Sin patria
Johanna Spyri
Capítulos 16, 17 y 18
Capítulo 16. Un consejo que alegra a todo el mundo
En medio de sus inquietudes, la señora Menotti experimentó un verdadero alivio al ver que un día aparecía en la avenida del jardín la larga sotana negra del bondadoso y anciano cura, que, de vez en cuando, visitaba al enfermito. La madre se levantó de la silla para ir a su encuentro y, muy alegre, dijo:
— Mira, Silvio, aquí viene el bondadoso señor cura.
Pero Silvio, que sentía antipatía por todo el mundo, gritó con toda su fuerza:
— ¡Preferiría que fuese Stineli!
Y se acurrucó apresuradamente bajo el cobertor, a fin de que el señor cura no descubriese de dónde procedía aquella voz. La madre, consternada, se excusó ante el señor cura de aquella acogida y le rogó que no tomase en serio las palabras del niño. Silvio no se movió, pero bajo el cobertor murmuró:
— ¡Hablo completamente en serio!
Seguramente el cura pudo adivinar de dónde procedía la voz, porque aun cuando no se viese un solo cabello de Silvio, avanzó directamente hacia su camita y dijo:
— Dios te bendiga, hijo mío. ¿Cómo estás? ¿Por qué te escondes como tejón en su madriguera? Sal de tu escondrijo y explícame quién es esa Stineli.
La aproximación del señor cura intimidó a Silvio; asomó por el cobertor y le tendió su flaca manecita, diciendo:
— Es la Stineli de Rico.
Entonces tuvo que intervenir la madre para dar una explicación, porque el cura meneaba la cabeza sin comprender nada, mientras se sentaba junto a la cama. Le refirió quién era Stineli, y por qué Silvio se metió en la cabeza que no estaría nunca bien si Stineli no acudía a su lado. Añadió que el mismo Rico se mostraba muy poco razonable, a su vez, dispuesto como estaba a ir en busca de la jovencita, a pesar de no conocer ni caminos ni senderos para llegar a aquella aldea perdida en las montañas.
— Según parece, los habitantes de aquel lugar son gente horrible — continuó diciendo la señora Menotti —. Además, ¿quién no se puede imaginar lo que será la vida de una gente como ésa, ya que un muchacho tan delicado como Rico prefirió exponerse a los mayores peligros antes que quedarse entre ellos? De no ser así, yo no ahorraría el dinero para procurarle una jovencita como Stineli, a fin de satisfacer el deseo de Silvio. Por otra parte me convendría mucho tener a alguien que me ayudase, permaneciendo algunos ratos al lado de mi hijo, porque muchas veces mis quehaceres son superiores a mis fuerzas y hay días que llego a creer que no me será posible continuar así. Rico, que, por regla general, es muy razonable, dice siempre que nadie mejor que Stineli podría secundarme en mis tareas. Él la conoce bien y si la muchacha es como la ha descrito, tal vez sería un beneficio para ella misma el poder abandonar el lugar en que ahora vive. Pero es inútil, porque no conozco a nadie que pueda prestarme ese servicio.
El señor cura había escuchado con la mayor seriedad y sin decir una palabra hasta que la señora Menotti hubo acabado de hablar. Por otra parte le habría sido difícil interrumpirla; la señora Menotti no había tenido, desde mucho tiempo atrás, la ocasión de desahogarse, y su corazón estaba tan agobiado, que la afluencia de las ideas y de las palabras le cortaba casi la respiración. Cuando, por fin, guardó silencio, el señor cura dijo:
— ¡Caramba, señora Menotti! Casi me inclino a creer que tiene usted de aquella pobre gente que vive en las montañas una idea demasiado terrible. A pesar de todo, hay cristianos entre ellos y desde que se han descubierto toda suerte de medios de transporte, creo que no sería difícil enviar a alguien sin peligro alguno. Podríamos informarnos y convendrá reflexionar acerca del particular.
El señor cura tomó una pausa para descansar y luego continuó diciendo:
— Hay multitud de tratantes que descienden desde las montañas hasta Bérgamo, por ejemplo, los tratantes en ganado o los chalanes, y éstos deben de conocer los caminos. Podremos adquirir algunos informes y luego tomar una decisión; tal vez exista el medio de llevar a cabo la cosa. Si a usted le interesa mucho, señora Menotti, yo me informaré de todo lo que haya; dos o tres veces al año voy a Bérgamo y por esta razón podría encargarme del asunto.
El agradecimiento de la señora Menotti fue tan grande que no sabía cómo expresarlo. De pronto se encontraba libre de todos sus pensamientos, que tantas preocupaciones le daban y que la molestaban día y noche, sin contar con que ella misma se había metido en tal atolladero, que ignoraba el modo de salir de él. Ahora el Señor cura se encargaba del asunto y de este modo, cuando Silvio volviese a hablar del particular, no tendría más que excusarse con él.
Durante esta conversación, el pequeño Silvio atravesó casi al cura con sus ardientes miradas. Cuando este se levantó para marcharse y le tendió la mano, Silvio levantó la suya y golpeó con todas sus fuerzas la del señor cura, como si quisiera decirle: «Ahora somos verdaderos amigos usted y yo».
El cura prometió comunicar los informes que pudiera adquirir y hacer saber, al mismo tiempo, a la señora Menotti si la cosa era practicable, en el supuesto de que Silvio insistiera en reclamar a Stineli.
Después de aquel día transcurrieron varias semanas, mas, a pesar de eso, Silvio insistía, aunque se conformaba en vista de que ya tenía una esperanza casi cierta. En cuanto a Rico, estaba más alegre y vivaracho que nunca. Habríase dicho que la decisión del señor cura había encendido en su corazón una chispa de alegría y que, a partir de aquel momento, se manifestaba en él una vida nueva. Sabía referir a Silvio historias cada vez más divertidas. Cuando tomaba el violín, hacía surgir de él sonidos y canciones tan frescos y lozanos, que la señora Menotti se quedaba embelesada, preguntándose dónde aprendería Rico todo lo que tocaba. Y es porque el muchacho solamente tocaba Con toda su alma en la habitación de Silvio; el violín resonaba muy bien en aquella habitación espaciosa y bien ventilada, en donde no había humo de tabaco ni ruido de bebedores, y en donde Rico no se veía obligado a repetir los mismos bailes, sino que tocaba lo que mejor le parecía. Por esta razón cada día le gustaba más ir a aquella casa y muchas veces, al franquear el umbral, se decía: «Así debe sentirse cuando uno entra en su casa». Pero sabía que no estaba en su hogar y que tan sólo tenía el permiso de permanecer allí una o dos horas.
Hacía ya algún tiempo que en Rico se había operado una transformación que asombraba profundamente a la patrona de la posada. Cuando, por casualidad, ponía delante de él el cubo sucio y desportillado que contenía los desperdicios de la cocina, diciéndole: «Toma, Rico, ve a llevar esto a las gallinas», Rico se retiraba a alguna distancia y poniéndose las manos a la espalda para demostrar que no quería tocar el cubo, contestaba tranquilamente:
— Preferiría que lo hiciese otro.
O bien, cuando sacaba un par viejo de calzado y lo tendía a Rico para que se lo llevase al remendón, Rico repetía el mismo gesto y contestaba:
— Preferiría que fuese otro.
La patrona era una mujer prudente que sabía utilizar sus ojos para ver. El cambio que se había operado en el exterior de Rico tampoco le había pasado inadvertido. Desde el día en que se encargó de eso la señora Menotti, había cuidado de que estuviese bien vestido, y como cualquier prenda le sentaba bien y el muchacho tenía el aspecto de un señorito, la señora Menotti se complacía en hacerle vestir buenos paños; por su parte, Rico cuidaba de sus trajes, porque le gustaban las cosas bonitas, y la suciedad y el desorden le eran tan antipáticos como el ruido. La patrona hizo todas estas observaciones y sabía también que, desde el primer día, cuando Rico volvía de un baile, jamás dejaba de vaciar sus bolsillos, haciendo rodar las monedas, sin demostrar el menor deseo de guardarse un céntimo para él. Además, a medida que pasaba el tiempo, traía más dinero, pues no solamente tocaba en las posadas para hacer bailar, sino por todas partes en donde quisieran oír sus cantos y todas las tonadas que sabía. Por consiguiente, la mujer del posadero comprendió que le convenía cuidar de la buena voluntad de Rico y por esta razón no llevó más lejos el asunto de las gallinas y de los zapatos, y ya no se le pidieron otros servicios de la misma clase.
Mientras tanto, habían transcurrido más de tres años desde la llegada de Rico a Peschiera. Era ya un jovencito de catorce años, bien desarrollado y de agradabilísimo aspecto.
Una vez más pasaban los suaves días del otoño junto a las orillas del lago de Garda, tranquilo y pacífico bajo su cielo azul. En el jardín, los racimos áureos colgaban de los emparrados y las adelfas se abrían alegremente a la luz del sol. Reinaba el mayor silencio en la habitación de Silvio, mientras la madre había ido a coger uvas e higos para cenar. Silvio esperaba la llegada de Rico, pues ya se acercaba la hora acostumbrada. Abrióse la puertecilla en la extremidad del cercado y Silvio se incorporó en su cama. En la avenida apareció un traje negro: era el señor cura. Aquella vez Silvio no se ocultó en el lecho, pues en cuanto vio al sacerdote le tendió las manos, aun antes de que éste hubiese franqueado el umbral. Al señor cura le complació mucho esta acogida y aunque había divisado a la madre en el jardín, se encaminó directamente hacia la cama del enfermito, diciendo:
— Hoy ya me recibes con amabilidad, hijo mío. ¿Cómo estás?
— Muy bien — contestó Silvio con viveza. Fijó en el cura una mirada llena de ansiedad y, por fin, preguntó en voz baja —: ¿Cuándo podrá partir Rico?
El señor cura se sentó junto a la cama y en tono solemne contestó:
— Rico saldrá mañana a las cinco, hijo mío.
La señora Menotti, que acababa de entrar en la habitación, empezó una serie de preguntas mezcladas con exclamaciones y el señor cura tuvo que esforzarse grandemente para calmarla antes de poder dar cuenta de lo ocurrido con alguna ilación. Lo logró por fin y empezó su relato, mientras Silvio le miraba con sus ojos penetrantes como los de un gavilán. El señor cura acababa de llegar de Bérgamo, en donde había pasado dos días. Con ayuda de sus amigos pudo descubrir un chalán, quien, desde hacia treinta años, iba cada otoño a Bérgamo y por consiguiente conocía todos los caminos y la región entera, hasta mucho más allá de la aldea a donde Rico tenía Que ir. También sabía lo que debía hacerse para ir hasta allá, a lo alto de la montaña, sin tener que interrumpir el viaje por la noche. Y como regresaba precisamente por el mismo camino, estaba dispuesto a llevarse a Rico, siempre y cuando éste se le reuniese en Bérgamo tomando el primer tren del día siguiente. Aquel hombre conocía también a todos los conductores de diligencias y había prometido recomendarles al joven y a su compañera, a fin de que el regreso se efectuara con la mayor seguridad. Por consiguiente, el señor cura era de opinión que se podía dejar marchar a Rico sin temor alguno y con su bendición.
Se hallaban ya en la puerta del jardín cuando la señora Menotti, que lo había acompañado, se volvió aún otra vez, para preguntarle con alguna inquietud:
— ¿Está usted bien seguro, señor cura, de que no pondremos en peligro la vida de Rico y que no habrá miedo de que se extravíe por completo en esos caminos apartados de las montañas?
El cura la tranquilizó de nuevo y ella volvió a entrar en la casa, calculando lo que habría que preparar para la marcha de Rico. En el mismo instante entró éste por el jardín y el grito de alegría con que lo acogió Silvio era tan extraordinario, que Rico acudió corriendo a la cama para saber qué había ocurrido.
— ¿Qué tienes? ¿Qué tienes? — preguntaba mientras Silvio no cesaba de gritar:
— ¡Quiero decírselo yo! ¡Quiero ser el primero que se lo diga! — añadía temeroso de que se le anticipara su madre.
Pero la señora Menotti dejó a los dos niños entregados a su alegría y salió para cuidarse de lo más importante, es decir, de los preparativos de marcha. Fue en busca de una maleta en la cual metió cuidadosamente un enorme trozo de carne ahumada, medio pan, un gran paquete de ciruelas y de higos secos, una botella de vino envuelta en una servilleta y luego algunas prendas de ropa, como dos camisas, dos pares de medias, un par de zapatos y pañuelos de bolsillo. Parecíale que Rico iba a marcharse a otra parte del mundo y entonces fue cuando se dio cuenta de lo muy querido que había llegado a serle el muchacho y cuán difícil le sería pasarse sin él. Mientras se ocupaba en hacer el equipaje, la señora Menotti descansaba sentándose de vez en cuando y diciéndose:
— ¡Con tal de que no ocurra ninguna desgracia!
En cuanto la maleta estuvo dispuesta, la bajó y recomendó a Rico que se dirigiera inmediatamente a la posada, para explicar a la patrona lo que ocurría y a fin de que le diese su autorización para marcharse. En cuanto a la maleta, podía dejarla en la estación al pasar.
Rico se sorprendió extraordinariamente al ver su equipaje; pero hizo lo que le mandaban y, sin tardar, se dirigió a la posada. Refirió que debía ir en busca de Stineli a la montaña y que el señor cura en persona había fijado su marcha para la mañana siguiente a las cinco. El hecho de que el señor cura se interesara en el asunto, causó la mayor impresión en la patrona. También quiso saber quién era aquella Stineli y qué querían hacer con ella, pensando que, tal vez, sería algo para ella misma. Pero solamente averiguó que Stineli era una jovencita que se llamaba así y que debía ir a casa de la señora Menotti. Por consiguiente, abandonó en el acto el asunto, no queriendo impedir, de ningún modo, los proyectos de la señora Menotti, pues ya estaba muy agradecida a ella por haberle cedido a Rico durante tanto tiempo. Supuso que Stineli era una hermanita del muchacho y que si éste no habló nunca de ella fue porque siempre se había callado con respecto a su familia.
Aquella misma noche pudo referir a todos los parroquianos que se habían reunido en la sala de la posada que Rico marchaba al día siguiente para ir en busca de su hermana, pues ya sabía por experiencia propia lo agradable que resultaba la vida en Peschiera.
No se limitó a esto, sino que también quiso dar una prueba de cómo sabía tratar a Rico. Se encaminó al granero y volvió a bajar con un gran cesto que llenó de salchichas, de queso, de huevos y de mantecadas gruesas como el dedo.
— Conviene que no tengas hambre durante el viaje —le dijo —. Y supongo que no te molestará lo que te sobre una vez estés allá arriba; porque sin duda allí no encontrarás gran cosa. Además necesitarás víveres para el regreso, porque volverás, con toda seguridad, ¿no es verdad, Rico?
— Sin duda alguna — contestó el joven —. Dentro de ocho días estaré de vuelta.
Rico hizo otra visita a casa de la señora Menotti, llevando el violín debajo del brazo, porque no había querido confiarlo a nadie más. Entonces se despidió de todos sus amigos hasta ocho días más tarde, porque, si todo iba bien, una semana le bastaría seguramente para el viaje de ida y vuelta.
VOCABULARIO
Adelfas: Arbusto de la familia de las apocináceas, venenoso, muy ramoso, de hojas persistentes semejantes a las del laurel, y grupos de flores blancas
Atolladero: Situación incómoda y comprometida de la que es difícil salir o librarse.
Chalán: Persona que se dedica a hacer tratos en compras y ventas, en especial de caballerías, y tiene astucia para ello.
Cobertor: Colcha o manta de una cama.
Consternación: Sentimiento de dolor, pena, abatimiento o desconsuelo.
Desportillado: Deteriorar o maltratar algo , quitándole parte del canto o boca y haciendo portillo o abertura
Embelesado: Que está impresionado por algo o por alguien que le gusta mucho y que hace que olvide todo lo demás.
Ilación: Trabazón o nexo con que se siguen las partes de un discurso, un razonamiento, etc.
Remendón: Que por oficio se dedica a remendar cosas usadas, en especial zapatos o prendas de vestir.
Vivaracho: persona que tiene un carácter vivaz, despierto y alegre.
Capítulo 17. Rico vuelve a la montaña
Al día siguiente, mucho antes de las cinco de la mañana, Rico estaba ya en la estación, casi sin fuerzas para esperar el momento de la marcha. Por fin se vio sentado en un vagón, como tres años antes, pero ya no acurrucado en un rincón y con el violín estrechado entre sus brazos; ahora ocupaba toda una banqueta con su maleta y su cesto, tan lleno de cosas agradables. En Bérgamo, el chalán fue puntual a la cita y los dos continuaron el viaje, primero en el mismo vagón, y luego a través del lago. Cuando bajaron del barco se encaminaron a una posada, ante la cual estaba ya dispuesta a partir la diligencia con los caballos enganchados. Rico se acordó claramente de que en aquel mismo lugar le habían dejado en el suelo y de que se quedo un momento solo, en plena noche, después de la marcha de los estudiantes; al otro lado de la calle reconoció también la puerta de la cuadra, cuya linterna le ayudó a encontrar de nuevo al tratante en ganado.
Era ya de noche; los viajeros subieron pronto a la diligencia, que partió al trote largo en dirección a la montaña. En este viaje, Rico había tomado un asiento en el interior con el chalán; apenas se hubo acomodado en su rincón cuando sus ojos se cerraron de fatiga. La excitación de la marcha le había impedido dormir la noche anterior, pero recobró lo perdido y durmió de un tirón hasta la mañana siguiente.
Al despertar, el sol ya estaba alto en el cielo y la diligencia avanzaba con mucha lentitud. Asomando la cabeza por la ventanilla, Rico, con la mayor sorpresa, observó que subían por el camino lleno de vueltas y revueltas que conducía a la Maloja y que tan bien conocía. A excepción de algunos detalles que pasaban fugaces, no podía distinguir gran cosa a través de las ventanillas, y eso precisamente cuando le habría gustado tanto contemplar los lugares que atravesaba.
Detúvose la diligencia en cuanto alcanzaron lo alto de la colina. Allí vio la posada y el camino junto al cual él mismo se había sentado y desde donde trabó conversación con el postillón. Los viajeros echaron pie a tierra mientras daban avena a los caballos. Rico bajó también y, dirigiéndose hacia el postillón, le rogó humildemente:
— ¿Me permitid usted que me siente a su lado hasta que lleguemos a Sils?
— ¡Sube! — replicó sencillamente el postillón.
Luego los viajeros volvieron a ocupar sus respectivos sitios y los caballos partieron al galope por el hermoso camino del valle. Pronto apareció el lago, y, en breve, Rico divisó la península cubierta de bosque. Más lejos aparecieron las blancas casas de Sils, y más tarde Sils-María. El campanario brillaba al recibir los rayos del sol matinal. A un lado y al pie de la montaña, Rico reconoció las dos casitas. ¿Dónde estaría Stineli? Pocos minutos después la diligencia se detuvo en Sils.
A partir de la desaparición de Rico, Stineli había pasado algunas temporadas muy penosas. A medida que crecían los niños aumentaba el trabajo de la casa y casi todo quedaba al cuidado de Stineli. Como, a la vez, era la mayor de los hijos y más joven que los padres, unos y otros decían: «Stineli podrá hacer eso, porque ahora es ya bastante grande », o bien: «Esto podrá hacerlo Stineli, que todavía es joven».
Desde que se marchó Rico, ya no tuvo a nadie con quien gozar sus escasos momentos de libertad. Además, un año antes había muerto la abuela, y así acabaron los descansos de Stineli; tenía tanto que hacer, desde la mañana a la noche, que jamás lograba acabarlo todo. Pero no por eso la muchacha perdió su buen humor, aunque derramó muchas lágrimas a la muerte de la abuela y a pesar de que muchas veces durante el día se decía:
«Sin la abuela y sin Rico, ya el mundo no me parece tan agradable como antes».
Una hermosa mañana de un sábado, Stineli salía de la granja con un haz de paja a la cabeza; quería hacer unos estropajos para fregar el suelo. El sol brillaba sobre el camino seco que conducía a Sils; la joven se detuvo y miró hacia la aldea. Por el camino avanzaba un joven, pero ella no le conocía; inmediatamente advirtió que no era de Sils. Cuando estuvo más cerca se detuvo y miró a Stineli, quien le imitó también, muy sorprendida, pero, en un abrir y cerrar de ojos, echó al suelo su haz de paja y se lanzó hacia el joven, que permanecía inmóvil, exclamando:
— ¡Oh, Rico!, ¿vives aún? ¿Has regresado de verdad? ¡Qué alto estás, Rico! En el primer momento no sabía quién eras, pero en cuanto te he visto de cara te he reconocido en seguida. Y es porque nadie tiene una cara como la tuya.
Stineli, con el rostro enrojecido por la sorpresa y la alegría, miraba a Rico y éste, a quien la emoción había puesto pálido como el papel, no podía hablar y no apartaba sus miradas de Stineli. Por fin le dijo:
— Tú también estás muy crecida, Stineli; pero, por lo demás, sigues siendo la misma. A medida que me acercaba a la casa no sabes cuánto llegué a temer que hubieses cambiado.
— ¡Oh, Rico! ¡Cuánto me alegro de que hayas vuelto! ¡Oh, si pudiera saberlo la abuela! Pero, entra, Rico. ¡Cómo van a asombrarse todos!
Stineli le precedió, abrió la puerta y entró Rico. Los pequeños se escondieron en el acto, unos tras otros, y la madre se levantó y saludó a Rico, preguntándole en qué podía servirle. Ni ella ni ninguno de los niños lo habían reconocido. Trudi y Sami entraron a su vez y lo saludaron como si fuese un desconocido.
— Pero ¿es posible que no le reconozcáis? — exclamó Stineli —. ¡Es Rico!
Entonces se oyeron interminables exclamaciones. Mientras tanto llegó el padre a comer y Rico se dirigió hacia él tendiéndole la mano, que tomó el recién llegado examinando al mismo tiempo al joven.
— ¿Es alguno de nuestros parientes? — preguntó, porque, de una a otra visita, olvidaba fácilmente la fisonomía de sus parientes.
— ¡Tampoco nuestro padre lo reconoce! — exclamó Stineli, algo indignada —. ¡Es Rico, padre!
— Pues bien, tanto mejor — contestó. Y examinando de nuevo al joven, de pies a cabeza, añadió —: Tienes buen aspecto. ¿Has aprendido algún oficio? Ven, siéntate a la mesa con nosotros y podrás contarnos lo que ha sido de ti.
Rico no se apresuró a sentarse a la mesa; muchas veces había mirado ya en dirección a la puerta y, por fin, preguntó con alguna vacilación:
— ¿Dónde está la abuela?
El padre contestó que la habían enterrado en Sils, no lejos del maestro de escuela.
Rico vaciló en hacer esta pregunta porque de antemano temía la respuesta, ya que no había podido descubrir a la abuela por ninguna parte. Se sentó, por fin, pero durante algunos momentos no pudo hablar ni comer. ¡Había querido tanto a la pobre abuela!
El padre quiso oír el relato de lo que Rico hizo desde el día en que le buscaron por el barranco con ayuda de largas pértigas, y también de todo lo que le había ocurrido en el extranjero a partir de aquella época. Rico refirió sus aventuras, sin disfrazarlas en lo más mínimo, y pronto llegó a hablar de la señora Menotti y de Silvio. Explicó entonces, claramente, el objeto de su viaje y declaró que regresaría a Peschiera con Stineli, en cuanto se lo permitieran sus padres. La niña, que aún no sabía nada de aquello, escuchó el relato de Rico con los ojos muy abiertos. Una centella de alegría se encendió en su corazón ante la esperanza de ir en compañía de Rico hacia el hermoso lago y de estar todos los días con él, en casa de la excelente señora y de un enfermito que tanto la deseaba.
El padre se quedó silencioso, porque jamás hablaba apresuradamente, y luego dijo:
— Es conveniente que uno de los hijos vaya al extranjero para aprender algo, pero Stineli no puede ir y es inútil tratar de eso porque la necesitamos aquí. Sin embargo, podríamos mandar a otra, a Trudi, por ejemplo.
— Sí, sí, eso vale más — dijo la madre —. Yo no puedo privarme de Stineli.
Trudi levantó la cabeza, que tenía inclinada sobre el plato, y replicó:
— A mí me gusta, porque en mi casa todo el día he de soportar los gritos de los pequeños.
Stineli no había abierto la boca; miraba a Rico con ansiedad, para ver lo que éste haría. ¿Se callaría después de la categórica negativa del padre y se llevaría a Trudi?
Rico miró al padre cara a cara y, sin dejarse intimidar, dijo:
— Esa proposición no es conveniente. El pequeño Silvio quiere a Stineli y no a otra. Y por otra parte, sabe muy bien lo que quiere. Estoy seguro de que despediría a Trudi, que así habría hecho el viaje en vano. Además la señora Menotti me ha dicho que si Stineli se hacía agradable a Silvio, ella mandaría todos los meses cuatro escudos a su familia. Y a mí me consta por anticipado, como si ya lo hubiese visto, que Stineli y el pequeño Silvio serán muy buenos amigos.
El padre empujó su plato a un lado y se puso la gorra. Había terminado de comer y cuando se trataba de reflexionar sobre algún punto difícil, le gustaba ponerse la gorra, sin duda para impedir que huyeran sus ideas.
Mentalmente, calculó los trabajos que le costaba ahorrar un solo escudo y luego se dijo: «Cuatro escudos contantes y sonantes, todos los meses y sin necesidad de mover un solo dedo». Se volvió la gorra a un lado y luego al otro y por fin dijo en voz alta:
— Stineli puede ir. Ya encontraremos a otra que se ocupe en los trabajos de la casa.
Resplandecieron los ojos de Stineli, pero la madre suspiró al mirar todas las cabecitas y todos los platos. ¿Quién la ayudaría ahora a poner orden en la casa? Trudi dio un codazo muy fuerte a Peterli, diciéndole:
— Estate quieto.
Aunque aquella vez, Peterli se ocupaba tranquilamente en comer su plato de habas.
Mientras tanto, el padre había ladeado otra vez su gorra, pues acababa de ocurrírsele otra idea.
— Stineli no ha sido confirmada todavía — dijo —. Y convendría que antes de marcharse recibiese su confirmación.
— La confirmación tendrá lugar dentro de dos años se apresuró a contestar Stineli —. Por consiguiente puedo marcharme ahora para dos años y volver luego.
Esta solución pareció la mejor y todos quedaron satisfechos. El padre y la madre se dijeron: «Si las cosas no marchan bien sin Stineli, eso no será para siempre, porque el tiempo pasa muy aprisa». En cuanto a Trudi, pensó: «Así que ella vuelva me marcharé yo y ya veremos si vuelvo».
Mientras, Rico y Stineli se miraban con ojos brillantes de alegría.
El padre, considerando el asunto terminado, se levantó de la mesa diciendo:
— Mañana mismo puedes marcharte. Así sabremos a qué atenernos.
Pero la madre empezó a lamentarse de tal manera, al pensar en tan precipitada marcha, que el padre terminó diciendo:
— Pues bien, que se marchen el lunes.
Estaba decidido a no aplazar más el viaje, seguro de que las lamentaciones no cesarían hasta que fuese un hecho consumado.
Aquel día, Stineli tuvo más trabajo que nunca. Rico lo comprendió muy bien y se volvió hacia Sami, proponiéndole que le acompañase hasta Sils-María, pues deseaba ver si todo continuaba en el mismo lugar. Además podía ayudarle a traer de Sils una maleta y un cesto. Salieron, pues, los dos juntos. Rico se detuvo primero ante la casita en donde había vivido. Miró la vieja puerta, el gallinero y vio que todo se hallaba en el mismo estado. Preguntó a Sami quién vivía allí y si la prima continuaba sola como siempre, pero averiguó que ésta se había marchado hacía mucho tiempo a vivir a Silvaplana y que nadie la había visto más porque no volvió a poner los pies en Sils-María. En cuanto a la casita, la habitaba una familia de quien Rico no había oído hablar nunca. Por todas partes donde pasó con Sami, desde el umbral de las casas o de las granjas muy conocidas, todos le miraban con sorpresa y nadie le reconoció. Por la tarde, cuando fueron hasta Sils, Rico dio un rodeo para pasar por el cementerio; habría querido ver la tumba de la abuela, pero Sami no sabía muy bien dónde estaba.
Empezaba a oscurecer cuando volvieron a la casa cargados con la maleta y con el cesto. Stineli estaba en la fuente, ocupada en lavar por última vez la herrada de la cuadra. Cuando Rico estuvo a su lado, le dijo con rostro que la alegría y el trabajo coloreaban intensamente:
— Aún me parece mentira, Rico.
—Pues a mí no — contestó éste con tanta convicción que Stineli lo miró muy asombrada —. Esto, Stineli, obedece a que no has podido pensar en ello desde hace tanto tiempo como yo.
A Stineli le extrañó la seguridad con que se expresaba Rico, pues antaño no obraba de la misma manera.
Prepararon una cama para Rico en la buhardilla; allí subió su equipaje, pues no quería abrirlo hasta el día siguiente, que era domingo. Amaneció el día muy hermoso y, mientras la familia estaba reunida en torno de la mesa, entró Rico con la maleta y el cesto; y ante Urschli y Peterli derramó un montón tan grande de ciruelas y de higos secos, que éstos no habían visto cosa igual en su vida entera; y en cuanto a los higos, ni siquiera los habían probado nunca. Luego dejó encima de la mesa las salchichas, la carne y los huevos. Pasado el primer momento de asombro, toda la familia empezó a comer alegremente y celebraron un festín extraordinario. Hasta la tarde, los niños, gozosos en extremo, se entretuvieron comiendo los higos y las ciruelas que tan dulces eran.
VOCABULARIO
Antaño: Indica un tiempo pasado indeterminado que queda lejano del presente.
Buhardilla: Parte más alta de una casa, inmediata al tejado, que generalmente tiene el techo inclinado; se utiliza como vivienda, habitación o para guardar cosas que no se usan habitualmente.
Fisonomía: Aspecto particular del rostro de una persona que la caracteriza.
Preceder: Ir delante en tiempo, orden o lugar.
Trabar: Poner impedimentos que dificultan el movimiento de algo o alguien o el desarrollo de cierta cosa.
Capítulo 18. Dos alegres viajeros
La marcha tendría lugar el lunes por la tarde. El chalán había dado detalles completos a Rico acerca del viaje, de modo que éste sabía con toda exactitud lo que debía hacer. Después de haberse despedido de toda la familia, Rico y Stineli emprendieron el camino hacia Sils. La madre se quedó de pie en el umbral, rodeada por sus hijos, y todos miraban alejarse a los viajeros. Sami les acompañaba llevando la maleta sobre la cabeza, en tanto que Rico y Stineli llevaban el cesto entre los dos. Esta vez ya no contenía víveres, sino la ropa de Stineli.
Cuando estuvieron cerca de la iglesia de Sils, la muchacha dijo:
— ¡Si pudiese vernos aún la abuela! Vamos a decirle adiós. ¿No te parece, Rico?
Rico fue del mismo parecer y dijo a Stineli que ya había ido al cementerio con la misma intención, pero que no pudo encontrar el lugar en que reposaba la pobre abuela. y como Stineli conocía exactamente dónde se hallaba la tumba, guió a su compañero.
Cuando la diligencia se detuvo en Sils, el postillón gritó desde lo alto de su asiento:
— ¿Dónde están los dos muchachos que deben bajar en el lago de Garda? Ayer ya pregunté por ellos.
El chalán les había recomendado muy bien. Al verlos, el postillón les dijo:
— Subid por aquí. Los demás han tenido frío y se han metido en el interior, pero vosotros sois jóvenes.
Les ayudó a subir al imperial, detrás del asiento; tomó una gruesa manta de los caballos y los envolvió tan bien que los dos quedaron convertidos en un paquete. Luego la diligencia reanudó la marcha.
Por primera vez desde que habían vuelto a verse, Rico y Stineli se encontraban, por fin, solos y podían referirse lo ocurrido durante aquellos tres años. Esto es lo que hicieron con la mayor alegría, mientras la diligencia les llevaba rápidamente bajo el estrellado cielo; y no tuvieron sueño durante toda la noche, tanto les complacía el estar juntos en su elevado asiento.
Por la mañana llegaron al lago de Como y por la tarde a Peschiera, a la misma hora en que lo hizo Rico tres años antes. Éste no quería que Stineli viese el lago antes de haberla llevado a su lugar favorito. La condujo, pues, a través de los árboles y, de pronto, llegaron a un lugar descubierto, cerca del puentecito.
Extendíase ante ellos el lago en todo el esplendor de la tarde. Rico y Stineli se sentaron en la orilla suavemente inclinada y miraron; era, en efecto, el mismo lago que Rico había descrito, pero aún más hermoso, porque jamás Stineli pudo imaginar semejantes colores. Sus miradas iban desde las montañas violeta a las aguas brillantes como el oro, y, en el encanto en que estaba sumida, exclamó por fin:
— ¡Es mucho más hermoso que el de Sils!
El mismo Rico no había contemplado nunca su lago tan hermoso como aquella tarde en que gozaba de la compañía de Stinelí. Y, además, aún le quedaba otra alegría, la de la sorpresa que iban a causar a Silvio y a su madre. Nadie pensaba verles llegar tan pronto, pues no les aguardaban hasta ocho días más tarde.
Quedáronse sentados en la playa hasta que se hubo puesto el sol. Rico quiso mostrar a Stineli el lugar en donde recordaba haber visto a su madre lavando algo en el lago, mientras él esperaba sentado sobre la hierba. Le refirió también que después atravesaron el puentecito y que su madre le daba la mano.
— ¿Y adónde fuisteis luego? — preguntó Stineli —. ¿No has vuelto a encontrar la casa en que entrasteis?
Rico meneó la cabeza.
— Cuando subo por allá, por el lado de la vía del ferrocarril, de pronto me parece que me veo en compañía de mi madre, sentada en un escalón y contemplando las flores rojas que están delante de nosotros. Pero ya no hay nada de todo eso y no puedo reconocer el gran camino que subo, porque jamás lo había visto antes.
Rico y Stineli se levantaron; era ya hora de encaminarse al jardín. Rico llevaba la maleta y Stineli la cesta. Cuando entraron en el jardín, Stineli no pudo contener una exclamación:
— ¡Oh, qué hermoso es esto! ¡Qué preciosas flores!
Al oír aquella voz, Silvio se incorporó en su lecho como movido por un resorte y con ensordecedora voz empezó a gritar:
— ¡Aquí están Rico y Stineli!
La madre se figuró, de momento, que tenía un acceso de fiebre. Precipitadamente metió todo lo que tenía en las manos en el fondo del armario en que estaba buscando algo, y sin perder un momento acudió al lado de Silvio. Al mismo tiempo, Rico, en carne y hueso, aparecía en el umbral. La excelente señora, pasando del terror a la alegría, estuvo a punto de derribarlo, porque no había tenido un instante de reposo desde que Rico se marchó, temiendo que la empresa pudiera costarle la vida.
Detrás de Rico apareció una jovencita de rostro tan agradable, que en el acto conquistó el corazón de la impresionable señora Menotti. Mientras ésta sacudía las dos manos de Rico con tal fuerza que casi estuvo a punto de desarticularle las muñecas, Stineli se aproximó a la cama para saludar a Silvio y, pasando su brazo en torno de los flacos hombros del niño, lo miró con rostro tan amable y sonriente como si hubiesen sido antiguos amigos. Silvio la cogió por el cuello e inclinó hacia el suyo propio el rostro de la joven. Luego Stineli dejó encima de la cama un regalo que, al partir, se metió en el primer bolsillo que se le ofreció, con objeto de tenerlo fácilmente al alcance de su mano. Esta obra de arte, que Peterli había preferido siempre a todas sus demás diversiones, era una piña de duras escamas, entre cuyos intersticios había fijado delgados trozos de alambre y en la extremidad de cada uno de esos hilos colgaba una figurita de corcho. Todas bailoteaban de un modo tan divertido y hacían tan cómicas reverencias, sin contar con que tenían las mejillas pintadas con colores brillantes, que Silvio no podía dejar de reírse al contemplarlas.
Una vez la madre se hubo cerciorado de que Rico había vuelto sano y salvo, se acercó, a su vez, a Stineli y la saludó con la mayor cordialidad. Los ojos de la joven eran más elocuentes que su boca, porque como. ignoraba en absoluto el italiano, no tenía más remedio que salir del paso con su propio dialecto. Pero no se apuró por tan poca cosa y muy pronto empezó a expresarse con animación; cuando no encontraba la palabra deseada describía el objeto con toda suerte de gestos, lo cual divertía mucho al pequeño Silvio, a quien le parecía todo aquello. Algo semejante a los juegos en que hay que adivinar alguna cosa.
La señora Menorti se dirigió en seguida al armario en que guardaba las provisiones para la cena y sacó de allí el mantel, los platos, un pollo frio, frutas y vino. Al verlo, Stineli se dispuso a tomar de manos de la señora Menotti todos aquellos objetos y puso la mesa con tan asombrosa prontitud, que la dueña de la casa se quedó sorprendida mirando cómo lo hacía. Antes de que hubiera tenido tiempo de reflexionar lo que había de hacer luego, quedó preparado el plato de Silvio y la carne cortada; y todo esto con tanta ligereza y prontitud que Silvio se quedó encantado.
La señora Menotti se sentó entonces a la mesa y dijo:
— Ya hace mucho tiempo que no he sido servida de este modo. Ahora ven, Stineli, y siéntate con nosotros.
Muy pronto estuvieron todos reunidos en torno de la mesa, cenando alegremente, como si siempre hubiesen estado juntos y no tuviesen que separarse nunca.
Rico empezó a relatar el viaje, en tanto que Stineli se levantaba sin ruido para guardarlo todo ordenadamente en el aparador. Luego se sentó al lado de la cama de Silvio y con sus ágiles dedos hizo toda suerte de figuras, cuyas sombras se proyectaban en la pared. Sin cesar se oía al enfermito que se echaba a reír y exclamaba:
— ¡Una liebre! ¡Un animal con cuernos! ¡Una araña de patas largas!
Transcurrió tan aprisa aquella velada, que cuando dieron las diez, nadie sabía cómo había pasado el tiempo. Rico se levantó, porque había llegado la hora de marcharse, pero se nubló su rostro, dijo «buenas noches» con tono breve y salió Stineli le siguió al jardín y, dándole la mano, le dijo:
— No has de ponerte triste, Rico. ¡Es tan hermoso todo esto! No puedo decirte cuánto me gusta todo y lo feliz que soy. A ti te lo debo. Además volverás mañana y todos los días. ¿No te alegra esto, Rico?
— Sí — contestó él fijando una mirada sombría en Stineli—. Pero, cada noche, cuando estemos mejor, tendré necesidad de marcharme. Ahora veo que no pertenezco a nadie.
— ¿Para qué pensar en eso, Rico? — contestó rápidamente Stineli —. ¿No nos hemos pertenecido siempre uno a otro? Durante tres años enteros no he cesado de regocijarme pensando en el momento en que volveríamos a encontrarnos. Y cuando en mi casa las cosas iban de tal modo que yo casi perdía el ánimo, me decía siempre: «De buena gana haría todo eso si de vez en cuando pudiese gozar de la compañía de Rico». Y ahora que todo se ha arreglado tan bien y que estoy tan alegre, ¿no quieres alegrarte conmigo, Rico?
— Sí — contestó el muchacho, cuyo rostro estaba menos triste. Ya se daba cuenta de que pertenecía a alguien y las palabras de Stineli le dieron el ánimo que le faltaba. Se estrecharon otra vez la mano y Rico salió por la puertecilla.
Cuando Stineli volvió a entrar en la estancia y quiso despedirse de Silvio como le rogaba su madre, hubo otra vez una lucha. El enfermito no quería permitirle que se alejara y repetía gritando:
— ¡Quiero que Stineli esté a mi lado y que se quede aquí! Siempre me dice cosas divertidas y se ríe con los ojos.
Inútil fue cuanto se hizo para convencerle, hasta que, por fin, la madre dijo:
— Pues bien, si retienes a Stineli a tu lado, durante toda la noche, la pobrecilla no podrá dormir. Mañana estará enferma como tú. No podrá levantarse y pasará mucho tiempo sin que la veas.
Entonces Silvio soltó el brazo de Stineli que tenía cogido y le dijo:
— Vete a dormir, Stineli. Pero ven mañana por la mañana, muy temprano.
La niña se lo prometió y la señora Menotti la llevó a una linda habitacioncita que le había preparado; daba al jardín y por la ventana abierta penetraba el delicioso perfume de las flores.
A partir de aquel momento. Stineli fue cada vez más indispensable para el pequeño Silvio; el cual se sentía desgraciado así que ella se alejaba siquiera para ir al jardín. Pero, en cambio, cuando estaba cerca de él, el enfermito se portaba muy bien, hacía todo lo que ella le recomendaba y ya no molestaba en nada a su madre. Incluso parecía que desde la llegada de Stineli aquel niño tan nervioso tenía menos dolores que antes, porque no se le oía gemir mientras la joven estaba a su lado y ya habían transcurrido muchos días desde el primero de su aparición. Hay que añadir, sin embargo, que Stineli tenía un tesoro inagotable de distracciones y de diversiones; todo lo que cogía con la mano. cuanto decía y hacía era para Silvio una ocasión de divertirse. Era evidente que Stineli estaba acostumbrada desde su más tierna infancia a conformarse con el capricho de los niños y a esforzarse en tranquilizarlos con sus palabras, sus gestos, sus miradas y, en una palabra, por medio de sus más pequeños movimientos. Y sin que ella lo sospechase, Stineli era, de pies a cabeza, la compañera más divertida que se pudiese imaginar para un niño como Silvio, quien, gracias a su larga reclusión, se había hecho sensible a las más pequeñas impresiones. Además, Stineli, que lo aprendía todo muy aprisa, comprendió en seguida las palabras que había de decir a Silvio, y así no tardó en empezar a charlotear con él. Cuando se equivocaba en alguna palabra, a Silvio le hacía mucha gracia y no se habría podido inventar nada que le divirtiese más.
Cada vez que la madre veía a Rico, cuando aparecía en el jardín, corría a su encuentro, pues ya podía alejarse de su hijo siempre que le convenía; se lo llevaba para hablarle reservadamente y decirle el tesoro que le había procurado y cuán alegre y feliz era ya el pobrecito enfermo. No podía comprender, decía, que existiese una jovencita semejante. Con Silvio jugaba como una niña y cualquiera juraría que era la primera en divertirse de las cosas que hacían gracia al niño; y en cambio, con ella misma, Stineli hablaba de un modo muy razonable y mostraba toda la experiencia de una mujer en el arreglo y en los trabajos de la casa. Desde que Stineli estaba en ella, las cosas marchaban perfectamente y todos los días eran domingos para la señora Menotti. En una palabra, no podía hallar el modo de elogiar convenientemente las cualidades de Stineli. Y como es natural, Rico escuchaba todo esto muy complacido.
Cuando estaban todos reunidos en la habitación dirigiéndose afectuosas miradas, como quienes gozan de estar juntos y no pueden separarse, cualquiera los reputaría como la gente más feliz del mundo, a la que nada faltaba. Sin embargo, todas las noches, cuando daban las diez, nublábase el rostro de Rico, que cada día se ponía más sombrío. La señora Menotti estaba de tan buen humor que no se daba cuenta de ello, pero Stineli lo observaba muy bien y sufría en silencio, aunque pensando:
— Cualquiera diría que va a estallar una tempestad.
VOCABULARIO
Apurar: Llevar hasta el límite determinada cosa.
Charlotear: Charlar.
Dialecto: Variedad de una lengua que se habla en un determinado territorio.
Elocuente: Que tiene elocuencia, fuerza expresiva.
Estancia: Habitación o sala de una vivienda destinada a ser utilizada habitualmente.
Intersticios: Espacio pequeño entre dos cuerpos o entre dos partes de un mismo cuerpo.
Nublar: Ocultar las nubes el cielo, el Sol o la Luna.
Reclusión: Encierro voluntario o forzoso de una persona en un lugar.
Reputar: Sentir aprecio por determinada cosa.
Sombrío: Que es melancólico y pesimista y se comporta de una manera reservada.
ILUSTRACIONES
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