Sin patria

Johanna Spyri

Capítulos 4, 5 y 6

Capítulo 4. El hermoso lago sin nombre

Al abrir los ojos el domingo por la mañana, Stineli sintió una alegría profunda en el corazón, aunque, de momento, no se diera cuenta del porqué. Luego se acordó de que era domingo y de que su abuela le había dicho la víspera: «Mañana podrás divertirte durante toda la tarde, porque te lo has ganado bien».

En cuanto hubieron terminado de comer y Stineli hubo quitado los platos y lavado la mesa, Peterli le dijo:

— Ven aquí, Stineli.

Los otros dos enfermos, desde su cama, levantaron la voz al mismo tiempo y exclamaron:

— No, ven conmigo.

Y el padre, a su vez, llegó y dijo:

— Es preciso que Stineli cuide de la cabra.

Pero la abuela entró en la cocina e hizo seña a Stineli de que la siguiera.

—Vete ahora—le dijo—. Yo me ocuparé de los niños y de la cabra, y en cuanto toque la campana volved juiciosamente a casa.

La abuela sabía perfectamente que serían dos.

Stineli salió como un pájaro al que le abren la jaula y, ya fuera, encontró a Rico, que hacía rato la esperaba. Ambos se pusieron en marcha, a través del prado y en dirección a la eminencia cubierta de bosque. El sol brillaba sobre todas las montañas y por encima de éstas se extendía el cielo azul. Mientras subían por la vertiente que estaba en la sombra, tuvieron que atravesar un poco de nieve antes de llegar a la cima; pero una vez arriba, se encontraron en pleno sol. El lago brillaba inundado de luz y a lo largo de la pendiente, que se hundía en el agua, había hermosos rincones cálidos y secos. Allí se sentaron los niños. De la montaña soplaba un viento bastante vivo que zumbaba en torno de sus oídos. Stineli, entregándose por entero a aquel placer, exclamó repetidas veces:

— Mira, Rico, mira qué hermoso está el sol. Pronto va a llegar el verano. Mira cómo brilla el lago. No es posible que exista otro lago tan hermoso como éste — añadió en tono convencido.

— Sí, sí, Stineli; ¡si pudieses ver tan sólo el lago que yo sé...!

Y la mirada de Rico se perdía en la lejanía, como si lo que buscaran sus ojos empezara precisamente allá donde se detenía la mirada.

— Mira, Stineli, allá abajo ya no hay estos abetos tan negros, llenos de agujas, sino árboles, hojas verdes y brillantes y grandes flores rojas. Además las montañas no son tan altas, tan negras ni tan cercanas unas a otras; se las ve desde mucha mayor distancia y de color violeta. En el cielo y sobre el lago todo es dorado y hay allí tanta tranquilidad y un ambiente tan cálido. El viento no sopla con fuerza como aquí y los pies no pisan la nieve. Allá abajo, donde yo quiero decir, siempre es posible sentarse en el suelo, a la luz del sol, y mirar a todos lados.

Pronto se vio Stineli arrastrada por su imaginación; le parecía ya ver las flores rojas y el lago dorado. ¡Qué hermoso debía ser todo aquello!

— Tal vez podrás volver algún día hacia ese lago y nuevamente verás todas esas cosas. ¿Ya sabes el camino?

— Es preciso subir al Maloja, a donde ya he ido con mi padre; él me ha enseñado el camino que desciende hacia el otro lado de la montaña, siempre dando vueltas, y en el fondo está el lago, aunque tan lejos que casi no se puede llegar a él.

— ¡Bah!, es muy fácil— contestó Stineli —. No tendrás más que avanzar siempre y acabarás por llegar una vez u otra.

— Pero mi padre me ha dicho también otra cosa. Mira, Stineli, cuando se va de viaje y se entra en una posada para comer y para dormir, hay que pagar siempre, y para eso se necesita tener dinero.

— ¡Oh, ahora tenemos mucho dinero! — exclamó Stineli, triunfante.

Pero Rico no compartió su seguridad.

— Lo que tenemos es lo mismo que nada — dijo con tristeza —. Ahora ya lo sé a causa del violín.

— Pues bien, quédate en casa, Rico. ¡Es tan agradable la casa!

Rico se quedó un momento pensativo, con la cabeza apoyada en la mano y las cejas fruncidas. Luego se volvió hacia Stineli que, mientras tanto, se había puesto a arrancar musgo tierno, con objeto de hacer dos almohadas y una manta de muñeca para Urschli.

— Tú dices que no tengo más que hacer sino quedarme en casa, Stineli, pero mira, me parece que ni siquiera sé dónde está mi casa.

— ¡Bah! ¿Qué dices? — exclamó Stineli. Y en su sorpresa arrojó a lo lejos el puñado de musgo que tenía en la mano —. Aquí es donde estás en tu casa, naturalmente. Uno está en su casa donde tiene a su padre y a su madre... — Y se detuvo de pronto, recordando que Rico no tenía madre; el padre estaba ausente hacía ya mucho tiempo, y en cuanto a la prima, Stineli evitaba acercarse a ella porque jamás le había dirigido una palabra amable. No supo qué decir más. Pero Stineli no podía permanecer mucho tiempo en la incertidumbre. Y como Rico se había sumido en uno de sus ensueños, le cogió por el brazo, exclamando:

— Me gustaría saber cómo se llama el lago junto al cual se está tan bien.

Rico reflexionó un instante.

— No lo sé — dijo por fin, sorprendido.

Stineli propuso informarse, porque una vez que Rico tuviese mucho dinero y pudiera partir, sería necesario que preguntara su camino y pudiese indicar un nombre. Deliberaron, pues, para saber a quién lo preguntarían, si al maestro o a la abuela. Pero a Rico se le ocurrió, de pronto, que su padre podría decírselo mejor que nadie y resolvió hacerle tal pregunta en cuanto estuviese de regreso.

Mientras tanto había pasado el tiempo y, de repente, los niños oyeron un sonido lejano que conocían muy bien. Era la campana del pueblo. Los dos a la vez se levantaron de un salto y cogiéndose de la mano emprendieron el descenso corriendo por la pendiente cubierta de nieve y de matorrales, atravesaron el prado y resonaban los últimos toques de la campana cuando llegaron a la puerta, desde la cual su abuela les miraba llegar.

Stineli entró en seguida, y la abuela dijo precipitadamente:

— Entra pronto en tu casa, Rico, no te quedes en la puerta.

Jamás, hasta entonces, la abuela había dicho nada semejante a Rico, aunque tenía la costumbre de esperar un momento en el umbral antes de franquearlo, porque nunca tenía prisa por entrar en su casa. Sin embargo, obedeció inmediatamente y entró en la sala sin detenerse en la puerta.

VOCABULARIO

Sumir: Hacer que una persona se concentre plenamente en una actividad o estado mentales, abstrayéndose de la realidad.

Víspera: Día inmediatamente anterior a otro determinado, especialmente si este es día de fiesta o en él se celebra o conmemora algo.

Capítulo 5. Una vivienda triste, pero el lago tiene nombre

La prima no se hallaba en la estancia. Rico fue a abrir la puerta de la cocina y, en efecto, la encontró allí; pero antes de que hubiese franqueado el umbral, ella levantó el dedo índice y exclamó:

— ¡Silencio! No hagas tanto ruido abriendo y cerrando todas las puertas como si hubiese cuatro hombres en la casa. Vete a la sala y estate quieto. Tu padre está acostado arriba; lo han traído en un carro; está enfermo.

Rico entró en la sala, se sentó en el banco que había junto a la pared y no se movió más. Así permaneció una media hora larga y, mientras tanto, la prima iba y venía en la estancia inmediata. Rico pensó que lo mejor sería subir despacio para averiguar si su padre quería tomar la cena, porque ya había pasado la hora. Silenciosamente, subió la escalerilla que había detrás de la chimenea y se deslizó en la habitación de su padre. Un momento después volvió a bajar, atravesó la sala, entró en la estancia inmediata, se dirigió hacia su prima y en cuanto estuvo junto a ella le dijo en voz muy baja:

— Ven, prima.

Ésta se disponía a regañarle con dureza, cuando se fijó en el rostro del niño. Estaba blanco como el papel y la mirada de sus ojos negros casi le dio miedo.

— ¿Qué tienes? —le preguntó precipitadamente y siguiéndole a su pesar.

Él volvió a subir la escalerilla y con la prima entró en la habitación. El padre yacía extendido en el lecho y con los ojos fijos. Estaba muerto.

— ¡Dios mío! — exclamó la prima.

En seguida se dirigió ruidosamente hacia la puerta que daba al comedor, bajó muy aprisa a la sala y por la ventana empezó a llamar al vecino y a la abuela, recomendándoles que acudiesen en seguida. Luego fue a avisar al maestro y al alcalde. Poco tiempo después llegaron los vecinos y uno tras otro entraron en la habitación silenciosa, que, muy pronto, quedó llena de gente, y los que salían iban a difundir la noticia por el pueblo. Entre el tumulto y las exclamaciones de compasión de todos los vecinos, Rico, de pie junto a la cama, no pronunciaba una palabra y permanecía sin moverse y con la mirada fija en su padre.

Durante toda la semana no cesó la gente de acudir, uno tras otro, para ver al Italiano y hacerse referir por la prima lo que había ocurrido, de modo que Rico oyó muchas veces el mismo relato: su padre había bajado al cantón de St. Gall para trabajar en el ferrocarril. Mientras hacía saltar unas rocas se hirió gravemente en la cabeza y como no pudo continuar trabajando, quiso regresar a su casa para cuidarse hasta que se curase la herida; pero no pudo soportar el largo viaje que hizo en parte a pie y también en algunos carros descubiertos, de modo que al llegar a su casa, el domingo por la tarde, se metió en la cama para no levantarse más. Murió sin que nadie se diese cuenta de ello, porque cuando Rico entró, estaba ya rígido en el lecho.

Al domingo siguiente enterraron al Italiano. Y como Rico era el único que seguía al féretro, en el lugar destinado a los parientes, algunos vecinos compasivos se reunieron a él y el pequeño cortejo descendió hacia Sils. Allí Rico oyó que el pastor leía desde lo alto del púlpito:

— El difunto se llamaba Henrico Trevillo y era natural de Peschiera, a orillas del lago de Garda.

Entonces le pareció a Rico que siempre supo lo que acababa de oír, aunque jamás había podido recordarlo. También tuvo siempre el lago ante los ojos cuando cantaba con su padre: «Una sera, in Peschiera», pero jamás supo por qué. En voz baja se repitió a sí mismo estos nombres y entonces, tumultuosamente, acudieron a su memoria una multitud de antiguas canciones.

Mientras regresaba solitario hacia la casa, vio a la abuela sentada en el tocón y a Stineli a su lado. La anciana le hizo seña de que se acercase.

Le metió en el bolsillo un trozo de pastel de peras secas, como había hecho también con Stineli; luego les dijo que se fuesen a pasear un poco juntos, porque aquel día, Rico no debía quedarse solo. Por esta razón los niños se alejaron por los caminos a la luz de una hermosa tarde, mientras la abuela, sentada en el tocón, seguía con su larga mirada compasiva al niño vestido de negro. Cuando ambos hubieron desaparecido a sus miradas, murmuró suavemente:

Lo que Dios hace o deja hacer

es siempre para bien.

VOCABULARIO

Franquear: Pasar de un lado a otro venciendo un obstáculo o una dificultad.

Lecho: Cama, mueble donde las personas duermen o descansan.

Tumulto: Agitación desordenada y ruidosa producida por una multitud.

Capítulo 6. La madre de Rico

El maestro de escuela, apoyado en su bastón, caminaba por el sendero que conduce a Sils. Había asistido al entierro. Tosía y jadeaba a cada paso, y al llegar junto a la abuela le dio las buenas tardes y añadió en seguida:

— Con su permiso, vecina, voy a sentarme un momento a su lado, porque me agobian mucho la garganta y el pecho. Pero ¿de qué podemos quejarnos nosotros, septuagenarios como somos, cuando vemos enterrar a hombres como el que hemos acompañado hoy? El pobre no tenía siquiera treinta y cinco años y era fuerte como un roble.

Mientras hablaba, el maestro se había sentado al lado de la abuela.

— Esto me hace pensar — contestó ella — que yo, a pesar de ser una vieja de sesenta y cinco años, estoy aún sobre la tierra mientras que, con frecuencia, veo marcharse a los jóvenes a quienes se habría creído necesarios.

— También los viejos sirven para algo; a no ser por ellos, ¿Dónde habría un ejemplo para la juventud? — replicó el maestro —. Y ahora, dígame, vecina, ¿Qué será del muchacho que vive en la casa de enfrente?

— Eso mismo me pregunto yo — dijo la abuela —, y si no mirase más que a los hombres, no encontraría respuesta, pero todavía hay en el cielo un Padre que mira por los niños abandonados. Ya sabrá encontrar un camino para ese niño.

— Dígame ahora cómo fue que la hija de su vecina consintió en ser esposa del Italiano. Nunca se sabe con exactitud lo que son esa gente.

— Pues ocurrió como sucede siempre, vecino. Ya sabe usted perfectamente que mi antigua amiga, la madre, Anne-Dete, había perdido todos sus hijos y luego a su marido y vivía sola en esa casa de enfrente con María-Seppli, que era una jovencita muy alegre. Tal vez hará once o doce años que Trevillo apareció por vez primera en este país. Trabajaba en la Maloja y, de vez en cuando, bajaba aquí con sus compañeros. Apenas se hubieron visto él y María-Seppli se pusieron de acuerdo para casarse, y es preciso decir que Trevillo no era tan sólo un hombre muy guapo y que gustaba a todos, sino que, además, era muy ordenado y honrado. Anne-Dete estaba muy satisfecha de ello. Es verdad que habría preferido que los dos siguieran viviendo con ella en la casita. También a Trevillo le hubiera parecido bien eso, porque se llevaba muy bien con la madre y hacía todo lo que quería María-Seppli. Pero muchas veces, llevándola a la Maloja, le mostró el camino que se ve descender a lo lejos en el valle y le contó cómo eran las cosas allá abajo, en su país. Entonces, a María-Seppli se le metió en la cabeza ir allá y nada pudo convencerla de lo contrario, ni siquiera los ruegos de su madre, que se lamentaba diciendo que no tendrían con qué vivir allí abajo. A esto le contestaba Trevillo que no debía preocuparse, porque tenía una casita y algunos bienes; y que si lo había dejado todo era por el gusto de recorrer el mundo. Así, pues, María-Seppli se salió con la suya e inmediatamente después del casamiento quiso bajar la montaña. De vez en cuando escribía a su madre para decirle que todo iba muy bien y que Trevillo era el mejor de los maridos. Pero cinco o seis años más tarde, él apareció un día en casa de Anne-Dete, dando la mano a un niño muy pequeño: «Aquí tiene usted, madre, todo lo que me queda de María-Seppli; la pobre está enterrada allí abajo, con sus demás hijitos. Éste era el mayor y su preferido». Así me lo contó ella. Luego se sentó en el banco en donde había visto a María-Seppli por vez primera, y elijo: «Si no tiene usted inconveniente, madre, me quedaré aquí con el niño, porque no puedo continuar viviendo allí abajo». Esto fue a la vez una alegría y un dolor para Anne-Dete. El pequeño Rico tenía cerca de cuatro años y era un niño dócil y reflexivo, que nunca hacía ruido y no tenía ninguna mala costumbre. Este niño fue su última alegría; un año después murió a su vez y entonces aconsejaron a Trevillo que tomase a la prima de Anne-Dete para cuidar su casa y el niño.

— ¿De modo que ocurrió todo eso? — observó el maestro en cuanto la abuela hubo terminado su relato —. Nunca me había enterado. Es posible que con el tiempo se vea aparecer a algún pariente de Trevillo y podremos decirle que haga algo en beneficio del niño.

— ¡Parientes! ¡Parientes! — exclamó la abuela dando un suspiro —. La prima es también una pariente y, sin embargo, jamás dice una buena palabra al pobrecito.

El maestro se levantó con dificultad de su asiento.

— Ya voy de baja, vecina, ya voy de baja — dijo meneando la cabeza —. No sé a dónde han ido a parar mis fuerzas.

La abuela le dio ánimo, diciéndole que aún era un joven comparado con ella misma. Pero, sin embargo, no pudo menos de asombrarse al verle alejarse con paso tan lento a lo largo del sendero.

VOCABULARIO

Jadear: Respirar anhelosamente por efecto del cansancio, la excitación, el calor excesivo o alguna dificultad debida a enfermedad.

Septuagenario: Que tiene setenta años o más pero no llega a los ochenta.

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