Heidi

Johanna Spyri

Capítulo 21

Ilustración de Karl Mühlmeister

Clara empieza a gozar de la vida

Cuando salió el sol a la mañana siguiente, el viejo de los Alpes estaba ya fuera, como de costumbre, viendo cómo la neblina se dispersaba sobre las montañas y las ligeras nubes se tornaban bermejas al romper el día. El valle fue pronto inundado por reflejos de oro y el campo entero se despertó a otro día glorioso. Luego entró y subió lentamente la escalera. Clara acababa de abrir los ojos y contemplaba con asombro los rayos del sol bailoteando en su lecho, no recordando al principio dónde se hallaba. Entonces vio a Heidi a su lado y oyó la voz amistosa del viejo de los Alpes.

— Qué, ¿has dormido bien? ¿Te sientes descansada esta mañana?

— ¡Oh, sí! — respondió la niña—. No me he despertado en toda la noche.

El anciano asintió, satisfecho, y la ayudó a levantarse con el mismo tacto y la misma dulzura empleados la noche anterior para disponerlo todo. Heidi se despertó y vio a Clara ya vestida y en brazos del anciano, dispuesta para ser bajada. No queriendo perder un solo momento, saltó de la cama, se vistió en un santiamén y bajó tras ellos como un relámpago.

La noche anterior, el anciano había pensado en un sistema para poner la silla de ruedas a cubierto. Era ésta demasiado ancha para entrar por la puerta de la cabaña, pero quitó dos tablas de la entrada del cobertizo y empujó la silla en el interior, procediendo luego a colocar las tablas en su sitio de manera que pudieran quitarse fácilmente cuando fuese necesario. Heidi salió en el momento en que el anciano sacaba la silla de ruedas del cobertizo con Clara en ella y la empujaba hacia el sol. La dejó delante de la caballa y fue a ver las cabras, mientras Heidi se acercaba a darle los buenos días. Era la primera vez en su vida que Clara se veía tan temprano al aire libre, y respiraba profundamente el aire fresco de la montaña, impregnado con el aroma de las flores y de los abetos. Notaba la caricia cálida del sol en la cara y en las manos. Aunque había pensado mucho en ello, jamás supuso que la vida en la montaña fuera así.

— Me gustaría quedarme aquí para siempre — le dijo a Heidi.

— Ahora puedes ver que te dije la verdad –replicó Heidi—. ¿No se está aquí maravillosamente bien con el abuelo?

En aquel instante reapareció el viejo de los Alpes con dos espumosos jarros de leche, uno para cada una de ellas.

— Eso te hará mucho bien, pequeña — dijo dulcemente a Clara—. Es de "Margarita". Te ayudará a ponerte fuerte, de manera que bébetela toda.

Clara no había probado nunca la leche de cabra y la husmeó con aire de incertidumbre, pero cuando vio lo rápidamente que Heidi apuró su jarro, empezó a beber también; la leche estaba tan dulce como si la hubiesen puesto azúcar y canela.

— Mañana tomaremos ración doble — dijo el anciano, viendo cómo Clara había seguido el buen ejemplo de Heidi.

Pedro apareció entonces con las cabras, y los animales corrieron hacia Heidi como de costumbre, balando tan fuerte que el anciano, que siempre tenía que decirle algo al chico, tuvo que llevarle aparte para hacerse oír.

— Escúchame bien, general. De aquí en adelante dejarás que "Margarita" vaya adonde le parezca. Quiero que dé una leche especial, y ella sabe dónde encontrar la mejor hierba. Si quiere ir más arriba que de ordinario, tú también irás, y las otras cabras que os sigan. Ella es más lista que tú en estos menesteres, y no te vas a quebrar porque subas un poco más. Oye, ¿por qué miras hacia allí como si quisieras comerte a alguien? Las niñas no se meterán para nada en tus cosas. Ahora lárgate, y recuerda lo que te he dicho.

Pedro estaba acostumbrado a obedecer al viejo de los Alpes con presteza y se puso inmediatamente en camino, pero no sin volverse y mirar a las chicas, como si algo rondara por su mente. Las cabras arrastraron a Heidi consigo unos pasos, y esto era precisamente lo que Pedro quería.

— ¡Será mejor que vengas, porque tengo que pasarme todo el tiempo detrás de "Margarita'" — le gritó.

— ¡No puedo! — respondió Heidi—. No podré hacerlo mientras Clara esté aquí. Pero el abuelo nos ha prometido que un día subiremos todos juntos.

Para entonces, la niña había conseguido separarse ya de las cabras y volvía corriendo junto a Clara. El pastorcillo levantó ambos puños hacia la silla de ruedas en señal de amenaza, pero luego echó a correr hasta perderse de vista; temía que el anciano hubiera podido observarle y en modo alguno deseaba oír lo que hubiese tenido que decir ante semejante conducta.

Clara y Heidi tenían tantos planes que no sabían por dónde empezar, pero Heidi pensó que lo primero era escribir a la abuela, como habían prometido hacer diariamente. La señora Sesemann se había ido un tanto preocupada en cuanto a si Clara se sentiría realmente a sus anchas en la cabaña durante cierto período de tiempo, y necesitaba tener noticias suyas con regularidad. Si recibía carta a diario hablándole de cómo le iba a Clara, se contentaría con permanecer tranquilamente en Ragaz, sabiendo que podía subir en seguida a la montaña si la necesitaban.

— ¿Debemos ir adentro para escribir? — preguntó Clara, pronta a secundar a Heidi, pero deseando que no se la llevaran de allí.

Heidi corrió y trajo algunos de sus libros escolares y un taburete de tres patas; puso los libros en las rodillas de Clara para que ésta escribiera sobre ellos, sentándose ella en el taburete y utilizando el banco como mesa. Empezaron ambas a escribir sus cartas, pero los ojos de Clara se apartaban constantemente del papel. Todo era maravilloso. El viento se había echado y sólo una tenue brisa aleteaba en torno a sus mejillas y susurraba entre los árboles. Miles de insectos danzaban en el aire, pero todo lo demás estaba inmóvil. Sólo el grito ocasional de un cabrero rodaba desde los despeñaderos rocosos.

La mañana se pasó en un suspiro, y el viejo de los Alpes apareció con dos platos humeantes, diciendo que Clara debería permanecer fuera mientras hubiese luz. Así pues, volvieron a disfrutar de otra agradable comida al aire libre. Después, Heidi condujo a Clara bajo la sombra de los abetos, donde pasaron la tarde contándose mutuamente todo lo sucedido desde que Heidi abandonó Frankfurt. Aun cuando no había ocurrido nada digno de mención, Clara tenía mucho que explicar sobre la mansión que Heidi había llegado a conocer tan bien. Charlaron, pues, alegremente y los pájaros gorjeaban por encima de sus cabezas, como si disfrutaran de su conversación y quisieran sumarse a ella.

El tiempo transcurrió velozmente, cambió la luz, y Pedro, todavía refunfuñando, volvió con las cabras.

— ¡Buenas noches, Pedro! — gritó Heidi, viendo que el cabrero no parecía dispuesto a detenerse.

Clara también le dio amablemente las buenas noches, pero él no contestó, limitándose a continuar con el ganado.

Clara vio que el viejo de los Alpes se llevaba a "Margarita" al corral y se dio cuenta de que esperaba con ansiedad la leche que él no tardaría en traerle.

— Es curioso — dijo a Heidi—. Desde que tengo uso de razón he comido siempre porque tenía que hacerlo. Todo tenía gusto a aceite de hígado de bacalao, y por mi gusto nunca hubiera comido. Sin embargo, aquí estoy deseando que tu abuelo me traiga la leche.

— Sé lo que quieres decir — repuso Heidi, recordando aquellos días en Frankfurt, cuando los alimentos parecían quedarse atrancados en su garganta.

Clara estaba realmente sorprendida. Nunca había pasado un día entero al aire libre e ignoraba la fuerza que tenía aquel aire de la montaña. Así, cuando el anciano le trajo la leche la bebió de un tirón y terminó antes que Heidi, pidiendo más. Contento, el anciano entró con los jarros en la cabaña y, cuando regresó, cada uno de los recipientes estaba cubierto con una rebanada de pan untado con una gruesa capa de mantequilla..., lo que representaba un trato especial. El anciano había ido aquella tarde a otra cabaña cercana donde hacían una mantequilla deliciosa y había traído una bola de grandes proporciones. Mientras las observaba, parecía muy complacido de ver cómo las niñas disfrutaban de ella. Clara pretendía permanecer toda la noche despierta para observar las estrellas, pero apenas cayó en la cama fue incapaz de mantener los ojos abiertos y se quedó profundamente dormida.

Los dos días siguientes transcurrieron alegres y felices, y entonces se produjo una gran sorpresa para las niñas. Dos robustos porteadores llegaron, trayendo cada uno de ellos una cama y un colchón a la espalda. Había también una carta de la señora Sesemann diciendo que las camas eran para Clara y Heidi. A partir de entonces, Heidi tendría una cama decente en vez del jergón de heno, y cuando se fuera a Dörfli en invierno, una de las camas sería llevada al pueblo y la otra se quedaría en la cabaña; de esta manera, Clara sabría que siempre habría una cama para ella cuando quisiera visitar a Heidi. Daba las gracias a las chicas por sus cartas diarias, esperando que continuaran, de forma que ella pudiera saber lo que ocurría como si estuviese con ellas en la cabaña.

El viejo de los Alpes subió al desván, devolvió la paja a su sitio de procedencia y dobló las mantas y felpudos. Luego ayudó a los dos hombres a subir las camas y las puso muy juntas para que las niñas pudieran seguir mirando por la ventana desde sus almohadas.

Las cartas de Clara a su abuela evidenciaban que la chica gozaba cada día más de la vida en la cabaña. El viejo de los Alpes era un hombre bueno y generoso, y Heidi muy alegre y divertida, mucho más de lo que había sido en Frankfurt. Así pues, el primer pensamiento de Clara cada mañana era: "¡Oh, qué bien; aún estoy con Heidi!" La señora Sesemann se sentía tranquila ante estas buenas noticias por parte de su nieta y comprendía que no era realmente necesario su regreso a la cabaña por el momento, lo cual no lamentaba por cuanto los escarpados senderos habían resultado bastante fatigosos para ella.

El viejo de los Alpes había tomado gran afecto a su pequeña huésped y cada día intentaba algo nuevo para hacerle la vida agradable. Solía subir por las tardes a los altos vericuetos de la montaña en busca de plantas y hierbas especiales para colgarlas en ramilletes en el corral de las cabras, donde aromaban el aire con su fragancia. Cuando las cabras de Pedro bajaban al anochecer, husmeaban y arrugaban el hocico, tratando de entrar en el corral, pero la puerta estaba siempre herméticamente cerrada. El viejo de los Alpes no se había dado tan mal rato para que luego ellas se aprovecharan de su esfuerzo. Aquellas hierbas eran única y exclusivamente para "Margarita", para mejorar si cabía su leche. Era evidente que esta dieta complacía al animal. Se había vuelto más vivaz y sus ojos tenían un brillo especial.

Cuando Clara llevaba allí quince días, el viejo de los Alpes empezó a probar a que se mantuviera en pie cada mañana, antes de ponerla en su silla de ruedas.

— ¿Intentará la pequeña mantenerse en pie un minuto? — preguntaba amablemente.

Ella lo intentaba, por complacerle, pero renunciaba inmediatamente porque el esfuerzo le hacía daño y tenía que colgarse a él para sostenerse. Pero el viejo la convencía para que cada día probara más tiempo.

Hacía muchos años que no se había conocido un verano más hermoso en la montaña. Día tras día, el sol brillaba en un cielo sin nubes, y las flores nunca habían sido tan bellas y fragantes. Y cuando llegaba la noche, los agrestes picachos se tornaban de oro y púrpura, si bien el espectáculo más hermoso solamente se divisaba a más altura de donde estaba situada la cabaña del viejo de los Alpes. Así se lo dijo Heidi a Clara, insistiendo en cuán especialmente maravilloso era todo desde los altos pastizales que ella tanto amaba. Una tarde, mientras hablaban del asunto, sintió de repente tantos deseos de ver aquellos lugares que corrió hacia su abuelo, el cual estaba ocupado en el banco del cobertizo y dijo:

— Oye, abuelo, ¿nos llevarás mañana a los pastos? Es ahora todo aquello tan bonito...

— De acuerdo — accedió el viejo— , pero a condición de que Clara me haga un favor y trate de mantenerse en pie esta tarde.

Heidi volvió junto a Clara muy contenta y le comunicó la noticia; ésta prometió hacer lo que pedía el abuelo, ya que a ella también la entusiasmaba la perspectiva de tal expedición.

Heidi estaba tan contenta que gritó, apenas vio a Pedro:

— ¡Mañana iremos contigo a pasar todo el día en los pastos!

Por toda respuesta, Pedro gruñó como un oso enfadado y le atizó con el cayado a "Jilguera", que caminaba apaciblemente a su lado. Pero "Jilguera" esquivó el estacazo saltando sobre el lomo de "Copo de Nieve", y el cayado hendió el vacio.

Clara y Heidi se fueron a la cama con tantos planes para el día siguiente que convinieron estarse toda la noche despiertas para hablar de ellos. Sin embargo, su charla cesó por completo en cuanto sus cabezas tocaron la almohada. Clara soñó en un enorme prado verde cubierto de campanillas, y Heidi, en el halcón que chillaba en las alturas, como si dijera: "¡Ven, ven, ven!" 

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