Genoveva de Brabante

Christoph von Schmid

Capítulos 11 al 15

De repente, vio venir hacia ella un lobo de aspecto terrible, que llevaba una oveja en la boca.

Capítulo 11

Un lobo viste a Genoveva

De este modo, entre placeres inocentes y puros, pasaron Genoveva y Desdichado la primavera y el verano. Luego llegó el otoño, en cuya estación el sol, además de tener mucho menos calor en sus rayos, sale más tarde y se pone más temprano. El límpido azul del firmamento veíase durante semanas enteras cubierto por nubes sombrías y negruzcas y la tierra quedóse casi estéril por completo.

Ya no se oían en el valle los trinos de las aves, pues la mayoría de ellas habían emigrado al acercarse el invierno. En lo que a las flores se refiere, la mayor parte de ellas habían desaparecido, y las que quedaban hallábanse marchitas y secas. El follaje de los árboles, sin jugo y amarillento, colgaba flojamente de las ramas, y el que no se desprendía por sí solo, era arrebatado por el espantoso viento que mugía en la selva.

En ocasiones, Genoveva, con el corazón angustiado por la proximidad del invierno, sentábase en silencio a la entrada de la gruta, contemplando desde allí, con los ojos inundados de llanto, la destrucción que se efectuaba en el valle. En cuanto a Desdichado, no tardó mucho en decir a su madre:

—Mamá; ¿es que ya no nos quiere el buen Dios, puesto que deja marchitarse todas las flores y que se sequen los árboles y las plantas? ¿Querrá ahora abandonarnos, Él, que era tan bueno, y nos miraba con ojos tan cariñosos?

—No, hijo mío; mientras seamos buenos y piadosos. Dios no nos abandonará y nos querrá siempre; pero ten en cuenta que todo cambia y es perecedero sobre la tierra. Lo único que es inmutable y eterno es el amor que Dios siente por nosotras. Lo que sucede ahora es que llega el invierno; pero cada año, al invierno sucede la primavera, en cuya estación todo reverdece y vuelve a ponerse como el año anterior.

A pesar de todo, el niño contemplaba con aire triste e inquieto la devastación que se efectuaba en el vallecito, y repuso:

—Será como dices, mamá; pero yo temo que se acabe el mundo.

—Está tranquilo —respondió Genoveva, con una sonrisa—, pues todos los años ocurre lo mismo, y una estación sucede a otra. Por consiguiente, al ver acercarse el invierno, alégrate pensando en la primavera.

La mayor parte del otoño la empleó Genoveva en recolectar los manguitos y peras silvestres, escaramujos y endrinas, avellanas, y, en resumen, todos aquellos frutos de que podía sacar algún provecho o le servían para alimentarse, ayudándole continuamente Desdichado en esta faena.

Pero la forma en que había de arreglarse para proporcionarse vestido para el invierno, preocupábala aún más que el alimento, pues ya estaba completamente inservible el único vestido que poseía y que llevaba sobre su cuerpo desde hacía ya algunos años. Un día, hallábase sentada en la puerta de la gruta, con los ojos inundados de llanto, y procurando adherir unos a otros los jirones de su vestido, para lo que se servía de hebras resistentes de vegetales y aguijones de espinos; mas, a pesar de todos sus afanes, no podía lograr su objeto. Lanzó un profundo suspiro y exclamó, hablando consigo misma:

—¡Cuánto daría yo ahora por tener una aguja y algunas hebras de hilo! ¡Qué poco aprecio hacen de los beneficios que disfrutan los que viven entre los hombres!

Desdichado, que contemplaba el profundo pesar de su madre y la inutilidad de sus afanes, le dijo:

—Mamá, ¿te acuerdas de lo que me dijiste cuando se le caían los pelos a nuestra cierva? Pues me dijiste que Dios daba dos vestidos cada año al animalito: uno rojo y ligero para el verano, y otro gris y de más abrigo para el invierno. En consecuencia, no debes afligirte, pues seguramente Dios te proporcionará un vestido de bastante abrigo para el invierno, a no ser que pienses que te ama menos que a nuestra cierva.

—Tienes mucha razón, hijo mío —repuso Genoveva, con una sonrisa y abrazándolo—, Dios cuidará de nosotros. Él, que viste a los animales y a las flores, sabrá también cómo ha de vestirme.

A los dos días de este diálogo, Genoveva encargó a Desdichado que no se alejase de la gruta, y tomando un fuerte garrote y una calabaza con leche que se colgó al costado, internóse en el bosque, con objeto de dar una vuelta por él y buscar, aun entre los árboles, algunos frutos que añadir a sus provisiones. Cuando hubo llegado a la falda de un monte, a cuya cima se proponía ascender, sentóse para tomar algún descanso y confortarse con unos tragos de leche.

De repente, vio venir hacia ella un lobo de aspecto terrible, que llevaba una oveja en la boca. Detúvose la fiera al ver a Genoveva, y se quedó contemplándola con miradas chispeantes. La desventurada púsose a temblar con todo su cuerpo, llena de terror. Mas, serenándose de pronto, y revistiéndose de una sangre fría verdaderamente extraordinaria, empuñó el garrote que llevaba consigo y, lanzándose hacia el lobo, le descargó sobre la cabeza un terrible garrotazo para librar de sus dientes a la pobre oveja. El feroz animal abandonó acto seguido su presa, y precipitóse rodando por la montaña abajo, lanzando espantosos aullidos.

Inmediatamente, Genoveva arrodillóse junto a la oveja, y vertiéndole en la boca algunas gotas de leche, trató de volverla a la vida. Mas todo fue inútil, pues el pobre animal estaba, ya muerto.

A la vista de tan triste espectáculo, conmovióse profundamente el corazón de Genoveva, la cual exclamó:

—¡Pobre animalito! Tú también has sido arrancado de los fértiles campos en que mi castillo se levantaba. ¡Cuánto tiempo hace que no los he visto ni he tenido noticia alguna de ellos! ¡Quién sabe si tú serás de mis mismos ganados o de los de mi esposo! ¡Dios mío! —Gritó de repente—. Sí, estoy segura; lleva nuestra marca. ¡Ah! Si vivieras y entendieses el lenguaje humano, ¡cómo te colmaría de preguntas! ¿Ha regresado mi esposo de la guerra? ¿Se acuerda aún de su Genoveva? ¿Sabe ya que soy inocente o permanece indignado contra mí? ¡Ay! Él vive rodeado de abundancia, y esplendor, mientras yo sucumbo aquí lentamente entre la pereza y el hambre.

Luego, reanimándose algún tanto, se hizo las reflexiones que siguen:

—Indudablemente, no debo hallarme lejos de mi amada patria, pues, a no ser así, no se comprendería cómo ha venido a parar aquí este animal.

¿Qué ocurriría si yo volviese a ella llevando a mi hijo conmigo? —y al surgir repentinamente en su corazón el tierno sentimiento de su país, las lágrimas inundaron su rostro; mas, después de meditar en silencio algunos instantes, prosiguió:— Bien pensado, yo no debo abandonar jamás estos parajes, pues me obliga a ello un juramento solemne, que no me es dado quebrantar. Sé que, en todo caso, podría argüir que ese juramento me fue arrancado por el miedo a la muerte; mas, a pesar de todo, el violarlo sería una injusticia, pues acaso mi audaz intento costaría la vida a los dos hombres generosos que me la perdonaron a mí. No, de ningún modo. Aquí permaneceré mientras Dios no disponga otra cosa; pues si algún día le place que yo abandone estos sitios, sabrá encaminar a ellos a algún hombre de corazón compasivo. Es preferible sufrir resignadamente los más grandes infortunios, a que la conciencia nos remuerda por una acción culpable.

Una vez adoptada esta generosa resolución, púsose a buscar en las márgenes del arroyo una piedra bien afilada, y cuando la hubo encontrado, valióse de ella como de un cuchillo para despojar a la oveja de su grande y lanuda piel. Lavóla después en la límpida corriente, para, limpiarla del barro y la sangre que tenía, y luego de haberla secado al sol, envolvióse en ella y, como ya avanzaba la tarde, regresó al vallecito en que estaba situada la cueva, en la que le aguardaba Desdichado, que, al divisarla desde muy lejos, salió a su encuentro corriendo y diciéndole a gritos:

—Mamá, ¿estás ya de vuelta? ¿Dónde has estado tanto tiempo? No sabes con qué cuidado me tenías —y al decir estas palabras, detúvose sobrecogido de asombro.

La débil luz del crepúsculo, por una parte, y por otra la piel de la oveja en que su madre se envolvía, impidiéronle reconocerla. Disponíase a retroceder y guarecerse en la cueva, cuando le detuvo la cariñosa voz de Genoveva, que le dijo:

—Nada temas, hijo mío; soy yo.

—¡Alabado sea Dios! ¿Eres tú realmente? ¡Qué alegría! Más, ¿qué es esto que traes? ¿Dónde has encontrado ese vestido? ¿Ves? Ya estás vestida como yo.

—Es un regalo que Dios me ha hecho —dijo Genoveva.

—¿Ves cómo ha sucedido lo que yo te decía? Dios te ha dado un vestido nuevo para el invierno —añadió Desdichado, loco de contento, y palpando la zalea, prosiguió—: ¡Qué lana tan blanca y tan suave! Estos vellones se parecen a las nubecillas que nos anuncian la primavera. Bien se conoce que esto es un don celestial.

Hablando de este modo, penetraron los dos en la cueva. En seguida dio Desdichado a su madre una calabaza llena de leche y un cestito con frutas. Cuando hubo recobrado sus fuerzas, Genoveva le contó todo lo sucedido y cómo había llegado a sus manos la piel de la oveja.

De nuevo encerró en la gruta el riguroso invierno a Genoveva y a su hijo, y sólo en los días templados, tan escasos en esa estación, podían salir a dar una vuelta por el valle. En estos días, decía Genoveva al niño:

—Mira, hijo mío, cómo la inagotable bondad de Dios se nos muestra aun en el invierno. ¡Cuán bello y limpio está todo a nuestro alrededor! Los árboles y las plantas están ahora más lustrosos, como si comenzaran a florecer. Mira cómo brilla la nieve, lanzando chispas blancas, verdes y rojas, al ser herida por los rayos del sol. A pesar de que los árboles están desnudos de hojas, los abetos ostentan su eterna verdura, bajo la cual se guarecen los animales del bosque; y, para que los pajaritos no perezcan de hambre, los enebros bríndanles, aun en el invierno, sus tiernos y azules frutos. Tampoco se hiela nuestro manantial, para que los animales puedan beber en él y alimentarse con la hierba que crece en las orillas. Ve ahí cómo Dios, aun en la estación más rigurosa, se muestra pródigo y generoso con sus criaturas.

Cuando el frío arreciaba y el huracán rugía en la selva, Desdichado esparcía a la entrada de la gruta semillas y heno, y allí acudían los pájaros, los cervatillos y las liebres, familiarizándose con él hasta el punto de picar el grano y comer el heno en sus propias manos y juguetear triscando con él por el vallecito.

Genoveva y Desdichado pasaron el invierno entregados a estos inocentes goces. Sin embargo, Genoveva no carecía de pesadumbres; pero Desdichado, apenas se acostaba, quedábase dormido, pasando toda la noche en un sueño, al contrario de su madre, que pasaba desvelada en la gruta la mayor parte de aquellas horas interminables, lanzando profundos suspiros, y diciendo con frecuencia:

—¡Cuánta sería mi alegría si tuviera al menos una lamparilla para alumbrarme en este sombrío refugio! ¡Qué agradables pasarían para mí las horas si tuviera un libro, un huso y cáñamo! La más humilde sirvienta, la pastora más miserable del condado, no carecen de ello y son más dichosas que yo en este instante. Formando corro en torno al caliente hogar, siéntanse a la luz de la lámpara, y pasan la velada en amenas conversaciones.

Mas, luego, reanimándose, decía:

—Sin embargo, y aunque estoy alejada de los hombres, Dios no me abandona, y puedo conversar con Él en estas tristes noches invernales, lo que es para mí el mayor consuelo, pues, sin esto, ya me habría muerto de pena. Sea cual fuere la condición en que vivimos, Dios tiene siempre, para quien en Él confía, los consuelos más agradables.

...de igual modo dejaré mi cuerpo, caduco y mortal, y que se consumirá, como el vestido viejo de que te he hablado. La parte más pura de nuestro ser, el alma, volará al infinito, y en la eternidad tendrá, otro cuerpo más hermoso y espléndido que el que ahora poseo.

Capítulo 12

Genoveva enferma

De igual modo que habían pasado hasta entonces, Genoveva y Desdichado, los veranos e inviernos transcurridos, pasaron algunos otros, hasta siete, en aquel vallecito. No había sido el invierno extremadamente riguroso en los años precedentes; pero, el que hizo siete que vivían en aquellas soledades, fue para ellos espantoso. La montaña y el valle se hallaban cubiertos por una enorme cantidad de nieve, bajo cuyo peso desgajábanse las ramas más vigorosas de las hayas y de las encinas. El frío era casi inaguantable.

A pesar de todos los esfuerzos realizados por Genoveva para resguardar la entrada de la gruta de los furiosos ímpetus del viento, éste barría hacia el interior grandes montones de nieve, mojándolo todo, hasta el musgo que les servía de lecho, que estaba empapado de humedad. La escarcha cubría con su terrible blancura las ramas de los abetos que defendían la entrada de la cueva, y en el interior, las paredes se hallaban erizadas de hielo. El espantoso frío que sentíase en la pobre morada, mitigábase muy escasamente con el calor natural de la cueva. De noche, en el exterior, resonaban constantemente los ladridos de las zorras y los terribles aullidos de los lobos. El frío impedía a Genoveva quedarse dormida; a pesar de todo, Desdichado, como criado desde los primeros años de su niñez en una vida muy dura, y alimentado con groseros manjares, resistía bien todos los rigores y su salud era perfecta. Pero Genoveva, criada, por lo contrario, con grandes esmeros y comodidades, como una tierna princesa, no podía resistir el helado ambiente que respiraba bajo aquellas rocas; y, al ver que su salud se quebrantaba, exclamaba entre sollozos:

—¡Oh! ¡Cuánta necesidad tengo de un poquito de fuego! ¡Con qué facilidad podría encender lumbre y calentarme, con tantas ramas de abetos y tanta leña seca en torno mío! ¡Más, seguramente, estoy destinada a perecer de frío en medio de estas selvas! ¡Hágase la voluntad de Dios!

Sus bellas facciones iban demudándose paulatinamente. Una palidez mortal sucedía al rosado matiz de sus mejillas, y sus ojos brillantes y expresivos hasta entonces, perdieron su brillo y su expresión y hundiéronse en las cuencas. Poníase cada día más delgada, hasta llegar a ofrecer un aspecto consumido y miserable; de tal modo, que, llegó un día en que Desdichado no pudo menos de decirle:

—Mamá querida, apenas puedo reconocerte; ¡Dios mío! ¿Qué significa esta alteración de tu semblante?

—Es que estoy mala, hijo mío —respondióle Genoveva, con una voz muy débil—, y acaso voy a morir muy pronto.

—¿Morir? —Dijo a su vez el niño—. ¿Qué significa eso de morir? Jamás he oído esa palabra hasta ahora.

—Hijo mío, morir es dormirse para no despertar nunca más. Sí, nunca vibrará más tu voz en mi oído, ni mis ojos se abrirán a los rayos del sol. Mi pobre cuerpo quedará tendido en tierra, frío y helado, sin poder mover siquiera un dedo, y, al fin, llegará a corromperse y a convertirse en polvo.

Al oír estas palabras, Desdichado se arrojó al cuello de su madre, vertiendo lágrimas de amargura, y sin cesar de repetir constantemente:

—¡Mamá, mamá! ¡No te mueras, te lo ruego!

—No llores, hijo mío —repuso Genoveva—, pues no consiste en mí el que viva o no; Dios es el que ha dispuesto que muera.

—¿Cómo Dios? —preguntó el niño, asombrado—. ¿No me has dicho, mamá, que Dios era tan bueno? ¿Cómo, entonces, ha de querer que tú mueras? Ya ves; yo que no sería capaz de matar un pájaro, mucho menos habría de querer que murieras.

—Discurres acertadamente, hijo mío —contestó su madre—; puesto que, si tú no me podrías ver morir ni matarme, mucho menos lo haría Dios, que es infinitamente bueno; mas Él, que vive eternamente, quiere que también nosotros participemos de su eternidad. Es preciso que yo te explique esto de un modo más claro. ¿Recuerdas, hijo mío, que cuando yo abandoné mi vestido viejo, porque ya estaba inservible, Dios me regaló otro mejor? Pues de igual modo dejaré mi cuerpo, caduco y mortal, y que se consumirá, como el vestido viejo de que te he hablado. La parte más pura de nuestro ser, el alma, volará al infinito, y en la eternidad tendrá, otro cuerpo más hermoso y espléndido que el que ahora poseo, ¡Cuán venturosa seré en esa nueva patria! Allí no tiritaré de frío como aquí; allí, no padeceré enfermedad alguna; allí, por último, viviré eternamente sin exhalar suspiros ni derramar lágrimas y, en vez de motivos de aflicción, sólo tendré alegrías y satisfacciones. Todos los que en esta, vida son buenos y generosos, gozarán de la misma ventura, que a mí me está reservada.

—¡Mamá, yo quiero irme contigo! —Exclamó entonces Desdichado—. No es posible, pues, que yo me quede solo entre estos animales del desierto que no me contestan cuando les hablo. Yo quiero también despojarme de este vestido de carne y hueso.

—No, hijo mío —repuso Genoveva—. Tú debes aún continuar en el mundo. Llegará un día, pues también habrás de morir, en que, después de vivir durante mucho tiempo, siendo bueno y generoso, vendrás a reunirte conmigo. Oye, entretanto, lo que voy a decirte. Cuando yo ya no pueda hablar, cuando haya perdido el aliento, tenga apagado el brillo de mis ojos, lívidos los labios y las manos rígidas y heladas, tú permanecerás aún aquí durante dos o tres días, hasta que tengas la seguridad de que he muerto.

Al cabo de este tiempo abandona el desierto y echa a andar en línea recta hacia donde ahora se pone el sol. Cuando pasen uno o dos días, según camines más o menos de prisa, te hallarás fuera de este bosque, en una llanura muy grande y hermosa, en la que habitan muchos miles de hombres.

—¡Miles de hombres! —interrumpió con asombro Desdichado—. Siempre he creído yo que éramos solos en el mundo. ¿Por qué no me has hablado de esto hasta ahora? ¡Ah! Si no tuvieras que dejarme, nos iríamos los dos allá en seguida.

—¡Triste hijo mío! —Exclamó la madre con voz dolorida—. Esos hombres son los mismos que nos han echado de su lado, exponiéndonos a la ferocidad de los animales que pueblan estas selvas; los mismos que quisieron darnos a ambos la muerte.

—En este caso —dijo acto seguido el inocente—, es preciso que yo me vaya con ellos. Al principio creí que eran buenos como tú. ¿No han de morir también esos hombres?

—Seguramente —repuso Genoveva—. Todos los hombres han de morir.

—Siendo así, ellos lo ignorarán, como yo lo he ignorado hasta ahora —observó Desdichado—. Así, pues, yo iré a su encuentro y les diré: Todos vosotros tenéis que morir; sed buenos, pues, de lo contrario, no iréis al cielo. Y no hay duda que me creerán.

—Hijo mío, hace ya mucho tiempo que ellos lo saben, y, no obstante, no se corrigen. Viven en la abundancia; la tierra les produce los frutos más dulces y sabrosos, como jamás los verás en este desierto; tienen en su mesa bebidas y manjares exquisitos, y en sus vestidos, hechos con telas de los más bellos colores, ponen adornos tan bonitos, que brillan lo mismo que las estrellas. Sus moradas no son húmedas y sombrías como esta cueva, sino edificios cuya descripción no podrías comprender a causa de tu ignorancia. Durante el invierno calientan sus habitaciones con el fuego, que hace para ellos las veces del sol; el fuego, del que no puedes formarte una idea; que esparce en torno suyo un calor igual al que se siente en la primavera y el verano y que, por las noches, produce una luz que rivaliza con la del día. ¿Verdad que todo esto es muy bello? Pues, a pesar de estas bellezas, la mayoría de los hombres no agradecen los beneficios que reciben y, en vez de amarse unos a otros, como debieran, se odian entre sí y hacen todo lo que pueden por atormentarse mutuamente. No pasa un solo día sin que muera alguno de ellos, pero los demás no se preocupan lo más mínimo de ello, y continúan su vida desordenada, como si ésta hubiera de ser eterna.

—¿Sí? —Preguntó ingenuamente Desdichado—. Pues siendo así, ya no deseo ir con ellos. Puesto que los hombres son tan malos como los lobos y tan irracionales como esta cierva, que no entiende una palabra de cuanto le decimos, lejos de envidiarles los preciosos vestidos y ricos manjares de que disfrutan, prefiero seguir viviendo entre los brutos; pues éstos, a excepción de la zorra y el lobo, viven en paz unos con otros, y pacen tranquilamente la hierba y el césped. No, no quiero ir a vivir entre los hombres; aquí continuaré, como hasta ahora, con nuestra cierva.

—A pesar de todo, hijo mío, es necesario que vayas —le observó Genoveva—. Óyeme. A ti no han de hacerte daño. Por otra parte, hasta ahora sólo te he hablado de tu padre, el buen Dios; pero debo decirte que tienes otro padre, de igual manera que tienes una madre.

—¿Un padre en este mundo? —Contestó el niño lleno de gozo—. ¿Un padre a quien podré ver cómo te veo a ti, a quien podré abrazar como a ti te abrazo, y que no será invisible como nuestro padre el buen Dios?

—Ciertamente, hijo mío —añadió Genoveva—.

Y podrás verle y hablarle, como ves y hablas a tu madre.

—¿Le veré y hablaré con él? —repitió el niño, cuyos ojos chispearon de entusiasmo; más, súbitamente, disipóse su alegría y, después de reflexionar un momento, preguntó a su madre:— Entonces, ¿cómo no viene a reunirse con nosotros? ¿Será, tal vez, uno de esos hombres perversos de que me has hablado?

—Por lo contrario, hijo mío —contestó Genoveva—, es la bondad personificada; él no sabe que estamos abandonados aquí, y hasta ignora que vivimos; nos supone muertos y me cree la madre más criminal de la tierra, pues así me han representado a, sus ojos las calumnias de algunos malvados.

—No entiendo lo que quiere decir eso de calumnias —contestó el niño.

—Calumniar es imputar a una persona una mala acción que no ha cometido; como, por ejemplo, decir que alguien ha matado a otro no siendo verdad; ya sabes qué es una calumnia.

—¿Y puede ocurrir eso que me dices? —Preguntó el niño—. Nunca habría podido imaginármelo. ¡Qué hombres! —continuó diciendo—. Realmente, son unos seres muy extraños.

—Bien; pues por esa clase de hombres ha sido engañado tu padre —añadió Genoveva.

Y acto seguido púsose a contar al niño toda aquella parte de su historia que aquél estaba en estado de comprender y mostrándole un anillo de oro que, hasta entonces, había tenido oculto en una hendidura de la peña, continuó:

—Este anillo es un regalo que me hizo tu padre.

—¡Mi padre! ¡Oh, dámelo, que lo pueda contemplar a mi gusto! —exclamó Desdichado—. He visto cosas muy bellas, de mi padre, el buen Dios: el sol, la luna, las estrellas y las flores; pero, ¡triste de mí!, nada he visto aún del padre que tengo en este mundo.

Genoveva entrególe el anillo y el niño prosiguió diciendo:

—¡Qué bonito es! Si mi padre tiene muchos como éste, ¿me dará también a mí alguno?

—Seguramente, hijo mío —contestó su madre, tomando el anillo y poniéndolo en uno de sus dedos—. Cuando yo haya muerto, que será muy pronto, me sacarás este anillo, que quiero tener conmigo hasta el último instante de mi vida, en testimonio de la fidelidad que he guardado a tu padre hasta las puertas del sepulcro. Sí, lo juro. Mi amor hacia él ha sido siempre tan puro como el oro de este anillo, y mi fidelidad, eterna como su redondez, la cual, por no tener fin, es imagen fiel de la eternidad.

Y continuó luego, dirigiéndose a su hijo:

—Cuando llegues a encontrarte entre los hombres, pregunta por el conde Sigfredo, pues tal es el nombre de tu padre, y pídeles que te conduzcan hasta donde él esté; pero ten mucho cuidado en no decir a nadie quién eres, de dónde vienes o para qué fin quieres ver al conde. También te encargo con mucho interés que no enseñes este anillo a persona alguna.

Únicamente cuando te halles en presencia de tu padre, se lo darás, diciéndole: Padre mío, este anillo os lo envía mi madre, vuestra esposa Genoveva, en prueba de que soy vuestro hijo. Hace algunos días que ha muerto ella, y, al morir, me encargó que os diera su último adiós, y que os asegure que era, inocente y que os perdona. Ella confía en que, ya que no ha podido reunirse con vos en este mundo, logrará ver coronados sus deseos en la eternidad, y sólo os recomienda que no lloréis ni os desesperéis pensando en ella, y que os encarguéis de velar por mí.

Después de una pequeña pausa, continuó la desventurada:

—No te olvides, hijo mío, de asegurarle que yo era inocente y que siempre le he permanecido fiel. Que te lo he declarado a las puertas de la eternidad y he muerto repitiéndotelo. Díselo así y repíteselo muchas veces. Dile, igualmente, que, al morir, lo amaba aún igual que a ti te amo. Cuéntale del modo que aquí he vivido y he muerto y ruégale que saque mi cadáver de esta caverna y lo entierre en el panteón de mi familia, pues he permanecido siempre digna de ello, aunque labios calumniadores hayan querido hacerme pasar por una mujer infame.

Nuevamente descansó unos momentos, y prosiguió:

—No es esto todo, hijo mío; aun he de manifestarte una circunstancia que ignoras. De igual modo que tú tienes en este mundo un padre y una madre, también los tengo yo.

Más, ¡qué digo, Dios mío! ¡Los tengo! No sé si los tengo aún, o si habrán sobrevivido al dolor que les causé inocentemente. Pero, si viven aún los nobles autores de mis días, suplica a tu padre que te lleve inmediatamente con ellos. Seguramente, cuando reconozcan en ti a su nieto se llenarán de alegría, y esta alegría les hará olvidar los siete años que han pasado gimiendo; porque… —al llegar aquí la moribunda no pudo contener el llanto, que corría a raudales—, vos, padre mío, habréis llorado mucho por vuestra hija; y vos, mi buena madre, también habréis vertido muchas lástimas por tu Genoveva. ¡Oh, mis amados padres! ¡Tiernos compañeros de mi infancia! ¡Cuánto daría yo por ver vuestro semblante antes de morir!

¡Ah! ¡Cómo volaríais a mi encuentro si supieseis que vivo aún y que me encuentro en estos parajes! Pero, ¡infeliz de mí! Vosotros creéis que mi cadáver yace, hace ya mucho tiempo, reducido a polvo en un rincón perdido del desierto. ¡Ah! ¡Cómo alegra y reanima mi alma la esperanza, de volver a encontraros en la eternidad! Sin este consuelo, el peso de los dolores que he padecido en este mundo agobiarían mi corazón, y débil y pobre criatura como soy, sólo tendría, motivos para desesperarme.

Al decir estas palabras, Genoveva observó que su hijo estaba llorando, y, estrechándolo contra su seno, exclamó:

—¿Lloras, hijo mío? Perdóname si te he afligido con mis palabras. Óyeme. Si Dios permite que, tan niño, pierdas a tu madre, es porque ha resuelto que tu padre ocupe mi lugar. No llores, hijo de mis entrañas; no llores, te lo ruego. Tu padre tendrá una alegría infinita al verte a ti, su hijo, al que no habrá visto hasta entonces. No lo dudes, hijo mío; él te abrirá sus brazos y te colmará de besos y caricias. Te llamará su hijo, te abrumará a preguntas acerca de mi suerte y llorará de ternura y regocijo. El te amará lo mismo que yo te amo, y en prueba de este amor recibirás de él innumerables beneficios que no has podido recibir de tu pobre madre.

El llanto interrumpió nuevamente a la desventurada Genoveva; su cabeza cayó sobre el miserable montón de heno que le servía de lecho, y sus Labios fueron impotentes para pronunciar una sola palabra durante mucho tiempo.

Y, dichas estas palabras, les dio su bendición y desapareció a su vista, elevándose al cielo lentamente, hasta que, por último, sus ojos dejaron de verlo por habérselo ocultado una dorada nube.

Capítulo 13

Genoveva se dispone a morir

Cedió, por último, el frío de aquel terrible invierno, y comenzó a sentirse un aire más tibio y benévolo. Cuando llegaba el mediodía, el sol, brillante y risueño, llegaba hasta el interior de la gruta, y el calor de sus rayos hacíase sentir dentro de ella notablemente. De las ramas de los abetos y de los muros del interior, destilaban continuamente, claras y menudas gotas, los hielos y escarchas que comenzaban a derretirse. No obstante, y a pesar de haber mejorado mucho el tiempo, Genoveva empeoraba más cada día; hasta el punto de que, viéndose próxima a la muerte, la desgraciada se dispuso para trance tan doloroso. En tales momentos solía decir:

—¡Ay! Ni siquiera he de tener en mi agonía un sacerdote a la cabecera de mi lecho de muerte, que me prepare a bien morir y fortifique mi alma para tan penoso trance, preparándola para entrar en la eternidad. Pero Vos, Dios mío, que sois el mejor sacerdote, estáis conmigo, pues no abandonáis jamás a los que recurren a Vos en el desamparo y la desgracia. Todo corazón que sufre y confía en Vos, puede estar seguro de que en Vos encontrará el consuelo, puesto que habéis dicho: «Ved aquí que llegó frente a la puerta y llamó; así que, cualquiera que haya oído mi voz vendrá a abrirme, y entraré en su casa, y yo cenaré con él y él conmigo».

Luego de haber pronunciado estas palabras, oró Genoveva largo rato, con las manos cruzadas y los ojos bajos.

Desdichado pasó todo el día y la mayor parte de la noche sin preocuparse de comer ni beber, y también en la más profunda obscuridad durante muchas horas, prodigando a su idolatrada madre todos los cuidados que estaban al alcance del pobre niño. Cogía puñados de musgo entre sus manecitas y alzándose sobre las puntas de los pies hasta donde podía llegar con sus bracitos, enjugaba, los húmedos muros de la gruta para que no gotearan sobre ella. Recogía de las rocas y árboles próximos el musgo seco para arreglarle un lecho mejor que el húmedo en que yacía. Otras veces iba a llenar una calabaza en las límpidas aguas del manantial, y se la ofrecía, diciéndole:

—Bebe, mamá querida; hace calor y tienes secos los labios.

También solía presentar a su madre una calabaza llena de leche, y, para incitarla a beber, hablábale en esta forma:

—Bébetela, mamá mía; la acabo de ordeñar en este momento y está exquisita —y, dicho esto, arrojábase llorando al cuello de su madre, y le decía entre sollozos—: Querida mamá; ¡cuánto daría yo por estar malo en tu lugar y morir por ti, si fuera necesario! Por último, una mañana, después de algunas horas de un dulce y tranquilo sueño, despertóse Genoveva más despejada y de mejor semblante que de costumbre. Durante su sueño, había dejado caer la crucecita de madera que tenía en la mano y, como tratase de buscarla, Desdichado adivinó sus deseos, la recogió y se la puso nuevamente entre los dedos, preguntándole:

—Mamá, mía, ¿por qué tienes siempre estos palitos en tus manos?

—No te he dicho hasta ahora lo que esto significa, hijo mío —repuso Genoveva—, porque esperaba vivir mucho tiempo todavía. Apenas sé si podré hacerlo hoy, y, con gran sentimiento mío, comprendo que nunca debe retrasarse el cumplimiento del deber. Ya te he contado otras veces, que nuestro padre, el buen Dios, tiene asimismo un Hijo que es completamente igual que él; pero aun no he podido decirte todo lo que este Hijo ha hecho por los hombres, pues no habrías entendido nada absolutamente, habiéndote criado en este desierto apartado de todo el mundo. Hoy, que ya sabes que hay una multitud innumerable de hombres sobre la tierra; que conoces su condición y la conducta de la mayor parte de ellos; que, por último, me has oído explicarte lo que es la muerte, comprenderás ahora lo más esencial de la historia de Cristo, y te harás cargo de lo que significan estos palitos que, colocados en la posición que ves, forman lo que se llama una cruz, la cual ya has visto que siempre tengo en mis manos. Oye, pues, atentamente lo que voy a decirte, y no borres de tu corazón las palabras de tu madre:

«Sabe, hijo mío, que ese Padre celestial de los hombres, infinitamente bueno, afligido al ver la maldad de sus criaturas, envió a la Tierra a su muy amado Hijo con la sublime misión de corregir a los hombres. Este Hijo se llama Jesucristo».

«Siendo todavía más niño que tú lo eres, y tan omnipotente y sabio como su augusto padre, estuvo, igualmente, con su tierna madre en una gruta, que, muy parecida a ésta, servía de establo para las bestias. Cuando, más adelante, creció y llegó a tener más años que los que yo tengo ahora, estuvo asimismo en un desierto mucho más terrible que éste en que nos encontramos, en donde oraba constantemente porque no fuesen estériles sus esfuerzos y sacrificios por salvar a los hombres. De regreso entre éstos, díjoles que su Padre, del cual eran también hijos, como él, todos los hombres, le había enviado a ellos, para aconsejarles que se hicieren buenos, que lo amasen y se amasen unos a otros entre sí, con el mismo amor que Dios siente por todas las criaturas».

«—Para todo el que mejore su condición oyendo la palabra del Hijo de Dios —decíales—, llegará un día en que disfrutará de mil felicidades. Mas, por lo contrario, el que no la oiga ni le obedezca, jamás entrará en el reino de los cielos, e irá a parar a un lugar de tormento y de tinieblas».

«Pero los hombres, hijo mío, no quisieron creer sus palabras, ni que fuese el Hijo del Padre celestial, ni que su Padre lo hubiese enviado, y entonces él hizo milagros para que creyesen que, efectivamente, era tan poderoso como su padre. He aquí cómo: »Una madre como yo, aunque de más edad, se hallaba en cierta ocasión tan enferma como yo y padeciendo una calentura igual a la que yo padezco. Nadie en el mundo era capaz de curarla. Mas Jesucristo cogió tan sólo su mano, como yo cojo la tuya, e inmediatamente se puso buena, fuerte y colorada como estaba anteriormente».

«En otra ocasión, murió un niño algo mayor que tú. Su pobre madre, a la que desgarraba la pena de verle morir, no tenía más hijo que él, así como yo no tengo otro hijo que tú. Iban ya a enterrarlo, y su madre lloraba con el desconsuelo que puedes figurarte, cuando, súbitamente, preséntase el Hijo de Dios y dice con una voz muy dulce: “No llores, mujer” y, volviéndose al niño muerto, le dijo solamente: “Levántate”, y acto seguido el niño se levantó y recobró la vida y el Hijo de Dios lo entregó a la madre, que lo recibió en sus brazos transportada de alegría».

«Sin embargo, los hombres, ni aun con estas pruebas que les dio de su origen divino, quisieron creer que el Cristo fuera Hijo de Dios, ni que su Padre celestial lo hubiese enviado para redimirlos. Ellos no podían tolerar que les dijese: “Sois unos malvados; corregíos”».

«Y, ¿sabes qué hicieron? Construyeron una cruz, como ésta que tengo en mis manos, con unos grandes y pesados maderos, y después, con unos clavos, que se parecen a los aguijones de los espinos, aunque son mucho más duros, atravesaron las manos y los pies del Hijo de Dios y claváronlo en la cruz. Manábale la sangre de las heridas, y tenía que morir irremisiblemente, y aun sus verdugos mofábanse de Él, riéndose de sus torturas y sufrimientos, a pesar de que no les había hecho el menor daño, y, por lo contrario, había acogido cariñosamente y colmado de beneficios a cuantos llegaron a Él».

Desdichado exclamó entonces con generosa indignación:

—¡Oh, infames y perversos hombres! ¿Cómo es que el Padre celestial permitió que así sucediera y no los confundió con sus rayos? Si yo hubiera sido Él, los habría matado instantáneamente.

—Hijo mío —repuso Genoveva—; el Hijo rogaba por ellos al Padre, diciéndole: «Padre mío, perdónalos, porque no saben lo que se hacen».

Así, pues, Él murió, impulsado por el amor que sentía por todos los hombres, aun por aquellos mismos miserables que lo crucificaron. Murió para conseguir que todos vivamos eternamente, pues era necesario que así sucediese. Si no nos hubiera amado hasta el punto de morir por nosotros, ningún hombre habría sido salvado; ni tú, ni yo, ni nadie, he aquí por qué padeció y murió en la cruz.

El generoso Desdichado, sentado junto a su madre e inmóvil, escuchaba atentamente, mientras corrían de sus ojos raudales de llanto, pues oía tan conmovedora narración por la primera vez en su vida, y la intensa impresión que producía en su cerebro; conmovíale profundamente. Por fin exclamó, enjugándose el llanto:

—¡Qué bueno era el Hijo de Dios! Pero, también estará en el cielo, ¿no es verdad?

—Así es, hijo mío —contestóle su madre—. «Cuando hubo expirado, bajáronle de la cruz, echáronle en tierra, y, por último, lo depositaron en una especie de gruta de piedra, parecida a ésta en que habitamos y cerraron la entrada con un gran peñasco. Mas, asómbrate; al tercer día resucitó y salió de la gruta. Un corto número de hombres, que no habían persistido en el mal como los otros, y le oyeron y se enmendaron, amábanle de todo corazón y lloraron su muerte con gran desconsuelo.

Fue, pues, a su encuentro, y ya te harás cargo de la inmensa alegría que sintieron al verlo. Pero Él díjoles que se volvía de nuevo al cielo con su Padre; y como se entristecieran al oírle hablar de este modo, añadió: “No lloréis ni se os angustie el corazón; allá arriba, donde mora mi Padre, hay también puesto para vosotros, y yo voy a disponéroslo ahora; entretanto, haced tan sólo lo que os tengo dicho y luego vendréis un día a reuniros conmigo, allí donde yo estoy, os volveré a ver y vuestros goces serán perfectos y nadie podrá arrebatároslos. Además, aunque invisible a vuestros ojos, estaré con vosotros sobre la tierra y con vosotros permaneceré hasta la consumación de los siglos”. Y, dichas estas palabras, les dio su bendición y desapareció a su vista, elevándose al cielo lentamente, hasta que, por último, sus ojos dejaron de verlo por habérselo ocultado una dorada nube».

—¡Qué bello debió ser esto! —prorrumpió Desdichado—. Y, ¿piensa aún en nosotros el Cristo? ¿Sabe que vivirnos en lo más intrincado de este desierto? ¿Llegará, un día en que volvamos a verlo en el cielo?

—Ciertamente —contestó su madre—; nada se escapa a su mirada y dondequiera que estemos Él nos ve, se halla con nosotros, nos ama, inclina hacia el bien nuestros corazones, y nos ayuda para que nos hagamos buenos y lleguemos a merecer un puesto en el cielo. Así, pues, hijo mío, aunque tú has sido siempre un buen niño y sólo me has dado hasta ahora motivos de alegría y satisfacción, no te baste con esto; es preciso que imites la bondad y dulzura del Cristo. Por ejemplo; tú no habrías rogado a Dios por los hombres, sin duda, si ellos te hubiesen dudo muerte. Recuerda, si no, que tu primer impulso, hace poco, fue matarlos a todos instantáneamente, si hubieras podido hacerlo. Ya ves cómo no has sido tan bueno ni capaz de sentir el amor del Hijo de Dios. Y, no obstante, debemos tomarlo por modelo, e imitarle en la bondad y en el amor si queremos ser gratos a sus ojos, así como a los de su Padre celestial, si queremos entrar en el cielo algún día. Pues por ello, precisamente, es por lo que nos ayuda el Hijo de Dios, por lo que ha venido al mundo, y por lo que sufrió el suplicio afrentoso de la cruz, y ahora, hijo mío, ya comprenderás por qué tengo constantemente esta cruz en mis manos, pues ella nos recuerda también constantemente los beneficios de Aquel que llevó su amor por los hombres hasta el punto de padecer y morir por ellos, advirtiéndonos que nosotros, de igual modo, podemos, por medio de los sufrimientos y de la muerte, llegar a obtener un puesto en el cielo. He aquí la misión de este humilde signo, de valor inestimable.

Genoveva interrumpióse al llegar aquí, y, después de una pequeña pausa, prosiguió, elevando al cielo sus ojos agonizantes:

—¡Ay, hijo mío! No tengo más herencia que legarte que esta crucecita. Conmigo la tendré hasta mi última hora; pero, apenas muera, sácala de entre mis manos rígidas y frías, y consérvala a tu vez fielmente. Si algún día llegas a ser rico y poderoso, no te avergüences de poner este humilde recuerdo que te deja tu madre en un lugar preferente de tu magnífico palacio. Siempre que fijes en ella tu mirada, piensa, en Aquel que murió en ella por amor a ti, y también en tu madre, que muere conservando en sus manos este signo de la fe. Procura constantemente ser piadoso, y bueno, tener una vida sencilla y pura, amar a los hombres, hacerles todo el bien que puedas, hasta llegar a sacrificarte por ellos si necesario fuera, y aunque para ti hayan de ser ingratos. Si así lo haces y te lo propones siempre que fijes tus miradas en esta cruz, entonces, esta pobre herencia que de mí recibes, será, para ti de mucho más valor que todos los lujos y comodidades de que tu padre pueda rodearte.

Este largo discurso dejó a Genoveva tan desfallecida y sin fuerzas, que se vio obligada a descansar durante un largo espacio de tiempo, pasado el cual, prosiguió:

—¡Si al menos supiera que te aguarda la dicha de llegar a ver, sin tropiezos, a tu padre! Para lograr esto, tienes que atravesar espantosos desiertos, intrincadas e impracticables selvas, profundos precipicios y áridos peñascos. Este camino es demasiado largo y peligroso para ti, que no eres más que un débil y pobre niño. Dios, no obstante, te dará su ayuda y protección para que llegues sano y salvo a la casa de tu padre, de igual modo que a todos nos ayuda a atravesar los ásperos desiertos de este mundo, a fin de que un día podamos llegar a su propia casa, y contemplemos cara a cara a ese verdadero y único padre de toda la humanidad. Acuérdate de llevar contigo dos calabazas llenas de leche para que puedas tomar algún alimento, durante el camino. Lleva, igualmente, un palo para defenderte de las fieras. ¡Pobre niño! Realmente eres muy débil; pero yo, débil mujer, vencí a un espantoso lobo con la ayuda de Dios, y Él te protegerá también contra todas las bestias feroces que encuentres en tu camino, pues no existe verdadero peligro, ni aun entre los leones y serpientes, para aquel que pone en Dios toda su confianza.

Al anochecer, aumentóse la debilidad de Genoveva, hasta el punto de que, a los esfuerzos que hacía para respirar, cubríasele la frente de un sudor que abrasaba. Hizo, no obstante, un esfuerzo para recuperar sus perdidas fuerzas, y sentándote en el lecho de musgo, dirigió a su hijo, que no se apartaba de ella un momento, una mirada triste y grave, y exclamó, con pausado y solemne acento, que hizo estremecer al pobre niño:

—Arrodíllate, hijo mío, para que pueda darte mi bendición, de igual modo que a mí me bendijo mi madre cuando me separé de ella. Creo que mi fin está ya cercano.

Arrodillóse Desdichado lanzando tristes gemidos, inclinó su afligido rostro y alzó sus manos al cielo piadosamente. Entonces, Genoveva puso sus desfallecidas manos sobre la rizada cabellera del niño, y con voz conmovida, y trémula exclamó:

—Hijo mío, yo te bendigo en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.

Dios te proteja y te dé también su bendición; sé bueno para que un día podamos encontrarnos en la eternidad, y abrazando estrechamente a su hijo, prodigóle las últimas caricias, y luego continuó: —Hijo mío, cuando te veas entre los hombres, ni imites sus malos ejemplos ni te hagas malo como ellos. Si te ves rodeado algún día de fausto y esplendor, no olvides a tu pobre madre. Si alguna vez olvidaras mi ternura, mi llanto maternal, mis últimos consejos, ¡consejos de una madre moribunda!; si, infiel a tus tiernos recuerdos, se pervirtiese tu corazón, entonces, hijo mío, quedarías separado de mí eternamente.

Genoveva, sin tener fuerzas para añadir una palabra más, cayó abatida sobre su lecho y entornó sus párpados.

Desdichado ignoraba si su madre dormía, o estaba muerta realmente.

Arrodillado junto a ella, prorrumpió en amargo llanto, diciendo constantemente:

—¡Dios mío, no permitas que muera! ¡Resucitadla, Dios mío!

Sigfredo, sin hablar una palabra, miróle con tanta fijeza y severidad, que Golo, a pesar de su audacia, púsose pálido y comenzó a temblar como un reo ante su juez.

Capítulo 14

Sufrimientos del conde Sigfredo

Cuando, a consecuencia de la falsa acusación de Golo dictó el conde, en su primer arrebato de ira, la fatal sentencia de muerte contra Genoveva, hallábase en el interior de su tienda de campaña, postrado en el lecho, a consecuencia de una herida que recibió combatiendo. Su escudero, el anciano Wolf, que era también su más fiel y antiguo compañero de armas, no estaba entonces en el campamento, por haber sido enviado, a la cabeza de un destacamento de caballería, con la orden de ocupar un desfiladero de unas montañas.

Una vez relevado, regresó al campamento y, apenas llegó, penetró en la tienda del conde para informarse del estado de su salud, y aquél le refirió acto seguido todo lo que había pasado mientras él estuvo ausente.

Estremecióse el fiel y antiguo servidor y una palidez mortal invadió su rostro, exclamando con voz trémula:

—¿Qué habéis hecho, amo mío? Vuestra esposa es inocente, sin duda alguna; respondería de ella con mi cabeza sin vacilar un solo instante, y ya sabéis que mis cabellos han encanecido en la experiencia. Creedme; es imposible que tan pronto se pervierta un alma tan pura y una hija educada con tanto esmero. Golo, vuestro confidente, es un malvado y un miserable.

Ya sé demasiado que él, a fuerza de adulaciones y lisonjas, se ha captado vuestro cariño. Perdonad la franqueza de un antiguo y leal servidor, pero vuestro mayor enemigo es aquel que siempre os alaba y os da la razón. El adulador desprecia interiormente a aquel que adula, y se vale de este medio para satisfacer su egoísmo. El que os dice la verdad, por lo contrario, ése es vuestro mejor amigo, aunque os desagrade el escuchar sus palabras. Creedme, señor, y revocad la precipitada sentencia que habéis expedido. ¿Cómo es, amo mío, que habéis podido dejar que la ira os arrastre a tal extremo? Vos, que habríais calificado de la más grave falta el hecho de condenar sin oírle al último de vuestros vasallos, habéis condenado a vuestra misma esposa, que era la imagen encarnada de la virtud y de la bondad. ¡Ah! En lo sucesivo, tratad de dominar esos funestos y coléricos arrebatos, de los cuales os habéis arrepentido en muchas ocasiones; mas, por esta vez, temo que la desgracia sea irreparable.

Tuvo que convenir Sigfredo en que había obrado con excesiva precipitación; mas, no obstante, dudaba aún acerca de quién sería el verdadero culpable: si Genoveva o Golo; pues la carta de su favorito era un conjunto de falsedades urdidas tan ingeniosamente, y el emisario con quien la había enviado estaba tan ejercitado en la mentira, que el conde quedó engañado por completo. Sin embargo, envió inmediatamente un nuevo mensajero a Golo, con la orden de mantener prisionera a Genoveva en su propio aposento hasta que él regresara, sin causarle el menor daño ni tocar siquiera a un solo cabello de su cabeza.; y para el mejor y más pronto éxito de su comisión entrególe su mejor caballo, encargándole que corriese con toda la rapidez que pudiera, prometiéndole una gran cantidad de oro si llegaba, aún con tiempo oportuno y volvía en breve trayendo una respuesta favorable.

La agitación que se había apoderado del conde aumentóse de día en día, durante el tiempo que tardó en ir y volver el mensajero. Ya creía en la inocencia de Genoveva, ora juzgaba imposible que Golo, al que había colmado de generosos dones, hubiese llevado su perfidia hasta el extremo de hacerlo víctima de tal engaño. Así, pues, su corazón estaba incesantemente atormentado por la duda y la incertidumbre. Enviaba a su leal Wolf diez veces cada día a ver si volvía el mensajero y, durante las noches, le era completamente imposible cerrar los ojos.

Por último, llegó este mensajero tan ansiosamente esperado, trayendo la fatal noticia de que Genoveva y su hijo habían sido ejecutados en el bosque, de noche y en secreto, según las órdenes del conde. Sigfredo quedóse, al saber esta noticia, como si hubiera oído su propia sentencia y se entregó a una muda desesperación. Por su parte, el anciano y fiel Wolf apresuróse a abandonar la tienda para que el conde no viese el llanto que resbalaba por sus mejillas; pero, una vez al aire libré, comenzó a lanzar grandes gemidos, los cuales atrajeron a su alrededor a los caballeros del conde, quienes, al saber lo que sucedía, llenaron de maldiciones a Golo, y a una sola voz juraron que, apenas estuvieran de regreso en su patria, harían pedazos al miserable que con tanta vileza se había conducido.

Las heridas que había recibido el conde tuviéronlo postrado en el lecho durante un año, pues la agitación en que le sumían los remordimientos, privábanle de la calma y reposo que necesitaba para su curación. Cuando estuvo restablecido y pudo montar a caballo, pidió una licencia, que le fue concedida por el rey, por no ser ya temibles los árabes invasores que, con los reveses sufridos, habían abandonado el territorio.

Púsose en camino para su patria el conde, sin perder momento, acompañado de su leal escudero Wolf y seguido de sus guerreros, llegando, al fin, a la primera aldea de sus dominios.

Todas aquellas gentes sencillas, hombres, mujeres y niños, saliéronle al encuentro abandonando sus chozas, y le decían con tono triste y afligido:

—¡Oh, señor; qué espantosa desgracia! ¡Nuestra querida condesa!… ¡Oh, infame Golo!…

El conde apeóse de su caballo y los saludó a todos con amabilidad; estrechábales a unos la mano; preguntábales a otros qué novedades había habido por casa durante su ausencia, y todos convinieron en que la condesa era digna de todos los elogios y en que Golo era un infame.

Lleno de tristeza y de siniestros presentimientos, siguió el conde su camino, con objeto de llegar aquella misma noche al castillo. Cuando llegó a la vista de éste, ¡cuál no sería su sorpresa al ver todas las ventanas iluminadas espléndidamente! Según iba aproximándose, y cuando llegó a la cima, de la montaña en que se elevaba la fortaleza, hirieron sus oídos los ecos de una música ruidosa. Era Golo, que daba un banquete a sus amigos y allegados.

El malvado, creyendo como cosa segura, que el conde moriría de sus heridas, suponíase ya señor de todo el condado, y trataba de ahogar sus remordimientos, en continuas diversiones y festines. Mas en vano se esforzaba por aparecer alegre, sentado a la cabecera de una mesa espléndidamente servida, pues, a menudo, decíanse unos a otros los sirvientes, en voz baja:

Si muriera nuestro buen amo, el astuto Golo se apoderaría de todo en los actúales tiempos, y llegaría a ser nuestro amo. No obstante, yo no quisiera hallarme en su puesto.

— Es cierto —contestaban otros—. Por más que hace por aparentar alegría, se ve que todo es inútil y que nada le alegra. Allí le tienes sentado como un reo que celebra su última comida con el verdugo. Seguramente que no quisiera repartir con él la recompensa que le aguarda en la otra vida.

A la llegada del conde a la entrada del castillo, mandó a sus trompeteros que hicieran la señal de arribo. El centinela que había en la plataforma de la torre contestó con las señales de rúbrica, al oír las cuales, Golo y sus invitados saltaron de sus asientos como impulsados por un resorte, mientras que en todo el castillo resonaban los gritos de: ¡El conde! ¡El conde!

Por su parte, Golo, que todo lo habría esperado en aquel momento menos al conde, apresuróse a bajar, llevando un candelabro en la mano y, muy humildemente, fue a tener el caballo y el estribo para que su amo se apease, el cual permanecía aún a caballo.

Sigfredo, sin hablar una palabra, miróle con tanta fijeza y severidad, que Golo, a pesar de su audacia, púsose pálido y comenzó a temblar como un reo ante su juez. Asomábase a sus espantados ojos su turbada conciencia y, en su desencajado rostro, como en un libro abierto, podían leerse todos los detalles del terrible drama que había tenido lugar.

Echó a andar delante de su amo con paso tan incierto y trémulo, que la luz vacilaba en sus manos y parecía que se iba a caer a cada instante. En cuantos aposentos del castillo atravesaba, sólo veía el conde señales de abandono, disipación y desorden; en todas partes veía rostros espantados y desconocidos y, los pocos servidores antiguos que aun quedaban, saludábanle con el llanto resbalando por sus mejillas.

Cuando hubo entrado en el salón de ceremonias, dejó el conde la espada y el casco sobre la mesa, pidió a Golo todas las llaves del castillo que entregó a Wolf, encargándole su custodia y vigilancia y que no dejase salir a nadie de su recinto y luego de encomendar a sus sirvientes que cuidasen con esmero de sus cansadas tropas, hizo una señal a todos para que salieran y lo dejaran solo.

El primer aposento que visitó el conde fue el de su esposa, que había sido cerrado por Golo inmediatamente después de la prisión de Genoveva, porque no le dejaban entrar en él sus remordimientos. Así es que todo estaba lo mismo que ella lo dejó cuando la arrancaron de allí. Aun veíase un bordado a medio concluir en el que había una inscripción incompleta, ceñida por una corona de hojas de laurel, entretejidas de perlas, la cual decía: A Sigfredo, su fiel esposa Genoveva. Algo más allá, junto al laúd de la condesa, había también un libro de devociones, todo él escrito primorosamente por Genoveva; pues, aunque por aquella época eran muy escasos los caballeros que sabían escribir, no sucedía lo mismo con las damas que, para suplir la carencia de la imprenta, dedicábanse a copiar los Santos Evangelios y escritos de los Apóstoles, demostrando singulares aptitudes para los trabajos caligráficos. Sigfredo encontró, entre los papeles de la condesa, muchos borradores de cartas que le había dirigido, y que estaban llenas de los sentimientos más nobles y de la más acendrada ternura. El conde no había recibido estas cartas por haber sido interceptadas por Golo. Decíale en ellas, que todos los días oraba por él para que Dios lo sacara sano y salvo de los sangrientos combates; pintábale cuál sería su alegría cuando, a su regreso, saliera a recibirlo, llevando un niño o una niña en sus brazos; añadíale que, a causa de su continuado silencio, pasaba muchas noches desveladas, llorando y gimiendo por él constantemente, pues Golo había interceptado las cartas del conde, de igual modo que había hecho con las de Genoveva.

Había llegado la media noche y Sigfredo, al que habían consternado profundamente estos descubrimientos, permanecía sentado en su sitial con los brazos cruzados sobre su pecho, presa de un dolor mudo, y sin advertir siquiera que se iban extinguiendo las bujías. De súbito, Berta, que era la sola doncella que había permanecido fiel a la desgraciada condesa, entró, y poniendo en sus manos la carta que Genoveva había escrito en el calabozo, enseñóle el collar de perlas, que él reconoció inmediatamente y, entre raudales de llanto, le refirió los muchos beneficios que recibió de Genoveva mientras estuvo enferma, y todo lo que le había dicho aquella fatal noche, antes de ser llevada a la muerte por sus verdugos.

Aquel ingenuo y sencillo relato, y especialmente la carta, que eran otros tantos testimonios irrecusables de la inocencia de Genoveva, hicieron estallar el dolor del conde, hasta entonces mudo y comprimido. Corrieron por sus mejillas torrentes de lágrimas, que llegaron a empapar la carta de la desventurada condesa, y parecía querer exhalar su alma en los profundos suspiros que brotaban de su angustiado pecho, mientras exclamaba con desesperación:

—¡Oh, Dios mío, Dios mío! ¡Oh, adorada Genoveva! ¡He podido yo ser la causa de tu muerte! ¡Matarte yo, ángel mío! ¡Y a tu hijo! ¡Oh, soy el más desgraciado de los hombres!

Al oír estos desesperados lamentos, acudió el fiel Wolf, el cual en vano trató de mitigar el dolor del desconsolado conde, empleando para ello todos los cuidados que su lealtad y cariño le sugerían.

Súbitamente, Sigfredo, después de haber permanecido llorando durante mucho tiempo, abandonó su sitial, tomó la espada y disponíase ya a dar muerte a Golo, cuando lo contuvo Wolf, haciéndole observar que tampoco Golo podía ser castigado, sin oírle antes lo que tuviera que decir para justificarse, a lo cual repuso el conde, calmándose algún tanto:

—Sea; pero que se le prenda inmediatamente y, cargado de grillos y cadenas, sea llevado a la misma prisión en que por tanto tiempo se consumió Genoveva. Hágase otro tanto con sus cómplices y acólitos, hasta que se examine el modo como han procedido.

Las órdenes del conde fueron ejecutadas al punto, con gran alegría de sus soldados.

A la mañana siguiente, Golo, cargado de cadenas, fue llevado a la presencia de su señor. Éste, que, mientras se lo traían, estaba repasando la carta da Genoveva, sintió que se clavaban profundamente en su corazón las palabras «Perdónale como yo le perdono, y no se derrame por mi causa, una sola gota de sangre». Así, pues, cuando introdujeron a Golo a su presencia, miróle tristemente, con los ojos arrasados en lágrimas, y díjole con tono de reconvención benévola:

—¿Qué te hice yo, Golo, para que atrajeses sobre mí tan espantosa desgracia? ¿Qué te hicieron mi esposa y mi hijo, apenas recién nacido, para que te convirtieras en su verdugo? Cuando llegaste a este castillo eras un pobre muchacho desvalido, y sólo has recibido en él beneficios y mercedes. ¿Qué te ha impulsado a recompensarlos de este modo?

Creyó Golo que el conde estaría iracundo y furioso, de suerte que esta dulzura inesperada conmovió su corazón endurecido; y, prorrumpiendo en llanto y profundos suspiros, exclamó:

—¡Ay! He sido cegado por una pasión infame. Vuestra esposa es inocente como un ángel del cielo; yo fui el malvado que le hizo proposiciones deshonestas; pero ella, me rechazó, e irritado entonces, quise vengarme de ella y asegurar mi propia vida, pues temía que si os confesaba la verdad me castigaseis con la muerte. Para, evitarlo, levanté esa calumnia, que tan funesta ha sido para ella y para vos.

Consoló mucho al conde esta franca confesión, que ponía de manifiesto la inocencia de su esposa; y acto seguido hizo una seña para que volviesen a Golo a la prisión. Una vez solo, ocultó el rostro entre sus manos y entregóse de nuevo a sus transportes de pena, abominando de los coléricos ímpetus que le arrebataban.

Apoderóse de él, desde entonces, una profunda tristeza que, aumentando de día en día, llegó a poner en peligro su existencia. Había momentos en que su dolor llegaba al paroxismo. Todos los caballeros de la comarca, que eran amigos suyos y habían regresado a sus castillos inmediatamente después que él, visitábanle y se esforzaban en darle consuelos, pero eran inútiles cuantos afanes se tomaban para disipar su tristeza. Negábase a participar de toda distracción, y sólo consentía en salir del aposento de Genoveva para ir a la capilla del castillo.

Su primer cuidado fue hacer que buscaran el ignorado sepulcro de Genoveva, pues quería llorar sobre él y hacerle al cadáver los honores correspondientes. Mas, por más que se hizo no fue posible encontrarlo.

Los verdugos habían desaparecido del condado hacía mucho tiempo, y nadie sabía dónde paraban. Entonces, el desventurado conde mandó celebrar unas solemnes honras fúnebres en la iglesia del dominio, a las que asistieron todos los caballeros de la comarca con sus esposas, que eran todas ilustres damas, una multitud de los pueblos inmediatos, y, por último, toda la servidumbre; la concurrencia, en cuyos rostros veíase retratado el dolor más sincero, era tanta, que sólo pudo caber en la iglesia una décima parte de ella.

Acabado el oficio, hizo el conde que repartieran entre los pobres abundantes limosnas, y mandó erigir un monumento en una capilla de la iglesia, y grabar en ella con letras de oro una inscripción, por medio de la cual llegase a la posteridad la lamentable historia de la desventurada Genoveva.

Y arrodillándose, aniquilado por la fuerza de la emoción a los pies de Genoveva, permaneció mirando fijamente, y durante mucho tiempo, el demudado rostro de su esposa, sin poder articular una sola palabra; hasta que, por fin, prorrumpiendo en un mar de llanto, exclamó:

—Sí, tú eres mi compañera, mi esposa, mi Genoveva, mi hermosa y agraciada Genoveva.

Capítulo 15

Sigfredo encuentra a Genoveva

Transcurrieron algunos años sin que fuera posible obtener del conde que siquiera saliese del castillo; y, aun al cabo de ellos, el mismo Wolf, y los caballeros sus amigos, habían de agotar todo su ingenio para lograr que su tristeza se disipara por unos instantes. Los unos celebraban festines amenizados con cánticos y melodiosos acompañamientos de arpa; otros concertaban torneos y juegos de sortija y, por último, otros le invitaban a partidas de caza, a cuya diversión había sido muy aficionado el conde en su juventud, y era la más a propósito para distraerle de sus tristes pensamientos.

Cuando los caballeros se hubieron hecho cargo de esto último, menudearon las cacerías; en aquellos tiempos abundaban en los bosques de Alemania los jabalíes, osos, lobos y ciervos, que brindaban terreno amplio a la intrepidez de los cazadores, por lo que no faltaba a ninguna el conde Sigfredo, el cual, a su turno, dispuso una partida de caza, a instancias de Wolf, a la que invitó a todos los caballeros comarcanos.

Acababa el invierno, señalóse para la cacería el día que hubiese nevado la noche anterior, dándose cita, al efecto, bajo una encina colosal que había a la entrada del bosque.

Apenas amaneció el día señalado, el conde, seguido de un brillante cortejo de servidores, partió, internándose en el bosque, para el lugar de la cita.

Todos los cazadores iban montados, formando cada uno de ellos un grupo independiente de los otros, constituido por los peones, con caballos de reserva, acémilas y perros de caza que le seguían.

Los caballeros que habían sido invitados por Sigfredo, acudieron puntualmente al lugar de la cita y, en seguida, resonaron en el bosque las alegres tocatas de caza, que comenzó inmediatamente, entregándose a ella con gran entusiasmo todos los cazadores.

Habían sido ya levantados muchos jabalíes y corzos, cuando el conde, después de disparar contra una cierva, que salió a escape, internóse persiguiéndola, y, siguiendo las huellas del animal, atravesó arbustos y malezas, saltó erizados peñascos, cruzó los laberintos más intrincados del bosque, hasta que, por último, la vio esconderse en la gruta de Genoveva; pues, justamente, era la fiel cierva con cuya leche se habían alimentado durante siete años en el desierto ella y su hijo.

Siéndole completamente imposible conducir su caballo por aquellas asperezas, apeóse Sigfredo, y atándolo a un árbol, llegó hasta la gruta, guiado por las huellas que la cierva había dejado impresas en la nieve. Su mirada, al examinar el interior ávida y curiosamente, descubrió en su sombrío recinto, con gran estupefacción del conde, una criatura humana, flaca y pálida como un cadáver, que no era otra que Genoveva.

La desventurada había conseguido, ciertamente, salir triunfante de su grave enfermedad; mas estaba tan débil y extenuada, que, convencida de que no podría recobrar su salud en aquel estéril desierto, decía todas las tardes al ponerse el sol:

—Ya no volveré a verle jamás.

El conde, avanzando dentro de la gruta, gritó:

—Si eres un ser humano, muéstrate a la luz del día.

Genoveva, obedeciendo acto seguido, salió envuelta en su zalea, y cubiertas las espaldas con su abundante cabellera rubia, desnudos los pies y los brazos, trémula de frío y pálida como un cadáver. Al verla, el conde Sigfredo le preguntó, mientras retrocedía espantado y sin reconocer a Genoveva:

—¿Quién eres tú y cómo es que te hallas en estos parajes?

—Soy yo, Genoveva —respondió la infeliz, que, por lo contrario, lo había reconocido a la primera ojeada—; tu esposa, a la que sentenciaste a muerte; pero soy inocente, bien lo sabe Dios.

Quedóse el conde como si hubiera sido herido por un rayo, y sin acertar a explicar si soñaba o estaba despierto. Como, en ocasiones, su dolor y pesadumbre eran tales, que llegaba a perder el conocimiento y, en aquel momento, veíase tan apartado de sus gentes en aquel retirado valle, le pareció que veía el alma de Genoveva, y exclamó con una voz ahogada por el espanto:

—¡Oh! Tú, alma de mi difunta esposa; ¿vienes, acaso, al mundo para pedirme cuenta de la sangre que he vertido? ¿Fue aquí, en este mismo lugar en que nos encontramos, donde se efectuó el terrible crimen? ¿Esta cueva, fue donde sepultaron tus inanimados restos? Sí, seguramente, no puede ser de otro modo. Y ahora, se halla tu cadáver en su tumba, para no permitir que huelle la tierra, que he enrojecido con tu sangre, y tu espíritu, indignado, se me aparece para arrojar al asesino de la tumba de su víctima. ¡Ah! Déjame, alma bienaventurada; déjame, que ya me atormenta bastante mi propia conciencia. Vuélvete a la pacífica morada en que te encuentras, y ruega por mí, por este esposo desventurado, que no puede hallar tranquilidad en este mundo. Y si quieres aparecerte a mí, toma un aspecto menos miserable, y que yo te vea, como un ángel de luz, pronto a otorgarme tu perdón.

—Esposo mío, Sigfredo —repuso Genoveva, rompiendo en llanto y con voz llena de ternura—; no soy un espíritu, sino tú esposa Genoveva.

La emoción y el espanto impedían, no obstante, al conde, sacudir el estupor que le embargaba. Sus ojos parecían estar cegados por una nube y de su garganta no podía brotar el menor sonido. Limitábase a mirarla fijamente, con ojos que el terror dilataba, sin atreverse a aproximársele, y cada vez más convencido de que era sólo un fantasma que tenía ante su vista.

Por último, Genoveva cogióle cariñosamente una mano; pero él se apresuró a retirarla, exclamando con voz trémula:

—Déjame, déjame, sombra de mi víctima; tu mano está helada. Pero no, no te alejes de mí; llévame contigo al sepulcro, pues me es imposible soportar por más tiempo la vida.

—Esposo mío, amigo mío, Sigfredo —insistió Genoveva, mirándole con ternura y cariño indecibles—. Vuelve en ti, por piedad. ¿Cómo es que ya no reconoces a tu esposa? Mírame bien; soy yo, yo misma. Mira este anillo que tú me diste y que aún conservo en mi dedo. Vuelve en ti, ¡por Dios!, y que a Él le plazca abrirte los ojos.

Pudo, al fin, Sigfredo, dominar su terror, y exclamó, como si hubiera salido de un ensueño:

—¿Conque, realmente, eres tú?

Y arrodillándose, aniquilado por la fuerza de la emoción a los pies de Genoveva, permaneció mirando fijamente, y durante mucho tiempo, el demudado rostro de su esposa, sin poder articular una sola palabra; hasta que, por fin, prorrumpiendo en un mar de llanto, exclamó:

—Sí, tú eres mi compañera, mi esposa, mi Genoveva, mi hermosa y agraciada Genoveva.

¡En qué situación! ¡Y por causa mía te ves tan desnuda y miserable!… No merezco que me sustente la tierra. ¿Será posible que puedas perdonarme, cuando ni aun me atrevo a levantar hasta ti mis miradas?

—Mi querido Sigfredo —repuso Genoveva—, jamás abrigué contra ti el menor resentimiento, pues siempre he creído que eras víctima de un infame ardid. Levántate y ven a mis brazos. ¿No ves cómo lloro de alegría?

—¿De modo —preguntóla el conde sin atreverse, apenas, a mirarla— que no me diriges ni un solo reproche, ni una reconvención? ¡Eres un ángel! ¡Oh, alma mía! ¡Y he sido yo quien ha podido ofenderte con tanta crueldad!

—Tranquilízate, Sigfredo, y ve en todo ello la mano de Dios, pues Él es quien lo ha dispuesto y ordenado todo, conforme a su voluntad. Si Él me ha colocado en este desierto, es porque así me convendría, seguramente.

¿Quién sabe si el esplendor y el fausto hubieran llegado a corromperme, al paso que en la soledad de este desierto se ha depurado mi alma?

Mientras hablaban de este modo, llegó Desdichado, sin otro vestido que la piel de corzo que lo envolvía y chapoteando con sus desnudos piececitos en la nieve, que aun cubría con una densa capa algunos puntos del valle.

Llevaba bajo el brazo un haz de hierba mojada todavía por la escarcha, que había ido a recoger en las márgenes del arroyo, y en la mano traía una raíz, de la que venía comiendo en aquel instante.

Al distinguir al conde, vestido con el magnífico traje de los caballeros, y cubierta la cabeza con el yelmo, en el que ondeaba graciosamente un vistoso plumaje, el niño quedóse sobrecogido de espanto, y permaneció inmóvil, sin pronunciar una sola palabra.

Luego, miró a su madre, y dijo, al verla con las mejillas inundadas de llanto:

—No llores, mamá; ¿éste es alguno de esos hombres malos que vienen a matarte? —y, dando un salto, púsose al lado de su madre, y continuó—: Yo no he de consentir que te toquen. Antes me matarán a mí que a ti te hagan el menor daño.

—Nada temas, hijo mío —repuso Genoveva, con una sonrisa—. Mira cariñosamente a este guerrero y bésale la manó, pues no quiere hacerte daño alguno. Es tu padre, tu buen padre. Mírale cómo llora al contemplar nuestra miseria. Dios le ha enviado para salvarnos y llevarnos con él a su casa.

Al oír estas palabras, el niño contempló de nuevo al conde atentamente.

En sus negros y rizados cabellos, en su noble y hermosa frente, en la viva expresión de sus ojos, en su fina y curvada nariz y en el dibujo correcto de su boca, vio Sigfredo que era su mismo retrato; y, al contemplarlo tan hermoso y lleno de vigor, sintió que una intensa alegría invadía su corazón, a la que se mezcló una profunda piedad al ver la miserable piel que lo envolvía. Al fin, desbordóse en él la ternura paternal y exclamó, desahogando en un grito todo el sentimiento que llenaba su corazón:

—¡Hijo mío, mi querido hijo; ven a mis brazos! —y tomó al niño en uno de sus brazos, mientras ceñía con el otro a Genoveva, que elevó al cielo sus ojos inundados de llanto, mientras el conde proseguía—: Dios mío, ésta es demasiada ventura para mi corazón. He hallado a la vez, lo que nunca me hubiera atrevido a soñar: a mi idolatrado hijo, que aun no conocía, y a mi amada esposa, a la que creía muerta, y que, por lo tanto, ha resucitado para mí.

—Sí, Dios mío —añadió Genoveva—, Vos sois tan pródigo en vuestros beneficios, que os basta un instante para recompensar años enteros de sufrimientos. ¡Alabado seáis por toda la eternidad!

El tierno y generoso niño, al ver la emoción de que se sentían invadidos sus padres, elevó también sus manos al cielo, sin que nadie se lo advirtiese, y exclamó a su vez:

—¡Sí, Dios mío; alabado seáis por toda la eternidad! Y los tres, inmóviles y silenciosos, permanecieron, como en éxtasis, abrazados durante largo espacio de tiempo, elevando hacia el infinito la gratitud que llenaba sus almas, en ese mudo lenguaje que ninguna lengua sabría expresar. La primera en romper el silencio fue Genoveva, la cual dijo:

—Dime, esposo mío; ¿viven aún mis padres? ¿Gozan de una vejez tranquila? ¿Creen en mi inocencia? ¡Ay! Muy pronto hará siete años que me lloran por muerta, y desde entonces no he tenido de ellos la menor noticia.

—Todavía viven, mi amada Genoveva —repuso el conde—; están buenos y te creen inocente. Tan pronto como me sea posible, les enviaré un mensaje, comunicándoles la feliz noticia de haberte hallado.

Entonces, Genoveva, que permanecía con las manos cruzadas sobre su pecho, elevó al cielo sus miradas, en las que, a través de las lágrimas, reflejábanse la gratitud y la felicidad, y exclamó:

—¡Bendito seáis mil veces, Dios mío! Vos habéis oído favorablemente todos mis ruegos, colmando los más íntimos deseos de mi corazón. Vos habéis cumplido más de lo que yo nunca hubiera soñado. Librasteis a mi esposo de los azares de la guerra; pusisteis de manifiesto mi inocencia; habéis dado fin a mis sufrimientos, sacándome de este desierto, como también de las prisiones y de la muerte. Vos, por último, habéis preparado este dichoso momento, en que pueda presentar a su padre al hijo de mis entrañas y, para colmo de dicha, vais a dejarme ver a mis amados padres.

¿Cómo agradeceros bastante vuestra bondad, Dios mío?

Dicho esto, Genoveva introdujo a su esposo en la gruta, pues como tenía los pies desnudos, no podía sufrir la frialdad de la nieve.

El conde, para penetrar en la cueva, tuvo necesidad de encorvarse, y, en esta actitud violenta, fue examinando las toscas paredes cubiertas de musgo; el lecho de hojas secas; las calabazas, que hacían las veces de vasijas y las cestas de mimbre; todo, en fin, lo que constituía el menaje de aquella miserable morada, que ponía bien de manifiesto la indigencia de Genoveva. Contempló asimismo, con un piadoso recogimiento, la crucecita de madera, fija en una hendidura, de la roca, y junto a ella el peñasco que servía de reclinatorio, brillante y gustarlo por las rodillas de Genoveva. Por último, dirigió una melancólica mirada a las estériles asperezas del valle, desde la entrada, de la gruta y, al observar el triste paisaje y los negros abetos cargados de nieve, el llanto empapó de nuevo sus mejillas, y no pudo menos de exclamar:

—¡Ay, Genoveva! Dios ha hecho un verdadero milagro conservándote en este paraje desierto y espantoso. ¡Siete años! —añadió con voz triste y pausada—. Siete largos años sin un bocado de pan, sin fuego en invierno, sin un lecho, sin un vestido, y con los pies descalzos y hundidos en la nieve con que se cubren estas soledades en el invierno. Y esto lo ha sufrido una hija de príncipes, acostumbrada a comer en vajillas de oro y plata, criada entre púrpuras, y que jamás se vio molestada por el airecillo más ligero. ¡Esto hace estremecer! ¡Y yo he sido el que he acarreado sobre ti todos estos males! Y aún sigues amándome, ángel mío, después de tantas angustias y sufrimientos como han consumido tu vida. ¿Qué más podrían hacer los santos y los ángeles?

Quiso interrumpirle Genoveva para mitigar la agitación que se había apoderado de él, y exclamó con voz dulce y cariñosa, mientras una sonrisa angelical iluminaba su rostro:

—No te preocupes más de esto, querido Sigfredo. No todo han sido para mí penas en este desierto, pues también he tenido en él mis goces. Acaso hayas sido tú más desgraciado que yo; conque así, olvidemos el pasado —agregó, procurando apartar aquellas ideas de la imaginación del conde—. Mira a tu hijo; ¿ves qué puro es el sonrosado matiz de sus mejillas? Sólo comiendo alimentos sencillos y respirando aire puro, se ha mantenido sano y vigoroso. Tal vez en nuestro castillo, criado entre exagerados mimos, estaría pálido y enclenque, como la mayor parte de los niños de los nobles. Por consiguiente, alegrémonos y demos gracias a Dios porque se ha criado de este modo.

Y, al decir esto, sentóse sobre el peñasco que había en la cueva, e invitando al conde a que tomase asiento a su lado, puso a Desdichado entre los dos, y comenzó a referirle la manera verdaderamente prodigiosa cómo se habían sustentado ella y su hijo, desde el momento en que la cierva se apareció por primera vez en la gruta, hasta el instante en que, perseguida por el conde, vino a refugiarse junto a ella. Cuando oyó este conmovedor relato, Sigfredo dijo, a su vez, profundamente enternecido:

—¡Dios mío! ¡Cuán digno de que se os ame sois en vuestros designios y cuan pródigo en recursos para favorecer a las criaturas! Cuando yo precipitaba en la miseria y el abandono a mi mujer y a mi hijo, Vos, Dios de amor y de piedad, extendisteis vuestra mano omnipotente sobre ellos, en el instante en que iban a sucumbir de hambre y frío, y os habéis valido de este generoso animal para librarlos de tantos horrores. Sí, en el momento en que el desamparo había llegado a su colmo, en que la madre, desfallecida de hambre y de frío, ponía un pie en el borde de la tumba, y en que este pobre niño, al salir en mi busca, debía perecer entre las garras de las fieras que pueblan estos bosques, Vos, Dios mío, a cuyas miradas nada se oculta, hicisteis que este pobre animal me guiara hasta aquí, adonde no me hubiera podido conducir hombre alguno. Os prometo, pues, que en lo sucesivo, por duras que sean las aflicciones que nos enviéis, no dejaremos de poner toda nuestra confianza en Vos, que sois el más tierno y generoso de los padres.

FICHA DE TRABAJO

VOCABULARIO

Agasajar: Tratar

Los textos e imágenes que se muestran en esta web se acogen al derecho de cita con fines didácticos, que pretenden fomentar el conocimiento de las obras y tienen como único objetivo el análisis, comentario o juicio crítico de las mismas.