Sin patria

Johanna Spyri

Capítulos 13, 14 y 15

Capítulo 13. El hermoso lago lejano

Rico se alejó algunos pasos del edificio ante el cual se había detenido el tren. Miró a su alrededor. Aquella gran casa blanca, el terreno desnudo que había alrededor, el camino recto como una cinta, todo le parecía completamente desconocido. No se acordaba de haberlo visto nunca y por eso se dijo que no se hallaba en el lugar apropiado. Muy triste, se dispuso a descender por la carretera bordeada de árboles; de pronto el camino dio una vuelta y Rico se detuvo en seco, quedándose pasmado e inmóvil, como en un sueño. Ante él y resplandeciendo al recibir los rayos del sol, extendíase el lago de azur, con sus tranquilas y cálidas orillas, junto a las cuales se reunían las montañas para rodear el golfo bañado de luz y sembrado de risueñas viviendas. He aquí lo que Rico conocía. Aquello mismo era lo que había visto ya. ¿No era en aquel mismo lugar donde se detuviera en otro tiempo? También reconocía aquellos árboles ... ¿Dónde estaba la casita? Debía de encontrarse muy cerca, pero no, no estaba ya. Más abajo pasa el antiguo camino. ¡Oh, qué bien lo conocía! Allí era donde se veían las grandes flores rojas, en medio de las hojas verdes. Debía de haber también un puentecito de piedra que atravesaba el río que salía del lago; ¡cuántas veces lo había atravesado! Pero desde donde se hallaba no podía descubrirlo. De pronto, Rico, sobrecogido de intenso deseo, se echó a correr hacia el antiguo camino, lo atravesó y entonces vio el puente ante él. Todo lo recordaba a la vez... En una ocasión pasó por allí y alguien le daba la mano... su madre... El rostro de su madre se presentó claramente ante sus ojos; hacía ya muchos años que no la había contemplado. Allí era, precisamente, donde ella estuvo con él, mirándolo con ojos llenos de amor.

Desconocida desesperación se apoderó de Rico. Se arrojó al suelo, junto al puentecillo, se echó a llorar y exclamó con voz entrecortada:

— ¡Mamá! ¡Oh, mamá! ¿Dónde estás? ¿Dónde está nuestra casa, mamá?

Largo rato permaneció en aquel mismo lugar, dando curso a su dolor violento. Habríase dicho que su corazón iba a romperse. Era como una explosión de todo el dolor que hasta entonces le hizo mantenerse firme y le obligó a guardar silencio. Cuando, por fin, volvió a levantarse, el sol declinaba ya; el lago reflejaba el oro de la tarde; poco a poco las montañas se tiñeron de violeta y un vapor rosado envolvió las orillas. Era el lago de Rico, tal como éste lo viera siempre en su memoria y el mismo que contemplara en sus sueños, pero mucho más hermoso todavía, ahora que lo tenía delante en realidad. Rico, sentado cerca del puente e incapaz de saciar sus miradas con lo que tenía ante sí, pensaba sin cesar:

— ¡Si pudiera enseñar todo esto a Stineli!

El sol se había puesto y poco a poco se retiraba la luz. Rico se levantó, encaminándose hacia el lugar en donde viera las flores rojas. Conducía a ellas un sendero. Pronto se halló en el lugar que buscaba, ante enormes matorrales floridos. Era como un jardín; un seto de poca altura servía de cerca y en el recinto crecían confundidas las flores, los árboles y las vides trepadoras. En el otro extremo había una bonita casa cuya puerta estaba abierta de par en par. En el jardín iba y venía un muchacho joven, sin duda un criado, y de vez en cuando cogía un racimo de hermosa uva dorada mientras silbaba una alegre canción. Rico permanecía inmóvil en el camino, en contemplación ante las flores, repitiéndose:

— ¡Si Stineli pudiese verlas!

De pronto, el joven lo divisó y le gritó:

— Entra, músico, y toca una canción bonita, si sabes alguna.

Tales palabras le fueron dirigidas en italiano y entonces Rico experimentó una sensación extraña, porque comprendía lo que acababa de oír, aunque le habría sido imposible hablar en aquella lengua. Entró en el jardín, donde el criado le dirigió algunas preguntas; pero en vista de que Rico no podía contestar, le señaló la puerta abierta, dándole a entender que era allí donde debía tocar.

Rico avanzó hacia la puerta, que conducía directamente a una habitación. En ésta había una camita. Una mujer, que estaba sentada al lado, confeccionaba algo con unas cintas rojas. Rico se detuvo en el umbral y empezó inmediatamente a tocar cantando:

Corderillos que estáis en la colina...

Cuando hubo terminado, el rostro pálido de un niño muy pequeño surgió del lecho y una voz exclamó:

— ¡Toca otra vez!

Rico tocó otra canción.

— ¡Vuelve a tocar! — repitió la voz.

Rico lo hizo cinco o seis veces seguidas, y cada vez que terminaba una pieza, la voz de! niño le gritaba:

— ¡Toca otra vez!

Cuando Rico ya no supo qué otra cosa tocar, se puso el violín bajo el brazo y se dispuso a marcharse. Entonces el niño, que estaba en la cama, empezó a gritar:

— ¡Quédate aquí y toca!

Levantose la mujer y se acercó a Rico. Le puso algo en la mano y Rico, en el primer momento, no supo lo que esto significaba; pero recordó que Stineli le había dicho que si tocaba ante las puertas de las casas le darían alguna cosa en cambio. Luego aquella mujer le preguntó bondadosamente de dónde venía y adónde iba, pero Rico no pudo contestar. Le preguntó, además, si vivían sus padres. Rico contestó con una señal negativa y al preguntarle ella si estaba solo, hizo seña de que así era. Luego la señora quiso saber adónde quería ir tan tarde y Rico movió la cabeza de manera que expresaba su incertidumbre. Entonces aquella mujer se compadeció del pequeño extranjero y llamando al criado le ordenó que acompañase a Rico hasta la posada del «Sol de Oro». Como el hostelero había viajado mucho, tal vez comprendería el idioma del joven músico. El criado debía encargarle que diese alojamiento al niño por aquella noche, con gastos a cargo de la señora, y que al día siguiente le indicase el camino que tenía que seguir.

— ¡Es tan joven todavía! — añadió con acento de compasión—. Apenas tiene algunos años más que el mío.

Y volvió a recomendar que le diesen algo que comer.

El niño que estaba en la cama se echó a gritar de nuevo, diciendo:

— ¡Quiero que toque otra vez!

Y repitió estas palabras con tanta insistencia, que por fin, su madre le dijo:

— Volverá mañana; hoy conviene que se vaya a dormir y tú también.

El criado se puso en marcha, seguido de Rico. Éste ya sabía adónde iba, porque había comprendido las palabras de aquella mujer.

Anduvieron por espacio de más de diez minutos antes de llegar a la población. Una vez estuvieron en una callejuela, el joven entró directamente a la sala de la posada, cuya atmósfera estaba llena de espeso humo de tabaco; allí se habían congregado muchos hombres en torno de numerosas mesas.

El criado cumplió su encargo y el dueño de la posada le contestó:

—Está bien.

Luego llegó su mujer y con su marido empezaron a examinar a Rico de pies a cabeza. Mientras tanto, los que estaban sentados en torno de las mesas y cerca de Rico, al descubrir su violín, exclamaron:

— Oye, pequeño; tócanos algo muy alegre. ¡Vamos, aprisa!

Como gritaban todos a la vez, el posadero apenas podía hacerse oír de Rico, a quien preguntó de dónde venía y qué lengua hablaba. Rico le contestó en seguida en la suya propia que había descendido por la Maloja y que comprendía muy bien lo que se hablaba a su alrededor, aunque no podía expresarse de la misma manera. El posadero comprendió el lenguaje del niño porque había visitado su país, en lo alto de las montañas; pero aplazó el fin de la conversación para más tarde e indicó a Rico que tocase algo, ya que los parroquianos que estaban en la sala no cesaban de pedir música.

Rico empezó a tocar dócilmente, principiando, como siempre, por su canción. Ninguno de los oyentes comprendió una sola palabra de la letra y, en cuanto a la melodía, les pareció demasiado sencilla. Unos empezaron a hablar y a armar ruido, en tanto que los otros expresaban su deseo de que tocara otra cosa, un baile o cualquier canción bonita.

Rico continuó imperturbable su canción hasta el final, porque una vez empezada nunca dejaba de terminarla. Luego reflexionó un momento. ¿Tocar un baile? No sabía ninguno. El cántico de la abuela era aún más lento que el que acababa de tocar y tampoco comprenderían ninguna de sus palabras. De pronto tuvo una idea y entonó con su clara voz:

Una sera

In Peschiera...

Apenas hubieron resonado las primeras notas melodiosas de la canción, cuando reinó completo silencio en la sala; luego se elevó una voz de una de las mesas, pronto se sumó otra y, al cabo de pocos instantes, estalló un coro magnífico. Rico, que nunca había oído nada semejante, se quedó entusiasmado. Cuanto mayor era el ardor con que tocaba, más era la vehemencia de los coristas. Apenas habían terminado una copla cuando Rico empezaba la siguiente, sin vacilar, porque recordaba exactamente los puntos en que su padre se detenía o reanudaba el canto. Cuando éste hubo terminado estalló un verdadero tumulto en torno del niño, que no comprendía la razón de todo aquello. Los hombres se interpelaban, gritaban y daban puñetazos sobre las mesas. Luego se levantaron todos con el vaso en la mano y se acercaron a Rico para beber con él. Tuvo que humedecer los labios en cada uno de los vasos, en tanto que dos de los parroquianos le estrecharon vigorosamente la mano y otro le golpeaba el hombro con el mayor afecto. Aquella alegría tan ruidosa en sus manifestaciones, acabó por asustar a Rico, que se puso muy pálido. Todo aquello ocurría por haber tocado su canción de Peschiera, canción que les pertenecía y que ningún extranjero lograba aprender; y, sin embargo, él la había tocado con tanta seguridad y claridad cómo podía haberlo hecho un natural de Peschiera. He aquí por qué aquellos italianos impresionables no sabían cómo expresar su alegría, ni cómo fraternizar con el maravilloso y joven músico. En medio del tumulto apareció la patrona llevando en la mano un plato de arroz, coronado por un buen pedazo de gallina. Hizo seña a Rico de que se acercase y luego rogó a los parroquianos que dejasen tranquilo al pobre niño, quien, a causa de la fatiga, estaba blanco como el papel. Luego, dejando el plato sobre una mesita situada en el ángulo de la sala, hizo sentar a Rico, se puso a su lado y lo animó a comer bien, porque, según le dijo, lo que le daba había de reanimar las fuerzas de un pequeño músico tan flaco como él. Rico encontró la cena excelente, porque no había tomado nada desde el café de la mañana y, además, durante el día ¡habían pasado tantas cosas! Por eso, en cuanto hubo vaciado su plato, se sintió sobrecogido por un deseo irresistible de dormir. El hostelero se acercó para felicitar a Rico por su música y preguntarle quiénes eran sus padres y adónde iba. Rico, cuyos ojos se cerraban de cansancio, contestó que no tenía padres y que no iba a ninguna parte. En vista de esto, el posadero trató de darle ánimos y le recomendó que se fuera a dormir sin inquietud hasta el día siguiente. Entonces volvería a casa de la señora Menoni, que le había recomendado; era una buena persona y tal vez podría conservarlo en su casa como criadito, en caso de que el niño músico no supiera a donde ir.

Mientras hablaba así, su mujer no dejaba de tirarle de la manga de su chaqueta, para indicarle que no continuase. El marido, que no comprendía ni remotamente el significado de todo aquello, no dejó de pronunciar su discurso hasta el final.

Los parroquianos habían empezado a hacer ruido y a reclamar una segunda edición de su canto, pero la patrona levantó la voz, diciendo:

—— No, no. Ya veremos si es posible el domingo próximo. Esta noche el pobre niño se está cayendo de sueño.

Y, tomando a Rico de la mano, lo llevó a una gran habitación del primer piso. En las paredes estaban colgados los arneses y las bridas de los caballos; en un rincón había un gran montón de trigo y en el otro una cama. Pocos instantes después, Rico se acostó en ésta y se durmió profundamente.

Más tarde, cuando por fin reinó el silencio en la casa, el hostelero fue a sentarse en la mesita en donde Rico había cenado. Su mujer, que estaba ocupada en poner orden en la sala, se detuvo ante él y le dijo con vehemencia:

— No tienes necesidad ninguna de mandarlo otra vez a casa de la señora Menotti; no sabes lo que me convendría tener a mi disposición un chiquillo como éste, porque podría ocuparlo en infinidad de cosas. ¿No has visto, también, cómo toca el violín? Ha puesto a todos los parroquianos fuera de sí mismos. Podríamos hacer de él un músico capaz de hundir a los otros tres del pueblo. Muy pronto aprenderá a tocar bailes; lo tendrás a tu disposición por nada en los días de baile y podrás alquilarlo a los demás, por si esto fuera poco. Créeme, no le dejemos marchar; es muy agradable y me conviene. Nos lo quedaremos.

— Creo que también me conviene — contestó su marido dándose cuenta de que la idea de su mujer era muy ventajosa.

VOCABULARIO

Ardor: Sensación de calor que se tiene en una parte del cuerpo.

Arnés: Correaje resistente que se ajusta al tronco y las piernas de una persona

Azur: En heráldica, color azul oscuro.

Brida: Conjunto formado por el freno, las riendas y las correas de un caballo u otra cabalgadura.

Imperturbable: Que no se altera, perturba o muestra emoción alguna ante una impresión o estímulo externo

Vehemencia: Que obra de forma irreflexiva y apasionada, dejándose llevar por los sentimientos o los impulsos.

Vides: Plural de la planta cuyo fruto es la uva.

Capítulo 14. Una nueva amistad que no perjudica a la antigua

Al día siguiente, muy temprano, la patrona estaba ya en pie en el umbral de la posada, examinando atentamente la calle para ver qué tiempo hacía y lo que podía haber pasado desde la víspera. Desde lejos divisó al criado de la señora Menotti que se dirigía hacia su casa. Aquel joven desempeñaba el doble papel de jefe y de criado en la hermosa y fértil propiedad de la dama; porque conocía perfectamente los trabajos del jardín y de los campos, que él dirigía exclusivamente. Era una posición agradable y ventajosa, por lo cual se le oía silbar durante todo el día.

En cuanto llegó al lado de la patrona, dejó de silbar y le dijo:

— Si no se ha marchado todavía el pequeño músico de ayer tarde, hay que mandarlo a casa de la señora Menotti, porque su niño quiere oírle tocar otra vez el violín.

— No hay inconveniente, si la señora Menotti no tiene demasiada prisa — contestó la mujer del posadero con los puños apoyados en las caderas, como para dar a entender que por su parte no se proponía darse ninguna —. En este momento el pequeño músico está durmiendo con toda su alma y me alegro mucho por él. Diga usted a la señora Menotti que se lo mandaré a una hora u otra, porque no se marcha, ya que me propongo conservarlo en mi casa. Dígale que es un pobre huerfanito que no sabe a dónde ir y ahora ya no carecerá de nada. — añadió acentuando sus últimas palabras.

El joven se marchó con esta respuesta.

La patrona dejó que Rico durmiese todo lo que quiso. Era una buena mujer; pero primero pensaba en sí misma y luego en los demás. Cuando, por fin, se despertó Rico de su largo sueño, había desaparecido su cansancio de la víspera, y, fresco y bien dispuesto, bajó la escalera. La mujer del posadero le hizo seña para que entrase en lo cocina y puso en la mesa y ante él un gran tazón de café con un hermoso pan dorado de maíz. Luego le dijo:

— Todos los días puedes tener lo mismo, si quieres, y aún más al mediodía y a la noche; porque, como es preciso guisar para los clientes, siempre queda algo. Te dedicarás a hacerme recados y tocarás el violín cuando sea necesario; a cambio de eso podrás comer con nosotros, dormir en una habitación para ti solo y ya no tendrás necesidad de ir errante por el mundo. Ahora, dime si estás conforme.

Rico, muy contento, le contestó:

— Sí, no tengo inconveniente.

Estas sencillas palabras formaban parte de las escasas que podía pronunciar en la lengua del país.

Sin pérdida de tiempo, la patrona le hizo visitar toda la casa, la granja y la cuadra. Lo llevó al huerto, al gallinero, y le explicó lo que había en cada lugar, así como el camino que era preciso tomar para ir a la abacería, a casa del zapatero y a la de otros personajes de importancia. Rico prestó la mayor atención a todo. Para ponerlo a prueba, la patrona lo mandó en seguida a buscar diversas cosas a tres o cuatro sitios diferentes: aceite, jabón, cordel, un zapato que habían arreglado y otros objetos. Había notado ya que Rico sabía decir en italiano muchas palabras sueltas.

El niño cumplió todos estos recados sin equivocarse. La patrona quedó muy contenta y al atardecer le dijo:

— Ahora puedes tomar tu violín para ir a casa de la señora Menotti y quedarte allí hasta que sea de noche.

Grande fue la alegría de Rico al pensar que iba a ver de nuevo el lago y las hermosas flores.

En cuanto llegó al lago, corrió hacia el puentecillo y en él se sentó un momento. El lago azul, las montañas iluminadas por el sol que se ponía, toda la belleza que había soñado, se, extendía de nuevo ante él. Habría querido quedarse allí y no marcharse nunca, pero sabía muy bien que tenía obligación de hacer lo que le mandase la patrona, ya que lo había recogido en su casa, y por esto continuó muy pronto su camino.

Apenas había entrado en el jardín, cuando el niño lo vio por la puerta abierta y le gritó:

— Ven a tocar otra vez.

La señora Menotti salió en seguida, y bondadosamente tomo a Rico de la mano, haciéndole entrar en la habitación. Era una estancia grande y muy alegre; por la anchurosa puerta abierta veíase el jardín y las flores. El lecho del enfermito estaba instalado, precisamente, enfrente de la puerta; pero el resto del mobiliario, sillas, mesas y aparadores no pertenecía a un dormitorio. Efectivamente, por la tarde transportaban la camita a la habitación vecina, en donde estaba también la de la madre. Pero, por la mañana el enfermito volvía a la hermosa y alegre habitación, en donde el sol, desde que salía, proyectaba una gran faja dorada sobre el suelo y alegraba el corazón del niño. Cerca de él había también un par de muletas, porque, de vez en cuando, la madre sacaba al niño de su cama y le ayudaba a dar dos o tres vueltas a la habitación apoyado en sus muletas. No podía andar ni permanecer en pie; sus pobres piernecillas estaban paralizadas por completo y nunca había podido usarlas.

En cuanto Rico apareció en el umbral, el niño se levantó con ayuda de una cuerda colgada del techo y por encima de la cama, porque no podía sentarse por sus propias fuerzas. Rico avanzó y, silenciosamente, miró al niño. Tenía los brazos muy flacos, los dedos muy afilados y un rostro tan pequeño que jamás Rico había visto otro semejante en un niño de aquella edad. Sus dos ojos grises, de intensa mirada, examinaban a Rico con la mayor atención, porque el niño, siempre rodeado de los mismos objetos y de las mismas personas, apetecía algo nuevo y examinaba con curiosidad todo lo que atravesaba su solitario camino.

— ¿Cómo te llamas? — preguntó en seguida el enfermo.

—Rico.

— Y yo Silvio. ¿Cuántos años tienes?

— Pronto cumpliré once.

— Yo también.

— ¿Qué dices, Silvio? — exclamó entonces la madre—. Todavía no tienes cuatro años. El tiempo no marcha tan deprisa.

— Toca alguna cosa — le pidió entonces el pequeño Silvio.

La madre ocupó su lugar acostumbrado, junto al lecho.

Rico retrocedió unos pasos y empezó a tocar el violín. Silvio no tenía nunca bastante, porque en cuanto Rico había terminado una pieza, su vocecilla gritaba en seguida:

— ¡Toca más!

Cuando Rico hubo repetido, por lo menos seis veces, cada canción, la madre se levantó, fue en busca de un plato lleno de hermosos racimos de uva dorada, hizo sentar al pequeño músico al lado de la cama y le invitó a descansar y a comer uva con Silvio. Ella misma aprovechó aquellos momentos para salir un poco al jardín y ocuparse en sus quehaceres. Aquella ocasión fue sumamente agradable para ella, que muy raras veces podía abandonar al enfermo, porque en cuanto se disponía a alejarse, el niño se echaba a llorar y gritar para conservarla a su lado.

Mientras tanto, los dos niños se entendían muy bien. Rico sabía bastante italiano para contestar a las preguntas de Silvio, y cuando no encontraba la palabra exacta lograba, a pesar de todo, darse a entender. Tal género de conversación divertía mucho a Silvio. Así, pues, la madre pudo examinar a su gusto los arriates, la viña y las hermosas higueras en el campo inmediato, sin que Silvio pensara siquiera en llamarla.

Pero cuando entró, el crepúsculo y Rico se levantó para marcharse, Silvio armo un verdadero escándalo, y se agarró con las dos manos a la chaqueta de su nuevo amigo, sin querer soltarlo, hasta que éste le hubo prometido volver al siguiente día y todos los demás.

La señora Menotti era una mujer discreta y prudente; había comprendido muy bien la respuesta de la patrona de la posada y por esto trató de calmar a Silvio, prometiéndole ir en breve al «Sol de Oro» para hablar Con la patrona, toda vez que Rico no podía decidir nada por sí mismo y tenía que obedecer.

Por fin, el enfermo soltó su presa y tendió la mano a Rico, que se alejó muy a disgusto. Habría preferido quedarse en aquella casa en donde nadie hacía ruido y todo era agradable a los ojos, y en donde Silvio y su madre eran tan buenos para él. Unos días después, la señora Menotti, muy bien vestida, apareció en la puerta del «Sol de Oro». La patrona acudió a su encuentro y la llevó a la sala del primer piso. Entonces la señora Menotti rogó muy cortésmente a la esposa del posadero que, si ello no le molestaba, le cediese a Rico algunas veces por las tardes, porque sabía entretener tan bien a su niño, que ella no tendría inconveniente en reconocer tal servicio en la forma que la hostelera juzgase más conveniente.

Ésta se sintió lisonjeada de que una persona tan importante como la señora Menotti fuese a pedirle un favor. Por esta razón se convino en seguida que Rico, todas las tardes que estuviese libre, iría a visitar al enfermito y que, a cambio de eso, la señora Menotti se encargaría de vestirle.

Tal arreglo satisfacía por completo a la patrona; de este modo no tendría que gastar ni un céntimo a favor de Rico, quien, por el contrario, solamente le daría beneficios. Así, pues, las dos mujeres se separaron muy satisfechas una de otra.

De este modo transcurrían los días para Rico. Al cabo de poco tiempo, hablaba el italiano como si siempre lo hubiera sabido. Efectivamente, en otro tiempo lo supo, de modo que recordaba las palabras sin grandes esfuerzos; y como tenía buen oído, en poco tiempo llegó a hablar como un verdadero italiano, con grande estupefacción de todos. Para la patrona de la posada llegó a ser mucho más útil de lo que se había imaginado. Cumplía sus deberes con más orden y exactitud que ella misma, pues la buena mujer no era paciente por naturaleza. Por consiguiente, cuando se trataba de hacer preparativos para una fiesta, por ejemplo, una boda, siempre los encargaba a Rico, porque éste tenía muy buen gusto y se complacía en ponerlos en práctica.

Cuando le mandaba hacer algún recado, siempre estaba de regreso mucho más pronto de lo que ella había calculado, porque no perdía el tiempo en charlar. Si alguien le quería hacer hablar, le volvía la espalda y se marchaba enseguida. Esto gustó especialmente a la patrona y le inspiró tal respeto por el muchacho, que hasta ella misma se abstuvo de interrogarle. De este modo, nadie supo exactamente cómo había llegado Rico a Peschiera; en cambio, poco a poco circuló con respecto a él una historia, creída por todos. Decían que era un huérfano abandonado y que, por haber sido maltratado allá arriba, en las montañas, él emprendió la fuga. Durante su largo viaje, corrió innumerables peligros, hasta que, por fin, llegó a Peschiera, en donde la gente no era tan ordinaria como en la montaña y en donde el niño lo pasaba muy bien. Y cuando la patrona refería esta historia, nunca dejaba de añadir:

— Por otra parte, es un niño que merece ser feliz y haber encontrado un refugio en nuestra casa.

En el primer domingo de baile llegó tanta gente a la posada del «Sol de Oro» que los dueños no sabían dónde meterla. Todos querían ver al pequeño músico extranjero; y los que le habían oído ya en la primera noche, eran los que mayor interés demostraban por él, porque se proponían hacerle empezar por su canción de Peschiera. La patrona iba de un lado a otro, para atender a sus numerosas ocupaciones y estaba radiante como la muestra del «Sol de Oro». Y cada vez que encontraba a su marido, no dejaba de decirle en tono triunfal:

— ¿Eh? ¿Qué te dije yo?

Rico escuchó, al principio, un bailable a los tres músicos habituales, y su oído y sus dedos se apoderaban tan pronto de las melodías que, en seguida, pudo unirse a los demás violines. Y tan bien marchó todo, que al terminar la velada, cuando se interrumpió la danza, Rico ya sabía de memoria y para siempre todos los bailes que había oído y que él mismo había tocado.

Para terminar volvieron a pedirle la canción de Peschiera, y Rico la acompañó en el violín. Los parroquianos, que habían hecho bastante ruido durante la velada, acabaron de inflamarse al oír la pieza nacional y Rico se dijo muchas veces para sí:

— Me parece que van a arrojarse unos contra otros y a matarse mutuamente.

Pero no era así, porque todos se sentían animados por los mejores sentimientos. Él mismo recibió las demostraciones más ruidosas de su aprobación. Tanto ruido llegaba a hacerle daño en los oídos y Rico no tenía más deseo que el de que todo aquello terminase pronto, porque nada le era más antipático que el barullo.

Aquella noche, la patrona dijo a su marido:

— ¿Has visto? En la próxima ocasión no tendremos necesidad de contratar más que dos violines.

El posadero, muy satisfecho, añadió:

— Habrá que dar alguna cosa a ese niño.

Dos días después hubo un baile en Desenzano, y Rico fue mandado con los demás músicos, porque sus amos podían ya alquilarlo a otros. Renováronse allí el tumulto y los gritos y aunque no cantaron la canción de Peschiera, los parroquianos encontraron otra ocasión para hacer ruido, de manera que Rico sentía también el deseo de que todo aquello terminase pronto.

Volvió a la casa con el bolsillo lleno de dinero y lo vació en la mesa sin contar, pues sabía que todo pertenecía a la patrona. Ésta le dirigió muchas alabanzas y le sirvió un buen trozo de pastel de manzana.

El domingo siguiente hubo baile en Riva y aquella vez Rico se alegró, porque el pueblo en cuestión estaba situado en el extremo opuesto del lago y desde lejos veía sus casas brillar al fondo de la bahía, radiante de sol.

Los músicos se encaminaron allá por la tarde, en una barca. Y mientras navegaba suavemente sobre las aguas esplendorosas y bajo un hermoso cielo azul, Rico pensaba:

— ¡Si pudiese ir así en barca y en compañía de Stineli! ¡Cómo se maravillaría al ver el lago en que jamás quiso creer!

En Riva reinó pronto el ruido habitual y apenas hubo llegado cuando Rico sintió el deseo de marcharse. Le parecía mucho más hermoso ver a Riva desde lejos, en la tranquila luz del sol poniente, que estar allí en medio de todo aquel escándalo.

Cuando no había baile, Rico podía ir por las tardes a casa del pequeño Silvio, con permiso para quedarse allí largo rato, ya que la patrona tenía empeño en mostrarse servicial con respecto a la señora Menotti. Aquellas tardes eran las más hermosas para Rico. Cuando pasaba por las orillas del lago, jamás dejaba de ir hasta el puentecito de piedra, a fin de sentarse un instante. Era el único lugar en que le parecía estar en su casa, pues allí encontraba el recuerdo más preciso del tiempo en que vivía con su madre. Tenía delante de los ojos las cosas que viera entonces y muy claramente se le aparecía la imagen de su madre. Volvía a verla a orillas del lago, ocupada en lavar algún objeto; de vez en cuando ella lo miraba y le dirigía algunas palabras cariñosas; en cuanto a él, estaba sentado en aquel mismo lugar a donde iba siempre. ¡Cuánto se acordaba, y con qué precisión, de todo aquello! Por esto le costaba mucho alejarse de allí. Pero sabía que Silvio acechaba su llegada y desde que entraba en el jardín y en la casa tan limpia y apacible, Rico volvía a encontrar su tranquilidad espiritual. La señora Menotti tenía un modo especial de demostrarle su interés como nadie más lo hacía, y él lo comprendía muy bien. La buena mujer sentía una gran compasión por «el pobre huérfano abandonado», como lo llamaba siempre, desde que oyera referir la historia de su fuga de la montaña. Jamás le hacía preguntas acerca de su pasada vida, temerosa de recordarle cosas tristes. Se daba cuenta también de que Rico carecía de la solicitud necesaria para un niño de su edad y de un carácter tan reservado, pero ella misma no podía hacer nada más que retenerlo a su lado durante tanto tiempo como permitía la dueña de la posada. Con frecuencia le pasaba la mano por los cabellos y con acento de compasión decía:

— ¡Pobre huerfanito!

En cuanto al pequeño Silvio, cada día le era Rico más indispensable. Desde que amanecía empezaba a reclamar su presencia, y los días en que sus dolores eran muy fuertes, gritaba y se quejaba incesantemente, de modo que su madre no lograba calmarle hasta que llegaba Rico. Desde que éste hablaba corrientemente el italiano, Silvio descubrió en él una nueva fuente inagotable de diversión y de distracciones: era las historias y los cuentos que sabía referir. Una vez, Rico habló a Silvio de Stineli; y, mientras hablaba, su corazón se esponjaba de tal modo y puso en su relato tanta vivacidad y tanto entusiasmo, que el niño apenas parecía el mismo. Tenía que contar mil cosas de la vida de Stineli: de qué modo una vez llegó a tiempo para coger a Sami por la pierna, en el momento en que iba a caer al pozo y los dos se pusieron a gritar con toda su fuerza, hasta que llegó el padre, sin darse prisa, pues se figuraba que los niños gritan siempre por naturaleza y sin necesidad. Luego le contó que Stineli recortaba muñecos para Peterli y que hacía para Urschli utensilios y muebles con todos los materiales imaginables, como paño, tela, musgo y briznas de paja. También le refería que los niños gritaban para tener a Stineli a su lado cuando estaban enfermos, porque ella sabía divertirles tan bien que llegaban a olvidar sus males. Luego Rico refería sus largas caminatas con Stineli y lo hermoso que estaba el tiempo en aquellos días. Sus ojos brillaban entonces de tal manera y sus palabras eran tan animadas, que Silvio se contagiaba y quería oír siempre más cosas. Y cuando Rico se detenía, Silvio exclamaba en seguida:

— ¡Cuéntame alguna cosa más de Stineli!

La excitación del enfermito llegó al paroxismo una tarde en que Rico, levantándose para marcharse, anunció que no podría volver durante los dos días siguientes, pues el segundo era domingo. Silvio llamó a su madre con gritos tan fuertes como si hubiese fuego en la casa. La señora Menotti, muy asustada, penetró en la habitación en que Silvio gritaba sin parar:

— Es preciso que Rico no vuelva más a la posada. Ha de quedarse aquí. Ha de quedarse aquí siempre. No hay más remedio.

— Ya me gustaría — contestó Rico —, pero debo volver allá.

La señora Menotti estaba muy apurada. Conocía perfectamente los beneficios que Rico proporcionaba al posadero y a su mujer, y comprendía muy bien que éstos no lo cederían a ningún precio. Por esto se esforzó en calmar a Silvio y, atrayendo a Rico, le dijo compadecida:

— ¡Pobre huerfanito!

— ¿Qué es eso de huerfanito? — exclamó Silvio, encolerizado—. Yo también quiero ser huerfanito.

Al oír estas palabras, la señora Menotti perdió la tranquilidad.

— Lo que acabas de decir, Silvio, es una blasfemia. ¿Acaso no sabes que un huérfano es un pobre niño que no tiene padre ni madre y que en ninguna parte del mundo está en su casa?

Rico fijaba en ella sus ojos oscuros, que parecían más negros que de costumbre; pero ella no lo notó, porque al dar tal explicación a Silvio no pensó siquiera en Rico. Éste, sin hacer ruido, se deslizó hasta la puerta y desapareció. La señora Menotti se figuró que había salido con tanto silencio para no renovar la escena que acababa de tener lugar con Silvio y se lo agradeció. Sentóse junto al lecho del niño y continuó diciendo:

— Escucha, Silvio, voy a explicarte una cosa, para que nunca más te portes como hoy. Mira, no es posible, como te figuras, quitar a los demás los niños que les pertenecen. Si yo quitase a Rico al posadero, él podría venir a quitarme a Silvio; entonces no volverías a ver nunca el jardín y las flores y tendrías que dormir solo en la habitación en que se guardan los arneses y a donde no le gusta ir a Rico. Él te lo ha referido con frecuencia, ¿no es verdad? ¿Qué harías tú entonces?

— Volvería a casa — contestó Silvio sin vacilar. Luego se calló y, sin resistirse, apoyó la cabeza en la almohada.

Una vez hubo salido del jardín, Rico se dirigió a la orilla del lago. Sentóse en su sitio favorito, apoyó la cabeza en las dos manos y, desolado, repitió:

— Mamá, ahora ya sé que no hay sobre la tierra un lugar que sea nuestra casa, ni un solo lugar.

y allí permaneció sumido en profunda tristeza, mientras se hacía la noche a su alrededor. Le hubiera gustado no volver a levantarse. Mas, a pesar de eso, fue preciso volver a la posada y meterse en su dormitorio.

VOCABULARIO

Apacible: Que está libre de brusquedad y violencia y por ello resulta agradable o tranquilo.

Arriate: Franja de tierra, generalmente acotada, de forma alargada y situada junto a la pared de un jardín o patio, donde se cultivan flores y plantas de adorno.

Blasfemia: Palabra o expresión injuriosa que se dice contra Dios o las cosas sagradas.

Crepúsculo: Claridad de la luz al salir o ponerse el sol, especialmente la del anochecer.

Fuga: Escapada, huida.

Lecho: Cama, mueble donde las personas duermen o descansan.

Lisonja: Alabanza exagerada y generalmente interesada que se hace a una persona para conseguir un favor o ganar su voluntad.

Quehacer: Ocupación, trabajo o faena que se está realizando o que se debe desempeñar.

Vacilar: Estar indeciso o titubeante, sin decidirse a hacer o decir algo o sin escoger entre varias cosas.

Capítulo 15. Cuando Silvio desea algo es con insistencia

El pequeño Silvio, tranquilizado en apariencia, no había olvidado, sin embargo, la causa de su agitación. Desde la mañana siguiente, acordándose de que Rico no podría volver durante dos días enteros, volvió a gritar malhumorado:

— ¡Rico no vendrá! ¡Rico no vendrá!

Y así continuó, haciendo algunas cortas pausas, hasta la tarde. Al día siguiente, desde que se despertó, reanudó su queja. Pero, al tercer día, le había agotado de tal modo semejante ejercicio, que era como un montoncito de paja al que puede incendiar la menor chispa.

Ríco reapareció por la tarde, lleno de repugnancia por las salas de baile donde debía tocar. Desde que sabía que en ninguna parte estaba «en su casa», recordaba más aún a Stineli, diciéndose:

— En todo el mundo, solamente Stineli se preocupa de mí y a nadie más que a ella pertenezco.

Entonces se apoderó de él un deseo intenso de volver a ver a Stineli. Y apenas estuvo sentado al lado de Silvio, le dijo:

— Mira, Silvio, tan sólo se está bien al lado de Stineli, en ninguna parte más.

En un abrir y cerrar de ojos, el enfermito se incorporó en su cama y se echó a gritar con todas sus fuerzas:

— ¡Mamá! ¡Quiero tener a Stineli! Es preciso que Stineli venga. ¡Sólo se está bien al lado de Stineli, en ninguna parte más!

La madre se había acercado la cama; y como frecuentemente pudo escuchar con placer los relatos de Rico acerca de Stineli y de sus hermanitos y hermanitas, comprendió en seguida de qué se trataba y contestó:

— ¡Sí, sí, me convendría mucho tener una Stineli en casa! ¡Ya lo creo!

Pero esta vaga conformidad a sus deseos no fue suficiente para contentar, a Silvio, lleno de entusiasmo por su proyecto.

— Pues puedes tenerla en seguida — contestó muy alegre —. Rico sabe dónde está e irá a buscarla. Yo quiero tener a Stineli todos los días y para siempre. Es preciso que Rico vaya a buscarla mañana mismo. Él sabe dónde está.

En vista de que Silvio tomaba el asunto en serio y que ya combinaba su ejecución, la madre se esforzó en distraerlo y en sugerirle alguna otra idea. Con frecuencia había oído la historia de los increíbles peligros que, según se decía, Rico corriera en su viaje y de los cuales tan sólo por un milagro extraordinario logró escapar. Desde entonces se creía en Peschiera que en los altos valles habitaba una población extraordinariamente salvaje. Por esto, la señora Menotti se figuraba que no encontraría a nadie que pudiese ir en busca de Stineli. Menos aún podría permitir que un muchacho delicado como Rico emprendiese semejante expedición, en la que corría el riesgo de perecer miserablemente. Si tal cosa ocurría, la responsabilidad recaería sobre ella y no quería añadir esta nueva preocupación a las que ya tenía.

Explicó a Silvio la imposibilidad de aquel deseo; le habló de los horribles accidentes y de la gente malvada que podría hacer perecer a Rico durante el viaje. Pero toda su elocuencia fue inútil porque jamás el pequeño Silvio se había metido una idea en la cabeza con mayor insistencia. A pesar de los razonamientos de su madre y los esfuerzos que hizo para convencerle, en cuanto se calló, Silvio volvió a exclamar:

— Es preciso que Rico vaya a buscarla. Él sabe dónde está.

— Y aunque Rico lo sepa — exclamó la madre —, ¿te figuras que iría a tentar a Dios arrojándose por sí mismo a tantos peligros, mientras aquí tiene todo lo que le hace falta sin necesidad de volver entre aquella gente malvada?

Silvio miró a Rico y le preguntó:

— ¿No es verdad, Rico, que quieres ir a buscar a Stineli?

— Sí que lo quiero — contestó el muchacho sin vacilar.

— ¡Misericordia! — exclamó la madre, consternada—. ¡También Rico empieza a desvariar! La verdad es que no sé qué hacer. Mira, Rico, coge el violín y toca y canta un poco. Tengo que irme al jardín.

Y la señora Menotti se refugió a toda prisa bajo las higueras, esperando que Silvio olvidaría su capricho cuando ya no pudiera insistir cerca de su madre.

Pero los dos excelentes amigos, en vez de divertirse con la música, se animaron cada vez más y a porfía imaginaban todos los medios posibles para ir en busca de Stineli, combinando, por anticipado, todo lo que se podría hacer una vez ella estuviese en su compañía. Rico llegó a olvidar la hora de retirarse, aunque ya se había hecho de noche. En cuanto a la señora Menotti, no se había dejado ver, esperando que Silvio acabase por dormirse. Por fin se decidió a entrar de nuevo en la estancia y Rico se levantó en seguida para marcharse. Pero la madre tuvo que sostener todavía una penosa lucha con Silvio; éste se negaba a cerrar los ojos en tanto que su madre no le prometiera mandar a Rico en busca de Stineli. Y como la buena mujer no podía prometerle nada parecido, Silvio se negó a tranquilizarse hasta que ella le dijo por fin:

— Ahora sé juicioso y mañana por la mañana lo arreglaremos todo.

Esperaba que aquel capricho le pasaría, como tantos otros, durante la noche, y que, al despertar, estaría ya animado por una nueva idea.

Efectivamente, Silvio se calló y se durmió. Pero su madre no había contado con la huéspeda. Apenas abrió los ojos al día siguiente por la mañana, cuando el niño le gritó desde su camita:

— ¿Está ya todo arreglado, mamá?

Como no era posible contestar afirmativamente, Silvio se puso en un estado tal que su madre no recordaba haberlo visto nunca como entonces. La tempestad duró hasta la tarde, y al día siguiente se reanudó como en la víspera.

Nunca Silvio había demostrado tal insistencia en la expresión de un deseo. Mientras gritó y se enfadó, su madre soportó la tempestad; pero muy pronto llegaron las horas de los grandes sufrimientos, durante los cuales Silvio gemía sin interrupción y con voz quejumbrosa repetía:

— ¡Tan sólo se está bien al lado de Stineli!

Estas palabras destrozaban el corazón de la madre, quien se reprochaba por negar al niño enfermo lo que, tal vez, pudiese causarle algún bien. Pero ¿cómo procurarle aquel placer? ¿Acaso no había oído al mismo Rico decirle, cuando le preguntó si conocía el camino para ir en busca de Stineli, que lo ignoraba, pero que, sin embargo, lo encontraría?

De día en día confiaba en que alguna circunstancia inesperada sugiriese a Silvio un deseo más realizable; porque hasta entonces nunca había dejado de rechazar al día siguiente lo que exigiera en la víspera. Pero ahora era muy distinto, y no sin causa. Los relatos de Rico habían obrado sobre la extremada sensibilidad del enfermito, haciendo nacer en él la firme convicción de que ya no sufriría si tuviese a Stineli a su lado. De modo que Silvio, en vez de olvidar el asunto, lo reclamaba cada día con mayor tristeza; y su madre se desesperaba sin saber a quién pediría ayuda y consejo en una circunstancia tan difícil. 

VOCABULARIO

Desvariar: Decir o hacer disparates o cosas insensatas o carentes de sentido común.

Elocuencia: Facultad de hablar bien con fluidez, propiedad y de manera efectiva para convencer a quien escucha.

Perecer: Dejar de existir o llegar a su fin.

Porfía: Insistencia obstinada en hacer o lograr una cosa.

Quejumbroso: Que expresa queja.

Repugnancia: Sensación física de desagrado

Vago: Sin firmeza ni consistencia, o con riesgo de caerse, o sin apoyo en que estribar y mantenerse.

ILUSTRACIONES

Lago Garda

Sermione en el Lago Garda

Peschiera


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