Ian, el hijo del soldado

Cuentos de las altas tierras escocesas, de John. F. Campbell.

Había una vez un caballero que vivía en Grianaig de las tierras del occidente, que tenía tres hijas cuya bondad y belleza no tenían paralelo en todas las islas. Todos las amaban y grande fue el llanto cuando un día, en que las tres doncellas estaban sentadas en las rocas, mojándose los pies a la orilla del mar, surgió una gran bestia de entre las olas y se las llevó a las profundidades del océano. Nadie supo dónde ni cómo buscarlas.

Ahora bien, en un pueblo a unas millas vivía un soldado que tenía tres hijos, jóvenes apuestos y fuertes y los mejores jugadores de shinny en ese país. En la Navidad de ese año, época en que las familias se reúnen y celebran grandes fiestas, Ian, el más joven de los tres hermanos, dijo:

—Vamos a jugar un partido de shinny en el jardín del caballero de Grianaig, porque es más grande y su césped más uniforme que el nuestro.

Pero los otros respondieron:

—No, porque está de luto, y recordará cuando sus hijas veían los partidos que jugábamos allí.

—No importa lo contento o enojado que esté —dijo Ian—; hoy pondremos a rodar nuestra pelota en su jardín.

Así lo hicieron, Ian les ganó tres juegos a sus hermanos.

Pero el caballero se asomó por la ventana, se encolerizó y ordenó a sus hombres que trajeran a los jóvenes a su presencia.

Su corazón se ablandó un poco al verlos entrar a su salón; pero su rostro mostraba enojo cuando preguntó:

—¿Por qué eligieron jugar shinny enfrente de mi castillo, cuando saben muy bien que eso me haría recordar a mis hijas? El dolor que me han infligido lo sufrirán ustedes también.

—Puesto que te hemos causado un agravio —contestó Ian, el más joven—, construye un barco e iremos a buscar a tus hijas. No importa si es a barlovento o a sotavento o debajo de los cuatro pardos confines del mar; las encontraremos antes de que transcurra un año y un día, y las traeremos de regreso a Grianaig.

El barco se construyó en siete días y a bordo del mismo se almacenó gran cantidad de comida y vino. Los tres hermanos lo echaron al mar y zarparon y en siete días el barco fue a dar a una playa de arena blanca donde los hermanos desembarcaron. Ninguno de ellos había visto esa tierra antes y miraron a su alrededor. Entonces vieron, a poca distancia de ellos, un grupo de hombres trabajando en un peñasco, vigilados por un hombre.

—¿Qué lugar es éste? —preguntó el hermano mayor.

El hombre que estaba vigilando respondió:

—Aquí es donde viven las tres hijas del caballero de Grianaig, quienes mañana se casarán con tres gigantes.

—¿Cómo podemos encontrarlas? —preguntó el joven otra vez.

A lo que el capataz respondió:

—Para llegar a donde están las hijas del caballero de Grianaig deben meterse en esta canasta para que los suban por la vertiente de este peñasco con una cuerda.

—Oh, eso será fácil —dijo el hermano mayor, saltando dentro de la canasta—. De inmediato comenzó a subir, subir y subir hasta que a la mitad de camino, un cuervo negro y gordo voló hacia él y lo picoteó hasta dejarlo casi ciego, de manera que se vio obligado a regresar del mismo modo como había venido.

Después de esto el segundo hermano se metió en la canasta; pero no le fue mejor, pues el cuervo voló sobre él, y regresó igual que lo había hecho su hermano.

—Ahora es mi turno —dijo Ian.

Pero a medio camino el cuervo también se lanzó sobre él.

—¡Rápido, rápido! —gritó Ian a los hombres que sostenían la cuerda.

Los hombres tiraron con todas sus fuerzas y en un momento Ian llegó hasta arriba con el cuervo detrás de él.

—¿Me darás un poco de tabaco? —preguntó el cuervo, que ahora estaba bastante tranquilo.

—¡Granuja! ¿Tengo que darte tabaco por tratar de sacarme los ojos? —respondió Ian.

—Eso fue parte de mis tareas —contestó el cuervo—; pero dame el tabaco y te demostraré que puedo ser un buen amigo.

De manera que Ian tomó un pedazo de tabaco y se lo dio.

El cuervo lo escondió bajo su ala y siguió diciendo:

—Ahora te voy a llevar a la casa del gran gigante, donde la hija del caballero se sienta a coser y coser hasta que el dedal queda empapado con sus lágrimas.

El cuervo fue por delante del joven hasta que llegaron a una casa grande, cuya puerta estaba abierta. Entraron y pasaron de un salón a otro, hasta que encontraron a la hija del caballero, tal como el ave había dicho.

—¿Qué te trajo hasta aquí? —preguntó la doncella.

A lo que Ian contestó:

—¿Por qué no puedo ir a donde tú puedes ir?

—Un gigante me trajo hasta aquí —respondió ella.

—Eso ya lo sé —dijo Ian—; pero dime dónde está el gigante, para que pueda encontrarlo.

—Él está cazando en el monte —respondió—; y sólo una sacudida de la cadena de hierro que cuelga fuera de la puerta lo traerá a casa. Pero no hay un hombre, ni a sotavento, ni a barlovento, ni en los cuatro pardos confines del mar, que pueda luchar contra él, excepto Ian, el hijo el soldado, quien hoy tiene dieciséis años de edad y ¿cómo podrá enfrentar al gigante?

—En la tierra de donde vengo hay muchos hombres con la fuerza de Ian —contestó.

Salió y tiró de la cadena, pero no pudo moverla, y cayó de rodillas. Entonces se levantó rápidamente, y reuniendo toda su fuerza, asió la cadena, y esta vez la sacudió de tal manera que el eslabón se rompió. El gigante, al escuchar este ruido en el monte, levantó la cabeza, y pensó:

—Parece el ruido que hace Ian, el hijo del soldado —dijo—; pero él tiene apenas dieciséis años de edad. Aun así, mejor voy a echar un vistazo.

Y regresó a casa.

—¿Eres Ian, el hijo del soldado? —le preguntó al entrar al castillo.

—No, te lo aseguro, —respondió el joven, que no quería que lo reconocieran.

—Entonces, ¿quién eres tú a sotavento y a barlovento o en los cuatro pardos confines del mar, que eres capaz de sacudir mi cadena de batalla?

—Esto te quedará muy claro después de que luches conmigo como yo lucho con mi madre, quien una vez me venció, y dos veces no.

Así que lucharon y se enredaron y forcejearon entre sí hasta que el gigante puso a Ian de rodillas.

—Tú eres el más fuerte —dijo Ian; y el gigante respondió:

—¡Eso lo saben todos los hombres!

Una vez más se enzarzaron en combate y finalmente Ian tiró al gigante y deseó que el cuervo estuviera allí para ayudarle. Tan pronto como formuló su deseo el cuervo apareció.

—Pon tu mano debajo de mi ala derecha y encontrarás un cuchillo lo bastante filoso como para cortarle la cabeza —dijo el cuervo.

El cuchillo estaba tan filoso que cortó la cabeza del gigante de un solo tajo.

—Ahora ve y cuéntaselo a la hija del rey de Grianaig; pero ten cuidado de no escuchar sus palabras, porque ella fingirá ayudarte para que le prometas no seguir adelante.

En cambio, busca a la hija de en medio, y cuando la hayas encontrado, me darás un pedazo de tabaco como recompensa.

—Bien te has ganado la mitad de todo lo que tengo —respondió Ian.

Pero el cuervo sacudió la cabeza.

—Tú conoces sólo lo que ha pasado y no lo que vendrá.

Si no quieres fracasar, lávate en agua limpia, toma el bálsamo de un recipiente que se halla sobre la puerta y frótalo en tu cuerpo; mañana tendrás la fuerza de muchos hombres y te llevaré donde vive la hermana de en medio.

Ian hizo lo que le dijo el cuervo, y a pesar de las súplicas de la hija mayor, partió en busca de la siguiente hermana.

La encontró sentada cosiendo con el dedal empapado por las lágrimas que había derramado.

—¿Qué te trajo hasta aquí? —preguntó la segunda hermana.

—¿Por qué no puedo ir donde tú puedes ir? —contestó—; y ¿por qué lloras?

—Porque en un día me casaré con el gigante que está cazando en el monte.

—¿Cómo puedo traerle a casa? —preguntó Ian.

—Sólo una sacudida de la cadena de hierro que cuelga fuera de la puerta lo traerá a casa. Pero no hay un hombre, ni a sotavento, ni a barlovento, ni en los cuatro pardos confines del mar, que pueda luchar contra él; excepto Ian, el hijo el soldado, que hoy tiene dieciséis años de edad.

—En la tierra de donde vengo hay muchos hombres con la fuerza de Ian —contestó. Salió y tiró de la cadena, pero no pudo moverla, y cayó de rodillas. Entonces se levantó rápidamente y reuniendo toda su fuerza, asió la cadena, y esta vez la sacudió de tal manera que se rompieron tres eslabones. El segundo gigante, al escuchar este ruido en el monte, levantó la cabeza y pensó:

—Parece el ruido que hace Ian, el hijo del soldado —dijo—; pero él tiene sólo dieciséis años de edad. Aun así, mejor voy a echar un vistazo.

Y regresó a casa.

—¿Eres Ian, el hijo del soldado? —le preguntó al entrar en el castillo.

—No, te lo aseguro —respondió el joven, que tampoco quería que este gigante lo reconociera—, pero lucharé contigo como si lo fuera.

Entonces se agarraron de los hombros y el gigante lo hizo caer sobre sus dos rodillas.

—Tú eres el más fuerte —exclamó Ian—; pero aún no me has vencido—, levantándose, echó sus brazos alrededor del gigante.

Se tambalearon hacia atrás y hacia delante, primero uno estaba arriba y luego el otro; pero al fin, Ian trabó su pierna en la del gigante y lo tiró al suelo. Entonces llamó al cuervo que llegó aleteando, y dijo:

—Pon tu mano debajo de mi ala derecha, encontrarás un cuchillo lo bastante filoso como para cortarle la cabeza.

Y filoso era ciertamente, pues de un solo tajo la cabeza del gigante rodó lejos de su cuerpo.

—Ahora lávate con agua caliente y frota tu cuerpo con aceite balsámico; mañana tendrás la fuerza de muchos hombres.

Pero cuídate de las palabras de la hija del caballero, porque ella es astuta y tratará de mantenerte a su lado. Así que adiós; pero primero dame un pedazo de tabaco.

—Te lo daré con mucho gusto, —contestó Ian cortando un pedazo grande.

Esa noche se lavó y se untó el aceite como el cuervo le había dicho, y a la mañana siguiente entró en la cámara donde la hija del caballero estaba sentada.

—Quédate aquí conmigo —le dijo ella—, y sé mi esposo—. Hay plata y oro en abundancia en el castillo.

Pero él no prestó atención y siguió su camino hasta llegar al castillo, donde la hija más joven del caballero estaba cosiendo en el salón. Las lágrimas caían de sus ojos sobre su dedal.

—¿Qué te trajo hasta aquí? —preguntó ella.

A lo que Ian contestó:

—¿Por qué no puedo ir a donde tú puedes ir?

—Un gigante me trajo aquí.

—Lo sé muy bien —dijo él.

—¿Eres Ian, el hijo del soldado? —preguntó ella de nuevo.

Y de nuevo él respondió:

—Sí, lo soy; pero dime, ¿por qué lloras?

—Mañana regresará el gigante de cazar en el monte y debo casarme con él, —sollozó.

Ian no prestó atención, y sólo dijo:

—¿Cómo puedo traerlo a casa?

—Sacude la cadena de hierro que cuelga fuera de la puerta.

Ian salió y dio tal tirón a la cadena que por la fuerza de la sacudida cayó cuán largo era. Pero rápidamente se puso en pie y agarró la cadena con tanta fuerza que se quedó con cuatro eslabones en la mano. El gigante lo escuchó en el monte, mientras ponía en una bolsa las piezas de caza que había matado.

—Ni a sotavento, ni a barlovento, ni en los cuatro pardos confines del mar hay alguien que pueda sacudir mi cadena, excepto Ian, el hijo del soldado. Si ha llegado hasta mí, entonces ha dejado muertos tras de sí a mis dos hermanos.

Con ese pensamiento caminó de regreso al castillo, haciendo temblar la tierra su paso.

—¿Eres Ian, el hijo del soldado? —preguntó.

Y el joven respondió:

—No, te lo aseguro.

—Entonces, ¿quién eres a sotavento o barlovento o en los cuatro pardos confines del mar, que eres capaz de mover mi cadena de batalla? Sólo Ian, el hijo del soldado, puede hacer esto, y él tiene sólo dieciséis años.

—Te mostraré quién soy cuando hayas luchado conmigo —dijo Ian.

Se abalanzaron uno sobre otro y el gigante hizo caer a Ian a sobre sus rodillas; pero de inmediato se puso en pie otra Ian rompe la cadena del gigante.

vez y rodeando la espalda del gigante con la pierna lo arrojó pesadamente al suelo.

—¡Pequeño cuervo negro, ven rápido! —gritó—, el cuervo llegó y batió las alas sobre la cabeza del gigante, de modo que no pudo levantarse.

Luego le dijo a Ian que sacara un cuchillo filoso que traía debajo de sus plumas para cortar bayas, y entonces Ian le cortó la cabeza del gigante. Tan filoso era el cuchillo que de un solo tajo hizo rodar la cabeza del gigante por el suelo.

—Ahora descansa esta noche también —dijo el cuervo—, mañana deberás llevar a las tres hijas del caballero al borde del peñasco que conduce al mundo de abajo. Pero cuida de bajar tú primero y deja que ellas vayan después de ti.

Antes de que me vaya, me darás un pedazo de tabaco.

—Tómalo todo —respondió Ian—, pues bien que te lo has ganado.

—No; sólo dame un pedazo. Tú conoces sólo lo que has dejado atrás, pero no lo que te espera.

Tomando el tabaco en su pico, el cuervo se alejó volando.

A la mañana siguiente la hija menor del caballero cargó varios asnos con toda la plata y el oro que había en el castillo y se dirigió con Ian, el hijo del soldado, hacia la casa donde la segunda hermana estaba esperando a ver qué ocurriría.

Cuando llegaron al castillo donde había estado prisionera también la segunda hermana tenía asnos cargados con cosas preciosas, al igual que la hermana mayor. Juntos viajaron hasta el borde del peñasco y entonces Ian se echó al suelo y gritó para que subieran la canasta; pero se olvidó de la advertencia del cuervo y les indicó que se fueran por delate, en caso que ocurriera algún accidente. Sólo rogó a la hermana más joven que le permitiera conservar la pequeña cofia de oro que, como las otras hermanas, llevaba en la cabeza. Y luego ayudó a cada una a entrar en la canasta y las bajaron hasta el fondo.

Esperó por largo rato, pero por más que esperó, la canasta nunca regresó, porque en su alegría por sentirse libres, las hijas del caballero se olvidaron de Ian y zarparon en el barco que había traído a Ian y a sus hermanos a la tierra de Grianaig.

Al fin empezó a comprender lo que le había ocurrido y mientras discurría consigo mismo qué era mejor hacer, llegó el cuervo.

—No prestaste atención a mis palabras —dijo gravemente.

—No, no lo hice y por lo tanto, aquí estoy, —respondió Ian, inclinando la cabeza.

—El pasado no puede deshacerse —continuó el cuervo—. Aquel que no escucha consejo deberá combatir. Esta noche dormirás en el castillo del gigante. Ahora deberás darme un pedazo de tabaco.

—Así lo haré. Pero, te suplico que te quedes conmigo en el castillo.

—Eso no puedo hacerlo, pero vendré en la mañana.

Así lo hizo a la mañana siguiente y le indicó a Ian que fuera al establo del gigante donde se encontraba un caballo al que no le importaba si viajaba por tierra o por mar.

—Pero ten cuidado al entrar al establo —añadió—, porque la puerta oscila sin cesar hacia adelante y hacia atrás y si te toca, te hará gritar. Yo iré primero y te mostraré el camino.

—Ve —dijo Ian.

El cuervo avanzó a brincos y cuando pensó que estaba a salvo, la puerta le golpeó una pluma de la cola y gritó con fuerza.

Entonces Ian corrió hacia atrás y luego hacia adelante y dio un salto, pero la puerta atrapó uno de sus pies y cayó desmayado sobre el piso del establo. Rápidamente el cuervo se abalanzó sobre él, lo recogió con su pico y garras y lo llevó de nuevo al castillo, donde aplicó ungüentos en su pie hasta que estuvo tan bien como siempre.

—Ahora sal a caminar —dijo el cuervo—, pero cuida de no hacer preguntas sobre lo que veas; tampoco podrás tocar nada. Y, primero, dame un pedazo de tabaco.

Muchas cosas extrañas contempló Ian en esa isla, más de las que hubiera imaginado. En una cañada tres héroes estaban echados sobre sus espaldas, muertos por tres lanzas que todavía estaban clavadas en sus pechos. Pero se reservó su opinión y no dijo nada, sólo sacó las lanzas y los hombres se sentaron y dijeron:

—Tú eres Ian, el hijo del soldado y hay un hechizo sobre ti para que viajes en nuestra compañía a la cueva del pescador negro.

Así que viajaron juntos hasta que llegaron a la cueva y uno de los hombres entró para ver lo que había allí. Vio una vieja horrible, sentada sobre una roca y antes de que pudiera hablar, lo golpeó con su garrote y lo convirtió en piedra; y lo mismo hizo con los otros tres. Al último entró Ian.

—Estos hombres están hechizados —dijo la bruja—, nunca podrán estar vivos hasta que sean ungidos con el agua que deberás traer de la isla de las Mujeres Grandes. No te demores.

Ian se dio la vuelta con el corazón encogido, pues de buena gana hubiera seguido a la hija más joven del caballero de Grianaig.

—No seguiste mi consejo —dijo el cuervo, saltando hacia él—, por lo tanto has acarreado problemas sobre ti. Pero duerme ahora, mañana deberás montar el caballo que está en el establo del gigante, que puede galopar sobre mar y tierra.

Cuando llegues a la isla de las Mujeres Grandes vendrán a recibirte dieciséis jóvenes, y te ofrecerán comida para el caballo y tratarán de tomar la silla y el freno. Pero cuida que no toquen el caballo, y la comida deberás dársela tú mismo y tú mismo deberás llevar al caballo al establo y cerrar la puerta.

Asegúrate de que por cada vuelta de la cerradura que den cada uno de los dieciséis mozos tú des una. Ahora parte un pedazo de tabaco para mí.

A la mañana siguiente Ian se levantó, sacó el caballo del establo, sin que la puerta le hiciera daño y cabalgó a través del mar hasta la isla de las Mujeres Grandes, donde los dieciséis mozos de cuadra lo recibieron, y todos ofrecieron llevar su caballo al establo para darle de comer. Pero Ian sólo respondió:

—Yo mismo lo llevaré y lo cuidaré.

Así lo hizo. Y mientras restregaba sus costados, el caballo le dijo:

—Te ofrecerán todo tipo de bebidas, pero cuídate de no tomar ninguna, excepto suero de leche y agua.

Así aconteció y cuando los dieciséis mozos de cuadra vieron que no iba a beber nada, ellos bebieron todo; y uno por uno, y fueron cayendo sobre la mesa.

Entonces el corazón de Ian se regocijó por haberse resistido a sus palabras obsequiosas, pero se olvidó del consejo que le había dado el caballo diciendo: “Cuida de no dormirte no sea que dejes pasar la oportunidad de regresar a casa otra vez”, pues, mientras los mozos dormían, una música dulce llegó a sus oídos y también se quedó dormido.

Cuando esto sucedió el corcel atravesó la puerta del establo, le dio una patada y lo despertó bruscamente.

—No hiciste caso de mi consejo —le dijo—; y quién sabe si no es demasiado tarde para cruzar el mar. Pero antes toma la espada que cuelga en la pared y corta las cabezas de los dieciséis mozos.

Lleno de vergüenza al haberse demostrado una vez más su descuido, Ian se levantó e hizo lo que le dijo el caballo.

Luego corrió hacia el pozo, vertió un poco de agua dentro de una botella de cuero y saltando sobre el lomo del caballo cabalgó sobre el mar hasta la isla donde el cuervo lo estaba esperando.

—Lleva el caballo al establo —dijo el cuervo—, y acuéstate a dormir, pues mañana debes revivir a los héroes y matar a la bruja. Cuida de no ser tan tonto mañana como lo fuiste hoy.

—Quédate para acompañarme —suplicó Ian; pero el cuervo negó con la cabeza y se fue volando.

En la mañana Ian despertó y corrió hacia la cueva donde estaba la bruja, y la golpeó hasta dejarla muerta, antes de que pudiera lanzarle un hechizo. Acto seguido roció el agua sobre los héroes, que volvieron a la vida y juntos viajaron al otro lado de la isla y allí los encontró el cuervo.

—Por fin has seguido el consejo que te fue dado —dijo el cuervo—; ahora, después de haber adquirido sabiduría, puedes ir de nuevo a casa, a Grianaig. Allí descubrirás que las dos hijas mayores del caballero se casarán hoy con tus dos hermanos y la más joven con el jefe de los hombres del peñasco.

Pero deberás darme su cofia de oro y, si la quieres, sólo tienes que pensar en mí y te la traeré. Una advertencia más: si alguien te pregunta de dónde vienes, contesta que vienes de atrás de ti; y si alguien te pregunta a dónde vas, di que vas delante de ti.

Ian montó en el caballo y se enfiló al mar, dando la espalda a la costa y el caballo arrancó alejándose cada vez más hasta que llegó a la iglesia de Grianaig; allí, en un campo de hierba, al lado de un pozo de agua, saltó de su silla de montar.

—Ahora —le dijo el caballo—, desenvaina tu espada y córtame la cabeza.

Pero Ian respondió:

—Malagradecido sería después de toda la ayuda que he recibido de ti.

—Es la única manera para que pueda liberarme de los hechizos que me hicieron los gigantes y el cuervo; ¡yo era una doncella y él un joven que me cortejaba! Así que no temas y haz lo que te pido.

Entonces Ian desenvainó su espada y, como se lo pidió el caballo, le cortó la cabeza y siguió su camino sin mirar atrás.

Mientras caminaba vio una mujer parada en la puerta de su casa. La mujer le preguntó de dónde venía, a lo que respondió como el cuervo le había dicho, que venía de atrás. Luego la mujer le preguntó a dónde iba y esta vez respondió que iba delante de él, pero que tenía sed y le gustaría beber algo.

—Eres un hombre insolente —dijo la mujer—; pero te daré beber.

Le dio un poco de leche, que era todo lo que tenía hasta que su esposo no volviera a casa.

—¿Dónde está tu esposo? —preguntó Ian y la mujer le contestó:

—Está en el castillo del caballero tratando de modelar una cofia con oro y plata para la hija más joven, igual a la que usan sus hermanas, como no hay otras en toda esta tierra.

Pero, mira, aquí viene de regreso; ahora sabremos cómo le fue.

En eso el hombre entró por la puerta, y al ver a un joven extraño le dijo:

—¿A qué te dedicas, muchacho?

—Soy herrero —contestó Ian.

El hombre respondió:

—Entonces estoy de suerte, pues podrás ayudarme a hacer una cofia para la hija del caballero.

—No puedes hacer esa cofia, y lo sabes —dijo Ian.

—Bueno, debo intentarlo —respondió el hombre—, o me colgarán de un árbol; así que si me ayudas harás una buena obra.

—Te ayudaré si puedo —dijo Ian—; pero guarda el oro y la plata para ti, enciérrame en la herrería esta noche y lanzaré mis hechizos.

De esta manera el hombre, sorprendido, lo encerró.

Tan pronto como dio la vuelta a la llave en la cerradura, Ian pidió que el cuervo apareciera y el cuervo vino a él, llevando la cofia en su pico.

—Ahora córtame la cabeza —dijo el cuervo.

Pero Ian respondió:

—Malagradecido sería después de toda la ayuda que me has dado.

—Es la única manera de mostrarme tu agradecimiento —dijo el cuervo—, porque yo era un joven como tú antes de que me hechizaran.

Entonces Ian sacó su espada y cortó la cabeza del cuervo, y cerró los ojos para no ver nada. Después, se acostó y durmió hasta el amanecer y vino el hombre, abrió la puerta y sacudió al durmiente.

—Aquí está la cofia —dijo Ian soñoliento, sacándola por debajo de su almohada. De inmediato se quedó dormido otra vez.

El sol estaba en lo más alto del cielo cuando despertó nuevamente y esta vez vio a un joven alto, de pelo castaño parado frente a él.

—Yo soy el cuervo —dijo el joven—, los hechizos están rotos. Pero ahora levántate y ven conmigo.

Entonces se fueron juntos al lugar donde Ian había dejado el caballo muerto; pero no había ningún caballo, sólo una hermosa doncella.

—Yo soy el caballo —dijo ella—, los hechizos se han roto, y ella y el joven se alejaron juntos.

Entretanto el herrero llevó la cofia al castillo y le pidió a un sirviente de la hija menor del caballero que la llevara a su señora. Pero cuando los ojos de la joven se posaron en la cofia, exclamó:

—Es falso lo que dice; si no me trae al hombre que realmente hizo la cofia lo colgaré del árbol, a un lado de mi ventana.

El siervo se llenó de miedo al escuchar sus palabras y corrió a decirle al herrero, que se fue tan rápido como pudo en busca de Ian. Cuando lo encontró y lo llevó al castillo, la joven, al principio, se quedó muda de alegría; después dijo que no se casaría con nadie más. Al escuchar esto, alguien trajo al caballero de Grianaig y cuando Ian contó su historia, el caballero aseguró que la doncella tenía razón, y que sus hijas mayores nunca se casarían con hombres que no sólo se habían adjudicado una gloria que no les correspondía, sino que habían abandonado a su suerte a quien verdaderamente había llevado a cabo las hazañas.

Los invitados a la boda dijeron que el caballero había hablado bien y los dos hermanos mayores se dispusieron a abandonar el país, pues nadie quería convivir con ellos.

FIN

FICHA DE TRABAJO

VOCABULARIO

Agasajar: Tratar

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