Henrietta Elizabeth Marshall
Guillermo Tell no vivía en Altorf, sino en otro pueblecito muy poco distante, llamado Bürglen. Su mujer, Eduvigis, era hija de Walter Fürst. Tenían dos hijos, Guillermo y Walter. Este, el más pequeño, contaba unos seis años de edad.
Guillermo Tell amaba mucho a su familia y con ella vivía feliz en su casita de Bürglen.
— Eduvigis— dijo Tell una mañana, algunos días después de la reunión en Rütli.
— Me voy a Altorf a ver a tu padre.
Su mujer sintió alguna alarma.
— Ten cuidado, Guillermo— dijo. — ¿Quieres ir de veras? Ya sabes que precisamente el Gobernador está allí y que te odia.
— ¡Oh! ¡no tengo nada que temer!— repuso Tell. — No he hecho nada que merezca castigo. Pero, además, ya veré de no encontrarlo,— y levantando su ballesta, se preparó a salir.
— ¡No lleves la ballesta!— dijo Eduvigis, sintiendo aumentar su alarma.— Déjala aquí.
— Veamos ¿de qué tienes miedo ?— dijo Tell sonriendo.— ¿Por qué no he de llevármela? Me parecería que dejaba algo de mí mismo.
— ¿A dónde vas, padre?— preguntó Walter entrando en la habitación.
— A Altorf a ver el abuelo.— ¿ Quieres venir?
— Sí, vete con tu padre— repuso Eduvigis.— Serás prudente, ¿verdad?— añadió dirigiéndose a su marido.
— Sin duda— repuso éste; y Walter, echando los brazos alrededor del cuello de su madre, exclamó:— No tengas miedo, madre; ya tendré yo cuidado de él,— y los dos juntos emprendieron alegremente el camino.
Era para el niño un gran acontecimiento ir a Altorf con su padre y se sentía tan feliz, que en todo el camino no cesó de hablar, haciendo preguntas sobre todo lo que veía.
— ¿A qué distancia puedes lanzar una flecha, padre?
— ¡Oh! a mucha.
— ¿Hasta el sol ?— continuó el niño mirando al cielo.
— ¡Oh no, no tanto!
— Pues ¿hasta dónde? ¿Hasta las montañas?
— Tampoco.
— Por qué están siempre nevadas las montañas, padre ?— preguntó el niño variando el orden de sus ideas. Y así continuaron todo el camino, el niño preguntando una cosa tras, otra, hasta que su padre estuvo cansado de contestar.
Walter, con su conversación, distrajo de tal modo a su padre, que éste olvido completamente lo del mástil con el sombrero ducal, y en vez de dirigirse por otro camino para evitarlo, como era su propósito, se halló de manos a boca en la plaza del mercado y ante el objeto que hubiera querido no ver.
— ¡Padre, mira!— exclamó el niño— ¡mira qué extraño! Allí hay un sombrero encima de un palo. ¿Para qué será?
— No lo mires, Walter— dijo Tell— el sombrero no nos importa nada. Y cogiendo al niño de la mano quiso alejarse deprisa.
Pero ya era tarde. El soldado que se hallaba al lado del mástil para guardarlo y observar si el pueblo se inclinaba al pasar, como estaba mandado, apuntó con su pica a Guillermo Tell ordenándole que se detuviera.— ¡Alto, en nombre del Emperador!— gritó.
— A ver, amigo,— repuso Tell— dejadme pasar.
— No, sin que obedezcáis el mandato del Emperador. Antes hay que inclinarse ante el sombrero.
— No es mandato del Emperador— dijo Tell.— Es orden del loco y tirano Gessler. ¡Dejadme pasar!
— ¡No se pasa! ¡Y cesad de hablar en tales términos de mi señor el Gobernador! No pasaréis sin haber hecho reverencia al sombrero. Y, si no lo hacéis, os llevaré preso. Este es el mandato de mi señor.
— ¿Y por qué he de acatar a un sombrero ?— exclamó Tell temblándole de rabia la voz.— Si aquí se hallara el Emperador, doblaría la rodilla inclinando ante él mi cabeza con toda reverencia. ¡Pero a un sombrero! ¡Nunca!— y trató de forzar el paso que el soldado le impedía con la pica.
Oyendo ruido y voces encolerizadas, se reunió mucha gente para ver lo que pasaba. Muy pronto se congregaron allí gran número de hombres y mujeres. Todos hablaban a la vez y el ruido y confusión iban en aumento. El soldado queriendo llevar preso a Tell y el pueblo tratando de impedirlo.
— ¡Socorro !— gritó el soldado esperando que algunos de sus camaradas se hallaran por las cercanías y se lo prestaran.— ¡Socorro! ¡ socorro! ¡ Traición! ¡ traición!
Entonces, dominando el tumulto y la confusión, se oyó el galope de algunos caballos y el ruido de espadas y armaduras.
— ¡Paso al señor Gobernador! ¡Paso digo¡ — ordenó un heraldo.
El griterío cesó corno por encanto y la multitud se dividió formando una calle por la que pasó Gessler, ricamente ataviado, altivo y orgulloso corno siempre, seguido por algunos de sus amigos y soldados. Detuvo su caballo y mirando irritado a la multitud preguntó:
— ¿Qué es este motín?
— Señor— dijo el soldado adelantándose— este desvergonzado que no ha querido saludar al sombrero, contra lo mandado por vuestra señoría.
— ¿Cómo ?— exclamó frunciendo su entrecejo.
— ¿Quién ha sido el atrevido que contraviene mis órdenes?
— Es Guillermo Téll, de Bürglen, señor.
— Tell— repitió Gessler dando media vuelta sobre la silla del caballo para mirar al rebelde, que tenía de la mano a su hijo.
Durante algunos instantes Gessler, sin decir otra palabra, lo miró enfurecido.
— He oído decir que eres gran tirador, Tell —dijo luego Gessler burlonamente— y que siempre das en el blanco.
— Es cierto, señor— repuso el pequeño Walter que estaba muy orgulloso de la habilidad de su padre.— Puede tocar a una manzana colgada del árbol situado a un centenar de pasos de distancia.
— ¿Es tu hijo ?— preguntó Gessler mirando al niño y sonriendo malignamente.
— Sí, señor.
— ¿Tienes más?
— Otro niño, señor.
— ¿Los quieres mucho, Tell?
— Sí, señor.
— ¿A cuál de los dos quieres más?
Tell vaciló. Miró al pequeño Walter y luego pensó en su Guillermito que estaba en casa
— Amo a los dos igualmente, señor— dijo al fin.
— ¡Ya!— exclamó Gessler. Y permaneció un minuto pensativo.— Bueno, Tell— dijo luego— he oído hablar tanto de tus fanfarronadas acerca de la habilidad que posees para tocar manzanas a cien pasos de distancia, que me gustaría verlo. Por lo tanto vas a disparar a cien pasos de distancia contra una manzana colocada sobre la cabeza de tu hijo. Ya ves que eso será mucho más fácil.
— Señor— exclamó Tell poniéndose pálido —creo que queréis bromear. ¿No es verdad? Sería horrible. Obligadme a hacer cualquier cosa menos ésta.
— Tirarás a una manzana colocada sobre la cabeza de tu hijo— repitió Gessler con calma.— Quiero juzgar por mí mismo de tu habilidad y te mando que lo hagas. Aquí traes tu ballesta. ¡Hazlo!
— ¡Prefiero morir!— dijo Tell.
— Perfectamente, pero no te figures que vas a salvar a tu hijo. Morirá contigo. Tira pues, o moriréis los dos. Y apunta bien porque, si no das en el blanco, pagarás con tu vida.
Tell se puso aún más pálido. Su voz tembló al replicar— Señor, fue una locura. Perdonadme esta vez y en lo sucesivo inclinaré siempre mi cabeza al pasar ante este sombrero.— A pesar de lo orgulloso y valiente que Tell era, se doblegó al Gobernador ante la idea de que podría matar a su propio hijo.
— Haberlo hecho antes— repuso Gesler cada vez más irritado.— lnfringís las leyes, y cuando, en vez de castigaros como merecéis, se os da una oportunidad para escapar a la pena, gruñís y os resistís a ejecutar lo que os mandan. Haberlo hecho antes, repitió. Heinz— continuó dirigiéndose a un soldado— tráeme una manzana.
El soldado echó a correr para cumplir esta orden.
— Atad al niño a aquel árbol— dijo Gessler, señalando un corpulento tilo que se hallaba a poca distancia.
Dos soldados cogieron a Walter y lo ataron al árbol. El niño no estaba asustado lo más mínimo y apoyado en el tronco permanecía absolutamente inmóvil y tranquilo. Luego, en cuanto negó el soldado con la manzana, Gessler se acercó al tilo e inclinándose sobre el arzón colocó el fruto sobre la cabeza del niño.
Durante toda la escena anterior, el pueblo había permanecido silencioso y Tell, con la mirada extraviada, contemplaba aquellos preparativos que le horrorizaban.
— ¡Despejad!— gritó Gessler, y los soldados cargaron contra la multitud haciéndola retroceder a derecha e izquierda.
Cuando hubo espacio suficiente, dos soldados colocándose al lado del árbol en que el niño estaba atado, empezaron a marchar en dirección a Tell contando los pasos, y en cuanto hubieron andado un centenar se detuvieron.— Cien pasos, señor — dijeron volviéndose a Gessler.
Gessler se acercó y gritó :— ¡Ven, T ell; desde aquí has de tirar.
Tell obedeció y sacando una flecha de su carcaj, la examinó cuidadosamente, y en vez de ponerla en su ballesta, la atravesó en su cinturón. Luego, con más cuidado todavía, eligió otra y la colocó en la ballesta.
En cuanto Tell adelantó la pierna disponiéndose a disparar, reinó el más profundo silencio entre los allí reunidos. Levantó el arco, pero una niebla obscurecía su vista; su brazo temblaba y la ballesta le caía de las manos. No podía disparar. El temor de matar a su hijo le privaba de su habitual valor y habilidad.
Un murmullo se levantó de entre el pueblo. Entonces desde el lugar en que estaba sujeto, el niño gritó:
— ¡Tira, padre! ¡No tengo miedo! ¡No puedes errar el blanco!
Por segunda vez Tell levantó la ballesta. El silencio era aún más profundo, sepulcral, porque el pueblo de Aldorf conocía y amaba a Tell, a su hijo y a su suegro Walter Fürst, y todos esperaban el fin de aquella horrible prueba con el corazón angustiado.
Se oyó silbar la flecha. Un segundo después el silencio fue interrumpido por grandes gritos de alegría. La manzana había caído al suelo atravesada en su centro por la flecha.
Un hombre se adelantó y cortó la cuerda que sujetaba al niño; otro cogió la manzana atravesada y la llevó a Gessler. Pero Tell permanecía en el mismo lugar como alelado, oprimiendo la ballesta con la mano, el cuerpo inclinado hacia adelante y los ojos extraviados como si tratara de seguir el vuelo de la flecha.
No veía ni oía nada.
— Hay que confesar que lo ha hecho— exclamó Gessler asombrado, contemplando la manzana.— ¿Quién lo hubiera creído? ¡Atravesada por el mismo centro!
El pequeño Walter, entusiasmado, corrió hacia su padre.
— ¡Padre!— gritó.— Ya sabía que lo harías y no tenía ningún miedo. ¡Cuánto sabes!— añadió admirado; y riendo de alegría frotaba su rizado cabello contra Tell.
De pronto éste pareció despertar de un letargo y tomando a su hijo en sus brazos lo llenó de besos.
— ¡Estás sano y salvo, hijo mío!— y a pesar de ser un hombre rudo, sus ojos estaban llenos de lágrimas mientras se decía:
— Hubiera podido matarle; ¡matar a mi propio hijo!
Entretanto Gessler, sentado sobre su caballo, miraba sonriendo cruelmente al dichoso padre.
— Tell— dijo por fin— ha sido un disparo magnífico. Pero dime ¿para qué era la otra flecha?
Tell dejó su hijo en el suelo y se volvió hacia el Gobernador.— Es costumbre de los arqueros, señor. Siempre preparamos una segunda flecha.
— ¡Ca!— exclamó Gessler .— Esta contestación no me convence. Di la verdad, Tell.
Este permaneció callado.
— ¡Habla!— ordenó Gessler— y si dices la verdad, cualquiera que sea, te prometo la vida.
— Ya que es así— repuso Tell encogiéndose de hombros y mirando a Gessler— ya que me prometéis la vida, oíd la verdad. Si la primera flecha hubiera matado a mi hijo, os destinaba la segunda y estad seguro de que esta vez no hubiera errado el blanco.
El semblante de Gessler se puso pálido de ira. Durante algunos instantes no pudo hablar. Cuando por fin lo hizo, su voz era grave y terrible.
— Te atreves— dijo— ¿te atreves a decirme esto? Te he prometido la vida y cumpliré mi promesa, pero no la libertad, y por lo tanto voy a encerrarte en obscuro calabozo, donde no verás nunca la luz del sol. Allí yacerás para siempre y así estaré tranquilo respecto a ti. ¡Ah buen arquero! En adelante las ballestas y las flechas te servirán de muy poca cosa. ¡Atadlo, muchachos!
En un momento los soldados se apoderaron de él y lo ataron.
Mientras tanto Gessler miró a la multitud y vio las caras irritadas de los que contemplaban la escena.
— Tell tiene muchos amigos aquí— se dijo— y si lo encierro en el castillo de Uri lo ayudarán a evadirse. Me lo llevare a Küssnascht en el bote. Allí ya no tiene amigos y estará absolutamente guardado.— Y en voz alta dijo:— Seguidme, muchachos, y llevadlo al bote.
Al oír estas palabras los amigos de Tell prorrumpieron en grandes murmullos.— ¡Esto es contra la ley!— exclamaron algunos.
— ¡Ley, ley! ¿Quién hace las leyes, vosotros o yo?
Walter Fürst había permanecido entre sus amigos silencioso y lleno de ansiedad y al oír las palabras de Gessler se adelantó y atrevidamente le dijo:— Señor, existe una ley en el país con arreglo a la cual nadie puede ser llevado a una cárcel fuera de su cantón. Si mi yerno ha cometido alguna falta encerradlo aquí, en Uri, en Altorf. Si hacéis lo contrario, violáis nuestra antigua libertad y nuestros derechos.
— ¡Vuestra libertad! ¡vuestros derechos! — exclamó burlonamente el Gobernador.— ¡Lo que yo os digo es que debéis obedecer las leyes y no enseñarme a gobernar .— Luego hizo dar vuelta a su caballo y ordenó:— Adelante, muchachos, ¡al bote!— Y emprendió el camino hacia el lago, en el que estaba esperando una embarcación.
Walter se agarró a las rodillas de su padre llorando amargamente. Tell no podía tomarlo en sus brazos para consolarlo, porque los tenía atados, pero se inclinó hacia él y besándolo le dijo:
— Walter, hijo mío, sé valiente. Vete con el abuelo y consuela a tu madre.
Tell fue conducido al bote de Gessler, seguido por el irritado pueblo, que sentía más que nunca profundo odio contra el tirano. Pero, ¿qué podían hacer? Era demasiado poderoso.
Tell fue arrojado rudamente dentro de la barquichuela en donde fue estrechamente guardado .por dos soldados. Le quitaron la ballesta y las flechas, todo lo cual fue colocado debajo del banco del timonel.
Gessler se sentó. El bote emprendió la marcha y muy pronto se halló rodeado por las azules aguas del lago. Los circunstantes miraban tristemente. la marcha del prisionero, y hasta entonces no se percataron del cariño y la confianza que en él habían depositado.
En los lagos de Suiza se presentan las tempestades con rapidez extraordinaria. Los naturales del país temen mucho a estas tormentas que bautizan con nombres propios según el viento que las origina. Al viento del Sur, que es el más temible: le llaman el Fühn.
En aquel tiempo existía una ley que ordenaba apagar toda clase de fuegos en cuanto soplaba este viento, porque se introducía por las chimeneas con tal furia, que arrastraba las chispas de fuego por todas partes, y las casas, que estaban construidas únicamente con madera, corrían gran peligro de verse incendiadas. Mientras navegaban, se produjo una de esas tempestades.
Nadie se dio cuenta, cuando Gessler se embarcó en su bote, de que el cielo estaba negro y el viento empezaba a soplar. Pero antes de que se hubiera alejado mucho de la orilla, comenzaron a elevarse olas de bastante altura y el viento a soplar cada vez con más furia.
Muy pronto el bote fue juguete de las furiosas olas. Los marineros asidos fuertemente a los remos impulsaban a la embarcación con todo el vigor de que eran capaces, mas a pesar de ello, el oleaje pasaba por encima del bote, llenándolo de agua. Los pasajeros iban de una parte a otra, agitados por la tempestad y a cada momento creían hundirse en las inquietas aguas.
Pálido de miedo, el patrón permanecía agarrado al timón. Era un austriaco que desconocía en absoluto los lagos suizos, y nunca en su vida se había hallado en semejante tormenta. Estaba aterrado comprendiendo que en breve naufragarían todos.
Envuelto en su manto, Gessler, permanecía silencioso y tranquilo, mirando la tempestad. También él comprendía el peligro. Mientras la cubierta del bote era barrida por las aguas, uno de sus criados, como pudo, fue arrastrándose hasta los pies de su amo.
— Señor— dijo— ya veis que estamos perdidos, pero me parece que un hombre de los que aquí se hallan puede sacarnos del peligro.
— ¿Quién es ?— preguntó Gessler.
— Guillermo Tell, vuestro prisionero— repuso el criado.— Está reputado como uno de los mejores marineros de este lago, que conoce mucho. Si alguien hay capaz de salvarnos, es él.
— Traedlo— ordenó Gessler.
— Parece que eres tan buen marinero como excelente arquero, Tell— dijo Gessler, cuando el prisionero se halló ante él.— ¿Puedes salvar la embarcación, y llevarnos a tierra?
— Sí,— contestó Tell.
— Desatadlo— dijo Gessler a un soldado— pero fíjate, Tell, en que no estás libre. Aun cuando nos salves, serás mi prisionero. No te voy a dar ninguna recompensa.
La cuerda que sujetaba las manos de Tell fue cortada y éste tomó el timón.
Las olas se elevaban cada vez a mayor altura, el viento rugía con furia, pero bajo la firme mano de Tell, el bote parecía haber recobrado la seguridad de su marcha. Los remeros hacían su oficio con más ánimo y fuerza, obedeciendo a las voces de mando del nuevo timonel.
Este, al querer atravesar el lago, trataba de penetrar con su mirada la cortina de espuma que envolvía la embarcación. Existía un lugar •que conocía muy bien, en donde sería posible desembarcar, por lo menos para un hombre atrevido como él. Trataba de descubrir el sitio en cuestión. Cada vez la playa se aproximaba más, hasta que, por fin, estuvo contigua al bote. El prisionero miró a su alrededor rápidamente. Su ballesta y las flechas estaban a sus pies. Se inclinó y apoderándose de ellas tomó impulso y al saltar a tierra, Tell dio con el pie un empujón al bote, lanzándolo de nuevo a las tempestuosas aguas del lago.
Los marineros dieron un grito de asombro y rabia a la vez; pero ya Tell estaba libre, porque nadie se atrevió a seguirlo en su peligroso camino. Muy pronto, ascendiendo por la escarpada vertiente de la montaña, desapareció entre los árboles.
En cuanto Ten hubo llevado a cabo su evasión, Gessler soltó un grito de rabia, y dio orden de desembarcar; pero el barquichuelo a merced de la tempestad fue llevado al centro del lago y los marineros austriacos, para quienes era desconocido, no se atrevieron a acercarse a la orilla por medio de hacerse trizas contra las rocas.
Aun en medio de las aguas, esperaban naufragar a cada instante, pero, por fin, la misma desesperación pareció darles nuevas fuerzas y siguieron luchando lo mejor que supieron contra la furia del agua y del viento. Muy pronto, sin embargo, la tempestad fue amainando y pocas horas más tarde, calados hasta los huesos, pero sanos y salvos, Gessler y sus compañeros desembarcaban en la orilla de Schwytz.
Tan pronto como desembarcó el Gobernador pidió un caballo, y silencioso, pero lleno de rabia y deseoso de venganza contra Tell y todos los suizos, se encaminó hacia su castillo de Küssnacht.
Tell, por su parte, también sintió sed de venganza. Aquella misma mañana era todavía hombre pacífico e incapaz de hacer daño a nadie, pero desde lo acontecido, se sentía muy otro. La cruel orden de Gessler le había hecho cambiar totalmente. No podía olvidar que, por culpa de éste, hubiera podido matar a su propio hijo y aún se imaginaba ver al pequeño Walter atado al árbol y él obligado al disparar contra la manzana. Su sentimiento paternal no perdonaba el horrible peligro a que lo había expuesto, y para que, en lo sucesivo, no pudiera el tirano cometer tan criminales acciones como aquella y cesara de oprimir a su patria, sólo quedaba un camino: matarlo; y esto es lo que Tell, desesperado, se propuso hacer.
Si Gessler escapaba de la tempestad, Tell estaba seguro de que iría directamente a su castillo de Küssnacht, para lo cual debía pasar por el camino que a él conducía, el cual, a su mitad aproximadamente, se estrechaba de modo considerable y a cada uno de sus lados se elevaban dos escarpaduras. Allí se propuso Tell esperar a Gessler, para libertar a Suiza de su opresor.
Sin detenerse para tomar alimento o descanso, Tell atravesó algunos bosques hasta llegar al sitio indicado. Una vez allí, esperó. Mucha gente transitaba por el camino; algunos pastores llevando sus rebaños, viandantes de todas clases, y entre ellos una pobre mujer, cuyo marido había sido encarcelado por Gessler, hallándose ella a la sazón, sin casa y sin alimentos, y viéndose obligada, por lo tanto, a implorar la caridad con sus hijitos. Deteniéndose, se puso a hablar con Tell, y la historia que relató la pobre mujer acabó de encender la ira y el deseo de venganza en el corazón de nuestro héroe, confirmándolo en la idea de que era una acción noble y justa la que se proponía llevar a cabo.
Se puso el sol, y Gessler no llegaba, pero Tell siguió apostado en el mismo lugar. Por fin oyó lejano ruido de cascos de caballos y algunas voces. Sin duda se aproximaba el cruel Gobernador. Pero a medida que los sonidos fueron haciéndose más distintos, Tell comprendió que no era el que esperaba, porque oyó música y carcajadas. Al aparecer la cabalgata, vio que se trataba de la comitiva de una boda, que alegremente pasó a lo largo. El viento todavía llevó a Tell el sonido de sus carcajadas y gritos durante bastante rato, de manera que, por un momento, llegó casi a olvidar a Gessler.
Cuando ya se había puesto el sol, Tell oyó nuevamente el ruido producido por el galope de algunos caballos. Un heraldo precedía a la comitiva gritando:
— ¡Paso al señor Gobernador!
Gessler apareció muy en breve. Tell pudo oír que en voz alta e irritada hablaba a un amigosuyo.
— Quiero que se me obedezca— decía.— He tenido sobrada blandura con esta gente y van siendo demasiado orgullosos. Pero yo los domeñaré. Y lo mejor es que vienen hablando de su libertad. Os aseguro que la destruiré...
No pudo acabar la frase. Una flecha silbó en el aire, y, dando un grito de dolor, Gessler cayó al suelo falleciendo en seguida.
La segunda flecha de Tell había hallado su blanco.
Se produjo gran confusión. Los soldados de Gessler se apiñaron alrededor del cadáver de su amo, tratando de auxiliarlo; pero ya era inútil porque estaba muerto. Tell había apuntado bien.
— ¿Quién ha cometido este asesinato?— gritó uno de los amigos de Gessler mirando a su alrededor.
— He disparado yo— contestó Tell desde lo alto de la escarpadura.— Pero no he cometido ningún asesinato. Tan sólo he libertado a un pueblo pacífico de la baja cobardía de un tirano. Mi causa es justa y únicamente puede juzgarla Dios.
Al oír su voz todos se volvieron a mirar a Tell que permanecía tranquilo ante ellos.
— ¡Prendedlo!— gritó el hombre que antes había hablado, tan pronto como se recobró de su asombro.— ¡Prendedlo! ¡Es Tell, el arquero!
Cinco o seis hombres se encaramaron por la escarpadura tan deprisa como les fue posible. Pero Tell se deslizó ligeramente por entre los arbustos y en cuanto sus perseguidores llegaron a la cima ya no pudieron divisarlo.
El corto día de invierno había ya terminado y gracias a eso el fugitivo pudo, muy fácilmente, escapar a la persecución de los soldados de Gessler. Pronto la abandonaron y volviendo al camino cogieron el cuerpo de su amo y lo llevaron al castillo de Küssnacht. Poco sentimiento causó su muerte, porque en vida había sido hombre cruel e incapaz de manifestar el menor sentimiento de bondad. Los soldados austriacos tampoco lo sintieron y en cuanto la nueva llegó al pueblo, todos se regocijaron.
Tan pronto como T ell vió que no era perseguido, se encaminó a ver a Stauffacher. No tuvo ninguna dificultad en hallar la bonita casa con el tejado rojo que tanta envidia diera a Gessler.
A tal hora no se veía ninguna luz en las ventanas y los habitantes parecían entregados al sueño. Pero Tell conocía el dormitorio de su amigo y empezó a llamar en la ventana hasta despertarlo.
— ¡Guillermo Tell!— exclamó Stauffacher sorprendido— Walter Fürst me dijo que os habían preso. Gracias a Dios veo que ahora estáis libre.
— Sí, es cierto estoy libre; y todos vosotros también. Gessler ha muerto.
— ¡Gessler muerto!— exclamó Stauffacher.
— Realmente hay motivo para alegrarse. ¿Cómo ha sido?— e hizo entrar a Tell en la casa.
Este relató la historia, y en cuanto la hubo terminado, viendo Stauffacher lo cansado que estaba, le dio algún alimento y le hizo acostarse.
Aquella noche Tell durmió tranquilo, y todo el siguiente día permaneció oculto en la casa de su amigo.
— No debéis marcharos,— le dijo éste— porque los soldados de Gessler os están buscando.
Pero en cuanto llegó la noche, Tell salió de nuevo y con ayuda de algunos buenos amigos atravesó el lago y se dirigió a la casa de su suegro. Allí donde el día anterior había sido preso, se hallaba entonces libre de nuevo.
Excusado es decir la alegría con que fue recibido por el padre de su mujer. Al poco rato de su llegada algunos mensajeros fueron a convocar a todos los Confederados, como se llamaba a los que se habían reunido en Rütli.
Aquella vez acudieron a la cita con menos temor y no tanto secreto, porque ya no debían recelar nada del cruel Gobernador. Algunos recriminaron a Tell, recordándole que había prometido esperar el día de año nuevo para empezar la obra.
— Ya lo recuerdo— repuso T ello pero él me obligó a que lo hiciera.— Y todos los que habían dejado a un hijo en casa, comprendieron que en su lugar hubieran hecho lo mismo.
Tell había dado el primer golpe y en atención a ello, algunos de los Confederados deseaban alzarse en armas en seguida, pero los más se opusieron diciendo que mejor era esperar el día de año nuevo.
Así lo hicieron, y todo parecía tranquilo en el país, porque el Emperador no mandó a ningún Gobernador para substituir a Gessler. Estaba entonces lejos de Austria, demasiado ocupado en combatir a otros enemigos más importantes, para tener tiempo de pensar en Suiza.
— Cuando haya terminado esta guerra — se dijo— será tiempo de conquistar a esos rebeldes.
FICHA DE TRABAJO
CAPÍTULO 7
Barquichuela: Barco pequeño, diminutivo de un barco, menospreciar un barco.
Calabozo: Celda de una cárcel, especialmente la destinada a incomunicar durante cierto tiempo a un preso.
Carcaj: Bolsa o caja en forma de tubo, generalmente ensanchada en su parte superior, que se empleaba para llevar flechas; se llevaba colgada del hombro izquierdo mediante una correa, para poder coger las flechas con la mano derecha.
Encolerizado: Colérico, lleno de cólera o enfado.
Fanfarronada: Dicho o hecho propio de una persona fanfarrona.
Letargo: Estado de adormecimiento e inactividad en que quedan algunos animales en determinadas épocas del año en que las condiciones del medio les son desfavorables.
Reverencia: Inclinación hacia adelante de la parte superior del cuerpo que se hace en señal de respeto.
CAPÍTULO 8
Escarpada: [terreno] Que tiene una gran pendiente.
Reputado: [persona, cosa] Que tiene reputación o prestigio.
Timonel: Persona que maneja el timón de una embarcación.
CAPÍTULO 9
A la sazón: En aquel momento, entonces.
Domeñar: Dominar o someter a una persona o cosa.
Escarpadura: Escarpe (pendiente o inclinación).
Prender: Sujetar o agarrar una cosa.
Recelar: Desconfiar de una persona o de una cosa por suponer o imaginar que oculta algún peligro o inconveniente.
Regocijar: Sentir regocijo. Alegría
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