Ian Direach y el halcón azul

Cuentos de las altas tierras escocesas, de John. F. Campbell.

Hace mucho tiempo había un rey y una reina que gobernaban las islas del oeste, y tenían un hijo a quien amaban entrañablemente. El niño creció alto, fuerte y guapo, y podía correr, disparar, nadar y bucear mejor que cualquier muchacho de su edad en el país. Además, sabía navegar y cantar canciones con el arpa y durante las noches de invierno, cuando todos se reunían alrededor de un gran fuego en el salón forjando sus arcos o hilando tela, Ian Direach les relataba las hazañas de sus padres.

Así pasó el tiempo y el muchacho era casi un hombre, lo que en esos días se consideraba un hombre, cuando su madre, la reina, murió. Hubo un gran duelo en todas las islas y el joven y su padre también la lloraron amargamente; pero antes de que llegara el año nuevo, el rey se había casado con otra mujer y parecía haber olvidado a su anterior esposa. Sólo Ian la recordaba.

Una mañana, cuando las hojas se habían puesto amarillas en los árboles del valle, Ian se colgó el arco al hombro y llenando su aljaba con flechas fue a la colina en busca de piezas de caza. No había un pájaro a la vista, hasta que al fin apareció un halcón azul que voló cerca de él, y alzando su arco le apuntó. Tenía el ojo fijo y la mano firme, pero el vuelo del halcón era veloz y sólo alcanzó una pluma de su ala. Como el sol ya se ocultaba en el mar, puso la pluma en su saco de caza y emprendió el regreso.

—¿Me has traído muchas piezas hoy? —preguntó su madrastra cuando entró en el salón.

—Nada, excepto esto —respondió, entregándole la pluma del halcón azul, que ella sostuvo por la punta y miró en silencio. Entonces se volvió a Ian y le dijo:

—¡La pongo sobre ti a modo de conjuros y hechizos y mientras dure el año! Que siempre tengas frío y te sientas mojado y sucio, que tus zapatos tengan siempre charcos, hasta que no me traigas el halcón azul en el que creció esta pluma.

—Si son hechizos los que me estás lanzando yo también puedo lanzarlos —respondió Ian Direach—. Por lo tanto, estarás con un pie en la casa grande y otro en el castillo hasta que regrese y que tu cara permanezca vuelta hacia el viento, por dondequiera que sople.

Entonces se marchó a buscar al ave, como su madrastra le pidió; y al volver hacia su casa desde la colina, vio a la reina parada con un pie en la casa grande y el otro en el castillo, su rostro vuelto hacia donde soplase cualquier tempestad.

Así, viajó a través de colinas y ríos hasta que llegó a una gran llanura, pero nunca vio, aunque fuera brevemente, al halcón. Cada vez estaba más oscuro, por lo que los pájaros pequeños buscaban sus nidos y, cuando finalmente Ian Direach ya no podía ver nada, se recostó debajo de unos arbustos y se durmió. En su sueño una nariz suave lo tocó, un cuerpo tibio se acurrucó junto a él y una voz baja le susurró:

—La fortuna está en tu contra, Ian Direach; sólo tengo el carrillo y la pezuña de una oveja para darte y con esto debes conformarte.

En eso Ian Direach se despertó y vio a Gille Mairtean, el zorro.

Entre ambos encendieron un fuego y comieron su cena.

Entonces Gille Mairtean, el zorro, le indicó a Ian Direach que se recostara como antes y durmiera hasta la mañana. En la mañana, cuando despertó, Gille Mairtean dijo:

—El halcón que buscas está bajo la custodia del Gigante de las Cinco Cabezas, los Cinco Cuellos y las Cinco Jorobas.

Te mostraré el camino a su casa y te aconsejo que hagas lo que él te ordene, rápido y con gusto, pero sobre todo, que trates a sus pájaros con bondad; si así lo haces, es posible que te deje alimentar y cuidar del halcón. Cuando esto ocurra, espera hasta que el gigante esté fuera de su casa; entonces cubre al halcón con un paño y llévalo contigo. Sólo cuida que ninguna de sus plumas toque cualquier cosa dentro de la casa, o una maldición caerá sobre ti.

—Te agradezco el consejo —dijo Ian Direach—, tendré cuidado de seguirlo.

Entonces tomó el camino a la casa del gigante.

—¿Quién es? —exclamó el gigante, cuando tocaron con fuerza a la puerta de su casa.

—Alguien que busca trabajo como sirviente —respondió Ian Direach.

—¿Y qué puedes hacer? —volvió a preguntar el gigante.

—Puedo alimentar a las aves y cuidar de los cerdos; puedo alimentar y ordeñar una vaca y también cabras y ovejas, si tienes cualquiera de estos animales —respondió Ian Direach.

—Entonces entra, pues tengo gran necesidad de un sirviente así —dijo el gigante.

De modo que Ian Direach entró a la casa y atendió tan bien y con tanto cuidado a todas las aves y bestias que el gigante estaba más satisfecho de lo que nunca había estado, y finalmente pensó que podría incluso confiarle al halcón para que lo alimentara. El corazón de Ian se alegró y cuidó al halcón azul hasta que sus plumas relucieron como el cielo, y el gigante estaba tan complacido que un día le dijo:

—Por mucho tiempo mis hermanos del otro lado de la montaña me han rogado que vaya a visitarlos, pero nunca había podido ir por temor a dejar a mi halcón. Creo que ahora puedo dejarlo un día contigo y estaré de regreso antes de que caiga la noche.

A la mañana siguiente, apenas el gigante estuvo fuera de su vista, Ian Direach tomó al halcón y, cubriendo su cabeza con un paño, corrió a la puerta con él. Pero los rayos del sol atravesaron el grosor del paño y al cruzar el dintel de la puerta, el halcón dio un salto de modo que la punta de una de sus plumas tocó el dintel, el cual lanzó un grito y trajo al gigante de regreso en tres zancadas. Ian Direach tembló cuando lo vio, pero el gigante sólo dijo:

—Si deseas mi halcón primero deberás traerme la Espada Blanca de Luz que se encuentra en la casa de las Mujeres Grandes de Dhiurradh.

—¿Y dónde viven? —preguntó Ian.

Pero el gigante contestó:

—Ah, eso deberás descubrirlo tú.

Ian no se atrevió a decir nada más y se apresuró hacia la tierra yerma. Allí, tal como lo esperaba, se encontró con su amigo Gille Mairtean, el zorro, quien le indicó que se comiera su cena y se acostara a dormir. Cuando despertó a la mañana siguiente, el zorro le dijo:

—Vayamos a la orilla del mar.

La princesa se encuentra a sí misma como prisionera en el barco.

Y a la orilla del mar se dirigieron. Cuando llegaron a la costa y contemplaron el mar que se extendía ante ellos y la isla de Dhiurradh en medio del mismo, a Ian se le fue el alma a los pies y, volviéndose a Gille Mairtean, le preguntó por qué lo había traído hasta aquí, pues el gigante sabía bien, cuando lo envió, que sin una embarcación nunca encontraría a las Mujeres Grandes.

—No te desanimes —respondió el zorro—, ¡es muy fácil! Me convertiré en una embarcación y tú irás a bordo de mí y te llevaré a través del mar hasta las Siete Mujeres Grandes de Dhiurradh. Diles que eres hábil en sacar brillo a la plata y al oro y a la postre te tomarán como su sirviente y si te esmeras en complacerlas te darán la Espada Blanca de Luz para que la dejes brillante y reluciente. Pero cuando intentes robarla, ten cuidado de que la funda no toque nada dentro de la casa, o la mala fortuna caerá sobre ti.

Así que Ian Direach hizo todas las cosas que el zorro le indicó y las Siete Mujeres Grandes de Dhiurradh lo tomaron como su sirviente; durante seis semanas trabajó tan duro que sus siete señoras se dijeron entre sí: “Nunca habíamos tenido un sirviente tan hábil para dejar todo reluciente y brillante.

Démosle la Espada Blanca de Luz para que la pula como todo lo demás”.

Entonces sacaron la Espada Blanca de Luz del armario de hierro donde estaba colgada y le pidieron que la frotara hasta que pudiera ver su rostro en la hoja lustrosa, y así lo hizo. Pero un día, cuando las Siete Mujeres Grandes estaban ausentes, se le metió en la cabeza que había llegado el momento de llevarse la espada y, colocándola en su funda, se la colgó al hombro.

Pero justo al pasar por la puerta la punta de la funda la tocó y ésta dio un fuerte grito. Las Mujeres Grandes lo escucharon y regresaron corriendo, le quitaron la espada y le dijeron:

—Si lo que quieres es nuestra espada, primero debes traernos el potro bayo del Rey de Erin.

Humillado y avergonzado, Ian Direach abandonó la casa y se sentó a la orilla del mar y pronto Gille Mairtean, el zorro, vino a él.

—Veo con claridad que no has prestado atención a mis palabras, Ian Direach —dijo el zorro—. Pero primero come, y con todo, te ayudaré una vez más.

Con estas palabras el alma le volvió a Ian Direach, quien reunió algunas varas, hizo un fuego y comió con Gille Mairtean, el zorro, y durmió sobre la arena. Al amanecer de la mañana siguiente Gille Mairtean dijo a Ian Direach:

—Me convertiré en un barco y te llevaré a través de los mares hasta Erin, a la tierra donde habita el rey. Tú te ofrecerás a trabajar en su establo y atender a sus caballos, hasta que esté tan complacido que te encargará que limpies y cepilles al potro bayo. Pero cuando te escapes con él cuida que nada, excepto las pezuñas, toque cosa alguna dentro de las puertas del palacio, o te perseguirá la mala suerte.

Después de haber aconsejado así a Ian Direach, el zorro se transformó en una embarcación y zarparon hacia Erin.

El rey de ese país dejó en manos de Ian Direach el cuidado de sus caballos y nunca antes su pelaje había brillado tanto o su trote había sido más rápido. El rey estaba tan complacido que después de transcurrido un mes mandó llamar a Ian y le dijo:

—Tú me has servido fielmente y ahora te confiaré lo más preciado que hay en mi reino.

Dicho esto, llevó a Ian Direach al establo donde estaba el potro bayo. Ian lo restregó y alimentó, y galopó tanto por todo el reino, hasta que el potro pudo dejar atrás un viento y alcanzar el otro que iba adelante.

—Voy a ir de cacería —dijo el rey una mañana, mientras observaba a Ian atender al potro bayo en su establo—. Los ciervos han bajado de la colina y es hora de darles caza.

Entonces se marchó; cuando lo perdió de vista, Ian Direach condujo al potro bayo fuera del establo y saltó sobre su lomo. Pero al pasar por la puerta que se encontraba entre el palacio y el mundo exterior, el potro rozó el poste con su cola, y éste dio un fuerte grito. En un instante el rey regresó corriendo y sujetó la brida del potro.

—Si quieres mi potro bayo, primero debes traerme a la hija del rey de los Francos.

Con pasos lentos Ian Direach bajó hasta la orilla del mar donde lo aguardaba Gille Mairtean, el zorro.

—Veo claramente que no has hecho lo que te dije, ni lo harás nunca —dijo Gille Mairtean, el zorro—; pero te ayudaré nuevamente y, por tercera vez, me convertiré en un barco y navegaremos a Francia.

Y hacia Francia navegaron, y como él era el barco, el Gille Mairtean iba por donde quería y se fue a meter a la grieta de una roca elevada. Entonces, le ordenó a Ian Direach que fuera al palacio del rey y le dijera que había naufragado, que su barco estaba atorado en una roca y que nadie se había salvado, excepto él.

Ian Direach escuchó atentamente las palabras del zorro y contó una historia tan triste que el rey, la reina y su hija, la princesa, se acercaron a oírla. Después de oírla, no deseaban otra cosa que ir a la playa y visitar la nave, que ya estaba flotando, pues había subido con la marea. Estaba dañada y maltratada como si hubiera pasado por muchos peligros, pero una música dulce y maravillosa emanaba de ella.

—Traigan un bote —exclamó la princesa—, quiero ir y ver por mí misma el arpa de la que emana esa música.

Trajeron el bote y entonces Ian Direach se subió para remar hasta el costado de la nave.

Remó al otro extremo del barco, para que nadie pudiera verlo y cuando ayudó a la princesa a subir a bordo, le dio un empujón al bote para que ella no pudiera volver a él. La música sonaba cada vez más dulce, aunque ellos no podían ver de dónde venía y buscaron de un lado a otro de la embarcación.

Cuando por fin llegaron a la cubierta y miraron a su alrededor, no se veía tierra por ninguna parte, ni otra cosa que no fueran las aguas torrentosas.

La princesa guardó silencio, y su rostro se volvió sombrío.

Por fin dijo:

—¡Me has jugado una mala pasada! ¿Qué es lo que me has hecho y adónde nos dirigimos?

—Una reina es lo que serás —respondió Ian Direach—, pues el rey de Erin me ha enviado por ti, y en recompensa me dará su potro bayo para que se lo lleve a las Siete Mujeres Grandes de Dhiurradh, a cambio de la Espada Blanca de Luz. Ésta deberé llevarla al gigante de las Cinco Cabezas, Cinco Cuellos y Cinco Jorobas y, en su lugar, él me otorgará el halcón azul, que le he prometido a mi madrastra para que me libere del hechizo que ha lanzado sobre mí.

—Preferiría ser tu esposa —respondió la princesa.

Poco tiempo después, el barco llegó a un puerto en la costa de Erin y ahí echó anclas. Gille Mairtean, el zorro, le indicó a Ian Direach que le dijera a la princesa que debía esperar todavía un rato en una cueva entre las rocas, porque ellos tenían asuntos en tierra y regresarían más tarde por ella.

Entonces tomaron un bote y remaron hasta unas rocas, donde, al tocar tierra, Gille Mairtean se convirtió en una mujer hermosa que con una sonrisa le dijo a Ian Direach: “Le daré al rey una buena esposa”.

Así pues, el rey de Erin había estado cazando en la colina y cuando vio un barco extraño navegando hacia el puerto, supuso que podría ser Ian Direach; por lo que abandonó su cacería y corrió colina abajo hasta el establo. Sacó de prisa al potro bayo de su pesebre y puso la silla dorada sobre su lomo y la brida de plata en su cabeza, y con la brida del potro en la mano corrió a encontrarse con la princesa.

—Te he traído a la hija del rey de Francia —dijo Ian Direach.

El rey de Erin miró a la doncella y se sintió muy complacido, sin saber que era Gille Mairtean, el zorro. Se inclinó ante ella y le rogó que le hiciera el honor de entrar en el Palacio; al entrar, Gille Mairtean volvió a mirar a Ian Direach y se rió.

En el gran salón el rey se detuvo y señaló un baúl de hierro que estaba en un rincón.

—En ese baúl está la corona que te ha esperado durante muchos años —dijo—; por fin has venido por ella.

Y se agachó para abrir el baúl.

En un instante, Gille Mairtean, el zorro, saltó sobre su espalda y le dio tal mordisco que cayó inconsciente. Rápidamente, el zorro retomó su propia forma y salió a galope hacia la orilla del mar, donde le aguardaban Ian Direach, la princesa y el potro bayo.

—Me convertiré en barco —exclamó Gille Mairtean—, y ustedes irán a bordo.

Así lo hizo; Ian Direach subió al potro bayo al barco y la princesa los siguió y zarparon hacia Dhiurradh. El viento soplaba detrás de ellos y muy pronto tuvieron delante las rocas de Dhiurradh. Entonces habló Gille Mairtean, el zorro:

—Deja que el potro bayo y la hija del rey se escondan en estas rocas; yo me convertiré en el potro e iré contigo a la casa de las Siete Mujeres Grandes.

Cómo Ian Direach regresa a casa, y cómo su madrastra cae bajo un fardo de palos.

El corazón de las Mujeres Grandes se llenó de alegría cuando vieron el potro bayo conducido a su puerta por Ian Direach. La más joven de ellas trajo la Espada Blanca de Luz y la puso en las manos de Ian Direach, que quitó la silla de oro y la brida de plata y bajó por la colina con la espada, hasta el lugar donde le aguardaban la princesa y el potro verdadero.

—¡Daremos al fin el paseo anhelado! —exclamaron las Siete Mujeres Grandes.

Ensillaron y embridaron al potro y la mayor montó sobre la silla. Entonces, la segunda hermana se posó atrás de la mayor y la tercera atrás de la segunda, y así sucesivamente las siete. Cuando todas estuvieron sentadas, la mayor golpeó el costado del potro con la fusta y el potro arrancó de un salto. Voló sobre los páramos y alrededor de las montañas y las Mujeres Grandes seguían aferradas a su montura y resoplaban de placer. Por fin el potro dio un gran salto en el aire y descendió en la cima de Monadh, la colina alta, donde se encuentra el risco. El potro descansó sus patas delanteras, levantó sus patas traseras y las Siete Mujeres Grandes cayeron y murieron al llegar al fondo del risco. El potro rió y se convirtió en un zorro otra vez. Luego, salió a galope hacia la orilla del mar, donde le aguardaban Ian Direach y la princesa, el potro verdadero y la Espada Blanca de Luz.

—Me convertiré en un barco —dijo Gille Mairtean, el zorro —y te llevaré a ti, a la princesa, al potro bayo y la Espada Blanca de Luz de regreso a tierra.

Cuando llegaron a la orilla, Gille Mairtean, el zorro, tomó de nuevo su propia forma y habló con Ian Direach de esta manera:

—Deja que la princesa, la Espada Blanca de Luz y el potro bayo permanezcan entre las rocas; tomaré la forma de la Espada Blanca de Luz y me llevarás con el gigante, quien te dará a cambio el halcón azul.

Ian Direach hizo lo que el zorro le indicó y partió hacia el castillo del gigante. Desde ahí, el gigante vio el resplandor de la Espada Blanca de Luz y su corazón se regocijó; tomó el halcón azul, lo puso en una canasta y se lo dio a Ian Direach, quien lo llevó rápidamente al lugar donde la princesa, el potro bayo y la Espada Blanca de Luz lo aguardaban.

Tan contento estaba el gigante de poseer la espada que había deseado por tantos años, que de inmediato la empuñó y comenzó a cortar y partir el aire con ella. Gille Mairtean dejó por un rato que el gigante siguiera jugando con la espada; luego se dio la vuelta y cortó los Cinco Cuellos, de modo que las Cinco Cabezas rodaron por el suelo. Después regresó con Ian Direach y le dijo:

—Ensilla el potro con la silla de montar dorada y embrídalo con la rienda de plata, cuelga la canasta con el halcón sobre tus hombros y sostén la Espada Blanca de Luz con la parte de atrás contra tu nariz. Luego monta el potro, deja que la princesa monte detrás de ti y cabalga así al palacio de su padre. Pero cuida que la parte de atrás de la espada esté siempre contra tu nariz, de otra manera cuando tu madrastra te vea te convertirá en un haz de leña seca. Sin embargo, si haces lo que te digo, será ella quien se convierta en un montón de ramas secas.

Ian Direach puso atención a las palabras de Gille Mairtean y su madrastra cayó como un montón de ramas secas frente a él; le prendió fuego y quedó libre de sus hechizos para siempre. Después se casó con la princesa, quien fue la mejor esposa en todas las islas del oeste. De ahí en adelante estuvo a salvo de cualquier daño, pues ¿no era dueño del potro bayo, que podía dejar atrás un viento y alcanzar el otro, del halcón azul para que le trajera piezas de caza para comer y de la Espada Blanca de Luz para atravesar a sus enemigos?

Ian Direach sabía que todo esto se lo debía a Gille Mairtean, el zorro, con quien hizo el pacto de que siempre que el hambre lo acosara, podía elegir cualquier bestia de entre sus rebaños y que de ahí en adelante ninguna flecha sería lanzada contra él o cualquiera de su raza. Pero Gille Mairtean, el zorro, se negó a recibir recompensa alguna por la ayuda que le había brindado a Ian Direach, sólo su amistad. Así, Ian Direach fue próspero en todas las cosas hasta su muerte.

FIN

FICHA DE TRABAJO

VOCABULARIO

Agasajar: Tratar

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