José de Espronceda

Poemas

José de Espronceda fue un reconocido y destacado escritor romántico, que vivió en España entre los años 1808 y 1842. Desde su adolescencia mostró un profundo interés en distintas cuestiones culturales, y supo reunirse de amistades que satisficieran su sed de conocimientos. Habiendo completado sus estudios, recorrió el continente europeo, en un viaje teñido de amoríos e implicación en grupos revolucionarios, producto de su esencia apasionada e idealista. Luego de su regreso al suelo español, se dedicó con mayor intensidad a la política, así como a labores de carácter periodístico. Pasó por el ejército, por la cámara de diputados y por el parlamento. La muerte lo sorprendió de muy joven, habiendo padecido de un trastorno respiratorio actualmente conocido como difteria.

Espronceda tuvo una vida muy corta y, más allá de todo lo que habría podido escribir si hubiera gozado de unas cuantas décadas más, dejó obras sin acabar. Por otro lado, su producción literaria es altamente apreciada y generalmente asociada con calificativos que giran entorno a la excelencia. Para conocerlo a través de sus propios versos, contamos con algunos de sus poemas más destacados, entre los que se encuentran los títulos "A la muerte de Torrijos y sus compañeros", "Canción del pirata" y "El reo de muerte".

A un ruiseñor

Canta en la noche, canta en la mañana,

ruiseñor, en el bosque tus amores;

canta, que llorará cuando tú llores

el alba perlas en la flor temprana.


Teñido el cielo de amaranta y grana,

la brisa de la tarde entre las flores

suspirará también a los rigores

de tu amor triste y tu esperanza vana.


Y en la noche serena, al puro rayo

de la callada luna, tus cantares

los ecos sonarán del bosque umbrío.

Y vertiendo dulcísimo desmayo,

cual bálsamo suave en mis pesares,

endulzará tu acento el labio mío.

Canción del pirata

Con diez cañones por banda,

viento en popa a toda vela,

no corta el mar, sino vuela

un velero bergantín;

bajel pirata que llaman,

por su bravura, el Temido,

en todo mar conocido

del uno al otro confín.


La luna en el mar riela,

en la lona gime el viento

y alza en blando movimiento

olas de plata y azul;

y va el capitán pirata,

cantando alegre en la popa,

Asia a un lado, al otro Europa,

y allá a su frente Estambul.

Navega velero mío,

sin temor,

que ni enemigo navío,

ni tormenta, ni bonanza,

tu rumbo a torcer alcanza,

ni a sujetar tu valor.

Veinte presas

hemos hecho

a despecho,

del inglés,

y han rendido

sus pendones

cien naciones

a mis pies.


Que es mi barco mi tesoro,

que es mi dios la libertad,

mi ley, la fuerza y el viento,

mi única patria la mar.


Allá muevan feroz guerra

ciegos reyes

por un palmo más de tierra,

que yo tengo aquí por mío

cuanto abarca el mar bravío,

a quien nadie impuso leyes.

Y no hay playa

sea cualquiera,

ni bandera

de esplendor,

que no sienta

mi derecho

y dé pecho

a mi valor.


Que es mi barco mi tesoro,

que es mi dios la libertad,

mi ley, la fuerza y el viento,

mi única patria la mar.


A la voz de ¡barco viene!

es de ver

cómo vira y se previene

a todo trapo a escapar:

que yo soy el rey del mar,

y mi furia es de temer.

En las presas

yo divido

lo cogido

por igual:

sólo quiero

por riqueza

la belleza

sin rival.


Que es mi barco mi tesoro,

que es mi dios la libertad,

mi ley, la fuerza y el viento,

mi única patria la mar.


¡Sentenciado estoy a muerte!;

yo me río;

no me abandone la suerte,

y al mismo que me condena,

colgaré de alguna entena

quizá en su propio navío.

Y si caigo

¿Qué es la vida?

Por perdida

ya la di,

cuando el yugo

de un esclavo

como un bravo

sacudí.


Que es mi barco mi tesoro,

que es mi dios la libertad,

mi ley, la fuerza y el viento,

mi única patria la mar.


Son mi música mejor

aquilones

el estrépito y temblor

de los cables sacudidos,

del negro mar los bramidos

y el rugir de mis cañones.

Y del trueno

al son violento,

y del viento

al rebramar,

yo me duermo

sosegado

arrullado

por el mar.


Que es mi barco mi tesoro,

que es mi dios la libertad,

mi ley, la fuerza y el viento,

mi única patria la mar.

Canción de la muerte

Débil mortal no te asuste

mi oscuridad ni mi nombre;

en mi seno encuentra el hombre

un término a su pesar.

Yo, compasiva, te ofrezco

lejos del mundo un asilo,

donde a mi sombra tranquilo

para siempre duerma en paz.


Isla yo soy del reposo

en medio el mar de la vida,

y el marinero allí olvida

la tormenta que pasó;

allí convidan al sueño

aguas puras sin murmullo,

allí se duerme al arrullo

de una brisa sin rumor.


Soy melancólico sauce

que su ramaje doliente

inclina sobre la frente

que arrugara el padecer,

y aduerme al hombre, y sus sienes

con fresco jugo rocía

mientras el ala sombría

bate el olvido sobre él.


Soy la virgen misteriosa

de los últimos amores,

y ofrezco un lecho de flores,

sin espina ni dolor,

y amante doy mi cariño

sin vanidad ni falsía;

no doy placer ni alegría,

más es eterno mi amor.

La cautiva

Ya el sol esconde sus rayos,

el mundo en sombras se vela,

el ave a su nido vuela.

Busca asilo el trovador.


Todo calla: en pobre cama

duerme el pastor venturoso:

en su lecho suntuoso

se agita insomne el señor.


Se agita; mas ¡ay! reposa

al fin en su patrio suelo;

no llora en mísero duelo

la libertad que perdió.


Los campos ve que a su infancia

horas dieron de contento,

su oído halaga el acento

del país donde nació.


No gime ilustre cautivo

entre doradas cadenas,

que si bien de encanto llenas,

al cabo cadenas son.


Si acaso, triste lamenta,

en torno ve a sus amigos,

que, de su pena testigos,

consuelan su corazón.


La arrogante erguida palma

que en el desierto florece,

al viajero sombra ofrece,

descanso y grato manjar.


Y, aunque sola, allí es querida

del árabe errante y fiero,

que siempre va placentero

a su sombra a reposar.


Mas ¡ay triste! yo cautiva,

huérfana y sola suspiro,

el clima extraño respiro,

y amo a un extraño también.


No hallan mis ojos mi patria;

humo han sido mis amores;

nadie calma mis dolores

y en celos me siento arder.


¡Ah! ¿Llorar? ¿Llorar?... no puedo

ni ceder a mi tristura,

ni consuelo en mi amargura

podré jamás encontrar.


Supe amar como ninguna,

supe amar correspondida;

despreciada, aborrecida,

¿no sabré también odiar?


¡Adiós, patria! ¡adiós, amores!

La infeliz Zoraida ahora

sólo venganzas implora,

ya condenada a morir.


No soy ya del castellano

la sumisa enamorada:

soy la cautiva cansada

ya de dejarse oprimir.

A la patria

¡Cuán solitaria la nación que un día

poblara inmensa gente!

¡La nación cuyo imperio se extendía

del Ocaso al Oriente!

Lágrimas viertes, infeliz ahora,

soberana del mundo,

¡y nadie de tu faz encantadora

borra el dolor profundo!

Oscuridad y luto tenebroso

en ti vertió la muerte,

y en su furor el déspota sañoso

se complació en tu suerte.

No perdonó lo hermoso, patria mía;

cayó el joven guerrero,

cayó el anciano, y la segur impía

manejó placentero.

So la rabia cayó la virgen pura

del déspota sombrío,

como eclipsa la rosa su hermosura

en el sol del estío.

¡Oh vosotros, del mundo, habitadores!,

contemplad mi tormento:

¿Igualarse podrán ¡ah!, qué dolores

al dolor que yo siento?

Yo desterrado de la patria mía,

de una patria que adoro,

perdida miro su primer valía,

y sus desgracias lloro.

Hijos espurios y el fatal tirano

sus hijos han perdido,

y en campo de dolor su fértil llano

tienen ¡ay!, convertido.

Tendió sus brazos la agitada España,

sus hijos implorando;

sus hijos fueron, mas traidora saña

desbarató su bando.

¿Qué se hicieron tus muros torreados?

¡Oh mi patria querida!

¿Dónde fueron tus héroes esforzados,

tu espada no vencida?

¡Ay!, de tus hijos en la humilde frente

está el rubor grabado:

a sus ojos caídos tristemente

el llanto está agolpado.

Un tiempo España fue: cien héroes fueron

en tiempos de ventura,

y las naciones tímidas la vieron

vistosa en hermosura.

Cual cedro que en el Líbano se ostenta,

su frente se elevaba;

como el trueno a la virgen amedrenta,

su voz las aterraba.

Mas ora, como piedra en el desierto,

yaces desamparada,

y el justo desgraciado vaga incierto

allá en tierra apartada.

Cubren su antigua pompa y poderío

pobre yerba y arena,

y el enemigo que tembló a su brío

burla y goza en su pena.

Vírgenes, destrenzad la cabellera

y dadla al vago viento:

acompañad con arpa lastimera

mi lúgubre lamento.

Desterrados ¡oh Dios!, de nuestros lares,

lloremos duelo tanto:

¿Quién calmará ¡oh España!, tus pesares?,

¿Quién secará tu llanto?

El verdugo

De los hombres lanzado al desprecio,

de su crimen la víctima fui,

y se evitan de odiarse a sí mismos,

fulminando sus odios en mí.

Y su rencor

al poner en mi mano, me hicieron

su vengador;

y se dijeron

«Que nuestra vergüenza común caiga en él;

se marque en su frente nuestra maldición;

su pan amasado con sangre y con hiel,

su escudo con armas de eterno baldón

sean la herencia

que legue al hijo,

el que maldijo

la sociedad.»

¡Y de mí huyeron,

de sus culpas el manto me echaron,

y mi llanto y mi voz escucharon

sin piedad!

Al que a muerte condena le ensalzan...

¿Quién al hombre del hombre hizo juez?

¿Qué no es hombre ni siente el verdugo

imaginan los hombres tal vez?

¡Y ellos no ven

Que yo soy de la imagen divina

copia también!

Y cual dañina

fiera a que arrojan un triste animal

que ya entre sus dientes se siente crujir,

así a mí, instrumento del genio del mal,

me arrojan el hombre que traen a morir.

Y ellos son justos,

yo soy maldito;

soy criminal:

mirad al hombre

que me paga una muerte; el dinero

me echa al suelo con rostro altanero,

¡a mí, su igual!

El tormento que quiebra los huesos

y del reo el histérico ¡ay!,

y el crujir de los nervios rompidos

bajo el golpe del hacha que cae,

son mi placer.

Y al rumor que en las piedras rodando

hace, al caer,

del triste saltando

la hirviente cabeza de sangre en un mar,

allí entre el bullicio del pueblo feroz

mi frente serena contemplan brillar,

tremenda, radiante con júbilo atroz

que de los hombres

en mí respira

toda la ira,

todo el rencor:

que a mí pasaron

la crueldad de sus almas impía,

y al cumplir su venganza y la mía

gozo en mi horror.

Ya más alto que el grande que altivo

con sus plantas hollara la ley

al verdugo los pueblos miraron,

y mecido en los hombros de un rey:

y en él se hartó,

embriagado de gozo aquel día

cuando espiró;

y su alegría

su esposa y sus hijos pudieron notar,

que en vez de la densa tiniebla de horror,

miraron la risa su labio amargar,

lanzando sus ojos fatal resplandor.

Que el verdugo

con su encono

sobre el trono

se asentó:

y aquel pueblo

que tan alto le alzara bramando,

otro rey de venganzas, temblando,

en él miró.

En mí vive la historia del mundo

que el destino con sangre escribió,

y en sus páginas rojas Dios mismo

mi figura imponente grabó.

La eternidad

ha tragado cien siglos y ciento,

y la maldad

su monumento

en mí todavía contempla existir;

y en vano es que el hombre do brota la luz

con viento de orgullo pretenda subir:

¡preside el verdugo los siglos aún!

Y cada gota

que me ensangrienta,

del hombre ostenta

un crimen más.

Y yo aún existo,

fiel recuerdo de edades pasadas,

a quien siguen cien sombras airadas

siempre detrás.

¡Oh! ¿por qué te ha engendrado el

verdugo,

tú, hijo mío, tan puro y gentil?

En tu boca la gracia de un ángel

presta gracia a tu risa infantil.

!Ay!, tu candor,

tu inocencia, tu dulce hermosura

me inspira horror.

¡Oh!, ¿tu ternura,

mujer, a qué gastas con ese infeliz?


¡Oh!, muéstrate madre piadosa con él;

ahógale y piensa será así feliz.

¿Qué importa que el mundo te llame

cruel?

¿mi vil oficio

querrás que siga,

que te maldiga

tal vez querrás?

¡Piensa que un día

al que hoy miras jugar inocente,

maldecido cual yo y delincuente

también verás!

Marchitas ya las juveniles flores

Marchitas ya las juveniles flores,

nublado el sol de la esperanza mía,

hora tras hora cuento, y mi agonía

crecen y mi ansiedad y mis dolores.


Sobre terso cristal ricos colores

pinta alegre tal vez mi fantasía,

cuando la triste realidad sombría

mancha el cristal y empaña sus fulgores.


Los ojos vuelvo en incesante anhelo,

y gira en torno indiferente el mundo,

y en torno gira indiferente el cielo.


A ti las quejas de mi mal profundo,

hermosa sin ventura, yo te envío:

mis versos son tu corazón y el mío.

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