Heidi

Johanna Spyri

Capítulo 6

Ilustración de Kim Minji

Comienza una nueva vida

La casa de Frankfurt adonde fue llevada Heidi pertenecía a un hombre muy rico llamado Sesemann. Su única hija, Clara, era una inválida y se pasaba la vida en un sillón de ruedas en el cual la conducían allí donde quería ir. Se trataba de una niña muy paciente, de tez pálida y ojos azules y dulces. Su madre había muerto hacía tiempo y su padre contrató entonces a una ama de llaves muy eficiente, pero de carácter desagradable, llamada señorita Rottenmeier. Ésta se ocupaba de Clara y estaba a cargo de la servidumbre. Como el señor Sesemann se hallaba casi siempre en viaje de negocios, dejaba la casa en manos del ama, con la única condición de que Clara no fuese molestada en modo alguno.

La tarde en que esperaban a Heidi, Clara estaba sentada, como de costumbre, en una cómoda habitación cercana al comedor. Le llamaban el estudio debido a la gran biblioteca adosada a una de las paredes, y allí era donde Clara tomaba sus lecciones. Ahora observaba fijamente el gran reloj de pared, que le parecía que andaba más despacio que de ordinario, y finalmente, con un tono de impaciencia que era raro en ella, preguntó:

— ¿No es ya casi la hora, señorita Rottenmeier?

La dama, muy tiesa y erecta, cosía junto a una mesita de trabajo. Llevaba una chaqueta de cuello alto y se tocaba con una especie de turbante que le daba un aspecto imponente.

— ¿No debería estar ya aquí? — repitió Clara con impaciencia.

En aquel preciso instante, Dora estaba con Heidi ante la puerta de la calle. El cochero, que se llamaba John, acababa de detener el carricoche, y Dora le preguntó si podía ver a la señorita Rottenmeier.

— Ese no es asunto mío — replicó el cochero— . Será mejor que llame a Sebastián.

Dora lo hizo así y apareció un criado que bajó precipitadamente las escaleras. Vestía una hermosa levita con grandes botones redondos y sus ojos eran casi tan redondos como los botones.

— ¿Puedo ver a la señorita Rottenmeier? — volvió a preguntar Dora.

— Eso no es cosa mía — dijo Sebastián— . Llame a ese otro timbre y vendrá la doncella.

Dicho esto, el criado desapareció.

Dora llamó nuevamente y esta vez apareció una doncella muy coqueta, con una cofia blanca como la nieve y una expresión de chica muy despabilada.

— ¿Qué desea? — preguntó con descaro desde el primer peldaño de la escalera.

Dora repitió la pregunta y la criada desapareció para volver a los pocos segundos, diciendo:

— Pueden pasar.

Así, finalmente, Heidi y Dora subieron para seguir a la doncella hasta el estudio, en cuyo umbral se detuvieron respetuosamente. Dora llevaba a Heidi cogida de la mano, sin saber exactamente cómo comportarse en tales circunstancias.

La señorita Rottenmeier se puso lentamente en pie y se acercó a inspeccionar a la compañera que había sido propuesta para la hija de la casa. No pareció gustarle mucho lo que vio, puesto que Heidi vestía un andrajoso vestido de algodón y se tocaba con un sombrero viejo y sin apenas forma, al tiempo que miraba con asombro el extraño turbante que lucía la dama.

— ¿Cómo te llamas? — preguntó la señorita Rottenmeier, tras contemplarla fijamente unos momentos.

Heidi se lo dijo con su voz clara y vibrante.

— Ese nombre no puede ser correcto. ¿Cuál es tu nombre de pila?

— No lo recuerdo — dijo Heidi.

— Esa no es forma de responder. — La señorita Rottenmeier se dirigió a Dora—. ¿Esta niña es tonta o impertinente?

— Por favor, señora, será mejor que hable yo por ella porque no está acostumbrada a los extraños — respondió Dora, dando un ligero cachete a Heidi por su improcedente respuesta—. Puedo asegurarle que no es tonta ni impertinente, lo que pasa es que no sabe comportarse de otro modo. Dice lo primero que se le ocurre. Nunca ha estado en una casa como ésta y nadie la enseñó a conducirse. Pero es lista y aprenderá rápidamente si alguien se ocupara de ella un poco. Por favor, señora, discúlpela. Su nombre de pila es Adelaida, como su madre, mi difunta hermana.

— Bueno, ése al menos es un nombre razonable, pero la niña me parece demasiado pequeña. Le dije que necesitaba a alguien de la misma edad que la señorita Clara para que pudieran estudiar juntas y ser buenas amigas. La señorita Clara tiene doce años. ¿Qué edad tiene esta niña?

Dora esperaba esta pregunta y ya tenía preparada la respuesta.

— Si quiere que le diga la verdad, señora, no recuerdo exactamente cuándo nació, pero creo que debe andar por los diez años.

— Cumpliré pronto los ocho — intervino Heidi— . El abuelo me lo dijo.

Dora le soltó otro cachete, pero Heidi estaba completamente segura de no haber dicho nada inconveniente.

— ¡Aún no tiene ocho años! — exclamó la señorita Rottenmeier— . Entonces le faltan al menos cuatro. — y volviéndose a Heidi, preguntó— : ¿Qué libros has utilizado en tus lecciones?

— Ninguno — repuso Heidi.

— Pero ¿qué dices? ¿Cómo aprendiste entonces a leer?

— No sé leer — confesó Heidi — Pedro tampoco sabe.

— ¡Santo Dios, no saber leer a tu edad! — gritó la señorita Rottenmeier, angustiada—. ¡Eso es imposible! ¿Qué has aprendido entonces?

— Nada — dijo Heidi con entera franqueza.

Se produjo un silencio tenso, mientras la señorita Rottenmeier trataba de hacerse cargo de la situación.

— En realidad, Dora — dijo al fin— , no sé en qué estaba pensando usted cuando decidió traer aquí esta niña. No nos servirá en absoluto.

Pero Dora no estaba dispuesta a dejarse vencer fácilmente, de manera que replicó, vivaz:

— Si me lo permite, señora, le diré que ella es exactamente lo que ustedes buscaban. Usted me dijo que necesitaban una niña fuera de lo normal, y las ya mayorcitas no tienen nada de extraordinario. Todas son iguales. Pero Heidi es diferente. Ahora tengo que irme porque mi señora me espera. La dejaré aquí y volveré dentro de unos días para ver cómo se desenvuelve.

Dicho esto, Dora se disculpó cortésmente y salió de la estancia tan aprisa como pudo. La señorita Rottenmeier la siguió un momento después, porque había muchas cosas que discutir si la niña se quedaba, y por lo visto Dora estaba determinada a dejarla allí.

Heidi no se había movido durante todo el tiempo, ni siquiera cuando Dora se fue. Clara, que lo había observado todo en silencio desde su silla de ruedas, la llamó.

— Oye, ¿cómo prefieres que te llame, Heidi o Adelaida? — preguntó.

— Todos me llaman Heidi — respondió la niña— Ese es mi nombre.

— Bueno, yo también te llamaré así. Es un nombre muy raro, pero te va. Nunca había visto a nadie como tú. ¿Siempre has tenido esos cabellos tan cortos y rizados?

— Sí, creo que sí.

— ¿Y estás contenta de haber venido aquí? — continuó Clara.

— No, pero mañana volveré a casa y le llevaré unos panecillos tiernos a la abuela.

— Eres una chica curiosa. La verdad es que has venido a Frankfurt expresamente para hacerme compañía y aprender las lecciones conmigo. Podemos divertirnos mucho, puesto que tú ni siquiera sabes leer. Las lecciones son muy aburridas. El señor Usher, mi tutor, viene todos los días de diez a dos, y eso es mucho tiempo. A veces se pone el libro delante de los ojos, como si fuera miope, pero me consta que lo que hace es bostezar detrás de las páginas. Luego, la señorita Rottenmeier saca el pañuelo y se lo lleva a la cara como si estuviera llorando, pero en realidad lo que hace también es bostezar. A mí se me contagian los bostezos, pero tengo que aguantarme por todos los medios, pues si bostezo ella dice en seguida que me siento mal y tengo que tomarme una dosis de aceite de hígado de bacalao, que es lo más horrible que se puede imaginar. Pero ahora podré escuchar mientras tú aprendes a leer, y eso será mucho más divertido.

Heidi movió la cabeza dubitativamente.

— Pero tendrás que aprender a leer, todo el mundo lo hace — prosiguió Clara— El señor Usher es muy bueno; nunca se enfada y te lo explica todo. Probablemente, al principio, no entiendas lo que dice, pero no se lo digas porque entonces repite y repite hasta que te haces un lio enorme. Luego, cuando hayas aprendido un poco, verás como entiendes sus explicaciones y empiezas a encontrar interesante la lectura.

La señorita Rottenmeier regresó en aquel momento. No había sido lo bastante rápida para alcanzar a Dora y estaba muy excitada; no sabía cómo salir de aquella difícil situación de la que ella era única responsable al haber permitido que trajesen a Heidi. Daba inquietos paseos entre el estudio y el comedor, y finalmente se encaró con Sebastián, que acababa de poner la mesa y la estaba examinando para asegurarse de no había olvidado nada.

— ¡No se quede ahí como embobado y procure servir la comida cuanto antes! — ordenó.

Luego llamó a la doncella en tono perentorio y la muchacha apareció en el comedor con un aire de soberbia y altivez que hizo tragarse toda su cólera a la señorita Rottenmeier. Esta añadió fríamente:

— Haga que preparen la habitación para la señorita que acaba de llegar. Todo estaba ya a punto, pero hay que quitar el polvo.

— Oh, sí, en seguida — replicó la doncella con insolencia, abandonando la estancia.

Sebastián también estaba furioso, pero no osaba replicar.

Se desahogó abriendo violentamente la puerta de doble hoja que separaba el estudio del comedor. Luego se dirigió a la silla de Clara para llevarla a cenar, y al detenerse para manipular en los mangos de la silla, vio a Heidi que le miraba fijamente. Esto aumentó su enojo y masculló:

— Bueno, ¿se puede saber qué miras?

— Te pareces a Pedro, el cabrero — replicó la niña.

La señorita Rottenmeier entraba en aquel momento en el estudio y se llevó las manos a la cabeza con gesto de disgusto.

— ¡Qué forma de hablar a los sirvientes! — exclamó— — . ¡Está visto que no tiene idea de cómo comportarse!

Clara fue conducida hasta la mesa y Sebastián la acomodó en un sillón. La señorita Rottenmeier se sentó a su lado e indicó a Heidi que lo hiciera en el lado opuesto. La mesa era demasiado grande para los tres y dejaba espacio más que suficiente para que Sebastián se situara junto a cada uno de los comensales al servir los platos. Junto al de Heidi había un panecillo blanco y los ojos de la chiquilla se iluminaron al verlo. No lo tomó, sin embargo, hasta que Sebastián le ofreció el plato de pescado hervido; entonces, considerando que debía fiarse de alguien que se le pareciera a Pedro, señaló el panecillo y preguntó al criado:

— ¿Puedo cogerlo?

Sebastián asintió y miró a la señorita Rottenmeier con el rabillo del ojo para ver cómo encajaba aquello. Cuando vio que Heidi tomaba el panecillo y se lo guardaba en el bolsillo tuvo que hacer un tremendo esfuerzo para no soltar una carcajada. Él no podía hablar o moverse hasta que ella se hubiera servido, de manera que continuó en pie a su lado y en silencio, aguardando, para que la señorita Rottenmeier no advirtiera nada. Finalmente, la niña le miró y dijo en tono de sorpresa:

— ¿También tengo que comer de eso?

Sebastián asintió nuevamente, mordiéndose los labios para seguir conteniendo la risa.

— Entonces dame un poco — dijo Heidi; señalando su plato.

— Puede poner el plato en la mesa y volver después — sonó la voz impersonal de la señorita Rottenmeier y Sebastián se dirigió inmediatamente a la puerta.

— Está visto que debo comenzar contigo desde el principio, Adelaida — continuó la dama, haciendo un gesto de resignación—. ¿Ves? Así es como debes servirte en la mesa. Y recuerda que no debes hablar a Sebastián durante la comida si no es para darle alguna orden. Tampoco debes hablar a ningún otro sirviente en ese tono familiar. Cuando te dirijas a mí me llamas señora, como todo el mundo hace. En cuanto a Clara, ella es quien ha de decidir cómo debes llamarla.

— Me llamará Clara, naturalmente — dijo la inválida.

Luego, la señorita Rottenmeier hizo hincapié en cómo debería comportarse con Heidi en cada momento del día, dando instrucciones sobre la hora de levantarse por la mañana, de acostarse por la noche, sobre la forma de entrar, salir, cerrar las puertas, mantener sus cosas limpias, etc. Mediado el discurso, Heidi se quedó dormida porque se había levantado a las cinco de la mañana y había viajado durante todo el día. Finalmente, la señorita Rottenmeier dio por terminado su severo sermón y dijo:

— Bien, Adelaida, ¿has comprendido todo cuanto te he dicho? ¿Deseas alguna aclaración?

— Heidi se ha dormido — sonrió Clara, quien hacía mucho tiempo que no se lo pasaba tan bien en una comida.

— ¡La conducta de esta criatura es increíble! — exclamó la señorita Rottenmeier, terriblemente enojada.

E hizo sonar la campanilla con tanta violencia que Sebastián y la doncella acudieron apresuradamente, tropezando entre sí al entrar. Pero la conmoción no despertó a Heidi y fue difícil despabilarla lo suficiente para hacer que se fuera a la cama por su propio pie. La habitación que le habían preparado estaba al otro lado de la casa y, para llegar a ella, tenía que atravesar el estudio y pasar ante el dormitorio de Clara y el cuarto de estar de la señorita Rottenmeier.

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