Las aventuras de Pinocho
Carlo Collodi
Capítulos 5, 6, 7 y 8
Ilustración de Roberto Innocenti
5. Pinocho tiene hambre, y buscando encontró un huevo el cual pensaba preparar; pero cuando menos lo pensaba se encontró con que salió volando por la ventana.
Mientras tanto se iba haciendo de noche. Pinocho se acordó de que no había comido nada, Y empezó a sentir en el estómago un cosquilleo que se parecía muchísimo al apetito. Pero el apetito en los muchachos camina muy de prisa. A los pocos minutos el apetito de Pinocho se convirtió en hambre, y en un abrir y cerrar de ojos el hambre se hizo canina y rabiosa. El pobre Pinocho se acercó al fuego donde estaba aquella olla que hervía, y quiso destaparla para ver lo que había dentro; pero ya se acordarán que estaba pintada en la pared. Imaginen la cara que puso. La nariz, que ya era bien larga, le creció lo menos una cuarta. Entonces empezó a recorrer la habitación buscando por todos los cajones y por todos los rincones un poco de pan, aunque fuera muy duro y muy seco; un hueso que se hubiera dejado para los perros, un pedazo de pescado: cualquier cosa, en fin, que se pudiera llevar a la boca; pero no encontró nada, ¡nada! ¡Absolutamente nada!
Y mientras tanto el hambre crecía y crecía. El pobre Pinocho no tenía más consuelo ni más alivio que bostezar; y eran tan grandes los bostezos, que algunas veces abría la boca hasta las orejas. Pero a pesar de los bostezos, el estómago seguía dando tirones. Entonces empezó a llorar y a desesperarse, mientras decía:
— ¡Qué razón tenía el grillo-parlante! ¡Qué mal he hecho en rebelarme contra mi papá y en escaparme de casa! Dios me castiga. ¡Si mi papá estuviera aquí, no me vería expuesto a morir bostezando! ¡Oh! ¡Qué enfermedad tan mala es el hambre!
De pronto le pareció ver en el montón de serrín una cosa redonda y blanca, semejante a un huevo de gallina. Inmediatamente dio un salto y lo tomo: era un huevo de verdad. No es posible describir la alegría del muñeco; poneos en su caso. Temía estar soñando; acariciaba el huevo, le daba vueltas mirándole por todos lados, y lo besaba diciendo:
— ¿Y ahora cómo lo guisaré? ¿Lo haré revuelto? ¡No; estará mejor cocido! ¿Y no estará más sabroso frito? ¡No; lo mejor que puedo hacer es cocerlo en una cacerola! Esto es lo más rápido, y el hambre que tengo no es para esperar mucho.
Dicho y hecho; puso una cacerola en una estufita que tenía algunas brasas; echó un poco de agua en vez de aceite o de manteca, y cuando empezó a hervir, ¡tac!, rompió el cascarón del huevo para echarlo dentro. Pero en lugar de clara y yema salió un pollito muy alegre y muy ceremonioso, que después de hacerle una linda reverencia, dijo:
— Muchísimas gracias, señor Pinocho, por haberme evitado la molestia de romper el cascarón. ¡Vaya, hasta la vista! ¡Me alegro mucho de verle bueno, y recuerdos a la familia!
Después de decir esto extendió sus alitas, y salió volando por la ventana hasta que se perdió de vista. El pobre muñeco se quedó estupefacto, con los ojos fijos, la boca abierta y las cáscaras del huevo en las manos. Cuando volvió de su asombro comenzó a llorar, a gritar y a dar patadas en el suelo con desesperación, diciendo:
— ¡Cuánta razón tenía el grillo-parlante! ¡Si yo no me hubiera escapado de casa y si mi papá estuviera aquí, no me moriría de hambre!
Y como el estómago le gritaba cada vez más y no sabía cómo hacerle callar, se le ocurrió salir de la casa y dar una vuelta, con la esperanza de encontrar alguna persona caritativa que le socorriera con un pedazo de pan.
Ilustración Greg Hildebrandt
6. Pinocho se duerme junto al brasero, y al despertarse a la mañana siguiente se encuentra con los pies carbonizados.
Hacía una noche infernal: tronaba horriblemente y relampagueaba como si todo el cielo fuera de fuego; un ventarrón frío y huracanado silbaba sin cesar, levantando nubes de polvo y zarandeando todos los árboles del campo. Pinocho tenía mucho miedo de los truenos y de los relámpagos; pero era más fuerte el hambre que el miedo. Salió a la puerta de la casa sin vacilar, y turnando carrera, llegó en un centenar de saltos a las casas vecinas, sin aliento y con la lengua fuera como un perro de caza. Pero lo encontró todo desierto y en la más profunda oscuridad. Las tiendas estaban ya cerradas; las puertas y ventanas, también, y por las calles ni siquiera andaban perros. Aquello parecía el país de los muertos. Entonces Pinocho, desesperado y hambriento, se colgó de la campanilla de una casa y empezó a tocar a rebato, diciéndose:
— ¡Alguien se asomará!
En efecto: se asomó un viejo, cubierta la cabeza con un gorro de dormir y gritando muy enfadado:
— ¿Quién llama a estas horas?
— ¿Quisiera usted hacer el favor de darme un pedazo de pan?
— ¡Espérate ahí que vuelvo en seguida!— respondió el viejo, creyendo que se trataba de alguno de esos muchachos traviesos que se divierten llamando a deshora en las casas para no dejar en paz a la gente que está durmiendo tranquilamente.
Medio minuto después se abrió la ventana de nuevo, y se asomó el mismo viejo, que dijo a Pinocho:
— ¡Acércate y pon la gorra!
Pinocho, no podía poner gorra alguna, porque no la tenía: se acercó a la pared, y sintió que en aquel momento le caía encima un gran cubo de agua, que le puso hecho una sopa de pies a cabeza. Volvió a su casa mojado como un pollo y abatido por el cansancio y el hambre, y como no tenía fuerzas para estar de pie, se sentó y apoyó los pies mojados y llenos de barro en el brasero, que por cierto tenía una buena lumbre.
Quedándose dormido, y sin darse cuenta metió en la lumbre ambos pies, que, como eran de madera, empezaron a quemarse, hasta que se convirtieron en ceniza.
Mientras tanto Pinocho seguía durmiendo y roncando como si aquellos pies no fueran suyos. Por último, se despertó al ser de día, porque habían llamado a la puerta.
— ¿Quién es?— preguntó bostezando y restregándose los ojos.
— ¡Soy yo!— respondió una voz. Aquella voz era la de Gepeto.
7. Gepeto vuelve a su casa, y le da al muñeco el desayuno que el buen hombre tenía para sí.
El pobre Pinocho, que aún tenía los ojos hinchados del sueño, no había notado que sus pies estaban hechos; carbón, por lo cual apenas oyó la voz de su padre, quiso levantarse en seguida para quitarle la llave a la puerta; pero al ponerse en pie se tambaleó dos o tres veces, hasta que al fin dio con su cuerpo en tierra cuan largo era, haciéndose un ruido, tremendo.
— ¡Ábreme!— gritaban mientras tanto desde la calle.
— ¡No puedo, papá, no puedo!— respondía el muñeco llorando y revolcándose en el suelo.
— ¿Por qué no puedes?
— ¡Porque me han comido los pies!
— ¿Quién te los ha comido?
— ¡El gato!— dijo Pinocho, viendo que el animal se entretenía en jugar con un pedazo de madera.
— ¡Ábreme, te digo!— repitió, Gepeto—. ¡Si no, vas a ver cuándo entre yo en casa como te voy a dar el gato!
— ¡Oh, papá; créeme! ¡No puedo ponerme en pie! ¡Pobre de mí! ¡Pobre de mí, que tendré que andar de rodillas toda mi vida!
Creyendo Gepeto que todas estas lamentaciones no eran otra cosa que una nueva gracia del muñeco, decidió acabar de una vez, y escalando el muro, penetró en la casa por la ventana. Al principio quería hacer y acontecer; pero cuando vio que su Pinocho estaba en tierra y que era verdad que le faltaban los pies, se enterneció, y levantándole por el cuello, comenzó a besarle y a acariciarle.
— ¡Pinochito mío!— decía sollozando—. ¿Cómo te has quemado los pies?
— ¡No lo sé, papá; pero créeme que esta noche ha sido infernal, y que me acordaré de ella toda mi vida! Tronaba, relampagueaba, y yo tenía mucha hambre. Entonces me dijo el grillo-parlante: "Has sido malo y lo mereces". Y yo le dije: "¡Ten cuidado, grillo!" Y él me contestó: "Tú eres un muñeco, y tienes la cabeza de madera." Y yo entonces le tiré un mazo y le maté. Pero la culpa fue suya, y la prueba es que puse en la lumbre una cacerola para cocer un huevo que me encontré; pero el pollito me dijo: "¡Me alegro de verte bueno; recuerdos a la familia!" Y yo tenía cada vez más hambre, y por eso aquel viejo del gorro de dormir, asomándose a la ventana, me dijo: "¡Acércate y pon la gorra!; y yo entonces me encontré con un cubo de agua en la cabeza porque pedir un poco de pan no es vergüenza, ¡verdad! Me vine a casa en seguida, y como seguía teniendo mucha hambre, puse los pies en el brasero, y cuando usted ha vuelto me los he encontrado quemados. ¡Y yo tengo, como antes, hambre; pero ya no tengo pies! ¡Hi!... ¡hi!... ¡hi!..
Y el pobre Pinocho comenzó a llorar y a berrear tan fuerte, que se le podía oír en cinco kilómetros a la redonda. De todo este discurso incoherente y lleno de líos, sólo comprendió Gepeto una cosa: que el muñeco estaba muerto de hambre. Sacó entonces tres peras del bolsillo, y enseñándoselas a Pinocho le dijo:
— Estas tres peras eran mi desayuno, pero te las regalo. Cómetelas, y que te hagan buen provecho.
— Pues si quieres que las coma, tienes que pelármelas.
— ¿Pelarlas? — replicó asombrado Gepeto—. ¡Nunca hubiera creído, chiquillo, que fueras tan delicado de paladar! ¡Malo, malo, y muy malo! En este mundo hijo mío hay que acostumbrarse a comer de todo, porque no se sabe lo que puede suceder. ¡Da el mundo tantas vueltas!...
— Usted dirá todo lo que quiera— refunfuñó Pinocho— ; pero yo no me comeré nunca una fruta sin pelar. ¡No puedo resistir las cáscaras!
Y el bueno de Gepeto, armándose de santa paciencia, tomó un cuchillo, peló las tres peras, y puso las cáscaras en una esquina de la mesa. Después de haber comido en dos bocados la primera pera, iba Pinocho a tirar por la ventana el corazón de la fruta; pero Gepeto le detuvo el brazo, diciendo:
— ¡No lo tires! ¡Todo puede servir en este mundo!
— ¡Pero yo no voy a comer también el corazón!— contestó el muñeco con muy malos modos.
— ¡Quién sabe! ¡Da el mundo tantas vueltas!... — repitió Gepeto con su acostumbrada calma.
Dicho se está que después de comidas las peras los tres corazones fueron a hacer compañía a las cascaras en la esquina de la mesa. Cuando hubo terminado Pinocho de comer, o mejor dicho, de devorar las tres peras, dio un prolongado bostezo y dijo con voz llorosa:
— ¡Tengo más hambre!
— Pues yo, hijo mío, no tengo nada más que darte.
— ¿Nada, absolutamente nada?
— Aquí tenemos estas cáscaras y estos corazones de pera.
— ¡Paciencia!— dijo Pinocho— Si no hay otra cosa, comeré una cáscara.
Al principio hizo un gesto torciendo la boca; pero después, una tras otra, se comió en un momento todas las cáscaras, y luego la emprendió también con los corazones, hasta que dio fin de todo. Entonces Pinocho se pasó las manos por el estómago, y dijo con satisfacción:
— ¡Ahora sí que me siento bien!
— Ya ves — contestó Gepeto— cuánta razón tenía yo al decirte que no hay que acostumbrarse a ser demasiado delicados de paladar. No se sabe nunca, querido mío, lo que puede suceder en este mundo. ¡Da tantas vueltas!...
Ilustración de Robert Ingpen
8. Gepeto arregla los pies a Pinocho, y vende su chaqueta para comprarle una cartilla.
Apenas el muñeco se sintió satisfecho, empezó a llorar y a lamentarse, porque quería que le hiciesen un par de pies nuevos. Para castigarle por sus travesuras, Gepeto le dejó llorar y desesperarse hasta mediodía. Después le dijo:
— ¿Y para qué quieres que te haga otros pies? ¿Para escaparte otra vez de casa?
— ¡Le prometo a usted — dijo el muñeco sollozando— que desde hoy voy a ser bueno!
— Todos los niños— replico Gepeto— dicen lo mismo cuando quieren conseguir algo.
— ¡Le prometo ir a la escuela, estudiar mucho y hacerme un hombre de provecho!
— Todos los niños repiten la misma canción cuando quieren conseguir alguna cosa.
— ¡Pero yo no soy como los demás niños! ¡Yo soy mejor que todos y digo siempre la verdad! Le prometo, papá, aprender un oficio para poder ser el consuelo y el apoyo de su vejez.
Aunque Gepeto estaba haciendo esfuerzos para poner cara de fiera, tenía los ojos llenos de lágrimas y el corazón en un puño por ver en aquel estado tan lamentable a su pobre Pinocho. Y sin decir nada, tomó sus herramientas y dos pedacitos de madera y se puso a trabajar con gran entusiasmo.
En menos de una hora había hecho los pies; un par de pies esbeltos, finos y nerviosos, como si hubieran sido modelados por un artista genial. Entonces dijo al muñeco:
— Cierra los ojos y duérmete.
Pinocho cerró los ojos y se hizo el dormido. Y mientras fingía dormir, Gepeto, con un poco de cola que echó en una cáscara de huevo, le colocó los pies en su sitio; y tan perfectamente los colocó, que ni siquiera se notaba la juntura.
Apenas el muñeco se encontró con que tenía unos pies nuevos, se tiró de la mesa en que estaba tendido y comenzó a dar saltos y saltos como si se hubiera vuelto loco de alegría.
— Para poder pagar a usted lo que ha hecho por mí— dijo Pinocho a su papá—, desde este momento quiero ir a la escuela.
— ¡Muy bien, hijo mío!
— Sólo que para ir a la escuela necesito un traje.
Gepeto, que era pobre y no tenía nada, le hizo un trajecillo de papel raído, un par de zapatos de corteza de árbol y un gorrito de miga de pan. Pinocho corrió inmediatamente a contemplarse en una jofaina llena de agua, y tan contento quedó, que dijo pavoneándose:
— ¡Anda! ¡Parezco enteramente un señorito!
— Es verdad— replicó Gepeto— ; pero ten presente que los verdaderos señores se conocen más por el traje limpio que por el traje hermoso.
— ¡A propósito!— interrumpió el muñeco—. Todavía me falta algo para poder ir a la escuela: me falta lo más necesario.
— ¿Qué es?
— Me falta una cartilla.
— Tienes razón. Pero, ¿Dónde la sacamos?
— Pues sencillamente: se va a una librería y se compra.
— ¿Y el dinero?
— Yo no lo tengo.
— Ni yo tampoco— dijo el buen viejo con tristeza.
Y aunque Pinocho era un muchacho muy alegre, se puso también triste; porque cuando la miseria es grande y verdadera, hasta los mismos niños la comprenden y la sienten.
— ¡Paciencia! — gritó Gepeto al cabo de un rato, poniéndose en pie; y tomando su vieja chamarra, llena de remiendos y zurcidos, salió rápidamente de la casa. Poco tardó en volver, trayendo en la mano la cartilla para su hijito; pero ya no tenía chaqueta. Venía con solo una delgada camisa, aunque estaba nevando.
— ¿Y tu chamarra, papá?
— ¡La he vendido!
— ¿Por qué?
— ¡Porque me daba calor!
Pinocho comprendió lo que había sucedido, y conmovido y con los ojos llenos de lágrimas, se abrazó al cuello de Gepeto y empezó a darle besos, muchos besos.
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