Hacia la gran Muralla

Cuento popular de China

La gran muralla brillaba siniestramente bajo la luz de la luna como una enorme serpiente de plata enroscada leguas y leguas a través de llanuras y valles. Miles de hombres perdían diariamente la vida en aquel agotador trabajo de fortificar la frontera. El cruel emperador Che-Houang-ti había ordenado que fuera construida una enorme muralla para proteger el Imperio de las invasiones bárbaras y así evitar la guerra. Pero aquella terrible fortificación estaba causando más muertes que la más cruel y sangrienta de las contiendas. Los hombres más jóvenes y más fuertes eran llevados a viva fuerza hasta allá; una vez llegados al punto de su destino se les hacía trabajar día y noche en aquella construcción sin darles apenas de comer; la Gran Muralla semejaba un inmenso hormiguero humano en que la muerte por agotamiento hacía terribles estragos cada día llevándose a cientos y cientos de seres humanos. Entre aquellos desgraciados se encontraba un joven llamado Wan Hsi- liang; había sido un muchacho apuesto y fuerte, pero ahora parecía un esqueleto viviente; apenas lograba moverse, ni siquiera bajo la amenaza del látigo. El único consuelo del infeliz Wan Hsi-liang era pensar que su dulce esposa, la bella Meng Kiang-niu, ignoraba su triste suerte.

La primavera había llegado, el pequeño jardín de Meng Kiang-niu florecía con mil colores; sobre la copa del tierno melocotonero revolotearon durante un momento una pareja de golondrinas; Meng Kiang-niu pensó en su querido esposo del que nada sabía desde hacía ya tiempo, y con los ojos humedecidos por las lágrimas cantó:

Cuando llega la primavera, el melocotonero se cubre de flores.

Las golondrinas pían en su nido de amor.

Aparejadas vuelan ligeras en el inmenso azul del cielo,

yo en cambio vivo triste y solitaria ¡y es amarga mi pena!

Las hojas caían arremolinadas sobre la tierra del pequeño jardín; Meng Kiang-niu seguía sin saber nada de su marido. La gente decía que en la Gran Muralla, hacia el norte del país, el frío era tan intenso que a los hombres se les helaban las manos y los pies.

Meng Kiang-niu no perdió ni un instante; tan pronto como se enteró de aquello empezó a confeccionar ropas de abrigo para su querido esposo; tal ardor puso en su trabajo que al cabo de tres días ya tenía hecho todo el equipo; pero ¿quién iba a llevárselo a Wan? Nadie de la región querría aventurarse a ir tan lejos. La Gran Muralla era un lugar siniestro y las buenas gentes evitaban hasta pronunciar su nombre. Meng-Kiang-niu pensaba día y noche en la manera de resolver aquel problema; tras mucho cavilar decidió ir ella en persona; nadie iba a querer ayudarla a realizar tan difícil empresa. Iría ella misma a ver a su querido Wan y a llevarle las ropas de invierno que con tanto cariño había tejido.

Men Kiang-niu se levantó al alba, se vistió apresuradamente, cogió el hatillo con las ropas recién confeccionadas y se dispuso a emprender su largo camino hacia el norte; antes, pero, quiso echar una última mirada a su pequeño jardín; se asomó a la ventana y se quedó contemplando en silencio la espesa capa de nieve que cubría el suelo y las blancas ramas de su árbol preferido, el pequeño melocotonero. Después, sin pensarlo más, echó a andar hacia el norte, siguiendo aquel largo camino. Meng Kiang-niu sintió una aguda pena al dejar su morada y verse sola en medio de aquel desolado sendero blanco al que los árboles desnudos cubiertos de escarcha daban todavía una apariencia más fantasmagórica. Pero al pensar en los dolorosos sufrimientos de su pobre marido cobró de nuevo ánimo y empezó a andar decididamente, siempre hacia el norte.

Una noche la joven ya no podía dar un paso más. A lo lejos se divisaba una pequeña aldea, pero la pobre Meng no se veía capaz de llegar a ella. Estaba a punto de caer desvanecida cuando vio que a pocos pasos se alzaba un pequeño templo rodeado de árboles; dio un suspiro de alivio y decidió refugiarse allí. Entró en el reducido santuario y desfallecida por el cansancio se tendió sobre el suelo y se quedó profundamente dormida. De pronto oyó que alguien la llamaba dulcemente:

— Meng, amada esposa, soy yo, tu marido Wan.

Meng miró en la dirección de donde venía la voz y vio a su querido esposo que la miraba sonriente.

— ¡Oh Wan, qué alegría!, ¿estás bien? — Y se acercó para verle mejor. Nunca le había parecido su marido tan apuesto ni tan atractivo como en aquel momento. Wan siempre había sido un gallardo joven, pero ahora parecía que algo sobrenatural emanara de toda su persona.

— Sí, Meng, estoy bien, ya nada me aflige porque he dejado de pertenecer al mundo de los vivos y he hallado el eterno descanso.

Meng lanzó entonces un agudo grito de dolor y trató de asir la túnica de su marido, pero sus manos sólo encontraron el vacío...

Al día siguiente Meng Kiang-niu despertó aterida de frío; sin embargo, tras haber descansado durante la noche, le pareció que su cuerpo había recobrado en parte sus perdidas energías. De repente recordó aquel extraño sueño que había tenido durante la noche y una profunda tristeza invadió su corazón; no era un buen presagio, pero nada en el mundo habría podido detenerla en su camino. Quería ver a su marido fuera como fuera; a pesar de los presagios mientras le quedara un hálito de vida seguiría caminando siempre hacia el norte...

Todas las personas que encontraba Meng Kiang-niu en su camino eran amables con ella y la ayudaban en lo que podían, compadecidas de su pena y admiradas del valor de que daba pruebas al emprender tan arduo viaje.

Aquel día Meng Kiang-niu había andado de sol a sol sin encontrar a nadie en su camino, pero ahora la soledad ya no le daba miedo. Se había acostumbrado a ella, y ni el viento, ni la lluvia, ni la nieve conseguían amedrentar su valeroso corazón; sin embargo, al ver caer la noche empezó a asustarse. Si dentro de poco no encontraba ningún albergue donde poder pasar la noche iba a morir de frío. Empezó a mirar en todas direcciones para vez si descubría alguna casa, pero no vio nada. Decidió seguir andando para que no se le helaran los pies; sabía que si se detenía sus miembros quedarían entumecidos y no podría dar un paso más. El crepúsculo había dado ya paso a la noche y Meng Kiang-niu aún seguía andando. La pobre mujer estaba convencida de que aquélla iba a ser su última noche en este mundo: iba a morir de frío. Mientras esto pensaba, de pronto su corazón empezó a latir apresuradamente y le pareció ver no muy lejos una débil lucecita. Apretó el paso todo lo que pudo y no tardó en distinguir la silueta de una casa junto al camino. «Probablemente será una posada», pensó.

Meng Kiang-niu aterida de frío empujó la puerta y entró en aquella casa. Efectivamente era una hostería. Al verla la dueña no pudo evitar lanzar una exclamación de asombro:

— Pero ¿de dónde vienes, criatura, con este frío, sola, y a estas horas de la noche?

— Vengo de muy lejos, buena mujer — contestó Meng Kiang-niu—, y me dirijo hacia la Gran Muralla; deseo ver a mi pobre esposo que está allí. Le he hecho estos vestidos, son de mucho abrigo y quiero ir a llevárselos...

La posadera lloraba; su buen corazón se había enternecido con aquel relato. Inmediatamente preparó una buena comida para su huésped, le hizo secar las maltrechas ropas junto al fuego y tras haberle preparado una buena cama le prometió acompañarla un trecho de su camino al día siguiente para que no se sintiera tan sola; pero añadió:

— Criatura, no creo que logres llegar allí; tú tan débil y delicada como una flor, ¿cómo harás para atravesar valles y montes, vadear los ríos y cruzar la gran llanura? Sólo un Inmortal podría conseguirlo; espero y deseo que los dioses te protejan, Meng Kiang-niu.

Al día siguiente muy de mañana, Meng y la posadera emprendieron el camino. La buena mujer la acompañó largo tiempo, y antes de despedirse le aseguró que no tardaría en encontrar una aldea donde podría pasar la noche.

Los vestidos de la pobre Meng eran un simple harapo y sus pequeños y delicados pies apenas podían sostenerla ya; había atravesado montes y valles, vadeado ríos, y ahora había llegado al país donde la hierba crece alta, pero la gran llanura era ahora un desierto blanco dónde sólo florecía la muerte. Meng Kiang-niu se encontró perdida; por mucho que su vista trataba de penetrar el horizonte sólo podía ver el resplandor cegador de la nieve cubriendo con su amplio manto la inmensa pradera...

¿A dónde podría ir? Apenas había comido nada en todo el día y su frágil cuerpecillo se agitaba presa de convulsiones como una hoja a merced del viento.

«No tengo derecho a quejarme — pensó—; sin embargo, mi pobre Wan está peor que yo todavía, él ni siquiera es libre... »

Meng siguió andando bajo el sol durante todo el día; cuando empezaba a oscurecer llegó cerca de un torrente, junto al cual vio unas cuantas peñas que formaban una especie de caverna. Se acercó y decidió pasar allí la noche. Siempre sería mejor que pasarla a la intemperie.

Cuando Meng abrió los ojos ya era pleno día; la nieve seguía envolviéndolo todo como un inmenso sudario blanco. Meng Kiang-niu miró hacia la gran llanura y su corazón se encogió de miedo; el sendero se había borrado totalmente; le iba a ser imposible hallar su camino entre aquel mar de nieve; gruesas lágrimas empezaron a resbalar por sus mejillas. De repente percibió un fuerte aleteo, levantó la cabeza y vio las negras alas de un cuervo; el pájaro se detuvo ante ella y empezó a volar lentamente, casi a ras de tierra, siempre en la misma dirección. Meng Kiang­niu lo siguió con los ojos y comprendió que el pájaro le había sido enviado para que le mostrara el camino; llena de alegría por aquel feliz encuentro empezó a cantar:

Llegó el invierno, la nieve cae en espesos copos.

Meng Kiang-niu le lleva a su esposo el cálido ropaje.

El cuervo la guía y le muestra el camino hacia la Gran Muralla,

¿la encontrará al fin?

La valerosa Meng Kiang-niu anduvo días y días y meses y meses, guiada siempre por el cuervo hasta que un día... a lo lejos apareció la Gran Muralla. La terrible y siniestra fortificación del cruel emperador Che-Houang-ti.

— Decidme, honorable anciano — le estaba preguntando en aquellos momentos Meng a un pobre forzado, que acarreaba piedras entre cientos de miles de hombres sudorosos y famélicos—, ¿conocéis por casualidad a mi marido? Se llama Wan-Hsi-liang.

El viejo se la quedó mirando como quien ve una aparición; resultaba totalmente inexplicable que una débil mujer, bella y delicada como una flor, hubiera podido llegar hasta allí andando y sola.

— No, gentil señora, no conozco a tu marido ni sé quién es. Aléjate cuanto antes de aquí, buena mujer. No sea que te vean los guardianes y te hagan prisionera.

Meng Kiang-niu procurando que no la vieran los guardianes iba preguntando a uno y a otro para que le dieran noticias de su marido, pero ni uno solo de aquellos pobres forzados conocía a Wan. De pronto un escuálido joven se acercó disimuladamente hacia Meng y le dijo casi al oído:

— Mujer, yo conocí a tu marido, era mi mejor amigo. Murió al pie de la Gran Muralla antes de que empezara a rugir el helado viento de la estepa.

Meng Kiang-niu lanzó un profundo grito de dolor al oír aquello y cayó desvanecida sobre el blanco suelo. Los forzados la miraban desolados, una profunda compasión podía leerse en todas las miradas. De pronto Meng Kiang-niu volvió en sí y afligida por su dolor empezó a llorar desconsoladamente; sus sollozos eran tan fuertes que atrajeron la atención de los guardianes; éstos se acercaron a ver qué pasaba. De repente, un terrible huracán se desencadenó sobre aquellos parajes, la tierra sufrió horribles sacudidas y la Gran Muralla empezó a tambalearse como un hombre ebrio y se desmoronó en un recorrido casi de doscientos kilómetros...

La noticia no tardó en propagarse. Todos los forzados gritaban a la vez: «¡El llanto de la esposa de Wan Hsi-liang ha hecho derrumbar la Gran Muralla!» Fue tal el tumulto que se armó que hasta a los oídos del emperador llegaron voces de lo que había ocurrido. Che-Houang-ti se enfureció como un tigre cuando se enteró de lo que había pasado y decidió ir personalmente a inspeccionar la Gran Muralla.

Tan pronto como llegó allí se hizo explicar con todo detalle lo ocurrido e inmediatamente mandó que la viuda de Wan Hsi-liang fuera llevada a su presencia. Meng Kiang-niu compareció pues ante el emperador, y a pesar del polvo del viaje su belleza era tanta que el perverso emperador decidió inmediatamente hacerla su esposa favorita. Meng Kiang-niu cuando oyó que Che­Houang-ti le ordenaba ser su esposa estuvo a punto de gritarle todo su odio a la cara, pero luego lo pensó mejor y fingiendo una inmensa satisfacción dijo:

— ¡Oh emperador celeste! De buena gana seré tu esposa siempre que antes os dignéis concederme tres favores. ¿Estáis de acuerdo?

— Habla y dime cuáles son.

— El primero es que deis orden de que mi marido sea colocado en un sepulcro de oro con tapa de plata. El segundo: que asistan al entierro de mi difunto esposo vuestros chambelanes y vuestros generales en traje de luto. El tercero: que vuestra excelsa persona se muestre a todos ataviada con un traje de cáñamo y que llevéis en la mano el bastón funerario como si fuerais el hijo del difunto.

El entierro de Wan Hsi-liang tuvo lugar junto al Gran Río. Todo se cumplió como había deseado Meng Kiang-niu. El emperador presidía el cortejo fúnebre al que seguían chambelanes y generales todos con ropas de luto.

Meng Kiang-niu entonces se echó sobre el féretro de su querido esposo y estuvo sollozando largo tiempo; el cruel Che-Houang-ti se reía para sus adentros diciéndose que aunque ahora llorara pronto sería su esposa porque él había dado cumplimiento a sus tres deseos, pero de repente ocurrió algo inesperado. Bruscamente Meng Kiang-niu se levantó y se acercó a las aguas del Gran Río. La joven tuvo como un vahído y cayó al agua. El emperador ciego de ira ordenó a sus servidores que sacaran inmediatamente a la joven del agua, pero cuando varios de ellos se disponían a cumplir las órdenes de Che-Houang-ti del lecho del río surgió una luz cegadora, las aguas se arremolinaron y fue imposible ya salvar a la bella Meng Kiang-niu, que así fue a reunirse con su esposo, burlando de tal modo al emperador.

FIN

FICHA DE TRABAJO

VOCABULARIO

Afligir: Causar abatimiento y tristeza.

Amedrentar: Atemorizar, hacer que alguien sienta miedo o temor.

Ardor: Entusiasmo y fervor con que se realiza o se dice una cosa.

Arduo: Que es muy difícil o exige mucho esfuerzo.

Asir: Tomar o agarrar a alguien o algo, especialmente con las manos.

Aterida: Que está paralizado o entumecido a causa del frío.

Cavilar: Reflexionar con preocupación e insistencia o de forma profunda y minuciosa sobre algo.

Chambelán: Noble de la antigua corte real que se encargaba de acompañar y servir al rey.

Confeccionar: Producir una persona una cosa material a partir de la combinación de sus componentes, especialmente las que requieren un trabajo manual, como prendas de vestir, comidas y bebidas, compuestos, etc.

Convulsiones: Contracción involuntaria, violenta y patológica de un músculo o de otra parte del cuerpo.

Crepúsculo: Claridad de la luz al salir o ponerse el sol, especialmente la del anochecer.

Cruel: Que no siente compasión ante el sufrimiento ajeno, o que se deleita con ello.

Desolado: Que está arruinado, yermo, vacío o sin vida.

Ebrio: Que tiene alteradas temporalmente las capacidades físicas y mentales por un consumo excesivo de alcohol.

Emanar: Desprenderse o proceder de un cuerpo [un olor, una sustancia volátil, etc.].

Entumecer: Hacer que una parte del cuerpo, por lo general un miembro, pierda momentáneamente la sensibilidad, la flexibilidad o el movimiento, lo que produce una sensación de hormigueo y torpeza de movimiento en esa parte del cuerpo.

Escuálido: Que está muy flaco o delgado.

Estragos: Daño o destrucción producida por una acción natural o por una guerra.

Fantasmagórica: Que es una ilusión de los sentidos.

Fortificar: Hacer fuerte un lugar con obras de defensa.

Gallardía: Valor y decisión en la forma de actuar o enfrentarse a personas o situaciones.

Hálito: Aliento o aire que sale por la boca al respirar, especialmente cuando arrastra humedad visible.

Harapo: Ropa o trozo de tela roto, sucio y muy gastado.

Hatillo: Paquete o envoltorio pequeño que generalmente se hace liando prendas de ropa y que normalmente contiene ropa u objetos personales.

Hostería: Posada, parador, hostal.

Legua: Medida de longitud que equivale a 5 572 metros.

Maltrecho: Que está en un estado notablemente deteriorado a consecuencia de cierta cosa.

Perverso: Que obra con mucha maldad y lo hace conscientemente o disfrutando de ello.

Presagio: Señal o indicio que se interpreta como el anuncio de un hecho futuro.

Siniestro: Que está hecho con perversidad o mala intención.

Sollozar: Llorar con sollozos.

Trecho: Espacio o distancia que hay entre dos puntos o lugares.

Tumulto: Agitación desordenada y ruidosa producida por una multitud.

Vadear: Atravesar un río u otra corriente de agua por un vado.

Vahído: Pérdida breve del sentido a causa de alguna indisposición.

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