Cuentos de H. Ch. Andersen

Selección de los mejores cuentos de la literatura universal

“La vida de cada hombre es un cuento de hadas escrito por la mano de Dios”. Hans Christian Andersen

El soldadito de plomo

Hans Christian Andersen

Eranse una vez veinticinco soldados de plomo, todos hermanos, pues los habían fundido de una misma cuchara vieja. Llevaban el fusil al hombro y miraban de frente; el uniforme era precioso, rojo y azul. La primera palabra que escucharon en cuanto se levantó la tapa de la caja que los contenía fue: «¡Soldados de plomo!». La pronunció un chiquillo, dando una gran palmada. Eran el regalo de su cumpleaños, y los alineó sobre la mesa. Todos eran exactamente iguales, excepto uno, que se distinguía un poquito de los demás: le faltaba una pierna, pues había sido fundido el último, y el plomo no bastaba. Pero con una pierna, se sostenía tan firme como los otros con dos, y de él precisamente vamos a hablar aquí.

En la mesa donde los colocaron había otros muchos juguetes, y entre ellos destacaba un bonito castillo de papel, por cuyas ventanas se veían las salas interiores. Enfrente, unos arbolitos rodeaban un espejo que semejaba un lago, en el cual flotaban y se reflejaban unos cisnes de cera. Todo era en extremo primoroso, pero lo más lindo era una muchachita que estaba en la puerta del castillo. De papel también ella, llevaba un hermoso vestido y una estrecha banda azul en los hombros, a modo de fajín, con una reluciente estrella de oropel en el centro, tan grande como su cara. La chiquilla tenía los brazos extendidos, pues era una bailarina, y una pierna levantada, tanto, qué el soldado de plomo, no alcanzando a descubrirla, acabó por creer que sólo tenía una, como él.

«He aquí la mujer que necesito — pensó— . Pero está muy alta para mí: vive en un palacio, y yo por toda vivienda sólo tengo una caja, y además somos veinticinco los que vivimos en ella; no es lugar para una princesa. Sin embargo, intentaré establecer relaciones».

Y se situó detrás de una tabaquera que había sobre la mesa, desde la cual pudo contemplar a sus anchas a la distinguida damita, que continuaba sosteniéndose sobre un pie sin caerse.

Al anochecer, los soldados de plomo fueron guardados en su caja, y los habitantes de la casa se retiraron a dormir. Éste era el momento que los juguetes aprovechaban para jugar por su cuenta, a "visitas", a "guerra", a "baile"; los soldados de plomo alborotaban en su caja, pues querían participar en las diversiones; mas no podían levantar la tapa. El cascanueces todo era dar volteretas, y el pizarrín venga divertirse en la pizarra. Con el ruido se despertó el canario, el cual intervino también en el jolgorio, recitando versos. Los únicos que no se movieron de su sitio fueron el soldado de plomo y la bailarina; ésta seguía sosteniéndose sobre la punta del pie, y él sobre su única pierna; pero sin desviar ni por un momento los ojos de ella.

El reloj dio las doce y, ¡pum!, saltó la tapa de la tabaquera; pero lo que había dentro no era rapé, sino un duendecillo negro. Era un juguete sorpresa.

—  Soldado de plomo — dijo el duende— , ¡no mires así!

Pero el soldado se hizo el sordo.

—  ¡Espera a que llegue la mañana, ya verás! —  añadió el duende.

Cuando los niños se levantaron, pusieron el soldado en la ventana, y, sea por obra del duende o del viento, abrióse ésta de repente, y el soldadito se precipitó de cabeza, cayendo desde una altura de tres pisos. Fue una caída terrible. Quedó clavado de cabeza entre los adoquines, con la pierna estirada y la bayoneta hacia abajo.

La criada y el chiquillo bajaron corriendo a buscarlo; mas, a pesar de que casi lo pisaron, no pudieron encontrarlo. Si el soldado hubiese gritado: «¡Estoy aquí!», indudablemente habrían dado con él, pero le pareció indecoroso gritar, yendo de uniforme.

He aquí que comenzó a llover; las gotas caían cada vez más espesas, hasta convertirse en un verdadero aguacero. Cuando aclaró, pasaron por allí dos mozalbetes callejeros

—  ¡Mira! — exclamó uno— . ¡Un soldado de plomo! ¡Vamos a hacerle navegar! Con un papel de periódico hicieron un barquito, y, embarcando en él. al soldado, lo pusieron en el arroyo; el barquichuelo fue arrastrado por la corriente, y los chiquillos seguían detrás de él dando palmadas de contento. ¡Dios nos proteja! ¡y qué olas, y qué corriente! No podía ser de otro modo, con el diluvio que había caído. El bote de papel no cesaba de tropezar y tambalearse, girando a veces tan bruscamente, que el soldado por poco se marea; sin embargo, continuaba impertérrito, sin pestañear, mirando siempre de frente y siempre arma al hombro.

De pronto, el bote entró bajo un puente del arroyo; aquello estaba oscuro como en su caja.

—  «¿Dónde iré a parar? — pensaba— . De todo esto tiene la culpa el duende. ¡Ay, si al menos aquella muchachita estuviese conmigo en el bote! ¡Poco me importaría esta oscuridad!».

De repente salió una gran rata de agua que vivía debajo el puente.

—  ¡Alto! — gritó—. ¡A ver, tu pasaporte!

Pero el soldado de plomo no respondió; únicamente oprimió con más fuerza el fusil. La barquilla siguió su camino, y la rata tras ella. ¡Uf! ¡Cómo rechinaba los dientes y gritaba a las virutas y las pajas:

—  ¡Detenedlo, detenedlo! ¡No ha pagado peaje! ¡No ha mostrado el pasaporte!

La corriente se volvía cada vez más impetuosa.

El soldado veía ya la luz del sol al extremo del túnel. Pero entonces percibió un estruendo capaz de infundir terror al más valiente.

Imaginad que, en el punto donde terminaba el puente, el arroyo se precipitaba en un gran canal. Para él, aquello resultaba tan peligroso como lo sería para nosotros el caer por una alta catarata.

Estaba ya tan cerca de ella, que era imposible evitarla. El barquito salió disparado, pero nuestro pobre soldadito seguía tan firme como le era posible. ¡Nadie podía decir que había pestañeado siquiera! La barquita describió dos o tres vueltas sobre sí misma con un ruido sordo, inundándose hasta el borde; iba a zozobrar. Al soldado le llegaba el agua al cuello. La barca se hundía por momentos, y el papel se deshacía; el agua cubría ya la cabeza del soldado, que, en aquel momento supremo, acordóse de la linda bailarina, cuyo rostro nunca volvería a contemplar. Parecióle que le decían al oído:

«¡Adiós, adiós, guerrero! ¡Tienes que sufrir la muerte!».

Desgarróse entonces el papel, y el soldado se fue al fondo, pero en el mismo momento se lo tragó un gran pez.

¡Allí sí se estaba oscuro! Peor aún que bajo el puente del arroyo; y, además, ¡tan estrecho!

Pero el soldado seguía firme, tendido cuán largo era, sin soltar el fusil.

El pez continuó sus evoluciones y horribles movimientos, hasta que, por fin, se quedó quieto, y en su interior penetró un rayo de luz.

Hízose una gran claridad, y alguien exclamó: —  ¡El soldado de plomo!—  El pez había sido pescado, llevado al mercado y vendido; y, ahora estaba en la cocina, donde la cocinera lo abría con un gran cuchillo. Cogiendo por el cuerpo con dos dedos el soldadito, lo llevó a la sala, pues todos querían ver aquel personaje extraño salido del estómago del pez; pero el soldado de plomo no se sentía nada orgulloso. Pusiéronlo de pie sobre la mesa y —  ¡qué cosas más raras ocurren a veces en el mundo! —  encontróse en el mismo cuarto de antes, con los mismos niños y los mismos juguetes sobre la mesa, sin que faltase el soberbio palacio y la linda bailarina, siempre sosteniéndose sobre la punta del pie y con la otra pierna al aire. Aquello conmovió a nuestro soldado, y estuvo a punto de llorar lágrimas de plomo. Pero habría sido poco digno de él. La miró sin decir palabra.

En éstas, uno de los chiquillos, cogiendo al soldado, lo tiró a la chimenea, sin motivo alguno; seguramente la culpa la tuvo el duende de la tabaquera.

El soldado de plomo quedó todo iluminado y sintió un calor espantoso, aunque no sabía si era debido al fuego o al amor. Sus colores se habían borrado también, a consecuencia del viaje o por la pena que sentía; nadie habría podido decirlo.

Miró de nuevo a la muchacha, encontráronse las miradas de los dos, y él sintió que se derretía, pero siguió firme, arma al hombro. Abrióse la puerta, y una ráfaga de viento se llevó a la bailarina, que, cual una sílfide, se levantó volando para posarse también en la chimenea, junto al soldado; se inflamó y desapareció en un instante. A su vez, el soldadito se fundió, quedando reducido a una pequeña masa informe. Cuando, al día siguiente, la criada sacó las cenizas de la estufa, no quedaba de él más que un trocito de plomo; de la bailarina, en cambio, había quedado la estrella de oropel, carbonizada y negra.

FIN

El patito feo

Hans Christian Andersen

¡Qué hermosa estaba la campiña! Había llegado el verano: el trigo estaba amarillo; la avena, verde; la hierba de los prados, cortada ya, quedaba recogida en los pajares, en cuyos tejados se paseaba la cigüeña, con sus largas patas rojas, hablando en egipcio, que era la lengua que le enseñara su madre. Rodeaban los campos y prados grandes bosques, y entre los bosques se escondían lagos profundos. ¡Qué hermosa estaba la campiña! Bañada por el sol levantábase una mansión señorial, rodeada de hondos canales, y desde el muro hasta el agua crecían grandes plantas trepadoras formando una bóveda tan alta que dentro de ella podía estar de pie un niño pequeño, mas por dentro estaba tan enmarañado, que parecía el interior de un bosque. En medio de aquella maleza, una gansa, sentada en el nido, incubaba sus huevos.

Estaba ya impaciente, pues ¡tardaban tanto en salir los polluelos, y recibía tan pocas visitas! Los demás patos preferían nadar por los canales, en vez de entrar a hacerle compañía y charlar un rato.

Por fin empezaron a abrirse los huevos, uno tras otro. «¡Pip, pip!», decían los pequeños; las yemas habían adquirido vida y los patitos asomaban la cabecita por la cáscara rota.

—  ¡Cuac, cuac! —  gritaban con todas sus fuerzas, mirando a todos lados por entre las verdes hojas. La madre los dejaba, pues el verde es bueno para los ojos.

—  ¡Qué grande es el mundo! — exclamaron los polluelos, pues ahora tenían mucho más sitio que en el interior del huevo.

—  ¿Creéis que todo el mundo es esto? — dijo la madre—. Pues andáis muy equivocados. El mundo se extiende mucho más lejos, hasta el otro lado del jardín, y se mete en el campo del cura, aunque yo nunca he estado allí. ¿Estáis todos? — prosiguió, incorporándose—. Pues no, no los tengo todos; el huevo gordote no se ha abierto aún. ¿Va a tardar mucho? ¡Ya estoy hasta la coronilla de tanto esperar!

—  Bueno, ¿Qué tal vamos? — preguntó una vieja gansa que venía de visita.

—  ¡Este huevo que no termina nunca! — respondió la clueca— . No quiere salir. Pero mira los demás patitos: ¿verdad que son lindos? Todos se parecen a su padre; y el sinvergüenza no viene a verme.

—  Déjame ver el huevo que no quiere romper — dijo la vieja—. Creéme, esto es un huevo de pava; también a mi me engañaron una vez, y pasé muchas fatigas con los polluelos, pues le tienen miedo al agua. No pude con él; me desgañité y lo puse verde, pero todo fue inútil.

A ver el huevo. Sí, es un huevo de pava. Déjalo y enseña a los otros a nadar.

—  Lo empollaré un poquitín más dijo la clueca— . ¡Tanto tiempo he estado encima de él, que bien puedo esperar otro poco!

—  ¡Cómo quieras! — contestó la otra, despidiéndose.

Al fin se partió el huevo. «¡Pip, pip!» hizo el polluelo, saliendo de la cáscara. Era gordo y feo; la gansa se quedó mirándolo:

—  Es un pato enorme — dijo— ; no se parece a ninguno de los otros; ¿será un pavo? Bueno, pronto lo sabremos; del agua no se escapa, aunque tenga que zambullirse a trompazos.

El día siguiente amaneció espléndido; el sol bañaba las verdes hojas de la enramada. La madre se fue con toda su prole al canal y, ¡plas!, se arrojó al agua.

— «¡Cuac, cuac!» — gritaba, y un polluelo tras otro se fueron zambullendo también; el agua les cubrió la cabeza, pero enseguida volvieron a salir a flote y se pusieron a nadar tan lindamente. Las patitas se movían por sí solas y todos chapoteaban, incluso el último polluelo gordote y feo.

—  Pues no es pavo — dijo la madre—. ¡Fíjate cómo mueve las patas, y qué bien se sostiene! Es hijo mío, no hay duda. En el fondo, si bien se mira, no tiene nada de feo, al contrario. ¡Cuac, cuac! Venid conmigo, os enseñaré el gran mundo, os presentaré a los patos del corral. Pero no os alejéis de mi lado, no fuese que alguien os atropellase; y ¡mucho cuidado con el gato!

Y se encaminaron al corral de los patos, donde había un barullo espantoso, pues dos familias se disputaban una cabeza de anguila. Y al fin fue el gato quien se quedó con ella.

—  ¿Veis? Así va el mundo — dijo la gansa madre, afilándose el pico, pues también ella hubiera querido pescar el botín— . ¡Servíos de las patas! Y a ver si os despabiláis. Id a hacer una reverencia a aquel pato viejo de allí; es el más ilustre de todos los presentes; es de raza española, por eso está tan gordo. Ved la cinta colorada que lleva en la pata; es la mayor distinción que puede otorgarse a un pato. Es para que no se pierda y para que todos lo reconozcan, personas y animales. ¡Ala, sacudiros! No metáis los pies para dentro. Los patitos bien educados andan con las piernas esparrancadas, como papá y mamá. ¡Así!, ¿veis? Ahora inclinad el cuello y decir: «¡cuac!».

Todos obedecieron, mientras los demás gansos del corral los miraban, diciendo en voz alta:

—  ¡Vaya! sólo faltaban éstos; ¡como si no fuésemos ya bastantes! Y, ¡qué asco! Fijaos en aquel pollito: ¡a ése sí que no lo toleramos! — . Y enseguida se adelantó un ganso y le propinó un picotazo en el pescuezo.

—  ¡Déjalo en paz! — exclamó la madre—. No molesta a nadie.

—  Sí, pero es gordote y extraño — replicó el agresor— ; habrá que sacudirlo.

—  Tiene usted unos hijos muy guapos, señora — dijo el viejo de la pata vendada—. Lástima de este gordote; ése sí que es un fracaso. Me gustaría que pudieras hacerlo de nuevo.

—  Eso ni pensarlo, señora — dijo la madre—. Cierto que no es hermoso, pero tiene buen corazón y nada tan bien como los demás; incluso diría que mejor. Me figuro que al crecer se arreglará, y que con el tiempo perderá volumen. Estuvo muchos días en el huevo, y por eso ha salido demasiado robusto —. Y con el pico le pellizcó el pescuezo y le alisó el plumaje — . Además, es macho — prosiguió— , así que no importa gran cosa. Estoy segura de que será muy fuerte y se abrirá camino en la vida.

—  Los demás polluelos son encantadores de veras — dijo el viejo—. Considérese usted en casa; y si encuentra una cabeza de anguila, haga el favor de traérmela.

Y de este modo tomaron posesión de la casa. El pobre patito feo no recibía sino picotazos y empujones, y era el blanco de las burlas de todos, lo mismo de los gansos que de las gallinas. «¡Qué ridículo!», se reían todos, y el pavo, que por haber venido al mundo con espolones se creía el emperador, se henchía como un barco a toda vela y arremetía contra el patito, con la cabeza colorada de rabia. El pobre animalito nunca sabía dónde meterse; estaba muy triste por ser feo y porque era la chacota de todo el corral.

Así transcurrió el primer día; pero en los sucesivos las cosas se pusieron aún peor. Todos acosaban al patito; incluso sus hermanos lo trataban brutalmente, y no cesaban de gritar:

— ¡Así te pescara el gato, bicho asqueroso!; y hasta la madre deseaba perderlo de vista. Los patos lo picoteaban; las gallinas lo golpeaban, y la muchacha encargada de repartir el pienso lo apartaba a puntapiés.

Entonces el patito huyó del corral. De un revuelo saltó por encima de la cerca, con gran susto de los pajaritos que estaban en los arbustos, que se echaron a volar por los aires.

“¡Es porque soy tan feo!” pensó el patito, cerrando los ojos. Pero así y todo siguió corriendo hasta que, por fin, llegó a los grandes pantanos donde viven los patos salvajes, y allí se pasó toda la noche abrumado de cansancio y tristeza.

A la mañana siguiente, los patos salvajes remontaron el vuelo y miraron a su nuevo compañero.

—¿Y tú qué cosa eres? —le preguntaron, mientras el patito les hacía reverencias en todas direcciones, lo mejor que sabía.

—¡Eres más feo que un espantapájaros! —dijeron los patos salvajes—. Pero eso no importa, con tal que no quieras casarte con una de nuestras hermanas.

¡Pobre patito! Ni soñaba él con el matrimonio. Sólo quería que lo dejasen estar tranquilo entre los juncos y tomar un poquito de agua del pantano.

Unos días más tarde aparecieron por allí dos gansos salvajes. No hacía mucho que habían dejado el nido: por eso eran tan impertinentes.

—Mira, muchacho —comenzaron diciéndole—, eres tan feo que nos caes simpático. ¿Quieres emigrar con nosotros? No muy lejos, en otro pantano, viven unas gansitas salvajes muy presentables, todas solteras, que saben graznar espléndidamente. Es la oportunidad de tu vida, feo y todo como eres.

— ¡Bang, bang! —se escuchó en ese instante por encima de ellos, y los dos gansos cayeron muertos entre los juncos, tiñendo el agua con su sangre. Al eco de nuevos disparos se alzaron del pantano las bandadas de gansos salvajes, con lo que menudearon los tiros. Se había organizado una importante cacería y los tiradores rodeaban los pantanos; algunos hasta se habían sentado en las ramas de los árboles que se extendían sobre los juncos. Nubes de humo azul se esparcieron por el oscuro boscaje, y fueron a perderse lejos, sobre el agua.

Los perros de caza aparecieron chapaleando entre el agua, y, a su avance, doblándose aquí y allá las cañas y los juncos. Aquello aterrorizó al pobre patito feo, que ya se disponía a ocultar la cabeza bajo el ala cuando apareció junto a él un enorme y espantoso perro: la lengua le colgaba fuera de la boca y sus ojos miraban con brillo temible. Le acercó el hocico, le enseñó sus agudos dientes, y de pronto… ¡plaf!… ¡allá se fue otra vez sin tocarlo!

El patito dio un suspiro de alivio.

—Por suerte soy tan feo que ni los perros tienen ganas de comerme —se dijo. Y se tendió allí muy quieto, mientras los perdigones repiqueteaban sobre los juncos, y las descargas, una tras otra, atronaban los aires.

Era muy tarde cuando las cosas se calmaron, y aún entonces el pobre no se atrevía a levantarse. Esperó todavía varias horas antes de arriesgarse a echar un vistazo, y, en cuanto lo hizo, enseguida se escapó de los pantanos tan rápido como pudo. Echó a correr por campos y praderas; pero hacía tanto viento, que le costaba no poco trabajo mantenerse sobre sus pies.

Hacia el crepúsculo llegó a una pobre cabaña campesina. Se sentía en tan mal estado que no sabía de qué parte caerse, y, en la duda, permanecía de pie. El viento soplaba tan ferozmente alrededor del patito que éste tuvo que sentarse sobre su propia cola, para no ser arrastrado. En eso notó que una de las bisagras de la puerta se había caído, y que la hoja colgaba con una inclinación tal que le sería fácil filtrarse por la estrecha abertura. Y así lo hizo.

En la cabaña vivía una anciana con su gato y su gallina. El gato, a quien la anciana llamaba “Hijito”, sabía arquear el lomo y ronronear; hasta era capaz de echar chispas si lo frotaban a contrapelo. La gallina tenía unas patas tan cortas que le habían puesto por nombre “Chiquitita Piernascortas”. Era una gran ponedora y la anciana la quería como a su propia hija.

Cuando llegó la mañana, el gato y la gallina no tardaron en descubrir al extraño patito. El gato lo saludó ronroneando y la gallina con su cacareo.

—Pero, ¿Qué pasa? —preguntó la vieja, mirando a su alrededor. No andaba muy bien de la vista, así que se creyó que el patito feo era una pata regordeta que se había perdido—. ¡Qué suerte! —dijo—. Ahora tendremos huevos de pata. ¡Con tal que no sea macho! Le daremos unos días de prueba.

Así que al patito le dieron tres semanas de plazo para poner, al término de las cuales, por supuesto, no había ni rastros de huevo. Ahora bien, en aquella casa el gato era el dueño y la gallina la dueña, y siempre que hablaban de sí mismos solían decir: “nosotros y el mundo”, porque opinaban que ellos solos formaban la mitad del mundo, y lo que es más, la mitad más importante. Al patito le parecía que sobre esto podía haber otras opiniones, pero la gallina ni siquiera quiso oírlo.

— ¿Puedes poner huevos? —le preguntó.

— No.

— Pues entonces, ¡cállate!

Y el gato le preguntó:

— ¿Puedes arquear el lomo, o ronronear, o echar chispas?

— No.

— Pues entonces, guárdate tus opiniones cuando hablan las personas sensatas.

Con lo que el patito fue a sentarse en un rincón, muy desanimado. Pero de pronto recordó el aire fresco y el sol, y sintió una nostalgia tan grande de irse a nadar en el agua que —¡no pudo evitarlo!— fue y se lo contó a la gallina.

—¡Vamos! ¿Qué te pasa? —le dijo ella—. Bien se ve que no tienes nada que hacer; por eso piensas tantas tonterías. Te las sacudirías muy pronto si te dedicaras a poner huevos o a ronronear.

—¡Pero es tan sabroso nadar en el agua! —dijo el patito feo—. ¡Tan sabroso zambullir la cabeza y bucear hasta el mismo fondo!

—Sí, muy agradable —dijo la gallina—. Me parece que te has vuelto loco. Pregúntale al gato, ¡no hay nadie tan listo como él! ¡Pregúntale a nuestra vieja ama, la mujer más sabia del mundo! ¿Crees que a ella le gusta nadar y zambullirse?

—No me comprendes —dijo el patito.

—Pues si yo no te comprendo, me gustaría saber quién podrá comprenderte. De seguro que no pretenderás ser más sabio que el gato y la señora, para no mencionarme a mí misma. ¡No seas tonto, muchacho! ¿No te has encontrado un cuarto cálido y confortable, donde te hacen compañía quienes pueden enseñarte? Pero no eres más que un tonto, y a nadie le hace gracia tenerte aquí. Te doy mi palabra de que si te digo cosas desagradables es por tu propio bien: sólo los buenos amigos nos dicen las verdades. Haz ahora tu parte y aprende a poner huevos o a ronronear y echar chispas.

—Creo que me voy a recorrer el ancho mundo —dijo el patito.

—Sí, vete — dijo la gallina.

Y así fue como el patito se marchó. Nadó y se zambulló; pero ningún ser viviente quería tratarse con él por lo feo que era.

Pronto llegó el otoño. Las hojas en el bosque se tornaron amarillas o pardas; el viento las arrancó y las hizo girar en remolinos, y los cielos tomaron un aspecto hosco y frío. Las nubes colgaban bajas, cargadas de granizo y nieve, y el cuervo, que solía posarse en la tapia, graznaba “¡cau, cau!”, de frío que tenía. Sólo de pensarlo le daban a uno escalofríos. Sí, el pobre patito feo no lo estaba pasando muy bien.

Cierta tarde, mientras el sol se ponía en un maravilloso crepúsculo, emergió de entre los arbustos una bandada de grandes y hermosas aves. El patito no había visto nunca unos animales tan espléndidos. Eran de una blancura resplandeciente, y tenían largos y esbeltos cuellos. Eran cisnes. A la vez que lanzaban un fantástico grito, extendieron sus largas, sus magníficas alas, y remontaron el vuelo, alejándose de aquel frío hacia los lagos abiertos y las tierras cálidas.

Se elevaron muy alto, muy alto, allá entre los aires, y el patito feo se sintió lleno de una rara inquietud. Comenzó a dar vueltas y vueltas en el agua lo mismo que una rueda, estirando el cuello en la dirección que seguían, que él mismo se asustó al oírlo. ¡Ah, jamás podría olvidar aquellos hermosos y afortunados pájaros! En cuanto los perdió de vista, se sumergió derecho hasta el fondo, y se hallaba como fuera de sí cuando regresó a la superficie. No tenía idea de cuál podría ser el nombre de aquellas aves, ni de adónde se dirigían, y, sin embargo, eran más importantes para él que todas las que había conocido hasta entonces. No las envidiaba en modo alguno: ¿Cómo se atrevería siquiera a soñar que aquel esplendor pudiera pertenecerle? Ya se daría por satisfecho con que los patos lo tolerasen, ¡pobre criatura estrafalaria que era!

¡Cuán frío se presentaba aquel invierno! El patito se veía forzado a nadar incesantemente para impedir que el agua se congelase en torno suyo.

Pero cada noche el hueco en que nadaba se hacía más y más pequeño. Vino luego una helada tan fuerte, que el patito, para que el agua no se cerrase definitivamente, ya tenía que mover las patas todo el tiempo en el hielo crujiente. Por fin, debilitado por el esfuerzo, quedose muy quieto y comenzó a congelarse rápidamente sobre el hielo.

A la mañana siguiente, muy temprano, lo encontró un campesino. Rompió el hielo con uno de sus zuecos de madera, lo recogió y lo llevó a casa, donde su mujer se encargó de revivirlo.

Los niños querían jugar con él, pero el patito feo tenía terror de sus travesuras y, con el miedo, fue a meterse revoloteando en la paila de la leche, que se derramó por todo el piso. Gritó la mujer y dio unas palmadas en el aire, y él, más asustado, se metió de un vuelo en el barril de la mantequilla, y desde allí se lanzó de cabeza al cajón de la harina, de donde salió hecho una lástima. ¡Había que verlo! Chillaba la mujer y quería darle con la escoba, y los niños tropezaban unos con otros tratando de echarle mano. ¡Cómo gritaban y se reían! Fue una suerte que la puerta estuviese abierta. El patito se precipitó afuera, entre los arbustos, y se hundió, atolondrado, entre la nieve recién caída.

Pero sería demasiado cruel describir todas las miserias y trabajos que el patito tuvo que pasar durante aquel crudo invierno. Había buscado refugio entre los juncos cuando las alondras comenzaron a cantar y el sol a calentar de nuevo: llegaba la hermosa primavera.

Entonces, de repente, probó sus alas: el zumbido que hicieron fue mucho más fuerte que otras veces, y lo arrastraron rápidamente a lo alto. Casi sin darse cuenta, se halló en un vasto jardín con manzanos en flor y fragantes lilas, que colgaban de las verdes ramas sobre un sinuoso arroyo. ¡Oh, qué agradable era estar allí, en la frescura de la primavera! Y en eso surgieron frente a él de la espesura tres hermosos cisnes blancos, rizando sus plumas y dejándose llevar con suavidad por la corriente. El patito feo reconoció a aquellas espléndidas criaturas que una vez había visto levantar el vuelo, y se sintió sobrecogido por un extraño sentimiento de melancolía.

—¡Volaré hasta esas regias aves! —se dijo—. Me darán de picotazos hasta matarme, por haberme atrevido, feo como soy, a aproximarme a ellas. Pero, ¡qué importa! Mejor es que ellas me maten, a sufrir los pellizcos de los patos, los picotazos de las gallinas, los golpes de la muchacha que cuida las aves y los rigores del invierno.

Y así, voló hasta el agua y nadó hacia los hermosos cisnes. En cuanto lo vieron, se le acercaron con las plumas encrespadas.

—¡Sí, mátenme, mátenme! —gritó la desventurada criatura, inclinando la cabeza hacia el agua en espera de la muerte. Pero, ¿qué es lo que vio allí en la límpida corriente? ¡Era un reflejo de sí mismo, pero no ya el reflejo de un pájaro torpe y gris, feo y repugnante, no, sino el reflejo de un cisne!

Poco importa que se nazca en el corral de los patos, siempre que uno salga de un huevo de cisne. Se sentía realmente feliz de haber pasado tantos trabajos y desgracias, pues esto lo ayudaba a apreciar mejor la alegría y la belleza que le esperaban. Y los tres cisnes nadaban y nadaban a su alrededor y lo acariciaban con sus picos.

En el jardín habían entrado unos niños que lanzaban al agua pedazos de pan y semillas. El más pequeño exclamó:

—¡Ahí va un nuevo cisne!

Y los otros niños corearon con gritos de alegría:

—¡Sí, hay un cisne nuevo!

Y batieron palmas y bailaron, y corrieron a buscar a sus padres. Había pedacitos de pan y de pasteles en el agua, y todo el mundo decía:

—¡El nuevo es el más hermoso! ¡Qué joven y esbelto es!

Y los cisnes viejos se inclinaron ante él. Esto lo llenó de timidez, y escondió la cabeza bajo el ala, sin que supiese explicarse la razón. Era muy, pero muy feliz, aunque no había en él ni una pizca de orgullo, pues este no cabe en los corazones bondadosos. Y mientras recordaba los desprecios y humillaciones del pasado, oía cómo todos decían ahora que era el más hermoso de los cisnes. Las lilas inclinaron sus ramas ante él, bajándolas hasta el agua misma, y los rayos del sol eran cálidos y amables. Rizó entonces sus alas, alzó el esbelto cuello y se alegró desde lo hondo de su corazón:

Jamás soñé que podría haber tanta felicidad, allá en los tiempos en que era sólo un patito feo.

FIN

El ruiseñor

Hans Christian Andersen

En China, como sabes, el Emperador es chino, y chinos son también todos sus súbditos. Hace ya muchos años de esto, pero por eso mismo, antes de que se olvide, merece la pena que escuches esta historia.

El palacio del Emperador era el más espléndido del mundo, todo él de la más fina porcelana, tan precioso pero tan frágil que había que extremar las precauciones antes de tocar nada. En el jardín abundaban las flores más preciosas, y de las más maravillosas pendían campanillas de plata que tintineaban para que nadie pudiera pasar ante ellas sin observarlas. Sí, en el jardín del Emperador todo estaba diseñado con sumo ingenio, y era tan extenso que hasta el mismo jardinero desconocía dónde estaba su final. En el caso de que lograras alcanzarlo, te encontrarías con el bosque más espléndido, con altos árboles y profundos lagos. Aquel bosque llegaba hasta el hondo mar, que era de un azul intenso; grandes embarcaciones podían navegar bajo las ramas, y en ellas vivía un ruiseñor que cantaba como los ángeles, tan bien lo hacía que, incluso el pobre pescador, a pesar de sus muchas preocupaciones, cuando salía por la noche a recoger las redes, se detenía a escuchar su alegre canto.

— ¡Dios mío, qué trinos más hermosos! — exclamaba; pero tenía que atender a sus tareas y se olvidaba del pájaro, aunque sólo hasta la siguiente noche; al escucharlo de nuevo, repetía:

— ¡Dios mío, qué melodía tan hermosa!

De todos los países del mundo llegaban viajeros a la ciudad imperial, a la que admiraban tanto como al palacio y al jardín; pero cuando oían al ruiseñor, siempre decían:

— ¡Pero esto es lo mejor!

De regreso a sus tierras los viajeros lo contaban, y los sabios escribían muchos libros sobre la ciudad, el palacio y el jardín, pero no olvidaban nunca al ruiseñor, al que consideraban lo más importante; y los poetas componían inspiradísimos poemas sobre el ruiseñor que cantaba en el bosque, junto al hondo mar.

Aquellos libros dieron la vuelta al mundo, y algunos llegaron hasta el Emperador. Sentado en su trono de oro leía y leía, y de vez en cuando hacía con la cabeza gestos de aprobación, pues le complacía leer aquellas magníficas descripciones de la ciudad, del palacio y del jardín. «Pero lo mejor de todo, sin embargo, es el ruiseñor», decía el libro.

— ¿Qué es esto? — gritó el Emperador—. ¿El ruiseñor? ¡Jamás he oído hablar de él!. ¿Hay un pájaro semejante en mi Imperio, y precisamente en mi jardín? Nadie me ha hablado de él. ¡Y tengo que enterarme leyéndolo en los libros!

Y entonces llamó al mayordomo de palacio, que era tan importante que, cuando una persona de rango inferior se atrevía a dirigirle la palabra para preguntarle algo, se limitaba a contestar:

— ¡P!— , que no significaba nada.

— ¡Tenemos aquí un pájaro extraordinario, llamado ruiseñor! — dijo el Emperador— . Dicen que es lo mejor que existe en mi Imperio. ¿Por qué no me han hablado nunca de él?

— Nunca he oído ese nombre — dijo el mayordomo—. Jamás ha sido presentado en la Corte.

— ¡Pues ordeno que venga aquí esta noche a cantar para mí! — dijo el Emperador—. El mundo entero conoce lo que tengo, menos yo.

— Jamás he oído ese nombre — repitió el mayordomo—. Lo buscaré y lo encontraré.

¿Pero dónde encontrarlo? El mayordomo subió y bajó todas las escaleras y recorrió salas y pasillos. Nadie de cuantos interrogó había oído hablar del ruiseñor. Y el mayordomo, volviendo al Emperador, le dijo que probablemente era una de esas fábulas que ponen en los libros.

— Vuestra Majestad Imperial no debe creer todo lo que se escribe; son fantasías y algo que llaman magia negra.

— Pero el libro donde lo he leído me lo ha enviado el poderoso emperador del Japón — dijo el Soberano— ; por lo tanto, no puede contener falsedades. ¡Quiero oír al ruiseñor! ¡Que acuda esta noche a mi presencia! Es mi imperial deseo. Si no se presenta, todos los cortesanos serán pateados en el estómago después de cenar.

— ¡Tsing-pe! — dijo el mayordomo, y corriendo a subir y bajar escaleras y a atravesar salas y pasillos, y media Corte corriendo con él, pues a nadie le hacía gracia que le dieran patadas en la barriga. Todos preguntaban por el extraordinario ruiseñor, conocido por todo el mundo, pero que la Corte no conocía.

Finalmente dieron en la cocina con una pobre moza, que dijo:

— ¡Dios mío, el ruiseñor! Pues claro que lo conozco. ¡Qué bien canta! Todas las noches me permiten que lleve algunas sobras de la mesa a mi pobre madre enferma, que vive cerca de la playa, y al regresar estoy tan cansada que me siento a descansar en el bosque. Entonces oigo al ruiseñor. Se me llenan los ojos de lágrimas, como si me besara mi madre. Es un recuerdo que me embarga de emoción.

— Pequeña friegaplatos — dijo el mayordomo—, te daré un empleo fijo en la cocina y permiso para ver comer al Emperador, si nos traes al ruiseñor, pues está citado para esta noche.

Todos se dirigieron al bosque, donde el ruiseñor solía cantar; media Corte formaba la expedición. Nada más llegar, comenzó a mugir una vaca.

— ¡Oh! — exclamó un cortesano—. ¡Ya lo tenemos! ¡Pero qué fuerza tan extraordinaria para un animal tan pequeño! Sin embargo, estoy seguro de haberlo oído antes.

— No, eso es una vaca que muge — dijo la muchacha—. Aún tenemos que andar mucho para llegar al sitio.

Luego oyeron las ranas croando en una charca.

— ¡Magnífico! — exclamó el capellán imperial de los chinos—. Ya lo oigo, suena como campanillas de iglesia.

— ¡Que va, si son las ranas! — contestó la moza—. Pero creo que pronto lo oiremos.

Y en seguida el ruiseñor se puso a cantar.

— ¡Es él! — dijo la muchachita—. ¡Escuchen, escuchen! ¡Allí está! — y señaló un pajarito gris posado en una rama.

— ¿Es posible? — dijo el mayordomo—. Jamás lo habría imaginado así. ¡Qué vulgar! Sin duda que ha perdido el color al ver a unos personajes tan distinguidos que han venido a verlo.

— ¡Pequeño ruiseñor! — dijo en voz alta la muchachita—, ¡nuestro gracioso Emperador quiere que cantes para él.

— ¡Con sumo placer! — respondió el ruiseñor, y lo dijo cantando que daba gusto oírlo.

— ¡Parecen campanitas de cristal! — observó el mayordomo.

— ¡Miren cómo emplea su garganta! Es raro que nunca lo hayamos oído. Causará sensación en la Corte.

— ¿Quieren que vuelva a cantar para el Emperador? — preguntó el ruiseñor, que creía que el Emperador estaba allí.

— Mi pequeño y excelente ruiseñor — dijo el mayordomo— , tengo el grato honor de invitaros a una gran fiesta en palacio esta noche, donde podréis deleitar a Su Imperial Majestad con vuestro delicioso canto.

— Suena mejor en el bosque — dijo el ruiseñor; pero los acompañó de buen grado cuando le dijeron que era un deseo del Emperador.

En palacio todo había sido pulido y abrillantado. Las paredes y el suelo, que eran de porcelana, brillaban a la luz de miles de lámparas de oro. Las flores más exquisitas, dispuestas con sus campanillas, habían sido colocadas en los pasillos; las constantes carreras de los cortesanos por los corredores, para que todo estuviera en su punto, producían tales corrientes de aire que las campanillas no cesaban de sonar y no podía oírse ni la propia voz de uno.

En medio del gran salón donde se sentaba el Emperador, había una percha de oro para el ruiseñor. Toda la Corte estaba presente, y la pequeña pinche de cocina había recibido autorización para situarse detrás de la puerta, pues ya era considerada como una cocinera de la Corte. Todos llevaban sus vestidos de gala, y todos miraban al pajarillo gris, a quien el Emperador hizo la señal de que podía comenzar.

Y el ruiseñor cantó tan deliciosamente que las lágrimas asomaron a los ojos del Emperador; y cuando el pájaro las vio surcar sus mejillas, volvió a cantar con mayor belleza, hasta llegarle al corazón. El Emperador quedó tan complacido que dijo que regalaría su babucha de oro al ruiseñor para que se la colgase del cuello. Mas el ruiseñor le dio las gracias, diciéndole que ya se consideraba suficientemente recompensado.

— El haber visto lágrimas en los ojos del Emperador es para mí el mejor premio. Las lágrimas de un Emperador tienen un poder mágico. Bien sabe Dios que he quedado bien recompensado — y reanudó su canto con su dulce y melodiosa voz.

— ¡Es lo más delicioso que he oído en mi vida! — dijeron todas las damas; y se fueron a tomar un buche de agua para gargarizar cuando alguien hablase con ellas; pues creían que de esta forma también ellas podían parecer ruiseñores. Sí, hasta los lacayos y las camareras expresaron su aprobación, y esto quería decir mucho, pues de todos eran los más difíciles de contentar. No cabía duda de que el ruiseñor había tenido un éxito absoluto.

Se quedaría a vivir en la Corte, con derecho a jaula propia, y con libertad para salir de paseo dos veces durante el día y una vez por la noche. Pusieron a su servicio doce criados, cada uno de los cuales sujetaba con firmeza una cinta de seda que le habían atado alrededor de la pata. La verdad es que no eran especialmente divertidas aquellas excursiones.

La ciudad entera hablaba del extraordinario pájaro, y cuando dos se encontraban, se saludaban diciendo el uno: «Rui» y respondiendo el otro: «Señor»; y suspiraban y se entendían entre sí. Hubo incluso once verduleras que pusieron su nombre a sus hijos, pero ninguno de ellos tuvo aptitudes musicales.

Un día el Emperador recibió un gran paquete con el letrero: «Ruiseñor».

— He aquí un nuevo libro sobre nuestro famoso pájaro — exclamó el Emperador. Pero no era ningún libro, sino un pequeño robot colocado en una jaula: un ruiseñor artificial, que se parecía al vivo, pero recubierto de diamantes, rubíes y zafiros. En cuanto se le daba cuerda cantaba la misma melodía que cantaba el verdadero, levantando y bajando la cola; todo él centelleaba de plata y oro. Llevaba una cintita colgada del cuello con el letrero: «El ruiseñor del Emperador del Japón es pobre en comparación con el del Emperador de la China».

— ¡Soberbio! — exclamaron todos, y el emisario que había traído el pájaro artificial recibió al instante el título de Gran Proveedor de Ruiseñores Imperiales.

— Ahora deben de cantar juntos. ¡Qué gran dúo harán!

Y los hicieron cantar juntos; pero la cosa no tuvo éxito, pues el ruiseñor auténtico cantaba a su manera y el artificial iba a piñón fijo.

— No se le puede reprochar nada — dijo el Director de la Orquesta Imperial —; lleva el compás magistralmente y sigue mi método al pie de la letra.

Así es que el pájaro artificial tuvo que cantar solo. De esta forma obtuvo tanto éxito como el auténtico, y además, era mucho más bonito, pues brillaba como una pulsera o un broche.

Cantó treinta y tres veces la misma melodía, sin cansarse en absoluto. Los cortesanos querían oírla de nuevo, pero el Emperador opinó que también el ruiseñor verdadero debía cantar un poco. Pero, ¿Dónde estaba? Nadie se había dado cuenta de que, volando por la ventana abierta, había vuelto a su verde bosque.

— ¿Qué cosa más extraña? — dijo el Emperador; y todos los cortesanos lo llenaron de improperios, y tuvieron al ruiseñor por un pájaro extremadamente desagradecido.

— ¡Pero tenemos el mejor pájaro! — dijeron—, y el ave artificial hubo de cantar de nuevo, repitiendo por trigésima cuarta vez la misma canción; pero como era muy difícil no consiguieron aprendérsela. El Director de la Orquesta Imperial lo alabó extraordinariamente, asegurando que era mejor que el ruiseñor auténtico, no sólo en lo concerniente al plumaje y los espléndidos diamantes, sino también en lo interno.

— Pues consideren sus Señorías, y especialmente Vuestra Majestad, que con el ruiseñor auténtico nunca se puede predecir lo que va a cantar. En cambio, en el artificial todo está determinado de antemano; se oirá tal cosa y tal otra, y nada más. Puede uno darse cuenta de cómo funciona; se puede abrir y observar el ingenio con que están dispuestos los engranajes, cómo se mueven con total exactitud, sin que ocurra ninguna imprevisión.

— Eso pensamos todos — dijeron los cortesanos, y el Director de la Orquesta Imperial fue autorizado para que el próximo domingo mostrara el pájaro al pueblo—. Podrán todos oírlo cantar — dijo el Emperador; y lo oyeron, y quedaron tan satisfechos como si se hubiesen emborrachado con té, pues así es como lo hacen los chinos; y todos gritaron: «¡Oh!», y levantaban el dedo, aquel con el que se rebañan las cacerolas, y asentían con la cabeza. Pero los pobres pescadores que habían oído al ruiseñor de verdad, dijeron:

— No está mal; las melodías se parecen, pero le falta algo, no sé qué...

El ruiseñor auténtico fue desterrado del país.

El pájaro mecánico estuvo en adelante sobre un cojín de seda junto a la cama del Emperador; todos los regalos que le habían hecho — oro y piedras preciosas —  se encontraban a su alrededor, y había sido nombrado Cantante de Cabecera del Emperador, con la categoría de número uno al lado izquierdo, porque el Emperador consideraba que este lado era el más distinguido, por ser el del corazón, y hasta los emperadores tienen el corazón a la izquierda.

Y el Director de la Orquesta Imperial escribió veinticinco volúmenes sobre el pájaro mecánico; eran tan largos y eruditos, tan llenos de las más difíciles palabras chinas, que todo el mundo afirmó haberlos leído y entendido, porque no les creyeran tontos y les dieran patadas en el estómago.

Así transcurrieron las cosas durante un año; el Emperador, la Corte y todos los demás chinos se sabían de memoria el menor gorjeo del pájaro mecánico, y precisamente por eso lo apreciaban más; podían imitarlo y lo hacían. Los chinos de la calle cantaban: «¡tsi-tsi-tsi, gluc-gluc-gluc!», y hasta el Emperador cantaba también. Era verdaderamente divertido.

Pero una noche en que el pájaro artificial cantaba maravillosamente, el Emperador, que ya estaba acostado, oyó un «¡clac!» en el interior del mecanismo; los engranajes giraron más de la cuenta y se paró la música.

El Emperador se levantó inmediatamente y llamó a su médico de cabecera; pero, ¿Qué podía hacer él? Entonces llamaron al relojero, quien tras largos discursos y manipulaciones lo arregló a medias; pero manifestó que debían tocarlo poco y no hacerlo trabajar demasiado, pues los pivotes estaban gastados y no era posible sustituirlos por otros nuevos que fueran acordes con la música. ¡Qué desgracia! Desde entonces sólo se permitió cantar al pájaro una vez al año, y aun esto era considerado un exceso; pero en tales ocasiones el Director de la Orquesta Imperial pronunciaba un discurso con palabras difíciles de entender, diciendo que el ave cantaba tan bien como antes, y todo el mundo estaba de acuerdo.

Pasaron cinco años y todo el mundo sufría enormemente por su Emperador, pues estaba tan enfermo que temían por su vida. El sucesor ya había sido designado, y el pueblo, en la calle, no cesaba de preguntar al mayordomo de Palacio por el estado del viejo Emperador.

— ¡P! — respondía, moviendo la cabeza.

Frío y pálido yacía el Emperador en su grande y suntuoso lecho. Toda la Corte le creía muerto y cada uno se apresuraba a presentar sus respetos al nuevo Emperador. Los lacayos salían precipitadamente para hablar del suceso, y las camareras de palacio se habían reunido para tomar el té. En todos los salones y pasillos habían tendido alfombras para que no se oyeran los pasos, y todo estaba en profundo silencio.

Pero el Emperador no había muerto todavía; yerto y pálido yacía en la lujosa cama, con sus largas cortinas de terciopelo y macizas borlas de oro. Por una ventana que se abría en lo alto, la luna iluminaban al Emperador y al pájaro mecánico.

El pobre Emperador respiraba con dificultad, como si alguien estuviera sentado en su pecho. Abrió los ojos y vio que era la Muerte, que se había puesto su corona de oro en la cabeza y sostenía en una mano la imperial espada dorada, y en la otra, su magnífico estandarte. Y en torno, por los pliegues de las grandes cortinas de terciopelo del lecho, asomaban extrañas cabezas, algunas horribles, otras de expresión dulce y apacible: eran las obras buenas y malas del Emperador, que lo contemplaban en aquellos momentos en que la Muerte se había sentado sobre su corazón.

— ¿Te acuerdas de esto? — susurraban una tras otra—. ¿Te acuerdas? — Y le recordaban tantas cosas, que le brotaba el sudor de su frente.

— ¡Jamás lo supe! — se excusaba el Emperador—. ¡Música, música! ¡Que suene el gran tambor chino — gritó—  para no oír lo que dicen!

Pero las cabezas seguían hablando y la Muerte asentía con la cabeza, al modo chino, a todo lo que decían.

— ¡Música, música! — gritaba el Emperador—. ¡Tú, pajarillo de oro, canta, canta! Te di oro y piedras preciosas, con mi mano te colgué del cuello mi babucha dorada. ¡Canta, anda, canta!

Pero el pájaro permanecía callado, pues no había nadie que le diese cuerda, y la Muerte seguía mirando al Emperador con sus grandes cuencas vacías; y el silencio era lúgubre.

Entonces se oyó, procedente de la ventana, un canto maravilloso. Era el pequeño ruiseñor vivo, que estaba fuera posado en una rama. Enterado de la desgracia del Emperador, había acudido a traerle consuelo y esperanza; y cuanto más cantaba, más palidecían y se esfumaban aquellos espectros, la sangre afluía con mayor ímpetu a los debilitados miembros del enfermo, e incluso la Muerte escuchó y dijo:

— Sigue, pequeño ruiseñor, sigue.

— Sí, pero, ¿me darás la magnífica espada de oro? ¿Me darás el rico estandarte? ¿Me darás la corona imperial?

Y la Muerte le fue dando aquellos tesoros a cambio de canciones, y el ruiseñor siguió cantando, cantando del silencioso cementerio donde crecen las rosas blancas, donde las lilas exhalan su fragancia y donde la fresca hierba es humedecida por las lágrimas de los que quedan. La Muerte sintió entonces nostalgia de su jardín y salió por la ventana, flotando como una blanca y fría neblina.

— ¡Gracias, gracias! — dijo el Emperador— . ¡Bien te conozco, avecilla celestial! Te desterré de mi tierra y de mi reino; sin embargo, con tu canto has alejado de mi lecho los malos espíritus y has ahuyentado de mi corazón la Muerte. ¿Cómo te lo podré pagar?

— Ya lo has hecho — dijo el ruiseñor—. Arranqué lágrimas a tus ojos la primera vez que canté para ti; esto no lo olvidaré nunca, pues son las joyas que llenan de gozo el corazón de un cantante. Pero ahora duerme y recupera las fuerzas, que yo te cantaré.

Y el ruiseñor cantó, y el Emperador quedó sumido en un dulce sueño, suave y reparador.

El sol entraba por las ventanas cuando el Emperador se despertó, sano y fuerte. Ninguno de sus criados había acudido aún, pues todos lo creían muerto. Pero el ruiseñor seguía cantando en las ramas.

— ¡Te quedarás conmigo para siempre! — le dijo el Emperador—. Cantarás cuando te apetezca; y en cuanto al pájaro artificial, lo romperé en mil pedazos.

— No lo hagas — suplicó el ruiseñor—. Él cumplió su misión mientras pudo; trátalo como siempre. Yo no puedo vivir en palacio, pero permíteme que venga cuando quiera; entonces me posaré junto a la ventana y te cantaré para que estés contento y te haga pensar. Cantaré de los que son felices y también de los que sufren; y del mal y del bien que se hace a tu alrededor sin tú saberlo. El pajarillo cantor debe volar lejos, hasta la cabaña del pobre pescador, hasta el tejado del campesino, hasta todos los que se encuentran apartados de ti y de tu Corte. Prefiero tu corazón a tu corona... aunque la corona posee la fragancia de algo sagrado. Volveré y cantaré para ti, pero has de prometerme una cosa.

— ¡Lo que quieras! — dijo el Emperador, puesto de pie. Vestía su ropaje imperial, que él se había puesto, y apretaba contra su corazón la espada de oro macizo.

— Sólo te pido que no le digas a nadie que tienes un pajarillo que te cuenta todas las cosas. ¡Así será mejor!

Y el ruiseñor se marchó volando.

Entraron los criados a ver a su Emperador muerto; pero les recibió de pie y les dijo:

— ¡Buenos días!

FIN

La pequeña cerillera

Hans Christian Andersen

Qué frío hacía!; nevaba y comenzaba a oscurecer; era la última noche del año, la noche de San Silvestre. Bajo aquel frío y en aquella oscuridad, pasaba por la calle una pobre niña, descalza y con la cabeza descubierta. Verdad es que al salir de su casa llevaba zapatillas, pero, ¡de qué le sirvieron! Eran unas zapatillas que su madre había llevado últimamente, y a la pequeña le venían tan grandes, que las perdió al cruzar corriendo la calle para librarse de dos coches que venían a toda velocidad. Una de las zapatillas no hubo medio de encontrarla, y la otra se la había puesto un mozalbete, que dijo que la haría servir de cuna el día que tuviese hijos.

Y así la pobrecilla andaba descalza con los desnudos piececitos completamente amoratados por el frío. En un viejo delantal llevaba un puñado de fósforos, y un paquete en una mano.

En todo el santo día nadie le había comprado nada, ni le había dado un mísero chelín; volvíase a su casa hambrienta y medio helada, ¡y parecía tan abatida, la pobrecilla! Los copos de nieve caían sobre su largo cabello rubio, cuyos hermosos rizos le cubrían el cuello; pero no estaba ella para presumir.

En un ángulo que formaban dos casas — una más saliente que la otra— , se sentó en el suelo y se acurrucó hecha un ovillo. Encogía los piececitos todo lo posible, pero el frío la iba invadiendo, y, por otra parte, no se atrevía a volver a casa, pues no había vendido ni un fósforo, ni recogido un triste céntimo. Su padre le pegaría, además de que en casa hacía frío también; sólo los cobijaba el tejado, y el viento entraba por todas partes, pese a la paja y los trapos con que habían procurado tapar las rendijas. Tenía las manitas casi ateridas de frío. ¡Ay, un fósforo la aliviaría seguramente! ¡Si se atreviese a sacar uno solo del manojo, frotarlo contra la pared y calentarse los dedos! Y sacó uno: «¡ritch!».

¡Cómo chispeó y cómo quemaba! Dio una llama clara, cálida, como una lucecita, cuando la resguardó con la mano; una luz maravillosa.

Parecióle a la pequeñuela que estaba sentada junto a una gran estufa de hierro, con pies y campana de latón; el fuego ardía magníficamente en su interior, ¡y calentaba tan bien! La niña alargó los pies para calentárselos a su vez, pero se extinguió la llama, se esfumó la estufa, y ella se quedó sentada, con el resto de la consumida cerilla en la mano.

Encendió otra, que, al arder y proyectar su luz sobre la pared, volvió a ésta transparente como si fuese de gasa, y la niña pudo ver el interior de una habitación donde estaba la mesa puesta, cubierta con un blanquísimo mantel y fina porcelana. Un pato asado humeaba deliciosamente, relleno de ciruelas y manzanas.

Y lo mejor del caso fue que el pato saltó fuera de la fuente y, anadeando por el suelo con un tenedor y un cuchillo a la espalda, se dirigió hacia la pobre muchachita. Pero en aquel momento se apagó el fósforo, dejando visible tan sólo la gruesa y fría pared.

Encendió la niña una tercera cerilla, y se encontró sentada debajo de un hermosísimo árbol de Navidad. Era aún más alto y más bonito que el que viera la última Nochebuena, a través de la puerta de cristales, en casa del rico comerciante. Millares de velitas, ardían en las ramas verdes, y de éstas colgaban pintadas estampas, semejantes a las que adornaban los escaparates. La pequeña levantó los dos bracitos... y entonces se apagó el fósforo. Todas las lucecitas se remontaron a lo alto, y ella se dio cuenta de que eran las rutilantes estrellas del cielo; una de ellas se desprendió y trazó en el firmamento una larga estela de fuego.

«Alguien se está muriendo» — pensó la niña, pues su abuela, la única persona que la había querido, pero que estaba muerta ya, le había dicho: — Cuando una estrella cae, un alma se eleva hacia Dios.

Frotó una nueva cerilla contra la pared; se iluminó el espacio inmediato, y apareció la anciana abuelita, radiante, dulce y cariñosa.

—  ¡Abuelita! — exclamó la pequeña— . ¡Llévame, contigo! Sé que te irás también cuando se apague el fósforo, del mismo modo que se fueron la estufa, el asado y el árbol de Navidad.

Apresuróse a encender los fósforos que le quedaban, afanosa de no perder a su abuela; y los fósforos brillaron con luz más clara que la del pleno día. Nunca la abuelita había sido tan alta y tan hermosa; tomó a la niña en el brazo y, envueltas las dos en un gran resplandor, henchidas de gozo, emprendieron el vuelo hacia las alturas, sin que la pequeña sintiera ya frío, hambre ni miedo. Estaban en la mansión de Dios Nuestro Señor.

Pero en el ángulo de la casa, la fría madrugada descubrió a la chiquilla, rojas las mejillas, y la boca sonriente... Muerta, muerta de frío en la última noche del Año Viejo. La primera mañana del Nuevo Año iluminó el pequeño cadáver, sentado, con sus fósforos, un paquetito de los cuales aparecía consumido casi del todo.

«¡Quiso calentarse!», dijo la gente. Pero nadie supo las maravillas que había visto, ni el esplendor con que, en compañía de su anciana abuelita, había subido a la gloria del Año Nuevo.

FIN

La princesa del guisante

Hans Christian Andersen

Érase una vez un príncipe que quería casarse con una princesa, pero que fuese una princesa de verdad. En su busca recorrió todo el mundo, mas siempre había algún pero. Princesas había muchas, mas nunca lograba asegurarse de que lo fueran de veras; cada vez encontraba algo que le parecía sospechoso. Así regresó a su casa muy triste, pues estaba empeñado en encontrar a una princesa auténtica.

Una tarde estalló una terrible tempestad; se sucedían sin interrupción los rayos y los truenos, y llovía a cántaros; era un tiempo espantoso. En éstas llamaron a la puerta de la ciudad, y el anciano Rey acudió a abrir.

Una princesa estaba en la puerta; pero ¡santo Dios, cómo la habían puesto la lluvia y el mal tiempo! El agua le chorreaba por el cabello y los vestidos, se le metía por las cañas de los zapatos y le salía por los tacones; pero ella afirmaba que era una princesa verdadera.

“Pronto lo sabremos”, pensó la vieja Reina, y, sin decir palabra, se fue al dormitorio, levantó la cama y puso un guisante sobre la tela metálica; luego amontonó encima veinte colchones, y encima de éstos, otros tantos edredones.

En esta cama debía dormir la princesa.

Por la mañana le preguntaron qué tal había descansado.

  ¡Oh, muy mal! exclamó. No he pegado un ojo en toda la noche. ¡Sabe Dios lo que habría en la cama! ¡Era algo tan duro, que tengo el cuerpo lleno de cardenales! ¡Horrible!

Entonces vieron que era una princesa de verdad, puesto que, a pesar de los veinte colchones y los veinte edredones, había sentido el guisante. Nadie, sino una verdadera princesa, podía ser tan sensible.

El príncipe la tomó por esposa, pues se había convencido de que se casaba con una princesa hecha y derecha; y el guisante pasó al museo, donde puede verse todavía, si nadie se lo ha llevado.

Esto sí que es una historia, ¿verdad?

FIN

Pulgarcita

Hans Christian Andersen

Cierta vez hubo una mujer que deseaba muchísimo tener un hijo, sin que le fuera concedida la realización de ese deseo. Finalmente fue a hablar con un hada y le dijo:

— Mi mayor ambición es tener un niñito. ¿Puedes decirme dónde podría encontrar uno?

— Eso es fácil de resolver — contestó el hada—. Aquí tienes un grano de cebada de una clase muy diferente de aquella que crece en los campos y que se echa de comer a los pollos. Plántala en esa maceta y verás lo que pasa.

— ¡Gracias! — respondió la mujer, y dio al hada doce monedas de cobre, que era el precio de la cebada.

Luego se fue a su casa y la plantó. Enseguida creció una flor hermosa y grande, de aspecto semejante al de un tulipán, pero con pétalos tan apretados como si fuera todavía un pimpollo.

"La flor es muy linda" — dijo la mujer, y dio un beso a los pétalos dorados y rojos. Al hacerlo, la flor se abrió, y la mujer vio que se trataba realmente de un tulipán.

Dentro de la flor, sobre los verdes y aterciopelados estambres, estaba sentada una delicada y graciosa doncellita, cuyo tamaño era escasamente la mitad del largo de un dedo pulgar. Al verla tan pequeña, le dieron el nombre de Pulgarcita. A modo de cuna le trajeron una cáscara de nuez, elegantemente pulida, con un colchón de pétalos de violeta y otro de rosa como colcha. Allí dormía por la noche, pero durante el día jugueteaba en la mesa, donde la mujer colocaba un plato lleno de agua; alrededor del plato ponía flores, con los tallos sumergidos en el agua, y sobre ésta hacía flotar un amplio pétalo de tulipán que le servía a Pulgarcita a manera de embarcación. La muchachita se sentaba en el bote y remaba de un lado a otro del plato, con dos remos hechos de cerda. Y era una visión encantadora. Pulgarcita cantaba con una voz tan suave y tenue que su canto era algo como nunca jamás se oyera antes. Una noche en que ella dormía en su camita, un sapo feo, grande y húmedo se introdujo a través de un vidrio roto de la ventana y saltó a la mesa sobre la cual estaba la cáscara de nuez y dentro de ella la niña bajo su pequeña colcha de rosa.

"¡Qué linda esposita para mi hijo!" — se dijo el sapo. Y con esto se llevó la cáscara de nuez con Pulgarcita dormida en su interior, y saltó por el agujero de la ventana al jardín.

El sapo y su hijo vivían en el borde fangoso de una ancha corriente de agua. El sapo joven era más feo aún que su padre. Al ver a la muchachita en su elegante lecho, sólo atinó a exclamar: "Croac, croac, croac".

— No hables tan fuerte, o se despertará — protestó el sapo viejo—. Y podría escaparse, pues es tan ligera como un plumón de cisne. La pondremos sobre una hoja de nenúfar, en la corriente. Será como una isla para ella, porque ¡es tan pequeña! y no podrá fugarse. Y mientras ella se queda allí nosotros prepararemos a toda prisa una habitación lujosa bajo el pantano, para que te la lleves a vivir cuando te hayas casado.

En el medio de la corriente de agua crecían unos nenúfares de anchas hojas verdes, que parecían flotar sobre el agua. La más grande de dichas hojas sobresalía de la superficie mucho más que las otras, y hacia ella nadó el viejo sapo llevando la cáscara de nuez en que Pulgarcita dormía aún.

La niña se despertó temprano aquella mañana, y al ver dónde se encontraba rompió a llorar amargamente. No podía ver nada más que agua a los lados de la gran hoja verde, y sin que hubiera manera alguna de llegar a tierra. Mientras tanto, el viejo sapo estaba muy ocupado bajo el pantano, decorando la habitación con junquillos y otras flores silvestres, para ponerla bonita y digna de su nuera. Luego se echó a nadar junto con su feísimo hijo hacia la hoja donde antes había colocado a la pobre Pulgarcita.

Deseaba llevarse la camita para colocarla en la cámara nupcial y que estuviera lista para cuando la joven la estrenara. Al llegar inclinó la cabeza en el agua y explicó:

— Este es mi hijo. Será tu marido, y ambos viviréis juntos y felices en el pantano, junto al agua.

— Croac, croac, croac — fue todo lo que pudo decir su hijo. Y ambos sapos tomaron la elegante camita y se alejaron nadando con ella, dejando a Pulgarcita enteramente sola sobre su hoja verde, sentada y llorando. La muchachita no podía soportar la idea de vivir en compañía del sapo viejo y con su feísimo hijo por marido. Los pececitos que nadaban a sus pies habían visto al sapo y oído lo que ella decía, y sacaban las cabecitas sobre la superficie para contemplarla. En cuanto la vieron advirtieron que la niña era muy bonita, y los apenó el pensar que tendría que irse a vivir con los horribles sapos.

— No eso no debe ocurrir, nunca — dijeron, y se reunieron en el agua en torno del tallo verde que sostenía la hoja que servía de apoyo a la muchachita, y royeron la planta a la altura de la raíz con sus dientes. La hoja flotó a la deriva, alejándose en la corriente y llevándose a Pulgarcita lejos, fuera del alcance de los dos sapos.

Pulgarcita siguió así navegando, pasando a lo largo de muchas aldeas y ciudades. Los pájaros que la contemplaban al pasar cantaban "¡Qué hermosa criatura!" La hoja siguió bogando con ella, más y más lejos, hasta que tocó tierra en otro país. Una bonita mariposa blanca que venía revoloteando alrededor de Pulgarcita se posó por fin sobre la hoja. Aquello agradó a la muchacha, ahora que el sapo ya no podía alcanzarla, que las tierras por donde transitaba eran hermosas y que el sol brillaba sobre las aguas como oro líquido. Se quitó el cinturón y ató un extremo al cuerpo de la mariposa y otro a la hoja, que se deslizó así mucho más veloz que antes, llevando a su bordo a la niña. En eso estaban cuando pasó volando un gran abejorro, y en cuanto vio a Pulgarcita la asió con sus patas y voló con ella hacía un árbol. La hoja verde siguió flotando en el arroyo, a remolque de la mariposa, pues el animalito estaba atado a ella y no podía soltarse.

¡Oh, cómo se asustó la pequeña Pulgarcita al ver que el abejorro se la llevaba al árbol! Lo sintió más que nada por la bonita mariposa blanca atada a la hoja, que no podría liberarse y moriría de hambre. Pero al abejorro no le preocupó en absoluto el problema. Se sentó — con la joven a su lado—  sobre una hoja del árbol, le dio a comer un poco de miel de las flores y le dijo que era muy bonita, aunque de ninguna manera tanto como la hembra de un abejorro.

Un rato después todos los abejorros que vivían en el árbol se acercaron a visitarla. Se quedaron contemplando a la muchacha, y luego las jóvenes hembras dieron vuelta las antenas y dijeron: "Sólo tiene dos piernas. ¡Qué fea!"

— Y no tiene antenas — comentó otra.

— Y tiene la cintura muy delgada. Es como un ser humano. ¡Vaya si es fea! —  dijeron todas las hembras de abejorro, aunque Pulgarcita era muy bonita.

El abejorro que había huido con ella creyó lo que decían los otros al afirmar que Pulgarcita era fea, y no quiso saber nada más con ella. Le dijo, pues, que podía irse adonde quisiera. Luego la bajó del árbol en sus alas, y la colocó sobre una margarita, donde la niña se quedó llorando ante la idea de que era tan fea que ni los mismos abejorros se interesaban por hablar con ella. Y era en realidad la más encantadora criatura que pueda imaginarse, tan tierna y delicada como el pétalo de una rosa.

Durante todo el verano la pobre Pulgarcita permaneció sola en la selva. Se tejió un lecho con hojas de césped y lo tendió bajo una ancha hoja para protegerse de la lluvia. Se alimentaba con la miel que sorbía de las flores, y bebía por la mañana el rocío de las hojas. Así transcurrió el verano, y luego el otoño, y finalmente llegó el invierno, el largo y frío invierno. Los pájaros que habían cantado para ella tan amablemente volaron todos; los árboles y las flores perdieron su frescura. La hoja de trébol bajo la cual vivía la niña estaba ahora arrugada y marchita, y casi no quedaba de ella más que un seco tallo amarillento. Experimentaba un frío terrible, pues sus ropas estaban llenas de desgarrones y además ella era tan tenue y delicada que poco le faltaba para helarse. Para colmo empezó a nevar, y los copos cayeron sobre ella como si sobre uno de nosotros cayera la nieve a paladas, pues nuestra estatura es la normal, y en cambio la de Pulgarcita no pasaba de dos o tres centímetros. Se envolvió en una hoja seca, pero ésta se rasgó por el medio, y no sirvió ya para retener el calor, de modo que la muchacha temblaba de frío.

Cerca del bosque donde ella estaba viviendo existía un vasto campo de trigo, pero el cereal había sido cosechado ya tiempo atrás, y no quedaba sino el rastrojo seco a ras del suelo helado. Pero para Pulgarcita era como abrirse paso a través de un enorme bosque. Por último llegó a la casa de una vieja ratita de campo que tenía su pequeña guarida bajo los rastrojos. La rata vivía allí cómodamente, rodeada de agradable calor, y con un buen granero lleno, una cocina y un comedor que eran cosa de ver. La pequeña Pulgarcita se detuvo en la puerta como una niña mendiga y suplicó le dieran un puñado de cebada, porque llevaba sin comer bocado casi dos días.

— ¡Pobre niña! — exclamó la anciana rata de campo, que era ciertamente de buenos sentimientos—. Entra en mi habitación, al calor, y cena conmigo. — Y le agradó tanto Pulgarcita que añadió— : Serás bienvenida si quieres quedarte conmigo todo el invierno. Pero tendrás que asear mis habitaciones y contarme cuentos, pues me gusta sobremanera oírlos.

Pulgarcita hizo todo lo que la rata de campo le había pedido, y se encontró muy cómoda en la casita.

— No tardaremos en tener un visitante — dijo un día la rata—. Mi vecino suele venir a verme una vez por semana. Es más bondadoso aún que yo. Tiene una casa amplia, y viste una hermosa levita de terciopelo. Si lograras tenerlo por esposo te encontrarías muy bien provista. Pero es ciego, de modo que tendrás que contarle algunos de tus más bonitos cuentos.

Pulgarcita no se sintió interesada en absoluto por la persona del vecino, pues éste era un topo.

— Es muy rico y muy instruido, y su casa es veinte veces más grande que la mía — insistió la ratita.

El topo vino al fin, vestido con su levita de terciopelo negro. Era rico y culto, sin duda, pero apenas podía hablar del sol y de las flores, pues no los había visto jamás. Pulgarcita tuvo que cantarle algunas canciones de su repertorio. Y el topo se enamoró de ella al oír aquella encantadora voz, pero no dijo nada todavía, pues era extremadamente cauteloso.

No mucho tiempo antes, el topo había excavado bajo tierra una larga galería que comunicaba la vivienda de la rata de campo con la suya propia. La rata y Pulgarcita recibieron permiso de pasear por aquella galería cada vez que lo desearan. El topo les previno que no se asustaran por la vista de un pájaro muerto que yacía en el pasaje, en perfecto estado de conservación, con su pico y sus plumas, lo que indicaba que no debía de llevar sin vida más que algunos días.

El topo sostuvo en la boca un trozo de madera fosforescente que brillaba como una brasa en la oscuridad y avanzó delante de Pulgarcita y de la rata, guiándolas por el largo pasaje. Al llegar al sitio donde yacía el pájaro muerto, el topo empujó el techo con su ancha nariz, la tierra cedió, y quedó abierto un gran boquete por el cual entró la luz del día. En el centro del piso estaba una golondrina inerte, con sus hermosas alas plegadas, y la cabeza y las patas escondidas bajo las plumas. Era visible que la pobre avecita había muerto de frío, cosa que entristeció mucho a Pulgarcita, pues la niña sentía gran afecto por los pájaros que habían cantado para ella tan hermosas melodías todo el verano. Pero el topo hizo a un lado el animalito con sus patas torcidas y dijo:

— Ya no cantará más. ¡Qué triste ha de ser el haber nacido pájaro! Me alegro de que ninguno de mis hijos vayan a ser nunca animales que no saben sino chillar: "Pío, pío", y que siempre acaban muriéndose de hambre en el invierno.

— Sí, todo eso es muy cierto, inteligente topo — exclamó la rata de campo—. ¿De qué sirven tantos gorjeos si al llegar el invierno uno se hiela o se muere de hambre? Y sin embargo los pájaros son de ascendencia ilustre, tengo entendido.

Pulgarcita no respondió, pero cuando los otros dos dieron vuelta la espalda, ella se inclinó sobre el pájaro, apartó las plumas que cubrían la cabecita y le dio un beso en los cerrados párpados.

"Quizá sea éste el que me cantaba tan dulcemente durante el verano — dijo—. ¡Cuánto me alegraba tu canto, preciosa avecilla!"

El topo volvió a cerrar el agujero por donde penetraba la luz del día y acompañó a casa a las dos damas.

Aquella noche Pulgarcita, que no podía dormir, se levantó de la cama y entretejió una amplia y hermosa colcha de heno. Luego la llevó a donde estaba la golondrina muerta y la extendió sobre el cuerpo del ave, junto con unas flores de las que había en la habitación de la rata. La colcha era suave como de lana, y Pulgarcita la ajustó a cada lado del pájaro como si quisiera que éste pudiera tener algo de calor sobre la fría tierra.

"Adiós, hermosa avecita — dijo—. Gracias por el delicioso canto con que me obsequiaste en el verano, cuando los árboles estaban verdes y el cálido sol brillaba sobre nosotros".

Al decirlo apoyó la cabeza sobre el pecho del ave, e inmediatamente se sintió alarmada. Porque le pareció que como si dentro del pequeño cadáver algo estuviera haciendo "tum, tum". Era el corazón de la golondrina, que no estaba muerta realmente, sino entumecida por el frío, y que con el calor había empezado a volver a la vida.

Al llegar el otoño, las golondrinas vuelan hacia los países cálidos; pero si ocurre que alguna se retrasa y es alcanzada por el frío, se hiela y cae como muerta, y allí se queda hasta que la cubre la nieve. Pulgarcita temblaba de miedo, muy asustada, porque el ave era grande, mucho más grande que ella, que sólo medía un par de centímetros. Pero trató de hacer valor, arropó mejor a la golondrina y luego trajo una hoja que le servía a ella misma de cobertor y la colocó sobre la cabeza del pájaro. A la noche siguiente se levantó de nuevo a escondidas y fue a ver a su protegida. La encontró con vida, pero extremadamente débil, tanto que sólo pudo abrir los ojos un momento para mirar a Pulgarcita.

— Gracias, hermosa niña — dijo la golondrina enferma—. He estado tan bien con el calor que me proporcionaste que pronto recobraré mis fuerzas y podré volar hacia las tierras donde calienta el sol.

— ¡Oh! — exclamó Pulgarcita—. Hace mucho frío afuera, con la nieve y la escarcha. Quédate en tu cama caliente; yo cuidaré de ti.

Le llevó a la golondrina un poco de agua en el cáliz de una flor. El ave le contó que se había lastimado una de sus alas en una zarza, por lo cual no pudo volar con tanta presteza como sus compañeras que ya estarían a gran distancia en el camino hacia los países cálidos. Por último había caído en tierra, luego de lo cual no recordaba nada más. Ignoraba cómo llegó al lugar donde la encontraron.

El ave permaneció bajo tierra todo el invierno, y Pulgarcita la alimentó con cariño y cuidado, sin que el topo ni la rata de campo supieran nada, pues a ellos no les gustaban las golondrinas.

No tardó en llegar la primavera y el sol empezó a caldear la tierra.

Entonces la golondrina se despidió de Pulgarcita, y ésta abrió el agujero que el topo había practicado en el techo. El sol brilló sobre ambas con tal esplendor que la golondrina invito a la niña a partir con ella, sentada en su lomo, y volar las dos juntas hacia los bosques verdes. Pero Tiny, sabía que la rata de campo se entristecería mucho si su protegida la abandonaba de semejante manera, y respondió:

— No; no es posible.

— ¡Adiós, entonces! ¡Adiós, bondadosa y hermosa doncellita! — Y la golondrina emprendió vuelo en la luz del sol.

Pulgarcita se quedó mirándola, mientras las lágrimas le brotaban de los ojos, porque la niña quería mucho a la golondrina.

La niña se quedó muy triste. Ella no podía salir al calor y la luz del sol. El cereal sembrado en el campo que rodeaba la casa de la ratita había crecido tanto que constituía un espeso bosque para Pulgarcita, con su pequeña estatura de un par de centímetros.

— Tienes que casarte, Pulgarcita — dijo un día la rata de campo—. Mi vecino ha pedido tu mano. ¡Qué suerte para una niña pobre como tú! Ahora vamos a preparar tu ajuar de bodas. Tiene que ser de lana e hilo. No debe faltarte nada cuando seas la esposa del topo.

Pulgarcita tuvo que hilar lino y lana, y la rata de campo contrató dos arañas para que tejieran día y noche. Todas las tardes el topo venía de visita y hablaba sin cesar del buen tiempo en que habría pasado ya el verano. Entonces fijaría la fecha de su boda con Pulgarcita, pero ahora el calor del sol, era tanto que abrasaba la tierra y la ponía dura como una roca. Sí; se casarían cuando acabara el verano, pero eso a Pulgarcita no le agradaba, pues no abrigaba simpatía ninguna por el cansador topo. Todas las mañanas al salir el sol, y todas las tardes a la hora del crepúsculo, se deslizaba afuera, a la puerta, y cuando el viento apartaba las hojas en el campo sembrado, ella contemplaba el cielo azul y pensaba en lo hermoso que era aquello y en cuánto le agradaría ver de nuevo a su querida golondrina. Pero ésta no volvió. Para aquel entonces ya se habría internado a gran distancia en los hermosos bosques verdes.

Cuando llegó el otoño, Pulgarcita tenía ya su ajuar listo. El topo le dijo:

— Dentro de cuatro semanas tendrá lugar la boda.

Pulgarcita lloró, y dijo que nunca se casaría con el desagradable topo.

— ¡Tonterías! — exclamó la rata de campo—. No seas porfiada, o te morderé. Es un topo muy buen mozo. Ni la reina usa terciopelos y pieles más hermosos. Su cocina y sus graneros están llenos de provisiones. Debieras estar agradecida por tan buena suerte.

De modo, pues, que se fijó el día de la boda, en que el topo se llevaría a Pulgarcita a vivir con él a las profundidades de la tierra, donde nunca volvería a ver más el cálido sol que a él no le agradaba. La pobre niña se sentía muy desdichada ante la idea de decir adiós al hermoso sol, y como la rata de campo le había dado permiso para salir a la superficie, así lo hizo una vez más para despedirse del astro.

— ¡Adiós, brillante sol! — exclamó, extendiendo hacia él los brazos. Y se adelantó algunos pasos alejándose de la casa. El cereal ya había sido cosechado, y sólo quedaba en los campos el rastrojo seco—. ¡Adiós, adiós! —  repetía, abrazando a una florecilla roja que estaba a su lado —. Despide por mí a la pequeña golondrina, si es que vuelves a verla.

— Pío, pío — sonó una voz, de pronto, a sus espaldas. Pulgarcita se volvió y levantó la cabeza: allí estaba la golondrina, volando cerca de ella. Se quedó encantada al encontrar a Pulgarcita. Esta le expresó cuánto disgusto experimentaba al tener que casarse con el feo topo, para vivir siempre bajo la tierra y no volver a ver nunca más el esplendente sol. Y al decirlo lloraba.

— El invierno está ya acercándose — respondió la golondrina—  y yo tendré que volar a los países cálidos. ¿Quieres venir conmigo? Puedes sentarte sobre mi lomo y asegurarte allí con tu cinturón. Y volaremos lejos del feo topo y de sus lóbregas habitaciones; lejos, por sobre las montañas, a los países cálidos donde el sol brilla con más fuerza que aquí; donde siempre es verano y las flores son más hermosas. Vuela conmigo, Pulgarcita. Tú me salvaste la vida cuando yo estaba helada en aquel corredor horrible y oscuro.

— Sí, me iré contigo — repuso Pulgarcita. Se sentó a lomos del pájaro, con los pies sobre las alas extendidas, y se ató con su cinturón a una de las plumas más fuertes.

La golondrina se alzó por los aires y voló sobre la selva y sobre el mar, mucho más arriba que las más altas montañas cubiertas de nieves eternas.

Pulgarcita hubiera muerto helada en el frío aire de las alturas, de no guarecerse bajo las plumas del ave, dejando sólo al descubierto su cabecita para poder admirar las hermosas comarcas por sobre las cuales pasaban. Por fin llegaron a los países cálidos, donde el sol brilla con más fuerza y el cielo parece mucho más alto. Aquí y allí, en los cercos, a los lados del camino, crecían vides con racimos negros, blancos y verdes. De los árboles, en el bosque, pendían limones y naranjas, y el ambiente llevaba fragancia de mirtos y azahares. Por los senderos del campo correteaban hermosos niños, jugando con grandes y alegres mariposas. Y a medida que la golondrina volaba más y más, cada lugar parecía más amable aún.

Por último se detuvieron junto a un lago azul a cuya orilla, a la sombra de un bosquecillo de árboles de un verde muy intenso, se erguía un palacio de deslumbrante mármol blanco, reliquia de tiempos pretéritos. Alrededor de sus elevadas columnas se apiñaban las vides, y en las cornisas se veían muchos nidos de golondrinas, uno de los cuales era precisamente el hogar de la que había transportado a Pulgarcita.

— Esta es mi casa — dijo la golondrina—. Pero no es aquí donde te convendría vivir. No estarías cómoda. Será mejor que te elijas una de esas bonitas flores, y yo te depositaré sobre ella. Allí tendrás todo lo que puedas desear para ser feliz.

— ¡Será maravilloso! — exclamó ella, aplaudiendo de alegría.

Sobre el suelo había una gran columna de mármol que al caer se había partido en tres pedazos, entre los cuales crecían las flores blancas más grandes y hermosas. La golondrina descendió con Pulgarcita sobre uno de los anchos pétalos. ¡Y cuál no sería su sorpresa al ver en el centro de la flor un tenue hombrecito, tan blanco y transparente como si estuviera hecho de cristal!

Tenía sobre la cabeza una corona de oro, y en los hombros delicadísimas telas, y su tamaño no era mucho mayor que el de Pulgarcita. Era uno de los silfos, o espíritus de las flores; precisamente el rey de todos ellos.

— ¡Qué hermoso es! — susurró Pulgarcita al oído de la golondrina.

El pequeño príncipe temió al principio la presencia del pájaro, que era como un gigante al lado de una criatura tan delicada como él. Pero al ver a Pulgarcita quedó encantado, y se dijo que era la más hermosa doncella que hubiera visto nunca. Entonces se quitó de la cabeza la corona de oro y la colocó sobre la de la niña; le preguntó su nombre y también si quería ser su esposa y reinar con él sobre las flores.

Ciertamente, aquél era un esposo muy diferente del hijo del sapo, o del topo con su levita de piel y terciopelo. De modo que Pulgarcita dijo: "Sí" al apuesto príncipe.

Entonces todas las flores se abrieron y de cada una de ellas salió un minúsculo caballero o una damisela pequeñita, tan bonitos todos que era una delicia mirarlos. Cada uno ofreció a Pulgarcita un regalo, pero el mejor fue un par de hermosas alas que habían pertenecido a una gran mosca blanca. Se las prendieron a Pulgarcita en los hombros de manera que pudiese ella también volar de flor en flor. Luego hubo una fiesta y a la pequeña golondrina le pidieron que cantara un himno de bodas, a lo cual accedió ella lo mejor que pudo. Pero su corazón estaba triste, pues quería mucho a Pulgarcita y hubiera deseado no separarse nunca de ella.

— Ya no te llamarás más Pulgarcita — dijo el silfo— . No me gusta ese nombre; tú eres demasiado linda para llamarte así. En adelante tu nombre será Maya(*).

— ¡Adiós, adiós! — dijo la golondrina, con el corazón apenado, y partió de los países cálidos para volver a Dinamarca. Allí tenía otro nido, en la ventana de una casa en la que habitaba el narrador de historias. La golondrina cantó: "Pío, pío", y de esa canción surgió el presente relato.

FIN


(*) En la mitología griega, Maya o Maia (en griego Μαία, que significa "pequeña madre") es la mayor de las Pléyades, las siete hijas de Atlas y Pléyone. Sus hermanas y ella, nacidas en el monte Cilene en Arcadia, son a veces llamadas diosas de la montaña. Maya era la mayor, la más bella y tímida.

La pastora y el deshollinador

Hans Christian Andersen

Has visto alguna vez uno de estos armarios muy viejos, ennegrecidos por los años, adornados con tallas de volutas y follaje? Pues uno así había en una sala; era una herencia de la bisabuela, y de arriba abajo estaba adornado con tallas de rosas y tulipanes. Presentaba los arabescos más raros que quepa imaginar, y entre ellos sobresalían cabecitas de ciervo con sus cornamentas. En el centro, habían tallado un hombre de cuerpo entero; su figura era de verdad cómica, y en su cara se dibujaba una mueca, pues aquello no se podía llamar risa.

Tenía patas de cabra, cuernecitos en la cabeza y una luenga barba. Los niños de la casa lo llamaban siempre el «Sargento-mayor-y-menormariscal-de-campo-pata-de-chivo»; era un nombre muy largo, y son bien pocos los que ostentan semejante titulo; ¡y no debió de tener poco trabajo, el que lo esculpió!

Y allí estaba, con la vista fija en la mesa situada debajo del espejo, en la que había una linda pastorcilla de porcelana, con zapatos dorados, el vestido graciosamente sujeto con una rosa encarnada, un dorado sombrerito en la cabeza y un báculo de pastor en la mano: era un primor.

A su lado había un pequeño deshollinador, negro como el carbón, aunque asimismo de porcelana, tan fino y pulcro como otro cualquiera; lo de deshollinador sólo lo representaba: el fabricante de porcelana lo mismo hubiera podido hacer de él un príncipe, ¡qué más le daba!

He ahí, pues, al hombrecillo con su escalera, y unas mejillas blancas y sonrosadas como las de la muchacha, lo cual no dejaba de ser un contrasentido, pues un poquito de hollín le hubiera cuadrado mejor. Estaba de pie junto a la pastora; los habían colocado allí a los dos, y, al encontrarse tan juntos, se habían enamorado.

Nada había que objetar: ambos eran de la misma porcelana e igualmente frágiles.

A su lado había aún otra figura, tres veces mayor que ellos: un viejo chino que podía agachar la cabeza. Era también de porcelana, y pretendía ser el abuelo de la zagala, aunque no estaba en situación de probarlo. Afirmaba tener autoridad sobre ella, y, en consecuencia, había aceptado, con un gesto de la cabeza, la petición que el «Sargento-mayor- y- menor- mariscal- decampo- pata- de- chivo» le había hecho de la mano de la pastora.

—  Tendrás un marido — dijo el chino a la muchacha—  que estoy casi convencido, es de madera de ébano; hará de ti la «Sargenta- mayor- y- menor- mariscal- de- campopata-de- chivo». Su armario está repleto de objetos de plata, ¡y no digamos ya lo que deben contener los cajones secretos!

—  ¡No quiero entrar en el oscuro armario! —  protestó la pastorcilla— . He oído decir que guarda en él once mujeres de porcelana. —  En este caso, tú serás la duodécima — replicó el chino— . Esta noche, en cuanto cruja el viejo armario, se celebrará la boda, ¡como yo soy chino! —. E, inclinando la cabeza, se quedó dormido.

La pastorcilla, llorosa, levantó los ojos al dueño de su corazón, el deshollinador de porcelana.

—  Quisiera pedirte un favor. ¿Quieres venirte conmigo por esos mundos de Dios? Aquí no podemos seguir.

—  Yo quiero todo lo que tú quieras — respondióle el mocito.—  Vámonos enseguida, estoy seguro de que podré sustentarte con mi trabajo.

—  ¡Oh, si pudiésemos bajar de la mesa sin contratiempo! — dijo ella— . Sólo me sentiré contenta cuando hayamos salido a esos mundos.

Él la tranquilizó, y le enseñó cómo tenía que colocar el piececito en las labradas esquinas y en el dorado follaje de la pata de la mesa; sirvióse de su escalera, y en un santiamén se encontraron en el suelo. Pero al mirar al armario, observaron en él una agitación; todos los ciervos esculpidos alargaban la cabeza y, levantando la cornamenta, volvían el cuello; el «Sargento-mayor-y-menor-mariscal-de- campopata- de-chivo» pegó un brinco y gritó al chino:

—  ¡Se escapan, se escapan!

Los pobrecillos, asustados, se metieron en un cajón que había debajo de la ventana. Había allí tres o cuatro barajas, aunque ninguna completa, y un teatrillo de títeres montado un poco a la buena de Dios. Precisamente se estaba representando una función y todas las damas, oros y corazones, tréboles y espadas, sentados en las primeras filas, se abanicaban con sus tulipanes; detrás quedaban las sotas, mostrando que tenían cabeza o, por decirlo mejor, cabezas, una arriba y otra abajo, como es costumbre en los naipes. El argumento trataba de dos enamorados que no podían ser el uno para el otro, y la pastorcilla se echó a llorar, por lo mucho que el drama se parecía al suyo.

—  ¡No puedo resistirlo! — exclamó— . ¡Tengo que salir del cajón! — . Pero una vez volvieron a estar en el suelo y levantaron los ojos a la mesa, el viejo chino, despierto, se tambaleó con todo el cuerpo, pues por debajo de la cabeza lo tenía de una sola pieza.

—  ¡Que viene el viejo chino! — gritó la zagala azorada, cayendo de rodillas.

—  Se me ocurre una idea — dijo el deshollinador— . ¿Y si nos metiésemos en aquella gran jarra de la esquina? Estaremos entre rosas y espliego, y si se acerca le arrojaremos sal a los ojos.

—  No serviría de nada — respondió ella— . Además, sé que el chino y la jarra estuvieron prometidos, y siempre queda cierta simpatía en semejantes circunstancias. No; el único recurso es lanzarnos al mundo.

—  ¿De verdad te sientes con valor para hacerlo? —  preguntó el deshollinador— . ¿Has pensado en lo grande que es y que nunca podremos volver a este lugar?

—  Sí — afirmó ella.

El deshollinador la miró fijamente y luego dijo:

—  Mi camino pasa por la chimenea. ¿De veras te sientes con ánimo para aventurarte en el horno y trepar por la tubería? Saldríamos al exterior de la chimenea; una vez allí, ya sabría yo apañármelas. Subiremos tan arriba, que no podrán alcanzarnos, y en la cima hay un orificio que sale al vasto mundo.

Y la condujo a la puerta del horno.

—  ¡Qué oscuridad! — exclamó ella, sin dejar de seguir a su guía por la caja del horno y por el tubo, oscuro como boca de lobo.

—  Estamos ahora en la chimenea — explicóle él— . Fíjate: allá arriba brilla la más hermosa de las estrellas.

Era una estrella del cielo que les enviaba su luz, exactamente como para mostrarles el camino. Y ellos venga trepar y arrastrarse. ¡Horrible camino, y tan alto! Pero el mozo la sostenía, indicándole los mejores agarraderos para apoyar sus piececitos de porcelana. Así llegaron al borde superior de la chimenea y se sentaron en él, pues estaban muy cansados, y no sin razón.

Encima de ellos extendíase el cielo con todas sus estrellas, y a sus pies quedaban los tejados de la ciudad. Pasearon la mirada en derredor, hasta donde alcanzaron los ojos; la pobre pastorcilla jamás habla imaginado cosa semejante; reclinó la cabecita en el hombro de su deshollinador y prorrumpió en llanto, con tal vehemencia que se le saltaba el oro del cinturón.

—  ¡Es demasiado! — exclamó— . No podré soportarlo, el mundo es demasiado grande. ¡Ojalá estuviese sobre la mesa, bajo el espejo! No seré feliz hasta que vuelva a encontrarme allí. Te he seguido al ancho mundo; ahora podrías devolverme al lugar de donde salimos. Lo harás, si es verdad que me quieres.

El deshollinador le recordó prudentemente el viejo chino y el «Sargento-mayor-y-menormariscal-de-campo-pata-de-chivo», pero ella no cesaba de sollozar y besar a su compañerito, el cual no pudo hacer otra cosa que ceder a sus súplicas, aun siendo una locura.

Y así bajaron de nuevo, no sin muchos tropiezos, por la chimenea, y se arrastraron por la tubería y el horno. No fue nada agradable.

Una vez en la caja del horno, pegaron la oreja a la puerta para enterarse de cómo andaban las cosas en la sala. Reinaba un profundo silencio; miraron al interior y... ¡Dios mío!, el viejo chino yacía en el suelo. Se había caído de la mesa cuando trató de perseguirlos, y se rompió en tres pedazos; toda la espalda era uno de ellos, y la cabeza, rodando, había ido a parar a una esquina. El «Sargento-mayor-y-menormariscal-de-campo-pata-de-chivo» seguía en su puesto con aire pensativo.

—  ¡Horrible! — exclamó la pastorcita— . El abuelo roto a pedazos, y nosotros tenemos la culpa. ¡No lo resistiré! — y se retorcía las manos.

—  Aún es posible pegarlo — dijo el deshollinador— . Pueden pegarlo muy bien, tranquilízate; si le ponen masilla en la espalda y un buen clavo en la nuca quedará como nuevo; aún nos dirá cosas desagradables.

—  ¿Crees? — preguntó ella. Y treparon de nuevo a la mesa.

—  Ya ves lo que hemos conseguido — dijo el deshollinador— . Podíamos habernos ahorrado todas estas fatigas.

—  ¡Si al menos estuviese pegado el abuelo! — observó la muchacha— . ¿Costará muy caro? Pues lo pegaron, sí señor; la familia cuidó de ello. Fue encolado por la espalda y clavado por el pescuezo, con lo cual quedó como nuevo, aunque no podía ya mover la cabeza.

—  Se ha vuelto usted muy orgulloso desde que se hizo pedazos — dijo el «Sargento-mayor-y-menor-mariscal-de-campo-pata-de-chivo» — . Y la verdad que no veo los motivos. ¿Me la va a dar o no?

El deshollinador y la pastorcilla dirigieron al viejo chino una mirada conmovedora, temerosos de que agachase la cabeza; pero le era imposible hacerlo, y le resultaba muy molesto tener que explicar a un extraño que llevaba un clavo en la nuca. Y de este modo siguieron viviendo juntas aquellas personitas de porcelana, bendiciendo el clavo del abuelo y queriéndose hasta que se hicieron pedazos a su vez.

FIN

El traje nuevo del emperador

Hans Christian Andersen

Hace de esto muchos años, había un Emperador tan aficionado a los trajes nuevos, que gastaba todas sus rentas en vestir con la máxima elegancia. No se interesaba por sus soldados ni por el teatro, ni le gustaba salir de paseo por el campo, a menos que fuera para lucir sus trajes nuevos. Tenía un vestido distinto para cada hora del día, y de la misma manera que se dice de un rey: "Está en el Consejo", de nuestro hombre se decía: "El Emperador está en el vestuario". La ciudad en que vivía el Emperador era muy alegre y bulliciosa. Todos los días llegaban a ella muchísimos extranjeros, y una vez se presentaron dos truhanes que se hacían pasar por tejedores, asegurando que sabían tejer las más maravillosas telas. No solamente los colores y los dibujos eran hermosísimos, sino que las prendas con ellas confeccionadas poseían la milagrosa virtud de ser invisibles a toda persona que no fuera apta para su cargo o que fuera irremediablemente estúpida.

—  ¡Deben ser vestidos magníficos! — pensó el Emperador— . Si los tuviese, podría averiguar qué funcionarios del reino son ineptos para el cargo que ocupan. Podría distinguir entre los inteligentes y los tontos. Nada, que se pongan enseguida a tejer la tela— . Y mandó abonar a los dos pícaros un buen adelanto en metálico, para que pusieran manos a la obra cuanto antes.

Ellos montaron un telar y simularon que trabajaban; pero no tenían nada en la máquina. A pesar de ello, se hicieron suministrar las sedas más finas y el oro de mejor calidad, que se embolsaron bonitamente, mientras seguían haciendo como que trabajaban en los telares vacíos hasta muy entrada la noche.

«Me gustaría saber si avanzan con la tela»— , pensó el Emperador. Pero había una cuestión que lo tenía un tanto cohibido, a saber, que un hombre que fuera estúpido o inepto para su cargo no podría ver lo que estaban tejiendo. No es que temiera por sí mismo; sobre este punto estaba tranquilo; pero, por si acaso, prefería enviar primero a otro, para cerciorarse de cómo andaban las cosas. Todos los habitantes de la ciudad estaban informados de la particular virtud de aquella tela, y todos estaban impacientes por ver hasta qué punto su vecino era estúpido o incapaz.

«Enviaré a mi viejo ministro a que visite a los tejedores — pensó el Emperador— . Es un hombre honrado y el más indicado para juzgar de las cualidades de la tela, pues tiene talento, y no hay quien desempeñe el cargo como él».

El viejo y digno ministro se presentó, pues, en la sala ocupada por los dos embaucadores, los cuales seguían trabajando en los telares vacíos.

«¡Dios nos ampare! — pensó el ministro para sus adentros, abriendo unos ojos como naranjas— . ¡Pero si no veo nada!». Sin embargo, no soltó palabra.

Los dos fulleros le rogaron que se acercase le preguntaron si no encontraba magníficos el color y el dibujo. Le señalaban el telar vacío, y el pobre hombre seguía con los ojos desencajados, pero sin ver nada, puesto que nada había. «¡Dios santo! — pensó— . ¿Seré tonto acaso? Jamás lo hubiera creído, y nadie tiene que saberlo. ¿Es posible que sea inútil para el cargo? No, desde luego no puedo decir que no he visto la tela».

—  ¿Qué? ¿No dice Vuecencia nada del tejido? — preguntó uno de los tejedores.

—  ¡Oh, precioso, maravilloso! — respondió el viejo ministro mirando a través de los lentes— . ¡Qué dibujo y qué colores! Desde luego, diré al Emperador que me ha gustado extraordinariamente.

—  Nos da una buena alegría — respondieron los dos tejedores, dándole los nombres de los colores y describiéndole el raro dibujo. El viejo tuvo buen cuidado de quedarse las explicaciones en la memoria para poder repetirlas al Emperador; y así lo hizo.

Los estafadores pidieron entonces más dinero, seda y oro, ya que lo necesitaban para seguir tejiendo. Todo fue a parar a su bolsillo, pues ni una hebra se empleó en el telar, y ellos continuaron, como antes, trabajando en las máquinas vacías.

Poco después el Emperador envió a otro funcionario de su confianza a inspeccionar el estado de la tela e informarse de si quedaría pronto lista. Al segundo le ocurrió lo que al primero; miró y miró, pero como en el telar no había nada, nada pudo ver.

—  ¿Verdad que es una tela bonita? — preguntaron los dos tramposos, señalando y explicando el precioso dibujo que no existía.

«Yo no soy tonto — pensó el hombre— , y el empleo que tengo no lo suelto. Sería muy fastidioso. Es preciso que nadie se dé cuenta».

Y se deshizo en alabanzas de la tela que no veía, y ponderó su entusiasmo por aquellos hermosos colores y aquel soberbio dibujo.

—  ¡Es digno de admiración! — dijo al Emperador.

Todos los moradores de la capital hablaban de la magnífica tela, tanto, que el Emperador quiso verla con sus propios ojos antes de que la sacasen del telar. Seguido de una multitud de personajes escogidos, entre los cuales figuraban los dos probos funcionarios de marras, se encaminó a la casa donde paraban los pícaros, los cuales continuaban tejiendo con todas sus fuerzas, aunque sin hebras ni hilados.

—  ¿Verdad que es admirable? — preguntaron los dos honrados dignatarios— . Fíjese Vuestra Majestad en estos colores y estos dibujos —  y señalaban el telar vacío, creyendo que los demás veían la tela.

«¡Cómo! — pensó el Emperador— . ¡Yo no veo nada! ¡Esto es terrible! ¿Seré tonto? ¿Acaso no sirvo para emperador? Sería espantoso».

—  ¡Oh, sí, es muy bonita! — dijo— . Me gusta, la apruebo— . Y con un gesto de agrado miraba el telar vacío; no quería confesar que no veía nada.

Todos los componentes de su séquito miraban y remiraban, pero ninguno sacaba nada en limpio; no obstante, todo era exclamar, como el Emperador: —  ¡oh, qué bonito! — , y le aconsejaron que estrenase los vestidos confeccionados con aquella tela, en la procesión que debía celebrarse próximamente. —  ¡Es preciosa, elegantísima, estupenda! —  corría de boca en boca, y todo el mundo parecía extasiado con ella. El Emperador concedió una condecoración a cada uno de los dos bellacos para que se la prendieran en el ojal, y los nombró tejedores imperiales.

Durante toda la noche que precedió al día de la fiesta, los dos embaucadores estuvieron levantados, con dieciséis lámparas encendidas, para que la gente viese que trabajaban activamente en la confección de los nuevos vestidos del Soberano. Simularon quitar la tela del telar, cortarla con grandes tijeras y coserla con agujas sin hebra; finalmente, dijeron: —  ¡Por fin, el vestido está listo!

Llegó el Emperador en compañía de sus caballeros principales, y los dos trúhanes, levantando los brazos como si sostuviesen algo, dijeron:

—  Esto son los pantalones. Ahí está la casaca. — Aquí tenéis el manto... Las prendas son ligeras como si fuesen de telaraña; uno creería no llevar nada sobre el cuerpo, más precisamente esto es lo bueno de la tela.

—  ¡Sí! —  asintieron todos los cortesanos, a pesar de que no veían nada, pues nada había.

—  ¿Quiere dignarse Vuestra Majestad quitarse el traje que lleva — dijeron los dos bribones—  para que podamos vestiros el nuevo delante del espejo?

Quitóse el Emperador sus prendas, y los dos simularon ponerle las diversas piezas del vestido nuevo, que pretendían haber terminado poco antes. Y cogiendo al Emperador por la cintura, hicieron como si le atasen algo, la cola seguramente; y el Monarca todo era dar vueltas ante el espejo.

—  ¡Dios, y qué bien le sienta, le va estupendamente! — exclamaban todos— . ¡Vaya dibujo y vaya colores! ¡Es un traje precioso! — El palio bajo el cual irá Vuestra Majestad durante la procesión, aguarda ya en la calle — anunció el maestro de Ceremonias.

—  Muy bien, estoy a punto — dijo el Emperador— .¿Verdad que me sienta bien? —  y volvióse una vez más de cara al espejo, para que todos creyeran que veía el vestido.

Los ayudas de cámara encargados de sostener la cola bajaron las manos al suelo como para levantarla, y avanzaron con ademán de sostener algo en el aire; por nada del mundo hubieran confesado que no veían nada. Y de este modo echó a andar el Emperador bajo el magnífico palio, mientras el gentío, desde la calle y las ventanas, decían:

—  ¡Qué preciosos son los vestidos nuevos del Emperador! ¡Qué magnífica cola! ¡Qué hermoso es todo!—. Nadie permitía que los demás se diesen cuenta de que nada veía, para no ser tenido por incapaz en su cargo o por estúpido. Ningún traje del Monarca había tenido tanto éxito como aquél.

— ¡Pero si no lleva nada! — exclamó de pronto un niño. —  ¡Dios bendito, escuchad la voz de la inocencia! —  dijo su padre; y todo el mundo se fue repitiendo al oído lo que acababa de decir el pequeño.

—  ¡No lleva nada; es un chiquillo el que dice que no lleva nada!

—  ¡Pero si no lleva nada! — gritó, al fin, el pueblo entero.

Aquello inquietó al Emperador, pues barruntaba que el pueblo tenía razón; mas pensó: «Hay que aguantar hasta el fin». Y siguió más altivo que antes; y los ayudas de cámara continuaron sosteniendo la inexistente cola.

FIN

"Los cuentos de hadas para niños”. 1837

Los cisnes salvajes

Hans Christian Andersen

Lejos de nuestras tierras, allá adonde van las golondrinas cuando el invierno llega a nosotros, vivía un rey que tenía once hijos y una hija llamada Elisa. Los once hermanos eran príncipes; llevaban una estrella en el pecho y sable al cinto para ir a la escuela; escribían con pizarrín de diamante sobre pizarras de oro, y aprendían de memoria con la misma facilidad con que leían; en seguida se notaba que eran príncipes. Elisa, la hermana, se sentaba en un escabel de reluciente cristal, y tenía un libro de estampas que había costado lo que valía la mitad del reino.

¡Qué bien lo pasaban aquellos niños! Lástima que aquella felicidad no pudiese durar siempre.

Su padre, Rey de todo el país, casó con una reina perversa, que odiaba a los pobres niños. Ya al primer día pudieron ellos darse cuenta. Fue el caso, que había gran gala en todo el palacio, y los pequeños jugaron a «visitas»; pero en vez de recibir pasteles y manzanas asadas como se suele en tales ocasiones, la nueva Reina no les dio más que arena en una taza de té, diciéndoles que imaginaran que era otra cosa.

A la semana siguiente mandó a Elisa al campo, a vivir con unos labradores, y antes de mucho tiempo le había ya dicho al Rey tantas cosas malas de los príncipes, que éste acabó por desentenderse de ellos.

— ¡A volar por el mundo y apáñense por su cuenta! — exclamó un día la perversa mujer—; ¡a volar como grandes aves sin voz!

Pero no pudo llegar al extremo de maldad que habría querido; los niños se transformaron en once hermosísimos cisnes salvajes. Con un extraño grito emprendieron el vuelo por las ventanas de palacio, y, cruzando el parque, desaparecieron en el bosque.

Era aún de madrugada cuando pasaron por el lugar donde su hermana Elisa yacía dormida en el cuarto de los campesinos; y aunque describieron varios círculos sobre el tejado, estiraron los largos cuellos y estuvieron aleteando vigorosamente, nadie los oyó ni los vio. Hubieron de proseguir, remontándose basta las nubes, por esos mundos de Dios, y se dirigieron hacia un gran bosque tenebroso que se extendía hasta la misma orilla del mar.

La pobre Elisita seguía en el cuarto de los labradores jugando con una hoja verde, único juguete que poseía. Abriendo en ella un agujero, miró el sol a su través y le pareció como si viera los ojos límpidos de sus hermanos; y cada vez que los rayos del sol le daban en la cara, creía sentir el calor de sus besos.

Pasaban los días, monótonos e iguales. Cuando el viento soplaba por entre los grandes setos de rosales plantados delante de la casa, susurraba a las rosas:

— ¿Qué puede haber más hermoso que ustedes?

Pero las rosas meneaban la cabeza y respondían:

— Elisa es más hermosa.

Cuando la vieja de la casa, sentada los domingos en el umbral, leía su devocionario, el viento le volvía las hojas, y preguntaba al libro:

— ¿Quién puede ser más piadoso que tú?

— Elisa es más piadosa — replicaba el devocionario; y lo que decían las rosas y el libro era la pura verdad. Porque aquel libro no podía mentir.

Habían convenido en que la niña regresaría a palacio cuando cumpliese los quince años; pero al ver la Reina lo hermosa que era, sintió rencor y odio, y la habría transformado en cisne, como a sus hermanos; sin embargo, no se atrevió a hacerlo en seguida, porque el Rey quería ver a su hija.

Por la mañana, muy temprano, fue la Reina al cuarto de baile, que era todo él de mármol y estaba adornado con espléndidos almohadones y cortinajes, y, cogiendo tres sapos, los besó y dijo al primero:

— Súbete sobre la cabeza de Elisa cuando esté en el baño, para que se vuelva estúpida como tú. Ponte sobre su frente —dijo al segundo—, para que se vuelva como tú de fea, y su padre no la reconozca.

Y al tercero:

— Siéntate sobre su corazón e infúndele malos sentimientos, para que sufra.

Echó luego los sapos al agua clara, que inmediatamente se tiñó de verde, y, llamando a Elisa, la desnudó, mandándole entrar en el baño; y al hacerlo, uno de los sapos se le puso en la cabeza, el otro en la frente y el tercero en el pecho, sin que la niña pareciera notarlo; y en cuanto se incorporó, tres rojas flores de adormidera aparecieron flotando en el agua. Aquellos animales eran ponzoñosos y habían sido besados por la bruja; de lo contrario, se habrían transformado en rosas encarnadas. Sin embargo, se convirtieron en flores, por el solo hecho de haber estado sobre la cabeza y sobre el corazón de la princesa, la cual era, demasiado buena e inocente para que los hechizos tuviesen acción sobre ella.

Al verlo la malvada Reina, la frotó con jugo de nuez, de modo que su cuerpo adquirió un tinte pardo negruzco; le untó luego la cara con una pomada apestosa y le desgreñó el cabello. Era imposible reconocer a la hermosa Elisa.

Por eso se asustó su padre al verla, y dijo que no era su hija. Nadie la reconoció, excepto el perro mastín y las golondrinas; pero eran pobres animales cuya opinión no contaba.

La pobre Elisa rompió a llorar, pensando en sus once hermanos ausentes. Salió, angustiada, de palacio, y durante todo el día estuvo vagando por campos y eriales, adentrándose en el bosque inmenso. No sabía adónde dirigirse, pero se sentía acongojada y anhelante de encontrar a sus hermanos, que a buen seguro andarían también vagando por el amplio mundo. Hizo el propósito de buscarlos.

Llevaba poco rato en el bosque, cuando se hizo de noche; la doncella había perdido el camino. Se tendió sobre el blando musgo, y, rezadas sus oraciones vespertinas, reclinó la cabeza sobre un tronco de árbol. Reinaba un silencio absoluto, el aire estaba tibio, y en la hierba y el musgo que la rodeaban lucían las verdes lucecitas de centenares de luciérnagas, cuando tocaba con la mano una de las ramas, los insectos luminosos caían al suelo como estrellas fugaces.

Toda la noche estuvo soñando en sus hermanos. De nuevo los veía de niños, jugando, escribiendo en la pizarra de oro con pizarrín de diamante y contemplando el maravilloso libro de estampas que había costado medio reino; pero no escribían en el tablero, como antes, ceros y rasgos, sino las osadísimas gestas que habían realizado y todas las cosas que habían visto y vivido; y en el libro todo cobraba vida, los pájaros cantaban, y las personas salían de las páginas y hablaban con Elisa y sus hermanos; pero cuando volvía la hoja saltaban de nuevo al interior, para que no se produjesen confusiones en el texto.

Cuando despertó, el sol estaba ya alto sobre el horizonte. Elisa no podía verlo, pues los altos árboles formaban un techo de espesas ramas; pero los rayos jugueteaban allá fuera como un ondeante velo de oro. El campo esparcía sus aromas, y las avecillas venían a posarse casi en sus hombros; oía el chapoteo del agua, pues fluían en aquellos alrededores muchas y caudalosas fuentes, que iban a desaguar en un lago de límpido fondo arenoso. Había, si, matorrales muy espesos, pero en un punto los ciervos habían hecho una ancha abertura, y por ella bajó Elisa al agua. Era ésta tan cristalina, que, de no haber agitado el viento las ramas y matas, la muchacha habría podido pensar que estaban pintadas en el suelo; tal era la claridad con que se reflejaba cada hoja, tanto las bañadas por el sol como las que se hallaban en la sombra.

Al ver su propio rostro tuvo un gran sobresalto, tan negro y feo era; pero en cuanto se hubo frotado los ojos y la frente con la mano mojada, volvió a brillar su blanquísima piel. Se desnudó y se metió en el agua pura; en el mundo entero no se habría encontrado una princesa tan hermosa como ella.

Vestida ya de nuevo y trenzado el largo cabello, se dirigió a la fuente borboteante, bebió del hueco de la mano y prosiguió su marcha por el bosque, a la ventura, sin saber adónde. Pensaba en sus hermanos y en Dios misericordioso, que seguramente no la abandonaría: El hacía crecer las manzanas silvestres para alimentar a los hambrientos; y la guió hasta uno de aquellos árboles, cuyas ramas se doblaban bajo el peso del fruto. Comió de él, y, después de colocar apoyos para las ramas, se adentró en la parte más oscura de la selva. Reinaba allí un silencio tan profundo, que la muchacha oía el rumor de sus propios pasos y el de las hojas secas, que se doblaban bajo sus pies. No se veía ni un pájaro: ni un rayo de sol se filtraba por entre las corpulentas y densas ramas de los árboles, cuyos altos troncos estaban tan cerca unos de otros, que, al mirar la doncella a lo alto, le parecía verse rodeada por un enrejado de vigas. Era una soledad como nunca había conocido.

La noche siguiente fue muy oscura; ni una diminuta luciérnaga brillaba en el musgo. Ella se echó, triste, a dormir, y entonces tuvo la impresión de que se apartaban las ramas extendidas encima de su cabeza y que Dios Nuestro Señor la miraba con ojos bondadosos, mientras unos angelitos le rodeaban y asomaban por entre sus brazos.

Al despertarse por la mañana, no sabía si había soñado o si todo aquello había sido realidad.

Anduvo unos pasos y se encontró con una vieja que llevaba bayas en una cesta. La mujer le dio unas cuantas, y Elisa le preguntó si por casualidad había visto a los once príncipes cabalgando por el bosque.

— No — respondió la vieja—, pero ayer vi once cisnes, con coronas de oro en la cabeza, que iban río abajo.

Acompañó a Elisa un trecho, hasta una ladera a cuyo pie serpenteaba un riachuelo. Los árboles de sus orillas extendían sus largas y frondosas ramas al encuentro unas de otras, y allí donde no se alcanzaban por su crecimiento natural, las raíces salían al exterior y formaban un entretejido por encima del agua.

Elisa dijo adiós a la vieja y siguió por la margen del río, hasta el punto en que éste se vertía en el gran mar abierto.

Frente a la doncella se extendía el soberbio océano, pero en él no se divisaba ni una vela, ni un bote. ¿Cómo seguir adelante? Consideró las innúmeras piedrecitas de la playa, redondeadas y pulimentadas por el agua. Cristal, hierro, piedra, todo lo acumulado allí había sido moldeado por el agua, a pesar de ser ésta mucho más blanda que su mano. «La ola se mueve incesantemente y así alisa las cosas duras; pues yo seré tan incansable como ella. Gracias por su lección, olas claras y saltarinas; algún día, me lo dice el corazón, me llevarán al lado de mis hermanos queridos».

Entre las algas arrojadas por el mar a la playa yacían once blancas plumas de cisne, que la niña recogió, haciendo un haz con ellas. Estaban cuajadas de gotitas de agua, rocío o lágrimas, ¿Quién sabe? Se hallaba sola en la orilla, pero no sentía la soledad, pues el mar cambiaba constantemente; en unas horas se transformaba más veces que los lagos en todo un año. Si avanzaba una gran nube negra, el mar parecía decir: «¡Ved, qué tenebroso puedo ponerme!». Luego soplaba viento, y las olas volvían al exterior su parte blanca. Pero si las nubes eran de color rojo y los vientos dormían, el mar podía compararse con un pétalo de rosa; era ya verde, ya blanco, aunque por mucha calma que en él reinara, en la orilla siempre se percibía un leve movimiento; el agua se levantaba débilmente, como el pecho de un niño dormido.

A la hora del ocaso, Elisa vio que se acercaban volando once cisnes salvajes coronados de oro; iban alineados, uno tras otro, formando una larga cinta blanca. Elisa remontó la ladera y se escondió detrás de un matorral; los cisnes se posaron muy cerca de ella, agitando las grandes alas blancas.

No bien el sol hubo desaparecido bajo el horizonte, se desprendió el plumaje de las aves y aparecieron once apuestos príncipes: los hermanos de Elisa. Lanzó ella un agudo grito, pues aunque sus hermanos habían cambiado mucho, la muchacha comprendió que eran ellos; algo en su interior le dijo que no podían ser otros. Se arrojó en sus brazos, llamándolos por sus nombres, y los mozos se sintieron indeciblemente felices al ver y reconocer a su hermana, tan mayor ya y tan hermosa. Reían y lloraban a la vez, y pronto se contaron mutuamente el cruel proceder de su madrastra.

— Nosotros — dijo el hermano mayor — volamos convertidos en cisnes salvajes mientras el sol está en el cielo; pero en cuanto se ha puesto, recobramos nuestra figura humana; por eso debemos cuidar siempre de tener un punto de apoyo para los pies a la hora del anochecer, pues entonces si volásemos hacia las nubes, nos precipitaríamos al abismo al recuperar nuestra condición de hombres. No habitamos aquí; allende el océano hay una tierra tan hermosa como ésta, pero el camino es muy largo, a través de todo el mar, y sin islas donde pernoctar; sólo un arrecife solitario emerge de las aguas, justo para descansar en él pegados unos a otros; y si el mar está muy movido, sus olas saltan por encima de nosotros; pero, con todo, damos gracias a Dios de que la roca esté allí. En ella pasamos la noche en figura humana; si no la hubiera, nunca podríamos visitar nuestra amada tierra natal, pues la travesía nos lleva dos de los días más largos del año. Una sola vez al año podemos volver a la patria, donde nos está permitido permanecer por espacio de once días, volando por encima del bosque, desde el cual vemos el palacio en que nacimos y que es morada de nuestro padre, y el alto campanario de la iglesia donde está enterrada nuestra madre. Estando allí, nos parece como si árboles y matorrales fuesen familiares nuestros; los caballos salvajes corren por la estepa, como los vimos en nuestra infancia; los carboneros cantan las viejas canciones a cuyo ritmo bailábamos de pequeños; es nuestra patria, que nos atrae y en la que te hemos encontrado, hermanita querida. Tenemos aún dos días para quedarnos aquí, pero luego deberemos cruzar el mar en busca de una tierra espléndida, pero que no es la nuestra. ¿Cómo llevarte con nosotros? no poseemos ningún barco, ni un mísero bote, nada en absoluto que pueda flotar.

— ¿Cómo podría yo redimirlos? — preguntó la muchacha.

Estuvieron hablando casi toda la noche, y durmieron bien pocas horas.

Elisa despertó con el aleteo de los cisnes que pasaban volando sobre su cabeza. Sus hermanos, transformados de nuevo, volaban en grandes círculos, y, se alejaron; pero uno de ellos, el menor de todos, se había quedado en tierra; reclinó la cabeza en su regazo y ella le acarició las blancas alas, y así pasaron juntos todo el día. Al anochecer regresaron los otros, y cuando el sol se puso recobraron todos su figura natural.

— Mañana nos marcharemos de aquí para no volver hasta dentro de un año; pero no podemos dejarte de este modo. ¿Te sientes con valor para venir con nosotros? Mi brazo es lo bastante robusto para llevarte a través del bosque, y, ¿no tendremos entre todos la fuerza suficiente para transportarte volando por encima del mar?

— ¡Sí, llévenme con ustedes! — dijo Elisa.

Emplearon toda la noche tejiendo una grande y resistente red con juncos y flexible corteza de sauce. Se tendió en ella Elisa, y cuando salió el sol y los hermanos se hubieron transformado en cisnes salvajes, cogiendo la red con los picos, echaron a volar con su hermanita, que aún dormía en ella, y se remontaron hasta las nubes. Al ver que los rayos del sol le daban de lleno en la cara, uno de los cisnes se situó volando sobre su cabeza, para hacerle sombra con sus anchas alas extendidas.

Estaban ya muy lejos de tierra cuando Elisa despertó. Creía soñar aún, pues tan extraño le parecía verse en los aires, transportada por encima del mar. A su lado tenía una rama llena de exquisitas bayas rojas y un manojo de raíces aromáticas. El hermano menor las había recogido y puesto junto a ella.

Elisa le dirigió una sonrisa de gratitud, pues lo reconoció; era el que volaba encima de su cabeza, haciéndole sombra con las alas.

Iban tan altos, que el primer barco que vieron a sus pies parecía una blanca gaviota posada sobre el agua. Tenían a sus espaldas una gran nube; era una montaña, en la que se proyectaba la sombra de Elisa y de los once cisnes: ello demostraba la enorme altura de su vuelo. El cuadro era magnífico, como jamás viera la muchacha; pero al elevarse más el sol y quedar rezagada la nube, se desvaneció la hermosa silueta.

Siguieron volando durante todo el día, raudos como zumbantes saetas; y, sin embargo, llevaban menos velocidad que de costumbre, pues los frenaba el peso de la hermanita. Se levantó mal tiempo, y el atardecer se acercaba; Elisa veía angustiada cómo el sol iba hacia su ocaso sin que se vislumbrase el solitario arrecife en la superficie del mar. Se daba cuenta de que los cisnes aleteaban con mayor fuerza. ¡Ah!, ella tenía la culpa de que no pudiesen avanzar con la ligereza necesaria; al desaparecer el sol se transformarían en seres humanos, se precipitarían en el mar y se ahogarían. Desde el fondo de su corazón elevó una plegaria a Dios misericordioso, pero el acantilado no aparecía. Los negros nubarrones se aproximaban por momentos, y las fuertes ráfagas de viento anunciaban la tempestad. Las nubes formaban un único arco, grande y amenazador, que se adelantaba como si fuese de plomo, y los rayos se sucedían sin interrupción.

El sol se hallaba ya al nivel del mar. A Elisa le palpitaba el corazón; los cisnes descendieron bruscamente, con tanta rapidez, que la muchacha tuvo la sensación de caerse; pero en seguida reanudaron el vuelo. El círculo solar había desaparecido en su mitad debajo del horizonte cuando Elisa distinguió por primera vez el arrecife al fondo, tan pequeño, que se habría dicho la cabeza de una foca asomando fuera del agua. El sol seguía ocultándose rápidamente, ya no era mayor que una estrella, cuando su pie tocó tierra firme, y en aquel mismo momento el astro del día se apagó cual la última chispa en un papel encendido. Vio a sus hermanos rodeándola, cogidos todos del brazo; había el sitio justo para los doce; el mar azotaba la roca, proyectando sobre ellos una lluvia de agua pulverizada; el cielo parecía una enorme hoguera, y los truenos retumbaban sin interrupción. Los hermanos, cogidos de las manos, cantaban salmos y encontraban en ellos confianza y valor.

Al amanecer, el cielo, purísimo, estaba en calma; no bien salió el sol, los cisnes reemprendieron el vuelo, alejándose de la isla con Elisa. El mar seguía aún muy agitado; cuando los viajeros estuvieron a gran altura, les pareció como si las blancas crestas de espuma, que se destacaban sobre el agua verde negruzca, fuesen millones de cisnes nadando entre las olas.

Al elevarse más el sol, Elisa vio ante sí, a lo lejos, flotando en el aire, una tierra montañosa, con las rocas cubiertas de brillantes masas de hielo; en el centro se extendía un palacio, que bien mediría una milla de longitud, con atrevidas columnatas superpuestas; debajo ondeaban palmerales y magníficas flores, grandes como ruedas de molino. Preguntó si era aquél el país de destino, pero los cisnes sacudieron la cabeza negativamente; lo que veía era el soberbio castillo de nubes de la Fata Morgana, eternamente cambiante; no había allí lugar para criaturas humanas. Elisa clavó en él la mirada y vio cómo se derrumbaban las montañas, los bosques y el castillo, quedando reemplazados por veinte altivos templos, todos iguales, con altas torres y ventanales puntiagudos. Creyó oír los sones de los órganos, pero lo que en realidad oía era el rumor del mar. Estaba ya muy cerca de los templos cuando éstos se transformaron en una gran flota que navegaba debajo de ella; y al mirar al fondo vio que eran brumas marinas deslizándose sobre las aguas. Visiones constantemente cambiantes desfilaban ante sus ojos, hasta que al fin vislumbró la tierra real, término de su viaje, con grandiosas montañas azules cubiertas de bosques de cedros, ciudades y palacios. Mucho antes de la puesta del sol se encontró en la cima de una roca, frente a una gran cueva revestida de delicadas y verdes plantas trepadoras, comparables a bordadas alfombras.

— Vamos a ver lo que sueñas aquí esta noche — dijo el menor de los hermanos, mostrándole el dormitorio.

— ¡Quiera el Cielo que sueñe la manera de salvarlos! — respondió ella; aquella idea no se le iba de la mente, y rogaba a Dios de todo corazón pidiéndole ayuda; hasta en sueños le rezaba. Y he aquí que le pareció como si saliera volando a gran altura, hacia el castillo de la Fata Morgana; el hada, hermosísima y reluciente, salía a su encuentro; y, sin embargo, se parecía a la vieja que le había dado bayas en el bosque y hablado de los cisnes con coronas de oro.

— Tus hermanos pueden ser redimidos —le dijo—; pero, ¿tendrás tú valor y constancia suficientes? Cierto que el agua moldea las piedras a pesar de ser más blanda que tus finas manos, pero no siente el dolor que sentirán tus dedos, y no tiene corazón, no experimenta la angustia y la pena que tú habrás de soportar. ¿Ves esta ortiga que tengo en la mano? Pues alrededor de la cueva en que duermes crecen muchas de su especie, pero fíjate bien en que únicamente sirven las que crecen en las tumbas del cementerio. Tendrás que recogerlas, por más que te llenen las manos de ampollas ardientes; rompe las ortigas con los pies y obtendrás lino, con el cual tejerás once camisones; los echas sobre los once cisnes, y el embrujo desaparecerá. Pero recuerda bien que desde el instante en que empieces la labor hasta que la termines no te está permitido pronunciar una palabra, aunque el trabajo dure años. A la primera que pronuncies, un puñal homicida se hundirá en el corazón de tus hermanos. De tu lengua depende sus vidas. No olvides nada de lo que te he dicho.

El hada tocó entonces con la ortiga la mano de la dormida doncella, y ésta despertó como al contacto del fuego. Era ya pleno día, y muy cerca del lugar donde había dormido crecía una ortiga idéntica a la que viera en sueños. Cayó de rodillas para dar gracias a Dios misericordioso y salió de la cueva dispuesta a iniciar su trabajo.

Cogió con sus delicadas manos las horribles plantas, que quemaban como fuego, y se le formaron grandes ampollas en manos y brazos; pero todo lo resistía gustosamente, con tal de poder liberar a sus hermanos. Partió las ortigas con los pies descalzos y trenzó el verde lino.

Al anochecer llegaron los hermanos, los cuales se asustaron al encontrar a Elisa muda. Creyeron que se trataba de algún nuevo embrujo de su perversa madrastra; pero al ver sus manos, comprendieron el sacrificio que su hermana se había impuesto por su amor; el más pequeño rompió a llorar, y donde caían sus lágrimas se le mitigaban los dolores y le desaparecían las abrasadoras ampollas.

Pasó la noche trabajando, pues no quería tomarse un momento de descanso hasta que hubiese redimido a sus hermanos queridos; y continuó durante todo el día siguiente, en ausencia de los cisnes; y aunque estaba sola, nunca pasó para ella el tiempo tan de prisa. Tenía ya terminado un camisón y comenzó el segundo.

En esto resonó un cuerno de caza en las montañas, y la princesa se asustó. Los sones se acercaban progresivamente, acompañados de ladridos de perros, por lo que Elisa corrió a ocultarse en la cueva y, atando en un fajo las ortigas que había recogido y peinado, se sentó encima.

En aquel mismo momento apareció en el valle, saltando, un enorme perro, seguido muy pronto de otros, que ladraban y corrían de uno a otro lado. Poco después todos los cazadores estaban delante de la gruta; el más apuesto era el rey del país. Acercóse a Elisa; nunca había visto a una muchacha tan bella.

— ¿Cómo llegaste aquí, preciosa? —dijo. Elisa sacudió la cabeza, pues no podía hablar: iba en ello la redención y la vida de sus hermanos; y ocultó las manos debajo del delantal para que el Rey no viese el dolor que la afligía.

— Vente conmigo —dijo el príncipe—, no puedes seguir aquí. Si eres tan buena como hermosa, te vestiré de seda y terciopelo, te pondré la corona de oro en la cabeza y vivirás en el más espléndido de mis palacios — y así diciendo la subió sobre su caballo.

Ella lloraba y agitaba las manos, pero el Rey dijo:

— Sólo quiero tu felicidad. Un día me lo agradecerás —. Y se alejaron todos por entre las montañas, montada ella delante y escoltada de los demás cazadores.

Al ponerse el sol llegaron a la vista de la hermosa capital del reino, con sus iglesias y cúpulas. El Soberano la condujo a palacio, un soberbio edificio con grandes surtidores en las altas salas de mármol; las paredes y techos estaban cubiertos de pinturas; pero Elisa no veía nada, sus ojos estaban henchidos de lágrimas, y su alma, de tristeza; indiferente a todo, dejóse poner vestidos reales, perlas en el cabello y guantes en las inflamadas manos.

Así ataviada, su belleza era tan deslumbrante, que toda la Corte se inclinó respetuosamente ante ella; y el Rey la proclamó su novia, pese a que el arzobispo sacudía la cabeza y murmuraba que seguramente la doncella del bosque era una bruja, que había ofuscado los ojos y trastornado el corazón del Rey.

Éste, empero, no le hizo caso y mandó que tocase la música, sirviesen los manjares más exquisitos y bailasen las muchachas más lindas; luego la condujo a unos magníficos salones, pasando por olorosos jardines. Pero ni la más leve sonrisa se dibujó en sus labios ni se reflejó en sus ojos, llenos de tristeza. El Rey abrió una pequeña habitación destinada a dormitorio de Elisa; estaba adornada con preciosos tapices verdes, y se parecía sorprendentemente a la gruta que le había servido de refugio. En el suelo había el fajo de lino hilado de las ortigas, y debajo de la manta, el camisón ya terminado. Todo lo había traído uno de los cazadores.

— Aquí podrás imaginarte que estás en tu antiguo hogar —le dijo el Rey—. Ahí tienes el trabajo en que te ocupabas; en medio de todo este esplendor te agradará recordar aquellos tiempos.

Al ver Elisa aquellas cosas tan queridas de su corazón, sintió que una sonrisa se dibujaba en su boca y que la sangre afluía de nuevo a sus mejillas. Pensó en la salvación de sus hermanos y besó la mano del Rey, quien la estrechó contra su pecho y dio orden de que las campanas de las iglesias anunciasen la próxima boda. La hermosa y muda doncella del bosque iba a ser reina del país.

El arzobispo no cesaba de murmurar palabras malévolas a los oídos del Rey, pero no penetraban en su corazón, pues estaba firmemente decidido a celebrar la boda. El propio arzobispo tuvo que poner la corona a la nueva soberana; en su enojo, se la encasquetó hasta la frente, con tal violencia que le hizo daño. Pero mayor era la opresión que la nueva reina sentía en el pecho: la angustia por sus hermanos; y esta pena del alma le impedía notar los sufrimientos del cuerpo. Su boca seguía muda, pues una sola palabra habría costado la vida a sus hermanos; mas sus ojos expresaban un amor sincero por aquel rey bueno y apuesto, que se desvivía por complacerla. De día en día iba queriéndolo más tiernamente, y sólo deseaba poder comunicarle sus penas. Pero no tenía más remedio que seguir muda, y muda debía terminar su tarea. Por eso, durante la noche se deslizaba de su lado y, yendo al pequeño aposento adornado como la gruta, confeccionaba los camisones, uno tras otro; pero al disponerse a empezar el séptimo, vio que se le había terminado el lino.

No ignoraba que en el cementerio crecían las ortigas que necesitaba; pero debía cogerlas ella misma. ¿Cómo hacerlo? ¿Cómo salir sin ser observada?

"¡Ah, qué representa el dolor de mis dedos comparado con el tormento que sufre mi corazón! —pensaba—. Es necesario que me aventure. Nuestro Señor no retirará de mí su mano bondadosa." Angustiada, como si fuese a cometer una mala acción, salió a hurtadillas al jardín. A la luz de la luna, siguió por las largas avenidas y por las calles solitarias, dirigiéndose al cementerio. Sentadas en una gran losa funeraria vio un corro de feas brujas; y presenció cómo se despojaban de sus harapos, cual si se dispusieran a bañarse, y con los dedos largos y escuálidos extraía la tierra de las sepulturas recientes, sacaban los cadáveres y devoraban su carne. Elisa hubo de pasar cerca de ellas y fue blanco de sus malas miradas, pero la muchacha, orando en silencio, recogió sus ortigas y las llevó a palacio.

Una sola persona la había visto, el arzobispo, el cual velaba mientras los demás dormían. Así, pues, había tenido razón al sospechar que la Reina era una bruja; por eso había hechizado al Rey y a todo el pueblo.

En el confesionario comunicó al Rey lo que había visto y lo que temía; y cuando las duras palabras salieron de su boca, los santos de talla menearon las cabezas, como diciendo: "No es verdad, Elisa es inocente." Pero el arzobispo interpretó el gesto de modo distinto; pensó que declaraban contra ella y que eran sus pecados los que hacían agitar las cabezas de los santos. Dos gruesas lágrimas rodaron por las mejillas del Rey, y volvió a palacio con la duda en el corazón. A la noche siguiente simuló dormir, aunque el sueño no había acudido a sus ojos, vio cómo Elisa se levantaba, y lo mismo se repitió en las noches siguientes; y, siguiéndola, la veía desaparecer en el aposento.

Su semblante se tornaba cada día más sombrío. Elisa se daba cuenta, sin comprender el motivo, y, angustiada, sufría cada vez más en su corazón por sus hermanos. Sus ardientes lágrimas fluían por el terciopelo y la púrpura reales, depositándose cual diamantes purísimos; y todos los que veían el rico esplendor de sus ropas la envidiaban por ser Reina. Estaba ya a punto de terminar su tarea; y sólo le faltaba un camisón; pero no le quedaba ya ni lino ni ortigas.

Por tanto, tuvo que dirigirse por última vez al cementerio a recoger unos manojos. Pensó con angustia en la solitaria expedición y en las horribles brujas, pero su voluntad seguía firme, como su confianza en Dios.

Salió Elisa, seguida por el Rey y el arzobispo, quienes la vieron desaparecer tras la reja, y al acercarse vieron también las brujas sentadas en las losas sepulcrales; y el Rey se volvió, convencido de que era una de ellas la que aquella misma noche había reclinado aún la cabeza sobre su pecho.

— ¡Que el pueblo la juzgue! — dijo; y el pueblo sentenció que fuese quemada viva.

De los lujosos salones de palacio la condujeron a un calabozo oscuro y húmedo, donde el viento silbaba a través de la reja. En vez de terciopelo y seda, diéronle el montón de ortigas que había recogido, para que le sirviesen de almohada; los burdos y ardorosos camisones que había confeccionado serían sus mantas; y, sin embargo, aquello era lo mejor que podían darle; reanudó su trabajo y elevó sus preces a Dios. Fuera, los golfos callejeros le cantaban canciones insultantes; ni un alma acudía a prodigarle palabras de consuelo.

Hacia el anochecer oyó delante de la reja el rumor de las alas de un cisne; era su hermano menor, que había encontrado a su hermana. Prorrumpió ésta en sollozos de alegría, a pesar de saber que aquella noche sería probablemente la última de su existencia. Pero tenía el trabajo casi terminado, y sus hermanos estaban allí.

Presentóse el arzobispo para asistirla en su última hora, como había prometido al Rey; mas ella meneó la cabeza, y con la mirada y el gesto le pidió que se marchase. Aquella noche debía terminar su tarea; de otro modo, todo habría sido inútil: el dolor, las lágrimas, las largas noches en vela. El prelado se alejó dirigiéndole palabras de enojo, mas la pobre Elisa sabía que era inocente y prosiguió su labor.

Los ratoncillos corrían por el suelo, acercándole las ortigas a sus pies, deseosos de ayudarla, y un tordo se posó en la reja de la cárcel y estuvo cantando toda la noche sus más alegres canciones, para infundir valor a Elisa.

Rayaba ya el alba; faltaba una hora para salir el sol, cuando los once hermanos se presentaron a la puerta de palacio, suplicando ser conducidos a presencia del Rey. Imposible — se les respondió—, era de noche todavía, el Soberano estaba durmiendo y no se le podía despertar. Rogaron, amenazaron, vino la guardia, y el propio Rey salió preguntando qué significaba aquello. En aquel momento salió el sol y desaparecieron los hermanos, pero once cisnes salvajes volaron encima del palacio.

Por la puerta de la ciudad afluía una gran multitud; el pueblo quería asistir a la quema de la bruja. Un viejo jamelgo tiraba de la carreta en que ésta era conducida, cubierta con una túnica de ruda arpillera, suelto el hermoso cabello alrededor de la cabeza, una palidez de muerte pintada en las mejillas. Sus labios se movían levemente, mientras los dedos seguían tejiendo el verde lino. Ni siquiera camino del suplicio interrumpía Elisa su trabajo; a sus pies se amontonaban diez camisones, y estaba terminando el último. El populacho la escarnecía:

— ¡Mirad la bruja cómo murmura! No lleva en la mano un devocionario, no, sigue con sus brujerías. ¡Destrozadla en mil pedazos!

Lanzáronse hacia ella para arrancarle los camisones, y en el mismo momento acudieron volando once blancos cisnes, que se posaron a su alrededor en la carreta, agitando las grandes alas. Al verlo, la muchedumbre retrocedió aterrorizada.

— ¡Es un signo del cielo! ¡No cabe duda de que es inocente! — decían muchos en voz baja; pero no se atrevían a expresarse de otro modo.

El verdugo la agarró de la mano, y entonces ella echó rápidamente los once camisones sobre los cisnes, que en el acto quedaron transformados en otros tantos gallardos príncipes; sólo el menor tenía un ala en lugar de un brazo, pues faltaba una manga a su camisón; la muchacha no había tenido tiempo de terminarlo.

— Ahora ya puedo hablar —exclamó—. ¡Soy inocente! El pueblo, al ver lo ocurrido, postróse ante ella como ante una santa; pero Elisa cayó desmayada en brazos de sus hermanos, no pudiendo resistir tantas emociones, angustias y dolores.

— ¡Sí, es inocente! —gritó el hermano mayor, y contó al pueblo todo lo sucedido, y mientras hablaba esparcióse una fragancia como de millones de rosas, pues cada pedazo de leña de la hoguera había echado raíces y proyectaba ramas. Era un seto aromático, alto y cuajado de rosas encarnadas, con una flor en la cumbre, blanca y brillante como una estrella. Cortóla el Rey y la puso en el pecho de Elisa, la cual volvió en sí, lleno el corazón de paz y felicidad, Las campanas de todas las iglesias se pusieron a repicar por sí mismas y los pájaros acudieron en grandes bandadas; para regresar a palacio se organizó una cabalgata como, jamás la viera un rey.

FIN

La sirenita

Hans Christian Andersen

En alta mar el agua es tan azul como los pétalos de la más linda centaura y tan clara como el más puro cristal, pero muy profunda, más profunda de lo que puede alcanzar ninguna cadena ancla. Deberían apilarse, una sobre otra, muchas torres de iglesia para llegar desde el fondo hasta la superficie del agua. Allí abajo viven los seres del mar. Porque no vayan a creer que allí sólo está el desnudo fondo blanco de la arena. No, allí crecen maravillosos árboles y plantas que tienen tallos y hojas tan flexibles que al menor movimiento del agua se estremecen, como si tuvieran vida. Toda clase de peces, pequeños y grandes, se deslizan entre las ramas, igual que se deslizan aquí arriba los pájaros por el aire.

En el lugar más profundo está el castillo del rey del mar. Los muros son de coral y las largas ventanas ojivales, del más transparente ámbar; el techo es de conchas de moluscos que se abren y se cierran con la corriente del agua. Es maravilloso pues en cada concha hay una perla y una sola de ellas sería un adorno en la corona de cualquier reina.

Hacía muchos años que el rey del mar era viudo; su anciana madre dirigía la casa, era una mujer inteligente, pero orgullosa de su linaje, por eso llevaba doce ostras en la cola, mientras los otros nobles sólo podían llevar seis. Fuera de esto merecía muchos elogios, especialmente porque adoraba a las princesitas del mar, sus nietas. Eran seis preciosas criaturas pero la más pequeña era la más linda de todas. Su piel era tan clara y delicada como un pétalo de rosa, sus ojos tan azules como el más profundo lago. Pero, igual que todas las demás, no tenía pies; su cuerpo terminaba en una cola de pez. Todo el largo día podían jugar en el castillo, en las grandes salas, donde crecían flores naturales en las paredes. Las grandes ventanas de ámbar se abrían y entonces los peces entraban nadando hacia ellas, como vuelan entre nosotros las golondrinas, pero los peces se les acercaban mucho más, para que las princesitas les dieran de comer de la mano y las acariciaran.

Afuera del castillo había un gran jardín con árboles rojo fuego y azul oscuro; los frutos brillaban como oro y las flores parecían lenguas de fuego, porque sus tallos y sus pétalos se movían continuamente. El suelo mismo era de la arena más fina, pero azul como llama de azufre. Sobre todas las cosas de allí abajo flotaba un extraño resplandor azul, y se podía pensar que uno estaba muy alto en la atmósfera, con sólo el cielo por encima y por debajo, y no en el fondo del mar. Cuando todo estaba en calma se podía ver el sol; parecía una flor púrpura cuyo cáliz irradiaba la luz.

Cada una de las princesas tenía su pedacito de jardín, donde podía cavar y plantar como quisiera. Una le dio forma de ballena a su pedazo; a la otra le gustaba más que se pareciese a una sirenita, pero la menor hizo su pedazo bien redondo, como el sol, y sólo puso flores rojas, que brillaban como él. Era una criatura extraña, callada y pensativa, y mientras las hermanas adornaban sus jardines con las maravillosas cosas que encontraban en los buques naufragados, ella sólo había colocado, además de las flores rojas, que parecían el sol de allá arriba, una hermosa estatua de mármol. Era un lindo muchacho esculpido en blanca y traslúcida piedra, que había llegado al fondo del mar en un naufragio.

Plantó al lado de la estatua un sauce llorón rosado, que creció hermoso, y sus frescas ramas colgaban alrededor de la estatua tocando el fondo de arena azul, donde la sombra se proyectaba violácea moviéndose igual que las ramas. Daba la sensación de que la copa y las raíces jugaban a besarse.

No tenía alegría mayor que oír hablar del mundo de la gente de allá arriba. La anciana abuela tenía que contarle todo lo que sabía de barcos y ciudades, gente y animales; le parecía particularmente maravilloso que arriba, en la tierra, las flores tuviesen perfume, ya que no lo tenían las del fondo del mar, y que los bosques fuesen verdes y que los peces que andaban entre sus ramas pudieran cantar tan alto y lindo que era un placer escucharlos. Se refería a los pájaros, que la abuela llamaba peces, pues de otro modo no se hubiesen entendido, ya que nunca habían visto un pájaro.

— Cuando cumpláis quince años — dijo la abuela—, tendréis permiso para emerger del agua y sentaros a la luz de la luna sobre las rocas y ver pasar navegando los grandes barcos; veréis los bosques y las ciudades.

Al año siguiente, la mayor de las hermanas cumpliría los quince años; se llevaban un año entre ellas, de modo que a la menor le faltaban todavía cinco años completos antes de poder salir del agua y ver cómo eran las cosas aquí entre nosotros. Pero cada una había prometido describir a las demás lo más hermoso que viese el primer día; pues la abuela no les contaba lo suficiente, ¡había tantas cosas que querían saber!

Ninguna estaba tan ansiosa como la menor, justamente ella, que era la que más tenía que esperar y que era tan tranquila y pensativa. Muchas noches se quedaba junto a la ventana abierta, mirando hacia lo alto, a través del agua azul oscura, que los peces agitaban con sus aletas y colas. Podía ver la luna y las estrellas, que a través del agua, o bien un buque con muchas personas a bordo, ninguna de las cuales pensaría que debajo de ellas había una linda sirenita alzando sus blancas manos hacia la quilla.

Llegó el día en que la mayor de las princesas cumplió los quince años y pudo salir del mar.

Cuando regresó tenía cien cosas para contar, pero lo más lindo, según dijo, había sido echarse sobre un banco de arena en el tranquilo mar, a la luz de la luna, y ver en la costa la gran ciudad, con las luces titilantes como cientos de estrellas, oír la música y el ruido y el alboroto de los coches y la gente, ver las muchas torres de iglesias y campanarios y oír el tañido de las campanas. Esto era lo que más nostalgia le producía, justamente porque no había podido estar allí mismo.

¡Ay, con qué atención la escuchaba la hermana menor! A partir de entonces, cuando se quedaban de noche junto a la ventana abierta, mirando a través del agua azul oscura, pensaba en la gran ciudad con todo su ruido y su alboroto y le parecía oír que las campanas de la iglesia la llamaban.

Al año siguiente la segunda hermana tuvo permiso de emerger del agua y nadar hasta donde quisiese. Salió justo en el momento de la puesta del sol, y ese espectáculo le pareció lo más maravilloso. Todo el cielo parecía de oro. En cuanto a la belleza de las nubes no sabía ni cómo describirla; rojas y violáceas, navegaban sobre ella, y con mucha mayor velocidad pasó volando una bandada de cisnes salvajes, dando la sensación de un largo velo blanco que rozaba el agua en dirección al sol. Ella nadó hacia el sol, pero éste se hundió y el rayo de luz rosado se apagó sobre la superficie del mar y las nubes.

Al año siguiente subió a la superficie la tercera hermana. Era la más audaz de todas, por eso se atrevió a nadar, remontando un ancho río que desembocaba en el mar. Vio hermosas colinas cubiertas de viñas, castillos y granjas se asomaban por entre magníficos bosques. Oyó como cantaban los pájaros y el sol brillaba tan caliente que tuvo que zambullirse varias veces para refrescar su rostro ardiente. En una pequeña bahía encontró un montón de criaturas, completamente desnudas, que corrían chapoteando en el agua. Ella se les acercó para jugar, pero salieron corriendo asustadas. Se les acercó entonces un animalito negro, era un perro, pero ella nunca había visto un perro, le ladraba tan amenazadoramente que le dio miedo y huyó al mar abierto, pero no olvidaría jamás los magníficos bosques, las verdes colinas, los hermosos niños que podían también nadar, aunque no tenían cola de peces.

La cuarta hermana no fue tan atrevida. No se movió de alta mar y contó que eso había sido lo más lindo, el poder mirar muchas millas a la redonda y tener el cielo por encima como una gran campana de cristal. Había visto barcos a lo lejos que parecían gaviotas, los graciosos delfines que hacían piruetas y las grandes ballenas que echaban agua, por las narices, de manera que semejaban cientos de fuentes de agua alrededor.

Le llegó el turno a la quinta hermana. Su cumpleaños caía justo en invierno y por eso vio lo que las otras no habían visto la primera vez. El mar estaba muy verde y flotaban alrededor grandes témpanos. cada uno parecía una perla y eran mucho más altos que las torres de las iglesias que construye la gente. Adoptaban formas muy caprichosas y brillaban como diamantes. Se sentó sobre uno de los más grandes y todos los veleros pasaban esquivándolo atemorizados, mientras ella dejaba que el viento jugara con sus largos cabellos. Al anochecer el cielo se cubrió de nubes; relampagueaba y tronaba mientras el mar ennegrecido levantaba en alto los grandes témpanos que brillaban a la luz rojiza de los rayos. En todos los barcos recogían las velas con angustia y terror. Ella seguía sentada tranquilamente sobre su témpano flotante, mirando zigzaguear los rayos azules de los relámpagos reflejados en el brillante mar.

La primera vez que una de las hermanas salía a la superficie se sentía subyugada por las cosas nuevas y bellas que veía. Pero después, como por ser jóvenes adultas tenían ya permiso para salir todas las veces que quisiesen, les fue indiferente. Añoraban el hogar y después de un mes decían que lo más hermoso estaba donde ellas vivían y que lo más lindo era quedarse en casa. Muchos atardeceres se tomaban de la mano las cinco hermanas y salían en fila a la superficie. Tenían hermosísimas voces, más hermosas que las de cualquier persona. Cuando estallaba un temporal y pensaban que los barcos podían irse a pique, nadaban delante de los bosques, cantando, con arte exquisito, las bellezas del fondo del mar y pidiendo a los marineros que no temiesen llegar hasta allí. Pero ellos no entendían, creían que era la tormenta. Y nunca pudieron llegar a ver las bellezas del fondo del mar pues, cuando el barco se hundía, se ahogaba la gente y sólo llegaban los muertos al palacio del rey del mar.  

Cuando, al anochecer, las hermanas salían tomadas de la mano a la superficie, quedaba la hermanita menor completamente sola, mirándolas, y parecía que se iba a poner a llorar; pero las sirenas no tienen lágrimas y por eso sufren mucho más.

— ¡Ay, cuándo tendré quince años! — decía la sirenita—. Yo sé que voy a querer a ese mundo de arriba y a la gente que lo construye y lo habita.

Finalmente cumplió quince años.

— Bien, ya no te tendremos de la mano — dijo su abuela, la anciana reina madre —. Ven, déjame que te adorne como a tus otras hermanas.

Y le puso una corona de lirios blancos sobre el cabello. Cada pétalo de las flores era una media perla y la anciana le prendió ocho grandes ostras en la cola como signo de su alcurnia.

— ¡Cómo me duele! — dijo la sirenita.

— Sí, algo se sufre con la coquetería — dijo la anciana.

¡Ay! de buena gana se hubiese sacudido toda aquella pompa y dejado la pesada diadema. Las flores rojas de su jardín le sentaban mucho mejor.

Pero no se atrevió a cambiar nada.

— Adiós — dijo, y se elevó en el agua, ligera y diáfana como una burbuja.

El sol acababa de ocultarse en el mismo instante en que ella sacó su cabeza del agua, pero todas las nubes brillaban todavía como rosas y oro y en medio del cielo sonrosado brillaba, clara y preciosa, la estrella vespertina. El aire era suave y fresco y el mar calmo. Veía cerca un barco grande con tres mástiles y una sola vela desplegada pues no se movía una brisa. Había marineros sentados en las pértigas entre las jarcias. Se oían música y cantos, y a medida que se hacía oscuro se encendían cientos de farolitos de colores: parecía que las banderas de todas las naciones ondeaban en el aire.

La sirenita nadó hasta la ventana de un camarote y, cada vez que el agua la alzaba, podía mirar a través del vidrio transparente. Vio mucha gente lujosamente vestida. El más hermoso de todos era el joven príncipe de los grandes ojos negros. No tendría mucho más de dieciséis años; era su cumpleaños y por eso era la fiesta. Los marineros bailaban sobre cubierta. Cuando el príncipe salió tiraron más de cien bengalas al aire, que iluminaron como la luz del día. La sirenita se asustó y se zambulló, pero pronto asomó nuevamente la cabeza y le pareció que todas las estrellas del cielo caían sobre ella. Nunca había visto fuegos artificiales. Grandes soles giraban. Hermosos peces de fuego surcaban el aire azul y todo se reflejaba, repitiéndose, en el espejo del agua.

En el buque era tanta la claridad que se distinguía cada jarcia, con más razón las personas. ¡Qué hermoso era el príncipe! Estrechaba las manos de la gente, reía y sonreía, mientras sonaba la música en la preciosa noche.

Se hizo tardísimo, pero la sirenita no apartaba sus ojos del navío y del hermoso príncipe. Apagaron los farolitos multicolores; las bengalas ya no subían en el cielo, tampoco disparaban más salvas. Por debajo del agua había un zumbido y una trepidación; ella seguía meciéndose con las olas, hacia arriba y hacia abajo, para asomarse al camarote cada vez que subía. De pronto el buque aumentó su velocidad, izaron una vela tras otra. Las olas también empezaron a tener más fuerza, fueron apareciendo grandes nubes y a lo lejos se veían relámpagos. Se preparaba un terrible temporal. Los marineros volvieron a arriar las velas. El enorme navío se hamacaba con ritmo desenfrenado en el mar embravecido. Las olas se levantaban como grandes montañas negras que amenazaban estrellarse contra los mástiles. El barco se sumergía como un cisne entre las grandes olas, para remontarse después hasta la altura de un campanario. A la sirenita aquello le parecía divertido, no así a los marineros. El barco crujía y se estremecía, las gruesas tablas se doblaban con los fuertes embates del mar. El mástil se partió por el medio, como si fuera de caña; el navío escoró y empezó a hacer agua en la bodega. Sólo entonces la sirenita se dio cuenta del peligro que corrían, pues ella misma tenía que cuidarse de los maderos y restos flotantes del barco. Súbitamente la oscuridad fue completa y no pudo ver nada, y de pronto la luz fue completa y no pudo ver nada, y de pronto la luz de un relámpago dio claridad como para distinguir a los tripulantes del navío, cada uno tratando de ponerse a salvo.

Ella trataba de encontrar al príncipe, lo había visto hundirse en el agua cuando el barco se partió. En un primer momento eso la alegró, porque pensó que así llegaría hasta ella, pero enseguida recordó que las personas no pueden vivir bajo el agua, de modo que el príncipe únicamente muerto podría llegar al palacio de su padre. No, no debía morir; por eso empezó a nadar entre los maderos y tablas que flotaban en el agua sin pensar que podían aplastarla. Se sumergía y volvía a salir del agua, elevándose en la cresta de las olas, y finalmente llegó donde estaba el príncipe, ya casi en el límite de sus fuerzas para luchar contra el mar embravecido. Los brazos y las piernas se le entumecían, tenía los hermosos ojos cerrados; habría muerto de no llegar la sirenita a su lado. Ella le sostuvo la cabeza fuera del agua y se abandonó al impulso de las olas.

Al amanecer la tempestad se había calmado. No se divisaba ni una astilla del navío. El sol salió rojo y brillante debajo del agua y las mejillas del príncipe recobraron la vida. La sirena le besó la ancha frente y se la despejó del cabello mojado. Lo encontró parecido a la estatua de mármol que tenía en su jardincito allá abajo. Volvió a besarlo, deseando que viviera.

De pronto, vio tierra firme por delante, altas montañas azules con las cimas cubiertas de nieve blanca y brillante, que parecían cisnes echados. Sobre la costa, hermosos bosques verdes, en primer término una iglesia o un convento, no sabía bien qué era, pero al menos era un edificio. Limoneros y naranjos crecían en el jardín y altas palmeras en el portal. El mar formaba allí una pequeña bahía completamente en calma pero muy profunda, el agua llegaba hasta una roca donde lamía la blanca y fina arena. Hasta allí nadó la sirenita con el hermosos príncipe y lo depositó sobre la arena, tratando de que la cabeza le quedara alta, al calor del sol.

Las campanas llamaban en el blanco edificio. Salieron varias muchachas jóvenes al jardín. La sirenita se alejó nadando hasta quedar detrás de unas piedras altas que sobresalían del agua, se cubrió el cabello y el pecho con espuma de mar para disimular su rostro y poder vigilar y ver quién venía por el pobre príncipe.

Al poco rato se acercó una joven. En el primer momento se asustó, pero reaccionó enseguida y fue a buscar gente. La sirenita vio que el príncipe volvía a la vida y sonreía a los que lo rodeaban, pero a ella no le sonrió, claro; tampoco sabía él que ella lo había salvado. La sirenita se sintió muy afligida y, cuando condujeron al príncipe dentro del edificio, ella se sumergió en el agua muy triste y regresó al palacio de su padre.

Siempre había sido muy tranquila y pensativa pero ahora lo era aún más. Las hermanas le preguntaron qué había visto en su primera salida a la superficie pero ella no les contó nada. Muchas noches y muchas mañanas salió a la superficie en el lugar donde había dejado al príncipe.

Vio cómo maduraban los frutos en el jardín y cómo los recogían, vio cómo la nieve se derretía en las altas montañas, pero no vio nunca al príncipe, y por eso cada vez volvía más apenada a su casa.

Su único consuelo era sentarse en su jardincito abrazando la estatua de mármol que se parecía al príncipe. Ya no cuidaba las flores, que crecían en matorrales invadiendo los senderos y entrelazando sus largos tallos y hojas entre las ramas de los árboles, de modo que el lugar quedaba muy sombrío.

Al fin ya no pudo resistir más y se lo contó a una de las hermanas y por supuesto muy pronto lo supieron las otras, pero nadie más, salvo una o dos sirenas más, que tampoco lo contaron más que a sus más íntimas amigas. Una de ellas sabía quién era el príncipe, porque también había visto la fiesta en el barco y sabía también de dónde era y dónde estaba su reino.

— Ven, hermanita — le dijeron las otras princesas, y tomadas de los hombros salieron del mar en una larga fila justo delante del palacio del príncipe.

El edificio estaba labrado en una piedra tornasolada amarillo pálido con grandes escaleras de mármol, y una de ellas bajaba directamente al mar. Sobre el techo había magníficas cúpulas doradas, y entre las columnas que rodeaban todo el edificio, estatuas de mármol que parecían tener vida. A través de los transparentes cristales de las altas ventanas se veía el interior de los magníficos salones, donde colgaban costosas cortinas de seda y tapices, y de todas las paredes pendían grandes cuadros, daba gusto mirarlos.

En medio de la sala más grande saltaba el agua de una gran fuente; los chorros llegaban hasta arriba, a la cúpula de cristal del techo, y el sol se reflejaba a través de ella en el agua y en las lindas plantas que crecían alrededor de la fuente.

Ahora la sirenita sabía dónde vivía el príncipe, y volvió muchas tardes y muchas noches. Se acercaba mucho más a tierra de lo que se habría atrevido a acercar cualquiera de las demás sirenas. Remontaba el angosto canal que había justo debajo de un precioso balcón de mármol, que proyectaba una larga sombra sobre el agua. Allí se sentaba para contemplar al joven príncipe, que creía estar completamente solo a la clara luz de la luna.

Lo vio muchas noches navegar en su magnífica barca con música y banderas ondeantes. Ella miraba a través de los verdes juncos, el viento jugueteaba con su largo velo plateado y algunos que lo vieron creyeron que era un cisne que desplegaba sus alas.

Muchas noches escuchaba hablar a los pescadores, que salían con faroles al mar; contaban muchas cosas buenas del joven príncipe y entonces ella se alegraba de haberle salvado la vida cuando, medio moribundo, flotaba sobre las olas, y recordó cómo había apoyado su cabeza sobre su seno y cómo lo había besado con toda su alma; él en cambio no sabía nada de todo eso, ni siquiera podía soñar con ella.

Cada día sentía más afecto por la gente y cada día deseaba con más fuerza estar entre ellos. El mundo de los hombres le parecía mucho más grande que el de ella, ellos podían, en sus barcos, cruzar el mar, trepar por las montañas hasta las nubes, sus tierras se extendían con bosques y campos mucho más allá de lo que alcanzaba la vista. Era mucho lo que deseaba saber y, como las hermanas no sabían contestarle, recurrió a la anciana abuela. Ella sí conocía bien el mundo superior, como ella llamaba a las tierras que están sobre el mar.

— Si los hombres no se ahogan — le preguntó la sirenita — ¿viven eternamente, no se mueren como nosotros aquí en el mar?

— Sí — contestó la abuela —, ellos también se mueren y su vida es aún más corta que la nuestra. Nosotros podemos vivir trescientos años y cuando dejamos de vivir nos convertimos sólo en espuma de mar, no tenemos ni una sepultura aquí abajo entre nuestros seres queridos. Nosotros no tenemos un alma inmortal, no tendremos nunca otra vida, somos como los juncos verdes que una vez cortados no reverdecen más. Las personas, en cambio, tienen un alma que es inmortal, vive aun después que el cuerpo ha vuelto a la tierra; el alma se eleva en el aire diáfano hasta las brillantes estrellas. Así como nosotros salimos a la superficie del mar y miramos la tierra de los hombres, así ellos se remontan a sublimes alturas ignotas, que nosotros jamás veremos.

— ¿Por qué no hemos recibido nosotros un alma inmortal? — preguntó acongojada la sirenita —. Yo daría cada uno de mis trescientos años de vida a cambio de ser una persona un sólo día y después poder ir al cielo.

— No debes seguir pensando en eso — le dijo la anciana —; nosotros somos mucho más felices y mejores que la gente de allá arriba.

— Tendré que resignarme a morir y flotar como espuma de mar, nunca oiré la música de las olas, ni veré las lindas flores ni el rojo sol. ¿No puedo hacer nada para recibir un alma inmortal?

— No — dijo la anciana —, solamente si un hombre te quisiera tanto, tanto más que a su padre y a su madre, que se aferrase a ti con toda la fuerza de su pensamiento y del amor y que un sacerdote pusiera su mano derecha sobre la tuya prometiéndote felicidad aquí y en toda la eternidad, entonces su alma se uniría a tu cuerpo y participarías tú también de la dicha de los seres humanos. Te daría un alma, sin perder por eso la suya. Pero eso es imposible que suceda. Lo que aquí en el mar es tan lindo, me refiero a tu cola de pez, allá en la tierra es repulsiva. Ellos entienden que para ser hermosos necesitan dos toscos soportes que llaman piernas.

La sirenita suspiró y miró apenada su cola de pez.

— Seamos alegres — dijo la anciana —, saltemos y brinquemos los trescientos años que hemos de vivir, que es bastante tiempo, luego reposaremos tristemente en la tumba. Esta noche estamos de baile en la corte.

La fiesta fue de un esplendor como nunca se ve en la tierra. Las paredes y el techo del gran salón de baile eran de cristal grueso pero transparente. Centenares de enormes conchas rosadas y verde musgo estaban en fila, de cada lado, sosteniendo llamas azules que iluminaban todo el salón, y a través de las paredes el resplandor también iluminaba todo el mar. Se veían innumerables peces grandes y pequeños que nadaban contra los muros de cristal, en algunos brillaban escamas purpúreas, en otros parecían oro y plata. Fluía por el medio de la sala una rápida corriente y en ella bailaban sirenas y tritones al son de sus hermosos cantos. Los hombres en la tierra no tienen voces tan hermosas. La sirenita era la que cantaba mejor de todos y todos la aplaudían. Por un momento sintió alegría en su corazón, pues sabía que tenía la voz más hermosa de cuantas hay en la tierra y en el mar. Pero al momento volvió a pensar en el mundo que había por encima de ella. No podía olvidar al hermoso príncipe y su inmensa pena por no tener un alma inmortal como él.

Por eso se deslizó fuera del palacio y mientras allí todo eran cantos y placeres ella se sentó triste en su jardincito. Entonces oyó un cuerno sonar a través del agua y pensó: "Es él, que navega allá arriba, aquél al que se aferran mis pensamientos y aquél en cuyas manos pondría la felicidad de mi vida. Todo lo daría por conquistarlo y por conseguir un alma inmortal. Mientras mis hermanas bailan en el palacio de mi padre, iré a ver a la bruja del mar, a la que siempre he tenido pavor, pero ella quizá pueda aconsejarme y ayudarme".

La sirenita salió de su jardín hacia donde brama la corriente de Mäelstrom (*), detrás de la cual vive la bruja. Nunca había tomado ese camino. Allí no crece ninguna flor, ni un alga, sólo el desnudo fondo gris de arena se extiende hasta la corriente de Mäelstrom donde el agua, con el estrépito de una rueda de molino, se revuelve enloquecida girando y destrozando todo lo que se pone a su alcance y llevándoselo a las profundidades. Por medio de esos remolinos siniestros debía pasar para llegar a los dominios de la bruja, y en un largo trecho no había más camino que el que atravesaba una ciénaga caliente y burbujeante que la bruja llamaba su pantano de turba. Detrás de un extraño bosque estaba su casa.

Todos los árboles y arbustos eran pólipos, mitad animales y mitad plantas, parecían serpientes de cien cabezas salidas de la tierra, todas las ramas eran largos brazos viscosos, con dedos como flexibles gusanos y se movían en todos los sentidos, desde la raíz hasta la última punta. Rodeaban y aprisionaban todo lo que el mar les ponía a su alcance y nunca más lo soltaban. La sirenita se detuvo afuera aterrorizada. Su corazón latía angustiado, estuvo a punto de volverse, pero pensó en el príncipe y en su alma y recobró el valor. Se ató el largo cabello flotante alrededor de la cabeza para que los pólipos que estiraban sus viscosos brazos y dedos hacia ella. Vio que cada uno tenía aprisionado lo que había conseguido alcanzar, y lo aferraba con cien pequeños brazos como fuerte alambre.

Las personas que habían muerto en el mar y se habían hundido allí asomaban como blancos huesitos por entre los brazos de los pólipos que retenían remos y cofres y esqueletos de animales terrestres. Pero lo que más le impresionó fue ver a una sirenita que habían aprisionado y estrangulado.

Llegó a una gran plaza cenagosa, donde grandes y gruesas culebras acuáticas se contorneaban mostrando sus feos blancoamarillentos.

En medio de la plaza había una casa toda hecha de huesos blancuzcos de náufragos. Allí estaba la bruja, dejando que un sapo comiese de su boca, del mismo modo que alguna gente deja comer azúcar de sus labios a los canarios. A las horribles culebras acuáticas les llamaba sus pollitos y las dejaba tirarse encima de su enorme pecho esponjoso.

— Ya sé lo que buscas — le dijo la bruja —; cometes una tontería, pero de todos modos se hará tu voluntad, aunque ella te traerá la desdicha, mi linda princesa. Quieres librarte de tu cola de pez y en su lugar tener dos soportes para caminar, igual que las personas, para que el joven príncipe se enamore de ti y puedas conseguirlo a él y también un alma inmortal.

Y en eso se rio tan fuerte y feo que el sapo y las culebras cayeron al suelo revolcándose.

— Llegas en el momento justo — dijo la bruja —; después de que salga el sol ya no podré ayudarte hasta dentro de un año. Te haré una bebida, y con ella, antes de la salida del sol, debes nadar hasta la orilla de la tierra, sentarte allí y beberla, la cola te desaparecerá y se transformará en lo que la gente llama hermosas piernas. Pero te va a doler. Sentirás como si te atravesara una afilada espada. Todos los que te vean dirán que eres la criatura más hermosa que han visto. Conservarás tu andar oscilante, ninguna bailarina podrá balancearse como tú, pero cada paso que des te dolerá como si pisases un afilado cuchillo y tendrás la sensación de desangrarte. Si estás dispuesta a sufrir todo esto, te ayudaré.

— Sí — contestó la sirenita con voz temblorosa, y pensó en el príncipe y en ganarse un alma inmortal.

— Pero ten presente — le recordó la bruja — que cuando hayas adquirido figura humana ya no podrás volver ser nunca más una sirena, nunca más podrás volver al agua para ver a tus hermanas y el castillo de tu padre. Y si no obtienes el amor del príncipe, si él no olvida a su padre y a su madre por ti, si no se aferra a ti con toda su alma y hace que el sacerdote una vuestras manos, declarándolos marido y mujer, no recibirás un alma inmortal y a la mañana siguiente del día de la boda del príncipe con otra mujer tu corazón se quebrará y serás espuma de mar.

— Lo acepto — respondió la sirenita, que estaba pálida como una muerta.

— Pero a mí tienes que pagarme — dijo la bruja —, y no será poco lo que te exigiré. Tienes la más hermosa voz que existe aquí, en el fondo del mar, y con ella esperas cautivarlo, pero esa voz es lo que me darás. Lo mejor que tienes es lo que quiero, a cambio de mi valiosa bebida, ya que debo echar en ella mi propia sangre  para que la pócima sea cortante como un estilete.

— Pero, si me quitas la voz — se quejó la sirenita —, ¿Qué me queda?

— Tu linda figura — dijo la bruja —, tu andar ondulante, tu mirada expresiva, con ello bien puedes seducir el corazón de un hombre. Y bien, ¿has perdido el valor? Saca tu lengua que te la cortaré como pago y recibirás la poderosa bebida.

— Así sea — dijo la sirenita, y la bruja puso su caldero para hervir la pócima embrujada.

— La limpieza es una virtud — y mientras lo decía se puso a fregar el caldero con las culebras que había atado juntas con un nudo; luego se hirió ella misma el pecho y dejó que su negra sangre goteara dentro de la olla; el vapor se levantaba formando unas figuras tan extrañas que daban miedo y terror. A cada momento la bruja echaba nuevos ingredientes en el caldero y cuando casi alcanzó el hervor produjo un sonido como el llanto de un cocodrilo. Finalmente estuvo lista la pócima, y parecía agua clara.

— Aquí la tienes — dijo la bruja, y le cortó la lengua a la sirenita, que se quedó muda; ya no podía ni cantar ni hablar.

— Si al regresar a través del bosque los pólipos quieren apresarte — le dijo la bruja —, arrójales una única gota de la pócima y sus brazos y sus dedos saltarán en mil pedazos.

Pero la sirenita no necesitó recurrir a esto, pues los pólipos se retiraban temerosos de ella no bien veían la brillante bebida, que relucía en su mano como si fuera una estrella. Así atravesó rápidamente el bosque, el pantano y la rugiente corriente de Mäelstrom. Podía ver el castillo de su padre, las luces estaban apagadas en la gran sala del baile, seguramente todos dormían, pero no se atrevió a buscarlos, ahora estaba muda y los iba a abandonar. Sentía que el corazón le iba a estallar de pena. Se deslizó por el jardín, cortó una flor de cada uno de los canteros de sus hermanas, mandó miles de besos con la punta de los dedos hacia el palacio y subió por el mar azul oscuro.

El sol no había asomado todavía cuando divisó el castillo del príncipe y subió por la magnífica escalera de mármol. La luna brillaba clara. La sirenita bebió la ardiente y acre pócima y sintió como si un estilete le atravesara todo el cuerpo. Se desmayó y quedó allí tirada como muerta. Cuando el sol brillaba sobre el mar, se despertó y sintió un dolor ardiente, pero justo delante de ella estaba el hermoso y joven príncipe con sus renegridos ojos fijos en ella.

La sirenita bajó la mirada y vio que su cola de pez había desaparecido y que tenía las más preciosas piernas blancas que una joven pudiera desear. Pero estaba completamente desnuda, así que se envolvió en su abundante y larga cabellera. El príncipe le preguntó quién era y cómo había llegado hasta allí. Ella lo miró dulcemente y con pena, con sus oscuros ojos azules, pues hablarle no podía. Él la tomó de la mano y la llevó hacia el interior del palacio.

A cada paso, como ya se lo había advertido la bruja, sentía como si pisara agudos punzones y afilados cuchillos, pero lo soportaba con gusto. De la mano del príncipe iba tan liviana como una burbuja y él y todos se maravillaban de su gracioso andar ondulante.

Le pusieron preciosos vestidos de seda y muselina; era la más linda de todas en el palacio, pero era muda: no podía cantar ni hablar.

Hermosas esclavas vestidas de seda y oro se adelantaron para cantarles al príncipe y a sus augustos padres; una de ellas cantaba mejor que todas las demás y el príncipe la aplaudió y le sonrió. La sirenita se entristeció porque sabía que ella habría cantado mucho y pensó: "Si él supiera que por estar a su lado he perdido mi voz por toda la eternidad".

Después bailaron las esclavas danzas cimbreantes al son de una música celestial, la sirenita alzó sus hermosos brazos blancos, se levantó sobre la punta de sus pies y se deslizó por el piso bailando como ninguna lo había hecho. A cada movimiento resaltaba más su belleza y sus ojos hablaban más elocuentemente al corazón que los cantos de las esclavas. Todos estaban maravillados, especialmente el príncipe, que la llamaba su huerfanita. Ella siguió bailando más, a pesar de que cada vez que su pie tocaba el suelo era como si pisase afilados cuchillos. El príncipe dijo que quería tenerla siempre a su lado y le permitió dormir delante de la puerta de su dormitorio, sobre un almohadón de terciopelo.

Mandó que le cosiesen un traje de montar para que pudiera acompañarlo cuando salía a caballo. Cabalgaron a través de los perfumados bosques, las verdes ramas les acariciaban los hombros y los pajaritos cantaban entre las frescas hojas.

Trepó con el príncipe a las altas cumbres, a pesar de que sus delicados pies sangraban tanto que todos podían notarlo, peor ella lo tomaba a broma y seguía al príncipe, hasta que llegaban tan alto que veían pasar las nubes por debajo, como si fuesen una bandada de aves que emigra a países extraños.

Cuando por la noche todos dormían en el palacio del príncipe ella salía a la ancha escalera de mármol para refrescarse los ardientes pies en la fresca agua del mar y entonces pensaba en aquellos que estaban en las profundidades del océano.

Una noche llegaron sus hermanas tomadas del brazo, cantando muy tristemente y meciéndose en las olas. Ella las saludó con la mano, las hermanas la reconocieron y le contaron lo afligidos que habían quedado todos por ella. A partir de entonces vinieron todas las noches a visitarla y una noche vio, mar adentro, a su anciana abuela, que hacía muchos años que se asomaba a la superficie, y al rey del mar, con su corona sobre la cabeza; le tendieron los brazos, pero no osaban acercarse tanto a tierra como las hermanas.

Día a día la sirenita se ganaba el afecto del príncipe, que la quería como se quiere a una niña buena y cariñosa pero que jamás había imaginado siquiera la posibilidad de hacerla su reina. Pero la sirenita tenía que llegar a ser su esposa, de lo contrario no tendría nunca un alma inmortal y en la mañana de su boda con otra mujer se convertiría en espuma del mar.

— ¿No me amas a mí más que a todos? — parecía preguntarle con los ojos cuando la tomaba en sus brazos y le besaba la frente.

— Sí, tú eres la que más quiero — contestaba el príncipe —, pues tienes el mejor corazón, eres la más afectuosa y te pareces a una joven que vi una vez y quizá nunca volveré a encontrar. Yo estaba en un barco que naufragó, las olas me arrastraron a una playa, al lado de un templo donde varias jóvenes servían al culto. La más joven me encontró en la orilla y me salvó la vida. Sólo la vi dos veces, ella es la única que podría amar en el mundo. Tú te le pareces, casi suplantas su imagen en mi alma. Ella está consagrada al templo, por eso mi buena estrella te ha enviado a ti y nunca me separaré de ti.

"Ay, él no sabe que fui yo la que le salvé la vida", pensó la sirenita, "yo lo conduje por el mar hasta el bosque donde está el templo, yo estaba en la espuma del mar, cuidándolo para ver si alguien se acercaba. Yo vi a la hermosa joven a la que quiere más que a mí". Y la sirenita suspiraba profundamente, pues llorar no podía. "La doncella está consagrada al templo — ha dicho —, así que nunca saldrá al mundo, no se encontrarán nunca, yo estoy con él, lo veo todos los días, lo cuidaré, lo amaré, le consagraré mi vida".

Pero ahora se habla de casar al príncipe con la linda hija del rey del país vecino. Por eso es que están armando un magnífico navío. El príncipe va de viaje para visitar el país del rey vecino, eso dicen, pero en realidad va para conocer a la hija del rey. Llevará un gran séquito.

Pero la sirenita meneaba la cabeza sonriendo. Ella conocía los pensamientos del príncipe mucho mejor que todos los demás.

— Debo viajar — le había dicho el príncipe —, debo conocer a la bella princesa, mis padres me lo exigen, pero obligarme a traerla a casa, como mi novia, eso es algo que no me exigen. No podré amarla; ella no se parece a la doncella del templo como tú te le pareces. Si no tuviera más remedio que elegir una esposa, serías más bien tú, mi huerfanita de la mirada elocuente—. Y la besaba en los labios rojos; jugaba con su largo pelo y apoyaba la cabeza sobre su corazón, que soñaba con la felicidad de los hombres y el alma inmortal.

— ¿No le tienes miedo al mar, mudita? — le preguntó él cuando estaban sobre el magnífico barco que los conduciría al país vecino.

Le hablaba sobre la tempestad y la calma, sobre los raros peces de las profundidades y de lo que los buzos habían visto, y ella sonreía con sus relatos, pues sabía mejor que nadie lo que había en el fondo del mar.

En la clara noche de luna, cuando todos dormían y el timonel estaba en su puesto, la sirenita se sentó en la borda y, traspasando con la mirada el agua clara, creyó ver el castillo de su padre, y más arriba a su anciana abuela con la corona de plata en la cabeza mirando, a su vez, la quilla de plata en la rápida corriente. Sus hermanas salieron a la superficie a contemplarla apenadas y agitaron sus blancas manos. Ella también las saludó por señas, les sonrió y habría querido contarles que le iba bien y que era feliz, pero el grumete se acercó, las hermanas se sumergieron y el muchacho creyó que eso blanco que había visto agitarse era espuma de mar.

A la mañana siguiente el buque entró en el puerto de la magnífica capital del país vecino. Todas las campanas de las iglesias fueron echadas al vuelo y en las altas torres tocaban trompetas, mientras los soldados desfilaban con flamantes banderas y brillantes bayonetas. Todos los días había fiestas. Se sucedían bailes y reuniones pero la princesa no había llegado, la tenían aislada en un lugar distante, en un templo, donde le enseñaban a desempeñar sus reales deberes.

Al fin llegó a la ciudad. La sirenita estaba impaciente por ver su hermosura, y hubo de reconocer que nunca había visto una figura más hermosa. Tenía la piel tersa y clara y detrás de las largas y oscuras pestañas sonreían unos ojos azul oscuro que delataban fidelidad.

— Eres tú — dijo el príncipe —, eres tú la que me salvaste cuando yacía como un muerto en la playa —. Y estrechó en sus brazos a la rubosa novia.

— ¡Ay, soy demasiado feliz! — dijo dirigiéndose a la sirenita —. ¡Lo que no me atrevía a desear, mi mayor anhelo, se ha cumplido! Te alegrarás con mi dicha porque eres la que más me quiere entre todos.

La sirenita le besó la mano y sintió como si su corazón le fuera a estallar. La mañana de su boda sería la de su muerte, su transformación en espuma de mar.

Echaron las campanas al vuelo, los heraldos cabalgaban por las calles anunciando el compromiso. en todos los altares quemaban perfumadas esencias en sahumerios de plata. Los sacerdotes agitaban incensarios. La novia y el novio se dieron la mano y el obispo los bendijo. La sirenita, vestida con oro y seda, sostenía el velo a la novia, pero sus oídos no escuchaban la música festiva, sus ojos no veían la solemne ceremonia. Sólo pensaba en su muerte esa noche, y en todo lo que perdía de este mundo.

Esa misma noche los novios se embarcaron en el navío; los cañones daban salvas, todas las banderas ondeaban y sobre cubierta habían levantado una rica tienda de oro y púrpura con los más preciosos cojines, allí pasarían la noche los novios, gozando del silencio y la frescura.

Las velas se hinchaban con el viento, el barco se deslizaba ligero y suave por el agua clara. Cuando oscureció encendieron luces de colores y los marineros bailaron alegremente sobre cubierta.

La sirenita pensaba seguramente en aquella primera vez que había salido a la superficie y visto aquel mismo esplendor y alegría. Se deslizó también entre los bailarines, zigzagueando, como hace la golondrina cuando huye. Todos la ovacionaban admirados, nunca había bailado tan divinamente; afilados cuchillos le cortaban los delicados pies, pero ella ni lo sentía; era en el corazón donde sentía los dolores. Sabía que era la última noche que lo veía a aquél por quien había dejado su familia y su hogar, por quien había dado su hermosa voz y por quien había sufrido infinitos tormentos, sin que él tuviera la menor sospecha de todo ello. Era la última noche que respiraba el mismo aire que él, que veían el profundo mar y estrellado cielo azul. Le esperaba una noche eterna, sin pensamientos ni sueños, pues no tenía alma ni podía ya conseguirla.

Todo era alegría y dicha a bordo hasta muy pasada la medianoche; la sirenita reía y bailaba, con la muerte en el alma.

El príncipe besaba a su linda novia y ella jugaba con sus cabellos negros y, tomados del brazo, se fueron los dos a descansar en la preciosa tienda.

Todo era calma y silencio a bordo, sólo el timonel estaba en su puesto. La sirenita apoyó sus blancos brazos sobre la borda, mirando hacia el este, esperando el resplandor rojizo del amanecer; sabía que el primer rayo del sol la mataría.

De pronto vio a sus hermanas salir del agua. Estaban pálidas como ella; sus largos y hermosos cabellos ya no ondeaban al viento, se los habían cortado.

— Se los dimos a la bruja para que nos ayudara a que no murieses esta noche. Nos dio un cuchillo. Aquí está. Mira qué afilado es. Antes de que asome el sol, debes clavarlo en el corazón del príncipe, y cuando su sangre caliente te salpique los pies, éstos se unirán formando una cola de pez y serás una sirena nuevamente, podrás saltar al mar con nosotras y vivir trescientos años antes de que te vuelvas muerta y salada espuma del mar. Apúrate, él o tú deben morir antes de que despunte el sol. Nuestra anciana abuela se aflige tanto que ha perdido todo su cabello blanco, como nosotras bajo las tijeras de la bruja. Mata al príncipe y vuelve. Apresúrate, ¿ves la raya roja en el cielo? Dentro de unos minutos saldrá el sol y morirás — y con un hondo suspiro, se hundieron tras las olas.

La sirenita descorrió el tapiz púrpura que cerraba la tienda y vio a la linda novia dormida con la cabeza apoyada sobre el pecho del príncipe; se inclinó y lo besó en la frente, miró el cielo que se teñía de rojo, miró el afilado cuchillo, fijó nuevamente sus ojos en el príncipe, que en sueños llamaba a su novia por el nombre: sólo ella estaba en sus pensamientos. El cuchillo temblaba en la mano de la sirenita. Lo tiró lejos entre las olas. Se vio el resplandor rojizo. Pareció como si brotaran gotas de sangre del agua en el lugar donde había caído. Todavía una vez más miró al príncipe con desmayados ojos y se arrojó al mar, y sintió cómo su cuerpo se disolvía en espuma.

El sol se levantó del mar. Los rayos caían suaves y cálidos sobre la espuma fría como la muerte, pero la sirenita no se sentía muerta, veía el sol, y por encima de ella flotaban centenares de seres transparentes, bellísimos; a través de ellos veía las blancas velas del barco y las nubes rojas en el cielo, sus voces eran melodías tan espirituales que ningún oído humano las percibía, como tampoco podía verlas ningún ojo humano. Sin alas, flotaban en el aire por su propia naturaleza etérea.

La sirenita vio que tenía un cuerpo como el de ellos y que se elevaba en el aire desde la espuma.

— ¿Adónde vas? — preguntó, y su voz soñó como la de aquellos seres, tan espiritual que ninguna música terrena se le podía comparar.

— Con las hijas del aire — le respondieron las otras —, las sirenas no tienen un alma inmortal y nunca la tendrán, a menos que consigan el amor de un hombre. Su eterno destino depende de un poder extraño. Las hijas del aire tampoco tienen un alma inmortal pero pueden ganarse una con sus buenas obras. Volamos a los países calurosos donde el aire sofocante y pestilente mata a la gente, nosotras les soplamos frescura. Esparcimos el perfume de las flores en el aire; enviamos alivio y curación. Si hacemos el bien durante trescientos años, podemos obtener un alma inmortal y participar de la felicidad eterna que se concede a los hombres. Tú, pobre sirenita, has tendido a lo mismo que nosotras, con toda tu alma has sufrido y te has resignado; te has elevado al mundo de los espíritus del aire. Ahora podrás procurarte tú misma un alma inmortal con tus buenas obras durante trescientos años.

La sirenita levantó hacia Dios sus transparentes brazos y por primera vez sintió lágrimas. En el navío había nuevamente vida y bullicio, vio que el príncipe la buscaba junto con su linda novia, que escudriñaban apenados la burbujeante espuma, como si supieran que se había arrojado a las olas.

Invisible, besó la frente de la novia, le sonrió a él, y se elevó con las otras criaturas etéreas a una nube sonrosada que flotaba en el aire.

— Dentro de trescientos años nos remontaremos así, al reino de Dios.

— Podemos abreviar el tiempo — susurró una — si invisibles volamos por las casas de la gente donde hay niños. Si encontramos un niño bueno, que hace felices a sus padres y merece su cariño, Dios nos acorta el plazo de prueba. Los niños no saben cuándo volamos por sus cuartos, y si sonreímos de gozo se nos descuenta un año de los trescientos. Pero si vemos un niño malo debemos llorar de pena y cada lágrima que vertimos, nos agrega un día de plazo.

FIN

(*) El maelstrom es un gran remolino que se halla en las costas meridionales del archipiélago noruego de las islas Lofoten.

1. El yesquero

2. Colás el Chico y Colás el Grande

3. La princesa del guisante

4. Las flores de la pequeña Ida

5. Pulgarcita

6. El niño travieso

7. El compañero de viaje

8. La sirenita

9. Los vestidos nuevos del emperador

10. Los chanclos de la suerte

11. La margarita

12. El intrépido soldadito de plomo

13. Los cisnes salvajes

14. El elfo del rosal

15. El Jardín del Paraíso

16. El cofre volador

17. Las cigüeñas

18. El principe malvado

19. Pegaojos (Ole Luköie)

20. El porquerizo

21. El alforfón

22. El ángel

23. El ruiseñor

24. La pareja de enamorados (Trompo y pelota)

25. El patito feo

Hans Christian Andersen

En 

FIN

26. El abeto

27. La Reina de las Nieves

28. El hada del saúco

29. El cerro de los elfos

30. Los zapatos rojos

31. Los campeones de salto

32. La pastora y el deshollinador

33. Holger el danés

34. La campana

35. Abuelita

36. La aguja de zurcir

37. La niña de los fósforos

38. Desde una ventana de Vartou

39. Visión del baluarte

40. El viejo farol

41. Los vecinos

42. El pequeño Tuk

43. La sombra

44. La casa vieja

45. La gota de agua

46. La familia feliz

47. Historia de una madre

48. El cuello de camisa

49. El lino

50. El Ave Fénix

Hans Christian Andersen

En 

FIN

51. Tiene que haber diferencias

52. La rosa más bella del mundo

53. Dentro de mil años

54. El nido de cisnes

55. La vieja losa sepulcral

56. La historia del año

57. El último día

58. Es la pura verdad

59. Buen humor

60. Un disgusto

61. Cada cosa en su sitio

62. El duende de la tienda

63. Bajo el sauce

64. Cinco en una vaina

65. ¡No era buena para nada!

66. Dos pisones

67. La última perla

68. En el mar remoto

69. La hucha

70. Una hoja del cielo

71. Juan el bobo

72. Ib y Cristinita

73. La espinosa senda del honor

74. La niña judía

75. Un tramo de la sarta de perlas

Hans Christian Andersen

En 

FIN

76. La hoya de la campana

77. El gollete de botella

78. Sopa de palillo de morcilla

79. El gorro de dormir del solterón

80. Algo

81. El último sueño del viejo roble (Cuento de Navidad)

82. El abecedario

83. La hija del rey del pantano

84. Los corredores

85. La piedra filosofal

86. Lo que el viento cuenta de Valdemar Daae y de sus hijas

87. La niña que pisoteó el pan

88. El torrero Ole

89. Ana Isabel

90. Chácharas de niños

91. El niño en la tumba

92. Pluma y tintero

93. El gallo de corral y la veleta

94. ¡Qué hermosa!

95. Una historia de las dunas

96. Dos hermanos

97. Día de mudanza

98. La mariposa

99. El abad de Børglum y su primo

100. Doce en una diligencia

Hans Christian Andersen

En 

FIN

101. El escarabajo

102. Lo que hace el padre bien hecho está

103. El hombre de nieve

104. En el corral

105. La Musa del nuevo siglo

106. La Virgen de los Ventisqueros

107. Psiquis

108. El caracol y el rosal

109. La vieja campana de la iglesia

110. El chelín de plata

111. El jabalí de bronce

112. El pacto de amistad

113. Una rosa de la tumba de Homero

114. Una historia

115. El libro mudo

116. Rompenieves

117. La tetera

118. El pájaro de la canción popular

119. Los fuegos fatuos están en la ciudad, dijo la Reina del Pantano

120. El molino de viento

121. En el cuarto de los niños

122. El tesoro dorado

123. La tempestad cambia los rótulos

124. Guardado en el corazón, y no olvidado

125. El hijo del portero

126. La tía

127. El sapo

128. Vänö y Glänö

129. Los verdezuelos

130. El duendecillo y la mujer

Hans Christian Andersen

En 

FIN

131. Pedro, Perico y Pedrín

132. El libro de estampas del padrino

133. La más feliz

134. El titiritero

135. Los días de la semana

136. La dríade

137. Los trapos viejos

138. El cometa

139. Historias del sol

140. La familia de Hühnergrete

141. Las aventuras del cardo

142. Lo que se puede inventar

143. La suerte puede estar en un palito

144. Lo que dijo toda la familia

145. El bisabuelo

146. Lo más increíble

147. Las velas

148. Pregúntaselo a la verdulera

149. "¡Baila, baila, muñequita!"

150. La gran serpiente de mar

151. El jardinero y el señor

152. Lo que contaba la vieja Juana

153. La llave de la casa

154. El tullido

155. Tía Dolor de Muelas

156. La pulga y el profesor

157. La vela de sebo

Hans Christian Andersen

En 

FIN

En construcción

Los textos e imágenes que se muestran en esta web se acogen al derecho de cita con fines didácticos, que pretenden fomentar el conocimiento de las obras y tienen como único objetivo el análisis, comentario o juicio crítico de las mismas.