían del villorrio y penetraban por el camino más corto en la frondosa selva de esas palmeras asiáticas llamadas plataneros.

Capítulo 12

En el que Phileas Fogg y sus compañeros se aventuran en los bosques indios, y de lo que les ocurre

A fin de abreviar la distancia, el guía dejó a la derecha el trazado de la vía cuyos trabajos se estaban ejecutando. El ferrocarril, a causa de los obstáculos que ofrecían las caprichosas ramificaciones de los montes Vindhias, no seguía el camino más corto, que era el que importaba tomar. El parsi, muy familiarizado con los senderos de su país, pretendía ganar unas veinte millas atajando por la selva, y le dejaron actuar a su criterio.

Phileas Fogg y Francis Cromarty, metidos hasta el cuello en sus cuévanos, iban muy traqueteados por el rudo trote del elefante, a quien imprimía su conductor una marcha rápida. Pero soportaban la situación con la flema más británica, hablando por otra parte poco y viéndose apenas el uno al otro.

En cuanto a Picaporte, apostado sobre el lomo del animal y directamente sometido a los vaivenes, cuidaba muy bien, según se lo había recomendado su amo, de no tener la lengua entre los dientes, porque se la podía cortar rasa. El buen muchacho, ora despedido hacia el cuello del elefante, ora hacia las ancas, daba volteretas como un clown sobre el trampolín; pero en medio de sus saltos de carpa se reía y bromeaba, sacando de vez en cuando un terrón de azúcar, que el inteligente Kiouni tomaba con la trompa, sin interrumpir un solo instante su trote regular.

Después de dos horas de marcha, el guía detuvo al elefante y le dio una hora de descanso. El animal devoró ramas y arbustos después de haber bebido en una charca inmediata. Sir Francis Cromarty no se quejó de esta parada, pues estaba molido. El señor Fogg parecía estar tan fresco como si acabara de salir de su cama.

—¡Este hombre es de hierro! —dijo el brigadier general, mirándolo con admiración.

—De hierro forjado —contestó Picaporte, que se ocupaba en preparar un almuerzo breve.

A las doce dio el guía la señal de marcha. El país tomó luego un aspecto muy agreste. A las grandes selvas sucedieron los bosques de tamarindos y de palmeras enanas, y luego extensas llanuras áridas, erizadas de árboles raquíticos y sembradas de grandes pedriscos de sienita. Toda esta parte del alto Bundelkund, poco frecuentada por los viajeros, está habitada por una población fanática, endurecida en las prácticas más terribles de la religión india. La dominación de los ingleses no ha podido establecerse regularmente sobre un territorio sometido a la influencia de los rajáes, a quienes hubiera sido difícil alcanzar en sus inaccesibles retiros de los Vindhias.

Varias veces se vieron bandadas de hindúes feroces que hacían un ademán de cólera al observar el rápido paso del elefante. Por otra parte, el parsi los evitaba en lo posible, considerándolos como gente de mal encuentro. Se vieron pocos animales durante esta jornada, y apenas algunos monos que huían haciendo mil contorsiones y muecas que divertían mucho a Picaporte.

Entre otras ideas había una que inquietaba mucho a este pobre muchacho. ¿Qué haría el señor Fogg del elefante cuando hubiese llegado a la estación del Allahabad? ¿Se lo llevaría? ¡Imposible! El precio del transporte añadido al de la compra, sería una ruina. ¿Lo vendería o le daría libertad? Ese apreciable animal bien merecía que se le tuviese consideración. Si por casualidad el señor Fogg se lo regalase, muy apurado se vería él, Picaporte, y esto no dejaba de preocuparle.

A las ocho de la noche ya quedaba traspuesta la principal cadena de los Vindhias, y los viajeros hicieron alto al pie de la falda septentrional en un bungalow ruinoso.

La distancia recorrida durante la jornada era de veinticinco millas, y restaba otro tanto camino para llegar a la estación de Allahabad.

La noche estaba fría. El parsi encendió dentro del bungalow una hoguera de ramas secas cuyo calor fue muy apreciado. La cena se compuso con las previsiones compradas en Kholby. Los viajeros comieron cual gente rendida y cansada. La conversación, que empezó con algunas frases entrecortadas, se terminó con sonoros ronquidos. El guía estuvo vigilando junto a Kiouni, que se durmió de pie, apoyado en el tronco de un árbol grande.

Ningún incidente ocurrió aquella noche. Algunos rugidos de lobos, tigres y de panteras perturbaron alguna vez el silencio, mezclados con los agudos chillidos de los monos. Pero los carnívoros se contentaron con gritar y no hicieron ninguna demostración hostil contra los huéspedes del bungalow.

Sir Francis Cromarty dormía pesadamente como un bravo militar curtido en las fatigas. Picaporte, durante un sueño agitado, repitió las volteretas de la víspera. En cuanto al señor Fogg, descansó tan apaciblemente como si se hubiera hallado en su tranquila casa de Saville Row.

A las seis de la mañana se emprendió la marcha. El guía esperaba llegar a la estación de Allahabad aquella misma tarde. De este modo, el señor Fogg no perdería más que una parte de las cuarenta y ocho horas economizadas desde el principio del viaje.

Se bajaron las últimas cuestas de los Vindhias. Kiouni seguía su marcha rápida, y hacia mediodía el guía dio vuelta al villorrio de Kallengen, situado sobre el Cani, uno de los subafluentes del Ganges. Evitaba siempre los parajes habitados, creyéndose más seguro en el campo desierto, donde se encuentran las primeras depresiones de la cuenca del gran río. La estación de Allahabad estaba a doce millas al Nordeste. Se hizo alto bajo un bosquecillo de bananos, cuya fruta tan sana como el pan, y tan suculenta como la crema, dicen los viajeros, fue muy apreciada.

A las dos, el guía entró bajo la cubierta de una selva espesa, que debía atravesar por un espacio de muchas millas. Prefería bajar así a cubierto de los bosques. En todo caso, no había tenido hasta entonces ningún encuentro sensible, y el viaje debía cumplirse al parecer sin accidentes, cuando el elefante, dando algunas señales de inquietud, se paró de repente.

Eran entonces las cuatro.

—¿Qué hay? —preguntó sir Francis Cromarty quien sacó la cabeza fuera de su cuévano.

—No lo sé —respondió el parsi prestando oído a un murmullo que pasaba por la espesa enramada.

Algunos instantes después el murmullo fue más perceptible. Parecía un concierto, distante aún, de voces humanas y de instrumentos de cobre.

Picaporte se volvía todo ojos y orejas. El señor Fogg aguardaba pacientemente sin pronunciar una sola palabra.

El parsi saltó a tierra, ató el elefante a un árbol y penetró en lo más espeso del bosque. Algunos minutos después volvió diciendo:

—Una procesión de brahmanes que vienen hacia aquí. Si es posible, procuremos no ser vistos.

El guía desató al elefante y lo condujo a una espesura, recomendando a los viajeros que no se apeasen, mientras él mismo estaba preparado para montar rápidamente en caso de hacerse necesaria la fuga. Creyó que la comitiva de fieles pasaría sin verlo, porque lo tupido de la enramada lo ocultaba completamente.

El ruido discordante de las voces e instrumentos se acercaba. Unos cantos monótonos se mezclaban con el toque de tambores y timbales. Pronto apareció bajo los árboles la cabeza de la procesión, a unos cincuenta pasos del puesto ocupado por el señor Fogg y sus compañeros. Distinguían con facilidad al través de las ramas el curioso personal de aquella ceremonia religiosa.

En primera línea avanzaban unos sacerdotes cubiertos de mitras y vestidos con largo y abigarrado traje. Estaban rodeados de hombres, mujeres y niños, que cantaban una especie de salmodia fúnebre, interrumpida a intervalos iguales por golpes de tamtam y de timbales. Detrás de ellos, sobre un carro de ruedas anchas, cuyos radios figuraban con las llantas un ensortijamiento de serpientes, apareció una estatua horrorosa, tirada por dos pares de zebús ricamente enjaezados. Esta estatua tenía cuatro brazos, el cuerpo teñido de rojo sombrío, los ojos extraviados, el pelo enredado, la lengua colgante y los labios teñidos. En su cuello se arrollaba un collar de cabezas de muerto, y sobre su cadera, había una cintura de manos cortadas. Estaba de pie sobre un gigante derribado que carecía de cabeza.

Sir Francis Cromarty reconoció aquella estatua.

—La diosa Kali —dijo en voz baja—, la diosa del amor y de la muerte.

—De la muerte, consiento —dijo Picaporte—; pero del amor, nunca. ¡Vaya mujer fea!

El parsi le hizo seña para que callara.

Alrededor de la estatua se movía y agitaba, en convulsiones, un grupo de fakires, listados con bandas de ocre, cubiertos de incisiones cruciales que goteaban sangre, energúmenos estúpidos que en las ceremonias se precipitaban aún bajo las ruedas del carro de Jaggernaut.

Detrás de ellos algunos brahmanes, en toda la suntuosidad de su traje oriental, arrastraban una mujer que apenas se sostenía.

Esta mujer era joven y blanca como una europea. Su cabeza, su cuello, sus hombros, sus orejas, sus brazos, sus manos, sus pulgares, estaban sobrecargados de joyas, collares, brazaletes, pendientes y sortijas. Una túnica recamada de oro y recubierta de una muselina ligera dibujaba los contornos de su talle.

Detrás de esta joven —contraste violento a la vista— unos guardias, armados de sables desnudos que llevaban en el cinto y largas pistolas damasquinadas, conducían un cadáver sobre un palanquín.

Era el cuerpo de un anciano cubierto de sus opulentas vestiduras de rajá, llevando como en vida el turbante bordado de perlas, el vestido tejido de seda y oro, el cinturón de cachemir adiamantado y sus magníficas armas de príncipe hindú.

Después, unos músicos y una retaguardia de fanáticos, cuyos gritos cubrían a veces el estrépito atronador de los instrumentos, cerraban el cortejo.

Sir Francis miraba toda esta pompa con aire singularmente triste, y volviéndose hacia el guía le dijo:

—¡Un sutty!

El parsi hizo una seña afirmativa y puso un dedo en sus labios. La larga procesión se desplegó lentamente bajo los árboles, y bien pronto desaparecieron en la profundidad de la selva.

Poco a poco se amortiguaron. Hubo todavía algunas ráfagas de lejanos gritos, y por último, a todo este tumulto sucedió un profundo silencio.

Phileas Fogg había oído la palabra pronunciada por sir Francis Cromarty, y tan luego como la procesión desapareció, preguntó:

—¿Qué es un sutty?

—Un sutty, señor Fogg —respondió el brigadier general— es un sacrificio humano, pero voluntario. Esa mujer que acabáis de ver será quemada mañana en las primeras horas del día.

—¡Ah, pillos! —exclamó Picaporte, que no pudo contener este grito de indignación.

—¿Y el cadáver? —preguntó el señor Fogg.

—Es el del príncipe su marido —respondió el guía—, un rajá independiente de Bundelkund.

—¿Cómo? —replicó Phileas Fogg, sin que su voz revelase la menor emoción—. ¿Esas bárbaras costumbres subsisten todavía en la India, y los ingleses no han podido destruirlas?

—En la mayor parte de la India —respondió sir Francis Cromarty— esos sacrificios no se cumplen ya; pero no tenemos ninguna influencia sobre esas comarcas salvajes, y especialmente sobre ese territorio del Bundelkund. Toda la falda septentrional de los Vindhias es el teatro de muertes y saqueos incesantes.

—¡Desgraciada! —decía Picaporte—. ¡Quemada viva!

—Sí —repuso el brigadier general—, quemada; y si no lo fuera, no podéis figuraros a qué miserable condición se vería reducida por sus mismos deudos. Le afeitarían la cabeza, le darían por alimentos algunos puñados de arroz, la rechazarían, sería considerada como una criatura inmunda, y moriría en algún rincón como un perro sarnoso. Por eso la perspectiva de esta horrible existencia, impele con frecuencia a esas desgraciadas al suplicio mucho más que el amor o el fanatismo religioso. Algunas veces, sin embargo, el sacrificio es realmente voluntario, y se necesita la intervención enérgica del gobierno para impedirlo. Así es que, hace algunos años, yo residía en Bombay, cuando una joven viuda pidió al gobierno autorización para quemarse con el cuerpo del marido. Como podéis pensarlo, el gobierno la negó. Entonces la viuda fue a refugiarse al territorio de un rajá independiente, donde consumó su sacrificio.

Durante la relación del brigadier general, el guía movía la cabeza, y cuando aquél concluyó de hablar, éste último dijo:

—El sacrificio que ha de verificarse mañana al amanecer no es voluntario.

—¿Cómo lo sabéis?

—Es una historia que todo el mundo conoce en el Bundelkund —respondió el guía.

—Sin embargo, esa desventurada no parecía oponer resistencia —observó sir Francis Cromarty.

—Es porque la han emborrachado con zumo de cáñamo y de opio.

—¿Pero adónde la llevan?

—A la pagoda de Pillaji, a dos millas de aquí. Allí pasará la noche aguardando la hora del sacrificio.

—Y este sacrificio, ¿se verificará?

—Mañana, con los primeros albores del día.

Después de esta respuesta, el guía hizo salir al elefante de la espesura y montó sobre su cuello. Pero en el momento en que iba a excitarlo con un silbido particular, el señor Fogg lo detuvo, y dirigiéndose a sir Francis Cromarty, le dijo:

—¿Y si salvásemos a esa mujer?

—¡Salvar a esa mujer, señor Fogg! —exclamó el brigadier general.

—Tengo todavía doce horas de adelanto y puedo dedicarlas a esto.

—¡Sois entonces hombre de corazón! —dijo sir Francis Cromarty.

—Algunas veces —respondió sencillamente Phileas Fogg—, cuando me sobra tiempo.

Capítulo 13

En el que Picaporte recibe una nueva prueba de que la fortuna favorece a los audaces

El intento era atrevido, lleno de dificultades, impracticable quizá. El señor Fogg iba a arriesgar su vida o al menos su libertad, y por consiguiente el éxito de sus proyectos, pero no vaciló. Tenía además en sir Francis Cromarty un auxiliar decidido.

En cuanto a Picaporte, estaba preparado y se podía disponer de él. La idea de su amo lo exaltaba. Lo sentía con alma y corazón bajo aquella corteza de hielo, y le iba concibiendo cariño.

Quedaba el guía. ¿Qué partido tomaría en el asunto? ¿No estaría inclinado a favor de los indios?

A falta de concurso, era menester cuando menos asegurar la neutralidad.

Sir Francis Cromarty le planteó la cuestión con franqueza.

—Mi oficial —respondió el guía—, soy parsi; no tan sólo arriesgamos nuestras vidas, sino suplicios horribles si nos agarran. Miradlo, pues.

—Mirado está —respondió el señor Fogg—. Creo que debemos aguardar la noche para obrar.

—Así lo creo también —respondió el guía.

Este valiente indio expuso entonces algunos pormenores sobre la víctima. Era una india de célebre belleza y de raza parsi, hija de ricos comerciantes de Bombay. Había recibido en esta ciudad una educación absolutamente inglesa y por sus modales y su instrucción hubiera pasado por europea. Se llamaba Aouda.

Huérfana, fue casada a pesar suyo con ese viejo rajá de Bundelkund. Tres meses después enviudó, y sabiendo la suerte que le esperaba se escapó, fue alcanzada en su fuga, y los parientes del rajá, que tenían interés en su muerte, la condenaron a este suplicio, del cual era difícil que escapara.

Esta relación tenía que arraigar en el señor Fogg y sus compañeros su generosa resolución. Se decidió que el guía conduciría el elefante hacia la pagoda de Pillaji, a la cual debía acercarse todo lo posible.

Media hora después se hizo alto en un bosque a quinientos pasos de la pagoda, que no podía percibirse, pero los alaridos de los fanáticos se oían con toda claridad.

Los medios para llegar hasta la víctima fueron entonces discutidos. El guía conocía apenas esa pagoda de Pillaji, en la cual afirmaba que la joven estaba encarcelada. ¿Podía penetrarse por una de las puertas cuando toda la banda estuviese sumida en el sueño de la embriaguez, o sería necesario practicar un boquete en la pared? Esto no podía decidirse sino en el momento y en el lugar mismo; pero lo indudable era que el rapto debía verificarse aquella misma noche, y no cuando la víctima fuese conducida al suplicio, porque entonces ninguna intervención humana la salvaría.

El señor Fogg y sus compañeros aguardaron la noche, y tan luego como llegó la oscuridad, hacia las seis de la tarde, resolvieron verificar un reconocimiento alrededor de la pagoda. Los últimos gritos de los fakires se extinguían. Según su costumbre, aquellos indios debían hallarse entregados a la pesada embriaguez del hag, opio líquido, mezclado con infusión de cáñamo, y tal vez sería posible deslizarse entre ellos hasta el templo.

El parsi, guiando al señor Fogg, a sir Francis Cromarty y a Picaporte, se adelantó sin hacer ruido a través del bosque. Después de arrastrarse durante diez minutos por las matas, llegaron al borde de un riachuelo y allí, a la luz de las antorchas de hierro impregnadas de resina, percibieron un montón de leña apilada. Era la hoguera forrada con sándalo precioso y bañada ya con aceite perfumado. En su parte posterior descansaba el cuerpo embalsamado del rajá, que debía arder al mismo tiempo que la viuda. A cien pasos de esta hoguera se elevaba la pagoda, cuyos minaretes penetraban en la sombra por encima de los árboles.

—Venid —dijo el guía con voz baja.

Y redoblando las precauciones, seguido de sus compañeros, se deslizó silenciosamente a través de las altas hierbas.

El silencio sólo estaba interrumpido por el murmullo del viento en las ramas.

Muy luego el guía se detuvo en la extremidad de un claro alumbrado por algunas antorchas. El suelo estaba cubierto de grupos de durmientes entorpecidos por la embriaguez. Parecía un campo de batalla sembrado de muertos. Hombres, mujeres, niños, todo allí estaba confundido. Algunos había aquí y acullá que dejaban oír el ronquido de la embriaguez.

En el fondo, entre las masas de árboles, se alzaba confusamente el templo de Pillaji; pero, con gran despecho de parte del guía, los guardias del rajá, alumbrados por antorchas fuliginosas, vigilaban la puerta, paseándose sable en mano. Podía suponerse que en el interior los sacerdotes estarían velando también.

El parsi no se adelantó más porque había reconocido la imposibilidad de forzar la entrada del templo, e hizo retroceder a sus compañeros.

Phileas Fogg y sir Francis Cromarty habían comprendido como él que no podían intentar nada por aquella parte.

Se detuvieron y hablaron en voz baja.

—Aguardemos —dijo el brigadier general— no son más que las ocho todavía, y es posible que esos guardias sucumban también al sueño.

—Posible es en efecto —respondió el parsi.

Phileas Fogg y sus compañeros se recostaron, pues, al pie de un árbol y esperaron.

El tiempo les pareció largo. De vez en cuando el guía los dejaba e iba a observar.

Los guardias del rajá se huían siempre vigilando a la luz de las antorchas, y una luz vaga se filtraba por las ventanas de la pagoda.

Esperaron hasta medianoche. La situación no cambió. Había afuera la misma vigilancia, y era evidente que no podía contarse con el sueño de los guardias. La embriaguez del hag les había sido probablemente ahorrada. Era menester, pues, obrar de otro modo y penetrar por una abertura practicada en las murallas de la pagoda. Restaba la cuestión de saber si los sacerdotes vigilaban cerca de su víctima con tanto cuidado como los soldados en la puerta del templo.

Después de otra conversación, el guía estuvo dispuesto a marchar. El señor Fogg, sir Francis y Picaporte lo siguieron. Dieron una vuelta bastante larga a fin de alcanzar la pagoda por atrás.

A las doce y media de la noche llegaron al pie de los muros sin haber hallado a nadie.

Ninguna vigilancia existía por ese lado, pero ni había puertas ni ventanas.

La noche estaba sombría. La luna, entonces en su último cuarto, desaparecía apenas del horizonte, encapotado por algunos nubarrones. La altura de los árboles aumentaba aún en la oscuridad.

Pero no bastaba haber llegado al pie de las murallas, sino que era preciso practicar un boquete, y para esta operación Phileas Fogg y sus compañeros no tenían otra cosa más que navajas. Por fortuna las paredes del templo se componían de una mezcla de ladrillos y madera que no era difícil perforar. Una vez quitado el primer ladrillo, los otros seguirían con facilidad.

Se pusieron a trabajar haciendo el menor ruido posible. El parsi por un lado y Picaporte por otro trabajaban en arrancar los ladrillos, de modo que pudiera obtenerse un boquete de dos pies de anchura.

El trabajo adelantaba, cuando se oyó un grito dentro del templo, y casi al punto le respondieron desde fuera otros gritos.

Picaporte y el guía interrumpieron su trabajo. ¿Los habían sorprendido? ¿Se había dado el alerta?

La prudencia más vulgar les recomendaba que se fueran, lo cual hicieron al propio tiempo que Phileas Fogg y sir Francis Cromarty. Se ocultaron de nuevo bajo la espesura del bosque, aguardando que la alarma, si la había, se desvaneciese, y dispuestos a proseguir la operación.

Pero, ¡contratiempo funesto! Aparecieron unos guardias al otro lado de la pagoda, instalándose allí para impedir la aproximación.

Difícil sería escribir el despecho de aquellos cuatro hombres interrumpidos en su tarea. Ahora que no podían llegar hasta la víctima, ¿cómo la salvarían? Sir Francis Cromarty se roía los puños. Picaporte estaba fuera de sí y apenas podía el guía contenerlo.

El impasible Fogg aguardaba sin expresar sus sentimientos.

—¿Ya no resta más que echar a andar? —preguntó el brigadier general en voz baja.

—No tenemos otro remedio —respondió el guía.

—Aguardad —dijo Fogg—. Me basta llegar a Allahabad antes de mediodía.

—Pero, ¿qué esperáis? —Respondió sir Francis Cromarty—. Dentro de algunas horas será de día, y…

—La suerte, que nos es esquiva, puede aparecer en el supremo momento.

El brigadier general hubiera querido poder leer en los ojos de Phileas Fogg.

¿Con qué pensaba contar aquel inglés frío y calmoso? ¿Quería precipitarse sobre la joven en el momento del suplicio y arrebatarla a sus verdugos abiertamente?

Locura hubiera sido, y no podía admitirse que aquel hombre estuviera loco hasta ese extremo. Sin embargo, sir Francis consintió en aguardar hasta el desenlace de tan terrible escena; pero el guía no dejó a sus compañeros en el paraje donde se habían refugiado, sino que los llevó al sitio que precedía a la plazoleta donde dormían los indios. Abrigados nuestros viajeros por un grupo de árboles, podían observar lo que había de pasar sin ser visto.

Entretanto, Picaporte, sentado sobre las primeras ramas de un árbol, estaba rumiando una idea que primeramente había cruzado por su mente como un relámpago, y acabó por incrustarse en su cerebro.

Había comenzado por decir para sí: «¡Qué locura!». Y ahora repetía: «¿Y porqué no? ¡Es una probabilidad, tal vez la única, y con semejantes brutos…!».

En todo caso, Picaporte no formuló de otro modo su pensamiento; pero no tardó en deslizarse con una flexibilidad de serpiente bajo las ramas inferiores del árbol, cuya extremidad se inclinaba hacia el suelo.

Pasaban las horas, y bien pronto algunos matices menos sombríos anunciaron la proximidad del día. La oscuridad era profunda sin embargo.

Aquel era el momento preciso. Hubo como una resurrección en la multitud adormecida. Los grupos se animaron. Había llegado para la desdichada víctima la hora de la muerte.

En efecto, las puertas de la pagoda se abrieron. Una luz más viva se escapó del interior. El señor Fogg y sir Francis Cromarty pudieron percibir a la víctima vivamente alumbrada, que dos sacerdotes sacaban fuera. Hasta les pareció que, sacudiendo el entorpecimiento de la embriaguez por un supremo instinto de conservación, la desgraciada intentaba escaparse de entre sus verdugos. El corazón de sir Francis Cromarty palpitó, y por un movimiento convulsivo, asiendo la mano de Phileas Fogg, sintió que esta mano llevaba una navaja abierta.

En este momento la multitud se puso en movimiento. La joven habíase caído en aquel entorpecimiento provocado por el humo del cáñamo. Pasó por entre los fakires que la escoltaban con sus vociferaciones religiosas.

Phileas Fogg y sus compañeros la siguieron, mezclándose entre las últimas filas de la multitud.

Dos minutos después llegaban al borde del río y se detenían a menos de cincuenta pasos de la hoguera, sobre la cual estaba el cuerpo del rajá. Entre la semioscuridad vieron a la víctima absolutamente inerte, tendida junto al cadáver de su esposo.

Después acercaron una tea, y la leña impregnada de aceite se inflamó inmediatamente.

Entonces sir Francis y el guía retuvieron a Phileas Fogg, que en un momento de generosa demencia quiso arrojarse sobre la hoguera…

Pero Phileas Fogg los había ya repelido, cuando la escena cambió de repente. Hubo un grito de terror, y toda aquella muchedumbre se arrojó a tierra amedrentada.

Creyeron que el viejo rajá no había muerto, puesto que lo vieron de repente levantarse, tomar a la joven mujer en sus brazos y bajar de la hoguera en medio de torbellinos de humo que le daban una apariencia de espectro.

Los fakires, los guardias, los sacerdotes, acometidos de súbito terror, estaban tendidos boca abajo sin atreverse a levantar la vista ni mirar semejante prodigio.

La víctima inanimada pasó a los vigorosos brazos que la llevaban sin que les pareciese pesada. Fogg y Francis habían permanecido de pie; el parsi había inclinado la cabeza, y es probable que Picaporte no estuviese menos estupefacto.

El resucitado llegó a donde estaban el señor Fogg y sir Francis Cromarty, y con voz breve, dijo:

—¡Huyamos!

¡Era Picaporte mismo quien se había deslizado hasta la hoguera en medio del denso humo! ¡Era Picaporte quien, aprovechando la oscuridad que reinaba todavía, había libertado a la joven de la muerte! ¡Era Picaporte quien, haciendo su papel con atrevida audacia, pasaba en medio del espanto general!

Un instante después, los cuatro desaparecieron por la selva, llevándolos el elefante con trote rápido. Pero entonces, los gritos, los clamores y una bala que atravesó el sombrero de Phileas Fogg les anunció que el ardid estaba descubierto.

En efecto, sobre la inflamada hoguera se destacaba entonces el cuerpo del viejo rajá. Los sacerdotes, repuestos de su espanto, habían comprendido que acababa de efectuarse un rapto.

Al punto se precipitaron al bosque, siguiéndoles los guardias, que hicieron una descarga general; pero los raptores huían rápidamente, y en pocos momentos se hallaron fuera del alcance de las balas y de las flechas.

Capítulo 14

En el que Phileas Fogg desciende el hermoso valle del Ganges en toda su longitud sin ni siquiera pensar en contemplarlo

Había tenido buen éxito el atrevido rapto de Aouda, y una hora después Picaporte se estaba riendo todavía de su triunfo. Sir Francis Cromarty había estrechado la mano del intrépido muchacho. Su amo le había dicho: «Bien», lo cual en boca de este caballero equivalía a una honrosa aprobación. A esto había respondido Picaporte que todo el honor de la hazaña correspondía a su amo. Para él no había habido más que una chistosa ocurrencia, y se reía al pensar que durante algunos instantes, él, Picaporte, antiguo gimnasta, ex sargento de bomberos, había sido el viudo de la linda dama, un viejo rajá embalsamado.

En cuanto a la joven india, no había tenido conciencia de lo sucedido. Envuelta en mantas de viaje, se hallaba descansando en uno de los cuévanos.

Entretanto, el elefante, guiado con mucha seguridad por el parsi, corría con rapidez por la selva todavía oscura. Una hora después de haber dejado la pagoda de Pillaji, se lanzaba al través de una inmensa llanura. A las siete se hizo alto. La joven seguía en una postración completa. El guía le hizo beber algunos tragos de agua y de brandy, pero la influencia embriagante que pesaba sobre ella debía prolongarse todavía por algún tiempo.

Sir Francis Cromarty, que conocía los efectos de la embriaguez, producida por la inhalación de los vapores del cáñamo, no abrigaba inquietud alguna.

Pero si el restablecimiento de la joven india no inquietaba el ánimo del brigadier general, no tenía igual tranquilidad al pensar en el porvenir. No vaciló, pues, en decir a Phileas Fogg que si Aouda se quedaba en la India, volvería a caer inevitablemente en manos de sus verdugos. Estos energúmenos se extendían por toda la península, y ciertamente que, a pesar de la policía inglesa, recobrarían su víctima, fuese en Madrás, Bombay o Calcuta. Y sir Francis Cromarty, citaba en apoyo de su dicho un hecho de igual naturaleza que había ocurrido recientemente. A su modo de pensar, la joven no estaría segura sino marchándose del Indostán.

Phileas Fogg respondió que tendría presentes estas observaciones y resolvería.

Hacia las diez, el guía anunciaba la estación de Allahabad. Allí arrancaba de nuevo la interrumpida vía, cuyos trenes recorren en menos de un día y una noche la distancia que separa a Allahabad de Calcuta.

Phileas Fogg debía pues llegar a tiempo para tomar el vapor que partía al día siguiente, 25 de octubre a mediodía, en dirección a Hong Kong.

La joven fue depositada en un cuarto de la estación. Se encargó a Picaporte que fuese a comprar para ella algunos objetos de tocador, vestido, chal, abrigos, etc., lo que encontrase. Su amo le abría ilimitado crédito.

Picaporte partió al punto y recorrió las calles de la población. Allahabad es la Ciudad de Dios, una de las más veneradas de la India, en razón de estar construida sobre la confluencia de los dos ríos sagrados, el Ganges y el Jumna, cuyas aguas atraen a los peregrinos de todo el Indostán. Sabido es, por otra parte, que, según las leyendas del ramayana, el Ganges nace en el Cielo, desde donde, gracias a Brahma, baja hasta la Tierra.

Mientras hacía sus compras, Picaporte vio la ciudad, antes defendida por un fuerte magnífico, que se ha convertido en prisión de Estado. Ya no hay comercio ni industria en esta población, antes industrial y mercantil. Picaporte, que buscaba en vano una tienda de novedades, como si hubiera estado en Regent Street, a algunos pasos de Farmer y Cía, no halló más que a un revendedor, viejo judío dificultoso, que le diese los objetos que necesitaba, un vestido de tela escocesa, un ancho mantón y un magnífico abrigo de pieles de nutria, por todo lo cual no vaciló en dar setenta y cinco libras. Y luego se volvió triunfante a la estación.

Aouda empezaba a volver en sí. La influencia a que la habían sometido los sacerdotes de Pillaji, se iba disipando poco a poco, y sus hermosos ojos recobraban toda su dulzura hindú.

Cuando el rey poeta, Uzaf Uddaul, celebra los encantos de la reina de Almehnagara, se expresa así:

«Su brillante cabellera, regularmente dividida en dos partes, sirve de cerco a los contornos armoniosos de sus mejillas delicadas y blancas, brillantes de lustre y de frescura. Sus cejas de ébano tienen la forma y la fuerza del arco de Kama, dios del amor, y bajo sus pestañas sedosas, en la pupila negra de sus grandes ojos límpidos, nadan como en los lagos sagrados del Himalaya los más puros reflejos de la celeste luz. Finos, iguales y blancos, sus dientes resplandecen entre la sonrisa de sus labios, como gota de rocío en el seno medio cerrado de una flor de granado. Sus lindas orejas de curvas simétricas, sus manos sonrosadas, sus piececitos arqueados y tiernos como las yemas del lotus, brillan con el resplandor de las más bellas perlas de Ceylán, de los más bellos diamantes de Golconda. Su delgada y flexible cintura que puede abarcarse con una sola mano, realza la elegante configuración de sus redondeadas caderas y la riqueza de su busto, en que la juventud en flor ostenta sus más perfectos tesoros; y bajo los pliegues sedosos de su túnica, parece haber sido modelada en plata por la mano divina de Vicvacarma, el escultor eterno».

Pero sin toda esa amplificación poética basta decir que Aouda, la viuda del rajá de Bundelkund, era una hermosa mujer en toda la acepción europea de la palabra. Hablaba inglés con suma pureza, y el guía no había exagerado al afirmar que esa joven parsi había sido transformada por la educación.

Entretanto, el tren iba a dejar la estación de Allahabad. El parsi estaba esperando. El señor Fogg le pagó lo convenido, sin darle un penique de más. Esto asombró algo a Picaporte, que sabía todo lo que debía su amo a la adhesión del guía. El parsi había en efecto arriesgado voluntariamente la vida en el lance de Pillaji, y si más tarde los indios llegasen a saberlo, con dificultad se libraría de su venganza.

Quedaba también por ventilar la cuestión de Kiouni. ¿Qué harían de un elefante que tan caro había costado?

Pero Phileas Fogg había adoptado ya una resolución.

—Parsi —dijo al guía—, has sido servicial y adicto. He pagado tu servicio, pero no tu adhesión. ¿Quieres ese elefante? Es tuyo.

Los ojos del guía brillaron.

—¡Es una fortuna lo que Vuestro Honor me da! —exclamó.

—Acéptala —respondiole el señor Fogg—; y aún seré deudor tuyo.

—Enhorabuena —exclamó Picaporte—. Toma, amigo mío, Kiouni eres animal animoso y valiente.

Y yendo hacia el elefante le ofreció algunos terrones de azúcar, diciendo:

—¡Toma, Kiouni, toma, toma!

El elefante exhaló algunos gruñidos de satisfacción, y luego tomó a Picaporte por la cintura y lo levantó hasta la altura de su cabeza. Picaporte, sin asustarse, hizo una caricia al animal que lo volvió a dejar suavemente en tierra, y al apretón de trompa del honrado Kiouni respondió un apretón de manos del honrado mozo.

Algunos instantes después, Phileas Fogg, sir Francis Cromarty y Picaporte, instalados en un confortable vagón, cuyo mejor asiento iba ocupado por Aouda, corrían a todo vapor hacia Benarés.

Ochenta millas lo más separaban a esta ciudad de Allahabad, las cuales se recorrieron en dos horas.

Durante el trayecto, la joven recobró por entero los sentidos, quedando disipados los vapores embriagadores del hag.

¡Cuál fue su asombro al encontrarse en el ferrocarril, en aquel compartimiento, vestida a la europea y en medio de viajeros que le eran completamente desconocidos!

Principiaron sus compañeros prodigándole cuidados y reanimándola con algunas gotas de licor; y después el brigadier general le refirió lo ocurrido. Insistió sobre la decisión de Phileas Fogg que no había vacilado en comprometer su vida para salvarla, y sobre el desenlace de la aventura debida a la audaz imaginación de Picaporte.

El señor Fogg dejó hablar sin decir una palabra. Picaporte, avergonzado, repetía que la cosa no merecía tanto.

Aouda dio gracias a sus libertadores con una efusión expresada con las lágrimas más que por sus palabras. Sus hermosos ojos, mejor que sus labios, fueron los intérpretes de su reconocimiento. Y después, llevándola su pensamiento a las escenas del sutty, y viendo sus miradas esa tierra indígena donde tantos peligros la amenazaban, fue acometida de un estremecimiento de terror.

Phileas Fogg comprendió lo que pasaba en el ánimo de Aouda, y para tranquilizarla le ofreció con mucha frialdad conducirla a Hong Kong, donde viviría hasta que este asunto se olvidase.

Aouda aceptó la oferta con reconocimiento. Precisamente residía en Hong Kong uno de sus parientes, parsi como ella, y uno de los principales comerciantes de la ciudad, que es completamente inglesa, aun cuando se halla en las costas de China.

A las doce y media el tren se detenía en la estación de Benarés. Las leyendas Brahamánicas afirman que esta ciudad ocupa el sitio de la vetusta Casi, que estaba antiguamente suspendida en el espacio entre el cenit y el nadir, como la tumba de Mahoma. Pero en la época actual, más positiva, Benarés, la Atenas de la India, según los orientalistas, descansaba prosaicamente sobre el suelo, y Picaporte pudo por un momento entrever sus casas de ladrillo y sus chozas de cañizos, que le dan un aspecto absolutamente desairado sin color local alguno.

Allí debía detenerse sir Francis Cromarty. Las tropas con las cuales tenía que reunirse estaban acampadas algunas millas al norte. El brigadier general se despidió de Phileas Fogg, deseándole todo el éxito posible y expresando el voto de que repitiese el viaje de un modo menos original y más provechoso. El señor Fogg estrechó ligeramente los dedos de su compañero. Los cumplidos de Aouda fueron más afectuosos. Nunca olvidaría ella lo que debía a sir Francis Cromarty. En cuanto a Picaporte, fue honrado con un buen apretón de manos de parte del brigadier general. Conmovido, le preguntó cuándo podría prestarle algún servicio. Después se separaron.

Desde Benarés, la vía férrea seguía en parte el valle del Ganges. A través de los cristales del vagón, y con un tiempo sereno, aparecían el paisaje variado de Behar, montañas cubiertas de verdor, campos de cebada, maíz y trigo, ríos de estanques poblados de aligatores verdosos, aldeas bien acondicionadas y selvas que aun conservaban la hoja. Algunos elefantes y cebús de protuberancia iban a bañarse a las aguas del río sagrado; y también, a pesar de la estación adelantada y de la temperatura, ya fría, se veían cuadrillas de indios de ambos sexos, que cumplían piadosamente sus santas abluciones. Esos fieles enemigos encarnizados del budismo, son sectarios fervientes de la religión brahmánica que se encama en tres personas: Vishma, la divinidad solar; Shiva, la personificación divina de las fuerzas naturales; y Brahma, el jefe supremo de los sacerdotes y legisladores. ¡Pero con qué ojo Brahma, Shiva y Vishma debían considerar a esa India, ahora britanizada, cuando algún barco de vapor pasaba silbando y turbaba las aguas consagradas del Ganges, espantando a las gaviotas que revoloteaban en la superficie, a las tortugas que pululaban en sus orillas y a los devotos tendidos a lo largo de sus márgenes!

Todo este panorama desfiló como un relámpago, y con frecuencia una nube de vapor blanco ocultó sus pormenores. Apenas pudieron los viajeros entrever el fuerte de Chunar, a veinte millas al sur de Benazepur y sus importantes fábricas de agua de rosa; el sepulcro de lord Cornwallis, que se eleva sobre la orilla izquierda del Ganges; la ciudad fortificada de Buxar, Putna, gran población industrial y mercantil, donde existe el principal mercado del opio de la India; Monglar, ciudad, más que europea, inglesa como Manchester o Birmingham, nombradas por sus fundiciones de hierro y sus fábricas de armas blancas, y cuyas altas chimeneas parecían tiznar con su negro humo el cielo de Brahma, ¡verdadera mancha en el país de los sueños!

Después llegó la noche, y en medio de los rugidos de los tigres, osos y lobos que huían ante la locomotora, el tren pasó a toda velocidad y no se vio nada ya de las maravillas de Bengala, ni Golconda, ni las ruinas de Gour, ni Mounshedabad, que antes fue capital, ni Burdwan, ni Hougly, ni Chandemagor, ese punto francés del territorio indio, donde se hubiera engreído Picaporte al ver ondear la bandera de su patria.

Por último, a las siete de la mañana, llegaron a Calcuta. El vapor que salía para Hong Kong no levaba el áncora hasta mediodía.

Según su itinerario, debía llegar a la capital de las Indias, el 25 de octubre, veintitrés días después de haber salido de Londres, y llegaba el día fijado. No tenía pues, ni adelanto, ni atraso.

Desgraciadamente, los días ganados entre Londres y Bombay, quedaban perdidos, del modo que se sabe, en la travesía de la península indostánica; pero es de suponer que Phileas Fogg no lo sentía.

Capítulo 15

En el que la bolsa de billetes pierde unos cuantos de miles más

El tren se detuvo en la estación. Picaporte se apeó el primero, y fue seguido del señor Fogg, quien ayudó a su joven compañera a descender al andén. Phileas Fogg pensaba ir directamente al vapor de Hong Kong, a fin de instalar allí convenientemente a la princesa Aouda, de quien no quería separarse mientras estuviese en aquel país tan peligroso para ella.

Cuando el señor Fogg iba a salir de la estación, se acercó a él un agente de policía diciéndole:

—¿El señor Phileas Fogg?

—Yo soy.

—¿Es ese hombre vuestro criado? —añadió el agente designando a Picaporte.

—Sí.

—Tened ambos la bondad de seguirme.

El señor Fogg no hizo movimiento alguno que demostrase la menor sospecha. El agente era un representante de la ley, y para todo inglés, la ley es sagrada, Picaporte, con sus hábitos franceses, quiso hacer observaciones, pero el agente le tocó con su varilla, y Phileas Fogg le hizo seña de obedecer.

—¿Puede acompañarnos esta joven dama? —preguntó el señor Fogg.

—Puede hacerlo —respondió el agente.

El señor Fogg, Aouda y Picaporte, fueron conducidos a un palki ghari, especie de carruaje de cuatro ruedas y cuatro asientos, tirado por dos caballos. Partieron sin que nadie hablase durante el trayecto, que duró unos veinte minutos.

El carruaje atravesó primeramente la ciudad «negra» de calles estrechas formadas por unos casuchos donde pululaba una población cosmopolita, sucia y andrajosa, y luego pasó por la ciudad europea, embellecida con casas de ladrillos, adornada de palmeras, erizadas de arboladuras, y que, a pesar de la hora, temprana, estaba ya recorrida por elegantes jinetes y magníficos carruajes.

El palki ghari se paró delante de un edificio de apariencia sencilla, pero que no parecía apropiado para usos domésticos. El agente hizo bajar a sus presos —pues podía dárseles ese nombre— y los llevó a un aposento con rejas, diciéndoles:

—A las ocho y media compareceréis ante el juez Obadiah.

Y luego se retiró cerrando la puerta.

—¡Vamos, nos han agarrado! —exclamó Picaporte dejándose caer sobre una silla.

Aouda procurando en vano disfrazar su emoción, dijo al señor Fogg:

—¡Es necesario que me abandonéis! ¡Os veis perseguido por mí! ¡Es por haberme salvado!

Phileas Fogg se contentó con responder que eso no era posible. ¡Perseguido por ese asunto del sutty! ¡Inadmisible! ¿Cómo se habían de atrever a presentarse los que se querellasen? Había sin duda alguna equivocación. El señor Fogg añadió que, en todo caso, no abandonaría a la joven y la conduciría a Hong Kong.

—¡Pero el buque se marcha a las tres! —dijo Picaporte.

—Antes de las tres estaremos a bordo —respondió sencillamente el impasible caballero.

Quedó esto afirmado tan terminantemente que Picaporte no pudo menos de decir para sí:

—¡Diantre, cierto será! Antes de las dos estaremos a bordo.

Pero esto no lo tranquilizaba.

A las ocho y media la puerta del cuarto se abrió. El agente de policía volvió a presentarse e introdujo a los presos en la pieza vecina. Era una sala de audiencias, y había un público bastante numeroso compuesto de europeos y de indígenas, que ocupaba el pretorio.

El señor Fogg, la princesa Aouda y Picaporte, se sentaron en un banco frente a los asientos reservados para el juez y el escribano.

Ese juez, el juez Obadiah, no tardó en llegar seguido del escribano. Era un señorón regordete. Descolgó una peluca colgada de un clavo y se la puso con presteza.

—La primera causa —dijo; pero llevando la mano a su cabeza, exclamó—: ¡Eh! ¡Si no es mi peluca!

—En efecto, señor Obadiah, es la mía —repuso el escribano.

—Querido señor Oysterpuf, ¿cómo queréis que un juez pueda dictar una buena sentencia con la peluca de un escribano?

Se verificó el cambio de pelucas. Durante estos preliminares, Picaporte hervía de impaciencia porque la aguja le parecía andar terriblemente aprisa en el reloj grande del pretorio.

—La primera causa —repuso entonces el juez Obadiah.

—¿Phileas Fogg? —dijo el escribano Oysterpuf.

—Heme aquí —respondió el señor Fogg.

—¿Picaporte?

—¡Presente! —respondió Picaporte.

—¡Bien! —dijo el juez Obadiah—. Hace dos días, acusados, que os están espiando en todos los trenes de Bombay.

—Pero, ¿de qué nos acusan? —exclamó Picaporte impaciente.

—Vais a saberlo —respondió el juez.

—Caballero —dijo entonces el señor Fogg—, soy ciudadano inglés y tengo derecho…

—¿Os han faltado a los miramientos? —preguntó el señor Obadiah.

—De ningún modo.

—¡Bien! Haced entrar a los querellantes.

Por orden del juez se abrió una puerta, y tres sacerdotes indios fueron introducidos por un alguacil.

—¿No lo decía yo? —dijo Picaporte—. ¡Esos bribones son los que querían quemar a esa joven señora!

Los sacerdotes se mantuvieron de pie delante del juez, y el escribano leyó en voz alta una querella de sacrilegio formulada contra el señor Phileas Fogg y su criado, acusados de haber profanado un lugar consagrado por la religión brahmánica.

—¿Habéis oído? —preguntó el juez a Phileas Fogg.

—Sí, señor —respondió el señor Fogg mirando el reloj—, y lo confieso.

—¡Ah! ¿Conque lo confesáis?

—Lo confieso, y estoy aguardando que esos tres sacerdotes declaren a su vez lo que querían hacer en la pagoda de Pillaji.

Los sacerdotes se miraron. No comprendían al parecer nada en las palabras del acusado.

—¡Sin duda! —exclamó impetuosamente Picaporte—. ¡En esa pagoda de Pillaji, ante la cual iban a quemar a su víctima!

Los sacerdotes volvieron a quedar estupefactos, asombrándose profundamente el juez Obadiah.

—¿Qué víctima? —preguntó—. ¿Quemar a quién? ¿En medio de la ciudad de Bombay?

—¿Bombay? —exclamó Picaporte.

—Sin duda no se trata de la pagoda de Pillaji, sino de la pagoda de Malebar Hill, en Bombay.

—Y como pieza de convicción, he aquí los zapatos del profanador —añadió el escribano colocando un par de ellos encima de la mesa.

—¡Mis zapatos! —exclamó Picaporte, quien altamente sorprendido no pudo contener esa involuntaria exclamación.

Fácil es comprender lo confundidos que quedaron amo y criado. Se habían olvidado del incidente de Bombay, y éste era precisamente lo que los traía ante el magistrado de Calcuta.

En efecto, el agente Fix había comprendido todo el partido que podía sacar de ese desgraciado asunto. Atrasando su marcha doce horas había ido a aconsejar lo que debían hacer los sacerdotes de Malebar Hill. Les había prometido resarcimiento de perjuicios, sabiendo muy bien que el gobierno inglés se mostraba muy severo con esos delitos, y después por el tren siguiente los había hecho ir en seguimiento de los culpables. Pero a causa del tiempo empleado en dar libertad a la joven viuda, Fix y los indios llegaron a Calcuta antes que Phileas Fogg y su criado, a quienes los magistrados, prevenidos por despacho telegráfico, debían prender al apearse del tren.

Júzguese el despecho de Fix cuando supo que Phileas Fogg no había llegado a la capital del Indostán. Debió creer que el ladrón, deteniéndose en una de las estaciones, se había refugiado en una de las provincias septentrionales. Durante las veinticuatro horas, Fix estuvo de acecho en la estación, entregado a mortales inquietudes. ¡Cuál fue después su alegría al verlo aquella misma mañana bajar del vagón en compañía, es cierto, de una joven cuya presencia no podía explicar! Al punto envió contra él un agente de policía, y de esa manera Fogg, Picaporte y la viuda del rajá de Bundelkund fueron conducidos ante el juez Obadiah.

Y no estando Picaporte tan preocupado, hubiera visto en un rincón del pretorio al detective, que asistía al juicio con interés fácil de comprender, porque en Calcuta como en Bombay y como en Suez, no tenía aún el mandato de prisión.

Entretanto, el juez Obadiah había tomado acta de la confesión, que se le había escapado a Picaporte, quien hubiera dado todo lo que poseía por poder retirar sus imprudentes palabras.

—¿Los hechos se confiesan? —dijo el juez.

—Confesados —respondió el señor Fogg.

—Visto —repuso el juez— que la ley inglesa entiende proteger igual y rigurosamente todas las religiones de las poblaciones indias; estando el delito confesado por el señor Picaporte; convencido de haber profanado con sacrílego pie el pavimento de la pagoda de Malebar Hill, en Bombay, el día 20 de octubre, condena al susodicho Picaporte a quince días de prisión y una multa de trescientas libras.

—¿Trescientas libras? —exclamó Picaporte, que sólo se manifestó impresionado por la multa.

—¡Silencio! —dijo el alguacil con áspera voz.

—Y —añadió el juez Obadiah—, considerando que no está materialmente probado que haya dejado de haber convivencia entre el criado y el amo, y que en todo caso éste es responsable de los hechos y gestiones de quienes tiene a su servicio, condeno al señor Phileas Fogg a ocho días de prisión y ciento cincuenta libras de multa. Escribano, llamad a otros.

Fix, en su rincón, experimentaba una satisfacción indecible. Phileas Fogg, detenido ocho días en Calcuta, era más de lo que necesitaba para dar tiempo a que el mandamiento llegase.

Picaporte estaba atolondrado. Esta sentencia arruinaba a su amo. Una apuesta de veinte mil libras perdida, y todo por haber tenido la curiosidad de entrar en aquella maldita pagoda.

Phileas Fogg, tan dueño de sí, como si la sentencia no le hubiese alcanzado, no había movido tan siquiera las cejas. Pero en el momento en que el escribano llamaba a otro juicio, se levantó y dijo:

—Ofrezco caución.

—Tenéis el derecho de hacerlo —respondió el juez.

Fix sintió frío en sus fibras, pero recobró su tranquilidad cuando oyó que el juez, atendida la cualidad de extranjeros de Phileas Fogg y su criado, fijaba la caución para cada uno de ellos en la enorme suma de mil libras.

Eran dos mil libras más de gasto para el señor Fogg si no cumplía la condena.

—¡Pago! —exclamó el caballero.

Y retiró del saco que llevaba Picaporte un paquete de billetes de banco que dejó sobre la mesa del escribano.

—Esta suma os será devuelta al salir de la cárcel —dijo el juez—. Entretanto, estáis libre.

—Venid —dijo Phileas Fogg a su criado.

—¡Pero al menos que me devuelvan mis zapatos! —exclamó Picaporte con un movimiento de rabia.

—¡Bien caros cuestan! —dijo entre dientes—. ¡Más de mil libras cada uno! ¡Sin contar que me hacen daño!

Picaporte siguió con actitud compungida al señor Fogg, que había ofrecido su brazo a la joven. Fix esperaba todavía que el ladrón no se decidiera a perder la suma de dos mil libras y que cumpliría sus ocho días de cárcel. Echó, pues, a andar tras el señor Fogg. Tomó éste un coche, en el cual Aouda, Picaporte y él subieron en seguida. Fix corrió detrás del coche, que se detuvo en uno de los muelles.

A media milla en rada, el Rangoon estaba aparejando con su pabellón de marcha izado sobre el mástil. Daban las once. El señor Fogg llegaba, pues, con una hora de adelanto. Fix lo vio apearse y entrar en un bote con Aouda y su criado. El agente dio con el pie en el suelo.

—¡Bribón! —exclamó—. ¡Se marcha! ¡Dos mil libras sacrificadas! ¡Pródigo como un ladrón! ¡Ah! ¡Lo seguiré hasta el fin del mundo si es menester; pero al paso que va, todo el dinero robado se habrá ido!

El inspector de policía tenía sus fundamentos para hacer esta reflexión. En efecto; desde que se había marchado de Londres, entre gastos de viaje, primas, compras de elefantes, cauciones y multas, Phileas Fogg había sembrado ya más de cinco mil libras por el camino, y el tanto por ciento que se concede a los policías sobre lo recobrado iba siempre bajando.

Capítulo 16

En el que Fix no parece comprender lo más mínimo de lo que se le dice

El Rangoon, uno de los buques que la Compañía Peninsular y Oriental emplea para el servicio del mar de China y del Japón, era un vapor de hierro, de hélice, con el aforo en bruto de mil setecientas toneladas, y la fuerza nominal de cuatrocientos caballos. Igualaba al Mongolia en velocidad, pero no en comodidades. Por eso la princesa Aouda no estuvo tan bien instalada como lo hubiera deseado Phileas Fogg. Por lo demás, tratándose sólo de una travesía de tres mil quinientas millas, o sea de once a doce días, la joven no fue viajera de difícil acomodo.

Durante los primeros días de la travesía, la princesa Aouda contrajo mayor intimidad con Phileas Fogg. En todas ocasiones le manifestaba el más vivo reconocimiento. El flemático caballero la escuchaba, en apariencia al menos, con la mayor frialdad, sin que una entonación ni un ademán revelasen la más ligera emoción. Cuidaba que nada faltase a la joven. A ciertas horas acudía regularmente, si no a hablar, al menos a escucharla. Cumplía con ella los deberes de urbanidad más estricta, pero con la gracia y la imprevisión de un autómata cuyos movimientos se hubiesen dispuesto para ese fin. Aouda no sabía qué pensar de ello, pero Picaporte le había explicado algo de la excéntrica personalidad de su amo. Le había instruido de la apuesta que le hacía dar la vuelta al mundo. La princesa Aouda se había sonreído; pero al fin le debía la vida, y su salvador no podía salir perdiendo en que ella lo viese al través de su reconocimiento.

La princesa Aouda confirmó la noticia que el guía indio había hecho de su interesante historia. Pertenecía ella, en efecto, a esa raza que ocupa el primer lugar entre los indígenas. Varios negociantes parsis han hecho grandes fortunas en las Indias en el comercio de algodones. Uno de ellos, sir James Jejeebhoy, ha sido ennoblecido por el gobierno inglés, y Aouda era pariente de ese rico personaje que habitaba en Bombay. Contaba ella con encontrar en Hong Kong al honorable Jejeeh, primo de sir Jejeebhoy. ¿Hallaría allí refugio y protección? No podría asegurarlo, y a eso respondía el señor Fogg que no se inquietara porque todo se arreglaría matemáticamente. Estas fueron sus palabras.

¿Comprendía la joven viuda la significación de tan horrible adverbio? No se sabe; pero sus hermosos ojos, límpidos como los sagrados lagos del Himalaya, se fijaban sobre los de Fogg, quien, tan intratable y tan abotonado como siempre, no parecía dispuesto a arrojarse en el referido lago.

Esta primera parte de la travesía del Rangoon se efectuó con excelentes condiciones. El tiempo era bonancible, y toda la porción de la inmensa bahía que los marineros llaman los «brazos del Bengala», se mostró favorable a la marcha del vapor.

El Rangoon no tardó en cruzar por delante del Gran Andaman, que era la principal isla de un grupo que los navegantes divisan desde lejos, por su pintoresca montaña de Saddle Peek, de dos mil cuatrocientos pies de altura.

Se fue siguiendo la costa de bastante cerca. Los salvajes papúas de la isla no se mostraron. Son unos seres colocados en el último grado de la escala humana, pero que han sido indudablemente considerados como antropófagos.

El desarrollo panorámico de las islas era soberbio. Inmensos bosques de palmeras asiáticas, arecas, bambúes, moscadas, tecks, mimosas gigantescas, helechos arborescentes cubrían el primer plano del país, perfilándose atrás los elegantes contornos de las montañas. Sobre la costa pululaban a millares esas preciosas salanganas, cuyos nidos comestibles son un manjar muy apetitoso en el Celeste Imperio. Pero todo este espectáculo variado, ofrecido a las miradas por el grupo de las Andaman, paso pronto, y el Rangoon se dirigió con rapidez hacia el estrecho de Malaca, que debía darle acceso a los mares de la China.

¿Qué hacía durante la travesía el inspector Fix, tan desgraciadamente arrastrado en aquel viaje de circunnavegación? Al salir de Calcuta, después de haber dejado instrucciones para que, si llegase el mandamiento, le fuese remitido a Hong Kong, había podido embarcar a bordo del Rangoon sin haber sido visto de Picaporte, y confiaba en disimular su presencia hasta la llegada a puerto. En efecto, difícil le hubiera sido explicar por qué se hallaba a bordo sin excitar las sospechas de Picaporte, que debía creerle en Bombay. Pero la lógica misma de las circunstancias reanudó sus relaciones con el honrado mozo. ¿De qué modo? Vamos a verlo.

Todas las esperanzas, todos los deseos del inspector de policía se concentraban ahora en un solo punto del mundo, Hong Kong; porque el vapor se detenía muy poco tiempo en Singapore para poder obrar en esta ciudad. La prisión debía verificarse por consiguiente en Hong Kong, porque, si no, se le escaparía el ladrón sin remedio.

En efecto, Hong Kong era todavía tierra inglesa, pero la última. Más allá, la China, el Japón, la América ofrecían un refugio casi seguro al señor Fogg. En Hong Kong, si llegaba por fin el mandamiento de prisión, Fix prendería a Fogg, y lo entregaría a la policía local. No había dificultad; pero más allá de Hong Kong, no bastaría ya un simple mandamiento de prisión, sino que sería necesaria un acta de extradición. De aquí resultarían tardanzas, lentitudes y obstáculos de toda naturaleza, que el ladrón aprovecharía para escaparse definitivamente. Si la operación no se podía verificar en Hong Kong, sería, si no imposible, mucho más difícil poderla efectuar con alguna probabilidad de éxito.

«Por consiguiente —decía Fix para sí durante las dilatadas horas que pasaba en el camarote— o el mandamiento estará en Hong Kong y prendo a mi hombre, o no estará y será necesario retrasar su viaje a toda costa. ¡Salido mal en Bombay y en Calcuta, si no doy el golpe en Hong Kong, pierdo mi reputación! Cueste lo que cueste, es necesario triunfar. Pero, ¿qué medio emplearé para retardar, si fuese necesario, la partida de ese maldito Fogg?».

En última instancia, Fix estaba decidido a revelárselo todo a Picaporte, dándole a conocer el amo a quien servía y del cual no era ciertamente cómplice. Picaporte, con esta revelación, debería creerse comprometido, y entonces se pondría de parte de Fix. Pero éste era un medio aventurado que sólo podía emplearse a falta de otro. Una sola palabra dicha por Picaporte a su amo hubiera bastado para comprometer irrevocablemente el negocio.

El inspector de policía se hallaba pues, muy apurado, cuando la presencia de Aouda a bordo del Rangoon, en compañía de Phileas Fogg, le abrió nuevas perspectivas.

¿Quién era aquella mujer? ¿Qué concurso de circunstancias la habían traído a ser compañera de Fogg? El encuentro había tenido lugar evidentemente entre Bombay y Calcuta. Pero, ¿en qué punto de la península? ¿Era él acaso quien había reunido a Phileas Fogg con la joven viajera? Ese viaje al través de la India, por el contrario, ¿había sido emprendido con el fin de reunirse con tan linda persona? ¡Porque era lindísima! Bien lo había reparado Fix en la sala de audiencias del tribunal de Calcuta.

Fácil es comprender cuán caviloso debía estar el agente. Ocurriósele la idea de algún rapto criminal. ¡Sí! ¡Eso debía ser! Este pensamiento se incrustó en el cerebro de Fix, reconociendo todo el partido que de esta circunstancia podía sacar. Fuese o no casada la joven, había rapto, y era posible suscitar en Hong Kong tales dificultades al raptor, que no pudiera salir de ellas ni aun a fuerza de dinero.

Pero no había que aguardar la llegada del Rangoon a Hong Kong. Ese Fogg tenía la detestable costumbre de saltar de un buque a otro, y antes que la denuncia se entablase podía estar lejos.

Lo que importaba era prevenir a las autoridades inglesas y señalar el paso del Rangoon antes del desembarque. Nada era más fácil, puesto que el vapor hacía escala en Singapore, y esta ciudad se hallaba enlazada con la costa de China por un alambre telegráfico.

Sin embargo, antes de obrar, y con el fin de proceder con más seguridad, Fix resolvió interrogar a Picaporte. Sabía que no era muy difícil hacerle hablar, y se decidió a romper el disimulo que hasta entonces había guardado. Pero no había tiempo que perder, porque era el 31 de octubre, y al día siguiente el Rangoon debía hacer escala en Singapore.

Saliendo, pues, aquel día de su camarote, Fix apareció en el puente con intento de ir al encuentro de Picaporte con señales de la mayor sorpresa. Picaporte se estaba paseando a proa cuando el inspector corrió hacia él, exclamando:

—¡Vos aquí en el Rangoon!

—¡El señor Fix a bordo! —respondió Picaporte, absolutamente sorprendido al reconocer a su compañero de travesía del Mongolia—. ¡Cómo! ¡Os dejo en Bombay y os encuentro en camino de Hong Kong! Entonces, ¿también estáis dando la vuelta al mundo?

—No —respondió Fix— y pienso detenerme en Hong Kong, al menos durante algunos días.

—¡Ah! —dijo Picaporte que tuvo un momento de asombro—. ¿Y cómo no os he visto desde la salida de Calcuta?

—Cierto malestar… un poco de mareo… He guardado cama en mi camarote… El golfo de Bengala no me prueba tan bien como el Océano de las Indias. ¿Y vuestro amo el señor Phileas Fogg?

—Con cabal salud y tan puntual como su itinerario. ¡Ni un día de atraso! ¡Ah, señor Fix, no lo sabéis; pero también está con nosotros una joven señora!

—¿Una joven señora? —respondió el agente, que aparentaba perfectamente no comprender lo que su interlocutor quería decir.

Pero Picaporte lo puso pronto al corriente de la historia. Refirió el incidente de la pagoda de Bombay, la adquisición del elefante al precio de dos mil libras, el suceso del sutty, el rapto de Aouda, la sentencia del tribunal de Calcuta, la libertad bajo caución. Fix, que conocía la última parte de estos incidentes, fingía ignorarlos todos, y Picaporte se dejaba llevar por el encanto de contar sus aventuras a un oyente que tanto interés demostraba en escucharlas.

—Pero en suma —preguntó Fix—, ¿es que vuestro amo intenta llevarse a esa joven a Europa?

—No, señor Fix, no. Vamos a entregarla a uno de sus parientes; rico comerciante de Hong Kong.

—¡Nada por hacer! —dijo entre sí el detective disimulando su despecho—. ¿Queréis una copa de gin, señor Picaporte?

—Con mucho gusto, señor Fix. ¡Nuestro encuentro a bordo del Rangoon bien merece que bebamos!

Capítulo 17

Se muestra qué ocurrió en la travesía desde Singapur a Hong Kong

Desde aquel día, Picaporte y el agente se encontraron con frecuencia; pero Fix estuvo muy reservado con su compañero y no trató de hacerle hablar. Sólo vio una o dos veces al señor Fogg que permanecía en el salón del Rangoon, ora haciendo compañía a Aouda, ora jugando al whist, según su invariable costumbre.

En cuanto a Picaporte, se puso a pensar formalmente sobre la extraña casualidad que traía otra vez a Fix al mismo camino que su amo. Y en efecto, con menos había para asombrarse. Ese caballero, muy amable y a la verdad muy complaciente, que aparece primero en Suez, que se embarca en el Mongolia, que desembarca en Bombay, donde dice que debe quedarse; que se encuentra luego en el Rangoon en dirección de Hong Kong; en una palabra, siguiendo paso a paso el itinerario del señor Fogg, todo esto merecía un poco de meditación. Había aquí extrañas coincidencias. ¿Tras de quién iba Fix? Picaporte estaba dispuesto a apostar sus babuchas —las había preciosamente conservado— que Fix saldría de Hong Kong al mismo tiempo que ellos, y probablemente sobre el mismo vapor.

Aun cuando hubiera estado Picaporte discurriendo durante un siglo, nunca hubiera acertado con la misión de que estaba encargado el agente. Jamás se hubiera imaginado que Phileas Fogg fuera seguido a la manera de un ladrón, alrededor del globo terrestre. Pero como la condición humana quiere explicarlo todo, he aquí cómo Picaporte, por una repentina inspiración, interpretó la presencia permanente de Fix, y ciertamente que no dejaba de ser plausible su ocurrencia. En efecto, según él, Fix no era ni podía ser, más que un agente enviado en seguimiento de Phileas Fogg por sus compañeros del Reform Club, a fin de reconocer si el viaje se hacía efectivamente alrededor del mundo, según el itinerario convenido.

—¡Es evidente, es evidente! —decía para sí el honrado mozo, ufano de su perspicacia—. ¡Es un espía que esos caballeros han enviado tras de nosotros! ¡Eso no es digno! ¡El señor Fogg, tan probo, tan hombre de bien! ¡Hacerle espiar por un agente! ¡Ah! ¡Señores del Reform Club, caro os costará!

Encantado Picaporte de su descubrimiento, resolvió, sin embargo, no decir nada a su amo, por temor de que éste no se resintiese con razón ante la desconfianza que manifestaban sus adversarios. Pero se propuso bromear a Fix con este motivo, por medio de palabras embozadas y sin comprometerse.

El miércoles 30 de octubre, por la tarde, el Rangoon entraba en el estrecho de Malaca, que separa la península de ese nombre de las tierras de Sumatra. Unos islotes montuosos, muy escarpados y pintorescos, ocultaban a los pasajeros la vista de la gran isla.

Al siguiente día, a las cuatro de la mañana, habiendo el Rangoon ganado media jornada sobre la travesía reglamentaria, anclaba en Singapore a fin de renovar su provisión de carbones.

Phileas Fogg inscribió ese adelanto en la columna de beneficios, y esta vez bajó a tierra, acompañando a Aouda, que había manifestado deseos de pasear durante algunas horas.

Fix, a quien parecía sospechosa toda acción de Fogg, lo siguió con disimulo. En cuanto a Picaporte, que se reía in petto, al ver la maniobra de Fix, fue a hacer sus ordinarias compras.

La isla de Singapore no es grande ni de imponente aspecto. Carece de montañas y, por consiguiente, de perfiles, pero en su pequeñez es encantadora. Es un parque cortado por hermosas carreteras. Un bonito coche, tirado por esos elegantes caballos importados de Nueva Zelanda, transportó a la princesa Aouda y a Phileas Fogg al centro de unos grupos de palmeras de brillante hoja y de esos árboles que producen el clavo de especia formado con el capullo mismo de la flor entreabierta. Allí, los setos de arbustos de pimienta, reemplazaban las cambroneras de las campiñas europeas; los sagús y los grandes helechos con su soberbio follaje, variaban el aspecto de aquella región tropical; los árboles de moscada con sus barnizadas hojas saturaban el aire con penetrantes perfumes. Los monos en tropeles, que ostentaban su viveza y sus muecas, no faltaban en los bosques, ni los tigres en los juncales. A quien se asombre de que en tan pequeña isla no hayan sido destruidos esos terribles carnívoros, les responderemos que vienen de Malaca atravesando el estrecho a nado.

Después de haber recorrido la campiña durante dos horas, Aouda y su compañero —que miraban un poco sin ver— volvieron a la ciudad, extensa aglomeración de lindos jardines donde se encuentran mangustos, piñas y las mejores frutas del mundo.

A las diez volvían al vapor, después de haber sido seguidos sin sospecharlo por el inspector, que también había tenido que hacer gasto de coche.

Picaporte los aguardaba en el puente del Rangoon. El buen muchacho había comprado algunas docenas de mangustos, gruesos como manzanas medianas, de color pardo oscuro por fuera, rojo subido por dentro, y cuya fruta blanca, al fundirse entre los labios, procura a los verdaderamente golosos un goce sin igual. Picaporte tuvo una gran satisfacción en ofrecerlos a Aouda que se lo agradeció con suma gracia.

A las once, el Rangoon, después de haberse abastecido de carbón, largaba sus amarras; y algunas horas más tarde los pasajeros perdían de vista las altas montañas de Malaca, cuyas selvas abrigan los más hermosos tigres de la tierra.

Singapore dista mil trescientas millas de la isla de Hong Kong, pequeño territorio inglés desprendido de la costa de China. Phileas Fogg tenía interés en recorrerlas lo más en seis días, a fin de tomar en Hong Kong el vapor que partía el 6 de noviembre para Yokohama, uno de los principales puertos de Japón.

El Rangoon iba muy cargado. Se habían embarcado en Singapore numerosos pasajeros, indios, ceilaneses, chinos, malayos, portugueses, la mayor parte de los cuales iban en las clases inferiores.

El tiempo, bastante bello hasta entonces, cambió con el último cuarto de luna. La mar se puso gruesa. El viento arreció, pero felizmente por el Sureste, lo cual favorecía la marcha del vapor. Cuando era manejable, el capitán hacía desplegar velas. El Rangoon, aparejado en bergantín, navegó a menudo con sus dos gavias y trinquete aumentando su velocidad bajo la doble acción del vapor y del viento. Así se recorrieron sobre una zona estrecha y a veces muy penosa las costas de Anam y Cochinchina.

Pero la culpa la tenía más bien el Rangoon que el mar; y los pasajeros, que se sintieron la mayor parte enfermos, debieron achacar su malestar al buque.

En efecto, los vapores de la Compañía Peninsular que hacen el servicio de los mares de China, tienen un defecto de construcción muy grave. La relación del calado en carga con la cabida, ha sido mal calculada, y por consiguiente ofrecen al mar muy débil resistencia. Su volumen cerrado, impenetrable al agua, es insuficiente. Están anegados, y a consecuencia de esta disposición bastaban algunos bultos echados a bordo, para modificar su marca. Son, por consiguiente, esos buques muy inferiores —si no por el motor y el aparato evaporatorio— a los tipos de las mensajerías francesas, tales como la Emperatriz y el Cambodge. Mientras que, según los cálculos de los ingenieros, estos buques pueden embarcar una cantidad de agua igual a su propio peso, antes de sumergirse los de la Compañía Peninsular, el Golconda, el Corea y el Rangoon no podrían recibir el sexto de su peso sin irse a pique.

Convenía, pues, tomar grandes precauciones durante el mal tiempo. Era menester algunas veces estar a la capa con poco vapor, lo cual era una pérdida de tiempo que no parecía afectar a Phileas Fogg de modo alguno, pero que irritaba mucho a Picaporte. Acusaba entonces al capitán, al maquinista, a la Compañía, y enviaba al diantre a todos los que se ocupan de transportar viajeros. Tal vez también la idea de aquel mechero de gas que seguía ardiendo por su cuenta en la casa de Saville Row entraba por mucho en su impaciencia.

—¿Parece que tenéis mucha prisa en llegar a Hong Kong? —le dijo un día el detective.

—¡Mucha prisa! —respondió Picaporte.

—¿Pensáis que el señor Fogg tenga también mucha prisa en tomar el vapor de Yokohama?

—¡Una prisa espantosa!

—¿Luego ahora creéis en ese extraño viaje alrededor del mundo?

—Absolutamente. ¿Y vos, señor Fix?

—¿Yo? No creo en él.

—¡Truhán! —respondió Picaporte guiñando el ojo.

Esa palabra dejó pensativo al agente. El calificativo lo inquietó mucho sin saber por qué. ¿Lo había adivinado el francés? No sabía qué pensar. ¿Cómo podía Picaporte haber descubierto su condición de detective, cuyo secreto de nadie podía ser sabido? Y sin embargo, al hablar así, Picaporte lo había hecho con segunda intención.

Aconteció también que el buen muchacho se propasó aún más otro día, sin poder contener su lengua.

—Vamos, señor Fix —preguntó a su compañero con malicia—, ¿acaso una vez llegados a Hong Kong tendremos el sentimiento de dejaros allí?

—¡Vaya —respondió Fix bastante desconcertado— no lo sé! ¡Tal vez …!

—¡Ah! —dijo Picaporte—. ¡Si nos acompañaseis, sería una dicha para mí!

¡Vamos! ¡Un agente de la Compañía Peninsular no debe quedarse en el camino! ¡No ibais más que a Bombay y ya pronto estaréis en China! ¡La América no está lejos, y de América a Europa hay sólo un paso!

Fix miraba con atención a su interlocutor, que le mostraba el semblante más amable del mundo, y adoptó el partido de reírse de él. Pero éste, que estaba de gracia, le preguntó si su oficio le producía mucho.

—Sí y no —respondió Fix sin pestañear—. Hay negocios buenos y malos. ¡Pero bien comprenderéis que no viajo a mis expensas!

—¡Oh! ¡En cuanto a eso, estoy seguro de ello! —exclamó Picaporte riéndose más y mejor.

Terminada la conversación, Fix entró en su camarote y se entregó a la meditación. De un modo o de otro, el francés había reconocido su calidad de agente de policía. Pero, ¿se lo habría dicho a su amo? ¿Qué papel hacía en todo esto? ¿Era cómplice o no? ¿El negocio estaba descubierto y por consiguiente fallido?

El agente pasó algunas horas angustiosas, creyéndolo algunas veces todo perdido, esperando otras que Fogg ignoraba la situación, y por último, no sabiendo qué partido tomar.

Entretanto, se estableció la calma en su cerebro y resolvió obrar francamente con Picaporte. Si no se encontraba en las condiciones apetecidas para prender a Fogg en Hong Kong, y así Fogg se preparaba para salir definitivamente del territorio inglés, él, Fix, se lo diría todo a Picaporte. O el criado era cómplice del amo y éste lo sabía todo, en cuyo caso el negocio estaba definitivamente comprometido, o el criado no tenía parte alguna en el robo, y entonces su interés estaba en separarse del ladrón.

Tal era pues la situación respectiva de aquellos dos hombres, mientras que Phileas Fogg se distinguía por su magnífica indiferencia. Cumplía racionalmente su órbita alrededor del mundo, sin inquietarse de los asteroides que giraban en su derredor.

Y sin embargo, había en las cercanías —según expresión de los astrónomos— un astro perturbador que hubiera debido producir algunas alteraciones en el corazón de ese caballero. ¡Pero no! El encanto de Aouda no tenía acción alguna, con gran sorpresa de Picaporte, y las perturbaciones, si existían, hubieran sido más difíciles de calcular que las de Urano, que han ocasionado el descubrimiento de Neptuno.

¡Sí! Era un asombro diario para Picaporte, que leía tanto agradecimiento hacia su amo en los ojos de la hermosa joven. ¡Decididamente, Phileas Fogg sólo tenía corazón bastante para conducirse con heroísmo, pero no con amor, no! En cuanto a las preocupaciones que los azares del viaje podían causarle, no daba indicio ninguno de ellas. Pero Picaporte vivía en continua angustia. Apoyado un día en el pasamanos de la máquina, estaba mirando cómo de vez en cuando precipitaba éste su movimiento, cuando la hélice salió de punta fuera de las olas por un violento cabeceo, escapándose el vapor por las válvulas, lo cual provocó las iras de tan digno mozo.

—¡No están bastante cargadas esas válvulas! —exclamó—. ¡Eso no es andar! ¡Al fin, ingleses! ¡Ah! Si fuese un buque americano, quizá saltaríamos, pero iríamos más de prisa.

Capítulo 18

En el que Phileas Fogg, Picaporte y Fix se ocupan de sus propios asuntos

Durante los primeros días de la travesía, el tiempo fue bastante malo. El viento arreció mucho. Fijándose en el Noroeste, contrarió la marcha del vapor, y el Rangoon, demasiado inestable cabeceó considerablemente, adquiriendo los pasajeros el derecho de guardar rencor a esas anchurosas oleadas que el viento levantaba sobre la superficie del mar.

Durante los días 3 y 4 de noviembre fue aquello una especie de tempestad. La borrasca batió el mar con vehemencia. El Rangoon debió estarse a la capa durante media jornada, manteniéndose con diez vueltas de hélice nada más, y tomando de sesgo a las olas. Todas las velas estaban arriadas, y aun sobraban todos los aparejos que silbaban en medio de las ráfagas.

La velocidad del vapor, como es fácil concebirlo, quedó notablemente rebajada, y se pudo calcular que la llegada a Hong Kong llevaría veinte horas de atraso y quizá más si la tempestad no cesaba.

Phileas Fogg asistía a aquel espectáculo de un mar furioso que parecía luchar directamente contra él, sin perder su habitual impasibilidad. Su frente no se nubló ni un instante, y sin embargo, una tardanza de veinte horas podía comprometer su viaje, haciéndole perder la salida del vapor de Yokohama. Pero ese hombre sin nervios no experimentaba ni impaciencia ni aburrimiento. Hasta parecía que la tempestad estaba en su programa y estaba prevista. La princesa Aouda que habló de este contratiempo con su compañero, lo encontró tan sereno como antes.

Fix no veía las cosas del mismo modo. Antes al contrario. La tempestad le agradaba. Su satisfacción no hubiera tenido límites si el Rangoon se llegase a ver obligado a huir ante la tormenta. Todas estas tardanzas le cuadraban bien, porque pondrían al señor Fogg en la precisión de permanecer algunos días en Hong Kong. Por último, el cielo, con sus ráfagas y borrascas, estaba a su favor. Se encontraba algo indispuesto; ¡pero qué importa! No hacía caso de sus náuseas, y cuando su cuerpo se retorcía por el mareo, su ánimo se ensanchaba con satisfacción inmensa.

En cuanto a Picaporte, bien se puede presumir a que cólera se entregaría durante ese tiempo de prueba. ¡Hasta entonces todo había marchado bien! La tierra y el agua parecían haber estado a disposición de su amo. Vapores y ferrocarriles, todo le obedecía. El viento y el vapor se habían concertado para favorecer su viaje. ¿Había llegado la hora de los desengaños? Picaporte, como si debieran salir de su bolsillo, no vivía las veinte mil libras de la apuesta ya. Aquella tempestad lo exasperaba, la ráfaga lo enfurecía, y de buen grado hubiera azotado a aquel mar tan desobediente. ¡Pobre mozo! Fix le ocultó cuidadosamente su satisfacción personal, e hizo bien, porque, si Picaporte hubiera adivinado la alegría secreta de Fix, éste lo hubiera pasado mal.

Ayudaba las maniobras asombrando a todos.

Picaporte, durante toda la duración de la borrasca, permaneció sobre el puente del Rangoon. No hubiera podido estarse abajo. Se encaramaba a la arboladura y ayudaba las maniobras con la ligereza de un mono, asombrando a todos. Dirigía preguntas al capitán, a los oficiales, a los marineros, que no podían menos de reírse al verle tan desconcertado. Picaporte quería a toda costa saber cuánto duraría la tempestad, y le designaban el barómetro que no se decidía a subir. Picaporte sacudía el barómetro, pero nada obtenía, ni aun con las injurias que prodigaba al irresponsable instrumento.

Por fin la tempestad se apaciguó; el estado del mar se modificó en la jornada del 4 de noviembre. El viento volvió dos cuartos al Sur y se tornó favorable.

Picaporte se serenó juntamente con el tiempo. Las gavias y foques pudieron desplegarse, y el Rangoon prosiguió su rumbo con maravillosa velocidad.

Pero no era posible recobrar todo el tiempo perdido. Era necesario resignarse, y la tierra no se divisó hasta el día 6 a las cinco de la mañana. El itinerario de Phileas Fogg señalaba la llegada para el 5. Había, pues una pérdida de veinticuatro horas, y necesariamente se perdía la salida para Yokohama.

A las seis, el piloto subió a bordo del Rangoon y se colocó en el puente que cubre la escotilla de la maquina para dirigir el buque por los pasos hasta el puerto de Hong Kong.

Picaporte ardía en deseos de preguntar a ese hombre si el vapor de Yokohama había partido; pero no se atrevió, por no perder la esperanza hasta el último momento. Había confiado sus inquietudes a Fix, quien trataba, el zorro, de consolarlo, diciéndole que el señor Fogg lo arreglaría tomando el vapor próximo, lo cual daba inmensa rabia a Picaporte.

Pero si Picaporte no se aventuraba a hacer preguntas al piloto, el señor Fogg, después de haber consultado su Bradshaw le preguntó con calma si sabía cuándo saldría un buque de Hong Kong para Yokohama.

—Mañana a la primera marea —respondió el piloto.

—¡Ah! —exclamó el señor Fogg sin manifestar ningún asombro.

Picaporte, que estaba presente, hubiera abrazado de buen grado al piloto, a quien Fix retorcería con gusto el cuello.

—¿Cuál es el nombre de ese vapor? —preguntó el señor Fogg.

—El Carnatic —respondió el piloto.

—¿No debía marchar ayer?

—Sí, señor, pero tenía que hacer reparaciones en su caldera y se aplazó la salida para mañana.

—Os doy las gracias —respondió el señor Fogg, que con paso automático bajó al salón del Rangoon.

En cuanto a Picaporte, tomó la mano del piloto y la estrechó vigorosamente diciendo:

—¡Vos, piloto, sois un hombre digno!

El piloto nunca habrá llegado a saber probablemente por qué sus respuestas le valieron tan amistosa expansión. Después de un silbido de la máquina, dirigió el vapor entre aquella flotilla de juncos, tankas, barcos de pesca y buques de todo género que obstruían los pasos de Hong Kong.

A la una, el Rangoon estaba en el muelle y los pasajeros desembarcaron.

En esta circunstancia debemos convenir en que el azar había singularmente favorecido a Phileas Fogg. Sin la necesidad de reparar sus calderas el Carnatic se hubiera marchado el 5 de noviembre, y los viajeros para el Japón hubieran tenido que aguardar durante ocho días la salida del vapor siguiente. Es cierto que el señor Fogg estaba veinticuatro horas atrasado, pero este atraso no podía tener para él consecuencias sensibles.

En efecto, el vapor que hace la travesía del Pacífico desde Yokohama a San Francisco, estaba en correspondencia directa con el de Hong Kong y no podía salir antes de la llegada de éste. Habría evidentemente veinticuatro horas de atraso en Yokohama, pero durante los veintidós días que dura la travesía del Pacífico sería fácil recobrarlas. Phileas Fogg se hallaba, pues, con veinticuatro horas de diferencia en las condiciones de su programa, treinta y cinco días después de su salida de Londres.

El Carnatic no debía salir hasta el día siguiente a las cinco, y por consiguiente podía el señor Fogg disponer de dieciséis horas para sus asuntos; es decir, para los de Aouda. Al desembarcar ofreció su brazo a la joven y la condujo a una litera pidiendo a los porteadores que le indicasen una fonda. Le designaron el Hotel del Club, adonde llegó el palanquín veinte minutos después, seguido de Picaporte.

Se tomó un cuarto para la joven, y Phileas Fogg cuidó que nada le faltase. Después le dijo que iba inmediatamente a ponerse en busca de los parientes en poder de quienes debía dejarla. Al mismo tiempo dio a Picaporte la orden de permanecer en el hotel hasta su regreso, para que la joven no estuviese sola.

El caballero se hizo conducir a la Bolsa. Allí conocerían probablemente a un personaje tal como el honorable Jejeeh que era uno de los más ricos comerciantes de la ciudad.

El corredor a quien se dirigió el señor Fogg conocía en efecto al negociante parsi; pero hacía dos años que éste, después de haber hecho fortuna, había ido a establecerse a Europa —en Holanda, según se creía— lo cual se explicaba por las numerosas relaciones que había tenido con este país durante su existencia comercial.

Phileas Fogg volvió al Hotel del Club, y al punto se presentó ante la princesa Aouda, a quien sin más le manifestó que el honorable Jejeeh no residía ya en Hong Kong, habitando probablemente en Holanda.

Aouda al pronto no respondió nada. Se pasó la mano por la frente y estuvo meditando durante algunos instantes. Después, dijo con suave voz:

—¿Qué debo hacer, señor Fogg?

—Muy sencillo —respondió el caballero—. Venir a Europa.

—Pero yo no puedo abusar…

—No abusáis, y vuestra presencia no entorpece mi programa. ¿Picaporte?

—Señor —respondió Picaporte.

—Id al Carnatic y tomad tres camarotes.

Picaporte, gozoso de seguir el viaje en compañía de la joven que lo trataba con mucho agrado, dejó al punto el Hotel del Club.

Capítulo 19

En el que Picaporte se toma más interés del debido por su señor, y de las consecuencias de esto

Hong Kong no es más que un islote cuya posesión quedó asegurada para Inglaterra por el Tratado de Tonkín después de la guerra de 1842. En algunos años el genio colonizador de la Gran Bretaña había fundado allí una ciudad importante y creado un puerto, el puerto Victoria. La isla se halla situada en la embocadura del río de Cantón, habiendo solamente sesenta millas hasta la ciudad portuguesa de Macao, construida en la ribera opuesta. Hong Kong debía por necesidad vencer a Macao en la lucha mercantil, y ahora la mayor parte del tránsito chino se efectúa por la ciudad inglesa. Los docks, los hospitales, los muelles, los depósitos, una catedral gótica, la casa del gobernador, calles macadamizadas, todo haría creer que una de las ciudades de los condados de Kent o de Surrey, atravesando la esfera terrestre, se ha trasladado a ese punto de la China, casi en las antípodas.

Picaporte se dirigió con las manos metidas en los bolsillos hacia el puerto Victoria, mirando los palanquines, las carretillas de vela, todavía usadas en el celeste Imperio, y toda aquella muchedumbre de chinos, japoneses y europeos que se apiñaban en las calles. Con poca diferencia, aquello era todavía muy parecido a Bombay, Calcuta o Singapore. Hay como un rastro de ciudades inglesas así alrededor del mundo.

Picaporte llegó al puerto Victoria. Allí, en la embocadura del río Cantón, había un hormiguero de buques de todas las naciones: ingleses, franceses, americanos, holandeses, navíos de guerra y mercantes, embarcaciones japonesas y chinas, juncos, sampans, tankas y aun barcos-flores que formaban jardines flotantes sobre las aguas. Paseándose, Picaporte observó cierto número de indígenas vestidos de amarillo, muy avanzados en edad. Habiendo entrado en una barbería china para hacerse afeitar a lo chino, supo por el barbero, que hablaba bastante bien el inglés, que aquellos ancianos pasaban todos de ochenta años, porque al llegar a esta edad tenían el privilegio de vestir de amarillo, que es el color imperial. A Picaporte le pareció esto muy chistoso sin saber por qué.

Después de afeitarse se fue al muelle de embarque del Carnatic, y allí vio a Fix que se paseaba de arriba abajo y viceversa, de lo cual no se extrañó. Pero el inspector de policía dejaba ver en su semblante muestras de un despecho vivísimo.

—¡Bueno! —dijo entre sí Picaporte—. ¡Esto va mal para los caballeros del Reform Club!

Y salió al encuentro de Fix con su alegre sonrisa, sin aparentar que notaba la inquietud de su compañero.

Ahora bien, el agente tenía buenas razones para echar pestes contra el infernal azar que lo perseguía. ¡No había mandamiento! Era evidente que éste corría tras de él y no podía alcanzarlo sino permaneciendo algunos días en la ciudad. Y como Hong Kong era la última tierra inglesa del trayecto, el señor Fogg se le iba a escapar definitivamente si no lograba retenerlo.

—Y bien, señor Fix, ¿estáis decidido a venir con nosotros a América? —preguntó Picaporte.

—Sí —respondió Fix apretando los dientes.

—¡Enhorabuena! —exclamó Picaporte soltando una ruidosa carcajada—. Bien sabía yo que no podríais separaros de nosotros. ¡Venid a tomar vuestro pasaje, venid!

Y ambos entraron en el despacho de los transportes marítimos, tomando camarotes para cuatro personas; pero el empleado les advirtió que estando concluidas las reparaciones del Carnatic se marcharía éste aquella misma noche a las ocho, y no al siguiente día como se había anunciado.

—Muy bien —exclamó Picaporte— esto no vendrá mal a mi amo. Voy a avisarle.

En aquel momento, Fix tomó una resolución extrema. Resolvió decírselo todo a Picaporte. Era éste el único medio de retener a Phileas Fogg durante algunos días en Hong Kong.

Al salir del despacho, Fix ofreció a su compañero convidarlo en una taberna. Picaporte tenía tiempo, y aceptó el convite.

Había en el muelle una taberna de atractivo aspecto, donde ambos entraron. Era una extensa sala bien adornada, en el fondo de la cual había una tarima de campaña, guarnecida de almohadas, y sobre la cual se hallaba cierto número de durmientes.

Unos treinta consumidores ocupaban en la gran sala unas mesetas de junco tejido. Los unos vaciaban pintas de cerveza inglesa, ale o porter, los otros, copas de licores alcohólicos, gin o brandy. Además, la mayor parte de ellos fumaba en largas pipas de barro colorado, llenas de bolitas de opio mezclado con esencia de rosa. Después, de vez en cuando, algún fumador enervado caía bajo la mesa; y los mozos, tomándolo por los pies y la cabeza, lo llevaban al tinglado para que allí durmiera tranquilamente. Estaban allí colocados como treinta de éstos, embriagados, unos junto a otros en el último grado de embrutecimiento.

Fix y Picaporte comprendieron que habían entrado en un fumadero frecuentado por esos miserables, alelados, enflaquecidos, idiotas, a quienes la mercantil Inglaterra vende anualmente millones de libras de esa funesta droga, llamada opio. ¡Tristes millones cobrados sobre uno de los vicios más funestos de la naturaleza humana!

Bien ha procurado el gobierno chino remediar este abuso por medio de leyes severas, pero en vano. De la clase rica, a la cual estaba al principio formalmente reservado el uso del opio, descendió el vicio hasta las clases inferiores, y ya no fue posible contener sus estragos. Se fuma el opio en todas partes, entregándose a esa inhalación no pueden pasar sin ella, porque experimentan horribles contracciones en el estómago. Un buen fumador puede aspirar ocho pipas al día, pero se muere en cinco años.

Fix y Picaporte habían entrado, por consiguiente, en uno de esos fumaderos que pululan hasta en Hong Kong. Picaporte no tenía dinero, pero aceptó gustoso la fineza de su compañero, reservándose pagársela en su tiempo y lugar.

Se pidieron dos botellas de Oporto, a las cuales hizo el francés mucho honor; mientras que Fix, más reservado, observaba a su compañero, con suma atención. Se habló de diferentes cosas, y sobre todo de la excelente idea que había tenido Fix al tomar pasaje en el Carnatic. Y a propósito de este vapor cuya salida se anticipaba, Picaporte, después de vaciadas las botellas, se levantó para advertir a su amo.

Fix lo detuvo.

—Un momento —le dijo.

—¿Qué queréis, señor Fix?

—Tengo que hablaros de cosas serias.

—¡De cosas serias! —exclamó Picaporte vaciando algunas gotas de vino que se habían quedado en el fondo de su vaso—. Pues bien, mañana hablaremos. No tengo tiempo hoy.

—Quedaos —dijo Fix—. ¡Se trata de vuestro amo!

Picaporte, al oír esto, miró con fijeza a su interlocutor.

La expresión del semblante de Fix le pareció singular, y se sentó.

—¿Qué tenéis, pues, que decirme? —preguntó.

Fix apoyó la mano en el brazo de su compañero, y bajando la voz, dijo:

—¿Habéis adivinado quién soy?

—¡Pardiez! —dijo Picaporte sonriendo.

—Entonces voy a confesarlo todo…

—… ¡Ahora que lo sé todo, compadre! ¡Ah! ¡Eso no tiene chiste! ¡Pero, en fin, seguid; mas antes dejadme deciros que esos caballeros hacen gastos bien inútiles!

—¡Inútiles! —dijo Fix—. ¡Habláis como queréis! ¡Ya se ve que no conocéis la importancia de la suma!

—Pero sí que la conozco perfectamente —respondió Picaporte—. ¡Se trata de veinte mil libras!

—¡Cincuenta y cinco mil! —repuso Fix, estrechando la mano del francés.

—¡Cómo! —exclamó Picaporte—. El señor Fogg se habrá atrevido… ¡Cincuenta y cinco mil libras!… Pues bien, razón de más para no perder momento —añadió levantándose otra vez.

—¡Cincuenta y cinco mil libras! —repuso Fix, que hizo sentar de nuevo a Picaporte, después de haber hecho traer un frasco de brandy—. Y si salgo bien, gano una prima de dos mil libras. ¿Queréis quinientas con la condición de ayudarme?

—¿Ayudaros? —exclamó Picaporte, cuyos ojos se abrían desmesuradamente.

—¡Así es, ayudarme a retener al señor Fogg en Hong Kong durante unos días!

—¿Eh? —dijo Picaporte—. ¿Qué estáis ahí diciendo? ¡Cómo! ¡No contentos con hacer seguir a mi amo y sospechar de su lealtad, esos caballeros quieren además promover obstáculos! ¡Me avergüenzo por ellos!

—¿Qué es eso? ¿Qué queréis decir? —preguntó Fix.

—Quiero decir que es muy poco delicado. Esto equivale a despojar al señor Fogg y sacarle el dinero del bolsillo.

—¡De eso precisamente se trata!

—Pero es una acechanza —exclamó Picaporte animándose por la influencia del brandy que le servía Fix y que bebía sin advertirlo—. Una verdadera asechanza. ¡Unos caballeros! ¡Unos colegas!

Fix empezaba a no comprender.

—¡Unos colegas! —exclamó Picaporte—. ¡Miembros del Reform Club! Sabed, señor Fix, que mi amo es hombre honrado, y que cuando hace una apuesta trata de ganarla lealmente.

—Pero, ¿quién creéis que soy? —preguntó Fix clavando su mirada en Picaporte.

—¡Es evidente! Un agente de los socios del Reform Club, con la misión de vigilar el itinerario de mi amo, lo cual es altamente humillante. Así es que, si bien hace algún tiempo que he adivinado vuestro oficio, me he guardado muy bien de revelárselo al señor Fogg.

—¿No sabe nada? —preguntó con viveza Fix.

—Nada —respondió Picaporte, vaciando otra vez su vaso.

El inspector de policía se pasó la mano por la frente y vacilaba antes de tomar la palabra. ¿Qué debía hacer? El error de Picaporte parecía sincero, pero dificultaba todavía más su proyecto. Era evidente que el muchacho hablaba con absoluta buena fe y que no era el cómplice de su amo, lo cual hubiera podido recelar Fix.

—Pues bien —dijo—, puesto que no eres cómplice suyo, me ayudarás.

El agente se había afirmado en su resolución, y por otra parte no había tiempo que perder. A toda costa era necesario prender a Fogg en Hong Kong.

—Escuchad —dijo Fix con presteza; escuchadme bien. Yo no soy lo que pensáis; es decir, un agente de los miembros del Reform Club…

—¡Bah! —dijo Picaporte mirándolo con aire burlón.

—Soy inspector de policía encargado de una misión…

—¡Vos… inspector de policía…!

—Sí, y lo pruebo —repuso Fix—. He aquí mi título.

Y el agente, sacando un papel de la cartera, enseñó a su compañero un nombramiento firmado por el director de la policía central. Picaporte miraba atónito a Fix, sin poder articular una sola palabra.

—La apuesta del señor Fogg —prosiguió Fix— no es más que un pretexto del que sois juguete vos y sus compañeros del Reform Club, porque tenía interés en asegurarse vuestra inconsciente complicidad.

—¿Y por qué? —exclamó Picaporte.

—Escuchad. El día 28 de septiembre último se hizo en el Banco de Inglaterra un robo de cincuenta y cinco mil libras por un individuo cuyas señas pudieron recogerse. He aquí esas señas, que son una por una las del señor Fogg.

—¡Quita allá! —exclamó Picaporte hiriendo la mesa con su robusto puño—. ¡Mi amo es el hombre más honrado del mundo!

—¿Qué sabéis, puesto que ni siquiera lo conocéis? ¡Habéis entrado a servirle el día de su partida, y se marchó precipitadamente con ese pretexto insensato, sin equipaje y llevándose una gruesa suma de billetes de banco! ¿Y os atrevéis a sostener que es hombre de bien?

—¡Sí! ¡Si! —repetía maquinalmente el pobre mozo.

—¿Queréis, pues, que os prenda como cómplice suyo?

Picaporte se había asido la cabeza con ambas manos. No parecía el mismo. No se atrevía a mirar al inspector de policía. ¡Phileas Fogg, ladrón, el salvador de Aouda, el hombre generoso y valiente! ¡Y, sin embargo, cuántas presunciones contra él! Picaporte trataba de rechazar las sospechas que invadían su entendimiento. No quería creer en la culpabilidad de su amo.

—En fin, ¿qué queréis de mí? —preguntó al agente de policía, conteniéndose por un supremo esfuerzo.

—Esto —respondió Fix—. He seguido al señor Fogg hasta aquí, pero no he recibido todavía el mandamiento de prisión que he pedido a Londres. Es necesario que me ayudéis a detenerlo en Hong Kong…

—¡Yo! ¿Que ayude a…?

—¡Y partiremos la prima de dos mil libras prometidas por el Banco de Inglaterra!

—¡Jamás! —respondió Picaporte, que se quiso levantar y volvió a caer sintiendo que su razón y sus fuerzas le faltaban a un tiempo—. Señor Fix —dijo tartamudeado—, aun cuando fuese verdad todo lo que me habéis dicho… aun cuando mi amo fuese el ladrón que buscáis… lo cual niego… he estado… estoy a su servicio… lo conozco como bueno y generoso… Venderlo… jamás… no, por todo el oro del mundo… ¡Soy de un lugar donde no se come pan de esa especie!

—¿Os negáis?

—Me niego.

—Supongamos que nada he dicho —respondió Fix— y bebamos.

—Sí, bebamos.

Picaporte se sentía cada vez más invadido por la embriaguez. Comprendiendo Fix que era necesario a toda costa separarlo de su amo, quiso rematarlo. Había sobre la mesa algunas pipas cargadas de opio. Fix puso una en manos de Picaporte, quien la tomó, la llevó a los labios, la encendió, respiró algunas bocanadas, y cayó con la cabeza aturdida bajo la influencia del narcótico.

—En fin —dijo Fix al ver a Picaporte anonadado—, el señor Fogg no recibirá a tiempo el aviso de la salida del Carnatic; y, si parte, al menos se irá sin ese maldito francés.

Y luego salió, después de haber pagado el gasto.

Capítulo 20

En el Fix se encuentra cara a cara con Phileas Fogg

Durante esta escena, que iba, quizá, a comprometer gravemente el porvenir del señor Fogg, éste se paseaba con Aouda por las calles de la ciudad inglesa. Desde que la joven había aceptado la oferta de conducirla a Europa, el señor Fogg había tenido que pensar en todos los pormenores que requiere tan largo viaje. Que un inglés como él diese la vuelta al mundo con un saco de noche, pase; pero una mujer no podía emprender semejante travesía, en tales condiciones. De aquí resultaba la necesidad de comprar vestidos y objetos necesarios para el viaje. El señor Fogg hizo este servicio con la calma que le caracterizaba, y a todas las excusas y observaciones de la joven viuda, confundida con tanto obsequio, respondió invariablemente:

—Esto es en interés de mi viaje; está en mi programa.

Verificadas las compras, el señor Fogg y la joven entraron en el hotel, y comieron en la mesa redonda, donde estaba servida suntuosamente. Después, la princesa Aouda, algo cansada, se fue a su cuarto, estrechando antes la mano de su imperturbable salvador.

El honorable caballero pasó toda la velada leyendo el Times y el Illustrated London News.

Si algo debiera haberlo asombrado, era no haber visto a su criado a la hora de acostarse; pero, sabiendo que el vapor no salía de Hong Kong hasta el siguiente día, no se preocupó de ello. Picaporte no acudió, sin embargo, por la mañana, al llamamiento de la campanilla.

Nadie hubiera podido decir lo que pensó el honorable caballero, al saber que su criado no había vuelto a la fonda. El señor Fogg no hizo más que tomar su saco, avisar a la princesa Aouda y enviar a buscar un palanquín.

Eran entonces las ocho, y la marea, que debía aprovechar el Carnatic para su salida, estaba indicada para las nueve y media.

Cuando el palanquín llegó a la puerta de la fonda, el señor Fogg y la princesa Aouda subieron al confortable vehículo, y el equipaje siguió detrás en una carretilla.

Media hora más tarde, los viajeros bajaban al muelle de embarque, y allí supieron que el Carnatic se había marchado la víspera.

El señor Fogg, que esperaba encontrar, a la vez, el buque y a su criado, tuvo que pasar sin el uno y sin el otro; pero en su rostro, no apareció ninguna señal de inquietud, y se contentó con responder.

—Es un incidente, señora, y nada más.

En aquel momento, un personaje, que lo observaba con atención, se acercó a él. Era el inspector Fix, que lo saludó y le dijo:

—¿No sois, como yo, caballero, uno de los pasajeros del Rangoon llegado ayer?

—Sí, señor —respondió con frialdad el señor Fogg—. Pero no tengo la honra…

—Dispensadme, pero creí encontrar aquí a vuestro criado.

—¿Sabéis dónde está, caballero? —preguntó con viveza la joven viuda.

—¡Cómo! ¿No está con vosotros? —dijo Fix, fingiéndose sorprendido.

—No —respondió Aouda—. Desde ayer no ha vuelto a verse. ¿Se habrá embarcado sin nosotros a bordo del Carnatic?

—¿Sin vos, señora? —respondió el agente—. Pero, permitidme una pregunta, ¿pensabais, por lo visto, marchar en el vapor?

—Sí, señor.

—Yo también, señora, y me encuentro muy contrariado. ¡Habiendo terminado el Carnatic sus reparaciones, ha salido de Hong Kong, doce horas antes, sin avisar a nadie, y ahora será menester aguardar ocho días la próxima salida!

Al pronunciar estas palabras «ocho días», Fix sentía latir su corazón de gozo. ¡Ocho días! ¡Fogg detenido ocho días en Hong Kong! Había tiempo de recibir el mandamiento. En fin, la suerte se declaraba en favor del representante de la ley.

Júzguese del golpe que recibió cuando oyó decir a Phileas Fogg, con sosegada voz:

—Pero me parece que en el puerto de Hong Kong hay otros buques.

Y el señor Fogg, ofreciendo su brazo a Aouda, se dirigió a los docks, en busca de un buque dispuesto a marchar.

Fix lo seguía, desconcertado. Phileas Fogg, durante tres horas, recorrió el puerto en todos los sentidos, decidido, si era menester, a fletar una embarcación para ir a Yokohama; pero no vio más que buques en carga o descarga, y que, por consiguiente, no podían aparejar. Fix comenzó a recobrar esperanzas.

Pero el señor Fogg no se desanimaba, e iba a continuar sus investigaciones, aun cuando para ello tuviera que ir hasta Macao, cuando le salió al encuentro un marino que, descubriéndose, le dijo:

—¿Busca Vuestro Honor un barco?

—¿Lo tenéis dispuesto a marchar? —preguntó el señor Fogg.

—Sí, señor; un barco-piloto, el número 43, el mejor de la flotilla.

—¿Marcha bien?

—Entre ocho y nueve millas, lo menos. ¿Queréis verlo?

—Sí.

—Vuestro Honor quedará satisfecho. ¿Se trata de un paseo por mar?

—No. De un viaje.

—¡Un viaje!

—¿Os encargáis de conducirme a Yokohama?

El marino, al oír esto, se quedó con los brazos colgando y los ojos desencajados.

—¿Vuestro Honor se quiere reír? —dijo.

—¡No! —He perdido la salida del Carnatic, y tengo que estar el 14, lo más tarde, en Yokohama, para tomar el vapor de San Francisco.

—Lo siento —respondió el piloto—, pero es imposible.

—Os ofrezco cien libras por día, y una prima de doscientas libras si llego a tiempo.

—¿Formalmente? —preguntó el piloto.

—Muy formal —respondió el señor Fogg.

El piloto se había retirado aparte. Miraba al mar, luchando evidentemente entre el deseo de ganar una suma enorme y el temor de aventurarse tan lejos. Fix estaba sufriendo mortales angustias.

Entretanto, el señor Fogg se había vuelto hacia Aouda, diciéndole:

—¿No tendréis miedo?

—Con vos, no, señor Fogg —respondió la joven viuda.

El piloto se había adelantado de nuevo hacia el caballero, dando vueltas al sombrero entre las manos.

—¿Y bien, piloto? —dijo el señor Fogg.

—Pues bien, Vuestro Honor —respondió el piloto—; no puedo arriesgar ni a mis hombres, ni a mí, ni a vos mismo en tan larga travesía, sobre una embarcación de veinte toneladas y en esta época del año. Además, no llegaríamos a tiempo, porque hay mil seiscientas cincuenta millas de Hong Kong a Yokohama.

—Mil seiscientas tan sólo —dijo el señor Fogg.

—Lo mismo da.

Fix respiró una bocanada de aire.

—Pero —añadió el piloto—, habría, quizá, medio de arreglar la cosa de otro modo.

Fix ya no respiró.

—¿Cómo? —preguntó Phileas Fogg.

—Yendo a Nagasaki, en la punta meridional del Japón, mil cien millas, o a Shangai, ochocientas millas de Hong Kong. En esta última travesía nos separaríamos poco de la costa china, lo cual sería una gran ventaja, tanto más cuanto que las corrientes van hacia el Norte.

—Piloto —dijo Phileas Fogg—, en Yokohama es donde debo tomar el correo americano, y no en Shangai ni en Nagasaki.

—¿Por qué no? —repuso el piloto—. El vapor de San Francisco no sale de Yokohama, sino que hace allí escala, así como en Nagasaki, siendo Shangai su punto de partida.

—¿Estáis cierto de lo que decís?

—Cierto.

—¿Y cuándo sale el vapor de Shangai?

—El 11, a las siete de la tarde. Tenemos cuatro días para llegar, esto es, noventa y seis horas; y con un promedio de ocho millas por hora, si tenemos fortuna, si el viento es del Sureste, si la mar está bonancible, podemos salvar las ochocientas millas que nos separan de Shangai.

—¿Y cuándo podéis marchar?

—Dentro de una hora. El tiempo de comprar víveres y aparejar.

—Asunto convenido… ¿Sois el patrón del buque?

—Sí, señor; John Bunsby, patrón de la Tankadera.

—¿Queréis una señal?

—Si no sirve de molestia a Vuestro Honor…

—Ahí tenéis doscientas libras a cuenta… Caballero —añadió Phileas Fogg, volviéndose hacia Fix—, si queréis aprovechar…

—Iba a pediros ese favor —respondió resueltamente Fix.

—Pues bien; dentro de media hora, estaremos a bordo.

—Pero este pobre muchacho… —dijo la princesa Aouda, a quien la desaparición de Picaporte preocupaba mucho.

—Voy a hacer por él todo cuanto pueda —respondió Phileas Fogg.

Y mientras que Fix, nervioso, calenturiento, rabioso, se dirigía al barco-piloto, ambos se fueron a las oficinas de la policía de Hong Kong. Allí Phileas Fogg dio las señas de Picaporte, y dejó una cantidad suficiente para que lo mandasen a Europa. La misma formalidad se cumplió en el consulado de Francia, y después de haber tocado en el hotel, donde se recogió el equipaje, volvieron los viajeros al puerto.

Daban las tres. El barco-piloto número 43, con su tripulación a bordo, y sus víveres embarcados, estaba a punto de darse a la vela.

Era la Tankadera una bonita goleta de veinte toneladas, delgada de proa, franca de corte, muy prolongada en su línea de agua. Parecía un yate de carrera. Sus colores brillantes, sus herrajes galvanizados, su puente blanco como el marfil, indicaban que el patrón John Bunsby entendía muy bien en eso de limpieza y curiosidad. Sus dos mástiles se inclinaban algo hacia atrás. Llevaba cangreja, mesana, trinquete, foques, cuchillos y botalones, y podía aparejar bandola para tiempo en popa. Debía marchar maravillosamente, y de hecho había ganado ya muchos premios en las carreras de barcos-pilotos.

La tripulación de la Tankadera se componía del patrón John Bunsby y de cuatro hombres. Eran marinos de esos atrevidos, que en todo tiempo se aventuran en empresas difíciles y conocen perfectamente aquellos mares. John Bunsby, hombre de 45 años, vigoroso, de tez morena, mirada viva y figura enérgica, actitud bien plantada y muy sobre sí, hubiera inspirado confianza a los más recelosos.

—Phileas Fogg y la princesa Aouda pasaron a bordo, donde ya se encontraba Fix. Por la carroza de popa de la goleta se bajaba a una cámara cuadrada, cuyas paredes se arqueaban por encima de un diván circular. En medio había una mesa, alumbrada por una lámpara a prueba de vaivén. Era aquello muy pequeño, pero muy limpio.

—Siento no poderos ofrecer otra cosa mejor —dijo el señor Fogg a Fix, que se inclinó sin responder.

El inspector de policía sentía cierta humillación en aprovechar así los obsequios del señor Fogg.

—¡Seguramente —decía para sí—, que es un bribón muy cortés; pero es un bribón!

A las tres y diez minutos se izaron las velas. El pabellón de Inglaterra ondulaba en el cangrejo de la goleta. Los pasajeros estaban sentados en el puente. El señor Fogg y la princesa Aouda dirigieron una postrera mirada al muelle, a fin de ver si Picaporte aparecía.

Fix no dejaba de tener su miedo, porque la casualidad hubiera podido guiar hasta aquel paraje al desgraciado muchacho a quien había tratado tan indignamente, y entonces hubiera habido una explicación desventajosa para el agente.

Pero el francés no se vio, y sin duda estaba todavía bajo la influencia del embrutecimiento narcótico.

Por fin el patrón John Bunsby pasó mar afuera, y tomando el viento con cangreja, mesana y foques, se lanzó ondulando sobre las aguas.

«Siento no poderos ofrecer otra cosa mejor».

Capítulo 21

En el que el capitán del Tankadera corre gran peligro de no cobrar una prima de doscientas libras

Era expedición aventurada la de aquella navegación de ochocientas millas sobre una embarcación de veinte toneladas y, especialmente, en aquella época del año. Los mares de la China son generalmente malos; están expuestos a borrascas terribles, principalmente durante los equinoccios, y todavía no habían transcurrido los primeros días de noviembre.

Muy ventajoso hubiera sido, evidentemente, para el piloto, el conducir a los viajeros a Yokohama, puesto que le pagaban a tanto por día; pero arrostraría la grave imprudencia de intentar semejante travesía en esas condiciones, y era ya bastante audacia, si no temeridad, el subir hasta Shangai. Tenía, sin embargo, John Bunsby confianza en su Tankadera, que se elevaba sobre el oleaje como una malva, y quizá no iba descaminado.

Durante las últimas horas de esta jornada, la Tankadera navegó por los caprichosos pasos de Hong Kong, y en todas sus maniobras, y cerrada al viento su popa, se condujo admirablemente.

—No necesito, piloto —dijo Phileas Fogg, en el momento en que la goleta salía mar afuera—, recomendaros toda la posible diligencia.

—Fíese Vuestro Honor en mí —respondió John Bunsby—. En materia de velas, llevamos todo lo que el viento permite llevar.

—Es vuestro oficio, y no el mío, piloto, y me fío de vos.

Phileas Fogg, con el cuerpo erguido, las piernas separadas, a plomo como un marino, miraba, sin alterarse, el ampollado mar. La joven viuda, sentada a popa, se sentía conmovida al contemplar el océano, obscurecido ya por el crepúsculo, y sobre el cual se arriesgaba en una débil embarcación. Por encima de su cabeza se desplegaban las blancas velas, que la arrastraban por el espacio cual alas gigantescas. La goleta, levantada por el viento, parecía volar por el aire.

Llegó la noche. La luna entraba en su primer cuarto, y su insuficiente luz debía extinguirse pronto entre las brumas del horizonte. Las nubes que venían del Este iban invadiendo ya una parte del cielo.

El piloto había dispuesto sus luces de posición, precaución indispensable en aquellos mares, muy frecuentados en las cercanías de la costa. Los encuentros de buques no eran raros, y con la velocidad que andaba, la goleta se hubiera estrellado al menor choque.

Fix estaba meditabundo en la proa. Se mantenía apartado, sabiendo que Fogg era poco hablador; por otra parte, le repugnaba hablar con el hombre de quien aceptaba los servicios. También pensaba en el porvenir. Le parecía cierto que el señor Fogg no se detendría en Yokohama, y que tomaría inmediatamente el vapor de San Francisco, a fin de llegar a América, cuya vasta extensión le aseguraría la impunidad y la seguridad. El plan de Phileas Fogg le parecía sumamente sencillo.

En vez de embarcarse en Inglaterra para los Estados Unidos, como un bribón vulgar, Fogg había dado la vuelta, atravesando las tres cuartas partes del globo, a fin de alcanzar con más seguridad el continente americano, donde se comería tranquilamente los dineros del Banco, después de haber desorientado a la policía. Pero, una vez en los Estados Unidos, ¿qué haría Fix? ¿Abandonaría a aquel hombre? No, cien veces no. Mientras no hubiese conseguido su extradición, no lo soltaría. Era su deber, y lo cumpliría hasta el fin. En todo caso, se había presentado una circunstancia feliz. Picaporte no estaba ya con su amo, y, sobre todo, después de las confidencias de Fix importaba que amo y criado no volvieran a verse jamás.

Phileas Fogg, por su parte, no dejaba de pensar en su criado, que tan singularmente había desaparecido. Después de meditar mucho, no le pareció imposible que, por mala inteligencia, el pobre mozo se hubiese embarcado en el Carnatic en el último momento. También era ésta la opinión de la princesa Aouda, que echaba de menos a aquel fiel servidor, a quien tanto debía. Podía, pues, acontecer que lo encontrasen en Yokohama, y sería fácil saber si el Carnatic se lo había llevado.

A cosa de las diez, la brisa refrescó. Tal vez hubiera sido prudente tomar un rizo; pero el piloto, después de observar con atención el estado del cielo, dejó el velamen tal como estaba. Por otra parte, la Tankadera llevaba admirablemente el trapo, con gran calado de agua, y todo estaba preparado para aferrar inmediatamente, en caso de chubasco.

A medianoche, Phileas Fogg y Aouda bajaron a la cámara. Fix les había precedido y se había tendido en el diván. En cuanto al piloto y sus hombres, permanecieron toda la noche sobre cubierta.

El siguiente día, 8 de noviembre, al salir el sol, la goleta había andado más de cien millas. El loch indicaba que el promedio de velocidad estaba entre ocho y nueve millas.

La Tankadera, durante esta jornada, no se alejó sensiblemente de la costa, cuyas corrientes le eran favorables. La tenían a cinco millas, lo más, por babor, y aquella costa, irregularmente perfilada, aparecía de vez en cuando, entre algunos claros. Viniendo el viento de tierra, la mar era menos fuerte; circunstancia feliz para la goleta, porque las embarcaciones de poca cabida sufren por el oleaje, que corta su velocidad y las mata, empleando la expresión de aquellos marinos.

A mediodía, la brisa amainó algo, y fue llamada al sureste. El piloto mandó desplegar los cuchillos, pero al cabo de dos horas los aferró, porque el viento volvía a arreciar.

El señor Fogg y la joven, afortunadamente refractarios al mal de mar, comieron con apetito las conservas y la galleta de a bordo. Convidaron a Fix, quien tuvo que aceptar, sabiendo que es tan necesario dar lastre al estómago como a los buques; pero esto lo contrariaba. ¡Viajar a expensas de aquel hombre, nutrirse con sus propios víveres, le parecía algo desleal! Sin embargo, comió; con algún melindre, es verdad; pero al fin comió.

Con todo, después de terminada la comida, creyó que debía llamar al señor Fogg aparte, y le dijo:

—Caballero…

Esta palabra «caballero» le escocía algo, y aun se contenía para no echar mano al pescuezo de aquel «caballero».

—Caballero, habéis estado muy obsequioso ofreciéndome pasaje; pero, aunque mis recuerdos no me permiten obrar con tanta holgura como vos, entiendo pagar mi escote…

—No hablemos de eso, caballero.

—Pero si me empeño…

—No, señor —repitió Fogg con voz que no admitía réplica—. Eso entra en los gastos generales.

Fix se inclinó; se ahogaba, y, yendo a recostarse a proa, no volvió a hablar palabra en todo el día.

Entretanto, se andaba rápidamente. John Bunsby tenía buena esperanza. Varias veces dijo al señor Fogg que llegarían a tiempo a Shangai. El señor Fogg respondía simplemente que contaba con ello. Por lo demás, toda la tripulación desplegaba su celo ante la recompensa, que engolosinaba a la gente. No había, por consiguiente, escota que no se hallase bien tendida, ni vela que no estuviese bien reclamada, ni podía imputarse al timonel ningún falso borneo. No se hubiera maniobrado con más maestría en una regata del Royal Yacht Club.

Por la tarde, el piloto reconocía como recorridas doscientas veinte millas desde Hong Kong, y Phileas Fogg podía esperar que al llegar a Yokohama no tendría tardanza ninguna que apuntar en su programa. Por consiguiente, el primer contratiempo serio que experimentaba desde su salida de Londres, no le causaría, probablemente, perjuicio alguno.

Durante la noche, hacia las primeras horas de la mañana, la Tankadera entraba francamente en el estrecho de Fo-Kien, que separa la costa china de la gran isla de Formosa, y cortaba el trópico de Cáncer. El mar estaba muy duro en dicho estrecho, lleno de remolinos, formados por las contracorrientes. La goleta iba muy trabajada. La marejada quebrantaba su marcha, y era muy difícil tenerse de pie sobre cubierta.

Con el alba, el viento arreció más. Había en el cielo apariencias de un cercano chubasco. Además, el barómetro anunciaba un próximo cambio en la atmósfera; su marcha diurna era irregular, y el mercurio oscilaba caprichosamente. La marejada hacia el Sureste se presentaba ampollada, como indicio precursor de la tempestad. La víspera se había puesto el sol entre una bruma roja, en medio de los destellos forforescentes del Océano.

El piloto examinó, durante mucho tiempo, aquel mal aspecto del cielo, y murmuró, entre dientes, algunas palabras poco inteligibles. En cierto momento, dijo en voz baja a su pasajero:

—¿Puede decirse todo a Vuestro Honor?

—Todo —respondió Phileas Fogg.

—Pues bien; vamos a tener chubasco.

—¿Del Norte o del Sur? —preguntó sencillamente el señor Fogg.

—Del Sur. Vedio. Se está preparando un tifón.

—Vaya por el tifón del Sur, puesto que nos empujará hacia el buen lado —respondió Fogg.

—Si así lo tomáis —replicó el piloto—, nada tengo que decir.

Los presentimientos de John Bunsby no lo engañaban. En una época menos avanzada del año, el tifón según expresiones de un célebre meteorólogo, se hubiera desvanecido en cascada luminosa de llamarada eléctrica; pero en el equinoccio de invierno era de temer que se desencadenase con violencia.

El piloto tomó sus precauciones de antemano. Arrió todas las velas sobre cubierta. Los botadores fueron despasados. Las escotillas se condenaron cuidadosamente. Ni una gota de agua podía penetrar en el casco de la embarcación. Sólo se izó en trinquetilla una sola vela triangular, para conservar a la goleta con viento en popa, y, así las cosas, se esperó.

John Bunsby había recomendado a sus pasajeros que bajasen a la cámara; pero, en tan estrecho espacio, casi privado de aire, y con los sacudimientos de la marejada, no podía tener nada de agradable aquel encierro.

Ni el señor Fogg, ni la princesa Aouda, ni el mismo Fix, consintieron en abandonar la cubierta.

A las ocho la borrasca de agua y de ráfagas cayó a bordo. Sólo con su trinquetilla, la Tankadera fue despedida como una pluma por aquel viento, del cual no se puede formar exacta idea sino cuando sopla en tempestad. Comparar su velocidad a la cuádruple de una locomotora lanzada a todo vapor, sería quedar por debajo de la verdad.

Durante toda la jornada, corrió así hacia el Norte, arrastrada por olas monstruosas, y conservando, felizmente, una velocidad igual a la de ellas. Veinte veces estuvo a pique de quedar anegada por una de esas montañas de agua que se levantan por popa, pero la catástrofe se evitaba por un diestro golpe de timón dado por el piloto. Los pasajeros quedaban, algunas veces, mojados en grande por los rocíos que recibían con toda filosofía. Fix gruñía, indudablemente; pero la intrépida Aouda, con la vista fija en su compañero, cuya sangre fría admiraba, se manifestaba digna de él, y hacía frente a su lado la tormenta. En cuanto a Phileas Fogg, parecía que el tifón formaba parte de su programa.

Hasta entonces, la Tankadera había hecho siempre rumbo hacia el Norte; mas por la tarde, como era de temer, el viento se llamó a tres cuartos al Noroeste. La goleta, dando entonces el costado a la marejada, fue espantosamente sacudida. El mar la hería con violencia suficiente para espantar, cuando no se sabe con qué solidez están enlazadas entre sí todas las partes de un buque.

Con la noche, la tempestad se acentuó más, y, viendo llegar la oscuridad y con la oscuridad crecer la tormenta, John Bunsby tuvo serios temores. Preguntó si sería tiempo de escalar la costa, y consultó a la tripulación, después de lo cual se acercó a Fogg y le dijo:

—Creo, Vuestro Honor, que haríamos bien en arribar a un puerto de la costa.

—Yo también lo creo —respondió Phileas Fogg.

—¡Ah! —dijo el piloto—, pero ¿en cuál?

—Sólo conozco uno —respondió tranquilamente el señor Fogg.

—¿Y es?

—Shangai…

El piloto estuvo algunos momentos sin comprender lo que significaba esta respuesta, y lo que encerraba de obstinación y de tenacidad. Después exclamó:

—¡Pues bien, sí! Vuestro Honor tiene razón. ¡A Shangai!

Y la dirección de la Tankadera se mantuvo denodadamente hacia el Norte.

¡Noche ciertamente terrible! Fue un milagro que la goleta no volcase. Dos veces se vio comprometida, y todo hubiera desaparecido de cubierta, a no mantenerse firmes las trincas. Aouda estaba destrozada, pero no exhaló queja alguna. Más de una vez tuvo el señor Fogg que acudir a ella para protegerla contra la violencia de las olas.

Al asomar el día, la tempestad se desencadenaba todavía con extraordinario furor. Sin embargo, el viento volvió al Sureste. Era una modificación favorable, y la Tankadera hizo rumbo de nuevo en aquel mar bravío, cuyas olas se estrellaban entonces con las producidas por la nueva dirección del viento. De aquí el choque de marejadas encontradas, que hubiera desmantelado una embarcación construida con menos solidez.

De vez en cuando, se divisaba la costa, por entre las rasgadas brumas, pero ni un solo buque a la vista. La Tankadera era la única que se aguantaba a la mar.

A mediodía, hubo algunos síntomas de calma, que, con el descenso del sol en el horizonte, se pronunciaron con más decisión.

La corta duración de la tempestad se debió a su misma violencia. Los pasajeros, completamente quebrantados, pudieron comer algo y tomarse algún descanso.

La noche fue relativamente apacible. El piloto hizo restablecer sus velas en bajos rizos. La velocidad de la embarcación era considerable. Al amanecer del 11, reconocida la costa, aseguró John Bunsby que Shangai no distaba cien millas.

No quedaba más que aquella jornada para andar esas cien millas. Aquella misma tarde debía llegar el señor Fogg a Shangai, si no quería faltar a la salida del vapor de Yokohama. A no estallar la tempestad, durante la cual perdió muchas horas, hubiera estado en aquel momento a treinta millas del puerto.

La brisa amainaba sensiblemente, y la mar se calmaba al propio tiempo. La goleta se cubrió de trapo. Cuchillos, velas de estay, contrafoque, en todo hacía presa el viento, levantando espuma en el mar la roda.

A mediodía, la Tankadera no estaba a más de cuarenta y cinco millas de Shangai. Le faltaban seis horas para llegar al puerto, antes de la salida del vapor de Yokohama.

Los temores se despertaron con viveza. Se quería llegar a toda costa. Todos, excepto Phileas Fogg, sentían latir su corazón de impaciencia. ¡Era necesario que la goleta se mantuviese en un promedio de nueve millas por hora, y el viento seguía calmándose! Era una brisa irregular que soplaba de la costa a rachas, después de cuyo paso desaparecía el oleaje.

Sin embargo, la embarcación era tan ligera, sus velas, de tejido fino, recogían tan bien los movimientos sueltos de la brisa que, con ayuda de la corriente, a las seis, John Bunsby no contaba ya más que diez millas hasta la ría de Shangai, porque esta ciudad esta situada a doce millas de la embocadura.

A las siete todavía faltaban tres millas hasta Shangai. De los labios del piloto se escapó una formidable imprecación. La prima de doscientas libras iba a escapársele. Miró al señor Fogg, quien estaba impasible, a pesar de que se jugaba en aquel momento la fortuna entera.

Entonces apareció sobre el agua un largo huso negro, coronado por un penacho de humo. Era el vapor americano, que salía a la hora reglamentaria.

—¡Maldición! —exclamó John Bunsby, que rechazó la barca con desesperado brazo.

—¡Señales! —dijo simplemente Phileas Fogg.

En la proa de la Tankadera había un cañoncito de bronce, que servía para señales en tiempo de bruma.

El cañón se cargó hasta la boca; pero, en el momento en que el piloto iba a aplicar la mecha, dijo el señor Fogg:

—¡La bandera!

La bandera se arrió a medio mástil, en demanda de auxilio, esperando que, al verla, el vapor americano modificaría su rumbo para acudir a la embarcación.

—¡Fuego! —dijo el señor Fogg.

Y la detonación estalló por los aires.

Capítulo 22

En el que Picaporte demuestra que, incluso en las antípodas, es conveniente llevar algo de dinero en el bolsillo

El Carnatic, salido de Hong Kong el 7 de noviembre, a las seis y media de la tarde, se dirigía a todo vapor hacia las tierras del Japón. Llevaba cargamento completo de mercancías y pasajeros. Dos cámaras de popa estaban desocupadas; eran las que se habían tomado para Phileas Fogg.

Al día siguiente por la mañana, los hombres de proa pudieron ver, no sin sorpresa, a un pasajero que, con la vista medio embobada, el andar vacilante, la cabeza espantada, salía de la carroza de segundas y venía a sentarse, vacilante, sobre una pieza de respeto.

Ese pasajero era Picaporte en persona. He aquí lo acontecido:

Algunos instantes después que Fix salió del fumadero, dos mozos habían recogido a Picaporte, profundamente dormido, y lo habían acostado sobre la tarima reservada a los fumadores. Pero, tres horas más tarde, Picaporte, perseguido hasta en sus pesadillas por una idea fija, se despertaba y luchaba contra la acción enervante del narcótico. El pensamiento de su deber no cumplido sacudía su entorpecimiento. Bajaba de aquella tarima de ebrios, y apoyándose, vacilante, en las paredes, cayendo y levantándose, pero siempre impelido por una especie de instinto, salía del fumadero gritando como en sueños: ¡el Carnatic, el Carnatic!

El vapor estaba ya humeando y dispuesto a marchar. Picaporte no tenía más que dar algunos pasos. Se lanzó sobre el puente volante, salvó el espacio y cayó sin aliento a proa, en el momento en que el Carnatic largaba sus amarras.

Algunos marineros, como gente acostumbrada a esta clase de escenas, descendieron al pobre mozo a una cámara de segunda, y Picaporte no se despertó hasta la mañana siguiente, a ciento cincuenta millas de las tierras de China.

Por eso, pues, se hallaba Picaporte aquel día sobre la cubierta del Carnatic, viniendo a aspirar, a todo pulmón las brisas del mar. Este aire puro lo serenó. Comenzó a reunir sus ideas, y no lo consiguió sin esfuerzos. Pero, al fin, recordó las escenas de la víspera, las confidencias de Fix, el fumadero, etc.

—¡Es evidente —decía para sí—, que he estado abominablemente ebrio! ¿Qué dirá el señor Fogg? En todo caso, no he faltado a la salida del buque, que es lo principal.

Y después, acordándose de Fix, añadía:

—En cuanto a ése, espero que ya nos habremos desembarazado de él, y que después de lo que me ha propuesto, no se atreverá a seguirnos sobre el Carnatic. ¡Un inspector de policía, un detective, en seguimiento de mi amo, acusado del robo cometido en el Banco de Inglaterra! ¡Quite allá! ¡El señor Fogg es ladrón como yo asesino!

¿Debía Picaporte referir todo eso a su amo? ¿Convenía enterarlo del papel que desempeñaba Fix en este asunto? ¿No sería mejor aguardar su llegada a Londres, para decirle que un agente de policía metropolitana le había seguido alrededor del mundo, y para reírse juntos? Indudablemente que sí, y en todo caso, había tiempo de resolver esta cuestión. Lo más urgente era presentarse al señor Fogg, y darle excusas por lo sucedido.

Sobre cubierta no vio a nadie que se pareciese al señor Fogg, ni a la princesa Aouda.

—Bueno —dijo para sí—, la princesa Aouda estará todavía acostada, y en cuanto al señor Fogg, habrá tropezado con algún jugador de whist, y, según su costumbre…

Diciendo esto, Picaporte bajó al salón. Allí no estaba su amo. Picaporte preguntó al sobrecargo cuál era el camarote que ocupaba el señor Fogg. El sobrecargo le contestó que no conocía a nadie que se llamara así.

—Dispensad —dijo Picaporte, insistiendo—. Se trata de un caballero alto, frío, poco comunicativo, acompañado de una joven señora…

—No tenemos señoras jóvenes a bordo —respondió el sobrecargo—. Por lo demás, he aquí la lista de los pasajeros, y podéis consultarla.

Picaporte la leyó, y allí no figuraba el nombre de su amo.

Tuvo una especie de desvanecimiento. Ni una sola idea cruzó por su cerebro.

—Pero, ¿estoy en el Carnatic? —preguntó.

—Sí —respondió el sobrecargo.

—¿En rumbo para Yokohama?

—Perfectamente.

Picaporte había tenido, de pronto, el temor de haberse equivocado de buque. Pero, si él estaba en el Carnatic, era bien seguro que su amo no.

Picaporte se dejó caer sobre su sillón como herido del rayo. Acababa de ocurrírsele, súbitamente, una idea clara. Recordó que la hora de salida del Carnatic se había adelantado, y que no se lo había avisado a su amo. ¡Era culpa suya, por consiguiente, que el señor Fogg y la princesa Aouda hubiesen perdido el viaje!

¡Culpa suya, sí, pero más todavía del traidor que, para separarlo de su amo, y detener a éste en Hong Kong, lo había embriagado! Porque, al fin, comprendió el ardid del inspector de policía. ¡Y ahora el señor Fogg, seguramente arruinado, perdida la apuesta, detenido, preso tal vez!… Picaporte se arrancaba los pelos. ¡Ah, si Fix cayese alguna vez entre sus manos, qué ajuste de cuentas!

En fin, después de los primeros momentos de postración, Picaporte recobró su sangre fría, y estudió la situación, que era poco envidiable. El francés estaba en rumbo para el Japón. Cierto de su llegada allí ¿cómo se marcharía? Tenía los bolsillos vacíos. ¡Ni un chelín, ni un penique! Sin embargo, su pasaje y manutención estaban pagados de antemano. Contaba, pues, con cinco o seis días para pensar la resolución que debía tomar. Comió y bebió durante la travesía, cual no puede describirse. Comió por su amo, por la princesa Aouda y por sí mismo. Comió como si el Japón, adonde iba a desembarcar, hubiera sido país desierto, desprovisto de toda substancia comestible.

El 13, a la primera marea, el Carnatic entraba en el puerto de Yokohama.

Este punto es una importante escala del Pacífico, donde paran todos los vapores empleados en el servicio de correos y viajeros entre la América del Norte, la China, el Japón y las islas de la Malasia. Yokohama está situado en la misma bahía de Yedo, a corta distancia de esta inmensa ciudad, segunda capital del imperio japonés, antigua residencia del taikun, cuando existía este emperador civil, y rival de Meako, la gran ciudad habitada por el mikado, emperador eclesiástico descendiente de los dioses.

El Carnatic se arrimó al muelle de Yokohama, cerca de las escolleras y de la aduana, en medio de numerosos buques de todas las naciones.

Picaporte puso el pie, sin entusiasmo ninguno, en aquella tierra tan curiosa de los Hijos del Sol. No tuvo mejor cosa que hacer que tomar el azar por guía, andar errante, a la ventura, por las calles de la población.

Picaporte se vio, al pronto, en una ciudad absolutamente europea, con casas de fachadas bajas, adornadas de cancelas, bajo las cuales se desarrollaban elegante peristilos, y que cubría con sus calles, sus plazas, sus docks, sus depósitos, todo el espacio comprendido desde el promontorio del tratado hasta el río. Allí, como en Hong Kong, como en Calcuta, hormigueaba una mezcla de gentes de toda casta, americanos, ingleses, chinos, holandeses, mercaderes dispuestos a comprarlo y a venderlo todo, y entre los cuales el francés era tan extranjero como si hubiese nacido en el país de los hotentotes.

Picaporte tenía un recurso, que era el de recomendarse cerca de los agentes consulares franceses o ingleses, establecidos en Yokohama; pero le repugnaba referir su historia, tan íntimamente relacionada con su amo, y antes de esto, quería apurar todos los demás medios.

Después de haber recorrido la parte europea de la ciudad, sin que el azar le hubiese servido, entró en la parte japonesa, decidido, en caso necesario, a llegar hasta Yedo.

Esta porción indígena de Yokohama se llama Benten, nombre de una diosa del mar, adorada en las islas vecinas. Allí se veían admirables alamedas de pinos y cedros; puertas sagradas, de extraña arquitectura; puentes envueltos entre cañas y bambúes; templos abrigados por una muralla, inmensa y melancólica, de cedros seculares; conventos de bonzos, donde vegetaban los sacerdotes del budismo y los sectarios de la religión de Confucio; calles interminables, donde había abundante cosecha de chiquillos, con tez sonrosada y mejillas coloradas, figuritas que parecían recortadas de algún biombo indígena, y que jugaban en medio de unos perrillos de piernas cortas y de unos gatos amarillentos, sin rabo, muy perezosos y cariñosos.

En las calles, todo era movimiento y agitación incesante; bonzos que pasaban en procesión, tocando sus monótonos tamboriles; yakuninos, oficiales de la aduana o de la policía; con sombreros puntiagudos incrustados de laca y dos sables en el cinto; soldados vestidos de percalina azul con rayas blancas y armados con fusiles de percusión, hombres de armas del mikado, metidos en su justillo de seda, con loriga y cota de malla, y otros muchos militares de diversas condiciones, porque en el Japón la profesión de soldado es tan distinguida como despreciada en China. Y después, hermanos postulares, peregrinos de larga vestidura, simples paisanos de cabellera suelta, negra como el ébano, cabeza abultada, busto largo, piernas delgadas, estatura baja, tez teñida, desde los sombríos matices cobrizos hasta el blanco mate, pero nunca amarillo como los chinos, de quienes se diferenciaban los japoneses esencialmente. Y, por último, entre carruajes, palanquines, mozos de cuerda, carretillas de velamen, norimones con caja maqueada, suaves cangos, verdaderas literas de bambú, se veía circular a cortos pasos y con pie chiquito, calzado con zapatos de lienzo, sandalias de paja o zuecos de madera labrada, algunas mujeres poco bonitas, de ojos encogidos, pecho deprimido, dientes ennegrecidos a usanza del día, pero que llevaban con elegancia el traje nacional, llamado «kimono», especie de bata cruzada con una banda de seda, cuya ancha cintura formaba atrás un extravagante lazo, que las modernas parisienses han copiado, al parecer, de las japonesas.

Picaporte se detuvo paseando durante algunas horas entre aquella muchedumbre abigarrada, mirando también las curiosas y opulentas tiendas, los bazares en que se aglomeraba todo el oropel de la platería japonesa, los restaurantes, adornados con banderolas y banderas, en los cuales estaba prohibido entrar y esas casas de té, donde se bebe, a tazas llenas, el agua odorífera con el sakí, licor sacado del arroz fermentado, y esos confortables fumaderos, donde se aspira un tabaco muy fino, y no por el opio, cuyo uso es casi desconocido en el Japón.

Después, Picaporte se encontró en la campiña, en medio de inmensos arrozales. Allí ostentaban sus últimos colores y sus últimos perfumes las brillantes camelias, nacidas, no ya en arbustos, sino en árboles; y dentro de las cercas de los bambúes, se veían cerezos, ciruelos, manzanos, que los indígenas cultivan más bien por sus flores que por sus frutos, y que están defendidos contra los pájaros, palomas, cuervos, y otras aves, por medio de maniquíes haciendo muecas o con torniquetes, chillones. No había cedro majestuoso que no abrigase alguna águila, ni sauce bajo el cual no se encontrase alguna garza, melancólicamente posada sobre una pata; en fin, por todas partes había cornejas, patos, gavilanes, gansos silvestres y muchas de esas grullas, a las cuales tratan los japoneses de señorías, porque simbolizan, para ellos, la longevidad y la dicha.

Al andar así vagando, Picaporte descubrió algunas violetas entre las hierbas.

—¡Bueno! —dijo. Ya tengo cena.

Pero las olió, y no tenían perfume alguno.

—¡No tengo suerte! —pensó para sus adentros.

Cierto es que el buen muchacho había almorzado, por previsión, todo lo copiosamente que pudo, antes de salir del Carnatic, pero después de un día de paseo, se sintió muy hueco el estómago. Bien había observado que en la muestra de los carniceros faltaba el carnero, la cabra o el cerdo, y como sabía que es un sacrilegio matar bueyes, únicamente reservados a las necesidades de la agricultura, había deducido que la carne andaba escasa en el Japón. No se engañaba; pero, a falta de todo eso, su estómago se hubiera arreglado con jabalí, gamo, perdices o codornices, ave o pescado con que se alimentan exclusivamente los japoneses, juntamente con el producto de los arrozales. Pero debió hacer de tripas corazón, y dejar para el día siguiente el cuidado de proveer a su manutención.

Llegó la noche, y Picaporte regresó a la ciudad indígena, vagando por las calles, en medio de faroles multicolores, viendo a los farsantes ejecutar sus maravillosos ejercicios, y a los astrólogos que, al aire libre, reunían a la gente alrededor de su telescopio. Después, volvió al puerto, esmaltado con las luces de los pescadores, que atraían los peces por medio de antorchas encendidas.

Por último, las calles se despoblaron. A la multitud sucedieron las rondas de yakuninos, oficiales que, con sus magníficos trajes y en medio de un séquito, parecían embajadores, y Picaporte repetía alegremente, cada vez que encontraba alguna vistosa patrulla:

—¡Bueno va! ¡Otra embajada japonesa que sale para Europa!

Llegó la noche, y Picaporte regresó a la ciudad indígena.

Capítulo 23

En el que la nariz de Picaporte se vuelve extravagantemente larga

Al día siguiente, Picaporte, derrengado y hambriento, dijo para sí que era necesario comer a toda costa, y que lo más pronto sería mejor. Bien tenía el recurso de vender el reloj, pero antes hubiera muerto de hambre. Entonces o nunca, era ocasión para aquel buen muchacho de utilizar la voz fuerte, si no melodiosa, de que le había dotado la naturaleza.

Sabía algunas coplas de Francia y de Inglaterra, y resolvió ensayarlas. Los japoneses debían, seguramente, ser aficionados a la música, puesto que todo se hace entre ellos a son de timbales, tamtams y tambores, no pudiendo menos de apreciar, por consiguiente, el talento de un cantor europeo.

Pero era, quizá, temprano, para organizar un concierto, y los aficionados, súbitamente despertados, no hubieran quizá pagado al cantante en moneda con la efigie del mikado.

Picaporte se decidió, en su consecuencia, a esperar algunas horas; pero mientras iba caminando, se le ocurrió que parecía demasiado bien vestido para un artista ambulante, y concibió entonces la idea de trocar su traje por unos guiñapos que estuviesen más en armonía con su posición. Este cambio debía producirle, además, un saldo, que podía aplicar, inmediatamente, a satisfacer su apetito.

Una vez tomada esta resolución, faltaba ejecutarla, y sólo después de muchas investigaciones descubrió Picaporte a un vendedor indígena, a quien expuso su petición. El traje europeo gustó al ropavejero, y no tardó Picaporte en salir ataviado con un viejo ropaje japonés y cubierto con una especie de turbante de estrías, desteñido por la acción del tiempo. Pero, en compensación, sonaron en su bolsillo algunas monedas de plata.

—Bueno —pensó—, ¡me figuraré que estamos en Carnaval!

El primer cuidado de Picaporte, así japonizado, fue el de entrar en una casa de té, de modesta apariencia, y allí almorzó un resto de ave y algunos puñados de arroz, cual hombre para quien la comida era todavía problemática.

—Ahora —dijo entre sí, después de restaurarse copiosamente— se trata de no perder la cabeza. Ya no tengo el recurso de vender esta vestidura por otra parte que sea todavía más japonesa. ¡Es necesario, pues, discurrir el medio de dejar lo más pronto posible este país del Sol, del cual no guardaré más que un lamentable recuerdo!

Ocurrióle entonces visitar los vapores que estaban dispuestos a salir para América. Contaba con ofrecerse en calidad de cocinero o de criado, no pidiendo, por toda retribución, más que el pasaje y el sustento. Una vez en San Francisco, trataría de salir de apuros. Lo importante era salvar las cuatro mil setecientas millas del Pacífico que se extienden entre el Japón y el Nuevo Mundo.

No siendo Picaporte hombre que dejase dormir una idea, se dirigió al puerto de Yokohama; pero, a medida de que se acercaba a los muelles, su proyecto, que tan sencillo te había parecido al concebirlo, lo iba considerando impracticable. ¿Por qué habían de necesitar cocinero a bordo de un vapor americano, y qué confianza debía inspirar del modo que iba ataviado? ¿Qué recomendaciones podía ofrecer? ¿Qué personas podrían ayudarle?

Estando así, reflexionando, cayó su vista sobre un inmenso cartel, que una especie de clown paseaba por las calles de Yokohama. Ese cartel decía, en inglés, lo siguiente:

Compañía Japonesa Acrobática HONORABLE WILLIAN BATULCAR

Ultimas representaciones antes de su salida para los Estados Unidos de los NARIGUDOS-NARIGUDOS (bajo la invocación directa del dios Tingú). ¡GRAN ATRACCIÓN!

—¡Los Estados Unidos! —exclamó Picaporte—. ¡Ya di con mi negocio!

Siguió al del cartel y entró en la ciudad japonesa. Un cuarto de hora más tarde, se detenía delante de una gran barraca coronada con varios haces de banderolas, y cuyas paredes exteriores representaban, sin perspectiva, pero con exagerados colores, toda una banda de juglares.

Era el establecimiento del honorable Batulcar, especie de Barnum americano, director de una compañía de saltimbanquis, juglares, clowns, acróbatas, equilibristas, gimnastas, que, según el cartel, daban sus últimas representaciones antes de dejar el Imperio del Sol, para irse a los Estados Unidos.

Picaporte entró bajo un peristilo que precedía al barracón, y preguntó por el señor Batulcar, quien se presentó en persona.

—¿Qué queréis? —dijo a Picaporte, a quien creyó indígena.

—¿Tenéis necesidad de criado? —preguntó Picaporte.

—¡Criado! —exclamó el Barnum, acariciando su poblada perilla gris, que adornaba su barba—. Tengo dos, obedientes, fieles, que nunca me han dejado y que me sirven de balde, y sólo por la comida… Y son éstos —añadió, enseñando sus robustos brazos, surcados de venas gruesas como las cuerdas de un contrabajo.

—¿Es decir, que no puedo servir para algo?

—Para nada.

—¡Diantre! Es que me hubiera convenido mucho marcharme con vos.

—¡Hola! —dijo el honorable Batulcar—. ¡Lo mismo sois japonés que yo mico! ¿Por qué vais así vestido?

—Cada uno se viste como puede.

—Cierto. ¿Sois francés?

—Sí, parisiense.

—Entonces, ¿sabréis hacer muecas?

—¡A fe mía —respondió Picaporte, incomodado por la pregunta—, nosotros, los franceses, sabemos hacer muecas, es verdad, pero no mejor que los americanos!

—Es verdad. Pues bien; si no os tomo como criado, puedo tomaros como clown. Ya comprenderéis, bravo mozo. ¡En Francia se exhiben farsantes extranjeros, y en el extranjero farsantes franceses!

—¡Ah!

—Por lo demás, ¿sois vigoroso?

—Sobre todo cuando acabo de comer.

—¿Y sabéis cantar?

—Sí —respondió Picaporte, que en halagüeño, le permitiría estar en algunos conciertos de calle.

—Pero, ¿sabéis cantar cabeza abajo, con una peonza girando sobre la planta del pie izquierdo y un sable en equilibrio sobre la planta del pie derecho?

—¡Por supuesto! —respondió Picaporte, que recordaba los primeros ejercicios de su edad juvenil.

—¡Es que todo consiste en eso! —dijo el honorable Batulcar.

La contrata quedó terminada hic et nunc.

En fin, Picaporte había encontrado una posición. Estaba contratado para hacerlo todo en la célebre compañía japonesa, lo cual, si era poco halagüeño, le permitiría estar en San Francisco antes de ocho días.

La representación, con tanto aparato anunciada por el honorable Batulcar, debía comenzar a las tres de la tarde, y bien pronto resonaban en la puerta los formidables instrumentos de una orquesta japonesa. Bien se comprende que Picaporte no había podido estudiar su papel, pero debía prestar el apoyo de sus robustos hombros en el gran ejercicio del racimo humano, ejecutado por los narigudos del dios Tingú. Este «gran atractivo» de la representación, debía cerrar la serie de ejercicios.

Antes de las tres, los espectadores habían invadido el vasto barracón. Europeos e indígenas, chinos y japoneses, hombres, mujeres y niños, se apiñaban sobre las estrechas banquetas y en los palcos que daban frente al escenario. Los músicos habían entrado, y la orquesta completa, gongos, tamtams, castañuelas, flautas, tamboriles y bombos, estaban operando con todo furor.

Fue aquella función lo que son todas las representaciones de acróbatas, pero es preciso confesar que los japoneses son los primeros equilibristas del mundo. Andando el uno con un abanico y con trocitos de papel, ejecutaba el ejercicio de las mariposas y las flores. Otro trazaba, con el perfumado humo de su pipa, una serie de palabras azuladas, que formaban en el aire un letrero de cumplido para la concurrencia. Este jugaba con bujías encendidas, que apagaba sucesivamente, al pasar delante de sus labios, y encendía una con otra, sin interrumpir el juego. Aquél reproducía, por medio de peones giratorios, las combinaciones más inverosímiles bajo su mano; aquellas zumbantes maquinillas parecían animarlo con vida propia en sus interminables giros, corrían sobre tubos de pipa, sobre los filos de los sables, sobre alambres, verdaderos cabellos tendidos de uno a otro lado del escenario; daban vuelta sobre el borde de vasos de cristal; trepaban por escaleras de bambú, se dispersaban por todos los rincones, produciendo efectos armónicos de extraño carácter y combinando las diversas tonalidades. Los juglares jugueteaban con ellos y los hacían girar hasta en el aire; los despedían como volantes, con paletillas de madera, y seguían girando siempre; se los metían en el bolsillo, y cuando los sacaban, todavía daban vueltas, hasta el momento en que la distensión de un muelle los hacía desplegar en haces de fuegos artificiales.

Inútil es describir los prodigiosos ejercicios de los acróbatas y gimnastas de la compañía. Los juegos de la escalera, de la percha, de la bola, de los toneles, etc., fueron ejecutados con admirable precisión; pero el principal atractivo de la función era la exhibición de los narigudos, asombrosos equilibristas que Europa no conoce todavía.

Esos narigudos forman una corporación particular, colocada bajo la advocación directa del dios Tingú. Vestidos cual héroes de la Edad Media, llevaban un espléndido par de alas en sus espaldas. Pero lo que especialmente los distinguía, era una nariz larga con que llevaban adornado el rostro, y, sobre todo, el uso que de ella hacían. Esas narices no eran otra cosa más que unos bambúes, de cinco, seis y aun diez pies de longitud, rectos unos, encorvados otros, lisos éstos, verrugosos aquellos. Sobre estos apéndices, fijados con solidez, se verificaban los ejercicios de equilibrio. Una docena de los sectarios del dios Tingú se echaron de espaldas, y sus compañeros se pusieron a jugar sobre sus narices enhiestas cual pararrayos, saltando, volteando de una a otra y ejecutando suertes inverosímiles.

Para terminar, se había anunciado especialmente al público la pirámide humana, en la cual unos cincuenta narigudos debían figurar la carroza de Jaggernaut. Pero en vez de formar esta pirámide tomando los hombros como punto de apoyo, los artistas del honorable Batulcar debían sustentarse narices con narices. Se había marchado de la compañía uno de los que formaban la base de la carroza, y como bastaba para ello ser vigoroso y hábil, Picaporte había sido elegido para reemplazarlo.

¡Ciertamente que el pobre mozo se sintió muy compungido —triste recuerdo de la juventud—, cuando endosó su traje de la Edad Media, adornado de alas multicolores, y se vio aplicar sobre la cara una nariz de seis pies! Pero, al fin, esa nariz era su pan, y tuvo que resignarse a dejársela poner.

Picaporte entró en escena y fue a colocarse con aquellos de sus compañeros que debían figurar la base de la carroza de Jaggernaut. Todos se tendieron por tierra, con la nariz elevada hacia el cielo. Una segunda sección de equilibristas se colocó sobre los largos apéndices, una tercera después, y luego una cuarta, y sobre aquellas narices, que sólo se tocaban por la punta, se levantó un monumento humano hasta la cornisa del teatro.

Los aplausos redoblaban, y los instrumentos de la orquesta resonaban como otros tantos truenos, cuando, conmoviéndose la pirámide, el equilibrio se rompió, y, saliéndose de quicio una de las narices de la base, el monumento se desmoronó cual castillo de naipes…

Tuvo de esto la culpa Picaporte, quien, abandonando su puesto, saltando del escenario sin el auxilio de las alas, y trepando por la galería de la derecha, caía a los pies de un espectador, exclamando:

—¡Amo mío! ¡Amo mío!

—¿Vos?

—¡Yo!

—¡Pues bien! ¡Entonces, al vapor, muchacho!

El señor Fogg, la princesa Aouda, que le acompañaba, y Picaporte, salieron precipitados por los pasillos, pero tropezaron fuera del barracón con el honorable Batulcar, furioso, que reclamaba indemnización por la «rotura». Phileas Fogg apaciguó su furor echándole un puñado de billetes de banco, y a las seis y media, en el momento en que iba a partir, el señor Fogg y la princesa Aouda ponían el pie en el vapor americano, seguidos de Picaporte, con las alas a la espalda y llevando en el rostro la nariz de seis pies, que todavía no había podido quitarse.

Capítulo 24

En el que el señor Fogg y compañía cruzan el océano Pacífico

Fácil es comprender lo acontecido a la vista de Shangai. Las señales hechas por la Tankadera habían sido observadas por el vapor de Yokohama. Viendo el capitán la bandera de auxilio, se dirigió a la goleta, y algunos instantes después, Phileas Fogg, pagando su pasaje según lo convenido, metía en el bolsillo del patrón John Bunsby ciento cincuenta libras. Después, el honorable caballero, la princesa Aouda y Fix, subían a bordo del vapor, que siguió su rumbo a Nagasaki y Yokohama.

Llegado el 14 de noviembre, a la hora reglamentaria, Phileas Fogg, dejando que Fix fuera a sus negocios, se dirigió a bordo del Carnatic, y allí supo, con satisfacción de la princesa Aouda, y tal vez con la suya, pero al menos lo disimuló, que el francés Picaporte había llegado, efectivamente, la víspera a Yokohama.

Phileas Fogg, que debía marcharse aquella misma noche para San Francisco, se decidió inmediatamente a buscar a su criado. Se dirigió en vano a los agentes consulares inglés y francés, y, después de haber recorrido inútilmente las calles de Yokohama, desesperaba ya de encontrar a Picaporte, cuando la casualidad, o tal vez una especie de presentimiento, lo hizo entrar en el barracón del honorable Batulcar. Seguramente que no hubiera reconocido a su criado bajo aquel excéntrico atavío de heraldo; pero éste, en su posición invertida, vio a su amo en la galería. No pudo contener un movimiento de su nariz, y de aquí el rompimiento del equilibrio y lo que se siguió.

Esto es lo que supo Picaporte de boca de la misma la princesa Aouda, que le refirió entonces cómo se había efectuado la travesía de Hong Kong a Yokohama, en compañía de un tal Fix.

Al oír nombrar a Fix, Picaporte no pestañeó. Creía que no había llegado el momento de decir a su amo lo ocurrido; así es que, en la relación que hizo de sus aventuras, se culpó a sí propio, excusándose con haber sido sorprendido por la embriaguez del opio de un fumadero de Hong Kong.

El señor Fogg escuchó esta relación con frialdad y sin responder, y después abrió a su criado un crédito suficiente para procurarse a bordo un traje más conveniente. Menos de una hora después, el honrado mozo, después de quitarse las alas y la nariz, y de mudar de ropa, no conservaba ya nada que recordase al sectario del dios Tingú.

El vapor que hacía la travesía de Yokohama a San Francisco pertenecía a la compañía del Pacific Mail Steam, y se llamaba General Grant. Era un gran buque de ruedas, de dos mil quinientas toneladas, bien acondicionado y dotado de mucha velocidad. Sobre cubierta se elevaba y bajaba, alternativamente, un enorme balancín, en una de cuyas extremidades se articulaba la barra de un pistón y en la otra la de una biela, que, transformando el movimiento rectilíneo en circular, se aplicaba directamente al árbol de las ruedas. El General Grant estaba aparejado en corbeta de tres palos, y poseía gran superficie de velamen, que ayudaba poderosamente al vapor. Largando doce millas por hora, el vapor no debía emplear menos de veintiún días en atravesar el Pacífico. Phileas Fogg estaba, por consiguiente, autorizado para creer que, llegando el 2 de diciembre a San Francisco, estaría el 11 en Nueva York y el 20 en Londres, ganando algunas horas sobre la fecha fatal del 21 de diciembre.

Los pasajeros eran bastante numerosos a bordo del vapor. Había ingleses, americanos, una verdadera emigración de coolíes para América, y cierto número de oficiales del ejército de Indias, que utilizaban su licencia dando la vuelta al mundo.

Durante la travesía no hubo ningún incidente náutico. El vapor, sostenido sobre sus anchas ruedas, y apoyado por su fuerte velamen, cabeceaba poco, y el Océano Pacífico justificaba bastante bien su nombre. El señor Fogg estaba tan tranquilo y tan poco comunicativo como siempre. Su joven compañera se sentía cada vez más inclinada a este hombre, por otra atracción diferente de la del reconocimiento. Aquel silencioso carácter, tan generoso en suma, le impresionaba más de lo que creía, y, casi sin percatarse de ello, se dejaba llevar por sentimientos cuya influencia no parecía hacer mella sobre el enigmático Fogg.

Además, la princesa Aouda se interesaba muchísimo en los proyectos del caballero. Le inquietaban las contrariedades que pudieran comprometer el éxito del viaje, y a veces hablaba con Picaporte, que no dejaba de leer entre renglones en el corazón de la princesa Aouda. Este buen muchacho tenía ahora en su amo una fe ciega; no agotaba los elogios sobre su honradez, la generosidad, la abnegación de Phileas Fogg, y después tranquilizaba a la princesa Aouda sobre el éxito del viaje, repitiendo que lo más difícil estaba hecho, que ya quedaban atrás los fantásticos países de la China y del Japón, que ya marchaban hacia las naciones civilizadas, y, por último, que un tren de San Francisco a Nueva York, y un trasatlántico de Nueva York a Londres, bastarían indudablemente para terminar esa dificultosa vuelta al mundo en los plazos convenidos.

Nueve días después de haber salido de Yokohama, Phileas Fogg había recorrido exactamente la mitad del globo terrestre.

En efecto: el General Grant pasaba el 23 de noviembre por el meridiano 180, bajo el cual se encuentran, en el hemisferio austral, los antípodas de Londres. De ochenta días disponibles, el señor Fogg había empleado ya ciertamente cincuenta y dos, y no le quedaban ya más que veintiocho; pero si el caballero se encontraba a medio camino en cuanto a los meridianos, había recorrido en realidad más de los dos tercios del trayecto total, a consecuencia de los rodeos de Londres a Adén, de Adén a Bombay, de Calcuta a Singapore y de Singapore a Yokohama. Siguiendo circularmente el paralelo 50, que es el de Londres, la distancia no hubiera sido más que unas doce mil millas, mientras que por los caprichosos medios de locomoción, había que recorrer veintiséis mil, de las cuales él se habían andado ya diecisiete mil quinientas el 23 de noviembre. En lo sucesivo, el camino era directo, y Fix ya no estaba allí para acumular obstáculos.

Aconteció también que, en esa misma fecha, 23 de noviembre, Picaporte experimentó suma alegría. Recuérdese que se había obstinado en conservar la hora de Londres, en su famoso reloj de familia, teniendo por equivocadas todas las horas de los países que atravesaban. Pues bien, aquel día, sin haber tocado a su reloj, se encontró conforme con los cronómetros de a bordo. Fácil es comprender el triunfo de Picaporte, que hubiera querido tener delante a Fix para saber lo que diría.

—¡Ese tunante, que me refería un montón de historias sobre los meridianos, el sol y la luna! —repetía Picaporte—. ¡Vaya una gente! ¡Si la escuchasen, buena relojería habría! Ya estaba yo seguro que algún día se decidiría el sol a arreglarse por mi reloj.

Picaporte ignoraba que, si la muestra de su reloj hubiese estado dividida en veinticuatro horas, en vez de doce, como los relojes italianos, no hubiera tenido motivo ninguno de triunfo, porque las manecillas de su instrumento, cuando fuesen las nueve de la mañana, señalarían las de la noche; es decir, la hora vigésima primera después de medianoche, diferencia precisamente igual a la que existe entre Londres y el meridiano, que está a 180 grados.

Pero si Fix hubiera sido capaz de explicar ese efecto, puramente físico, Picaporte no lo habría comprendido ni admitido; además de que si en aquel momento, el inspector de policía se hubiese presentado a bordo, es probable que Picaporte le ajustara cuentas, y de un modo muy diferente.

Precisamente a bordo del General Grant.

En efecto, al llegar a Yokohama, el agente, separándose del señor Fogg, a quien esperaba encontrar en el resto del día, se había dirigido inmediatamente al despacho del cónsul inglés. Allí encontró el mandamiento que, corriendo detrás de él desde Bombay, tenía ya cuarenta días de fecha, mandamiento que le había sido enviado de Hong Kong por el mismo Carnatic, a cuyo bordo se le creía. Júzguese del despecho que experimentó el detective. El mandamiento ya era inútil. ¡El señor Fogg no estaba en las posesiones inglesas, y era necesaria una carta de extradición para prenderlo!

—¡Corriente! —dijo para sí, después de pasado el primer momento de ira—. El mandamiento no sirve para aquí, pero me servirá en Inglaterra. Ese bribón tiene trazas de volver a su patria, creyendo haber desorientado a la policía. Bien. Le seguiré hasta allí. En cuanto al dinero, Dios quiera que le quede algo, porque en viajes, primas, procesos, multas, elefantes y gastos de toda clase, mi hombre ha dejado ya más de cinco mil libras por el camino. En fin de cuentas, el banco es rico.

Tomada su resolución, Fix se embarcó en el General Grant. Estaba a bordo cuando el señor Fogg y la princesa Aouda llegaron. Con sorpresa suya, reconoció a Picaporte bajo su traje de heraldo. Se ocultó al instante en su camarote, a fin de ahorrar una explicación que podía comprometerlo todo, y gracias al número de pasajeros, contaba con no ser visto de su enemigo, cuando aquel día se encontró precisamente con él a proa.

Picaporte se arrojó al cuello de Fix sin otra explicación, y, con gran satisfacción de algunos americanos, que apostaron a su favor, administró al desventurado inspector una soberbia tunda, que demostró la alta superioridad del pugilato francés sobre el inglés.

Cuando Picaporte acabó, se encontró más tranquilo y como aliviado, Fix se levantó en bastante mal estado, y mirando a su adversario, le dijo con frialdad:

—¿Habéis concluido?

—Sí, por ahora.

—Entonces, vamos a hablar.

—Que yo…

—En interés de vuestro amo.

Picaporte, como subyugado por esta sangre fría, siguió al inspector de policía, y se sentaron aparte.

—Me habéis zurrado —dijo Fix—. Bien lo esperaba. Ahora, escuchadme. Hasta ahora, he sido adversario del señor Fogg; pero, en adelante, voy a ayudarlo.

—¡Al fin! —exclamó Picaporte—. ¿Lo creéis hombre honrado?

—No —respondió con frialdad Fix—; lo creo un bribón… ¡Chist! No os mováis, y dejadme acabar. Mientras el señor Fogg ha estado en las posesiones inglesas, he tenido interés en detenerlo, aguardando un mandamiento de prisión. Todo lo he intentado con ese objeto. He echado detrás de él a los sacerdotes de Bombay, os he embriagado en Hong Kong, os he separado de vuestro amo, le he hecho perder el vapor de Yokohama…

Picaporte seguía escuchando con los puños separados.

—Ahora —prosiguió Fix—, el señor Fogg regresa, según parece, a Inglaterra. Lo seguiré hasta allí, pero aplicando, para apartar los obstáculos, tanto celo como he empleado hasta ahora para acumularlos. ¡Ya lo veis, mi juego ha cambiado, porque así lo quiere mi interés! Añado que vuestro interés es igual al mío, porque sólo en Inglaterra es donde sabréis si estáis al servicio de un criminal o de un hombre de bien.

Picaporte había escuchado a Fix con mucha atención, y se convenció de su buena fe.

—¿Somos amigos? —preguntó Fix.

—Amigos, no —respondió Picaporte—. Seremos aliados, y a beneficio de inventario, porque, a la menor apariencia de traición, os retuerzo el pescuezo.

—Convenido —dijo tranquilamente el inspector de policía.

Once días después, el 3 de noviembre, el General Grant entraba en la bahía de la Puerta de Oro y llegaba a San Francisco.

El señor Fogg no había ganado todavía, ni perdido, un solo día.

Capítulo 25

En el que ocurre un encuentro fortuito en San Francisco

Eran las siete de la mañana, cuando Phileas Fogg, la princesa Aouda y Picaporte pusieron el pie en continente americano, si es que puede darse ese nombre al muelle flotante en que desembarcaron. Esos muelles, que suben y bajan con la marea, facilitan la carga y descarga de los buques. Allí se arriman los clippers de todas dimensiones, los vapores de todas las nacionalidades, y esos barcos de varios pisos, que hacen el servicio del Sacramento y de sus afluentes. Allí se amontonan también los productos de un comercio que se extiende a Méjico, al Perú, a Chile, al Brasil, Europa, Asia y a todas las islas del Océano Pacífico.

Picaporte, en su alegría de tocar, por fin, tierra americana, creyó que debía desembarcar dando un salto mortal del mejor estilo; pero, al dar en el suelo, que era de tablas carcomidas, por poco lo atravesó. Desconcertado del modo con que se había apeado, dio un grito formidable, que hizo volar una bandada de cuervos marinos y pelícanos, huéspedes habituales de los muelles movedizos.

Tan pronto como el señor Fogg desembarcó, preguntó a qué hora salía el primer tren para Nueva York. Le dijeron que a las seis de la tarde, y, por consiguiente, podía emplear un día entero en la capital de California. Hizo traer un coche para la princesa Aouda y para él. Picaporte montó en el pescante, y el vehículo a tres dólares por hora se dirigió al hotel Internacional.

Desde el sitio elevado que ocupaba, Picaporte observaba con curiosidad la gran ciudad americana: anchas calles; casas bajas bien alineadas; iglesias y templos de estilo gótico anglosajón; docks inmensos; depósitos como palacios, unos de madera, otros de ladrillo; en las calles muchos coches, ómnibus, tranvías y las aceras atestadas, no sólo de americanos y europeos, sino de chinos e indianos con que componer una población de doscientos mil habitantes.

Picaporte quedó bastante sorprendido de lo que veía, porque no tenía idea más que de la antigua ciudad de 1849, población de bandidos, incendiarios y asesinos, que acudían a la rebusca de pepitas, inmenso tropel de todos los miserables, donde se jugaba el polvo de oro con revólver en una mano y navaja en la otra. Pero aquellos tiempos habían pasado, y San Francisco ofrecía el aspecto de una gran ciudad comercial. La elevada torre del Ayuntamiento, donde vigilaban los guardias, dominaba todo aquel conjunto de calles y avenidas cortadas a escuadra, y entre las cuales había plazas con jardines verdosos, y después una ciudad china, que parecía haber sido importada del Celeste Imperio en un joyero. Ya no había sombreros hongos, ni camisas coloradas a usanza de los buscadores de oro, ni indios con plumas; sino sombreros de seda y levitas negras llevadas por una multitud de caballeros, dotados de actividad devoradora. Ciertas calles, entre otras, Montgomery Street, similar a la Regent Street de Londres, al boulevard de los italianos de París, al Broadway en Nueva York estaban llenas de espléndidas tiendas que ofrecían en sus escaparates los productos del mundo entero.

Cuando Picaporte llegó al hotel Internacional, no le parecía haber salido de Inglaterra.

El piso bajo del hotel estaba ocupado por un inmenso bar especie de buffet, abierto gratis para todo transeúnte. Cecina, sopa de ostras, galletas y chester, todo esto se despachaba allí, sin que el consumidor tuviese que aflojar el bolsillo. Sólo pagaba la bebida, ale, oporto o jerez, si tenía el capricho de beber; esto pareció muy americano a Picaporte.

El restaurante del hotel era confortable. El señor Fogg y la princesa Aouda se instalaron en una mesa, y fueron abundantemente servidos en platos liliputienses, por unos negros del más puro color de azabache.

Después de almorzar, Phileas Fogg, acompañado de la princesa Aouda, salió del hotel para ir a visar su pasaporte en el consulado inglés. Encontró en la acera a su criado, que le preguntó si sería prudente, antes de tomar el ferrocarril del Pacífico, comprar algunas carabinas Enfield o revólveres Colt. Picaporte había oído hablar de los sioux y de los pawnies, que paran los ferrocarriles como simples ladrones españoles. El señor Fogg respondió que era precaución inútil; pero lo dejó en libertad de obrar como pluguiese, y después se dirigió a la oficina del agente consular.

Phileas Fogg no había andado doscientos pasos, cuando, «por una de las más raras casualidades», encontró a Fix. El inspector se manifestó extraordinariamente sorprendido. ¡Cómo! ¡Habían hecho la travesía juntos, sin verse a bordo! En todo caso, Fix no podía menos de considerarse honrado con la vista del caballero a quien tanto debía, y llamándolo sus negocios a Europa, se alegraba mucho de proseguir su viaje en tan amable compañía.

El señor Fogg respondió que la honra era suya, y Fix, que no lo quería perder de vista, le pidió permiso de visitar con él esa curiosa ciudad de San Francisco, lo cual fue concedido.

La princesa Aouda, Phileas Fogg y Fix, echaron, pues, a pasear por las calles, y no tardaron en hallarse en Montgomery Street, donde la afluencia de la muchedumbre era enorme. En las aceras, en medio de la calle, en las vías del tranvía, a pesar del paso incesante de coches y ómnibus, en el umbral de las tiendas, en las ventanas de las casas, y aun en los tejados, había una multitud innumerable. En medio de los grupos circulaban hombres-carteles, y por el aire ondeaban banderas y banderolas, oyéndose una gritería inmensa por todos lados.

—¡Hurra por Kamerfield!

—¡Hurra por Madiboy!

Era un mitin. Al menos, así lo pensó Fix, que transmitió su creencia al señor Fogg, añadiendo:

—Quizá haremos bien en no meternos entre esa batahola, porque sólo se reparten golpes.

—En efecto —respondió Phileas Fogg—; y los puñetazos, aunque tengan el carácter de políticos, no dejan de ser puñetazos.

Fix creyó conveniente sonreír al oír esta observación, y a fin de ver sin ser atropellados, la princesa Aouda, Phileas Fogg y él tomaron sitio en el descanso superior de unas gradas que dominaban la calle. Delante de ellos, y en la acera de enfrente, entre la tienda de un carbonero y un almacén de petróleo, se extendía un ancho mostrador al aire libre, hacia el cual convergían las diversas corrientes de la multitud.

¿Y por qué aquel mitin? ¿Con qué motivo se celebraba? Phileas Fogg lo ignoraba absolutamente. ¿Se trataba del nombramiento de un alto funcionario militar o civil, de un gobernador de Estado o de un miembro del Congreso? Permitido era conjeturarlo, al ver la animación extraordinaria que tenía agitada a la población entera.

En aquel momento, hubo entre la multitud un movimiento considerable. Todas las manos estaban al aire. Algunas de ellas, sólidamente cerradas, se elevaban y bajaban, al parecer, entre vociferaciones, maneras enérgicas, sin duda de formular un voto. Aquella masa de gente estaba agitada por remolinos que semejaban las olas del mar. Las banderas oscilaban, desaparecían un momento y reaparecían hechas jirones. Las ondulaciones de la marejada se propagaban hasta la escalera, mientras que todas las cabezas cabrilleaban en la superficie como la mar movida súbitamente por un chubasco. El número de sombreros bajaba a la vista, y casi todos parecían haber perdido su natural normal.

—Esto es evidentemente un mitin —dijo Fix—, y la cuestión que lo ha provocado debe ser palpitante No me extrañaría que se tratase nuevamente la cuestión del Alabama, aunque está resuelta.

—Tal vez —repitió sencillamente el señor Fogg.

—En todo caso —repuso Fix—, hay dos campeones en la liza: el honorable Kamerfield y el honorable Madiboy.

La princesa Aouda, asida del brazo de Phileas Fogg, miraba con sorpresa aquella escena tumultuosa y Fix iba a preguntar a uno de sus vecinos la razón de aquella efervescencia popular, cuando se pronunció un movimiento más decidido. Redoblaron los vítores sazonados con injurias. Los mástiles de las banderas se transformaron en armas ofensivas. Ya no había manos, sino puños, en todas partes. Desde lo alto de los coches detenidos y de los ómnibus interceptados en su marcha, se repartían sendos porrazos. Todo servía de proyectil. Botas y zapatos describían por el aire largas trayectorias, y hasta pareció que algunos revólveres mezclaban con las vociferaciones sus detonaciones nacionales.

Aquella barahúnda se acercó a la escalera y afluyó sobre las primeras gradas. Uno de los partidarios era evidentemente rechazado, sin que los simples espectadores pudieran reconocer si la ventaja estaba de parte de Madiboy o de Kamerfield.

—Creo prudente retirarnos —dijo Fix, que no tenía empeño en que su hombre recibiese un mal golpe o se mezclase en un mal negocio—. Si se trata en todo esto de Inglaterra, y nos llegan a conocer, nos veremos muy comprometidos en el tumulto.

—Un ciudadano inglés… —respondió Phileas Fogg.

Pero el caballero no terminó su frase. Detrás de él, desde aquella terraza precedida de las gradas, salieron espantosos alaridos.

Se gritaba: «¡Hurra! ¡Hip! ¡Hip! Por Madiboy». Era un tropel de electores que llegaba a la pelea tomando en flanco a los partidarios de Kamerfield.

El señor Fogg, la princesa Aouda y Fix se hallaron entre dos fuegos. Era demasiado tarde para huir. Aquel torrente de hombres armados de bastones con puño de plomo y de rompecabezas, era irresistible. Phileas Fogg y Fix se vieron horriblemente atropellados al preservar a la joven Aouda. El señor Fogg, no menos flemático que de costumbre, quiso defender con esas armas naturales que la naturaleza ha puesto en el extremo de los brazos de todo inglés, pero inútilmente. Un enorme mocetón de perilla roja, tez encendida, ancho de espalda, que parecía ser el jefe de la cuadrilla, levantó su formidable puño sobre el señor Fogg, y hubiera lastimado mucho al caballero si Fix, por salvarlo, no hubiese recibido el golpe en su lugar. Un enorme chichón se desarrolló instantáneamente bajo el sombrero del detective transformado en simple capucha.

—¡Yankee! —dijo el señor Fogg, echando sobre su adversario una mirada de profundo desprecio.

—¡Englishman! —respondió el otro.

—¡Nos volveremos a ver las caras!

—Cuando gustéis. ¿Vuestro nombre?

—Phileas Fogg. ¿Y el vuestro?

—El coronel Stamp W. Proctor.

Y dicho esto la marejada pasó. Fix había quedado por el suelo, y se levantó con la ropa destrozada, pero sin daño de cuidado. Su paletot de viaje se había rasgado en dos trozos desiguales, y su pantalón se parecía a esos calzones que ciertos indios —cosas de moda— no se ponen sino después de haberles quitado el fondo. Pero, en suma, la princesa Aouda se había librado y Fix era el único que había salido con su puñetazo.

—Gracias —dijo el señor Fogg al inspector tan luego como estuvieron fuera de las turbas.

—No hay de qué —respondió Fix—, pero venid.

—¿Adónde?

—A una sastrería.

En efecto, esta visita era oportuna. Los trajes de Phileas Fogg y de Fix estaban hechos jirones, como si esos dos caballeros se hubieran batido por cuenta de los honorables Kamerfield y Modiboy.

Una hora después, estaban convenientemente vestidos y cubiertos. Y luego, regresaron al hotel Internacional.

Allí Picaporte esperaba a su amo, armado con media docena de revólveres puñales de seis tiros y de inflamación central. Cuando vio a Fix, su frente se oscureció. Pero la princesa Aouda le hizo una relación de lo acaecido, y Picaporte se tranquilizó. A todas luces, Fix no era ya enemigo, sino aliado, y cumplía su palabra.

Terminada la comida, trajeron un coche para conducir a los viajeros y el equipaje a la estación. Al montar, el señor Fogg dijo a Fix:

—¿No habéis vuelto a ver a ese coronel Proctor?

—No —respondió Fix.

—Volveré a América para buscarlo —dijo con frialdad Phileas Fogg—. No sería conveniente que un ciudadano inglés se dejase tratar de esta suerte.

El inspector sonrió y no respondió. Pero, como se ve, el señor Fogg pertenecía a esa raza de ingleses que, si no toleran el duelo en su país, se baten en el extranjero cuando se trata de defender su honra.

A las seis menos cuarto los viajeros llegaron a la estación, donde estaba el tren dispuesto a marchar.

En el momento en que el señor Fogg iba a entrar en el vagón, se dirigió a un empleado, diciéndole:

—Amigo mío ¿no ha habido algunos disturbios hoy en San Francisco?

—Era un mitin, caballero —respondió el empleado.

—Sin embargo, he creído observar alguna animación en las calles.

—Se trataba solamente de un mitin organizado para una elección.

—¿La elección de algún general en jefe, sin duda? —preguntó el señor Fogg.

—No, señor; de un juez de paz.

Después de oír esta respuesta, Phileas Fogg montó en el vagón, y el tren partió a todo vapor.

Capítulo 26

En el que Phileas Fogg y compañía viajan por el ferrocarril del Pacífico

Ocean to ocean —así dicen los americanos— y esas tres palabras debían ser la denominación general de la gran línea que atraviesa los Estados Unidos de América en su mayor anchura. Pero, en realidad, el Pacific Railroad se divide en dos partes distintas: Central Pacific, entre San Francisco y Odgen, y Union Pacific, entre Odgen y Omaha. Allí enlazan cinco líneas diferentes, que ponen a Omaha en comunicación frecuente con Nueva York.

Nueva York y San Francisco están, por consiguiente, unidas por una cinta no interrumpida de metal, que no mide menos de tres mil setecientas ochenta y seis millas. Entre Omaha y el Pacífico, el ferrocarril cruza una región frecuentada todavía por los indios y las fieras, vasta extensión de territorio que los mormones comenzaron a colonizar en 1845, después de haber sido expulsados de Illinois.

Anteriormente se empleaban, en las circunstancias más favorables, seis meses para ir de Nueva York a San Francisco. Ahora se hace el viaje en siete días.

En 1862 fue cuando, a pesar de la oposición de los diputados del Sur, que querían una línea más meridional, se fijó el trazado del ferrocarril entre los 41 y 42 grados de latitud. El presidente Lincoln, de tan sentida memoria, fijó, por sí mismo, en el Estado de Nebraska, la ciudad de Omaha, como cabeza de línea del nuevo camino. Los trabajos comenzaron en seguida, y se prosiguieron con esa actividad americana, que no es papelera ni oficinesca. La rapidez de la mano de obra no debía, en modo alguno, perjudicar la buena ejecución del camino. En el llano se avanzaba a razón de milla y media por día. Una locomotora, rodando sobre los raíles de la víspera, traía los del día siguiente y corría sobre ellos a medida que se iban colocando.

El Pacific Railroad tiene muchas ramificaciones en su trayecto por los estados de Iowa, Kansas, Colorado y Oregón. Al salir de Omaha, marcha por la orilla izquierda del río Platte atraviesa los terrenos de Laramie y las montañas Wahsatch, da la vuelta al lago Salado, llega a Salt Lake City, capital de los mormones, penetra en el valle de la Tuilla, recorre el desierto americano, los montes de Cedar y Humboldt, el río Humboldt, la Sierra Nevada, y baja por Sacramento hasta el Pacífico, sin que este trazado tenga pendientes mayores de doce pies por mil aun en el trayecto de las montañas Rocosas.

Tal era esa larga arteria que los trenes recorren en siete días, y que iba a permitir al honorable Phileas Fogg —así al menos lo esperaba—, tomar el 11, en Nueva York, el vapor de Liverpool.

El vagón ocupado por Phileas Fogg era una especie de ómnibus largo, que descansaba sobre dos juegos de cuatro ruedas cada uno, cuya movilidad permite salvar las curvas de pequeño radio. En el interior no había compartimentos, sino dos filas de asientos dispuestos a cada lado, perpendicularmente al eje, y entre los cuales estaba reservado un paso que conducía a los gabinetes de tocador y otros, con que cada vagón va provisto. En toda la longitud del tren, los coches comunicaban entre sí por unos puentecillos, y los viajeros podían circular de uno a otro extremo del convoy, que ponía a su disposición vagones-cafés. No faltaban más que vagones teatros, pero algún día los habrá.

Por los puentecillos circulaban, sin cesar, vendedores de libros y periódicos, ofreciendo su mercancía, y vendedores de licores, comestibles y cigarros, que no carecían de compradores.

Los viajeros habían salido de la estación de Oakland a las seis de la tarde. Ya era de noche, noche fría, sombría, con el cielo encapotado, cuyas nubes amagaban resolverse en nieve. El tren no andaba con mucha rapidez. Teniendo en cuenta las paradas, no recorría más de veinte millas por hora, velocidad que, sin embargo, permitía atravesar los estados Unidos en el tiempo reglamentario.

Se hablaba poco en el vagón, y, por otra parte, el sueño iba a apoderarse pronto de los viajeros. Picaporte se encontraba colocado cerca del inspector de policía, pero no le hablaba. Desde los últimos acontecimientos, sus relaciones se habían enfriado notablemente. Ya no había simpatía ni intimidad. Fix no había cambiado nada de su modo de ser; pero Picaporte, por el contrario, estaba muy reservado y dispuesto a estrangular a su antiguo amigo, a la menor sospecha.

Una hora después de la salida del tren, comenzó a caer nieve, que no podía, afortunadamente, entorpecer la marcha del tren. Por las ventanillas ya no se veía más que una inmensa alfombra blanca, sobre la cual, desarrollando sus espirales, se destacaba el ceniciento vapor de la locomotora.

A las ocho, un camarero entró en el vagón y anunció a los pasajeros que había llegado la hora de acostarse. Ese vagón era un coche dormitorio, que en algunos minutos queda transformado en dormitorio. Los respaldos de los bancos se doblaron; unos colchoncitos, curiosamente empaquetados, se desarrollaron por un sistema ingenioso; quedaron improvisados, en pocos instantes, unos camarotes y cada viajero pudo tener a su disposición una cama confortable, defendida por recias cortinas contra toda indiscreta mirada. Las sábanas eran blancas, las almohadas blandas, y no había más que acostarse y dormir, lo que cada cual hizo como si se hubiese encontrado en el cómodo camarote de un vapor, mientras que el tren corría a todo vapor el estado de California.

En esa porción de territorio que se extiende entre San Francisco y Sacramento, el suelo es poco accidentado. Esa parte del ferrocarril, llamada Central Pacific, tomaba a Sacramento como punto de partida y avanzaba al Este, al encuentro del que partía de Omaha. De San Francisco a la capital de California la línea corría directamente al Nordeste, siguiendo el río American, que desagua en la bahía de San Pablo. Las ciento veinte millas comprendidas entre estas dos importantes ciudades se recorrieron en seis horas, y a cosa de medianoche, mientras que los viajeros se hallaban entregados a su primer sueño, pasaron por Sacramento, no pudiendo, por consiguiente, ver nada de esta gran ciudad, residencia de la legislatura del estado de California, ni sus bellos muelles, ni sus anchas calles, ni sus espléndidos palacios, ni sus plazas, ni sus templos.

Más allá de Sacramento, el tren, después de pasar las estaciones de Junction, Roclin, Aubum y Colfax, penetró en el macizo de Sierra Nevada. Eran las siete de la mañana cuando pasó por la estación de Cisco. Una hora después, el dormitorio era de nuevo un vagón ordinario, y los viajeros podían ver por los cristales los pintorescos puntos de vista de aquel montañoso país. El trazado del ferrocarril obedecía los caprichos de la sierra, yendo unas veces adherido a las faldas de la montaña, otras suspendido sobre los precipicios, evitando los ángulos bruscos por medio de curvas atrevidas, penetrando en gargantas estrechas, que parecían sin salida. La locomotora, brillante como unas andas, con su gran fanal, que despedía rojizos fulgores, su campana plateada, mezclaba sus silbidos y bramidos con los de los torrentes y cascadas, retorciendo su humo por las ennegrecidas ramas de los pinos.

Había pocos túneles o ninguno, y no existían puentes. El ferrocarril seguía los contornos de las montañas no buscando en la línea recta el camino más corto de uno a otro punto, y no violentando a la naturaleza.

Hacia las nueve, por el valle de Corson, el tren penetraba en el estado de Nevada, siguiendo siempre las dirección del Nordeste. A las doce pasaba por Reno, donde los viajeros tuvieron veinte minutos para almorzar.

Desde este punto, la vía férrea, costeando el río Humboldt, se elevó durante algunas millas hacia el Norte, siguiendo su curso; después torció al Este, no debiendo ya separarse de ese río, antes de llegar a los montes Humboldt, donde nace casi en la extremidad oriental del estado de Nevada.

Después de haber almorzado, el señor Fogg, la princesa Aouda y sus compañeros volvieron a sus asientos. Phileas Fogg, la joven Aouda y sus compañeros, confortablemente instalados, miraban el paisaje variado que se presentaba a la vista; vastas praderas, montañas que se perfilaban en el horizonte, torrentes que rodaban sus aguas espumosas. De vez en cuando aparecía, en masa dilatada, un gran rebaño de bisontes, cual dique movedizo. Esos innumerables ejércitos de rumiantes oponen a veces un obstáculo insuperable al paso de los trenes. Se han visto millares de ellos desfilar, durante muchas horas, en apiñadas hileras cruzando los rieles. La locomotora tiene entonces que detenerse y aguardar que la vía esté libre.

Y eso fue lo que en aquella ocasión aconteció. A las tres de la tarde, la vía quedó interrumpida por un rebaño de diez o doce mil cabezas. La máquina, después de haber amortiguado la velocidad, intentó introducir su espolón en tan inmensa columna, pero tuvo que detenerse ante la impenetrable masa.

Aquellos rumiantes, búfalos, como impropiamente los llaman los americanos, marchaban con tranquilo paso, dando a veces formidables mugidos. Tenían una estatura superior a los de Europa, piernas y cola cortas; con una joroba muscular; las astas separadas en la base; la cabeza, el cuello y espalda cubiertos con una melena de largo pelo. No podía pensarse en detener esta emigración. Cuando los bisontes adoptan una marcha, nada hay que pueda modificarla; es un torrente de carne viva que no puede ser detenido por dique alguno.

Los viajeros, dispersados en los pasadizos, estaban mirando tan curioso espectáculo; pero el que debía tener más prisa que todos, Phileas Fogg, había permanecido en su puesto, aguardando filosóficamente que a los búfalos les pluguiese dejarle paso. Picaporte estaba enfurecido por la tardanza que ocasionaba esa aglomeración de animales. De buena gana hubiera descargado sobre ellos su arsenal de revólveres.

La vía quedó interrumpida por un rebaño de diez o doce mil cabezas.

—¡Qué país! —exclamó—. ¡Unos simples bueyes que detienen los trenes y que van así en procesión, sin prisa ninguna, como si no estorbasen la circulación! ¡Pardiez! ¡Quisiera yo saber si el señor Fogg había previsto este contratiempo en su programa! ¡Y ese maquinista no se atreve a lanzar su máquina al través de ese obstruidor ganado!

El maquinista no había intentado forzar el obstáculo, obrando con sana prudencia, porque hubiera aplastado, indudablemente, a los primeros búfalos atacados por el espolón de la locomotora; pero, por poderosa que fuera la máquina, se habría parado en seguida, dando lugar a un descarrilamiento y a una indefinida detención del tren.

Lo mejor era, pues, esperar con paciencia, y ganar después el tiempo perdido acelerando la marcha del tren. El desfile de los bisontes duró tres horas largas, y la vía no estuvo expedita sino al caer la noche. En este momento, las últimas filas del rebaño atravesaban el ferrocarril, mientras que las primeras desaparecían por el horizonte meridional.

Eran, pues, las ocho, cuando el tren cruzó los desfiladeros de los montes Humboldt, y las nueve y media cuando penetró en el territorio de Utah, la región del Gran Lago Salado, el curioso país de los mormones.

Capítulo 27

En el que Picaporte toma, a una velocidad de 20 millas por hora, un curso de historia mormona

Durante la noche del 5 al 6 de noviembre, el tren corrió al Sureste sobre un espacio de unas cincuenta millas, y luego subió otro tanto hacia el Nordeste, acercándose al Gran Lago Salado.

Picaporte, hacia las nueve de la mañana, salió a tomar aire a los pasadizos. El tiempo estaba frío y el cielo cubierto, pero no nevaba. El disco del sol, abultado por las brumas, parecía como una enorme pieza de oro, y Picaporte se ocupaba en calcular su valor en piezas esterlinas, cuando le distrajo de tan útil trabajo la aparición de un personaje bastante extraño.

Este personaje, que había tomado el tren en la estación de Elko, era hombre de elevada estatura, muy moreno, de bigote negro, pantalón negro, corbata blanca, guantes de piel de perro. Parecía un reverendo. Iba de un extremo al otro del tren, y en la portezuela de cada vagón pegaba con obleas una noticia manuscrita.

Picaporte se acercó y leyó en una de esas notas que el honorable William Hitch, misionero mormón, aprovechando su presencia en el tren número 48, daría de once a doce, en el coche número 117, una conferencia sobre el mormonismo, invitando a oírla a todos los caballeros deseosos de instruirse en los misterios de la religión de los «Santos de los últimos días».

Picaporte, que sólo sabía del mormonismo sus costumbres polígamas, base de la sociedad mormónica, se propuso concurrir.

La noticia se esparció rápidamente por el tren, que llevaba un centenar de pasajeros. Entre ellos, treinta lo más, atraídos por el cebo de la conferencia, ocupaban a las once las banquetas del coche número 117, figurando Picaporte en la primera fila de los fieles. Ni su amo ni Fix habían creído conveniente molestarse.

A la hora fijada, el hermano mayor William Hitch, se levantó, y con voz bastante irritada, como si de antemano le hubieran contradicho, exclamó:

—¡Os digo yo que Joe Smith es un mártir, que su hermano Hyrames es un mártir, y que las persecuciones del gobierno de la Unión contra los profetas van a hacer también un mártir de Brigham Young!

¿Quién se atrevería a sostener lo contrario al misionero, cuya exaltación era un contraste con su fisonomía, de natural sereno? Pero su cólera se explicaba, sin duda, por estar actualmente sometido el mormonismo a trances muy duros. El gobierno de los Estados Unidos acababa de reducir, no sin trabajo, a estos fanáticos independientes. Se había hecho dueño de Utah, sometiéndolo a las leyes de la Unión, después de haber encarcelado a Brigham Young, acusado de rebelión y de poligamia. Desde aquella época los discípulos del profeta redoblaron sus esfuerzos, y aguardando los actos, resistían con la palabra las pretensiones del Congreso.

Como se ve, el hermano mayor William Hitch hacía prosélitos hasta en el ferrocarril.

Y entonces refirió, apasionando su relación con los raudales de su voz y la violencia de sus ademanes, la historia del mormonismo, desde los tiempos bíblicos: «Cómo en Israel, un profeta mormón, de la tribu de José, publicó los anales de la nueva religión y los legó a su hijo mormón; cómo, muchos siglos más tarde, una traducción de ese precioso libro, escrito en caracteres egipcios, fue hecha por José Smith júnior, colono del estado de Vermont, que se reveló como profeta místico en 1825; cómo, por último, le apareció un mensajero celeste, en una selva luminosa, y le entregó los anales del Señor».

En aquel momento, algunos oyentes, poco interesados por la relación retrospectiva del misionero, abandonaron el vagón; pero William Hitch, prosiguiendo, refirió cómo Smith júnior, reuniendo a su padre, a sus dos hermanos y algunos discípulos, fundó la religión de los Santos de los últimos días, religión que, adoptada no tan sólo en América, sino en Inglaterra, Escandinavia y Alemania, cuenta entre sus fieles, no sólo artesanos, sino muchas personas que ejercen profesiones liberales; cómo una colonia fue fundada en el Ohio; cómo se edificó un templo, gastando doscientos mil dólares, y cómo se construyó una ciudad en Kirkand; cómo Smith llegó a ser un audaz banquero y recibió de un simple exhibidor de momias un papiro, que contenía la narración escrita de mano de Abrahán y otros célebres egipcios.

Como esta historia se iba haciendo un poco larga, las filas de oyentes se fueron aclarando, y el público ya no quedaba reducido más que a unas veinte personas.

Pero el hermano mayor, sin dársele cuidado por esta deserción, refirió con detalles cómo Joe Smith quebró en 1837; cómo los arruinados accionistas le embrearon y emplumaron; cómo se le volvió a ver, más honorable y más honrado que nunca, algunos años después, en Independencia en el Missouri, y jefe de una comunidad floreciente, y que no contaba menos de tres mil discípulos, y entonces perseguido por el odio de los gentiles, tuvo que huir al Far West americano.

Todavía quedaban diez oyentes, y entre ellos el buen Picaporte, que era todo oídos. Así supo «cómo, después de muchas persecuciones, Smith apareció en Illinois y fundó, en 1839, a orillas del Mississippi, Nauvoo la Bella, cuya población se elevó hasta veinticinco mil almas; cómo Smith fue su alcalde, juez supremo y general en jefe; cómo en 1843 se presentó a candidato a la presidencia de los Estados Unidos, y cómo, por último, atraído a una emboscada en Cartago, fue encarcelado y asesinado por una banda de hombres enmascarados».

Entonces ya no había quedado más que Picaporte en el vagón, y el hermano mayor, mirándole de hito en hito, fascinándole con sus palabras, le recordó que dos años después del asesinato de Smith, su sucesor el profeta inspirado, Brigham Young, abandonando a Nauvoo, fue a establecerse a las orillas del Lago Salado, y allí, en aquel admirable territorio, en medio de una región fértil, en el camino que los emigrantes atraviesan para ir a California, la nueva colonia, gracias a los principios de la poligamia del mormonismo, tomó enorme extensión.

—¡Y por eso —añadió William Hitch—, por eso la envidia del Congreso se ha ejercitado contra nosotros! ¡Por eso los soldados de la Unión han pisoteado el suelo de Utah! ¡Por eso nuestro jefe, el profeta Brigham Young, ha sido preso con menosprecio de toda justicia! ¿Cederemos a la fuerza? ¡Jamás! Arrojados de Vermont, arrojados de Illinois, arrojados de Ohio, arrojados de Missouri, arrojados de Utah, ya encontraremos algún territorio independiente, donde plantar nuestra tienda… Y vos, adicto mío —añadió el hermano mayor, fijando sobre su único oyente su enojada mirada—, ¿plantaréis la vuestra a la sombra de nuestra bandera?

—No —respondió con valentía Picaporte, que huyó a su vez, dejando al energúmeno predicar en el desierto.

Pero, durante esta conferencia, el tren había marchado con rapidez, y a cosa de mediodía tocaba en la punta Noroeste del Gran Lago Salado. De aquí podía abrazarse, en un vasto perímetro, el aspecto de ese mar interior que lleva también el nombre de Mar Muerto, y en el cual desagua un Jordán de América. Lago admirable, rodeado de bellas peñas agrestes, con anchas capas incrustadas de sal blanca, soberbia sábana blanca de agua, que antiguamente cubría un espacio más considerable; pero, con el tiempo, sus orillas, elevándose poco a poco, han reducido su superficie, aumentando su profundidad.

El Lago Salado, con unas setenta millas de longitud y treinta y cinco de anchura, está situado a tres mil ochocientos pies sobre el nivel del mar. Muy diferente del lago Asfaltites, cuya depresión acusa mil doscientos pies menos, su salobrez es considerable, y sus aguas tienen en disolución la cuarta parte de materia sólida. Su peso específico es de 1,179, siendo 1,000 la del agua destilada. Por eso allí no pueden existir peces. Los que vienen del Jordán, del Weber y de otros ríos, perecen en seguida; pero no es verdad que la densidad de las aguas es tal, que un hombre no pueda sumergirse.

Alrededor del lago, la campiña estaba admirablemente cultivada, porque los mormones entienden bien los trabajos de la tierra; ranchos y corrales para los animales domésticos, campos de trigo, maíz sorgo; praderas de exuberante vegetación; en todas partes setos de rosales silvestres, matorrales de acacias y de euforbios; tal hubiera sido el aspecto de esa comarca seis meses más tarde; pero entonces el suelo estaba cubierto por una delgada capa de nieve que lo emblanquecía ligeramente.

A las dos, los viajeros se apeaban en la estación de Odgen. El tren no debía marchar hasta las seis. El señor Fogg, la princesa Aouda y sus dos compañeros tenían, por consiguiente, tiempo para ir a la Ciudad de los Santos, por un pequeño ramal que se destaca de la estación de Odgen. Dos horas bastaban apenas para visitar esa ciudad completamente americana, y como tal, construida por el estilo de todas las ciudades de la Unión; vastos tableros de largas líneas monótonas, con la tristeza lúgubre de los ángulos rectos, según la expresión de Víctor Hugo. El fundador de la Ciudad de los Santos, no podía librarse de esa necesidad de simetría que distingue a los anglosajones. En este singular país, donde los hombres no están, ciertamente, a la altura de las instituciones, todo se hace cuadrándose; las ciudades, las casas y las tolderías.

A las tres, los viajeros se paseaban, pues, por las calles de la ciudad, construida entre la orilla del Jordán y las primeras ondulaciones de los montes Wahsatch. Advirtieron pocas iglesias o ninguna, y como monumentos, la casa del Profeta, los tribunales y el arsenal; después, unas casas de ladrillos azulados con cancelas y galerías, rodeadas de jardines, adornadas con acacias, palmera y algarrobos. Un muro de arcilla y piedras, hecho en 1853, ceñía la ciudad; en la calle principal, donde estaba el mercado, se elevaban algunos palacios adornados de banderas, y entre otros, Salt Lake House.

El señor Fogg y sus compañeros no encontraron la ciudad muy poblada. Las calles estaban casi desiertas, salvo la parte del templo, adonde no llegaron sino después de atravesar algunos barrios cercados de empalizadas. Las mujeres eran bastante numerosas, lo cual se explica por la composición singular de las familias mormonas. No debe creerse, sin embargo, que todos los mormones son polígamos. Cada cual es libre de hacer sobre este particular lo que guste; pero conviene observar lo que son las ciudadanas del Utah, las que tienen especial empeño en ser casadas, porque, según la religión del país, el cielo mormón no admite a la participación de sus delicias a las solteras. Estas pobres criaturas no parecen tener existencia holgada ni feliz. Algunas, las más ricas sin duda, llevaban un jubón de seda negro, abierto en la cintura, bajo una capucha o chal muy modesto. Las otras no iban vestidas más que de indiana.

Picaporte, en su cualidad de soltero por convicción, no miraba sin cierto espanto a esas mormonas, encargadas de hacer, entre muchas, la felicidad de un solo mormón. En su buen sentido, de quien se compadecía más era del marido. Le parecía terrible tener que guiar tantas damas a la vez por entre las vicisitudes de la vida, conduciéndolas así, en tropel, hasta el paraíso mormónico, con la perspectiva de encontrarlas allí, para la eternidad, en compañía del glorioso Smith, que debía ser ornamento de aquel lugar de delicias. Decididamente, no tenía vocación para eso, y le parecía, tal vez equivocándose, que las ciudadanas de Great Lake City dirigían a su persona miradas algo inquietantes.

Por fortuna, su residencia en la Ciudad de los Santos, no debía prolongarse. A las cuatro menos algunos minutos, los viajeros se hallaban en la estación y volvían a ocupar su asiento en los vagones.

Diose el silbido; pero cuando las ruedas de la locomotora, patinando sobre las vías, comenzaban a imprimir alguna velocidad al tren, resonaron estos gritos: ¡Alto! ¡Alto!

No se para un tren en marcha, y el que profería esos gritos era, sin duda, algún mormón rezagado. Corría desalentado, y afortunadamente para él no había en la estación puertas ni barreras. Se lanzó a la vía, saltó al estribo del último coche, y cayó sin aliento sobre una de las banquetas del vagón.

Picaporte, que había seguido con emoción los incidentes de esta gimnástica, vino a contemplar al rezagado, a quien cobró vivo interés al saber que se escapaba a consecuencia de una reyerta de familia.

Cuando el mormón recobró el aliento, Picaporte se aventuró a preguntarle cortésmente cuántas mujeres tenía para él solo, y del modo con que venía escapado le suponía una veintena, al menos.

—¡Una, señor! —contestó el mormón, elevando los brazos al cielo—, ¡una y era bastante!

Capítulo 28

En el que Picaporte fracasa en su intento de que todo el mundo escuche la voz de la razón

El tren, al salir de Great Lake City y de la estación de Odgen, se elevó durante una hora hacia el Norte hacia el río Veber, después de recorrer unas novecientas millas desde San Francisco. En esta parte de territorio, comprendida entre esos montes y las Montañas Rocosas, propiamente dichas, los ingenieros americanos han tenido que vencer las más serias dificultades. Así, pues, en ese trayecto, la subvención del gobierno de la Unión ha ascendido a cuarenta y ocho mil dólares por milla, al paso que no eran más que dieciséis en la llanura; pero los ingenieros, como hemos dicho, no han violentado a la naturaleza, sino que han usado con ella la astucia, sesgando las dificultades, no habiendo tenido necesidad de perforar más que un túnel de catorce mil pies para llegar a la gran cuenca.

En el lago Salado era donde el trazado llegaba a su más alto punto de altitud. Desde aquí su perfil describía una curva muy prolongada, que bajaba hacia el valle de Bitter Creek, para remontarse hasta la línea divisoria de las aguas entre el Océano y el Pacífico. Los ríos eran numerosos en esta región montuosa. Hubo que pasar sobre puentes el Muddy, el Gree y otros. Picaporte se había tornado más impaciente a medida que se acercaba el término del viaje, y Fix, a su vez, hubiera querido haber salido ya de aquella región extraña. Temía las tardanzas, recelaba los accidentes, y aún tenía más prisa que el mismo Phileas Fogg en poner el pie sobre la tierra inglesa.

A las diez de la noche, el tren se detenía en la estación de Fort Bridger, de la cual se separó al punto, y veinte millas más allá entraba en el estado de Wyoming, el antiguo Dakota, siguiendo todo el valle de Bitter Creek, de donde surgen parte de las aguas que forman el sistema hidrográfico del Colorado.

Al día siguiente, 7 de diciembre, hubo un cuarto de hora de parada en la estación de Green River. La nieve había caído, durante la noche, con bastante abundancia; pero, mezclada con lluvia, medio derretida, no podía estorbar la marcha del tren. Sin embargo, este mal tiempo no dejó de inquietar a Picaporte, porque la acumulación de las nieves, entorpeciendo las ruedas de los vagones, hubiera comprometido seguramente el viaje.

—Pero, ¿qué idea —decía para sí— habrá tenido mi amo para viajar durante el invierno? ¿No podía aguardar la buena estación, para tener mayores probabilidades?

Pero en aquel momento, en que el honrado mozo no se preocupaba más que del estado del cielo y del descenso de la temperatura, la princesa Aouda experimentaba recelos más vivos, que procedían de otra muy diferente causa.

En efecto, algunos viajeros se habían apeado y se paseaban por el muelle de la estación de Green River, aguardando la salida del tren. Ahora bien; a través del cristal reconoció entre ellos al coronel Steam Proctor, aquel americano que tan groseramente se había conducido con Phileas Fogg, durante el mitin de San Francisco. La princesa Aouda, no queriendo ser vista, se echó para atrás.

Esta circunstancia impresionó vivamente a la joven. Esta había cobrado afecto al hombre que, por frío que fuera, le daba diariamente muestras de la más absoluta adhesión. No comprendía, sin duda, toda la profundidad del sentimiento que le inspiraba su salvador, y aunque no daba a este sentimiento otro nombre que el de agradecimiento, había más que esto, sin sospecharlo ella misma. Por eso su corazón se oprimió cuando reconoció al grosero personaje a quien tarde o temprano quería el señor Fogg pedir cuenta de su conducta. Evidentemente, era la casualidad sola la que había traído al coronel Proctor; pero, en fin, estaba allí, y era necesario impedir a toda costa que Phileas Fogg percibiese a su adversario.

La princesa Aouda, cuando el tren echó de nuevo a andar, aprovechó un momento en que el señor Fogg dormitaba para poner a Fix y Picaporte al corriente de lo que ocurría.

—¡Ese Proctor está en el tren! —exclamó Fix—. Pues bien: tranquilizaos, señora; antes de entenderse con el llamado… con el señor Fogg, ajustará cuentas conmigo. Me parece que, en todo caso, yo soy quien ha recibido los insultos más graves.

—Y además —añadió Picaporte—, yo me encargo de él, por más coronel que sea.

—Señor Fix —repuso la princesa Aouda—, el señor Fogg no dejará a nadie el cuidado de vengarlo. Es hombre, lo ha dicho, capaz de volver a América para buscar a ese provocador. Si ve, por consiguiente, al coronel Proctor, no podremos impedir un encuentro que pudiera traer resultados deplorables. Es menester, pues, que no lo vea.

—Tenéis razón, señora —respondió Fix—, un encuentro podría perderlo todo. Vencedor o vencido, el señor Fogg se vería atrasado, y…

—Y —añadió Picaporte— eso haría ganar a los caballeros del Reform Club. ¡Dentro de cuatro días estaremos en Nueva York! Pues bien; si durante cuatro días mi amo no sale de su vagón, puede esperarse que la casualidad no lo pondrá enfrente de ese maldito americano que Dios confunda. Y ya sabremos impedirlo.

La conversación se suspendió. El señor Fogg se había despertado y miraba el campo por entre el vidrio manchado de nieve. Pero más tarde, y sin ser oído de su amo ni de la princesa Aouda, Picaporte dijo al inspector de policía:

—¿De veras os batiríais con él?

—Todos los medios emplearé para que llegue vivo a Europa —respondió simplemente Fix, con tono que denotaba una implacable voluntad.

Picaporte sintió cierto estremecimiento; pero sus convicciones respecto de la no culpabilidad de su amo, siguieron inalterables.

¿Y podía hallarse algún medio de detener al señor Fogg en el compartimento para evitar todo encuentro con el coronel? No podía ser esto difícil, contando con el genio calmoso del caballero. En todo caso, el inspector de policía creyó haber dado con el medio, porque a los pocos instantes decía a Phileas Fogg:

—Largas y lentas son estas horas que se pasan así en ferrocarril.

—En efecto —dijo el caballero—, pero van pasando.

—A bordo de los buques —repuso el inspector— teníais costumbre de jugar vuestra partida de whist.

—Sí, pero aquí sería difícil; no hay naipes ni jugadores.

—¡Oh! En cuanto a los naipes, ya los hallaremos, porque se venden en todos los vagones americanos. En cuanto a compañeros de juego, si por casualidad la señora…

—Ciertamente, caballero —respondió con viveza Aouda—, sé jugar al whist. Eso forma parte de la educación inglesa.

—Y yo —repuso Fix—, tengo alguna pretensión de jugarlo bien. Por consiguiente, haremos la partida a tres.

—Como gustéis —repuso el señor Fogg, gozoso de dedicarse a su juego favorito aun en ferrocarril.

Picaporte fue en busca del camarero y volvió luego con dos barajas, fichas, tantos y una tablilla forrada de paño. No faltaba nada. El juego comenzó. La princesa Aouda sabía bastante bien el whist, aun recibió algunos cumplidos del severo Phileas Fogg. En cuanto al inspector, era de primera fuerza y capaz de luchar con el caballero.

—Ahora —dijo entre sí Picaporte—, ya es nuestro y no se moverá.

A las once de la mañana, el tren llegó a la línea divisoria de las aguas de ambos Océanos. Aquel paraje, llamado Passe Bridger, se hallaba a siete mil quinientos veinticuatro pies ingleses sobre el nivel del mar, y era uno de los puntos más altos del trazado férreo, al través de las Montañas Rocosas. Después de haber recorrido unas doscientas millas, los viajeros se hallaron por fin en una de esas extensas llanuras que llegan hasta el Atlántico, y que tan propicias son para el establecimiento de ferrocarriles.

Sobre la vertiente de la cuenca atlántica se desarrollaban ya los primeros ríos, afluentes o subafluentes del North Platte. Todo el horizonte del Norte y del Este estaba cubierto por una inmensa cortina semicircular que forma la porción septentrional de las Montañas Rocosas, dominada por el pico de Laramie. Entre esa curvatura y la línea férrea se extendían vastas llanuras, abundantemente regadas. A la derecha de la vía aparecían las primeras rampas de la masa montañosa que se redondea al Sur hasta el nacimiento del Arkansas, uno de los grandes tributarios del Missouri.

A las doce y media, los viajeros divisaron el puente Halleck, que domina aquella comarca. Con algunas horas más, el trayecto de las Montañas Rocosas quedaría hecho, y, por consiguiente, podía esperarse que ningún incidente perturbaría el paso del tren por tan áspera región. Ya no nevaba y el frío era seco. A lo lejos unas aves grandes, espantadas por la locomotora. Ninguna fiera, ni oso, ni lobo, aparecía en la llanura. Era el desierto con su inmensa desnudez.

Después de un almuerzo bastante confortable, servido en el mismo vagón, el señor Fogg y sus compañeros acababan de tomar los naipes de nuevo, cuando se oyeron violentos silbidos. El tren se paró.

Picaporte se asomó a la portezuela y no vio nada, ni había estación alguna.

La princesa Aouda y Fix pudieron temer por un momento que el señor Fogg bajase a la vía, pero el caballero se contentó con decir a su criado:

—Id a ver lo que es eso.

Picaporte salió, y unos cuarenta viajeros habían dejado ya sus puestos, entre ellos el coronel Steam Proctor.

El tren se había parado ante una señal roja, y el maquinista, así como el conductor, altercaban vivamente con un guardavía que había sido enviado al encuentro del convoy por el jefe de Medicine Bow, la estación inmediata. Tomaban parte de la discusión algunos viajeros que se habían acercado, y entre otros, el referido coronel Proctor, con altaneras palabras e imperiosos ademanes.

Picaporte oyó decir al guardavía:

—¡No! ¡No hay medio de pasar! El puente de Medicine Bow está resentido y no aguantaría el peso del tren.

El puente de que se trataba era colgante, y cruzaba sobre el torrente, a una milla del sitio donde se había parado el tren. Según el guardavía, muchos alambres estaban rotos, y el puente amenazaba ruina, siendo imposible arriesgarse y pasarlo. El guardavía no exageraba al afirmarlo y es preciso tener en cuenta que, con los hábitos de los americanos, cuando son ellos prudentes, sería locura no serlo.

Picaporte, que no se atrevía a contárselo a su amo, estaba oyendo lo que decían, quieto como una estatua y apretando los dientes.

—¡Me parece —exclamó el coronel Proctor— que no vamos a estar aquí criando raíces en la nieve!

—Coronel —respondió el conductor—, hemos telegrafiado a la estación de Omaha para pedir un tren, pero es probable que no llegue a Medicine Brow antes de seis horas.

—¡Seis horas! —dijo Picaporte.

—Sin duda. Además, bien necesitaremos ese tiempo para llegar a pie a la estación.

—Pero si no está más que a una milla —dijo un viajero.

—En efecto; pero al otro lado del río.

—Y ese río, ¿no puede pasarse con barca?

—Imposible. El torrente viene crecido por las lluvias. Es un raudal y tendremos que dar un rodeo de diez millas al Norte para hallar un vado.

El coronel echó una sarta de palabrotas, metiéndose con la compañía y con el conductor, mientras que Picaporte, furioso, no estaba muy lejos de hacer coro con él. Había un obstáculo material, contra el cual habían de estrellarse todos los billetes de banco de su amo.

Además, el descontento era general entre los viajeros, quienes, sin contar con el atraso, se veían obligados a andar unas quince millas por la llanura nevada. Hubo, pues, alboroto, vociferaciones, gritería, y esto hubiera debido llamar la atención de Phileas Fogg, a no estar absorto en el juego.

Sin embargo, Picaporte tenía que darle parte de lo que pasaba, y se dirigía al vagón con la cabeza baja cuando el maquinista, verdadero yankee llamado Foster, dijo, levantando la voz:

—Señores, tal vez hay un medio de pasar.

—¿Por el puente? —dijo un viajero.

—Por el puente.

—¿Con nuestro tren? —preguntó el coronel.

—Con nuestro tren.

Picaporte se detuvo, y devoraba las palabras del maquinista.

—¡Pero el puente amenaza ruina! —dijo el conductor.

—No importa —respondió Foster—. Creo, que, lanzando el tren con su máxima velocidad, hay probabilidad de pasar.

—¡Diantre! —exclamó Picaporte.

Pero cierto número de viajeros fueron inmediatamente seducidos por la proposición que gustaba especialmente al coronel Proctor. Este cerebro descompuesto consideraba la cosa como muy practicable. Se acordó de que unos ingenieros habían concebido la idea de pasar los ríos sin puente, con trenes rígidos lanzados a toda velocidad. Y en fin de cuentas, todos los interesados en la cuestión se pusieron de parte del maquinista.

—Tenemos cincuenta por ciento de probabilidades de pasar —decía otro.

—Sesenta —decía otro.

—Ochenta… ¡Noventa por ciento!

Picaporte estaba asustado, si bien se hallaba dispuesto a intentarlo toda para pasar el Medicine Creek; pero la tentativa le parecía demasiado americana.

—Por otra parte —pensó—, hay otra cosa más sencilla que ni siquiera se le ocurre a esa gente.

—Caballero —dijo a uno de los viajeros—, el medio propuesto por el maquinista me parece algo aventurado, pero…

—¡Ochenta por cuento de probabilidades! —respondió el viajero, que le volvió la espalda.

—Bien lo sé —respondió Picaporte, dirigiéndose a otro—, pero una simple reflexión.

—No hay reflexión, es inútil —respondió el americano, encogiéndose de hombros—, puesto que el maquinista asegura que pasaremos.

—Sin duda, pasaremos; pero sería quizá más prudente…

—¡Cómo prudente! —exclamó el coronel Proctor, a quien hizo dar un salto esa palabra oída por casualidad—. ¡Os dicen que a toda velocidad! ¿Comprendéis? ¡A toda velocidad!

—Ya sé, ya comprendo —repetía Picaporte, a quien nadie dejaba acabar—; pero sería, si no más prudente, puesto que la palabra os choca, al menos más natural…

—¿Quién? ¿Cómo? ¿Qué? ¿Qué tiene que decir ése con su natural? —gritaron todos.

Ya no sabía el pobre mozo de quién hacerse oír.

—¿Tenéis acaso miedo? —le preguntó el coronel Proctor.

—¡Yo miedo! —exclamó Picaporte—. Pues bien; sea. Yo les enseñaré que un francés puede ser tan americano como ellos.

—¡Al tren, al tren! —gritaba el conductor.

—¡Sí, al tren! —repetía Picaporte—: ¡Al tren! ¡Y al instante! ¡Pero nadie me impedirá pensar que hubiera sido más natural pasar primero el puente a pie, y luego el tren!…

Nadie oyó tan cuerda reflexión, ni nadie hubiera querido reconocer su conveniencia.

Los viajeros volvieron a los coches: Picaporte ocupó su asiento sin decir nada de lo ocurrido. Los jugadores estaban absortos en su whist.

La locomotora silbó vigorosamente. El maquinista, invirtiendo el vapor, trajo el tren para atrás durante cerca de una milla, retrocediendo como un saltarín que va a tomar impulso.

Después de otro silbido, comenzó la marcha hacia delante; se fue acelerando, y muy luego la velocidad fue espantosa. No se oía la repercusión de los relinchos de la locomotora, sino una aspiración seguida; los pistones daban veinte golpes por segundo; los ejes humeaban entre las cajas de grasa. Se sentía, por decirlo así, que el tren entero, marchando con una rapidez de cien millas por hora, no gravitaba ya sobre los rieles. La velocidad destruía la pesantez.

Y pasaron como un relámpago. Nadie vio el puente. El tren saltó, por decirlo así, de una orilla a otra, y el maquinista no pudo detener su máquina desbocada sino a cinco millas más allá de la estación.

Pero apenas había pasado el tren, cuando el puente, definitivamente arruinado, se desplomaba con estrépito sobre el Medicine Bow.

Capítulo 29

En el que se narran ciertos hechos que sólo pueden suceder en los ferrocarriles norteamericanos

Aquella misma tarde, el tren proseguía su marcha sin obstáculos, pasaba el fuerte Sanders, trasponía el paso de Cheyenvoy, llegaba al paso de Evans. En este sitio alcanzaba el ferrocarril el punto más alto del trayecto, o sea ocho mil noventa y un pies sobre el nivel del Océano. Los viajeros ya no tenían más que bajar hasta el Atlántico por aquellas llanuras sin límites, niveladas por la naturaleza.

Allí empalmaba el ramal de Denver, ciudad principal de Colorado. Este territorio es rico en minas de oro y de plata, y más de cincuenta mil habitantes han fijado allí su domicilio.

Se habían recorrido mil trescientas ochenta y dos millas desde San Francisco, en tres días y tres noches, cuatro noches y cuatro días debían bastar, según toda la previsión, para llegar a Nueva York. Phileas Fogg se mantenía, por consiguiente, dentro del plazo reglamentario.

Durante la noche se dejó a la izquierda el campamento de Walbab. El Lodge Pole Creek discurría paralelamente a la vía, siguiendo sus aguas la frontera rectilínea común a los Estados de Wyoming y de Colorado. A las once entraban en Nebraska, pasaban cerca de Sedgwick, y tocaban en Julesburgh, situado en el brazo meridional del río Platte.

Allí fue donde se inauguró el Union Pacific, el 23 de octubre de 1867, cuyo ingeniero jefe fue el general  J. M. Dodge, y donde se detuvieron las dos poderosas locomotoras que remolcaban los nuevos vagones de convidados, entre los cuales figuraba el vicepresidente Tomás C. Durant. Allí dieron el simulacro de un combate indio; allí brillaron los fuegos artificiales, en medio de ruidosas aclamaciones: allí, por último, se publicó, por medio de una imprenta portátil, el primer número del Railway Pioneer. Así fue celebrada la inauguración de ese gran ferrocarril, instrumento de progreso y de civilización, trazado a través del desierto y destinado a enlazar entre sí ciudades que no existían aún. El silbato de la locomotora, más poderoso que la lira de Anfión, iba a hacerlas surgir muy en breve del suelo americano.

A las ocho de la mañana, el fuerte Mac Pherson quedaba atrás. Este punto dista trescientas cincuenta y siete millas de Omaha. La vía férrea seguía por la izquierda del brazo meridional del río Platte. A las nueve, se llegaba a la importante ciudad de North Platte, construida entre los dos brazos de ese gran río, que se vuelven a reunir alrededor de ella para no formar, en adelante ya, más que una sola arteria, afluyente considerable cuyas aguas se confunden con las del Missouri, un poco más allá de Omaha.

El señor Fogg y sus compañeros proseguían su juego, sin que ninguno de ellos se quejase de la longitud del camino. Fix había empezado por ganar algunas guineas que estaba perdiendo, no siendo menos apasionado que el señor Fogg. Durante aquella mañana, la suerte favoreció singularmente a éste. Los triunfos llovían, por decirlo así, en sus manos. En cierto momento, después de haber combinado un golpe atrevido, se preparaba a jugar espadas, cuando detrás de la banqueta salió una voz diciendo:

—Yo jugaría oros.

El señor Fogg, la princesa Aouda y Fix, levantaron la cabeza. El coronel Proctor estaba junto a ellos.

Steam Proctor y Phileas Fogg se reconocieron en seguida.

—¡Ah! Sois vos, señor inglés —exclamó el coronel—; ¡sois vos quien quiere jugar espadas!

—Y que las juega —respondió con frialdad Phileas Fogg, echando un diez de ese palo.

—Pues bien; me acomoda que sean oros —replicó el coronel Proctor con irritada voz, haciendo ademán de tomar la carta jugada, añadiendo:

—No tiene usted ni idea de este juego.

—Tal vez seré más diestro en otro —dijo Phileas Fogg, levantándose.

—¡Sólo de vos depende ensayarlo, hijo de John Bull! —replicó el grosero personaje.

La princesa Aouda había palidecido, afluyendo toda su sangre al corazón. Se había asido del brazo de Phileas Fogg, que la repelió suavemente. Picaporte iba a echarse sobre el americano, que miraba a su adversario con el aire más insultante posible, pero Fix se había levantado, y yendo hacia el coronel Proctor, le dijo:

—Olvidáis que es conmigo con quien debéis entenderos, porque no sólo me habéis injuriado, sino golpeado.

—Señor Fix —dijo Fogg—, perdonad, pero esto me concierne a mí solo. Al pretender que yo hacía mal en jugar espadas, el coronel me ha injuriado de nuevo, y me dará una satisfacción.

—Cuando queráis y donde queráis —respondió el americano—, y con el arma que queráis.

La princesa Aouda intentó en vano detener al señor Fogg. El inspector hizo inútiles esfuerzos para hacer suya la cuestión. Picaporte quería echar al coronel por la portezuela, pero una seña de su amo lo contuvo. Phileas Fogg salió del vagón, y el americano lo acompañó a la plataforma.

—Caballero —dijo el señor Fogg a su adversario—, tengo mucha prisa en llegar a Europa, y una tardanza cualquiera perjudicaría mucho mis intereses.

—¿Y qué me importa? —respondió el coronel Proctor.

—Caballero —dijo cortésmente el señor Fogg—, después de nuestro encuentro en San Francisco, había formado el proyecto de volver a buscaros a América, tan luego como hubiese terminado los negocios que me llaman al antiguo continente.

—¡De veras!

—¿Queréis señalarme sitio para dentro de seis meses?

—¿Por qué no seis años?

—Digo seis meses, y seré exacto.

—Esas no son más que pamplinas o al instante, o nunca.

—Como usted quiera. ¿Vais a Nueva York?

—No.

—¿A Chicago?

—No.

—¿A Omaha?

—Os importa poco. ¿Conocéis Plum Creek?

—No.

—Es la estación inmediata, y allí llegará el tren dentro de una hora; se detendrá diez minutos, durante los cuales se pueden disparar algunos tiros.

—Bajaré en la estación de Plum Creek.

—Y creo que allí os quedaréis —añadió el americano con sin igual insolencia.

—¿Quién sabe, caballero? —respondió el señor Fogg, y entró en su vagón tan calmoso como de costumbre.

Allí el caballero comenzó por tranquilizar a la princesa Aouda, diciéndole que los fanfarrones no eran nunca de temer. Después rogó a Fix que le sirviera de testigo en el encuentro que se iba a verificar. Fix no podía rehusarse y Phileas Fogg prosiguió, tranquilo, su interrumpido juego, echando espadas con perfecta calma.

A las once, el silbato de la locomotora, anunció la aproximación a la estación de Plum Creek. El señor Fogg se levantó, y, seguido de Fix, salió a la galería. Picaporte le acompañaba, llevando un par de revólveres. La princesa Aouda se había quedado en el vagón, pálida como una muerta.

En aquel momento, se abrió la puerta del otro vagón, y el coronel Proctor apareció también en la galería, seguido de su testigo, un yanqui de su temple. Pero, en el momento en que los dos adversarios iban a bajar a la vía, el conductor acudió gritando:

—No se baja, señores.

—¿Y por qué? —preguntó el coronel.

—Llevamos veinte minutos de retraso, y el tren no se para.

—Pero tengo que batirme con el señor.

—Lo siento —respondió el empleado—, pero marchamos al punto. ¡Ya suena la campana!

La campana sonaba, en efecto, y el tren prosiguió su camino.

—Lo siento muchísimo, señores —dijo entonces el conductor—. En cualquier otra circunstancia hubiera podido serviros. Pero, en definitiva, puesto que no habéis podido batiros en esta estación, ¿quién os impide que lo hagáis aquí?

—Eso no convendrá tal vez al señor —dijo el coronel Proctor con aire burlón.

—Eso me conviene perfectamente —respondió Phileas Fogg.

—Decididamente estamos en América —pensó para sí Picaporte—, y el conductor del tren es un caballero de buen mundo.

Y pensando esto, siguió a su amo.

Los dos adversarios y sus testigos, precedidos de conductor, se fueron al último vagón del tren, ocupado tan sólo por unos diez viajeros. El conductor les preguntó si querían dejar un momento libre sitio a dos caballeros, que tenían que arreglar un negocio de honor.

¡Cómo no! Muy gozosos se mostraron los viajeros en complacer a los contendientes, y se retiraron a la galería.

El vagón, que tenía unos cincuenta pies de largo, se prestaba muy bien para el caso. Los adversarios podían marchar uno contra otro entre las banquetas y fusilarse a su gusto. Nunca hubo duelo más fácil de arreglar. El señor Fogg y el coronel Proctor, provistos cada uno de dos revólveres, entraron en el vagón. Sus testigos los encerraron. Al primer silbido de la locomotora debía comenzar el fuego. Y luego, después de un transcurso de dos minutos, se sacaría del coche lo que quedase de los dos caballeros.

Nada más sencillo, a la verdad; y tan sencillo, por cierto, que Fix y Picaporte sentían su corazón latir hasta romperse.

Se esperaba el silbido convenido, cuando resonaron de repente unos gritos salvajes, acompañados de tiros que no procedían del vagón ocupado por los duelistas. Los disparos se escuchaban, al contrario, por la parte delantera y sobre toda la línea del tren; en el interior de éste se oían gritos de furor.

El coronel Proctor y el señor Fogg, con revólver en mano, salieron al instante del vagón, y corrieron adelante donde eran más ruidosos los tiros y los disparos.

Habían comprendido que el tren era atacado por una banda de sioux.

No era la primera vez que esos atrevidos indios habían detenido los trenes. Según su costumbre, sin aguardar la parada del convoy, se habían arrojado sobre el estribo un centenar de ellos, escalando los vagones como lo hace un clown al saltar sobre un caballo al galope.

Estos sioux estaban armados de fusiles. De aquí las detonaciones, a que correspondían los viajeros, casi todos armados. Los indios habían comenzado por arrojarse sobre la máquina. El maquinista y el fogonero habían sido ya casi magullados. Un jefe sioux, queriendo detener el tren, había abierto la introducción del vapor en lugar de cerrarla, y la locomotora, arrastrada, corría con una velocidad espantosa.

Al mismo tiempo los sioux habían invadido los vagones. Corrían como monos enfurecidos sobre las cubiertas, echaban abajo las portezuelas y luchaban cuerpo a cuerpo con los viajeros. El furgón de equipajes había sido saqueado, arrojando los bultos a la vía. La gritería y los tiros no cesaban.

Sin embargo, los viajeros se defendían con valor. Ciertos vagones sostenían, por medio de barricadas, un sitio, como verdaderos fuertes ambulantes llevados con una velocidad de cien millas por hora.

Desde el principio del ataque, la princesa Aouda se había conducido valerosamente. Con revólver en mano, se defendía heroicamente; tirando por entre los cristales rotos, cuando asomaba algún salvaje. Unos veinte sioux, heridos de muerte, habían caído a la vía, y las ruedas de los vagones aplastaban a los que se caían sobre los rieles desde las plataformas.

Varios viajeros, gravemente heridos de bala o de rompecabezas, yacían sobre las banquetas.

Era necesario acabar. La lucha llevaba diez minutos de duración, y tenía que terminar en ventaja de los sioux si el tren no se paraba. En efecto, la estación de Fuerte Kearney no estaba más que a dos millas de distancia, y una vez pasado el fuerte y la estación siguiente, los sioux serían dueños del tren.

El conductor se batía al lado del señor Fogg, cuando una bala lo alcanzó. Al caer exclamó:

—¡Estamos perdidos si el tren tarda cinco minutos en pararse!

—¡Se parará! —dijo Phileas Fogg, que quiso echarse fuera del vagón.

—Estad quieto, señor —le gritó Picaporte. Yo me encargo de ello.

Phileas Fogg, no tuvo tiempo de detener al animoso muchacho, que, abriendo una portezuela, consiguió deslizarse debajo del vagón. Y entonces, mientras la lucha continuaba y las balas se cruzaban por encima de su cabeza, recobrando su agilidad y flexibilidad de clown, arrastrándose colgado por debajo de los coches, y agarrándose, ora a las cadenas, ora a las palancas de freno, rastreándose de uno a otro vagón, con maravillosa destreza, llegó a la parte delantera del tren sin haber podido ser visto.

Allí, colgado por una mano entre el furgón y el ténder, desenganchó con la otra las cadenas de seguridad; pero a consecuencia de la tracción, no hubiera conseguido desenroscar la barra de enganche, si un sacudimiento que la máquina experimentó, no la hubiera hecho saltar, de modo que el tren, desprendido, se fue quedando atrás, mientras que la locomotora huía con mayor velocidad.

El tren corrió aún durante algunos minutos; pero los frenos se manejaron bien, y el convoy se detuvo, al fin, a menos de cien pasos de la estación de Kearney.

Allí, los soldados del fuerte, atraídos por los disparos, acudieron apresuradamente. Los sioux no los habían esperado, y antes de pararse completamente el tren, toda la banda había desaparecido.

Pero cuando los viajeros se contaron en el andén de la estación, reconocieron que faltaban algunos, y entre otros el valiente francés, cuyo denuedo acababa de salvarlos.

Capítulo 30

En el que Phileas Fogg simplemente cumple con su deber

Tres viajeros, incluido Picaporte, habían desaparecido. ¿Los habían muerto en la lucha? ¿Estarían prisioneros de los sioux? No podía saberse todavía.

Los heridos eran bastantes numerosos, pero se reconoció que ninguno lo estaba mortalmente. Uno de los más graves era el coronel Proctor, que se había batido valerosamente, recibiendo un balazo en la ingle. Fue trasladado a la estación con otros viajeros, cuyo estado reclamaba cuidados inmediatos.

La princesa Aouda estaba a salvo, Phileas Fogg, que no había sido de los menos ardientes en la lucha, salió sin un rasguño. Fix estaba herido en el brazo, pero levemente. Pero Picaporte faltaba, y los ojos de la joven Aouda vertían lágrimas.

Entretanto, todos los viajeros habían abandonado el tren. Las ruedas de los vagones estaban manchadas de sangre. De los cubos y de los ejes colgaban informes despojos de carne. Se veían por la llanura largos rastros encarnados, hasta perderse de vista. Los últimos indios desaparecían entonces por el sur hacia el río Republican.

El señor Fogg permanecía quieto y cruzado de brazos. Tenía que adoptar una grave resolución. La princesa Aouda lo miraba sin pronunciar una palabra… Comprendió él esta mirada. Si su criado estaba prisionero, ¿no debía intentarlo todo para librarlo de los indios?

—Lo encontraré vivo o muerto —dijo sencillamente a la princesa Aouda.

—¡Ah! ¡Señor… señor Fogg! —exclamó la joven, asiendo las manos de su compañero bañándolas de lágrimas.

—¡Vivo —añadió el señor Fogg—, si no perdemos un minuto!

Con esta resolución, Phileas Fogg se sacrificaba por entero. Acababa de pronunciar su ruina. Un día tan sólo de atraso, le hacía faltar a la salida del vapor en Nueva York, y perdía la apuesta irrevocablemente; pero no vaciló ante la idea de cumplir con su deber.

El capitán que mandaba el fuerte Kearney estaba allí. Sus soldados, un centenar de hombres, se habían puesto a la defensiva, en el caso en que los sioux hubieran dirigido un ataque directo contra la estación.

—Señor —dijo el señor Fogg al capitán—, tres viajeros han desaparecido.

—¿Muertos? —preguntó el capitán.

—Muertos o prisioneros —respondió Phileas Fogg—. Esta es una incertidumbre que debemos aclarar. ¿Tenéis intención de perseguir a los sioux?

—Esto es grave —dijo el capitán—. ¡Estos indios pueden huir hasta más allá de Arkansas! No puedo abandonar el fuerte que me está confiado.

—Señor —repuso Phileas Fogg—, se trata de la vida de tres hombres.

—Sin duda… pero ¿puedo arriesgar la de cincuenta para salvar tres?

—Yo no sé si podéis, pero debéis hacerlo.

—Caballero —respondió el capitán—, nadie tiene que enseñarme cuál es mi deber.

—Sea —dijo con frialdad Phileas Fogg—. ¡Iré solo!

—¡Vos, señor! —exclamó Fix—. ¿Iréis solo en persecución de los sioux?

—¿Queréis, entonces, que deje perecer a ese infeliz a quienes todos los que están aquí deben la vida? Iré.

—Pues bien; ¡no iréis solo! —exclamó el capitán, conmovido a pesar suyo—. ¡No! Sois un corazón valiente. ¡Treinta hombres voluntarios! —añadió, volviéndose hacia los soldados.

Toda la compañía avanzó en masa. El capitán tuvo que elegir treinta soldados, poniéndolos a las órdenes de un viejo sargento.

—¡Gracias, capitán! —dijo el señor Fogg.

—¿Me permitiréis acompañaros? —preguntó Fix al caballero.

—Como gustéis, caballero —le respondió Phileas Fogg—; pero si queréis prestarme un servicio, os quedaréis junto a la princesa Aouda; y en el caso de que me suceda algo…

Una palidez súbita invadió el rostro del inspector de policía. ¡Separarse del hombre a quien había seguido paso a paso y con tanta persistencia! ¡Dejarlo, aventurarse así en el desierto! Fix miró con atención al caballero y a pesar de sus prevenciones bajó la vista ante aquella mirada franca y serena.

—Me quedaré —dijo.

Algunos instantes después, el señor Fogg, después de estrechar la mano de la joven y entregarle su precioso saco de viaje, partía con el sargento y su reducida tropa, diciendo a los soldados:

—¡Amigos míos, hay mil libras para vosotros, si salváis a los prisioneros!

Eran las doce y algunos minutos.

La princesa Aouda se había retirado a un cuarto de la estación, y allí sola aguardó, pensando en Phileas Fogg, en su sencilla y graciosa generosidad y en su sereno valor. El señor Fogg había sacrificado su fortuna, y ahora se jugaba su vida, todo sin vacilación, por deber y sin alarde. Phileas era un héroe ante ella.

El inspector Fix no pensaba del mismo modo, y no podía contener su agitación. Se paseaba calenturiento por el andén de la estación. Estaba arrepentido de haberse dejado subyugar en el primer momento por el señor Fogg, y comprendía la necedad en que había incurrido dejándolo marchar. ¿Cómo había podido consentir en separarse de aquel hombre, a quien acababa de seguir alrededor del mundo? Se reconvenía a sí mismo, se acusaba, se trataba como si hubiera sido el director de la policía metropolitana, amonestando a un agente sorprendido en flagrante delito de candidez.

—¡He sido inepto! —decía para sí—. ¡El otro te habrá dicho quién era yo! ¡Ha partido y no volverá! ¿Dónde apresarlo ahora? Pero, ¿cómo me he podido dejarme fascinar así, yo, Fix, yo, que llevo en el bolsillo la orden de prisión? ¡Decididamente soy un animal!

Así razonaba el inspector de policía, mientras que las horas transcurrían lentamente. No sabía qué hacer. Algunas veces tenía la idea de decírselo todo a la princesa Aouda, pero comprendía de qué modo serían acogidas sus palabras por la joven. ¿Qué partido tomar? Estaba tentado de irse, al través de las llanuras, en busca de Fogg. No le parecía imposible volver a dar con él. ¡Las huellas del destacamento estaban impresas todavía en el nevado suelo! Pero luego todo vestigio quedaba borrado bajo una nueva capa de nieve.

Entonces el desaliento se apoderó de Fix. Experimentó un insuperable deseo de abandonar la partida, y precisamente se le ofreció ocasión de seguir el viaje, partiendo de la estación de Kearney.

En efecto; a las dos de la tarde, mientras que la nieve caía a grandes copos, se oyeron unos silbidos procedentes del Este. Una sombra enorme, precedida de un resplandor rojizo, avanzaba con lentitud, considerablemente abultada por las brumas que le daban fantástico aspecto.

Sin embargo, ningún tren de la parte del Este era esperado todavía. El auxilio pedido por teléfono no podía llegar tan pronto, y el tren de Omaha a San Francisco no debía pasar hasta el día siguiente.

No tardó en saberse lo que era. La locomotora, que andaba a corto vapor y dando grandes silbidos, era la que, después de haberse separado del tren, había continuado su marcha con tan espantosa velocidad, llevando al maquinista y fogonero inanimados. Había corrido muchas millas, y, después, apagándose el fuego, por falta de combustible, la velocidad se fue amortiguando, hasta que la máquina se detuvo, veinte millas más allá de la estación de Kearney.

Ni el maquinista ni el fogonero habían sucumbido, y después de un desmayo bastante prolongado, habían recobrado los sentidos.

La máquina estaba entonces parada, y cuando el maquinista se vio en el desierto con la locomotora sola, comprendió lo ocurrido, y sin que pudiera atinar de qué modo se había efectuado la separación, no dudaba que el tren estaba atrás esperando auxilio.

No vaciló el maquinista sobre la resolución que debía adoptar. Proseguir el camino en dirección de Omaha, era prudente; volver hacia el tren, en cuyo saqueo estarían quizá ocupados los indios, era peligro… ¡No importa! Se rellenó la hornilla de combustible, el fuego se reanimó, la presión volvió a subir, y a cosa de las dos de la tarde, la máquina regresaba a la estación de Kearney, siendo ella la que silbaba sobre la bruma.

Fue para los viajeros gran satisfacción el ver que la locomotora se ponía a la cabeza del tren. Iban a poder continuar su viaje, tan desgraciadamente interrumpido.

Al llegar la máquina, la princesa Aouda preguntó al conductor:

—¿Vais a marchar?

—Al momento, señora.

—Pero esos prisioneros… nuestros desventurados compañeros…

—No puedo interrumpir el servicio —respondió el conductor—. Ya llevamos tres horas de atraso.

—¿Y cuándo pasará el otro tren procedente de San Francisco?

—Mañana por la tarde, señora.

—¡Mañana por la tarde! Pero ya no será tiempo. ¡Es preciso aguardar!

—Imposible. Si queréis partir, al coche.

—No marcharé —respondió la joven.

Fix había oído la conversación. Algunos momentos antes, cuando todo medio de locomoción le faltaba, estaba decidido a marchar; y ahora, que el tren estaba allí y no tenía más que ocupar su asiento, le retenía un irresistible impulso. El andén de la estación le quemaba los pies, y no podía desprenderse de allí. Volvió al embate de sus encontradas ideas, y la cólera del mal éxito lo ahogaba. Quería luchar hasta el fin.

Entretanto, los viajeros y algunos heridos, entre ellos el coronel Proctor, cuyo estado era grave, habían tomado ubicación en los vagones. Se oía el zumbido de la caldera y el vapor se desprendía por las válvulas. El maquinista silbó, el tren se puso en marcha, y desapareció luego, mezclando su blanco humo con el torbellino de las nieves.

El inspector Fix se quedó.

Algunas horas transcurrieron. El tiempo era muy malo y el frío excesivo. Fix, sentado en un banco de la estación, permanecía inmóvil hasta el punto de parecer dormido. La princesa Aouda, a pesar de la nevada, salía a cada momento del cuarto que estaba a su disposición. Llegaba hasta lo último del andén, tratando de penetrar la bruma con su vista y procurando escuchar sí se percibía algún ruido. Pero nada. Aterida por el frío, volvía a su aposento para volver a salir algunos momentos más tarde, y siempre inútilmente.

Llegó la noche, y el destacamento no había regresado. ¿Dónde estaría? ¿Había alcanzado a los indios? ¿Habría habido lucha, o acaso los soldados, perdidos en medio de la nieve, andarían errantes a la aventura? El capitán del fuerte Kearney estaba muy inquieto, si bien procuraba disimularlo.

Por la noche, la nieve no cayó en tanta abundancia, pero creció la intensidad del frío.

La mirada más intrépida no hubiera considerado sin espanto aquella oscura inmensidad. Reinaba un absoluto silencio en la llanura, cuya infinita calma no era turbada ni por el vuelo de las aves ni por el paso de las fieras.

Durante toda aquella noche, la princesa Aouda, con el ánimo entregado a siniestros pensamientos, con el corazón lleno de angustias, anduvo errando por la linde de la pradera. Su imaginación la llevaba a lo lejos, mostrándole mil peligros; no es posible expresar lo que sufrió durante tan largas horas.

Fix permanecía quieto en el mismo sitio, pero tampoco dormía. En cierto momento se le acercó un hombre, y le habló, pero el agente lo despidió, después de haberle respondido negativamente.

Así transcurrió la noche. Al alba, el disco medio apagado del sol se levantó sobre un horizonte nublado, pudiendo, sin embargo, la vista extenderse hasta dos millas de distancia. Phileas Fogg y el destacamento se habían dirigido hacia el Sur, y por este lado no se divisaba más que el desierto. Eran entonces las siete de la mañana.

El capitán, muy caviloso, no sabía qué partido tomar. ¿Debía enviar otro destacamento en auxilio del primero? ¿Debía sacrificar más hombres, con tan poca probabilidad de salvar a los que se habían sacrificado primero? Pero su vacilación no duró, y llamó con una señal a uno de sus tenientes, dándole orden de hacer un reconocimiento por el Sur, cuando sonaron unos tiros. ¿Era esto una señal? Los soldados salieron afuera del fuerte, y a media milla vieron una pequeña partida que venía en buen orden.

El señor Fogg iba a la cabeza, y junto a él estaban Picaporte y los otros dos viajeros, librados de entre las manos de los sioux.

Había habido combate a diez millas al sur de Kearney. Pocos momentos antes de la llegada del destacamento, Picaporte y los dos compañeros estaban luchando con sus guardianes, y el francés había ya derribado tres a puñetazos, cuando su amo y los soldados se precipitaron en su auxilio.

Todos, salvadores y salvados, fueron acogidos con gritos de alegría, y Phileas Fogg distribuyó a los soldados la prima que les había prometido, mientras que Picaporte repetía, no sin alguna razón:

—¡Decididamente, es preciso convenir en que cuesto muy caro a mi amo!

Fix, sin pronunciar una palabra, miraba al señor Fogg, y hubiera sido difícil analizar las impresiones que luchaban en su interior. En cuanto a la princesa Aouda, había tomado la mano del caballero y la estrechaba con las suyas sin poder pronunciar una palabra.

Entretanto, Picaporte, tan luego como llegó, había buscado el tren en la estación, creyendo encontrarle allí dispuesto a correr hacia Omaha, y esperando que se podría ganar aún el tiempo perdido.

—¡El tren, el tren! —gritaba.

—Se marchó —respondió Fix.

—Y el tren siguiente, ¿cuándo pasa? —preguntó el señor Fogg.

—Esta noche.

—¡Ah! —dijo simplemente el impasible caballero.

Capítulo 31

En el que Fix, el detective, favorece considerablemente los intereses de Phileas Fogg

Phileas Fogg estaba veinticuatro horas atrasado, y Picaporte, causa involuntaria de esta tardanza, estaba desesperado. Había arruinado indudablemente a su amo.

En aquel momento, el inspector se acercó al señor Fogg, y mirándole bien enfrente, le preguntó:

—Con formalidad, señor Fogg; ¿tenéis prisa?

—Con mucha formalidad —respondió Phileas Fogg.

—Insisto —repuso Fix. ¿Tenéis verdadero interés en estar en Nueva York el 11, antes de las nueve de la noche, hora de salida del vapor de Liverpool?

—El mayor interés.

—Y si el viaje no hubiera sido interrumpido por el ataque de los indios, ¿hubierais llegado a Nueva York el 11 por la mañana?

—Sí, con doce horas de adelanto sobre el vapor.

—Bien. Tenéis ahora veinte horas de atraso. Entre veinte y doce, la diferencia es de ocho. Luego con ganar estas ocho horas tenéis bastante. ¿Queréis intentarlo?

—¿A pie?

—No, en trineo de vela. Un hombre me ha propuesto este sistema de transporte.

Era el hombre que había hablado al inspector de policía durante la noche, y cuya oferta había sido desechada.

Phileas Fogg no respondió a Fix; pero éste le enseñó el hombre de que se trataba, y el caballero después, Phileas Fogg y el americano, llamado Mudge, entraban en una covacha construida junto al fuerte Kearney.

Allí, el señor Fogg examinó un vehículo bastante singular, especie de tablero establecido sobre dos largueros, algo levantados por delante, como las plantas de un trineo, y en el cual cabían cinco o seis personas. Al tercio, por delante, se elevaba un mástil muy alto, donde se envergaba una inmensa cangreja. Este mástil, sólidamente sostenido por obenques metálicos, tendía un estay de hierro, que servía para guindar un foque de gran dimensión. Detrás había un timón espaldilla, que permitía dirigir el aparato.

Como se ve, era un trineo aparejado en balandra. Durante el invierno, en la llanura helada, cuando los trenes se ven detenidos por las nieves, esos vehículos hacen travesías muy rápidas, de una a otra estación. Están, por lo demás, muy bien aparejados, quizá mejor que un balandro, que está expuesto a volcar, y con viento en popa corren por las praderas, con rapidez igual, si no superior a la de un expreso.

En pocos instantes se concluyó el trato entre el señor Fogg y el patrón de esa embarcación terrestre. El viento era bueno. Soplaba del Oeste muy frescachón. La nieve estaba endurecida, y Mudge tenía grandes esperanzas de llegar en pocas horas a la estación de Omaha, donde los trenes son frecuentes y las vías numerosas en dirección a Chicago y Nueva York. No era difícil que pudiera ganarse el atraso; por consiguiente, no debía vacilarse en intentar la aventura.

No queriendo el señor Fogg exponer a la princesa Aouda a los tormentos de una travesía al aire libre, con el frío, que la velocidad había de hacer más insoportable, le propuso quedarse con Picaporte en la estación de Kearney, desde donde el buen muchacho la traería a Europa, por mejor camino y en mejores condiciones.

La princesa Aouda se negó a separarse del señor Fogg, y Picaporte se alegró mucho de esta determinación. En efecto, por nada en el mundo hubiera querido separarse de su amo, puesto que Fix le acompañaba.

En cuanto a lo que entonces pensaba el inspector de policía, sería difícil decirlo. ¿Su convicción estaba quebrantada por el regreso de Phileas Fogg, o bien lo consideraba como un bribón de gran talento, por creer que después de cumplida la vuelta al mundo, estaría absolutamente seguro en Inglaterra? Tal vez la opinión de Fix, respecto de Phileas Fogg, se había modificado; pero no por eso estaba menos decidido a cumplir con su deber, y, más impaciente que todos, a ayudar con todas sus fuerzas el regreso a Inglaterra.

A las ocho, el trineo estaba dispuesto a marchar. Los viajeros, casi puede decirse los pasajeros, tomaron asiento, muy envueltos en sus mantas de viaje. Las dos inmensas velas estaban izadas, y al impulso del viento el vehículo corría sobre la endurecida nieve a razón de cuarenta millas por hora.

La distancia que separa el fuerte Kearney de Omaha es en línea recta, a vuelo de abeja, como dicen los americanos, de doscientas millas lo más. Manteniéndose el viento, esta distancia podía recorrerse en cinco horas, y no ocurriendo ningún incidente, el trineo debía estar en Omaha a la una de la tarde.

¡Qué travesía! Los viajeros, apiñados, no podían hablarse. El frío, acrecentado por la velocidad, les hubiera cortado la palabra. El trineo corría tan ligeramente sobre la superficie de la llanura, como un barco sobre las aguas, pero sin marejada. Cuando la brisa llegaba rasando la tierra, parecía que el trineo iba a ser levantado del suelo por sus espantosas velas cual alas de inmensa envergadura. Mudge se mantenía, por medio del timón, en la línea recta y con un golpe de espadilla rectificaba los borneos que el aparejo tendía a producir. Todo el velamen daba presa al viento. El foque, desviado, no estaba cubierto por la cangreja. Se levantó una cofa y dando al viento un cuchillo, se aumentó la fuerza del impulso de las demás velas. No podía calcularse la velocidad matemáticamente; pero era seguro que no bajaba de las cuarenta millas por hora.

—Si nada se rompe —dijo Mudge—, llegaremos.

Y Mudge tenía interés en llegar dentro del plazo convenido, porque el señor Fogg, fiel a su sistema, lo había engolosinado con una crecida oferta.

La pradera por donde corría el trineo era tan llana, que parecía un inmenso estanque helado. El ferrocarril que cruzaba por esa región subía del Suroeste al

Noroeste por Grand Island, Columbus, ciudad importante de Nebraska, Schuyler, Fremont y luego Omaha. Seguía en todo su trayecto por la orilla derecha del rio Platte. El trineo, atajando, recorría la cuerda del arco descrito por la vía férrea. Mudge no podía verse detenido por el río Platte, en el recodo que forma antes de llegar a Fremont, porque sus aguas estaban heladas. El camino se hallaba, pues, completamente libre de obstáculos, y a Phileas Fogg sólo podían darle cuidado dos circunstancias: una avería en el aparato o un cambio de viento.

La brisa, sin embargo, no amainaba, y antes al contrario, soplaba hasta el punto de poder tumbar el palo, si bien le sostenían con firmeza los obenques de hierro. Esos alambres metálicos, semejantes a las cuerdas de un instrumento, resonaban como si un arco hubiese provocado sus vibraciones. El trineo volaba, acompañado de una armonía plañidera de muy particular intensidad.

—Esas cuerdas dan la quinta y la octava —dijo el señor Fogg.

Fueron éstas las únicas palabras que pronunció durante la travesía. La princesa Aouda, cuidadosamente envuelta en los abrigos y mantas de viaje, estaba preservada, en lo posible, del alcance del frío.

En cuanto a Picaporte, roja la cara como el disco solar cuando se pone entre brumas, aspiraba aquel aire penetrante, dando rienda a sus esperanzas con el fondo de imperturbable confianza que las distinguía. En vez de llegar por la mañana a Nueva York, se llegaría por la tarde, pero todavía existían probabilidades de que esto ocurriese antes de salir el vapor de Liverpool.

Picaporte experimentó hasta deseos de dar un apretón de manos a su aliado Fix, no olvidando que era el inspector mismo quien había proporcionado el trineo de velas, y por consiguiente, el único medio de llegar a Omaha a tiempo; pero, obedeciendo a un indefinible presentimiento, se mantuvo en su acostumbrada reserva.

En todo caso, había una cosa que Picaporte no olvidaría jamás, esto es: el sacrificio del señor Fogg para librarlos de los sioux arriesgando su fortuna y su vida. No; ¡jamás lo olvidaría su criado!

Mientras que cada uno de los viajeros se entregaba a reflexiones diversas, el trineo volaba sobre la inmensa alfombra de nieve, y si atravesaba algunos ríos, afluentes o subafluentes del Little Blue, no se percataba nadie de ello. Los campos y los cursos de agua se igualaban bajo una blancura uniforme. El llano estaba completamente desierto, comprendido entre el Union Pacific y el ramal que ha de enlazar a Kearney con San José, formaba como una gran isla inhabitada. Ni una aldea, ni una estación, ni siquiera un fuerte. De vez en cuando, se veía pasar, cual relámpago, algún árbol raquítico, cuyo blanco esqueleto se retorcía bajo la brisa. A veces, se levantaban del suelo bandadas de aves silvestres. A veces también, algunos lobos, en tropeles numerosos, flacos, hambrientos, y movidos por una necesidad feroz, luchaban en velocidad con el trineo. Entonces Picaporte, revólver en mano, estaba preparado para hacer fuego sobre los más inmediatos. Si algún incidente hubiese detenido entonces el trineo, los viajeros atacados por esas encarnizadas fieras, hubieran corrido los más graves peligros; pero el trineo seguía firme, y tomando buena delantera, no tardó en quedarse atrás aquella aulladora tropa.

A las doce, Mudge, reconoció por algunos indicios, que estaba pasando el helado curso del Platte. No dijo nada, pero ya estaba seguro de que, veinte milla más allá, se hallaba la estación de Omaha.

Y, en efecto, no era la una de la tarde cuando, abandonando la barra, el patrón recogía velas, mientras que el trineo, arrastrado por su irresistible vuelo, recorría aún media milla sin velamen. Por último, se paró, y Mudge, enseñando una aglomeración de tejados blancos decía:

—Hemos llegado.

Ya se hallaban, pues, en aquella estación donde numerosos trenes comunicaban con la parte oriental de los Estados Unidos.

Picaporte y Fix habían saltado a tierra, y estiraban sus entumecidos miembros.

Ayudaron al señor Fogg y a la joven a bajar del trineo. Phileas Fogg pagó generosamente a Mudge, a quien Picaporte estrechó amistosamente la mano, corriendo todos después a la estación de Omaha.

En esta importante ciudad de Nebraska es adonde va a parar el ferrocarril, con el nombre de Chicago Rock Island, que corre directamente al Este, sirviendo cincuenta estaciones.

Estaba dispuesto a marchar un tren directo, de tal modo, que Phileas Fogg y sus compañeros sólo tuvieron tiempo de arrojarse a un vagón. No habían visto nada de Omaha; pero Picaporte reconocía que no era cosa de sentir, puesto que no era ver ciudades lo que importaba.

Con extraordinaria rapidez, el tren pasó el estado de Iowa, por el Councial Bluffs, Moines, Iowa City. Durante la noche, cruzaba el Mississippi, en Davenport, y entraba por Rock Island en Illinois. Al día siguiente, 10, a las cuatro de la tarde, llegaba a Chicago, renacida ya de sus ruinas, y más que nunca fieramente asentada a orillas de su hermoso lago Michigan. Chicago está a 900 millas de Nueva York, y allí no faltaban trenes, por lo cual pudo el señor Fogg pasar inmediatamente de uno a otro. La elegante locomotora del PittsburgFort Waine Chicago, partió a toda velocidad, como si hubiese comprendido que el honorable caballero no tenía tiempo que perder. Atravesó como un relámpago los Estados de Indiana, Ohio, Pensylvania y New Jersey, pasando por ciudades de nombres históricos, algunas de las cuales tenían calles y tranvías, pero no casas todavía. Por fin, apareció el Hudson, y el 11 de diciembre, a las once y cuarto de la noche, el tren se detenía en la estación, a la margen derecha del río, ante el mismo muelle de los vapores de la línea Cunard, llamada, por otro nombre, British and North American Royal Mail Steam Packet Co.

El China, con destino a Liverpool, había salido cuarenta y cinco minutos antes.

Capítulo 32

En el que Phileas Fogg emprende una dura lucha contra la mala suerte

Al partir el China se llevaba, al parecer, la última esperanza de Phileas Fogg.

En efecto, ninguno de los otros vapores que hacen el servicio directo entre América y Europa, ni los transatlánticos franceses, ni los buques de la White Starline, ni los de la Compañía Imman, ni los de la Línea Hamburguesa, ni otros podían responder a los proyectos del caballero.

El Pereire, de la Compañía Transatlántica Francesa, cuyos admirables buques igualan en velocidad y sobrepujan en comodidades a los de las demás líneas sin excepción, no partía hasta tres días después, el 14 de diciembre, y además, no iba directamente a Liverpool o Londres, sino al Havre, y lo mismo sucedía con los de la Compañía Hamburguesa; así es que la travesía suplementaria del Havre a Southampton hubiera anulado los últimos esfuerzos de Phileas Fogg.

En cuanto a los vapores Imman, uno de los cuales, el City of Paris, se daba a la mar al día siguiente, no debía pensarse en ellos, porque, estando dedicados al transporte de emigrantes, son de máquinas débiles, navegan lo mismo a vela que a vapor, y su velocidad es mediana. Empleaban en la travesía de Nueva York a Inglaterra más tiempo del que necesitaba el señor Fogg para ganar su apuesta.

De todo esto se informó el caballero consultando su Bradshaw, que le reseñaba, día por día, los movimientos de la navegación transoceánica.

Picaporte estaba anonadado. Después de haber perdido la salida por cuarenta y cinco minutos, esto lo mataba, porque tenía la culpa él; pues, en vez de ayudar a su amo, no había cesado de crearle obstáculos por el camino. Y cuando repasaba en su mente todos los incidentes del viaje; cuando calculaba las sumas gastadas en pura pérdida y sólo en interés suyo; cuando pensaba que esa enorme apuesta, con los gastos considerables de tan inútil viaje, arruinaba al señor Fogg, se llenaba a sí mismo de injurias.

Sin embargo, el señor Fogg no le dirigió reconvención alguna, y al abandonar el muelle de los vapores transatlánticos, no dijo más que estas palabras:

—Mañana veremos lo que se hace, venid.

El señor Fogg, la princesa Aouda, Fix y Picaporte, atravesaron el Hudson en el Jersey City Ferry Boat y subieron a un coche, que los condujo al hotel San Nicolás, en Broadway. Tomaron unas habitaciones, y la noche transcurrió corta para Phileas Fogg, que durmió con profundo sueño, pero muy larga para la princesa Aouda y sus compañeros, a quienes la agitación no permitió descansar.

La fecha del día siguiente era el 12 de diciembre. Desde el 12, a las siete de la mañana, hasta el 21, a las ocho y cuarenta y cinco minutos de la noche, quedaban nueve días, trece horas y cuarenta y cinco minutos. Si Phileas Fogg hubiera salido la víspera con el China uno de los mejores andadores de la Line Cunard, habría llegado a Liverpool, y luego a Londres en el tiempo estipulado.

El señor Fogg abandonó el hotel solo, después de haber recomendado a su criado que lo aguardase y de haber prevenido a la princesa Aouda que estuviese dispuesta.

Después se dirigió al Hudson, y entre los buques amarrados al muelle o anclados en el río, buscó cuidadosamente los que estaban listos para salir. Muchos tenían la señal de partida y se disponían a tomar la mar, aprovechando la marea de la mañana, porque en ese inmenso y admirable puerto de Nueva York no hay día en que cien embarcaciones no salgan con rumbo a todos los puntos del orbe; pero casi todas eran de vela, y no podían convenir a Phileas Fogg.

Este caballero se estrellaba, al parecer, en su último tentativa, cuando vio a la distancia de un cable, lo más, un buque mercante de hélice, de formas delgadas, cuya chimenea, dejando escapar grandes bocanadas de humo, indicaba que se preparaba para aparejar.

Phileas Fogg tomó un bote, se embarcó, y a poco se encontraba en la escala de la Enriqueta, vapor de casco de hierro con los altos de madera.

El capitán de la Enriqueta estaba a bordo. Phileas Fogg subió a cubierta y preguntó por él. El capitán se presentó en seguida.

Era hombre de cuarenta años, especie de lobo de mar, con trazas de regañón y poco tratable. Tenía ojos grandes, tez de cobre oxidado, pelo rojo, ancho cuerpo y nada del aspecto de hombre de mundo.

—¿El capitán? —preguntó el señor Fogg.

—Soy yo.

—Soy Phileas Fogg, de Londres.

—Y yo, Andrés Speedy, de Cardiff.

—¿Vais a salir?

—Dentro de una hora.

—¿Y para dónde?

—Para Burdeos.

—¿Y vuestro cargamento?

—Piedras en la cala. No hay flete, y me voy en lastre.

—¿Tenéis pasajeros?

—No hay pasajeros. Nunca pasajeros. Es una mercancía voluminosa y razonadora.

—¿Vuestro buque marcha bien?

—Entre once y doce nudos. La Enriqueta es muy conocida.

—¿Queréis llevarme a Liverpool, a mí y a tres personas más?

—¡A Liverpool! ¿Por qué no a China?

—Digo Liverpool.

—No.

—¿No?

—No. Estoy en marcha para Burdeos.

—¿No importa a qué precio?

—No importa el precio.

El capitán había hablado en un tono que no admitía réplica.

—Pero los armadores de la Enriqueta… —repuso Phileas Fogg.

—No hay más armadores que yo —respondió el capitán—. El buque me pertenece.

—Lo fleto.

—No.

—Lo compro.

—No.

Phileas Fogg no pestañeó. Sin embargo, la situación era grave. No sucedía en Nueva York lo que en Hong Kong, ni con el capitán de la Enriqueta lo que con el patrón de la Tankadera. Hasta entonces, el dinero del caballero había vencido todos los obstáculos. Esta vez el dinero no daba resultado.

Era necesario, sin embargo, hallar el medio de atravesar el Atlántico en barco, a no cruzarlo en globo, lo cual hubiera sido muy aventurado y nada realizable.

A pesar de todo, parece que a Phileas Fogg se le ocurrió una idea, puesto que dijo al capitán:

—Pues bien; ¿queréis llevarme a Burdeos?

—No, aun cuando me dierais doscientos dólares.

—Os ofrezco dos mil.

—¿Por persona?

—Por persona.

—¿Y sois cuatro?

—Cuatro.

El capitán Speedy comenzó a rascase la frente, como si hubiese querido arrancarse la epidermis. Ocho mil dólares que ganar, sin modificar el viaje, valían bien la pena de dejar a un lado sus antipatías hacia todo pasajero, pasajeros a dos mil dólares, por otra parte, no son ya pasajeros, sino mercancía preciosa.

—Parto a las nueve —dijo nada más el capitán Speedy—, y si vos y los vuestros no estáis aquí…

—¡A las nueve estaremos a bordo! —respondió con no menos laconismo Phileas Fogg.

Eran las ocho y media. Desembarcar de la Enriqueta, subir a un coche, dirigirse al hotel de San Nicolás, traer a Aouda, Picaporte y el inseparable Fix, a quien ofreció pasaje gratis todo lo hizo el caballero con la calma que no le abandonaba nunca.

En el momento en que la Enriqueta aparejaba, los cuatro estaban a bordo.

Cuando supo Picaporte lo que costaría esta última travesía, prorrumpió en un prolongado ¡oh! de esos que recorren todas las notas de la escala cromática descendente.

En cuanto al inspector Fix, pensó que el Banco de Inglaterra no saldría indemnizado de este negocio. En efecto, al llegar, y admitiendo que el señor Fogg echase todavía algunos puñados de billetes al mar, faltarían más de siete mil libras en el saco.

Capítulo 33

En el que Phileas Fogg se muestra a la altura de las circunstancias

Una hora después el vapor Enriqueta trasponía el faro, que marca la entrada del Hudson, doblaba la punta de Sandy Hook y salía mar afuera. Durante el día costeó Long Island, pasó por delante del faro de Fire Island y corrió rápidamente hacia el Este.

Al día siguiente, 13 de diciembre, a mediodía, subió un hombre al puentecillo para tomar la altura. ¡Pudiera creerse que era el capitán Speedy! Nada de eso. Era Phileas Fogg.

En cuanto al capitán Speedy, estaba buenamente encerrado con llave en su cámara, y prorrumpía en alaridos que denotaban una cólera bien perdonable, llevada al paroxismo.

Lo que había pasado era muy sencillo. Phileas Fogg quería ir a Liverpool, y el capitán había aceptado el pasaje para Burdeos, y a las treinta horas de estar a bordo, a golpes de billetes de banco, la tripulación, marineros y fogoneros, tripulación algo pirata, que estaba bastante disgustada con el capitán, le pertenecía. Por eso Phileas Fogg mandaba, en lugar del capitán Speedy, que estaba encerrado en su cámara, mientras que la Enriqueta se dirigía a Liverpool. Solamente que, al ver a Phileas Fogg maniobrar bien, se descubría que había sido marinero.

Ahora, más tarde, se sabrá de qué modo había de terminar la aventura. Entretanto, la princesa Aouda no dejaba de estar inquieta, y Fix quedó de pronto aturdido. En cuanto a Picaporte, le parecía aquello simplemente adorable.

Entre once y doce nudos, había dicho el capitán Speedy, y efectivamente, la Enriqueta se mantenía en este promedio de velocidad.

Por consiguiente, no alterándose el mar, ni saltando el viento al Este, ni sobreviniendo ninguna avería al buque, ni ningún accidente a la máquina, la Enriqueta, en los nueve días, contados desde el 12 de diciembre al 21, podía salvar las tres mil quinientas millas que separan a Nueva York de Liverpool. Es verdad que, una vez llegados allí, lo ocurrido en la Enriqueta, combinado con el negocio del banco, podía llevar al caballero un poco más lejos de lo que quisiera, razonaba Fix.

Durante los primeros días, la navegación se hizo en excelentes condiciones. El mar no estaba muy duro, y el viento parecía fijado al Nordeste; las velas se establecieron, y la Enriqueta marchaba como un verdadero transatlántico.

Picaporte estaba encantado. La última hazaña de su amo, cuyas consecuencias no quería entrever, le entusiasmaba a un muchacho más alegre y más ágil. Hacía muchos obsequios a los marineros y los asombraba con sus juegos gimnásticos. Les prodigaba las mejores calificaciones y las bebidas más atractivas. Para él, maniobraban como caballeros, y los fogoneros se conducían como héroes. Su buen humor, muy comunicativo, se impregnaba en todos. Había olvidado el pasado, los disgustos, los peligros, y no pensaba más que en el término del viaje, tan próximo ya, hirviendo de impaciencia, como si lo hubiesen caldeado las hornillas de la Enriqueta. A veces también el digno muchacho daba vueltas alrededor de Fix, y lo miraba con los ojos que decían mucho; pero no le hablaba, pues no existía ya intimidad alguna entre los dos antiguos amigos.

Por otro lado, Fix, preciso es decirlo, no comprendía nada. La conquista de la Enriqueta, la compra de su tripulación, ese Fogg maniobrando como un marino consumado, todo ese conjunto de cosas, lo aturdía. ¡Ya no sabía qué pensar! Pero, después de todo, un caballero que empezaba por robar cincuenta y cinco mil libras, bien podía concluir robando un buque. Y Fix acabó por creer naturalmente que la Enriqueta dirigida por Fogg, no iba a Liverpool, sino a algún punto del mundo donde el ladrón, convertido en pirata, se pondría tranquilamente en seguridad. Preciso es confesar que esta hipótesis era muy posible, por cuya razón comenzaba el agente de policía a estar seriamente pesaroso de haberse metido en este negocio.

En cuanto al capitán Speedy, seguía bramando en su cámara; y Picaporte, encargado de proveer a su sustento, no lo hacía sin tomar las mayores precauciones. Respecto del señor Fogg, ni aun tenía trazas de acordarse que hubiese un capitán a bordo.

El 13 doblaron la punta del banco de Terranova, paraje muy malo en invierno, sobre todo cuando las brumas son frecuentes y los chubascos temibles. Desde la víspera, el barómetro, que bajó bruscamente, daba indicios de un próximo cambio en la atmósfera. Durante la noche, la temperatura se modificó y el frío fue más intenso, saltando al propio tiempo el viento al Sureste.

Era un contratiempo. El señor Fogg, para no apartarse de su rumbo, recogió velas y forzó vapor; pero, a pesar de todo, la marcha se amortiguó a consecuencia de la marejada, que comunicaba al buque movimientos muy violentos de cabeceo, en detrimento de la velocidad. La brisa se iba convirtiendo en huracán, y ya se preveía el caso en que la Enriqueta no podría aguantar. Ahora bien; si era necesario huir, no quedaba otro arbitrio que lo desconocido con toda su mala suerte.

El semblante de Picaporte se nubló al mismo tiempo que el cielo, y durante dos días sufrió el honrado muchacho mortales angustias; pero Phileas Fogg era audaz marino, y como sabía hacer frente al mar, no perdió rumbo, ni aun disminuyó la fuerza del vapor. La Enriqueta, cuando no podía elevarse sobre la ola, la atravesaba, y su puente quedaba barrido, pero pasaba.

Algunas veces la hélice también salía fuera de las aguas, batiendo el aire con sus enloquecidas alas, cuando alguna montaña de agua levantaba la popa; pero el buque iba siempre avanzando.

El viento, sin embargo, no arreció todo lo que hubiese podido temerse. No fue uno de esos huracanes que pasan con velocidad de noventa millas por hora. No pasó de una fuerza regular; mas, por desgracia, sopló con obstinación por el Sureste, no permitiendo utilizar el velamen, y eso que, como vamos a verlo, hubiera sido muy conveniente acudir en ayuda del vapor.

El 16 de diciembre no había todavía retraso de cuidado, porque era el día septuagésimo quinto desde la salida de Londres. La mitad de la travesía estaba hecha ya, y ya habían quedado atrás los peores parajes. En verano se hubiera podido responder del éxito, pero en invierno se estaba a merced de los temporales. Picaporte abrigaba alguna esperanza, y si el viento faltaba, al menos contaba con el vapor.

Precisamente aquel día, el maquinista tuvo sobre cubierta alguna conversación viva con el señor Fogg.

Sin saber por qué, y por presentimiento, Picaporte experimentó viva inquietud. Hubiera dado una de sus orejas por oír con la otra lo que decían. Pudo al fin recoger algunas palabras, y entre otras, las siguientes, pronunciadas por su amo:

—¿Estáis cierto de lo que aseguráis?

—Seguro, señor. No olvidéis que, desde nuestra salida, estamos caldeando con todas las hornillas encendidas, y si tenemos bastante carbón para ir a poco vapor de Nueva York a Burdeos, no lo hay para ir a todo vapor de Nueva York a Liverpool.

—Resolveré —respondió el señor Fogg.

Picaporte había comprendido, y se apoderó de él una inquietud mortal.

Iba a faltar carbón.

—¡Ah! —decía para sí—, será hombre famoso mi amo, si vence esta dificultad.

Habiendo encontrado a Fix, no pudo menos de ponerlo al corriente de la situación, pero el inspector le contestó con los dientes apretados:

—Entonces, ¿creéis que vamos a Liverpool?

—¡Pardiez!

—Imbécil —respondió el agente, encogiéndose de hombros.

Picaporte estuvo a punto de responder cual se merecía a tal calificativo, cuya verdadera significación no podía comprender; pero al considerar que Fix debía estar muy mohíno y humillado en su amor propio, por haber seguido una pista equivocada alrededor del mundo, no hizo caso.

Ahora, ¿qué partido iba a tomar Phileas Fogg? Era difícil imaginario. Parece, sin embargo, que el flemático caballero había adoptado una resolución, porque aquella misma tarde hizo venir al maquinista y le dijo:

—Activad los fuegos haciendo rumbo hasta agotar completamente el combustible.

Algunos momentos después, la chimenea de la Enriqueta vomitaba torrentes de humo.

Siguió, pues, el buque marchando a todo vapor; pero dos días después, el 18, el maquinista dio parte, según lo había anunciado, que faltaría aquel día el carbón.

—Que no se amortigüen los fuegos —respondió Fogg—. Al contrario. Cárguense las válvulas.

Aquel día, a cosa de las doce, después de haber tomado altura y calculado la posición del buque, Phileas Fogg llamó a Picaporte y le dio orden de ir a buscar al capitán Speedy. Era esto como mandarle soltar un tigre, y bajó por la escotilla diciendo:

—Estará indudablemente hidrófobo.

En efecto, algunos minutos más tarde, llegaba a la toldilla una bomba con gritos e imprecaciones. Esa bomba era el capitán Speedy, y era claro que iba a estallar.

—¿Dónde estamos?

Tales fueron las primeras palabras que pronunció, entre la sofocación de la cólera, y ciertamente que no lo habría contado, por poco propenso a la apoplejía que hubiera sido.

—¿Dónde estamos? —repitió con el rostro congestionado.

—A setecientas setenta millas de Liverpool —respondió el señor Fogg, con imperturbable calma.

—¡Pirata! —exclamó Andrés Speedy.

—Os he hecho venir para…

—¡Filibustero!

—Para rogaros que me vendáis vuestro buque.

—¡No, por mil pares de demonios, no!

—¡Es que voy a tener que quemarlo!

—¡Quemar mi buque!

—Sí, todo lo alto, porque estamos sin combustible.

—¡Quemar mi buque! ¡Un buque que vale cincuenta mil dólares!

—Aquí tenéis sesenta mil —respondió Phileas Fogg, ofreciendo al capitán un paquete de billetes.

Esto hizo un efecto prodigioso sobre Andrés Speedy. No se puede ser americano sin que la vista de sesenta mil dólares cause alguna sensación. El capitán olvidó por un momento la cólera, su encierro y todas las quejas contra el pasajero. ¡Su buque tenía veinte años, y este negocio podía hacerlo de oro! La bomba ya no podía estallar, porque el señor Fogg te había quitado la mecha.

—¿Y me quedaré el casco de hierro? —dijo el capitán con tono singularmente suavizado.

—El caso de hierro y la máquina. ¿Es cosa concluida?

—Concluida.

Y Andrés Speedy, tomando el paquete de billetes, los contó, haciéndolos desaparecer en el bolsillo.

Durante esta escena, Picaporte estaba descolorido. En cuanto a Fix, por poco le da un ataque se sangre. ¡Cerca de veinte mil libras gastadas, y aún dejaba Fogg al vendedor el casco y la máquina; es decir, casi el valor total del buque! Es verdad que la suma robada al Banco ascendía a cincuenta y cinco mil libras.

Después de haberse metido el capitán el dinero en el bolsillo, le dijo el señor Fogg:

—No os asombréis de todo esto, porque habéis de saber que pierdo veinte mil libras si no estoy en Londres el 21 a las ocho y cuarenta y cinco minutos de la noche. No llegué a tiempo al vapor de Nueva York, y como os negabais a llevarme a Liverpool…

—Y bien hecho, por los cincuenta mil diablos del infierno —exclamó Andrés Speedy—, porque salgo ganando lo menos cuarenta mil dólares.

Y luego añadió con más formalidad:

—¿Sabéis una cosa, capitán…?

—Fogg.

—Capitán Fogg, hay algo de yanqui en vos.

Y después de haber tributado a su pasajero lo que él creía una lisonja, se marchaba, cuando Phileas Fogg le dijo:

—Ahora, ¿este buque me pertenece?

—Seguramente; desde la quilla a la punta de los palos; pero todo lo que es de madera, se entiende.

—Bien; que arranquen todos los aprestos interiores, y que se vayan echando a la hornilla.

Júzguese la mucha leña que debió gastar para conservar el vapor con suficiente presión. Aquel día, la toldilla, la carroza, los camarotes, el entrepuente, todo fue a la hornilla.

Al día siguiente, 19, se quemaron los palos, las piezas de respeto, las berlingas. La tripulación empleaba un celo increíble en hacer leña. Picaporte, rajando, cortando y serrando, hacía el trabajo de cien hombres. Era un furor de demolición.

Al día siguiente, 20, los parapetos, los empavesados, las obras muertas, la mayor parte del puente fueron devorados. La Enriqueta ya no era más que un barco raso, como el del pontón.

Pero aquel día se divisó la costa irlandesa y el faro de Falsenet.

Sin embargo, a las diez de la noche, el buque no se encontraba aún más que enfrente de Queenstown. ¡Faltaban veinticuatro horas para el plazo, y era precisamente el tiempo que se necesitaba para llegar a Liverpool, aun marchando a todo vapor, el cual iba a faltar también!

—Señor —le dijo entonces el capitán Speedy, que había acabado por interesarse en sus proyectos—, siento mucho lo que os sucede. Todo conspira contra vos. Todavía no estamos más que a la altura de Queenstown.

—¡Ah! —dijo el señor Fogg—, ¿es Queenstown esa población que divisamos?

—Sí.

—¿Podemos entrar en el puerto?

—Antes de tres horas no. Sólo en pleamar.

—¡Aguardemos! —respondió tranquilamente Phileas Fogg, sin dejar de ver en su semblante que, por una suprema inspiración, iba a procurar vencer la última probabilidad contraria.

En efecto, Queenstown es un puerto de la costa irlandesa, en el cual los trasatlánticos de los Estados Unidos dejan pasar la valija del correo. Las cartas se llevan a Dublín por un expreso siempre dispuesto, y de Dublín llegan a Liverpool por vapores de gran velocidad, adelantando doce horas a los rápidos buques de las compañías marítimas.

Phileas Fogg pretendía ganar también las doce horas que sacaba de ventaja al correo de América. En lugar de llegar al día siguiente por la tarde, con la Enriqueta, a Liverpool, llegaría a mediodía, y le quedaría tiempo para estar en Londres a los ocho y cuarenta y cinco minutos de la tarde.

A la una de la mañana, la Enriqueta entraba con la pleamar en el puerto de Queenstown, y Phileas Fogg, después de haber recibido un apretón de manos del capitán Speedy, lo dejaba en el casco raso de su buque, que todavía valía la mitad de lo recibido.

Los pasajeros desembarcaron al punto. Fix tuvo entonces intención decidida de prender al señor Fogg, y, sin embargo, no lo hizo. ¿Por qué? ¿Existían dudas en su ánimo? ¿Reconocía, al fin, que se había engañado?

Sin embargo, Fix no abandonó al señor Fogg. Con él, con la princesa Aouda, con Picaporte, que no tenía tiempo de respirar, subía al tren de Queenstown, a la una y media de la mañana, llegaba a Dublín al amanecer, y se embarcaba en uno de esos vapores fusiformes, de acero, todo máquina, que desdeñándose subir con las olas, pasan invariablemente al través de ellas.

A las doce menos veinte, el 21 de diciembre, Phileas Fogg desembarcaba, por fin, en el muelle de Liverpool. Ya no estaba más que a seis horas de Londres.

Pero en aquel momento, Fix se acercó, le puso la mano en el hombro, y exhibiendo su mandamiento, le dijo:

—¿Sois el señor Fogg?

—Sí, señor.

—¡En nombre de la Reina, os prendo!

«¡En nombre de la Reina, os prendo!».

Capítulo 34

En el que Phileas Fogg, por fin, llega a Londres

Phileas Fogg estaba preso. Lo habían encerrado en la aduana de Liverpool, donde debía pasar la noche, aguardando su traslación a Londres.

En el momento de la prisión, Picaporte había querido arrojarse sobre el inspector, pero fue detenido por unos agentes de policía. La princesa Aouda, espantada por la brutalidad del suceso, no comprendía nada de lo que pasaba, pero Picaporte se lo explicó. El señor Fogg, ese honrado y valeroso caballero, a quien debía la vida, estaba preso como ladrón. La joven protestó contra esta acusación, su corazón se indignó, las lágrimas corrieron por sus mejillas, cuando vio que nada podía hacer ni intentar para librar a su salvador.

En cuanto a Fix, había detenido a un caballero porque su deber se lo mandaba, fuese o no culpable. La justicia lo decidiría.

Y entonces ocurrió a Picaporte una idea terrible: ¡la de que él tenía la culpa ocultando al señor Fogg lo que sabía! Cuando Fix había revelado su condición de inspector de policía y la misión de que estaba encargado, ¿por qué no se lo había revelado a su amo? Advertido éste, quizá hubiera dado a Fix pruebas de su inocencia, demostrándole su error, y en todo caso, no hubiera conducido a sus expensas y en su seguimiento a ese malaventurado agente, a poner pie en suelo del Reino Unido. Al pensar en sus culpas e imprudencias, el pobre mozo sentía irresistibles remordimientos. Daba lástima verle llorar y querer hasta romperse la cabeza.

La princesa Aouda y él se habían quedado, a pesar del frío, bajo el peristilo de la Aduana. No querían, ni uno ni otro, abandonar aquel sitio, sin ver de nuevo al señor Fogg.

En cuanto a éste, estaba bien y perfectamente arruinado, y esto en el momento en que iba a alcanzar su objeto. La prisión lo perdía sin remedio. Habiendo llegado a las doce menos veinte a Liverpool, el 21 de diciembre, tenía de tiempo hasta las ocho y cuarenta y cinco minutos para presentarse en el Reform Club, o sea, nueve horas y quince minutos, y le bastaban seis para llegar a Londres.

Quien hubiera entonces penetrado en el calabozo de la Aduana, habría visto al señor Fogg, inmóvil y sentado en un banco de madera, imperturbable y sin cólera. No era fácil asegurar si estaba resignado; pero este último golpe no lo había tampoco conmovido, al menos en apariencia. ¿Habríase formado en él una de esas iras secretas, terribles, porque están contenidas, y que sólo estallan en el último momento con irresistible fuerza? No se sabe; pero Phileas Fogg estaba calmoso y esperando… ¿Qué? ¿Tendría alguna esperanza? ¿Creía aún en el triunfo cuando la puerta del calabozo se cerró detrás suyo?

Como quiera que sea, el señor Fogg había colocado cuidadosamente su reloj sobre la mesa, y miraba cómo marchaban las agujas.

Ni una palabra salía de sus labios; pero su mirada tenía una fijeza singular.

En todo caso, la situación era terrible, y para quien no podía leer en su conciencia, se resumía así:

En el caso de ser hombre de bien, Phileas Fogg estaba arruinado.

En el caso de ser ladrón, estaba perdido.

¿Tuvo acaso la idea de escaparse? ¿Trató de averiguar si el calabozo tenía alguna salida practicable? ¿Pensaba en huir? Casi pudiera creerse esto último, porque, en cierto momento, se paseó alrededor del cuarto. Pero la puerta estaba sólidamente cerrada, y la ventana tenía una fuerte reja. Volvió a sentarse y sacó de la cartera el itinerario del viaje. En la línea que contenía estas palabras: «21 de diciembre, sábado, en Liverpool», añadió: «Día 80, a las once y cuarenta minutos de la mañana», y aguardó.

Dio la una en el reloj de la Aduana. El señor Fogg reconoció que su reloj adelantaba dos minutos.

¡Dieron las dos! Suponiendo que tomase entonces un expreso, aun podía llegar al Reform Club antes de las ocho y cuarenta y cinco minutos. Su frente se arrugó ligeramente.

A las dos y treinta y tres minutos se escuchó ruido afuera y un estrépito de puertas que se abrían. Se oía la voz de Picaporte y de Fix.

La mirada de Phileas Fogg brilló un instante.

La puerta se abrió, y vio que la princesa Aouda, Picaporte y Fix corrían a su encuentro.

Fix estaba desalentado, con el pelo en desorden y sin poder hablar.

—¡Señor… —dijo tartamudeando—, señor… perdón… una semejanza deplorable… Ladrón preso hace tres días… vos—… libre!

¡Phileas Fogg estaba libre! Se fue hacia el detective, lo miró de hito en hito, y ejecutando el único movimiento rápido que en toda su vida había hecho, echó sus brazos atrás, y luego, con la precisión de un autómata, golpeó con sus dos puños al desgraciado inspector.

—¡Bien aporreado! —exclamó Picaporte.

Fix, derribado por el suelo, no pronunció una palabra, pues no le había dado más que su merecido; y entretanto, el señor Fogg, la princesa Aouda y Picaporte salieron de la aduana, se metieron en un coche y llegaron a la estación.

Phileas Fogg preguntó si había algún tren expreso para Londres…

Eran las dos y cuarenta y cinco minutos… El expreso había salido treinta y cinco minutos antes.

Phileas Fogg pidió un tren especial.

Había en presión varias locomotoras de gran velocidad; pero atendidas las circunstancias del servicio, el tren especial no pudo salir antes de las tres.

Phileas Fogg, después de haber hablado al maquinista de una prima por ganar, corría en dirección a Londres, en compañía de la joven y de su fiel servidor.

La distancia que hay entre Liverpool y Londres debía correrse en cinco horas y media, cosa muy fácil estando la vía libre; pero hubo atrasos forzosos, y cuando el caballero llegó a la estación, todos los relojes de Londres señalaban las nueve menos diez.

¡Phileas Fogg, después de haber dado la vuelta al mundo, llegaba con un atraso de cinco minutos!

Había perdido.

Capítulo 35

En el que Phileas Fogg no tiene que repetir las cosas dos veces a Picaporte

Al siguiente día, los habitantes de Saville Row se hubieran sorprendido mucho si les hubieran asegurado que el señor Fogg había vuelto a su domicilio. Puertas y ventanas estaban cerradas, y ningún cambio se había notado en el exterior.

En efecto, después de haber salido de la estación. Phileas Fogg había dado a Picaporte la orden de comprar algunas provisiones y había entrado en su casa.

Este caballero había recibido con su habitual impasibilidad el golpe que lo hería. ¡Arruinado! ¡Y por culpa de ese torpe inspector de policía! ¡Después de haber seguido con planta certera todo el viaje; después de haber destruido mil obstáculos y arrostrado mil peligros; después de haber tenido hasta ocasión de hacer algunos beneficios, venir a fracasar en el puerto mismo ante un hecho brutal, era cosa terrible! De la considerable suma que se había llevado, no le quedaba más que un resto insignificante. Su fortuna estaba reducida a las veinte mil libras depositadas en casa de Baring Hermanos, y las debía a sus colegas del Reform Club. Después de tanto gasto, aun en el caso de ganar la apuesta, no se hubiera enriquecido, ni es probable que hubiese tratado de hacerlo, siendo hombre de esos que apuestan por pundonor; pero perdiéndola se arruinaba completamente. Además, el caballero había tomado ya su resolución, y sabía lo que le restaba hacer.

Se había destinado un cuarto para la princesa Aouda en la casa de Saville Row. La joven estaba desesperada; y por ciertas palabras que el señor Fogg había pronunciado, había comprendido que éste meditaba algún proyecto funesto.

Sabido es, en efecto, a qué deplorables desesperaciones se entregan los ingleses monomaniáticos cuando les domina una idea fija. Por eso Picaporte vigilaba a su amo con disimulo.

Pero, antes que todo, el buen muchacho subió a su cuarto y apagó el gas, que había estado ardiendo durante ochenta días. Había encontrado en el buzón una carta de la compañía del gas, y creyó que ya era tiempo de suprimir estos gastos, de que era responsable.

Transcurrió la noche. El señor Fogg se había acostado, pero es dudoso que durmiera. En cuanto a la princesa Aouda, no pudo descansar ni un solo instante. Picaporte había velado como un perro a la puerta de su amo.

Al día siguiente, el señor Fogg lo llamó y le recomendó, en breves, y concisas palabras, que se ocupase del almuerzo de Aouda, pues él tendría bastante con una taza de té y una tostada, y que la joven le dispensara por no poderla acompañar tampoco a la comida pues tenía que consagrar todo su tiempo a ordenar sus asuntos. Sólo por la noche tendría un rato de conversación con la princesa Aouda.

Enterado Picaporte del programa de aquel día, no tenía otra cosa que hacer sino conformarse. Contemplaba a su amo siempre impasible, y no podía decidirse a marcharse de allí. Su corazón estaba apesadumbrado, y su conciencia llena de remordimientos, porque se acusaba más que nunca de ese irreparable desastre. Si hubiera avisado al señor Fogg, si le hubiera descubierto los proyectos del agente Fix, aquél no hubiera, probablemente, llevado a éste a Liverpool, y entonces…

Picaporte no pudo contenerse, y exclamó:

—¡Amo mío! ¡Señor Fogg! Maldecidme. Yo tengo la culpa de…

—A nadie culpo —exclamó Phileas Fogg, con el tono más calmoso—. Andad.

Picaporte salió del cuarto, y se reunió con Aouda, a quien dio a conocer las intenciones de su amo.

—¡Señora —añadió—, nada puedo! No tengo influencia alguna sobre mi amo. Vos, quizá…

—¿Y qué influencia puedo yo tener? —respondió Aouda—. ¡El señor Fogg no se somete a ninguna! ¿Ha comprendido nunca que mi reconocimiento ha estado a punto de desbordarse? ¿Ha leído alguna vez en mi corazón? Amigo mío, es preciso no dejarle solo ni un momento. ¿Decís que ha manifestado intenciones de hablarme esta noche?

—Sí, señora. Se trata, sin duda, de regularizar vuestra situación en Inglaterra.

Así es que, durante todo el día, que era domingo, la casa de Saville Row parecía deshabitada, y por la vez primera, desde que vivía allí, Phileas Fogg no fue al club, cuando daban las once y media en la torre del Parlamento.

¿Y por qué se había de presentar en el Reform Club? Sus colegas no lo esperaban, puesto que la víspera, sábado, fecha fatal del 21 de diciembre a las ocho y cuarenta y cinco minutos, Phileas Fogg no se había presentado en el salón del Reform Club, y tenía la apuesta perdida. Ni era siquiera necesario ir a casa de su banquero para entregarla, puesto que sus adversarios tenían un simple asiento en casa de Baring Hermanos para transferir el crédito.

No tenía, pues, el señor Fogg necesidad de salir, y no salió. Estuvo en su cuarto ordenando sus asuntos. Picaporte no cesó de subir y bajar la escalera de la casa de Saville Row, yendo a escuchar a la puerta de su amo, en lo cual no creía ser indiscreto. Miraba por el ojo de la cerradura, imaginándose que tenía este derecho, pues temía a cada momento una catástrofe. Algunas veces se acordaba de Fix, pero sin encono, porque al fin, equivocado el agente, como todo el mundo, respecto de Phileas Fogg, no había hecho otra cosa que cumplir con su deber siguiéndolo hasta prenderlo, mientras que él… Esta idea lo abrumaba y se consideraba como el último de los miserables.

Cuando estas reflexiones le hacían insoportable la soledad, llamaba a la puerta del cuarto de Aouda, entraba y se sentaba en un rincón, sin decir nada, mirando a la joven, que seguía estando pensativa.

A cosa de las siete y media de la tarde, el señor Fogg hizo preguntar a la princesa Aouda, si lo podía recibir, y algunos instantes después, la joven y él estaban solos en el cuarto de ésta.

Phileas Fogg tomó una silla y se sentó junto a la chimenea, enfrente de Aouda, sin descubrir por su semblante emoción alguna. El Fogg de regreso, era exactamente el Fogg de partida. Igual calma e idéntica impasibilidad.

Estuvo sin hablar cinco minutos, y luego, elevando su vista hacia Aouda, le dijo:

—Señora, ¿me perdonaréis el haberos traído a Inglaterra?

—¡Yo, señor Fogg! —respondió Aouda, comprimiendo los latidos de su corazón.

—Permitidme acabar. Cuando tuve la idea de llevaros lejos de aquella región tan peligrosa para vos, yo era rico, y esperaba poner una parte de mi fortuna a vuestra disposición. Vuestra existencia hubiera sido feliz y libre. Ahora estoy arruinado.

—Lo sé, señor Fogg, y a mi vez os pregunto si me perdonáis el haberos seguido, y, ¿quién sabe? El haber contribuido, quizá, a vuestra ruina, atrasando vuestro viaje.

—Señora, no podíais permanecer en la India, y vuestra salvación no quedaba asegurada sino alejándoos bastante para que aquellos fanáticos no pudieran apresaros de nuevo.

—Así, pues, señor Fogg, no satisfecho con librarme de una muerte horrible, ¿os creíais obligado, además, a asegurarme una posición en el extranjero?

—Sí, señora. Pero los sucesos me han sido contrarios. Sin embargo, os pido que me permitáis disponer en vuestro favor de lo poco que me queda.

—Y vos, ¿qué vais a hacer?

—Yo, señora, no necesito nada —dijo con frialdad el caballero.

—Pero, ¿de qué modo consideráis la suerte que os aguarda?

—Como conviene hacerlo.

—En todo caso, la miseria no puede cebarse en un hombre como vos. Vuestros amigos…

—No tengo amigos, señora.

—Vuestros parientes…

—No tengo parientes.

—Entonces, os compadezco, señor Fogg, porque el aislamiento es cosa bien triste. ¡Cómo! No hay un solo corazón con quien desahogar vuestras pesadumbres; sin embargo, se dice que la miseria entre dos es soportable.

—Así lo dicen, señora.

—Señor Fogg —dijo entonces Aouda, levantándose y dando su mano al caballero—; ¿queréis tener a un tiempo pariente y amiga? ¿Me queréis para mujer?

El señor Fogg, al oír esto, se levantó. Había en sus ojos un reflejo insólito y una especie de temblor en los labios. Aouda le estaba mirando. La sinceridad, la rectitud, la firmeza y suavidad de esta mirada de una noble mujer que se atreve a todo para salvar a quien se lo ha dado todo, le admiraron primero y después lo cautivaron. Cerró un momento los ojos, como queriendo evitar que aquella mirada le penetrase todavía más, y, cuando los abrió, dijo sencillamente:

—Os amo; en verdad, por todo lo que hay de más sagrado en el mundo, os amo y soy todo vuestro.

—¡Ah! —exclamó la princesa Aouda, llevando la mano al corazón.

Llamaron a Picaporte, y cuando se presentó, el señor Fogg tenía aún entre sus manos la de la princesa Aouda, Picaporte comprendió, y su ancho rostro se tomó radiante como el sol en el cenit de las regiones tropicales.

El señor Fogg le preguntó si no sería tarde para avisar al reverendo Samuel Wilson, de la parroquia de Mari le Bone.

Picaporte, con la mejor sonrisa del mundo, dijo:

—Nunca es tarde.

Eran las ocho y cinco minutos.

—¿Será para mañana, lunes? —preguntó Picaporte.

—¿Para mañana, lunes? —dijo Fogg, mirando a la joven Aouda.

—Para mañana, lunes —respondió la joven.

Y Picaporte echó a correr.

Capítulo 36

En el que el nombre de Phileas Fogg se cotiza, de nuevo, como un valor en alza

Ya es tiempo de decir el cambio de opinión que se había verificado en el Reino Unido, cuando se supo la prisión del verdadero ladrón del Banco, un tal James Strand, que había sido detenido el 17 de diciembre en Edimburgo.

Tres días antes, Phileas Fogg era un criminal que la policía perseguía sin descanso, y ahora era el caballero más honrado, que estaba cumpliendo matemáticamente su excéntrico viaje alrededor del mundo.

¡Qué efecto, qué ruido en los periódicos! Todos los que habían apostado en pro y en contra y tenían este asunto olvidado, resucitaron como por magia. Todas las transacciones volvían a ser valederas. Todos los compromisos revivían, y debemos añadir que las apuestas adquirieron nueva energía. El nombre de Phileas Fogg volvió a ganar prima en el mercado.

Los cinco colegas del caballero del Reform Club pasaron estos tres días con cierta inquietud puesto que volvía a aparecer ese Phileas Fogg, que ya estaba olvidado. ¿Dónde estaría entonces? El 17 de diciembre, día en que fue preso James Strand, hacía setenta y seis días que Phileas Fogg había partido, y no se tenían noticias suyas. ¿Habría perecido? ¿Habría acaso renunciado a la lucha, o prosiguió su marcha según el itinerario convenido? ¿Y el sábado, 21 de diciembre, aparecería a las ocho y cuarenta y cinco minutos de la tarde, como el dios de la exactitud, sobre el umbral del Reform Club?

Debemos renunciar a pintar la ansiedad en que vivió, durante tres días, todo ese mundo de la sociedad inglesa. ¿Se expidieron despachos a América, a Asia, para adquirir noticias de Phileas Fogg? Se envió a observar, de mañana y de tarde, la casa de Saville Row… Nada. La misma policía no sabía lo que había sido del detective Fix, que se había, con tan mala fortuna, lanzado tras de equivocada pista, lo cual no impidió que las apuestas se empeñasen de nuevo en vasta escala. Phileas Fogg llegaba, cual si fuera caballo de carrera, a la última vuelta. Ya no se cotizaba a uno por ciento, sino por veinte, por diez, por cinco, y el viejo paralítico lord Albermale lo tomaba a la par.

Por eso el sábado por la noche había gran concurso en Pall Mall y calles inmediatas. Parecía un inmenso agrupamiento de corredores establecidos en permanencia en las cercanías del Reform Club. La circulación estaba impedida. Se discutía, se disputaba, se voceaba la cotización de Phileas Fogg, como la de los fondos ingleses. Los polizontes podían apenas contener al pueblo, y a medida que avanzaba la hora en que debía llegar Phileas Fogg, la emoción adquiría proporciones inverosímiles.

Aquella noche, los cinco colegas del caballero estaban reunidos, nueve horas hacía en el salón del Reform Club. Los dos banqueros John Sullivan y Samuel Fallentin, el ingeniero Andrés Stuart, Gualterio Ralph, administrador del Banco de Inglaterra, el cervecero Tomás Flanagan, todos aguardaban con ansiedad.

En el momento en que el reloj del gran salón señaló las ocho y veinticinco, Andrés Stuart, levantándose dijo:

—Señores, dentro de veinte minutos, el plazo convenido con el señor Fogg habrá expirado.

—¿A qué hora llegó el último tren de Liverpool? —preguntó Tomás Flanagan.

150

—A las siete y veintitrés —respondió Gualterio Ralph—, y el tren siguiente no llega hasta las doce y diez.

—Pues bien, señores —repuso Andrés Stuart—, si Phileas Fogg hubiese llegado en el tren de las siete y veintitrés, ya estaría aquí. Podemos, pues, considerar la apuesta como ganada.

—Aguardemos, y no decidamos —respondió Samuel Fallentin—. Ya sabéis que nuestro colega es un excéntrico de primer orden, su exactitud en todo es bien conocida.

Nunca llega tarde ni temprano, y no me sorprendería verlo aparecer aquí en el último momento.

—Pues yo —dijo Andrés Stuart, tan nervioso como siempre—, lo vería y no lo creería.

—En efecto —repuso Tomás Flanagan—, el proyecto de Phileas Fogg era insensato. Cualquiera que fuese su exactitud, no podía impedir atrasos inevitables, y una pérdida de dos o tres días basta para comprometer su viaje.

—Observaréis, además —añadió John Sullivan— que no hemos recibido noticia ninguna de nuestro colega, y sin embargo, no faltan alambres telegráficos por su camino.

—¡Ha perdido, señores —repuso Andrés Stuart—, ha perdido sin remedio! Ya sabéis que el China, único vapor de Nueva York que ha podido tomar para llegar a Liverpool a tiempo, ha llegado ayer. Ahora bien; aquí está la lista de los pasajeros, publicada por la Shipping Gazette, y no figura entre ellos Phileas Fogg. Admitiendo las probabilidades más favorables, nuestro colega está apenas en América. Calculo en veinte días, por lo menos, el atraso que traerá sobre el plazo convenido, y el viejo lord Albermale perderá también sus cinco mil libras.

—Es evidente —respondió Gualterio Ralph—, y mañana no tendremos más que presentar en casa de Baring Hermanos el cheque del señor Fogg.

En aquel momento, el reloj del salón señalaba las ocho y cuarenta.

—Aún faltan cinco minutos —dijo Andrés Stuart.

Los cinco colegas se miraban. Hubiera podido creerse que los latidos de sus corazones experimentaban cierta aceleración, porque al fin la partida era fuerte. Pero lo quisieron disimular, porque, a propuesta de Samuel Fallentin, tomaron asiento en una mesa de juego.

—¡No daría mi parte de cuatro mil libras en la apuesta —dijo Andrés Stuart sentándose—, aun cuando me ofrecieran tres mil novecientas noventa y nueve!

La manecilla señalaba entonces las ocho y cuarenta y dos minutos.

Los jugadores habían tomado las cartas, pero a cada momento su mirada se fijaba en el reloj. Se puede asegurar que, cualquiera que fuese su seguridad, nunca les habían parecido tan largos los minutos.

—Las ocho y cuarenta y tres —dijo Tomás Flanagan, cortando la baraja que le presentaba Gualterio Ralph.

Hubo un momento de silencio. El vasto salón del club estaba tranquilo; pero afuera se oía la algazara de la muchedumbre, dominada algunas veces por agudos gritos. El péndulo batía los segundos con seguridad matemática. Cada jugador podía contar con las divisiones sexagesimales que herían su oído.

—¡Las ocho y cuarenta y cuatro! —dijo John Sullivan, con una voz que descubría una emoción involuntaria.

Un minuto nada más, y la apuesta estaba ganada. Andrés Stuart y sus compañeros ya no jugaban. ¡Habían abandonado las cartas y contaban los segundos!

A los cuarenta segundos, nada. ¡A los cincuenta nada tampoco!

A los cincuenta y cinco se oyó fuera un estrépito atronador, aplausos, vítores, y hasta imprecaciones que prolongaron en redoble continuo.

Los jugadores se levantaron.

A los cincuenta y siete segundos, la puerta del salón se abrió, y no había batido el péndulo los sesenta segundos, cuando Phileas Fogg aparecía seguido de una multitud delirante, que había forzado la puerta del Club, y con voz calmosa, dijo:

—Aquí estoy, señores.

«Aquí estoy, señores».

Capítulo 37

En el que queda demostrado que Phileas Fogg, en su vuelta al mundo, no ha ganado nada, excepto felicidad

¡Sí! Phileas Fogg en persona.

Recuérdese que, a las ocho y cinco minutos de la tarde, unas veinticuatro horas después de la llegada de los viajeros a Londres, Picaporte había sido encargado de prevenir al reverendo Samuel Wilson para cierto casamiento que debía verificarse al día siguiente.

Picaporte se había marchado muy alegre, yendo con paso rápido al domicilio del reverendo Samuel Wilson, que no había vuelto aún a casa. Naturalmente, Picaporte tuvo que estar esperando unos veinte minutos.

En suma, eran las ocho y treinta y cinco cuando salió de casa del reverendo. ¡Pero en qué estado! El pelo desordenado, sin sombrero, corriendo como nunca había corrido hombre alguno, derribando a los transeúntes y precipitándose como una tromba en las aceras.

En tres minutos llegó a la casa de Saville Row, y caía sin aliento en el cuarto del señor Fogg.

—Señor… —tartamudeó Picaporte—, casamiento… imposible.

—¡Imposible!

—Imposible… para mañana.

—¿Por qué?

—¡Porque mañana… es domingo!

—Lunes —respondió el señor Fogg.

—No… hoy… sábado.

—¿Sábado? ¡Imposible!

—¡Sí, sí, sí! —exclamó Picaporte—. ¡Os habéis equivocado en un día! ¡Hemos llegado con veinticuatro horas de adelanto… pero ya no quedan más que diez minutos!

Picaporte había tomado a su amo por el cuello, y lo impelía con fuerza irresistible.

Phileas Fogg, así llevado, sin tener tiempo de reflexionar, salió de su casa, saltó en un cab, prometió cien libras al cochero, y después de haber aplastado dos perros y atropellado cinco coches, llegó al Reform Club.

El reloj señalaba las ocho y cuarenta y cinco minutos cuando apareció en un gran salón.

¡Phileas Fogg había cumplido la vuelta al mundo en ochenta días!

¡Phileas Fogg había ganado la apuesta de veinte mil libras!

¿Y cómo, siendo tan exacto y minucioso, había podido cometer el error de un día? ¿Cómo se creía en sábado 21 de diciembre, cuando había llegado a Londres en viernes 20, setenta y nueve días después de su salida?

He aquí el motivo de este error. Es muy sencillo.

Phileas Fogg, sin sospecharlo, había ganado un día en su itinerario; y esto porque había dado la vuelta al mundo yendo hacia Oriente, pues lo hubiera perdido yendo en sentido inverso, es decir, hacia Occidente.

En efecto, marchando hacia Oriente, Phileas Fogg iba al encuentro del sol, y por consiguiente, los días disminuían para él tantas veces cuatro minutos como grados recorría. Hay 360 grados en la circunferencia, los cuales, multiplicados por cuatro minutos, dan precisamente veinticuatro horas, es decir, el día inconscientemente ganado. En otros términos: mientras que Phileas Fogg, marchando hacia Oriente, vio el sol pasar ochenta veces por el meridiano, sus colegas de Londres no lo habían visto más que setenta y nueve. Por eso aquel mismo día, que era sábado, y no domingo, como lo creía el señor Fogg, lo esperaban los de la apuesta en el salón del Reform Club. Y esto es lo que el famoso reloj de Picaporte, que siempre había conservado la hora de Londres, hubiera acusado, si al mismo tiempo que las horas y minutos hubiese marcado los días.

Phileas Fogg había ganado, pues, las veinte mil libras; pero como había gastado en el camino unas diez y nueve mil, el resultado pecuniario no era gran cosa. Sin embargo, como se ha dicho, el excéntrico caballero no había buscado en esta apuesta más que la lucha y no la fortuna. Y aun distribuyó las mil libras que le sobraban entre Picaporte y el desgraciado Fix, contra quien era incapaz de conservar rencor. Sólo que, para formalidad, descontó a su criado el precio de las mil novecientas horas de gas gastado por su culpa.

Aquella misma noche, el señor Fogg, tan impasible y tan flemático como siempre dijo a la princesa Aouda:

—¿Os conviene aún el casamiento, señora?

—Señor Fogg —respondió la princesa Aouda—, a mí es a quien toca haceros la pregunta. Estabais arruinado, y ya sois rico…

—Dispensad, señora, esa fortuna os pertenece. Sin la idea de ese matrimonio, mi criado no habría ido a casa del reverendo Samuel Wilson, no se hubiera descubierto el error, y…

—Mi querido Fogg —dijo la joven.

—Mi querida Aouda —respondió Phileas Fogg.

Bien se comprende que el casamiento se hizo cuarenta y ocho horas más tarde; y Picaporte, engreído, resplandeciente, deslumbrador, figuró en él como testigo de la novia. ¿No la había él salvado y no le debía esa honra?

Al día siguiente, al amanecer Picaporte llamó con estrépito a la puerta de su amo.

La puerta se abrió y apareció el impasible caballero.

—¿Qué hay, Picaporte?

—Lo que hay, señor, es que acabo de saber ahora mismo…

—¿Qué?

—Que podíamos haber dado la vuelta al mundo en setenta y nueve días sólo.

—Sin duda —respondió el señor Fogg—, no atravesando el Indostán; pero entonces no hubiera salvado a la princesa Aouda, no sería mi mujer, y…

Y el señor Fogg cerró tranquilamente la puerta.

Así, pues, la apuesta estaba ganada, haciendo Phileas Fogg su viaje alrededor del mundo en ochenta días. Había empleado para ello todos los medios de transporte, vapores, ferrocarriles, coches, yates, buques mercantes, trineos, elefantes. El excéntrico caballero había desplegado en este negocio sus maravillosas cualidades de serenidad y exactitud. Pero, ¿qué había ganado con esa excursión? ¿Qué había traído de su viaje?

Nada, se dirá. Nada, enhorabuena, a no ser una linda mujer, que, por inverosímil que parezca, le hizo el más feliz de los hombres.

Y en verdad, ¿no se daría por menos que eso la vuelta al mundo?

FIN

Julio Verne

Jules Gabriel Verne (Nantes, 8 de febrero de 1828 – Amiens, 24 de marzo de 1905), conocido en los países de lengua española como Julio Verne, fue un escritor francés de novelas de aventuras. Es considerado junto a H. G. Wells uno de los padres de la ciencia ficción. Es el segundo autor más traducido de todos los tiempos, después de Agatha Christie, con 4185 traducciones, de acuerdo al Index Translationum. Algunas de sus obras han sido adaptadas al cine. Predijo con gran exactitud en sus relatos fantásticos la aparición de algunos de los productos generados por el avance tecnológico del siglo XX, como la televisión, los helicópteros, los submarinos o las naves espaciales. Fue condecorado con la Legión de Honor por sus aportes a la educación y a la ciencia.

Los textos e imágenes que se muestran en esta web se acogen al derecho de cita con fines didácticos, que pretenden fomentar el conocimiento de las obras y tienen como único objetivo el análisis, comentario o juicio crítico de las mismas.