El libro de hadas rojo

Andrew y Nora Lang

Este libro es una colección de cuentos tradicionales. La colección fue reunida por el matrimonio Andrew Lang y Nora Lang, aunque se desconoce la autoría de las historias. Lang publicó varias colecciones de cuentos tradicionales, conocidas colectivamente como Libros de hadas de Andrew Lang.

Fuente: Lang, A. (Ed.). (1890). El libro de las hadas rojo . Londres: Publicaciones de Dover.

Prefacio

Al hacer una segunda visita a los campos de la Tierra Encantada, nos dimos cuenta de que no podíamos encontrar fácilmente a un segundo Charles Perrault. Sin embargo, aún quedan muchas historias buenas por contar y esperamos que algunas de las que hemos incluido en este Libro rojo de las hadas tengan la ventaja de ser menos conocidas que muchos de esos cuentos que uno ya siente como viejos amigos. Algunos de éstos han sido traducidos o, como en el caso de los relatos más extensos de Madame d’Aulnoy, adaptados, por la señora Hunt del nórdico, por la señorita, Minnie Wright, de la propia Madame d’Aulnoy, por la señora Lang y la señorita Bruce de otras fuentes francesas, por las señoritas May Sellar, Farquharson y Blackley del alemán. El editor ha abreviado “La historia de Sigurd” a partir de la versión en prosa de la Saga Volsunga compilada por el señor William Morris. El editor agradece a su amigo, el señor Charles Marelles, por el permiso otorgado para reproducir sus versiones de los cuentos “El cazador de ratas”, “Cola de pato” y “Caperucita Dorada” del francés, y al señor Henri Carnoy por el mismo privilegio otorgado concerniente a “Las seis tontas” de su libro La tradición.

Lady Frances Balfour ha sido muy amable en fungir de copista de una versión antigua de “Jack y la planta de frijol”, así como los señores Smith y Elder nos han permitido publicar dos de las versiones del señor Ralston directamente del ruso.

Andrew Lang

1. Las doce princesas bailarinas

Cuento de los Hermanos Grimm

I

Hace mucho tiempo, en el poblado de Montignies-sur-Roc, vivía un pequeño vaquero que no tenía padre ni madre. Su nombre verdadero era Michael, pero todos le llamaban “El cazador de estrellas”, porque cuando dirigía sus vacas hacia los valles para pastar, se seguía de largo con la cabeza hacia arriba, mirando boquiabierto a la nada.

Como tenía piel blanca, ojos azules y unos rizos que adornaban su cabeza, las muchachas de la aldea solían gritarle al pasar: “Y bien, cazador de estrellas, ¿qué haces?”, y Michael les respondía: “Nada”, y continuaba su camino sin siquiera volverse a mirarlas.

La verdad es que a él le parecía que eran bastante feas; tenían los cuellos quemados por el sol, las manos grandes y rojas, sus enaguas eran ásperas y usaban zapatos de madera.

Había escuchado que en algún lugar del mundo había chicas con cuellos blancos y manos pequeñas, que siempre estaban vestidas con las sedas y encajes más finos y eran conocidas como princesas; y mientras que sus compañeros, sentados alrededor del fuego mirando las llamas, sólo hablaban de las mismas ocurrencias de todos los días, él soñaba con tener la fortuna de casarse con una princesa.

II

Una mañana a mediados de agosto, justo al mediodía, cuando el sol pegaba con más fuerza, Michael cenó un trozo de pan duro y se fue a dormir bajo un roble; soñó que se le aparecía una hermosa dama, vestida con una túnica de tela de oro, que le decía: “Ve al castillo de Beloeil y allí te casarás con una princesa”.

Esa noche, el pequeño vaquero, quien se había quedado pensando mucho en el consejo que le había dado la dama del vestido de oro, les contó su sueño a los granjeros del pueblo. Pero, como era de esperarse, se rieron del cazador de estrellas.

Al día siguiente, a la misma hora, se fue a dormir bajo el mismo árbol. La dama se le apareció una segunda vez y le dijo: “Ve al castillo de Beloeil y te casarás con una princesa”.

Por la noche, Michael les contó a sus amigos que había tenido el mismo sueño otra vez, pero ellos por respuesta sólo se rieron más de él. “No importa”, pensó para sí, “si la dama se me aparece una tercera vez, haré lo que me dice”.

Al día siguiente, para el asombro de todo el pueblo, alrededor de las dos en punto de la tarde, se escuchó una voz que decía:

—¡Arre, arre, cómo va el ganado!

Era el pequeño vaquero que llevaba su rebaño de vuelta al establo.

El granjero, furioso, comenzó a regañarlo, pero él le respondió tranquilamente: “Me voy lejos de aquí”, hizo un atado con su ropa, les dijo adiós a sus amigos y se fue valientemente a buscar fortuna.

Hubo gran conmoción en todo el pueblo. La gente se agrupó en la cima del monte a reírse a carcajadas mientras veían al cazador de estrellas pasar gallardo por el valle con su atado de ropa que colgaba del extremo de una vara.

A decir verdad era una imagen capaz de hacer reír a cualquiera.

III

Era bien sabido en veinte millas a la redonda que en el castillo de Beloeil vivían doce princesas de gran belleza; eran tan orgullosas como hermosas y además eran tan sensibles y de un linaje real tan puro, que sentirían de inmediato si hubiera un guisante en sus camas, aun si lo pusieran debajo del colchón.

Corría el rumor de que llevaban una vida exactamente como se supone que deben llevar las princesas: dormían hasta bien entrada la mañana y no se levantaban de sus camas hasta el mediodía. Tenían doce camas en la misma habitación, pero ocurría algo extraordinario; aunque por las noches cerraban su puerta con tres candados, cada mañana sus zapatos de satín aparecían agujereados.

Cuando se les preguntaba qué habían hecho toda la noche, ellas siempre respondían que habían estado dormidas; y, de hecho, no se escuchaba ningún ruido en el cuarto, pero ¡ni modo que los zapatos se desgastaran solos!

Un día, el duque de Beloeil ordenó que tocaran las trompetas para convocar a la gente y anunció que quien lograra descubrir cómo era que sus hijas desgastaban sus zapatos, podría tomar a una de ellas por esposa.

Al escuchar lo que proclamó el duque, varios príncipes llegaron al castillo a probar suerte. Vigilaban toda la noche detrás de la puerta de las princesas, pero al amanecer ya no estaban ahí y nadie sabía qué había pasado con ellos.

IV

Al llegar al castillo, Michael se dirigió directamente al jardinero y le ofreció sus servicios. Habían enviado lejos al chico que ayudaba al jardinero y aunque el cazador de estrellas no se veía muy fuerte, el jardinero aceptó emplearlo porque pensó que su cara bonita y sus rizos de oro les agradarían a las princesas.

Lo primero que le dijeron fue que cuando las princesas se levantaran, él debía de obsequiarles un ramo de flores a cada una; Michael pensó que si eso era lo peor que tendría que hacer en su trabajo, seguro se la iba a pasar muy bien.

Se colocó detrás de la puerta de la habitación de las princesas con los doce ramos en una canasta. Les dio uno a cada una de las hermanas, quienes los tomaron sin dignarse siquiera a mirar al muchacho, excepto Lina, la menor, quien posó la mirada de sus grandes ojos negros, suaves como el terciopelo, sobre él y exclamó: ¡“Oh, qué guapo es nuestro nuevo jardinero”!

Las demás se echaron a reír y la mayor la regañó diciéndole que una princesa nunca debe rebajarse a mirar a un jardinero.

En ese momento Michael supo qué había pasado con los príncipes. Sin embargo, los hermosos ojos de la princesa Lina provocaron en él un fuerte deseo de querer probar su suerte.

Con todo, no se atrevió a dar el paso siguiente, temeroso de que sólo se burlarían de él o de que lo echarían del castillo debido a su imprudencia.

V

Sin embargo, el cazador de estrellas tuvo otro sueño. La dama del vestido dorado se le apareció una vez más sosteniendo en una mano dos distintos retoños: un laurel de cerezas y uno de rosas, y en la otra mano tenía un rastrillo dorado, una pequeña cubeta de oro y una toalla de seda, y le dijo:

—Planta estos laureles en dos grandes macetas, remueve la tierra con este rastrillo, riégalos con la cubeta y límpialos con la toalla. Cuando hayan crecido tan altos como una joven de quince años de edad, dile a cada uno de ellos lo siguiente:

“Hermoso laurel, he removido tu tierra con el rastrillo de oro, con la cubeta de oro te he regado, con la toalla de seda te he limpiado”. Después de decirles eso pídeles cualquier cosa que desees y los laureles te la concederán.

Michael le dio las gracias a la bella dama del vestido dorado y al despertar encontró los dos árboles de laurel a su lado, así que siguió cuidadosamente las órdenes que la dama le había dado.

Los árboles crecieron rápidamente y cuando alcanzaron la altura de una joven de quince años de edad, le dijo al laurel de cerezas: “Mi amado laurel, he removido tu tierra con el rastrillo de oro, con la cubeta de oro te he regado, con la toalla de seda te he limpiado. Enséñame cómo hacerme invisible”.

Y apareció en ese instante una hermosa flor blanca en el laurel. Michael la tomó y se la puso en el ojal de la camisa.

VI

Aquella noche, cuando las princesas se fueron a dormir, él las siguió descalzo para no hacer ruido y se escondió detrás de una de las doce camas para no ocupar mucho espacio.

Las princesas abrieron de inmediato sus armarios y sus alhajeros. Sacaron los vestidos más hermosos y se los probaron frente a sus espejos. Luego dieron vueltas por la habitación para mirar cómo les quedaban.

Michael no podía ver nada desde su escondite, pero podía escuchar todo y así escuchó a las princesas reír y brincar de gusto. Por fin la mayor dijo: “Apúrense, hermanas, nuestras parejas estarán impacientes”. Una hora después, cuando el cazador de estrellas dejó de escuchar ruidos, echó un vistazo y vio a las doce princesas con sus vestidos espléndidos, con sus zapatos de satín y en las manos, los ramos de flores que él mismo les había dado.

—¿Están listas? —preguntó la hermana mayor.

—Sí —respondieron las otras once al unísono y tomaron sus lugares una por una detrás de ella.

Luego la princesa dio tres fuertes palmadas y se abrió una escotilla. Todas las princesas descendieron por una escalera secreta y Michael las siguió rápidamente. Mientras bajaba por la escalera detrás de la princesa Lina, accidentalmente pisó el borde de su vestido.

—Hay alguien detrás de mí —dijo la princesa—. Está sujetando mi vestido.

—Pequeña tonta —le dijo su hermana mayor—. Todo te da miedo; es sólo un clavo con el que tu vestido se atoró.

VII

Bajaron y bajaron y bajaron por la escalera hasta llegar a un pasaje con una puerta en uno de los extremos, la cual estaba cerrada solamente con un pestillo. La princesa mayor la abrió y de inmediato se encontraron en un pequeño bosque encantador, donde las hojas de los árboles brillaban bajo la luz de la luna por las gotas de plata con que estaban bañadas.

Después llegaron a otro bosque en el que las hojas tenían lentejuelas de oro y luego a otro más en el que las hojas de los árboles habían sido regadas con pequeños diamantes.

Por fin el cazador de estrellas vio un enorme lago a cuya orilla estaban doce botes techados en los que sendos príncipes, remos en mano, esperaban a las princesas.

Cada princesa abordó uno de los botes y Michael se escurrió en el que llevaría a la menor de ellas. Los botes se deslizaban rápidamente, pero el de Lina se mantenía un poco retrasado con respecto a los demás por llevar peso extra.

“Nunca nos habíamos desplazado tan lento como ahora”, exclamó la princesa, “¿cuál será el motivo?”

—No lo sé —respondió el príncipe—. Le aseguro que estoy remando lo más rápido que puedo.

El joven jardinero vio un maravilloso castillo, espléndidamente iluminado, de donde provenía una música de violines, timbales y trompetas del otro lado del lago.

Poco después atracaron y todos descendieron de los botes de un brinco; y los príncipes, después de haber atado sus barcas, aguardaron a que las princesas los tomaran del brazo y las llevaron al castillo.

VIII

Michael las siguió y entró al salón de baile junto con la comitiva.

Por todos lados había espejos, luces, flores y finas telas que adornaban las paredes.

El cazador de estrellas estaba muy sorprendido por la magnificencia del lugar.

Se colocó en una esquina para admirar desde ahí la gracia y la belleza de las princesas. Su encanto abarcaba varios tipos. Algunas eran rubias, otras eran morenas; algunas tenían el cabello castaño o rizos más oscuros y otras tenían bucles dorados. Nunca se vio reunidas a tantas princesas maravillosas, pero la que el joven jardinero creía que era la más hermosa y fascinante era la pequeña princesa de los ojos de terciopelo.

¡Con qué gracia bailaba! Recargada en el hombro de su compañero, bailaba como un torbellino. Sus mejillas enrojecían, los ojos le brillaban y a todas luces se veía que lo que más le gustaba era bailar.

El pobre muchacho envidiaba a esos apuestos jóvenes con quienes ellas bailaban con tanto encanto, pero no sabía cuán poco reales eran sus motivos para estar celoso de ellos.

Los jóvenes eran realmente los príncipes que habían tratado de robar el secreto de las princesas, pero ellas les habían dado a beber un filtro, el cual les congelaba el corazón y no les dejaba nada excepto el amor por el baile.

IX

Bailaron hasta que les salieron hoyos a los zapatos de las princesas. Cuando el gallo cantó por tercera vez, los violines pararon y unos niños sirvieron una cena deliciosa que consistía en flores naranjas azucaradas, pétalos de rosa cristalizados, violetas granuladas, panecillos, obleas y otros platillos que son, como todos saben, la comida preferida de las princesas.

Después de la cena, todos los bailarines volvieron a sus botes y esta vez el cazador de estrellas se subió al de la princesa mayor. De nuevo cruzaron el bosque con las hojas de los árboles salpicadas de diamantes, el otro con las hojas rociadas de oro y el bosque en cuyos árboles brillaban las gotas de plata. Como una prueba de lo que había visto, el muchacho quebró una pequeña rama de un árbol del último bosque. Lina se volvió al escuchar el ruido de la rama al romperse.

—¿Qué fue ese ruido? —preguntó.

—Nada —respondió la hermana mayor— fue tan sólo el canto de las lechuzas en una de las torres del castillo.

Mientras hablaba, Michael se las arregló para pasarse hacia el frente y tras subir corriendo la escalera llegó al cuarto de las princesas antes que ellas. Abrió la ventana, descendió por la enredadera que cubría el muro y se encontró en el jardín justo cuando el sol comenzaba a salir y era el momento en que debía ponerse a trabajar.

X

Ese día, mientras arreglaba los ramos de flores, Michael escondió la rama con las gotas de plata en el ramillete destinado a la princesa más joven.

Cuando Lina lo encontró quedó muy sorprendida. Sin embargo, no les dijo nada a sus hermanas, pero al encontrarse con el muchacho por accidente, mientras caminaba bajo las sombras de los olmos, se detuvo como para decirle algo; luego, cambiando de opinión se siguió de largo.

Esa misma noche, las doce hermanas volvieron al baile y el cazador de estrellas volvió a seguirlas y cruzó el lago a bordo del bote de Lina. Esta vez fue el príncipe quien se quejó de que el bote parecía muy pesado.

—Es el calor —respondió la princesa—. Yo también he tenido mucho calor.

Durante el baile buscaba por todas partes al jardinero, pero nunca lo encontraba.

Mientras regresaban, Michael tomó una rama del bosque cuyos árboles estaban salpicados con oro y esta vez fue la princesa mayor quien escuchó el ruido que el muchacho hizo al romperla.

—No es nada —dijo Lina— tan sólo el canto de las lechuzas en una de las torres del castillo.

XI

Al despertar encontró la rama salpicada de oro en su ramillete de flores. Cuando las hermanas bajaron de su habitación, ella se quedó un poco rezagada y le dijo al vaquero: “¿De dónde salió esta rama?”

—Su Real Majestad lo sabe muy bien —respondió Michael.

—Así que nos has seguido.

—Sí, princesa.

—¿Cómo lo lograste? Nunca te vimos.

—Me escondí muy bien —dijo el cazador de estrellas en voz baja.

La princesa se quedó callada un momento y luego dijo:

—Veo que conoces nuestro secreto: guárdalo. Aquí tienes una recompensa por tu discreción —le dijo y le arrojó al muchacho una pequeña bolsa de oro.

—Yo no vendo mi silencio —dijo Michael y se retiró sin tomar la bolsa.

Por tres noches, Lina no vio ni escuchó nada extraordinario; en la cuarta escuchó un crujido entre las hojas de los árboles espolvoreados de diamantes. Ese día encontró una rama de esos árboles en su ramillete de flores.

Llamó al cazador de estrellas y le dijo con dureza:

—¿Sabes cuál es el precio que mi padre está dispuesto a pagar por nuestro secreto?

—Lo sé, princesa —dijo Michael.

—¿Y no le vas a contar?

—Esa no es mi intención.

—¿Tienes miedo?

—No, princesa.

—Entonces, ¿qué te hace tan discreto?

Pero Michael permaneció en silencio.

XII

Las hermanas de Lina la habían visto conversar con el jardinero y se burlaron de ella por hacerlo.

—¿Por qué no te casas con él? —preguntó la hermana mayor— tú también serías una jardinera; es un trabajo encantador.

Podrías vivir en una cabaña en las afueras del parque y ayudar a tu marido a extraer agua del pozo, y cuando te levantes por la mañana podrías traernos nuestros ramos de flores.

La princesa Lina estaba muy enojada y cuando el cazador de estrellas le ofreció sus flores, las recibió con desdén.

Michael se portó de lo más respetuoso. Nunca le alzó la mirada, pero casi todo el día ella lo sintió a su lado sin verlo siquiera.

Un día se decidió a decirle todo a su hermana mayor.

—¡Qué! ¿Este granuja conoce nuestro secreto y no me habías dicho nada? Debo deshacerme de él cuanto antes.

—¿Pero cómo?

—Pues haciendo que lo lleven a la torre y lo encierren en el calabozo.

Esta era la manera en que antiguamente las hermosas princesas se deshacían de la gente que sabía demasiado.

Pero lo más sorprendente fue que a la hermana menor no le agradó mucho la idea de cerrar la boca del joven jardinero de ese modo, ya que después de todo, él no le había dicho nada a su padre.

XIII

Se acordó que el asunto fuera compartido a las otras diez hermanas. Todas estaban del lado de la mayor. Entonces la menor les dijo que si le ponían un dedo encima al jardinero, ella misma iría y le contaría a su padre el secreto de los agujeros en sus zapatos.

Al final decidieron que deberían poner a prueba a Michael; que lo llevarían al baile y al final de la cena le darían a beber el filtro que lo hechizaría como a los otros.

Mandaron llamar al cazador de estrellas y le preguntaron cómo se las había arreglado para conocer su secreto, pero él permaneció en silencio.

Luego, la hermana mayor le dio la orden que todas habían acordado y él se limitó a responder:

—Así lo haré.

En realidad él había estado presente, invisible, en el concilio de las princesas y había escuchado todo, y había decidido beber el filtro y sacrificarse por la felicidad de su amada.

Sin embargo, no quería dejar a una de las bailarinas sin pareja junto a las demás, así que se dirigió de inmediato hacia los laureles y dijo:

—Mi amado laurel de rosas, con el rastrillo de oro he removido tu tierra, con la cubeta de oro te he regado, con la toalla de seda te he limpiado. Vísteme como a un príncipe.

Una hermosa flor color rosa apareció. Michael la tomó y en un instante se vio vestido de terciopelo negro, tan negro como los ojos de la pequeña princesa, con una boina y un tocado de diamantes que combinaban muy bien y un botón de rosa de laurel en el ojal.

Así vestido, se presentó esa noche ante el duque de Beloeil y obtuvo permiso para intentar descubrir el secreto de sus hijas. Se veía tan distinguido que difícilmente alguien habría sabido quién era.

XIV

Las doce princesas subieron a su habitación para acostarse. Michael las siguió y esperó detrás de la puerta abierta hasta que le dieron la señal para partir.

Esta vez no cruzó a bordo del bote de Lina. Le ofreció el brazo a la hermana mayor, bailó con cada una de las princesas y lo hizo con tanta gracia que todas estaban fascinadas con él. Así llegó el momento en que bailara con la pequeña princesa. A ella le pareció el mejor compañero de baile del mundo, pero él no se atrevió a dirigirle una sola palabra.

Cuando la llevaba de regreso a su lugar, ella le dijo en un tono burlón:

—Aquí estás, en la cima de tus mayores deseos: eres tratado como a un príncipe.

—No tenga temor, princesa, usted nunca será la esposa de un jardinero.

La pequeña princesa lo miró con temor, pero él no se detuvo a esperar una respuesta.

Después de tanto baile las zapatillas de satín de las princesas quedaron desgastadas, los violines pararon y los niños encargados pusieron la mesa. Michael estaba sentado junto a la hermana mayor y frente a la menor.

Le dieron platillos exquisitos para cenar y vinos delicados para beber; y para que volviera la cabeza un poco más, de un lado y otro le arrojaban cumplidos y frases halagadoras.

Pero él tuvo mucho cuidado de no embriagarse ni del vino ni de los cumplidos.

XV

Por fin la hermana mayor hizo una señal y uno de los pajes le llevó una enorme copa de oro.

— El castillo encantado ya no tiene secretos para ti —le dijo al cazador de estrellas—. Brindemos por tu triunfo.

Miró por un momento a la pequeña princesa y alzó la copa sin titubear.

— ¡No bebas! —gritó de pronto la princesa— Preferiría casarme con un jardinero —dijo y se echó a llorar.

Michael arrojó detrás de sí el contenido de la copa, brincó encima de la mesa y cayó a los pies de Lina. Los otros príncipes se arrojaron del mismo modo a los pies de las princesas, cada una de las cuales escogió a un esposo y lo incorporó a su lado. El hechizo se había roto.

Las doce parejas se embarcaron en unos botes que tuvieron que cruzar varias veces para poder transportar a todos los príncipes. Luego pasaron todos por los tres bosques y una vez que hubieron pasado la puerta del pasadizo secreto se escuchó un gran ruido, como si el castillo encantado se estuviera derrumbando.

Se dirigieron a la habitación del duque de Beloeil, quien se acababa de despertar. Michael sostenía la copa dorada en la mano y reveló el secreto de los agujeros en los zapatos.

— Entonces escoge a la que quieras —le dijo el duque.

— Ya he escogido —respondió el jardinero y le tendió la mano a la joven princesa, quien se sonrojó y bajó la mirada.

XVI

La princesa Lina no se convirtió en la esposa de un jardinero; al contrario, fue el cazador de estrellas quien se hizo príncipe.

Pero antes de la ceremonia de matrimonio, la princesa le insistió en que le dijera cómo fue que descubrió su secreto.

Así que le mostró los laureles que le habían ayudado y ella, como una chica prudente, creyendo que le habían dado mucha ventaja a él sobre su esposa, los cortó de raíz y los arrojó al fuego. Y por eso las muchachas del campo cantan por ahí: “Ya no iremos al bosque, pues han cortado los laureles” y en verano bailan bajo la luz de la luna.

FIN

2. La princesa Mayblossom

La historia de la joven Flor de Mayo

Había una vez un rey y una reina cuyos hijos habían muerto; primero uno, luego otro y así sucesivamente hasta que sólo les quedaba una pequeña hija, por lo que la reina estaba al borde de la locura tratando de encontrar a una nodriza muy buena que pudiera criarla y cuidarla. Enviaron a un mensajero a que tocara la trompeta en cada esquina y dio la orden de que se congregaran las mejores nodrizas y se presentaran ante la reina, para que ella escogiera una. Así que el día señalado, todo el palacio estaba lleno de nodrizas que llegaron desde todos los rincones del mundo para ofrecer sus servicios. La reina afirmó que para ver al menos a la mitad de todas ellas, debían traerlas ante ella una por una, mientras ella se sentaba bajo la sombra de un árbol a un lado del palacio.

Así fue; las nodrizas, después de hacer las reverencias correspondientes al rey y a la reina, se formaron en una línea ante ella para que pudiera escoger. Casi todas eran bellas, regordetas y encantadoras, pero había una que era morena y fea y hablaba un idioma que nadie podía entender. La reina se sorprendió de que se hubiera atrevido a presentarse y le dijo que se fuera, ya que definitivamente ella no era una opción.

Después de lo cual, la mujer murmuró algunas palabras y continuó su camino, pero se escondió dentro de un árbol hueco desde donde podía ver lo que pasaba. La reina, sin pensarlo dos veces, escogió a una hermosa nodriza de cara rosada. Pero más tardó en escogerla que una serpiente, que estaba escondida en el pasto, mordió a la nodriza en el pie y ésta cayó como si estuviera muerta. La reina se molestó mucho por este accidente, pero de inmediato eligió a otra nodriza, quien estaba dando un paso al frente cuando un águila pasó volando y le arrojó una enorme tortuga sobre la cabeza, la cual se le destrozó como si fuera el cascarón de un huevo.

Ante esto, la reina se horrorizó. Sin embargo, hizo una tercera elección, pero con el mismo resultado, pues la nodriza, al hacer un movimiento brusco, se estrelló contra la rama de un árbol quedando ciega a causa de una espina. Entonces la reina, desesperada, exclamó que debía haber alguna influencia maligna y que no escogería a nadie más ese día. Apenas se había levantado para volver al palacio cuando escuchó unas carcajadas maliciosas detrás y al volverse vio a la fea desconocida a quien había corrido, quien se mostraba muy contenta por las desgracias ocurridas y se burlaba de todos, pero especialmente de la reina. Esto hizo enojar mucho a Su Majestad y estaba a punto de dar la orden de que la arrestaran cuando la bruja —pues era una bruja— dio un par de golpes con su varita mágica y entonces apareció una carroza de fuego tirada por dragones alados y salió dando vueltas en el aire profiriendo amenazas y gritos. Cuando el rey vio esto exclamó:

—¡Ay de nosotros! Estamos perdidos, pues esa no era otra que el hada Carabosse, quien guarda un gran rencor hacia mí desde aquella vez que le eché azufre en su cereal cuando yo era un niño.

Entonces la reina comenzó a llorar.

—Si hubiera sabido quién era, habría puesto todo de mi parte para hacer las paces con ella. Supongo que ahora todo está perdido.

El rey se lamentó por haberla asustado tanto y propuso que se reunieran en consejo para discutir qué sería lo mejor para alejar las desgracias que Carabosse definitivamente pensaba arrojar sobre la pequeña princesa. 

Así que todos los consejeros fueron reunidos en el palacio y después de cerrar cada puerta y cada ventana, y de sellar cada ojo de cada cerradura para asegurarse de que nadie pudiera escucharlos, discutieron el asunto y decidieron que toda hada en un radio de mil millas a la redonda debía ser invitada al bautizo de la princesa, y que la fecha de la ceremonia debería mantenerse en secreto, para que a la Hada Carabosse no se le ocurriera presentarse.

La reina y sus damas de compañía se pusieron a trabajar en los preparativos de los regalos que darían a las hadas que asistirían al bautizo: a cada una le darían una capa de terciopelo azul, unas enaguas color durazno del satín más fino, un par de zapatillas de tacón alto, unas agujas puntiagudas y un par de tijeras de oro. De todas las hadas que la reina conocía, sólo cinco podrían acudir en la fecha señalada, pero de inmediato comenzaron a otorgarle dones a la princesa.

Una le prometió que la princesa sería perfectamente hermosa; la segunda, que habría de entender cualquier cosa a la primera —sin importar qué—; la tercera, que cantaría como un ruiseñor; la cuarta, que lograría todo lo que se propusiera, y la quinta hada estaba abriendo la boca para hablar cuando de pronto se escuchó un ruido muy fuerte y Carabosse, cubierta de hollín, bajó rodando del cubo de la chimenea gritando:

—Yo le auguro que será la más desafortunada de los desafortunados hasta que cumpla veinte años de edad.

Entonces la reina y todas las hadas le pidieron, le suplicaron, que lo pensara mejor y que no tratara de ese modo a la pequeña princesa, ya que no le había hecho ningún daño.

Pero la vieja hada se limitó a gruñir y no dijo nada. Así que la última hada, que aún no le había dado su don a la princesa, intentó compensar las cosas y le prometió a la princesa que tendría una vida larga y feliz una vez que pasaran los años fatales. Ante lo cual, Carabosse se rió con malicia y escaló de nuevo el cubo de la chimenea, dejando a todos consternados, especialmente a la reina. A pesar de esto, la reina atendió espléndidamente a las hadas y les obsequió listones hermosos, de los que gustan tanto las hadas, además de los otros regalos ya mencionados.

Antes de irse, el hada mayor dijo que las hadas pensaban que lo mejor sería encerrar a la princesa en algún lugar con sus damas de compañía, de manera que no pudiera ver a nadie más hasta que cumpliera veinte años. Así que el rey mandó construir una torre con ese propósito. No tenía ventanas, por lo que la luz provenía de velas de cera y el único modo de entrar era a través de un pasadizo subterráneo que tenía puertas de hierro con tan sólo seis metros de separación y había guardias apostados en todas partes.

Habían llamado Mayblossom a la princesa, porque era tan fresca y radiante como la primavera misma; creció alta y hermosa, y todo lo que decía y hacía era encantador. Cada vez que el rey y la reina iban a visitarla, quedaban más encantados que la vez anterior por su belleza, y aunque ya estaba cansada de vivir en la torre y a menudo les rogaba que la sacaran de ahí, ellos siempre se negaban. La nodriza de la princesa, quien nunca se le separaba, a veces le hablaba del mundo fuera de la torre, y aunque la princesa nunca había visto nada de aquello por ella misma, siempre había entendido todo exactamente, gracias al don de la segunda hada. A menudo el rey le decía a la reina:

—Después de todo fuimos más listos que Carabosse.

Nuestra Mayblossom será feliz a pesar de sus malos augurios.

Y la reina se reía hasta el cansancio de sólo pensar que habían sido más listos que la vieja hada. Habían hecho pintar un cuadro de la princesa y lo habían enviado a todas las cortes vecinas, pues en cuatro días ya habría cumplido su vigésimo aniversario y había llegado el tiempo de que eligiera esposo.

Todo el pueblo estaba feliz porque se acercaba la liberación de la princesa y cuando se supo que el rey Merlín iba a enviar a un embajador para solicitar la mano de la princesa para su hijo, la gente se puso más feliz todavía. La nodriza, que mantenía informada a la princesa de todo lo que pasaba en el pueblo, no dudó en darle la noticia que le atañía directamente y le dio una descripción tan detallada del esplendor con el que Fanfaronade, el embajador, entraría en la ciudad, que la princesa casi se vuelve loca por las ganas de ver el desfile.

—¡Qué infeliz soy! —dijo la princesa—. Vivo encerrada en esta lúgubre torre como si hubiera cometido un crimen.

Nunca he visto la luz del sol ni las estrellas. No he visto un caballo o un mono o un león, excepto en pinturas y aunque el rey y la reina me dicen que me dejarán en libertad cuando cumpla veinte, yo creo que sólo me lo dicen para distraerme, pero en realidad no me van a dejar salir.

Y comenzó a llorar. Y su nodriza, la hija de ésta, la mecedora de cunas y la dama de compañía de la nodriza, que tanto querían a la princesa, lloraron junto con ella de manera que todo era suspiros y sollozos. Daba pena verlas así.

Cuando la princesa vio que todas sentían pena por ella, optó por conseguir lo que quería. Les dijo que se dejaría morir de hambre si no conseguían la manera en que ella pudiera ver la entrada fastuosa de Fanfaronade en la ciudad.

—Si de verdad me quieren —les dijo— encontrarán la manera de que ni el rey ni la reina sepan esto.

Entonces la nodriza y todas las demás lloraron más fuerte que antes y trataron de convencer a la princesa de que cambiara de idea, pero mientras más cosas le decían, ella se mostraba más determinada, hasta que finalmente decidieron hacer un pequeño orificio en una de las torres del lado que miraba hacia las puertas de la ciudad.

Fanfaronade cabalgaba a la cabeza sobre un caballo blanco que brincaba y daba vueltas al compás de la música de las trompetas. No había nada más espléndido que el atuendo del embajador. Sus ropas estaban casi escondidas bajo un bordado de perlas y diamantes; sus botas eran de oro puro y en su yelmo se veía, como suspendido, un tocado de plumas escarlatas. Al verlo, la princesa pareció perder la razón y decidió que se casaría con Fanfaronade y nadie más.

—Es imposible que su señor sea la mitad de apuesto y encantador que él —dijo—. No soy ambiciosa y tras haber pasado toda mi vida encerrada en esta aburrida torre, cualquier cosa, hasta una casa en el campo, será para mí un cambio maravilloso. Estoy segura de que seré más feliz al compartir el pan y el agua con Fanfaronade, que comer pollo asado y dulces con cualquier otro.

Y así siguió hablando y hablando de este modo hasta que sus damas de compañía comenzaron a preguntarse de dónde habría sacado esas ideas. Y cuando trataban de decirle que aquello no era posible, pues su alta posición le impedía casarse con él, ella se negaba a escucharlas y les decía que se callaran.

Tan pronto el embajador llegó al palacio, la reina envió por su hija.

En las calles había alfombras por todas partes y las damas abarrotaban las ventanas esperando ver a la princesa; llevaban canastas de flores y dulces para arrojarle cuando pasara.

Apenas habían comenzado a alistar a la princesa cuando llegó un enano montado sobre un elefante. Venía de parte de las cinco hadas y le traía a la princesa una corona, un cetro, una túnica con un brocado de oro y unas enaguas que llevaban un bordado maravilloso de alas de mariposas. También le habían enviado un cofre lleno de joyas tan espléndido que nadie había visto algo semejante y la reina se quedó completamente deslumbrada al abrirlo. Pero la princesa apenas echó un vistazo a estos tesoros, pues no pensaba sino en Fanfaronade.

El enano recibió en pago una moneda de oro y tantos listones con los que lo decoraron, que apenas se le podía ver.

La princesa les envió a las hadas sendas ruecas de madera de cedro, y la reina le dijo que debía buscar entre sus tesoros algo muy hermoso para enviarles también.

Cuando la princesa estuvo ataviada con todas las maravillas que el enano había traído, se veía más bella que nunca, y mientras caminaba por las calles la gente gritaba: “¡Qué hermosa es!” “¡Qué hermosa!”

En el cortejo estaban la reina, la princesa, otras sesenta princesas primas suyas y ciento veinte princesas más que venían de reinos vecinos. Mientras caminaban con paso firme, el cielo comenzó a nublarse y de pronto iniciaron los truenos y comenzó a llover y a granizar con fuerza. La reina se puso su manto real sobre la cabeza y todas las princesas hicieron lo mismo con sus tocados. Mayblossom estaba a punto de hacer lo mismo cuando se escucharon unos graznidos terribles, como de un ejército de cuervos, grajos, lechuzas y todas las aves de mal augurio; al mismo tiempo una enorme lechuza pasó volando por encima de la princesa y le arrojó una mascada tejida con telarañas y bordada con alas de murciélagos.

Después unas risas burlonas repiquetearon por el aire y todos supieron que se trataba de otra broma de mal gusto del hada Carabosse.

La reina se aterró ante ese mal augurio y trató de quitarle la mascada negra de los hombros a la princesa, pero parecía que estuviera clavada.

—¡Ay! —exclamó la reina— ¿Qué nada puede aplacar a esta enemiga nuestra? ¿De qué me sirvió enviarle más de veinte kilos de dulces y otro tanto de la mejor azúcar, sin mencionar los jamones de Westphalia? Sigue tan enojada como siempre.

Así se lamentaba la reina y todo mundo estaba empapado como si los hubiera arrastrado un río, pero la princesa sólo pensaba en el embajador, quien apareció justo en ese momento al lado del rey, las trompetas sonaron con fuerza y la gente gritó como nunca de emoción. Por lo general, Fanfaronade era bastante elocuente, pero en cuanto vio que la princesa era mucho más bella y majestuosa de lo que esperaba, apenas pudo pronunciar unas cuantas palabras y se le olvidó por completo el discurso que había preparado por meses, y que se sabía de memoria al punto en que habría podido repetirlo mientras dormía. En un intento por ganar algo de tiempo y recordar al menos un fragmento del discurso, el embajador realizó varias reverencias a la princesa, quien por su parte también respondió con otras tantas cortesías y para aliviar la vergüenza de Fanfaronade y sin pensarlo mucho le dijo:

—Señor embajador, estoy segura de que lo que usted intentaba decir es encantador, ya que es usted quien iba a decirlo, pero vayamos pronto dentro del palacio, ya que se está cayendo el cielo y la malvada hada Carabosse debe estarla pasando muy bien de vernos aquí empapándonos. Cuando estemos bajo resguardo nos podremos reír de ella.

Entonces el embajador recuperó su elocuencia y respondió con caballerosidad que evidentemente el hada había previsto el fuego que los brillantes ojos de la princesa encenderían y había enviado este diluvio para extinguirlo. Le ofreció el brazo para llevarla y ella le dijo en voz baja:

—Ya que no se imagina cuánto me simpatiza usted, señor Fanfaronade, me veo obligada a decirle francamente que desde que lo vi entrar en la ciudad a bordo de su hermoso caballo saltarín he lamentado mucho que usted haya venido en nombre de otro y no de usted mismo. Así que si usted es del mismo parecer, me casaré con usted en lugar de su señor.

Sé, desde luego, que usted no es un príncipe, pero yo habré de quererlo como si lo fuera y podemos vivir en algún cómodo rincón del mundo y ser tan felices como largos son los días.

El embajador pensó que estaba soñando y apenas podía creer lo que la princesa le decía, pero no se atrevió a responderle; se limitó a apretarle la mano hasta que a ella le dolió el dedo meñique, pero no gritó ni dijo nada. Cuando llegaron al palacio, el rey besó a su hija en ambas mejillas y le dijo:

—Mi pequeño cordero, ¿estás dispuesta a casarte con el hijo del gran rey Merlín? El embajador ha venido en su nombre para llevarte.

—Si así lo desea mi señor —dijo la princesa realizando una reverencia.

—Yo también doy mi consentimiento —dijo la reina—. ¡Que inicie el banquete!

Lo cual se hizo de inmediato y todos disfrutaron del festín excepto Mayblossom y Fanfaronade, quienes se miraban el uno al otro y se olvidaban de todo lo demás.

Luego del banquete siguió un baile, después un ballet y por último estaban todos tan cansados que al sentarse se quedaron dormidos. Sólo los amantes estaban despiertos como ratoncitos. La princesa, al ver que no tenía nada que temer, le dijo a Fanfaronade:

—Démonos prisa y huyamos. Tal vez nunca tendremos una oportunidad como ésta.

Entonces tomó la daga del rey, que tenía una funda de diamantes, y la pañoleta de la reina y le dio la mano a Fanfaronade, quien llevaba una lámpara. Y así salieron corriendo juntos hacia la calle enlodada y llegaron al puerto. Ahí abordaron un pequeño bote en cuyo interior dormía un viejo barquero, quien al despertar vio a la adorable princesa con todos esos diamantes y su bufanda de telaraña, y no supo qué pensar, pero no dudó en obedecerla al instante en cuanto ésta le ordenó que zarparan. No podían ver la luna ni las estrellas, pero en la pañoleta de la reina había un carbunclo que brillaba como cincuenta antorchas. Fanfaronade le preguntó a la princesa a dónde le gustaría ir y ella le respondió que no le importaba a dónde fueran siempre y cuando él estuviera con ella.

—Princesa, no me atrevo a traerla de regreso a la corte del Rey Merlín. No sé qué me haría; seguramente para él colgarme sería poco por lo que he hecho.

—En ese caso lo mejor será que vayamos a la Isla de la Ardilla; es bastante solitaria y lejana para que alguien pueda seguirnos hasta allí.

Así que le ordenó al barquero que remara hacia la Isla de la Ardilla.

Entretanto amanecía y el rey y la reina y todos los miembros de la corte se despertaron y se tallaron los ojos y pensaron que era tiempo de poner el toque final a los preparativos para la boda. Y la reina pidió que le trajeran su pañoleta para verse mejor. Entonces siguió una búsqueda de arriba abajo, toda una cacería por todos lados: buscaron en cada rincón, desde los armarios hasta la estufa. La reina misma buscó desde la buhardilla hasta el sótano, pero la pañoleta no apareció en ninguna parte.

Para entonces el rey ya había echado en falta su daga y comenzó a buscarla. Abrieron cajas y cofres cuyas llaves habían estado perdidas por cientos de años; encontraron muchas cosas curiosas, pero ni sombra de la daga. El rey se tiraba de las barbas; y la reina, de los cabellos, pues la pañoleta y la daga eran los objetos más valiosos del reino.

Cuando el rey se dio cuenta de que la búsqueda era inútil dijo:

—Ya no importa. Démonos prisa y celebremos la boda antes de que se pierda algo más —y preguntó dónde estaba la princesa. A lo cual se aproximó su dama de compañía y le dijo:

—Señor, llevo dos horas buscando, pero no la encuentro por ninguna parte.

Esto era más de lo que la reina podía soportar. Dio un fuerte grito y se desmayó. Tuvieron que verter dos barriles de agua de colonia sobre ella para que volviera en sí. Cuando lo hizo vio que todos buscaban a la princesa llenos de terror y confusión, pero como no aparecía, el rey le dijo a su paje:

—Ve a buscar al embajador Fanfaronade, quien seguramente se encuentra despierto por ahí y dale la mala noticia.

Así que el paje buscó por todos lados, pero al igual que la princesa, la pañoleta y la daga, éste no aparecía.

Entonces el rey reunió a sus guardias y consejeros, y acompañado de la reina ingresó al salón principal. Como no había tenido tiempo de preparar un discurso con antelación, el rey ordenó que todos guardaran silencio por tres horas al cabo de las cuales dijo lo siguiente:

—¡Escuchen todos, grandes y pequeños! Mi amada hija Mayblossom está perdida; no sé si ha sido secuestrada o simplemente está desaparecida. Tampoco hemos encontrado la pañoleta de la reina ni mi daga, que vale su peso en oro. Y lo que es peor, el embajador Fanfaronade tampoco aparece.

Temo que el rey, su señor, al no recibir señales suyas venga a buscarlo entre nosotros y nos acuse de haberlo destazado.

Tal vez podría soportarlo si tuviera dinero, pero les aseguro que los gastos de la boda me han dejado en la ruina. Aconséjenme, queridos súbditos, ¿qué debo hacer para recuperar a mi hija, a Fanfaronade y las cosas perdidas?

Este era el discurso más elocuente que se le había conocido al rey y cuando todos terminaron de celebrarlo, el Primer Ministro aventuró una respuesta:

—Señor, a todos nos causa mucha pena verlo apesadumbrado.

Daríamos todo lo que tenemos de valor en el mundo por poder despojarlo de la causa de su pena, pero me parece que estamos ante uno más de los trucos del hada Carabosse.

Los veinte años de mala suerte de la princesa no han terminado aún y, en honor a la verdad, a mí me pareció que Fanfaronade y la princesa parecían profesar una gran admiración el uno por el otro. Tal vez esto pueda arrojar alguna luz sobre el misterio de su desaparición.

En este punto la reina lo interrumpió diciendo: “Señor, cuidado con lo que dice. Créame que la princesa Mayblossom fue muy bien educada como para pensar en enamorarse de un embajador”.

Al escuchar esto, la nodriza dio un paso al frente y de rodillas confesó cómo habían hecho el pequeño agujerito en la torre y cómo la princesa había dicho que se casaría con el embajador y con nadie más después de haberlo visto. Entonces la reina se puso furiosa y les dio tal regañada a la nodriza, la dama de compañía y la mecedora de cuna, que las tres temblaban de pies a cabeza. Pero el almirante Sombrero-ladeado la interrumpió exclamando:

—¡Vayamos en busca de este bueno para nada de Fanfaronade, pues sin duda ha huido con nuestra princesa!

Entonces todos aplaudieron y exclamaron: “¡Por supuesto, vayamos tras él!”

Así, mientras unos se hacían a la mar, otros iban de reino en reino tocando tambores y trompetas y al encontrarse con un grupo de personas les decían:

—Quien desee una hermosa muñeca, todo tipo de dulces, un par de tijeras, una bata de oro y una gorra de satín, sólo tiene que decir en dónde tiene Fanfaronade escondida a la princesa Mayblossom.

Pero la respuesta en todos lados era: “Deben buscar más lejos, pues aquí no los hemos visto”.

Sin embargo, los que iban por mar fueron más afortunados, pues después de navegar por un tiempo vieron una luz encendida frente a ellos que ardía toda la noche como un fuego alto. Al principio no se atrevían a acercarse, pues no sabían de qué se trataba, pero al poco tiempo la luz permaneció fija en un punto de la Isla de la Ardilla, pues, como ya habrán adivinado, la luz no era otra cosa que el reflejo del carbunclo. La princesa y Fanfaronade le habían dado al barquero cien monedas de oro al desembarcar en la isla y le habían hecho prometerles solemnemente que no le diría a nadie adónde los había llevado, pero lo primero que ocurrió fue que mientras se alejaba remando, de pronto se vio entre la flota real y antes de poder escaparse, el almirante lo vio y mandó un bote tras él.

Cuando lo revisaron encontraron las cien monedas en su bolsillo y como eran monedas nuevas, forjadas en honor de la boda de la princesa, el almirante supo que la princesa debió pagarle al barquero para ayudarla en su huida. Sin embargo, el barquero no respondía las preguntas y pretendía estar sordo y mudo.

Entonces el almirante dijo: “¿Así que sordo y mudo? Muy bien, ¡amárrenlo al mástil y denle una probadita del gato con nueve colas!* No conozco nada mejor que eso para curar a los sordos y mudos.

Y cuando el viejo barquero vio que estaba en apuros dijo todo lo que sabía sobre el caballero y la dama a quienes había llevado hasta la Isla de la Ardilla, y el almirante supo que se trataba de la princesa y de Fanfaronade, así que ordenó a la flota que rodearan la isla.

Mientras tanto, la princesa Mayblossom, quien para entonces tenía mucho sueño, había encontrado un lugar en la sombra, bien cubierto de pasto, sobre el que se había recostado.

Apenas había entrado en un sueño profundo cuando Fanfaronade, quien tenía hambre, pero no sueño, se acercó a ella, la despertó y le dijo muy enfadado:

—Señora, le ruego que me diga cuánto tiempo piensa permanecer aquí. No veo nada para comer y aunque usted puede ser muy encantadora, mirarla no me impide morirme de hambre.

—¡Qué dices, Fanfaronade! —exclamó la princesa mientras se sentaba y se frotaba los ojos—. ¿Es posible que desees algo más que yo cuando estoy contigo? Deberías estar pensando todo el tiempo en lo feliz que eres.

—¿Feliz? —exclamó él—. Más bien bastante infeliz. Desearía con todo mi corazón que volvieras a tu oscura torre.

—Querido, no estés enojado. Veré si puedo encontrar alguna fruta silvestre para que comas.

—Espero que te encuentres con un lobo que te coma —dijo refunfuñando Fanfaronade.

La princesa, con gran consternación, corrió de un lado a otro por el bosque rasgando su vestido y haciéndose daño en sus hermosas y blancas manos a causa de las espinas y zarzas, pero no pudo encontrar nada para comer. Al final tuvo que volver con pesar con Fanfaronade, quien al verla llegar con las manos vacías se puso de pie y se fue refunfuñando.

Al día siguiente volvieron a buscar alimento, pero sin resultados.

—¡Ay, si pudiera encontrar algo para que comas, no me importaría pasar hambre!

—No. A mí tampoco me importaría —dijo Fanfaronade.

—¿Será posible que no te importe si muero de hambre? ¡Fanfaronade, dijiste que me amabas!

—Eso fue cuando estábamos en un lugar muy distinto y no tenía hambre. Estar muriéndose de hambre y de sed en una isla desierta hace una gran diferencia en las ideas que uno tiene.

Ante esto la princesa se sintió muy enfadada, se sentó debajo de un arbusto de rosas blancas y comenzó a llorar amargamente.

“Felices las rosas”, pensó, “que sólo tienen que florecer a la luz del sol y ser admiradas y no hay nadie que sea malo con ellas” y unas lágrimas comenzaron a correr por sus mejillas hasta caer sobre las raíces del rosal. Al momento se sorprendió de ver que el arbusto se agitaba y temblaba, y que del botón de rosas más hermoso se desprendía una vocecita que le decía:

—¡Pobre princesa! Mira en el tronco de aquel árbol y ahí encontrarás un panal, pero no seas tan tonta como para compartirlo con Fanfaronade.

Mayblossom se fue corriendo hacia el árbol y en efecto encontró un panal. Sin perder ni un momento lo tomó y corrió hacia donde estaba Fanfaronade mientras le exclamaba contenta:

—¡Mira, encontré un panal! Me lo podría haber comido todo yo sola, pero preferí compartirlo contigo.

Fanfaronade, sin mirarla siquiera ni darle las gracias, le arrebató el panal de las manos y se lo comió todo; no le ofreció ni un pedazo. De hecho, cuando ella le pidió un poco con toda humildad, él le respondió en son de burla que era demasiado dulce para ella y le echaría a perder los dientes.

Mayblossom, más decepcionada que nunca, se fue caminando muy triste y se sentó debajo de un roble a llorar. Y sus lágrimas y suspiros movían a tal compasión que el roble la abanicó con el susurro de sus hojas y le dijo:

—Sé valiente, princesa, no todo está perdido. Toma este cuenco de leche y bébelo. Y no importa lo que hagas, no le dejes ni una gota a Fanfaronade.

La princesa, bastante sorprendida, miró a su alrededor y encontró un gran cuenco lleno de leche, pero antes de que pudiera llevárselo a los labios el pensamiento de lo sediento que debía estar Fanfaronade tras haberse comido al menos siete kilos de miel, la hizo correr hacia él y decirle:

—Aquí hay un cuenco de leche; bebe un poco, pues estoy segura de que debes tener sed, pero por favor guarda un poco para mí porque me estoy muriendo de hambre y sed.

Pero él tomó el cuenco y se bebió toda la leche de un golpe y luego lo estrelló en la roca más cercana rompiéndolo en pedazos mientras decía con una sonrisa maliciosa: “Si no has comido nada, no puedes tener sed”.

—¡Ay de mí! —exclamó la princesa—. Bien merecido me tengo este castigo por haber decepcionado al rey y a la reina y haber huido con este embajador de quien nada sabía.

Y tras decir eso se fue caminando hacia la parte más densa del bosque y se sentó bajo un espino sobre el que cantaba un ruiseñor. Al cabo de un rato escuchó que el ave le decía:

“Princesa, busca debajo de aquel arbusto. Ahí encontrarás un poco de azúcar, almendras y algunas tartas, pero no seas tonta y no le compartas nada a Fanfaronade”. Esta vez la princesa, quien estaba a punto de desmayarse por el hambre, siguió el consejo del ruiseñor y se comió todo ella sola. Pero Fanfaronade, al ver que ella había encontrado algo muy bueno de comer y que no iba a compartirle nada corrió hacia ella con tal furia que la princesa apenas alcanzó a sacar el carbunclo de la reina para defenderse, pues el carbunclo tenía la propiedad de hacer a la gente invisible cuando estaban en peligro; cuando se puso a salvo le reprochó sus malos tratos.

Mientras tanto, el almirante Sombrero-ladeado había enviado a Jack-el-conversador-de-las-botas-de-paja, mensajero permanente del primer ministro a decirle al rey que el embajador y la princesa habían atracado en la Isla de la Ardilla, pero que al no conocer el lugar no se había adentrado a seguirlos por miedo a ser capturado por enemigos ocultos.

Sus majestades se pusieron más que felices por la noticia y el rey mandó traer un gran libro, cuyas hojas medían ocho codos cada una. Era el trabajo de un hada muy lista y contenía una descripción de toda la Tierra. Muy pronto descubrió que la Isla de la Ardilla estaba deshabitada.

—Ve y dile al almirante que desembarque de inmediato —le dijo a Jack-el-conversador—. Me sorprende que no lo haya hecho antes.

Tan pronto el mensaje le llegó a la flota iniciaron los preparativos para una guerra cuyo ruido fue tan estruendoso que llegó a oídos de la princesa, quien de inmediato acudió a proteger a su amado. Como él no era muy valiente, gustoso aceptó su ayuda.

—Tú te pondrás detrás de mí —le dijo la princesa—.

Y yo sostendré el carbunclo que nos hará invisibles y con la daga del rey te protegeré del enemigo.

De manera que cuando los soldados desembarcaron no podían ver a nadie, pero la princesa les encajaba la daga y uno a uno caían sin sentido sobre la arena. El almirante, al ver que había algún tipo de encantamiento, rápidamente ordenó que se tocara la señal de retirada y embarcó de nuevo a sus hombres en medio de una gran confusión.

Fanfaronade, al quedarse solo con la princesa una vez más, pensó que si pudiera deshacerse de ella y apoderarse del carbunclo y de la daga, podría fraguar su escape. Entonces, mientras caminaban de regreso sobre los acantilados le dio a la princesa un gran empujón esperando que se cayera al mar, pero ella se hizo a un lado con gran rapidez, Fanfaronade perdió el equilibrio y cayó. Se hundió en el fondo del mar como un pedazo de plomo y nunca más se supo nada de él. Mientras la princesa lo seguía buscando horrorizada, un ruido de algo que pasaba sobre su cabeza llamó su atención. Al mirar al cielo vio dos carrozas que se aproximaban a toda velocidad desde dos puntos contrarios. Una era brillante y reluciente, tirada por cisnes y pavorreales, y el hada que la conducía era hermosa como un rayo de sol. La otra, en cambio, era llevada por murciélagos y cuervos y en su interior venía una pequeña enana que daba miedo, vestida con una piel de serpiente y con un enorme sapo sobre la cabeza a manera de capucha.

Las carrozas chocaron con estruendo en el aire y la princesa miró el choque perpleja, casi sin aliento por la angustia, mientras arriba se libraba una furiosa batalla entre la hermosa hada con su lanza de oro y la odiosa enana con su pica oxidada. Pero muy pronto se vio que el hada hermosa llevaba la mejor parte y la enana hizo girar las cabezas de sus murciélagos en retirada y se alejó en gran confusión, mientras el hada se acercó a donde estaba la princesa y le dijo sonriendo:

“Como ves, princesa, he vencido completamente a la maligna Carabosse. ¿Puedes creerlo? Quería reclamar su autoridad sobre ti para siempre porque te saliste de la torre cuatro días antes de que terminaran los veinte años. Lo importante es que ya he puesto fin a sus planes. Así que espero que seas muy feliz y que disfrutes la libertad que he ganado para ti”.

La princesa le dio las gracias de todo corazón y entonces el hada envió uno de sus pavorreales a su palacio para que le trajera a Mayblossom un manto maravilloso, a quien sin duda le hacía falta, pues el suyo se había hecho jirones a causa de las espinas y las zarzas. Otro pavorreal fue enviado a decirle al almirante que ya podía desembarcar con total confianza, cosa que hizo de inmediato en compañía de todos sus hombres, incluyendo a Jack el conversador, quien al ver el asador sobre el cual el almirante estaba preparando la cena, lo tomó y se lo llevó consigo.

El almirante Sombrero Ladeado se sorprendió tremendamente cuando se acercó a la carroza de oro y todavía más al ver a dos hermosas damas caminar bajo los árboles a la distancia. Cuando les dio alcance, reconoció a la princesa y se puso a sus pies y le besó la mano con mucha alegría. La princesa le presentó al hada y le contó cómo al fin Carabosse había sido derrotada, por lo que él le dio las gracias y felicitó al hada, quien fue de lo más amable con él. Mientras conversaban ella dijo:

—Percibo el aroma de una cena deliciosa.

—En efecto, señora, aquí está —dijo Jack el conversador sosteniendo el asador sobre el cual los faisanes y las perdices terminaban de cocinarse—. ¿Sería tan amable Su Majestad de probar un bocado?

—Por supuesto —dijo el hada—. Sobre todo porque estoy segura de que la princesa estará feliz de comer un buen platillo.

Así que el almirante mandó traer del barco todo lo necesario y disfrutaron de un festín bajo los árboles. Para el momento que terminaron de cenar, el pavorreal había vuelto con un manto para la princesa; era un manto de brocados verdes y dorados con incrustaciones de perlas y rubíes; el hada peinó los dorados cabellos de la princesa hacia atrás y los anudó con cintas de diamantes y esmeraldas, y por último le puso un tocado con una corona de flores. El hada le dijo que montara a su lado en la carroza y la llevó a bordo del barco del almirante, después le deseó un buen viaje, le envió sus mejores deseos a la reina y le pidió a la princesa que le dijera que ella había sido la quinta hada que estuvo presente en el bautizo. Luego sonaron los disparos de salva, la flota levó anclas y llegaron a puerto en seguida.

Ahí el rey y la reina ya los esperaban; recibieron a la princesa con tal alegría y amabilidad que ésta no pudo participar de la conversación y decir lo mucho que sentía haber huido con un embajador tan poco valiente. Pero, a final de cuentas, seguramente todo había sido culpa de Carabosse. Y quién habría de llegar justo en ese momento si no el hijo del rey Merlín, quien se había impacientado al no tener noticias de su embajador y había partido con una magnífica escolta de mil hombres a caballo, con treinta guardaespaldas vestidos en uniformes de oro y escarlata, para ver qué había ocurrido.

Dado que él era cien veces más guapo y valiente que el embajador, la princesa se dio cuenta de que iba a disfrutar mucho estar con él, así que la boda se llevó a cabo de inmediato, con tal esplendor y alegría que todas las desgracias previas quedaron en el olvido.

FIN

3. El castillo de Soria Moria

Versión traducida de P.C. Asbjornsen.

Había una vez una pareja que tenía un hijo llamado Halvor. Desde que era muy pequeño se había mostrado reticente a trabajar y se la pasaba sentado revolviendo las cenizas de la chimenea. Sus padres lo enviaron a aprender muchas cosas, pero Halvor no permanecía en ningún lado. Apenas se había marchado por dos o tres días, siempre huía de su amo, volvía a casa corriendo y se sentaba en el rincón a seguir removiendo las cenizas.

Un día llegó el capitán de un barco y le preguntó a Halvor si no tenía ganas de acompañarlo por el mar y conocer tierras extranjeras. Y a Halvor le gustó la idea, por lo que no tardó en preparar sus cosas.

No tengo idea por cuánto tiempo navegaron, pero después de un largo, largo tiempo hubo una terrible tormenta y cuando terminó y todo volvió a la calma, no sabían dónde estaban, pues la corriente los había llevado a una extraña costa de la que ninguno tenía conocimiento.

Como no soplaba el viento, permanecieron ahí en calma y Halvor le pidió permiso al capitán para ir a tierra y echar un vistazo, pues prefería hacer eso que quedarse en el barco y dormir.

—¿Te parece que estás preparado para ir a donde la gente puede verte? —dijo el capitán—. No tienes ropa salvo esos harapos con los que andas de un lado a otro.

Aun así, Halvor le rogó que lo dejara partir. El capitán aceptó, pero con la condición de que debía volver de inmediato si el viento aumentaba.

Así que desembarcó y vio que era un lugar muy bello; a cualquier parte que iba encontraba amplias extensiones de tierra y prados, pero en cuanto a personas, no veía ninguna.

El viento comenzó a aumentar, pero a Halvor le pareció que aún no había visto suficiente de aquel lugar y que le gustaría caminar un poco más para ver si podía encontrar a alguien.

Así llegó a un ancho camino, cuya superficie estaba tan lisa que un huevo podría haber rodado ahí sin romperse. Halvor siguió el camino y cuando la noche comenzó a caer vio un gran castillo a la distancia dentro del cual había luces encendidas.

Y como llevaba caminando todo el día y no tenía nada para comer, se estaba muriendo de hambre. Sin embargo, mientras más cerca estaba del castillo, más temor sentía.

Un fuego ardía dentro del castillo y Halvor se dirigió a la cocina, la cual era la más espléndida que había visto.

Había vasijas de oro y plata, pero no se veía a ninguna persona.

Cuando Halvor llevaba ya un buen rato y vio que nadie aparecía, decidió abrir una puerta. En su interior estaba una princesa sentada, tejiendo con su rueca.

—¡Será posible! —exclamó—¿Acaso pudo llegar hasta aquí un cristiano? Lo mejor que puedes hacer es regresar por donde viniste, porque de lo contrario el trol te va a devorar.

Aquí vive un trol con tres cabezas.

—Por mí, bien podría haber tenido cuatro cabezas más, pues me habría gustado mucho ver a ese señor —dijo el joven— y no me voy a ninguna parte, pues no he hecho nada malo, pero deberías darme algo de comer; me estoy muriendo de hambre.

Una vez que Halvor terminó su cena, la princesa le dijo que intentara empuñar la espada que estaba colgada en la pared, pero no pudo empuñarla, ni siquiera pudo levantarla.

—Entonces deberás beber un trago de esa botella que cuelga al lado de la espada, pues eso es lo que hace el trol cuando sale y quiere usar la espada.

Halvor le dio un trago y al instante pudo empuñar la espada con gran facilidad. Y entonces pensó que ya era hora de que el trol hiciera su entrada y justo en ese momento apareció, jadeante.

Halvor se escondió detrás de la puerta.

—¡Hutetu! —exclamó el trol mientras asomaba la cabeza al interior del castillo—. ¡Aquí huele a sangre de cristiano!

—¡Ahora verás que no te equivocaste! —exclamó Halvor y le cortó las tres cabezas.

La princesa estaba tan contenta de encontrarse libre que se puso a bailar y a cantar, pero entonces recordó a sus hermanas y dijo: “Cómo desearía que mis hermanas también fueran libres…”

—¿Dónde están? —preguntó Halvor.

Y ella le dijo dónde estaban. A una de ellas se la había llevado un trol a su castillo, que quedaba a diez kilómetros de ahí y a la otra se la habían llevado a un castillo que quedaba quince kilómetros más lejos aún.

—Pero primero debes ayudarme a mover este cadáver de aquí. Halvor era tan fuerte que se hizo cargo del cadáver y dejó todo limpio y ordenado rápidamente. Así que después cenaron y bebieron y estuvieron felices. A la mañana siguiente él emprendió su marcha al despuntar el alba. No se permitió un descanso y corrió todo el día. Cuando vio el castillo volvió a tener un poco de miedo. Era un castillo más grande que el anterior, pero aquí tampoco había nadie a la vista. Así que Halvor se adentró en la cocina, pero no permaneció mucho tiempo ahí y se dirigió directamente al interior.

—¡Vaya! ¡Cómo se atreve un cristiano a entrar aquí!—exclamó la segunda princesa. —No sé desde hace cuánto llegué aquí, pero desde entonces no había visto a ningún cristiano. Lo mejor será que te marches cuanto antes, pues aquí vive un trol con seis cabezas.

—No me iré —dijo Halvor—. No me iría aunque tuviera seis cabezas más.

—Te tragará vivo —dijo la princesa.

Pero hablaba en vano, pues Halvor no se iría. No tenía miedo del trol, pero quería un poco de carne y algo de beber, pues tenía hambre después del viaje. La princesa le dio de comer tanto como él quiso y después intentó convencerlo de que se marchara.

—No me iré —repuso Halvor una vez más—. No me iré porque no he hecho nada malo y no tengo nada qué temer.

—Él no te va a preguntar nada —dijo la princesa—. Te tomará sin derecho ni permiso. Pero ya que no te irás de aquí, intenta empuñar aquella espada que el trol utiliza en la batalla.

No pudo blandir la espada, por lo que la princesa le dijo que entonces bebiera un trago de una botella que colgaba al lado de la espada ya que así podría empuñar la espada.

Poco después llegó el trol; era tan grande y fornido que debía entrar de lado para pasar por el marco de la puerta.

Apenas había entrado una de sus cabezas el trol exclamó: “¡Hutetu! ¡Aquí huele a sangre de cristiano!”

No había terminado de decir eso cuando Halvor ya le había cortado la primera cabeza y luego las demás. La princesa estaba muy contenta, pero entonces recordó a sus hermanas y deseó que ellas también fueran liberadas. Halvor pensó que eso tenía arreglo y quiso partir de inmediato, pero primero tenía que ayudar a la princesa a remover el cadáver del trol, así que fue hasta la mañana siguiente que continuó con su camino.

Era un largo camino hasta el castillo, así que caminó y corrió para llegar a tiempo. Ya entrada la noche encontró el castillo, el cual era mucho más espléndido que los otros. Y esta vez no tenía ningún temor, así que entró en la cocina y de inmediato pasó a los salones. Ahí vio sentada a una princesa, tan hermosa que nunca hubo una igual. Ella le dijo lo mismo que las otras, que ningún cristiano había llegado hasta ahí desde que ella estaba en el castillo y le pidió que se marchara o de lo contrario el trol se lo tragaría vivo. El trol tenía nueve cabezas, le dijo.

—Lo sé. Y si tuviera nueve veces nueve más, de todas maneras no me iría de aquí —dijo Halvor y fue a ponerse a un lado de la estufa.

La princesa le suplicó que se fuera antes de que el trol se lo devorara, pero Halvor le dijo: “Que venga cuando quiera”.

Entonces le dio la espada del trol y le dijo que bebiera un trago de la botella para que pudiera blandirla.

En ese preciso momento llegó el trol, respirando agitadamente; era más grande y fornido que cualquiera de los otros.

Él también tenía que entrar de lado en el castillo para caber por el marco de la puerta.

—¡Hutetu! ¡Pero qué olor a sangre de cristiano es éste! —exclamó.

Halvor le cortó la primera cabeza y luego las demás, pero la última fue la más difícil de todas; cortarla fue lo más difícil que alguna vez hubiera hecho Halvor, pero él pensaba que tenía la fuerza suficiente para hacerlo.

Y así todas las princesas se reunieron en el castillo y volvieron a estar juntas; nunca habían estado más felices. Estaban encantadas con Halvor y éste con ellas, y le dijeron que escogiera a la que más le gustara de las tres hermanas, aunque la menor era la que lo prefería.

Sin embargo, Halvor se quedó ensimismado; tenía una actitud extraña y triste, y estaba tan callado que las princesas le preguntaron qué añoraba y si no quería estar con ellas. Él les dijo que sí quería estar con ellas, pues tenían lo suficiente para vivir y que ahí estaba muy cómodo, pero extrañaba su casa, pues sus padres aún vivían y tenía muchas ganas de verlos de nuevo.

Ellas pensaron que eso se arreglaría fácilmente.

—Podrás irte y volver sano y salvo si sigues nuestros consejos —dijeron las princesas.

Él les dijo que no haría nada que ellas no quisieran.

Entonces le dieron ropas tan magníficas que parecía el hijo de un rey; y le pusieron un anillo en el dedo, el cual le permitiría ir y regresar con sólo desearlo, pero le advirtieron que no debía perderlo ni pronunciar sus nombres. Pues si lo hacía, toda su riqueza se perdería y nunca más volvería a verlas.

“Si al menos pudiera estar de nuevo en casa o que mi hogar estuviera aquí”, dijo Halvor, y no bien acababa de desearlo que le fue concedido. Se encontró frente a la cabaña de sus padres antes de que supiera lo que había ocurrido. La oscuridad de la noche se acercaba, y cuando el padre y la madre vieron a ese extraño majestuoso y espléndidamente ataviado se quedaron muy sorprendidos y le hicieron reverencias en señal de cortesía.

Halvor les preguntó si podía quedarse y si podían darle posada esa noche. “Definitivamente no. No podemos darle hospedaje”, le dijeron, “pues no contamos con ningunas de las cosas que son necesarias para alojar a un gran señor como usted. Lo mejor será que continúe su camino hasta aquella granja. No queda lejos, desde aquí puede ver las chimeneas. Ahí encontrará mucho de lo que un señor como usted necesita”.

Halvor no quiso escuchar ni una palabra al respecto. Estaba decidido a quedarse, pero los ancianos se mantuvieron en lo dicho e insistieron en que fuera a la granja, donde podría encontrar carne y leche, mientras que ellos no tenían ni una silla para ofrecerle.

—No —dijo Halvor—. No iré para allá hasta mañana temprano. Permítanme quedarme esta noche. Me puedo quedar sentado frente a la chimenea.

Ante eso no pudieron protestar, por lo que Halvor se sentó frente al fuego y comenzó a remover las cenizas como lo hacía antes, cuando se la pasaba ahí perdiendo el tiempo.

Conversaron sobre muchas cosas hasta que por fin él les preguntó si nunca habían tenido hijos.

—Sí —respondieron. Habían tenido un niño llamado Halvor, pero no sabían a dónde se había ido y no sabían si estaba muerto o aún vivía.

—¿Podría ser yo Halvor? —preguntó.

—Lo conozco muy bien —dijo la anciana—. Nuestro Halvor es tan flojo y holgazán que nunca hacía nada y era tan harapiento que los hoyos en sus ropas se amontonaban.

Un tipo como él nunca podría convertirse en un hombre como usted, señor.

Al poco rato la anciana tuvo que acercarse a la chimenea para avivar el fuego y cuando las llamas iluminaron a Halvor mientras atizaba las cenizas como solía hacerlo cuando estaba en casa, ella lo reconoció.

—¡Dios mío! ¿Eres tú, Halvor? —le preguntó y ambos padres se llenaron de felicidad. Entonces les contó todo lo que le había ocurrido y la anciana estaba tan contenta que decidió llevarlo a la granja de inmediato para que lo vieran las muchachas que antes lo habían menospreciado. Ella iba a la cabeza y Halvor la seguía. Cuando llegaron, ella les contó cómo había vuelto su hijo y las invitó a que vieran lo espléndido que ahora lucía. “Parece un príncipe”, les dijo.

—Seguramente veremos que se trata del mismo gandul de siempre —dijeron las chicas meneando la cabeza.

Halvor entró en ese momento y las chicas estaban tan sorprendidas que dejaron sus batas en el rincón de la chimenea y salieron con apenas el camisón puesto. Al volver tenían tanta vergüenza que apenas se atrevían a mirar a Halvor, a quien siempre se habían dirigido de manera presumida y altanera.

—¡Vaya, vaya! Siempre habían creído que eran tan bellas y delicadas que nadie podría igualarlas —dijo Halvor— pero deberían de ver a la mayor de las princesas que he liberado. Ustedes parecen pastoras a su lado, y la segunda princesa también es mucho más hermosa que ustedes; pero la menor, que es mi novia, es más bella que el sol o la luna.

Por todos los cielos, cómo desearía que estuvieran aquí, así podrían verlas.

Apenas pronunció estas palabras y ya estaban las princesas sentadas a su lado, pero de inmediato sintió gran pesar, pues le vinieron a la mente las palabras de advertencia que le habían dicho las princesas.

Se organizó un gran festín en honor de las princesas, a quienes se les presentó mucho respeto, pero ellas no habrían de permanecer ahí.

—Queremos ir a casa de tus padres —le dijeron a Halvor—, así que saldremos de aquí para mirar alrededor.

Él fue detrás de ellas y llegaron a un enorme lago fuera de la granja. Muy cerca del agua había una banca color verde y las princesas dijeron que se sentarían ahí durante una hora, pues les parecía muy agradable observar el lago un rato.

Se sentaron y aún no llevaban mucho tiempo ahí cuando la menor de las princesas dijo: “Debería peinarte el cabello, Halvor”.

Así que éste recostó la cabeza sobre el regazo de la princesa mientras ella lo peinaba y no pasó mucho tiempo antes de que se quedara dormido. Entonces ella le quitó el anillo y le puso otro en su lugar y le dijo a sus hermanas: “Abrácenme como yo las abrazo a ustedes. Desearía que estuviéramos en el castillo de Soria Moria”.

Cuando Halvor despertó supo que había perdido a las princesas y comenzó a llorar y a lamentarse; estaba tan triste que nada podía consolarlo. A pesar de todas las atenciones de sus padres, él no se quiso quedar y les dijo adiós y que no volvería a verlos, pues no valía la pena vivir si no encontraba de nuevo a las princesas.

Una vez más contó su dinero, mismo que guardó en el bolsillo y echó a andar. Llevaba caminando un buen tramo cuando encontró a un hombre que llevaba un caballo razonablemente bueno. Halvor quiso comprárselo y comenzó a negociar con el hombre.

—Pues, no tenía contemplado venderlo exactamente —dijo el hombre—, pero si llegamos a un arreglo, tal vez…

Halvor le preguntó cuánto quería por el caballo.

—No pagué mucho por él y no vale mucho; es un excelente caballo para montar, pero para tirar no sirve de mucho.

Aunque siempre podrás contar con él para cargarte a ti y a tu bolsa de provisiones si caminas y montas por turnos.

Al final acordaron un precio y Halvor ató su costal al caballo; un rato caminaba y otro rato lo montaba. Al atardecer llegó a un llano verde, donde estaba un árbol grande, bajo el cual se sentó. Entonces soltó al caballo y se echó a dormir, pero antes de hacer eso desató su bolsa del caballo.

Al amanecer continuó el camino, pues no se sentía como para descansar. Y así caminó y montó todo el día, pasó a través de un bosque enorme donde había llanos muy verdes que relucían entre los árboles. No sabía dónde estaba ni a dónde se dirigía, pero nunca permanecía en un lugar más de lo necesario para dejar que su caballo pastara un poco al llegar a uno de esos llanos, mientras él tomaba algo de su bolsa de provisiones.

Y así caminó y montó sobre el caballo, y le parecía que el bosque no tenía fin. Pero en la noche del segundo día vio una luz que brillaba entre los árboles.

“Si al menos hubiera alguien ahí, podría calentarme un poco y obtener algo para comer”, pensó Halvor.

Cuando llegó al lugar de donde venía la luz, vio una pequeña cabaña muy humilde. A través de una ventana notó que en su interior había una pareja de ancianos. Eran muy viejos y con los cabellos tan grises como la cabeza de una paloma. La anciana tenía una nariz tan grande que se sentaba en el rincón de la chimenea y podía usarla para atizar el fuego.

—¡Buenas noches, buenas noches! —dijo la vieja bruja—.

¿Qué asunto te ha traído hasta aquí? Aquí no había venido ningún cristiano en cien años.

Así que Halvor le dijo que quería llegar al castillo de Soria Moria y le preguntó si conocía el camino.

—No —dijo la mujer—, pero muy pronto vendrá la Luna y le preguntaré; ella sabrá. Ella podrá verlo con facilidad, pues brilla sobre todas las cosas.

Y cuando la luna estuvo clara y brillante sobre las copas de los árboles, la anciana salió. “¡Luna, luna!”, gritó. “¿Me puedes decir el camino para llegar al castillo de Soria Moria?”

—No —dijo la luna—, no puedo. Pues cuando iluminé esa área había una nube frente a mí.

—Espera un poco más —le dijo la anciana a Halvor—. Pues pronto vendrá el Viento del Oeste y él sabrá, pues con su aliento llega suavemente a cada rincón.

—¡Vaya! ¿Tienes un caballo? Deja que la pobre criatura se pierda un poco en nuestra cerca con pastura y no la dejes muriéndose de hambre afuera de cada puerta. ¿No te gustaría hacer un trueque? Tenemos un par de botas viejas con las que puedes caminar seis kilómetros con cada paso. Te las cambiamos por tu caballo y así podrás llegar más rápido al castillo de Soria Moria.

Halvor aceptó de inmediato y la mujer estaba tan feliz de tener el caballo que comenzó a bailar. “Ahora podré ir a la iglesia a caballo”, dijo. Halvor no podía quedarse a descansar y quería continuar su camino de una vez, pero la mujer le dijo que no había necesidad de apresurarse. “Recuéstate un momento sobre aquella banca, pues no tenemos una cama para ofrecerte”, le dijo, “y yo estaré al pendiente de la llegada del Viento del oeste”.

Al poco rato llegó el Viento del oeste, rugía tan fuerte que los muros rechinaban.

La mujer salió al patio y exclamó:

—¡Viento del oeste!, ¡viento del oeste! ¿Puedes decirme el camino al castillo de Soria Moria? Aquí hay uno que quiere ir allá.

—Sí, conozco bien el camino —dijo el Viento del oeste—. De hecho voy para allá ahora mismo a secar la ropa para la boda que se celebrará. Si el muchacho es rápido puede venir conmigo.

Halvor se levantó corriendo.

—Tendrás que darte prisa si piensas venir conmigo —dijo el Viento del oeste; y se fue lejos por las colinas y valles, y por los páramos y ciénagas, y a Halvor le costaba trabajo mantener el paso con el viento.

—Bien, ya no tengo más tiempo para quedarme contigo —le dijo el Viento del oeste—, pues primero debo ir y arrancar un poco de madera de un abeto antes de ir a secar la ropa, pero sigue por el lado de la colina y encontrarás a unas chicas que están ahí lavando ropa y de ahí ya no tendrás que caminar mucho para llegar al castillo de Soria Moria.

Poco después Halvor llegó a donde estaban las muchachas lavando ropa y ellas le preguntaron que si había visto al Viento del oeste, pues se suponía que vendría a secar la ropa para la boda.

—Sí —dijo Halvor—. Tan sólo ha ido a arrancar un poco de madera de abeto. No tardará mucho en llegar.

Les preguntó el camino para el castillo de Soria Moria.

Le señalaron la dirección correcta, y cuando estuvo frente al castillo vio que estaba lleno de caballos y que rebozaba de gente. Pero Halvor llevaba las ropas tan raídas a causa de haber seguido al Viento del oeste por arbustos y zarzas que prefirió quedarse a un lado y no se atrevió a adentrarse en la multitud hasta el último día, cuando a las doce se llevaría a cabo la celebración.

Así que como era costumbre, todos debían beber a la salud de la novia y de las jóvenes ahí presentes, el escanciador llenaba la copa a cada uno; el novio, la novia, los caballeros y sirvientes, hasta que por fin llegó a Halvor. Éste bebió a su salud y luego se quitó el anillo que la princesa le había puesto en el dedo cuando estaban sentados junto al lago, lo echó dentro de la copa, y le ordenó al escanciador que le llevara la copa a la novia de su parte y la felicitara.

Entonces la princesa se levantó de inmediato y dijo:

“¿Quién merece más tener a una de nosotras; aquel que nos ha liberado de los trols o el que está sentado aquí en el papel de novio?”

Todos pensaban que sólo podía haber una opinión respecto a eso, y cuando Halvor escuchó lo que la gente decía, no tardó en despojarse de sus harapos de mendigo y cambiarlas por ropa de novio.

—Sí, él es el que quiero —exclamó la princesa más joven cuando lo vio, así que arrojó al otro por la ventana y celebró su boda con Halvor.

FIN

4. La muerte de Koshchei el inmortal

Un 

Había una vez un reino en el que vivía un príncipe llamado Iván. Tenía tres hermanas. La primera era la princesa Marya; la segunda era la princesa Olga; la tercera, la princesa Ana. Cuando sus padres estaban a punto de morir, llamaron a su hijo y le dijeron: “Da a tus hermanas en matrimonio a los primeros pretendientes que se acerquen a cortejarlas.

¡No las mantengas a tu lado!”

Los padres murieron y el príncipe los enterró y después, para calmar su pena, fue con sus hermanas a dar una vuelta por el verde jardín. De pronto el cielo se cubrió por una oscura nube y cayó una tormenta.

—¡Vayámonos a casa, hermanas! —exclamó.

Apenas habían entrado al palacio cuando un trueno retumbó y partió el techo, y dentro de la habitación entró volando un alegre halcón. El halcón dio un golpe en el piso, se convirtió en un joven valiente y dijo:

—¡Te saludo, príncipe Iván! Antes vine aquí como huésped, pero ahora vengo como un pretendiente. Me gustaría pedirte la mano de tu hermana, la princesa Marya.

—Si mi hermana te ve con ojos favorables, yo no me entrometeré en sus deseos. En nombre de Dios, ¡que se case contigo!

La princesa Marya dio su consentimiento; el halcón se casó con ella y se la llevó lejos, a su propio reino.

Los días siguen a los días, las horas dan caza a las horas; y así pasa todo un año. Un día, el príncipe Iván y sus dos hermanas salieron a dar una vuelta por el verde jardín. De nuevo apareció un nubarrón al que siguieron un torbellino y relámpagos.

—¡Vayámonos a casa, hermanas! —exclamó el príncipe.

Apenas habían entrado en el palacio cuando un trueno cayó, en el techo estalló una llamarada partiéndolo en dos y entró volando un águila. El águila dio un golpe en el piso y se convirtió en un joven valiente.

—¡Te saludo, príncipe Iván! Antes he venido como huésped, pero ahora estoy aquí como un pretendiente.

Y le pidió la mano de la princesa Olga. El príncipe Iván respondió:

—Si la princesa Olga te mira con ojos favorables, que se case contigo. Yo no voy a interferir con su libertad para elegir esposo.

La princesa Olga dio su consentimiento y se casó con el águila, el cual se la llevó a su propio reino.

Pasó otro año y el príncipe Iván le dijo a su hermana:

—¡Salgamos a dar una vuelta por el verde jardín!

Caminaron por un rato. De nuevo apareció una nube cerrada, un torbellino y relámpagos.

—¡Volvamos a casa, hermana! —exclamó.

Volvieron a casa, pero no tuvieron tiempo de sentarse, pues un trueno cayó y partió el techo y entró volando un cuervo. El cuervo dio un golpe en el piso y se convirtió en un joven valiente. Los jóvenes anteriores habían sido bien parecidos, pero éste era más bello aún.

—Bien, príncipe Iván. Antes vine como un huésped, pero hoy estoy aquí como un pretendiente. Dame a la princesa Ana como esposa.

—No habré de interferir con la libertad de mi hermana.

Si te ganas su afecto, que se case contigo.

Así que la princesa Ana se casó con el cuervo y éste se la llevó a su propio reino. El príncipe Iván se quedó solo. Vivió todo un año sin la compañía de sus hermanas; luego se cansó y dijo: “Partiré en busca de mis hermanas”.

Se preparó para el viaje, anduvo por muchos caminos y un día encontró todo un ejército de hombres que yacían muertos en el piso. Y entonces exclamó: “Desearía que hubiera un sobreviviente que pudiera decirme quién ha asesinado a estas huestes poderosas”.

Entonces habló uno de los sobrevivientes: “Este poderoso ejército ha sido aniquilado por la princesa Marya Morevna”.

El príncipe Iván siguió adelante su camino y llegó hasta donde había una tienda de campaña color blanco, de la cual salió a saludarlo la bella princesa Marya Morevna.

—¡Hola, príncipe! ¿Adónde te envía Dios?, ¿vas por tu propia voluntad o contra ella?

El príncipe Iván respondió: “Los jóvenes valientes no cabalgan contra su voluntad”.

—Bien. Si tu asunto no es urgente, ¿por qué no pasas unos días en mi tienda?

El príncipe tomó la invitación con agrado y se quedó dos noches en la tienda; se ganó el favor de Marya Morevna, quien se casó con él. La hermosa princesa lo llevó a su reino.

Pasaron un tiempo juntos, y un día a la princesa se le metió la idea de irse a la guerra. Así que le encargó todos los asuntos del reino al príncipe Iván y le dio las siguientes instrucciones:

—Recorre todo el reino y vigila todos los asuntos. Sólo no te atrevas a mirar dentro de ese armario que está ahí.

Pero no pudo evitarlo. Tan pronto Marya Morevna se fue, él corrió hacia el armario, abrió la puerta y echó un vistazo.

Ahí encontró colgado a Koshchei el inmortal, atado por doce cadenas, quien se dirigió al príncipe en un ruego:

—Ten piedad de mí y dame algo de beber. He estado aquí diez años sufriendo este tormento, sin comer ni beber nada. Mi garganta está completamente seca.

El príncipe le dio de beber un balde de agua; lo bebió y le pidió más diciéndole:

—Un solo balde de agua no es suficiente para apagar mi sed; ¡dame más!

El príncipe le dio un segundo balde de agua. Koshchei se lo bebió y pidió un tercer balde, y una vez que terminó de beber recobró sus fuerzas, agitó sus doce cadenas y las rompió de un tirón.

—¡Gracias, príncipe Iván! —exclamó Koshchei el inmortal—.

Antes verás tus propias orejas que a la princesa Marya Morevna —le dijo y salió por la ventana en forma de un torbellino terrible. Y alcanzó a la hermosa princesa Marya Morevna mientras iba en su camino, la capturó y se la llevó a su casa. Pero el príncipe Iván lloró desconsolado, luego se preparó para hacer un viaje y se dijo: “No importa lo que pase, iré en busca de Marya Morevna”.

Emprendió el camino y pasó un día y otro, pero al amanecer del tercero encontró un suntuoso palacio, y al lado del palacio había un roble y sobre éste estaba un halcón alegre.

El halcón descendió del roble, dio un golpe en el piso, se convirtió en un joven valiente y le dijo:

—¡Hola, querido cuñado!, ¿cómo te trata el Señor?

Rápidamente llegó la princesa Marya, quien saludó con mucha alegría a su hermano Iván, y le preguntó por su salud y le contó todo sobre cómo había estado ella. El príncipe se quedó tres días con ellos, luego les dijo:

—No puedo quedarme más tiempo con ustedes. Debo ir en busca de mi esposa, la hermosa princesa Marya Morevna.

—Te será difícil encontrarla —respondió el halcón—. Déjanos tu cuchara de plata. Así podremos recordarte al mirarla —el príncipe le dejó su cuchara de plata al halcón y continuó su camino.

Pasó un día y luego otro y para el amanecer del tercero encontró un palacio más grandioso que el anterior, a cuyo lado había un roble sobre el cual descansaba un águila. El ave descendió, dio un golpe en el piso y se convirtió en un joven valiente y exclamó:

—¡Levántate, princesa Olga! ¡Aquí viene nuestro querido hermano!

La princesa Olga salió corriendo a saludarlo lo abrazó y le dio un beso, le preguntó por su salud y le contó todo sobre ella. El príncipe se quedó con ellos tres días al cabo de los cuales les dijo:

—No me puedo quedar más tiempo con ustedes. Voy a seguir mi camino en busca de mi esposa, la hermosa princesa Marya Morevna.

—Te costará trabajo encontrarla —le dijo el águila—. Déjanos un tenedor de plata. Así te recordaremos al mirarlo.

Les dejó el tenedor y se fue. Viajó un día, dos días y al amanecer del tercero vio un palacio aún más espléndido que los otros dos. Al lado del palacio había un roble y sobre éste había un cuervo, el cual descendió, dio un golpe sobre el piso, se convirtió en un joven valiente y exclamó:

—Princesa Ana, ven, acércate, aquí viene nuestro hermano.

La princesa Ana salió corriendo, lo saludó con mucho gusto y comenzó a besarlo y abrazarlo, le preguntó por su salud y le contó todo sobre cómo le había ido a ella. El príncipe se quedó tres días con ellos y luego les dijo:

—Adiós. Me voy a buscar a mi esposa, la bella princesa Marya Morevna.

—Te va a costar mucho trabajo encontrarla —le dijo el cuervo—. De todas formas, déjanos tu tabaquera de plata.

Así te recordaremos al mirarla.

El príncipe les dejó su tabaquera de plata, pidió su permiso para partir y continuó su camino. Pasó un día, pasaron dos y al tercero llegó adonde se encontraba Marya Morevna. Ella vio a su amado, lo abrazó, rompió en llanto y le dijo:

—¡Ay príncipe Iván!, ¿por qué me desobedeciste y miraste dentro del armario y dejaste escapar a Koshchei el inmortal?

—Perdóname, Marya Morevna. Deja atrás el pasado, mejor huye conmigo ahora que Koshchei no está cerca, tal vez no logre atraparnos.

Y huyeron. Mientras tanto, Koshchei estaba de cacería.

Al caer la tarde iba de regreso a casa cuando su corcel comenzó a vacilar.

—¿Por qué dudas del camino, querido Jade?, ¿has percibido algún peligro?

—El príncipe Iván ha venido y se ha llevado a Marya Morevna —le dijo el corcel.

—¿Será posible alcanzarlos?

—Es posible sembrar trigo, esperar a que crezca, cosecharlo, trillarlo y molerlo, hacer cinco pasteles con él, comérselos y luego comenzar su búsqueda, y aun así llegaríamos a tiempo —dijo y salió galopando hasta alcanzar al príncipe Iván.

—Por esta vez te voy a perdonar —le dijo Koshchei —, pues tuviste la amabilidad de darme agua. También te perdonaré una segunda vez, pero cuídate de una tercera. ¡Te cortaré en pedazos!

Entonces se llevó a Marya Morevna. El príncipe se quedó sentado sobre una roca y comenzó a llorar. Lloró y lloró, y después volvió a donde estaba Marya Morevna. Koshchei el inmortal no estaba en casa.

—¡Huyamos, Marya Morevna! —le dijo.

—¡Ay, príncipe Iván! Nos atrapará.

—Supongamos que nos atrapa. En todo caso habríamos podido pasar una o dos horas juntos.

Así que prepararon sus cosas y huyeron. Cuando Koshchei el inmortal volvía a casa, su buen corcel se puso inquieto.

—¿Qué te pasa, querido Jade?, ¿has percibido algún mal?

—El príncipe Iván se ha llevado a Marya Morevna.

—¿Y es posible alcanzarlos?

—Es posible sembrar cebada, esperar a que crezca, cosecharla, trillarla, fermentarla y hacer cerveza, emborracharnos con ella, dormir la mona y luego salir en su búsqueda y aun así llegaríamos a tiempo.

Koshchei salió a todo galope y atrapó al príncipe Iván.

—¿Acaso no te dije que verías a Marya Morevna tanto como a tus propias orejas? —le dijo y se la llevó consigo a su casa. El príncipe Iván se quedó ahí solo. Lloró y lloró, luego volvió con Marya Morevna, cuando Koshchei estaba fuera de casa.

—¡Huyamos, Marya Morevna!

—¡Ay, príncipe! Nos atrapará y te cortará en pedazos.

—Que lo haga. No puedo vivir sin ti.

Prepararon sus cosas y huyeron.

Koshchei el inmortal volvía a casa cuando su buen corcel vaciló en seguir el camino.

—¿Qué te pasa?, ¿percibes algún peligro?

El príncipe Iván ha venido y se ha llevado a Marya Morevna.

Koshchei salió a todo galope, atrapó al príncipe Iván, lo cortó en pedacitos, los echó en un barril, lo untó con brea, le puso anillos de hierro y lo echó al mar, y se llevó consigo a Marya Morevna.

Justo en ese momento los objetos que el príncipe Iván había dejado con sus cuñados se pusieron negros.

—¡Vaya! —exclamaron—. El mal se ha consumado.

Entonces el águila se dio prisa y llegó hasta el mar, sujetó el barril y lo arrastró a la orilla; el halcón salió volando en busca del Agua de la vida; y el cuervo en busca del Agua de la muerte.

Luego se reunieron los tres, abrieron el barril, sacaron los restos del príncipe Iván, los lavaron y los colocaron en orden.

El cuervo los roció con el Agua de la muerte y las partes se juntaron, el cuerpo volvió a ser uno solo. El halcón lo roció con el Agua de la vida, y el príncipe Iván se sacudió, se levantó y dijo:

—¡Vaya! ¡Cuánto tiempo he dormido!

—Te habrías quedado dormido por mucho más tiempo si no fuera por nosotros —respondieron sus cuñados—. Ahora ven a visitarnos.

—Me temo que no, hermanos. Iré a buscar a Marya Morevna.

Y una vez que la encontró le dijo: “Averigua de dónde sacó Koshchei un corcel tan bueno”.

Entonces Marya Morevna buscó el momento propicio y le preguntó a Koshchei sobre su corcel.

—Tres veces más allá de las nueve tierras, en el treceavo reino, del otro lado del río feroz, vive Baba Yaga. Ella tiene una yegua tan buena que volando le da la vuelta al mundo en un solo día. Y tiene otras yeguas maravillosas. Yo cuidé sus cuadrillas por tres días sin perder ni un solo caballo y a manera de pago, Baba Yaga me dio un potro.

—¿Pero cómo cruzaste ese río tan bravo?

—Tengo un pañuelo mágico. Lo agito tres veces en la mano derecha y aparece un puente muy cómodo que el fuego no logra alcanzar.

Marya Morevna escuchó esto y se lo repitió al príncipe Iván, le quitó a Koshchei el pañuelo y se lo dio al príncipe. Así fue que cruzó el río y llegó hasta donde estaba Baba Yaga. Pasó un largo tiempo sin comer ni beber nada hasta que por fin encontró a una extraña ave con sus crías y le dijo:

—Me comeré a uno de esos polluelos.

—¡No te lo comas, príncipe Iván! —le dijo el ave—. Llegado el tiempo yo te haré un favor a cambio.

Continuó su camino y vio una colmena de abejas en el bosque.

—Me voy a comer un trozo del panal —dijo.

—No perturbes mi colmena, príncipe Iván —le dijo la abeja reina—. Llegado el momento te haré un favor a cambio.

Por lo que dejó en paz la colmena y siguió adelante. Entonces encontró una leona con su cachorro.

—Como sea, me comeré este cachorro de león —dice el príncipe—. Tengo tanta hambre que me siento enfermo.

—Por favor déjanos en paz, príncipe Iván —le suplica la leona—. Llegado el momento te haré un favor a cambio.

—Muy bien, que sea como tú quieras.

Hambriento y a punto de desmayarse siguió adelante, caminó más y más lejos hasta que por fin llegó a la casa de Baba Yaga. Alrededor de la casa había doce estacas formando un círculo. En la punta de once de ellas había una cabeza clavada.

Sólo la doceava permanecía libre.

—¡Hola, abuela!

—Hola, príncipe Iván. ¿De dónde vienes? ¿Viniste por gusto o te lo ordenaron?

—He venido a ganarme un corcel heroico de los que tienes.

—¡Que así sea, príncipe! No tendrás que trabajar para mí un año entero, sino sólo tres días. Si cuidas bien a mis yeguas, te daré un corcel heroico, pero si no lo haces, pues me temo que tu cabeza ocupará la punta de la última estaca que está ahí.

El príncipe Iván aceptó los términos. Baba Yaga le dio de comer y de beber y lo dejó a sus anchas. Pero tan pronto llevó las yeguas a campo abierto, éstas alzaron la cola y salieron corriendo por los montes en todas direcciones. Antes de que el príncipe tuviera tiempo de buscarlas, ya se habían perdido de vista. Entonces el príncipe comenzó a llorar y a inquietarse, y luego se sentó sobre una roca y se quedó dormido. Pero cuando estaba a punto de caer la noche, el extraño pájaro llegó volando hasta él, lo despertó y le dijo:

—¡Levántate, príncipe! Las yeguas ya están en casa.

El príncipe se levantó y volvió a casa y encontró a Baba Yaga regañando enfurecida a sus yeguas, les gritó:

—¿Para qué volvieron?

—¿Cómo no íbamos a regresar? si llegaron pájaros de todas partes del mundo a picotearnos y casi nos sacan los ojos.

—¡Bueno, está bien! Mañana no se vayan corriendo por los llanos, dispérsense por la espesura del bosque.

El príncipe durmió toda la noche. Por la mañana, Baba Yaga le dice:

—Te advierto, príncipe, que si no cuidas bien a mis yeguas, si se te pierde una sola… ¡Tu osada cabeza quedará clavada en esa estaca!

Sacó las yeguas al campo. Inmediatamente alzaron la cola y se dispersaron por la espesura del bosque. De nuevo el príncipe se sentó sobre la piedra y volvió a llorar y a llorar hasta que se durmió. El sol terminaba de ponerse detrás del bosque cuando llegó corriendo la leona.

—¡Levántate, príncipe Iván! Las yeguas están dentro.

El príncipe Iván se levantó y se fue a la casa. Baba Yaga les gritó a sus yeguas más que la vez anterior:

—¡Para qué regresaron!

—¡Cómo íbamos a evitarlo! Nos salieron bestias de caza por todas partes, corrían hacia nosotras y casi nos hacen pedazos.

—Está bien. Mañana huyan por el mar.

De nuevo el príncipe Iván durmió toda la noche. A la mañana siguiente Baba Yaga mandó por él para que cuidara las yeguas.

—¡Si no las cuidas bien, tu osada cabeza quedará clavada en esa estaca! —le dijo.

Sacó las yeguas al campo. De inmediato alzaron la cola y desaparecieron de su vista, pues huyeron hacia el mar. El príncipe Iván se sentó sobre la roca, lloró y se quedó dormido.

Pero cuando el sol se metió en el bosque, una abeja llegó volando y le dijo:

—¡Levántate, príncipe! Las yeguas están en su sitio, pero cuando llegues a la casa no dejes que te vea Baba Yaga, ve directo al establo y escóndete detrás de los comederos. Ahí encontrarás un potrillo triste dando vueltas en el fango. Róbatelo y en la noche huye de la casa con él.

El príncipe Iván se levantó, se metió al establo y se escondió detrás de los comederos, mientras Baba Yaga estaba regañando a sus yeguas y les gritaba:

—¿Por qué volvieron?

—¡Cómo no íbamos a volver si llegaron montones de abejas de todas partes del mundo y comenzaron a picarnos hasta que nos sacaron sangre!

Baba Yaga se fue a dormir. Bien entrada la noche el príncipe Iván se robó al potrillo triste, lo ensilló, saltó sobre él y se fue galopando hasta el río salvaje. Cuando llegó ahí agitó tres veces el pañuelo con la mano derecha y de pronto, saliendo de quién sabe dónde, se desplegó alto en el aire un magnífico puente que cruzaba el río. El príncipe cruzó el puente a caballo y agitó el pañuelo solamente dos veces con la mano izquierda y así quedó sobre el río el puente, un puente muy estrecho.

Cuando Baba Yaga se levantó en la mañana, no pudo encontrar al potrillo triste, así que se fue en su búsqueda. Salió volando sobre un mortero de hierro, dándole velocidad mientras lo apuraba con la piedra de moler y barría los restos a su paso. Llegó a toda prisa hasta el río salvaje, echó un vistazo y dijo: “¡Un magnífico puente!” Se apresuró a cruzarlo, pero iba a la mitad del camino cuando el puente se partió y Baba Yaga cayó en el río. La suya fue en verdad una muerte cruel.

El príncipe Iván engordó al potrillo en los verdes pastizales y éste se convirtió en un magnífico corcel. Luego cabalgó hasta donde estaba Marya Morevna. Ella salió corriendo a recibirlo y se abrazó a su cuello y le dijo:

—¿Cómo es que Dios te ha devuelto la vida?

—Pues ya ves. Ahora ven conmigo.

—Temo que si Koshchei nos atrapa volverá a cortarte en pedacitos.

—No podrá alcanzarnos. Esta vez tengo un corcel heroico estupendo; vuela como un ave —dijo, montaron el caballo y se fueron a todo galope.

Koshchei el inmortal volvía a casa cuando su caballo vaciló en el camino.

—¿Qué es lo que ocurre, triste Jade?, ¿por qué dudas al seguir el camino?

—El príncipe Iván ha venido a llevarse a Marya Morevna.

—¿Podemos darles alcance?

—¡Sólo Dios sabe! El príncipe Iván tiene un caballo que es más rápido que yo.

—Pues no puedo soportarlo —dijo Koshchei—. Vamos a perseguirlos.

Después de un tiempo encontró al príncipe, descansando; estaba a punto de cortarlo en pedazos con su filosa espada, pero en ese momento el caballo del príncipe le dio una coz a Koshchei el inmortal con todas sus fuerzas y le rompió el cráneo. Después el príncipe lo remató con un palo. Luego formó una pila de leña, le prendió fuego y quemó a Koshchei el inmortal en la pira, recogió las cenizas y las echó al viento.

Entonces Marya Morevna montó el caballo de Koshchei; el príncipe, el suyo y se dirigieron a visitar primero al cuervo, luego al águila y finalmente al halcón. Adonde iban eran recibidos con gran alegría.

—Vaya, príncipe. La verdad es que no esperábamos verte de nuevo. Pero no fueron en vano tantas dificultades. Uno podría recorrer todo el mundo y nunca encontraría una belleza como la de Marya Morevna.

Y así visitaron a sus amigos, disfrutaron los festines y al final se fueron a su propio reino.

FIN

5. El ladrón de negro y el caballero de Glen

Un 

Hace muchos años había en el sur de Irlanda un rey y una reina que tenían tres hijos, todos niños hermosos; pero su madre, la reina, enfermó de muerte cuando ellos era aún muy jóvenes. Esto causó gran pesar en la corte, particularmente en el rey, su esposo, quien no podía consolarse con nada. Al ver que la muerte se acercaba, la reina mandó llamar al rey y le dijo lo siguiente:

—Ahora voy a dejarte. Y como eres joven y estás en la flor de la vida, es de esperarse que vuelvas a casarte después de mi muerte. Lo único que te pido es que construyas una torre en una isla en el mar, adonde mantendrás escondidos a tus tres hijos hasta que lleguen a una edad en que puedan ser independientes. Así no estarán bajo la influencia de otra mujer. No olvides darles una educación como la que su linaje exige y déjalos que reciban todo el entrenamiento necesario en los ejercicios y pasatiempos que todo hijo de un rey debe aprender. Esto es todo lo que tengo que decirte. Adiós.

El rey, con lágrimas en los ojos, apenas tuvo tiempo de asegurarle que haría todo lo que le pedía, mientras ella giraba en la cama y con una sonrisa entregaba el espíritu. Nunca hubo un duelo tan sentido en la corte y en todo el reino; pues en todo el mundo no se podía hallar a una mejor mujer, rica o pobre, que la reina. Fue enterrada con gran pompa y con honores, y el rey, su esposo, estuvo inconsolable por su pérdida.

Sin embargo construyó la torre y colocó dentro a sus hijos bajo el cuidado de excelentes guardianes, tal como lo había prometido.

Al cabo de un tiempo los señores y caballeros del reino le aconsejaron al rey (dado que aún era joven) que no siguiera viviendo como hasta entonces y que se consiguiera una esposa; después de discutirlo en un consejo escogieron a una rica y hermosa princesa para que fuera su consorte. Era la hija de un rey vecino, con quien el rey llevaba muy buena amistad.

Poco tiempo después la reina tuvo un hijo, lo cual fue motivo de fiesta y regocijo en la corte; tanto que de alguna manera todos se olvidaron de la otra reina. Todo salió bien y el rey y la reina vivieron juntos y felices por varios años.

Después de un tiempo, la reina visitó a la cuidadora de aves, pues tenía un asunto personal que tratar con ella. Después de hablar con ella por un largo rato, la reina estaba a punto de irse cuando la cuidadora de aves le dijo que si la reina volvía por ahí, le rompería el cuello. La reina, muy enojada por semejante insulto proveniente de una de sus súbditas más bajas, le exigió de inmediato una explicación o la castigaría con la muerte.

—Más le valdría pagarme muy bien por lo que voy a decirle, señora, pues se trata de algo que le afecta directamente.

—¿Y con qué debería pagarte? —preguntó la reina.

—Debe darme una paca completa de lana y llenar con mantequilla una vieja cubeta que tengo, y darme también un barril lleno de trigo.

—¿De cuánta lana debería estar llena la paca?

—De la lana trasquilada de siete hordas de ovejas, más lo que aumenten por siete años.

—¿Y cuánta mantequilla se necesita para llenar tu cubeta?

—La de siete establos y lo que produzcan por siete años más.

—¿Y con cuánto se llenará tu barril?

—Se necesitará un aumento de siete barriles de trigo por siete años.

—Es una gran cantidad —dijo la reina—, pero debe tratarse de un motivo extraordinario y antes de que sea algo que me haga falta, te daré lo que me pides.

—Vaya, pues se debe a que eres tan estúpida que no te fijas en los asuntos que son más peligrosos y dañinos para ti y para tu hijo.

—¿Qué dices? —le pregunta la reina.

—Nada, sólo que el rey, tu esposo, tiene tres bellos hijos que tuvo con la reina anterior, a los que tiene encerrados en una torre hasta que sean mayores de edad. Después piensa dividir el reino entre ellos y dejará a tu hijo que se busque su fortuna por sus propios medios. Si no encuentras la manera de destruirlos, tu hijo y tal vez tú misma se van a ver sin nada al final.

—¿Y qué me aconsejas que haga? No sé cómo actuar en este asunto.

—Debes hacer que el rey sepa que ya te enteraste de sus hijos y mostrarte sorprendida de que te lo hubiera ocultado todo este tiempo. Dile que quieres verlos y que ya es tiempo de liberarlos y que estás deseosa de que los traiga a la corte.

El rey así lo hará y habrá un gran festín para la ocasión y también mucho entretenimiento para toda la gente. Habrá concursos y entonces tú le dirás a los hijos del rey que jueguen una partida de cartas contigo, a lo que no se negarán.

Y entonces tú harás una apuesta con ellos. Les dirás que si tú ganas la partida, ellos deberán hacer lo que les pidas; y que si ellos ganan, tú harás lo que te pidan. Debes hacer el trato con ellos antes de que se sienten a jugar. Toma este paquete de cartas con el que no vas a perder.

La reina tomó el paquete de cartas y, tras darle las gracias a la cuidadora de aves por sus amables consejos, volvió al palacio, donde estuvo bastante nerviosa hasta que logró hablar con el rey sobre sus hijos. Por fin logró plantearle el asunto de una manera muy cortés, para que no pudiera notar que había algún plan detrás. El rey aceptó de buena gana lo que le pedía y mandó traer a sus hijos de la torre, quienes con gusto acudieron a la corte. Estaban felices de haber sido liberados de su confinamiento. Eran muy apuestos y más que diestros en todas las artes y ejercicios propios de su condición, por lo que se ganaron el cariño y la estima de todos los que los veían.

A la reina, más celosa de ellos que nunca, le pareció una eternidad hasta que la fiesta y el regocijo terminaron, para que pudiera hacerles su propuesta, cuyo éxito dependía sobre todo del poder de las cartas que le había dado la cuidadora de aves. Al cabo de un rato, la asamblea real comenzó a entretenerse con juegos, concursos y todo tipo de diversiones, y la reina —con astucia— retó a los tres príncipes a jugar una mano de cartas, haciendo la apuesta con ellos como se lo había dicho la cuidadora.

Aceptaron el reto y el hijo mayor y ella jugaron una primera partida, la cual ganó la reina; jugó con el segundo y también ganó la partida, luego jugó con el hijo menor, pero éste ganó, lo que ella lamentó en gran medida, pues no tenía poder sobre él como con los demás. El hijo menor era por mucho el más apuesto y el más querido de los tres.

Todo el mundo estaba ansioso de escuchar cuáles serían las órdenes de la reina para los dos príncipes sin sospechar que ella tenía malas intenciones. Ya fuera por instrucciones de la cuidadora de aves o por su propia iniciativa —eso no lo sé— les dijo que debían traerle el corcel de las campanas del caballero de Glen o perderían la cabeza.

Los jóvenes príncipes no se inquietaron en lo absoluto, pues no sabían lo que tenían que hacer, pero toda la corte quedó sorprendida de la petición de la reina, pues ella sabía perfectamente que era imposible que trajeran el corcel de las campanas. Todo aquel que había ido en su búsqueda había muerto en el intento. Sin embargo, ellos no podían retractarse de la apuesta. Le pidieron al príncipe más joven que dijera cuál era la orden que le daría a la reina, ya que le había ganado la mano en la última partida.

—Mis hermanos emprenderán un viaje que, según entiendo, es bastante peligroso. No saben qué camino tomar ni qué pueda ocurrirles. Por ello he decidido ir con ellos, pase lo que pase. Mi orden es que la reina deberá permanecer en la torre más alta del palacio hasta que volvamos o se tenga por cierto que estamos muertos. Por alimento tendrá granos de maíz y agua fría para beber, así sea por más de siete años.

Ya con todo dispuesto, los tres príncipes salieron de la corte en busca del palacio del caballero de Glen. Después de andar el camino encontraron a un hombre medio cojo. El menor de los príncipes le preguntó su nombre y cuál era el motivo por el que llevaba un sombrero negro tan particular.

—Me llaman “El ladrón de Sloan” y a veces “El ladrón de negro” por mi sombrero —respondió el hombre, quien les contó muchas de sus aventuras y volvió a preguntarles a dónde iban o cuál era el motivo de su viaje.

El príncipe, dispuesto a satisfacer su curiosidad, le contó su historia de principio a fin. “Y ahora estamos viajando sin saber si vamos por el camino correcto”.

—¡Ay, queridos amigos! No saben el peligro que corren —les dijo el ladrón—. Yo llevo siete años detrás de ese caballo y no he podido robármelo porque está en el establo y lo tienen cubierto con una sábana de seda con sesenta campanas, de manera que cuando uno se acerca, el caballo se da cuenta y se agita, y el sonido de las campanas no solamente da aviso al príncipe y a sus guardias, sino a todo el pueblo. Es imposible acercarse al caballo y todos aquellos que han sido capturados intentándolo, han sido arrojados en una enorme caldera con agua hirviendo.

—¡Dios mío! —exclamó el príncipe—¿Qué haremos? Si volvemos sin el corcel perderemos la cabeza. Estamos entre la espada y la pared.

—Vaya, si yo estuviera en su lugar preferiría morir a manos del caballero que de la cruel reina. Además, yo iré con ustedes y les indicaré el camino. Cualquiera que sea su destino, yo correré el mismo riesgo que ustedes.

Le agradecieron mucho su amabilidad y como el ladrón conocía muy bien el camino, no tardaron mucho en llegar a unos metros del castillo del caballero.

—Vamos a esperar aquí hasta que caiga la noche —dice el ladrón—, pues conozco muy bien cada rincón del lugar y sé que si hay un momento en que tendremos una oportunidad es cuando todos estén descansando, pues el corcel es el único guardia que mantiene el caballero durante la noche.

Tal como lo planearon, a media noche los tres hijos del rey y el ladrón de Sloan intentaron llevarse el corcel de las campanas, pero antes de que pudieran llegar hasta el establo, el caballo relinchó tan fuerte y se sacudió de tal modo, que las campanas sonaron con gran estruendo y en un momento se despertaron el caballero y sus hombres.

El ladrón de negro y los hijos del rey intentaron escapar, pero de inmediato se vieron rodeados, fueron hechos prisioneros y fueron llevados a ese terrible lugar del castillo donde el caballero tenía la enorme caldera con agua hirviendo en la que arrojaba a los criminales que se cruzaban en su camino, quienes se consumían por completo en cuestión de un instante.

—¡Ladrones! —les dice el caballero de Glen—. ¿Cómo se atreven a intentar robar mi corcel? Ahora verán la recompensa por semejante locura. No voy a arrojarlos al caldero a todos juntos, sino uno por uno, para que el último pueda ver el terrible desenlace de sus desafortunados compañeros.

Después de decir esto ordenó a sus sirvientes que avivaran el fuego: “vamos a hervir primero al que parece el mayor de estos jóvenes y así continuaremos hasta llegar al último de ellos, este viejo campeón del sombrero negro. Parece que es el capitán y se ve como alguien que ha pasado por varios trabajos en la vida.

—Una vez estuve tan cerca de la muerte como lo está ahora el príncipe y escapé, así como él también habrá de escapar ahora —dice el caballero de negro.

—No. Nunca estuviste tan cerca como él, pues se encuentra a escasos minutos del fin de su vida.

—Pues yo estuve a menos de eso de la muerte y heme aquí. —¿Cómo fue eso? —pregunta el caballero—. Me gustaría escuchar la historia. Me parece algo imposible.

—Caballero, si después de escuchar mi relato le parece que el peligro en el que yo estuve fue mayor al que está ahora este joven, ¿le perdonaría su crimen?

—Así lo haré —responde el caballero—. Cuéntame tu historia.

—Cuando era muy joven —comenzó su relato el ladrón— yo era muy inquieto y me metía en muchos problemas.

Una vez en particular, mientras estaba de paseo; yo era muy ignorante y no lograba encontrar un lugar para pasar la noche, a fin di con un antiguo horno y como estaba muy cansado me subí en él y me recosté sin nada con qué cubrirme.

No llevaba mucho tiempo cuando de pronto vi a tres brujas que se aproximaban con tres bolsas de oro cada una. Pusieron sus bolsas debajo de la cabeza como si ya se fueran a dormir.

Y escuché a una de ellas decirles a las otras que si por la noche llegaba el ladrón de negro mientras ellas dormían, no les dejaría ni un centavo. Me di cuenta por lo que decían que todo mundo les había hablado de mí. Yo permanecí en completo silencio mientras hablaban. Al cabo de un rato se durmieron, yo bajé del horno sin hacer ruido y junté unos montones de hierba que coloqué debajo de la cabeza de cada una y huí con el oro lo más rápido que pude.

No había avanzado mucho en el camino cuando de pronto vi un galgo, una liebre y un halcón que venían detrás de mí. Pensé que debían ser las brujas, que habían cobrado esas formas para que pudieran verme por tierra o por agua.

Al ver que no se habían transformado en seres terribles, me decidí a atacarlas, pensé que podría destruirlas fácilmente con mi espada. Pero tras considerar que tal vez tendrían el poder suficiente para revivir, abandoné mi idea y trepé un árbol con dificultad; en una mano llevaba mi espada y en la otra, el oro.

Y cuando llegaron al árbol se dieron cuenta de lo que había hecho y volviendo a hacer uso de sus artes diabólicas, una de ella se transformó en el yunque, y otra en un pedazo de hierro, con el que la tercera formó un hacha. Comenzó a cortar el árbol y al cabo de una hora logró sacudirlo con fuerza y poco después el tronco comenzó a doblarse y supe que uno o dos golpes más derribarían definitivamente el árbol. Entonces creí que mi muerte era ya inevitable, al considerar que ellas eran muy poderosas y podrían terminar con mi vida muy pronto pero justo cuando la tercera bruja estaba a punto de dar el golpe que terminaría con mi destino, el gallo cantó y las brujas desaparecieron, no sin antes recobrar sus formas naturales por miedo a que las reconocieran y yo me vi a salvo con mis bolsas de oro.

Ahora, estimado caballero de Glen, dígame si esa no es la aventura más extraordinaria que usted haya escuchado, el haber estado a un golpe de hacha de terminar con mi vida y que además el golpe fuera dado, y escapar después de todo.

—Vaya, no puedo negar que en efecto es una historia extraordinaria —dice el caballero de Glen— y por ese motivo le perdonaré su crimen a este joven; así que aviven el fuego, pues voy a hervir a este otro.

—Me parece —dice el ladrón de negro— que él tampoco va a morir en esta ocasión.

—¿Y cómo es eso? —dice el caballero—. No tiene escapatoria.

—Pues yo escapé de una muerte más inminente que si estuviera a punto de ser arrojado en la caldera y espero que también sea el caso para él.

—¿Acaso has estado en otra situación igual de peligrosa? —pregunta el caballero—. También me encantaría escuchar este relato, y si es tan maravilloso como el anterior, también le perdonaré la vida a este joven como lo hice con el otro.

—Como ya he dicho antes, mi manera de vivir no era buena —continuó su relato el ladrón— y en una ocasión, al encontrarme sin dinero y sin ninguna perspectiva de algo digno de atención, me vi en duros aprietos. En eso murió un rico obispo del vecindario en el que entonces me encontraba y escuché que lo habían enterrado con muchas joyas y ropas costosas, de las que en breve me haría dueño según mis planes. Por consiguiente, esa misma noche puse manos a la obra. Al llegar al lugar descubrí que se encontraba hasta el fondo de una gran cripta oscura, a la que me acerqué lentamente. Me adentré un poco en la cripta y en eso escuché un ruido de pasos que se dirigían hacia mí rápidamente. Y aunque por naturaleza soy valiente y atrevido, al pensar en el obispo muerto y en el crimen en que me veía envuelto, perdí el valor y corrí hacia la entrada de la cripta. Había dado unos cuantos pasos cuando observé que entre el lugar donde yo estaba y la luz de la entrada estaba de pie un hombre alto, de negro. Como tenía mucho miedo y no sabía por dónde pasar, saqué la pistola y le disparé, y el cayó en la entrada. Al ver que aún conservaba la forma humana, me di cuenta de que no podía ser el fantasma del obispo, así que me recobré del miedo que tenía y me regresé hasta el fondo de la cripta donde encontré un gran costal y tras examinar el cadáver supe que ya había sido saqueado y que el hombre a quien yo había tomado por un fantasma en realidad era un miembro de su propio clero. Entonces lamenté mucho haber tenido la mala suerte de matarlo, pero no podía hacer nada. Tomé el costal que contenía todas las pertenencias de valor y me dispuse a salir de tan melancólica morada, pero en cuanto llegué a la entrada de la cripta vi a los guardias que venían hacia donde yo estaba y los escuché decir que revisarían la cripta, pues el ladrón de negro no dudaría ni un segundo en robar las pertenencias del cadáver si se encontraba cerca de ahí. No sabía qué hacer, pues si me veían, sin duda perdería la vida. En aquel entonces todo mundo estaba al pendiente de mí, aunque no había nadie lo suficientemente atrevido para enfrentarse a mí directamente. Sabía muy bien que en cuanto alguien me viera, me dispararía como a un perro.

Sin embargo, no tenía tiempo que perder. Levanté al hombre que había matado para hacerlo parecer como si estuviera de pie, me oculté detrás de su cuerpo lo mejor que pude para que los guardias pudieran verlo al llegar a la cripta. Al ver a aquel hombre, quien vestía de negro, uno de los guardias gritó que se trataba del ladrón de negro, sacó su pistola y le disparó. Dejé caer al hombre y me escondí en un pequeño y oscuro rincón a la entrada del lugar. Cuando vieron caer al hombre corrieron hacia la cripta y siguieron hasta el fondo sin detenerse. Me imagino que temían que hubiera otros más con aquel que habían matado. Pero mientras estaban ocupados inspeccionando el cadáver y el interior de la cripta para ver qué cosas faltaban, me escurrí hacia fuera y me eché a correr y nunca pudieron capturar al ladrón de negro.

—Mi valiente amigo —dice el caballero de Glen— veo que has sobrevivido a varios peligros; has liberado a estos dos príncipes con tus historias, pero me temo que este joven tendrá que sufrir por los demás. Aunque si eres capaz de contarme algo tan maravilloso como lo que me has contado, también a él lo perdonaré. Este muchacho me inspira mucha compasión y no me gustaría matarlo si se puede evitar.

—Sucede que he reservado mi mejor relato para salvarlo a él, pues es al que más estimo de los tres.

—Bien. Escuchémoslo.

—Un día estaba en una de mis travesías y llegué a un gran bosque en el que estuve paseando largo rato sin poder salir de él. De pronto vi un gran castillo y el cansancio me llevó a sus puertas. Encontré a una mujer que lloraba con un bebé sentado sobre sus rodillas. Le pregunté por qué lloraba y dónde estaba el señor del castillo, pues me extrañó mucho no ver el trajín de sirvientes ni la presencia de nadie más en el lugar.

“Mejor para ti que no esté el señor del castillo”, me dice la mujer, “pues es un gigante monstruoso con un solo ojo en la frente y que se alimenta de carne humana. Me trajo a este niño. No sé de dónde lo sacó y me ordenó que haga un pastel con él, y no puedo sino llorar por semejante orden”.

Le dije que si ella conocía algún lugar en donde pudiera dejar a salvo al niño, lo haría con gusto, pues sería mejor esconderlo que permitir que ese monstruo lo matara.

Me habló de una casa no muy lejos de ahí en la que una mujer podría cuidar al pequeño. “¿Pero qué haré con el pastel?”, me preguntó.

“Córtale un dedo al niño. Yo te traeré un lechón del bosque al que cocinarás como si fuera el niño y colocarás su dedo en un lugar estratégico. Así, si el gigante duda de que lo hayas cocinado, tú podrás mostrárselo y él se convencerá de que el pastel fue hecho con carne humana”.

Le pareció bien mi propuesta, le cortó un dedo al niño y yo me lo llevé al lugar que me indicó siguiendo sus instrucciones.

Después le traje el lechón y preparó el pastel, yo comí y bebí con mucho gusto, y precisamente cuando ya me preparaba para irme, vimos al gigante entrar por las puertas del castillo.

“Dios mío, ¿qué vas a hacer ahora?”, exclamó, “huye y escóndete entre los cadáveres que tiene en ese cuarto y desvístete para que no note nada raro en caso de que entre ahí”. Seguí su consejo y me acosté entre los cuerpos como si estuviera muerto, para ver cómo reaccionaba el gigante. Lo primero que hizo fue pedir su pastel. Cuando ella lo puso en la mesa, él dijo que olía a carne de puerco, pero como ella sabía dónde estaba el dedo que había escondido, éste apareció al momento en que le servía su porción y esto convenció al gigante. Pero el pastel sólo sirvió para aumentar su apetito y lo escuché afilar su cuchillo y decir que comería una o dos rebanadas más de carne, pues no se sentía satisfecho todavía.

Imaginen el horror que sentí cuando escuché al gigante remover los cuerpos y luego ver cómo me sujetaba y me cortaba un trozo de cadera que se llevó para asarla. Pueden estar seguros de que sentía muchísimo dolor, pero el miedo a que me matara me impidió soltar el menor grito. Una vez que acabó de comer comenzó a beber varios licores fuertes y en poco tiempo ya no podía mantener la cabeza en alto, por lo que se recostó sobre una cesta gigante que él mismo había hecho para ello y se quedó dormido. Cuando escuché que roncaba le pedí a la mujer que cubriera mi herida con un pañuelo, luego tomé el asador del gigante, lo metí al fuego hasta que estuvo al rojo vivo y se lo clavé en el ojo, pero no logré matarlo.

Le dejé el asador clavado en el ojo y salí corriendo, pero él, aunque ciego, me persiguió. Me arrojó un anillo mágico que tenía y que cayó sobre mi dedo gordo del pie, al cual se quedó pegado.

Entonces el gigante llamó al anillo y para gran sorpresa mía, éste le respondió que estaba en mi pie, él se guió con el sonido y en eso dio un salto para atraparme, pero por suerte pude evitar que me atrapara gracias a que yo sí podía ver, por fortuna logré escapar del peligro. Sin embargo me di cuenta de que de nada me serviría correr mientras tuviera pegado a mi dedo el anillo, así que tomé mi espada y me corté el dedo y los arrojé a un lago que estaba muy cerca. El gigante volvió a llamar al anillo, el cual gracias al poder de encantamiento siempre le respondía, pero él, como no sabía lo que yo había hecho, pensaba que el anillo aún estaba en alguna parte de mi cuerpo y dio un gran salto para atraparme; cayó en el lago y se ahogó. Ahora bien, estimado caballero, como podrá ver he estado frente a varios peligros y siempre he logrado escapar, pero después de esta aventura quedé cojo a causa de la pérdida de mi dedo gordo del pie.

—¡Ay, señor mío! —exclama una anciana que había estado escuchando—. Sé bien que esa historia es verdad, pues yo soy esa mujer que habitaba en el castillo del gigante y tú, señor mío, el niño que iba a convertir en un pastel. Y éste es el hombre que salvó tu vida, lo que bien puedes reconocer por el dedo que te falta y que te fue arrancado para engañar al gigante.

El caballero de Glen, muy sorprendido por lo que había oído decir a la anciana, y sabiendo que le faltaba un dedo desde que era un niño, comprendió que la historia era verdad.

—¿Y es éste el hombre que me liberó? Vaya, valiente amigo. No sólo los perdono a todos, sino podrán quedarse aquí conmigo mientras yo viva, podrán tener una vida de príncipes y serán tratados como a mí mismo.

Todos le dieron las gracias, aún de rodillas, y el ladrón de negro le explicó por qué habían intentado robar el Corcel de las campanas y por qué tenían gran necesidad de regresar a casa. —Pues en ese caso, mejor les concedo el caballo en lugar de que muera este joven valiente; así que pueden irse cuando quieran, sólo no olviden venir a visitarme de vez en cuando, que la pasaremos muy bien.

Prometieron que lo harían, y con gran alegría los príncipes se dirigieron hacia el palacio de su padre y el ladrón de negro fue con ellos.

La malvada reina había estado encerrada en la torre todo este tiempo, y al escuchar el tañer de las campanas a la distancia supo que los príncipes ya estaban de vuelta a casa y que traían el corcel y fueron tales su resentimiento y humillación que se arrojó desde la torre partiéndose en pedazos.

Los tres príncipes vivieron felices y muy bien durante el reinado de su padre, y el ladrón de negro siempre estuvo a su lado; pero no se sabe cómo les fue tras la muerte del rey.

FIN

6. El ladrón experto

Un 

Érase una vez un granjero que tenía tres hijos. No tenía ninguna propiedad para heredarles ni medios para encauzarlos hacia un modo de ganarse la vida, y no sabía qué hacer; así que les dijo que tenían su permiso para dedicarse a lo que quisieran e irse al lugar de su preferencia. También les dijo que los acompañaría de buena gana una parte del camino. Llegó con ellos hasta un lugar donde el camino se dividía en tres; ahí cada uno de los hijos tomó un sendero, el padre se despidió de ellos y volvió a su casa. Nunca pude saber qué fue de los dos hijos mayores, pero el menor viajó bastante y llegó lejos.

Sucedió que una noche, mientras se adentraba en un bosque, cayó una terrible tormenta. El viento pegaba tan fuerte y llovía de tal manera que con trabajos podía mantener los ojos abiertos y antes de que pudiera darse cuenta, ya se había salido de la ruta principal y de pronto no pudo encontrar camino ni sendero alguno. Pero siguió adelante y por fin vio una luz a lo lejos en el bosque. Pensó que debía hacer el esfuerzo de llegar hasta ahí y al cabo de un largo, largo rato lo logró.

Había una enorme casa en la que el fuego de la chimenea era tan intenso que podía deducirse que los habitantes aún no se habían ido a la cama. Así que entró a la casa y vio que había una anciana ocupada en cierto trabajo.

—¡Buenas noches, madre! —le dijo el muchacho.

—¡Buenas noches! —respondió la mujer.

—¡Hutetu! El tiempo está terrible allá afuera.

—Así es —dijo la anciana.

—¿Podría quedarme aquí a pasar la noche?

—No sería muy buena idea que pasaras la noche aquí.

Si la gente que vive en esta casa te encuentra, nos matarán a los dos.

—¿Qué clase de gente es? —preguntó el joven.

—Ladrones, gente así —dijo la anciana—. Me robaron cuando era pequeña y desde entonces he tenido que cuidar la casa.

—Creo que aun así voy a quedarme a dormir, sin importar lo que pase. No voy a salir al bosque en una noche como ésta.

—Pues peor para ti.

El joven se recostó en una cama que estaba ahí a un lado, pero no se atrevió a quedarse dormido y qué bueno que fue así, pues los ladrones llegaron y la mujer les dijo que un extraño había entrado a la casa y ella no había podido hacer que se fuera.

—¿Viste si traía dinero? —le preguntaron los ladrones.

—No es de los que tienen dinero, es un vago. Apenas tiene algo qué ponerse.

Entonces los ladrones comenzaron a murmurar entre sí sobre qué debían hacer con él, si debían asesinarlo o qué otras opciones había. Mientras tanto el muchacho se levantó y les dirigió la palabra. Les preguntó si no querían a un sirviente, pues a él le gustaría poder servirles.

—Está bien —respondieron—. Si piensas que puedes dedicarte a nuestro oficio, tal vez tengas un lugar entre nosotros.

—A mí no me importa cuál sea el oficio al que vaya a dedicarme —dijo el joven—, pues antes de irme de casa mi padre me dio permiso para tomar cualquier oficio que yo quisiera.

—¿Tienes inclinaciones por el oficio de ladrón?

—Sí —respondió el muchacho, pues pensó que era una actividad que no le tomaría mucho tiempo en aprender.

No muy lejos de ahí vivía un hombre que tenía tres bueyes, dicho hombre llevaría al pueblo a vender uno de sus animales.

Los ladrones sabían de esto, así que le dijeron al joven que si era capaz de robarle el buey al hombre en el camino, sin que se diera cuenta y sin hacerle ningún daño, tendría permiso para trabajar como sirviente del grupo. El joven se puso en marcha y se trajo consigo un zapato muy bonito que tenía una hebilla de plata que andaba por ahí en la casa. Puso el zapato sobre el camino por el que el hombre debía pasar con su buey y luego se escondió debajo de un arbusto. Cuando el hombre pasó por ahí vio el zapato inmediatamente.

—Ese sí que es un bonito zapato —dijo—. Si tuviera el par, me lo llevaría a casa y haría sonreír a mi mujer al menos por un día.

Pues tenía una esposa tan enojona y de mal carácter que el tiempo que le daba entre palizas era muy poco. Pero entonces pensó que de nada le serviría tener el zapato si no tenía el par, así que siguió su camino. Entonces el muchacho recogió el zapato y salió corriendo a toda prisa por el bosque para adelantarse al hombre y poner el zapato de nuevo frente a él por el camino.

Cuando el hombre llegó con su buey y vio el zapato se avergonzó de haber sido tan estúpido como para haber dejado en el piso el otro, en lugar de haberlo recogido. “Me voy a regresar en una carrera para traer el otro zapato”, pensó, “y así podré llevarle un buen par de zapatos a mi mujer y a lo mejor me dirá cosas bonitas por una vez en la vida”.

Volvió y buscó y buscó el otro zapato, pero no encontró nada. Al cabo de un rato se vio obligado a reanudar el camino con el zapato que llevaba en la mano.

Mientras tanto el joven había tomado el buey y había huido con él. Cuando el hombre llegó al lugar y vio que no estaba su buey, comenzó a llorar y a dar de gritos, pues temía que cuando su vieja esposa se enterara, lo golpearía terriblemente.

Pero entonces se le ocurrió regresar a casa y traer otro buey, llevárselo al pueblo y tener mucho cuidado de que su esposa no se enterara de nada. Así que eso hizo. Volvió a casa y se llevó el buey sin que su esposa lo supiera y tomó el camino al pueblo. Pero los ladrones sabían de todo esto porque tenían sus recursos mágicos. Y le dijeron al joven que si podía robarse este otro buey sin que el hombre se diera cuenta y sin hacerle ningún daño, entonces él pertenecería al grupo en condiciones de igualdad con ellos.

“No debe ser tan difícil”, pensó el muchacho.

Esta vez se llevó una cuerda que se pasó por debajo de los brazos y con la que se ató, colgado, a un árbol que estaba en el camino por el que el hombre debía pasar. Así el hombre llegó con su buey y cuando vio el cuerpo colgando del árbol tuvo una sensación muy extraña. 

—Qué pesada debió ser tu carga como para haberte ahorcado —exclamó—. Pero yo no puedo devolverte el aliento, así que por mí puedes permanecer ahí colgado.

Siguió su camino y el joven se bajó del árbol, corrió tomando un atajo y llegó antes a otro árbol del que también se colgó por donde debía pasar el hombre.

—Cómo me gustaría saber si en verdad sufrías tanto que terminaste por colgarte ahí o si sólo se trata de un duende el que tengo ante los ojos. En fin, por mí puedes seguir ahí colgado, seas un duende o no —dijo y siguió su camino con su buey.

Una vez más el muchacho volvió a hacer lo que ya había hecho dos veces, se bajó del árbol, corrió tomando un atajo y volvió a atarse a un árbol a mitad del camino por el que debía pasar el hombre.

Pero cuando el hombre volvió a ver esto se dijo a sí mismo:

“¡Qué mal está esto! ¿Será posible que los tres hubieran sido tan desdichados que se hubieran colgado de estos árboles? No, seguramente se trata de brujería, pero voy a descubrir la verdad. Si los otros dos continúan ahí colgados es que esto es verdad, pero si ya no están significa que todo es pura brujería.

Así que amarró al buey y volvió corriendo a ver si en verdad seguían los cuerpos colgados. Mientras hacía esto y revisaba en cada árbol, el joven bajó del árbol, tomó el buey y se fue.

Cualquiera podría imaginarse el coraje del hombre al volver y encontrarse con que ya no estaba su buey. Lloró e hizo un coraje muy fuerte, pero al final se calmó y se dijo que lo mejor era volver a casa y traerse el tercer buey sin que su esposa supiera y tratar de venderlo muy bien para obtener una buena cantidad de dinero. Así que volvió a casa y se llevó el tercer buey sin que su esposa lo notara. Pero los ladrones ya sabían esto y le dijeron al muchacho que si lograba robarle este buey como había robado los otros dos, sería el jefe de la banda. Así que el joven se fue al bosque y cuando el hombre se acercaba con su buey, el joven comenzó a gritar muy fuerte imitando el balido de un buey enorme. Cuando el hombre escuchó el sonido se puso muy contento, pues le pareció reconocer los balidos de su gran novillo, y pensó que ahora podía recuperar ambos. Así que ató el tercer buey y se fue corriendo en busca de los otros bueyes adentrándose en el bosque. Mientras tanto, el joven huía con el tercer buey. Cuando el hombre volvió y se dio cuenta de que también había perdido ese buey, se enojó tanto que lloró y se lamentó y por varios días no se atrevió a volver a casa, pues temía que su esposa lo matara. Los ladrones tampoco tomaron muy bien todo esto, pues ahora se veían forzados a reconocer al muchacho como el jefe de todos. Así que un día se decidieron a tramar algo que el muchacho no pudiera realizar, y entonces se fueron ellos juntos por el camino y dejaron a su líder solo en casa. Cuando estuvieron suficientemente lejos de casa, lo primero que hizo él fue llevarse a los bueyes al camino; los soltó y los animales se dirigieron a su casa a las manos del hombre del que fueron robados, por lo que éste se puso más que contento.

Luego sacó todos los caballos que tenían los ladrones y los cargó con las cosas más valiosas que pudo encontrar —vasijas de oro y plata y ropas finas y otras cosas maravillosas— y le dijo a la mujer que les diera sus saludos y las gracias a los ladrones de su parte y que les dijera que se había ido lejos y que les costaría mucho trabajo volver a encontrarlo, luego condujo los caballos fuera del patio. Después de un largo, largo tiempo llegó al camino por el que pasaba la vez que encontró a los ladrones. Y cuando estuvo muy cerca de su pueblo y vio la casa donde su padre vivía, se puso un uniforme que encontró entre las cosas que les había quitado a los ladrones, y que lo hacían lucir como un general y llegó hasta el patio con el porte de un gran hombre. Entonces entró a la casa y preguntó si podían darle alojamiento.

—No podemos —dijo su padre—. ¿Cómo podríamos darle posada a un caballero como usted? Apenas cuento con algo de ropa y sábanas para mí y mire qué harapos.

—Siempre has sido un hombre duro —dijo el joven— y seguirás siéndolo si no le das alojamiento a tu propio hijo. —¿Tú eres mi hijo?

—¿No me reconoces?

Entonces lo reconoció y le preguntó: “¿en qué trabajo has estado que te ha permitido convertirte en un gran hombre en tan poco tiempo?”

—Voy a contártelo. Tú me dijiste que podía dedicarme a cualquier cosa que yo quisiera, así que me hice aprendiz de unos ladrones, y tras haber cumplido con mi parte me he convertido en el ladrón experto.

Ahora bien, el gobernador de la provincia vivía cerca de la cabaña de su padre, y este gobernador tenía una casa muy grande y tanto dinero que ni siquiera sabía cuánto tenía, y también tenía una hija que era bonita y delicada, buena y muy lista. Así que el ladrón se decidió a tenerla por esposa y le dijo a su padre que fuera con el gobernador a pedir la mano de la joven. “Si te pregunta cuál es mi oficio, puedes decirle que soy un ladrón experto”.

—Debes estar loco —dijo el hombre—. No puedes estar en tus cabales si piensas algo tan tonto como eso.

—Debes ir con el gobernador y pedir la mano de su hija.

No puedes evitarlo —dijo el muchacho.

—Pero no me atrevo a ir con el gobernador y decirle eso.

Es un hombre con mucho dinero y tiene una gran riqueza de varios tipos.

—No hay opción —dijo el ladrón experto—. Debes ir lo quieras o no. Si con buenas palabras no puedo convencerte de que vayas, entonces tendré que utilizar malas palabras.

Pero el hombre no quería ir, así que el ladrón experto lo siguió, amenazándolo con una rama de abedul, hasta que acudió llorando y gimoteando a llamar a la puerta del gobernador de la provincia.

—Vaya, hombre. ¿qué asunto te trae por aquí? —le preguntó el gobernador.

Entonces le contó que tenía tres hijos que se habían ido un día, y cómo él les había dado permiso de ir adonde quisieran y tomar cualquier oficio que les gustara. “Ahora bien, el menor de ellos ha vuelto a casa y me ha amenazado para que viniera hasta aquí a pedir la mano de su hija para él y a decirle que él es el ladrón experto”, dijo el hombre y se puso a llorar y a lamentarse.

—No te aflijas, buen hombre —le dijo el gobernador riéndose—. Puedes decirle de mi parte que primero debe probar eso. Dile que si puede robarse la manija del asador de la cocina el domingo, mientras todos miramos, podrá casarse con mi hija. ¿Le puedes decir eso?

El hombre le dijo y el muchacho pensó que sería bastante fácil. Así que se puso a trabajar. Se dispuso a atrapar tres liebres vivas, las metió en una bolsa, se vistió con harapos de modo que parecía tan pobre que al verlo daba mucha lástima y con este disfraz se escurrió en el pasaje con todo y su bolsa el domingo por la tarde, como cualquier joven mendigo. El gobernador y todos los demás estaban en la cocina, vigilando el asador. Mientras tanto, el joven dejó salir una de las liebres de la bolsa, la cual se echó a correr por el patio.

—Miren esa liebre —decía la gente desde la cocina y quisieron salir a atraparla.

El gobernador también la vio, pero exclamó: “¡Dejen que se vaya! No tiene sentido intentar atrapar a una liebre cuando está corriendo!”

No pasó mucho tiempo antes de que el muchacho dejara escapar otra liebre, la cual volvió a llamar la atención de la gente reunida en la cocina y creyeron que era la misma. Así que de nuevo quisieron salir para atraparla, pero el gobernador les dijo que sería inútil.

Sin embargo, al poco rato el muchacho dejó escapar la tercera liebre, la cual echó a correr por todo el patio. Las personas en la cocina la vieron y creyeron que era la misma, así que quisieron salir a atraparla.

—¡Es una liebre notable! —exclamó el gobernador—. Veamos si podemos atraparla —así que salió al patio y los demás hicieron lo mismo y persiguieron a la liebre a toda prisa.

Mientras tanto, el ladrón experto tomó la manija del asador y escapó con ella, y no sé si esa tarde el gobernador tuvo carne para asar, pero sé que no tuvo liebre rostizada, a pesar de que estuvo detrás de ella hasta quedar acalorado y exhausto.

Al mediodía llegó el sacerdote y cuando el gobernador le contó de la jugarreta que le hizo el ladrón experto, las bromas que le hizo el sacerdote sobre el asunto parecían no tener fin.—Al menos yo no puedo imaginar que un tonto como ése pudiera engañarme —dijo el sacerdote.

—Pues le recomiendo que tenga cuidado —dijo el gobernador— porque podría tocarle antes de lo que espera.

Pero el sacerdote se limitó a repetir lo que ya había dicho y volvió a burlarse del gobernador por haber quedado como un tonto.

Más tarde el ladrón experto llegó a la casa y le pidió al gobernador que le diera a su hija como lo había prometido.

—Primero debes darme más pruebas de tus habilidades —le dijo el gobernador, intentando hablarle con justicia— pues lo que hiciste el día de hoy no fue algo tan extraordinario después de todo. ¿Podrías jugarle una buena broma al sacerdote? Porque está sentado ahí dentro diciendo que soy un tonto por haberme dejado engañar por alguien como tú.

—Eso no es muy difícil —dijo el ladrón experto. Así que se disfrazó de un ave; se echó encima una sábana blanca, cortó las alas de un ganso y se las puso en la espalda y vestido así se subió a un árbol de maple que había en el jardín del sacerdote. Y cuando el padre volvió a su casa en la noche, el muchacho comenzó a gritarle: “¡Padre Lorenzo! ¡Padre Lorenzo!”, pues así se llamaba el sacerdote.

—¿Quién me llama?

—Soy un ángel enviado para anunciarle que debido a lo piadoso que es usted, será llevado vivo al cielo —dijo el ladrón experto—. ¿Podría usted preparar sus cosas y estar listo el próximo lunes por la noche? Pues entonces vendré a recogerlo y llevarlo conmigo en una bolsa, y usted deberá reunir todo el oro y plata y todo lo que tenga de valor y apilarlo en la mejor habitación de su morada.

Así el padre Lorenzo cayó de rodillas frente al ángel y le dio las gracias, y el domingo siguiente dio un sermón de despedida y contó que un ángel había descendido y se había posado sobre un árbol de maple de su jardín y le había anunciado que debido a su rectitud, sería llevado vivo al cielo; al escucharlo todos los feligreses, jóvenes y ancianos se pusieron a llorar.

El lunes por la noche el ladrón experto volvió disfrazado de ángel y antes de que el sacerdote se metiera en una bolsa se arrodilló y le dio las gracias; pero no bien entró el cura en la bolsa, el ladrón experto lo arrastró por un camino con troncos y piedras.

—¡Ay, ay! —gritaba el sacerdote dentro de la bolsa—. ¿A dónde me llevas?

—Este es el camino al cielo. No es un camino fácil —dijo el ladrón experto y lo siguió arrastrando hasta que casi lo mata.

Al fin lo arrojó en la casa del gobernador, donde éste tenía sus gansos, los cuales comenzaron a graznar y a picotearlo hasta que él se sintió más vivo que muerto.

—¡Ay, ay, ay! ¿Dónde estoy ahora? —preguntó el sacerdote.

—Ahora estás en el purgatorio —dijo el ladrón experto, y se fue por el oro y la plata y todos los otros objetos de valor que había apilado el sacerdote y había dejado en su habitación.

A la mañana siguiente, cuando la cuidadora de gansos llegó para soltar las aves, escuchó al sacerdote lamentarse mientras yacía dentro de la bolsa, entre los gansos.

—¡Dios mío! ¿Quién eres y qué te acongoja? —preguntó ella.

—Ay de mí —dijo el sacerdote—. Si eres un ángel del cielo por favor déjame salir y volver a la Tierra, pues nunca había estado en un lugar tan incómodo como éste. Los pequeños demonios me estuvieron pellizcando con sus tenazas.

—No soy ningún ángel —dijo la chica y ayudó al sacerdote a salir de la bolsa—. Yo sólo soy la cuidadora de gansos del gobernador, éste es mi trabajo, y éstos son los pequeños demonios que han estado pinchando a Su Reverencia.

—¡Esta es una broma del ladrón experto! ¡Ay de mí, mi oro, mi plata, mis mejores ropas! —exclamó el sacerdote y lleno de coraje se fue corriendo a su casa, lo hizo tan rápido que la cuidadora de gansos creyó que de pronto se había vuelto loco.

Cuando el gobernador supo lo que le había pasado al sacerdote casi se muere de risa, pero cuando el ladrón experto regresó a reclamar la mano de su hija como lo había prometido, sólo volvió a darle unas bonitas palabras: “Debes darme una prueba más de tus habilidades para que realmente pueda estar seguro de tu valor. Tengo doce caballos en mi establo y voy a poner a doce mozos de cuadra para cuidarles, uno para cada caballo. Si logras robarles los caballos, veré lo que puedo hacer por ti”, le dijo.

—Puedo hacer lo que me pides, pero ¿puedo contar esta vez en que cuando lo haya logrado me darás a tu hija?

—Sí. Si puedes hacer eso, haré mi mayor esfuerzo —dijo el gobernador.

Así el ladrón experto fue a una tienda y compró suficiente brandy como para llenar dos odres de bolsillo; en uno vertió un líquido para dormir y en el otro vertió sólo brandy. Luego contrató a once hombres para que pasaran la noche escondidos en el establo del gobernador. Después, valiéndose de dulces palabras y una buena paga, una anciana le prestó una bata hecha jirones y un jubón, y luego, llevando un bastón en la mano y una bolsa en la espalda, se fue cojeando al establo del gobernador mientras caía la noche. Los mozos estaban dándoles de beber agua a los caballos, pues en ese momento era todo lo que tenían que hacer.

—¿Qué demonios quieres? —le dijo uno de ellos a la anciana.

—¡Ay, Dios mío, qué frío hace! —exclamó sollozando y temblando de frío—. Hace tanto frío que el cuerpo de una pobre vieja podría morir congelado. Por piedad, déjeme pasar aquí la noche y sentarme apenas en la entrada del establo.

—No se puede. ¡Vete de aquí en este momento! Si el gobernador te llega a ver aquí, nos iría bastante mal —le dijo otro.

—¡Pobre mujer desamparada! —exclamó otro que sintió lástima por ella—. Esa pobre mujer no puede hacerle daño a nadie. Bien se puede sentar ahí sin problemas.

Los demás pensaban que ella no debía estar ahí, pero mientras discutían, la vieja se fue acercando cada vez más al establo, hasta que se sentó detrás de la puerta y una vez que estuvo dentro ya nadie le hizo caso.

Conforme avanzaba la noche, los mozos sentían más frío y era más difícil soportarlo sentados sobre los caballos.

—¡Hutetu! ¡Vaya que hace frío! —exclamó uno y comenzó a agitar los brazos adelante y atrás frente al pecho.

—Sí. Tengo tanto frío que me castañetean los dientes —dijo otro.

—Si al menos tuviéramos un poco de tabaco —dijo un tercero.

Uno de ellos tenía un poco, así que lo repartieron entre todos, pero apenas les alcanzó para una probada a cada uno; igual lo mascaron. Esto les ayudó un poco, pero no pasó mucho tiempo antes de que volvieran a tener frío.

—¡Hutetu! —exclamó uno de ellos, temblando nuevamente.

—¡Hutetu! —exclamó la anciana rechinando los dientes hasta que castañetearon y luego sacó el odre que contenía solo brandy, y le temblaban tanto las manos que agitó el odre llamando la atención y bebió de él dando un buen trago.

—¿Qué es eso que tienes en el odre, anciana? —le preguntó uno de los mozos.

—Es sólo un chorrito de brandy, su señoría —le respondió.

—¿Brandy? ¡Dame un trago!, ¡convídame un trago! —comenzaron a exclamar los doce mozos.

—¡Ay, pero es que tengo muy poco y no les alcanzaría ni para humedecer los labios!

Pero estaban decididos a bebérselo, así que no había más remedio que darles el brandy. La mujer sacó el odre que contenía el filtro para dormir y se lo puso en los labios al primero de ellos, y así fue repartiéndoles la bebida, mientras se aseguraba de que cada uno bebiera justo la cantidad necesaria.

No había terminado de beber su parte el doceavo mozo de cuadra cuando el primero ya estaba roncando. Entonces el ladrón experto se despojó de sus ropas de mendiga y uno a uno colocó a los mozos a horcajadas sobre los compartimentos del establo y luego llamó a sus once compañeros que lo esperaban afuera, quienes huyeron llevándose los caballos.

En la mañana, cuando el gobernador llegó a ver a los mozos, éstos apenas comenzaban a volver en sí. Algunos espoleaban la madera de los compartimentos hasta que volaban astillas, otros se cayeron y otros continuaban sentados como tontos. “Vaya, no es difícil saber quién ha estado aquí”, dijo el gobernador, “pero qué sarta de pobres diablos son ustedes que permitieron que el ladrón experto les robara los caballos sobre los que estaban montados”, y todos recibieron una paliza por no haber cuidado la cuadrilla como debían.

Más tarde volvió el ladrón experto y contó lo que había hecho y le pidió al gobernador que le diera a su hija, tal como lo había prometido. Pero el gobernador le dio cien monedas y le dijo que todavía debería lograr algo mejor.

—¿Crees que puedas robar mi caballo mientras monto sobre él? —le preguntó el gobernador.

—Se puede arreglar —dijo el ladrón experto— siempre y cuando esta vez tenga la absoluta certeza de que me darás a tu hija.

Entonces el gobernador le dijo que vería lo que se podía hacer, y le avisó sobre cierto día que saldría a montar a un área común donde entrenan los soldados.

Así que el ladrón experto se hizo de una vieja yegua cansada y le confeccionó un collar con mimbre verde y ramas de hiniesta; compró una carreta desvencijada y un gran tonel, y luego le dijo a una anciana que pedía limosna que le daría diez monedas si se metía dentro del tonel y mantenía la boca abierta debajo del hoyo de la tapa, a través del cual él metería un dedo. Le dijo que no le haría ningún daño, sólo la pasearía un poco y si él sacaba el dedo del hoyo de la tapa más de una vez, le daría diez monedas más. Entonces se disfrazó nuevamente en harapos, se cubrió de hollín y se puso una peluca y una gran barba con el pelo de una cabra, de manera que era imposible reconocerlo y se dirigió al campo de prácticas de los soldados, en el cual el gobernador había estado montando desde hacía un buen rato.

Cuando el ladrón experto llegó ahí, la yegua avanzaba tan lenta y tranquilamente que la carreta apenas parecía moverse del lugar. La yegua tiró un poquito adelante, luego se hizo un poco para atrás y después se detuvo. Luego volvió a tirar para adelante y se movía con tal dificultad que el gobernador no se imaginó ni remotamente que se trataba del ladrón experto. Cabalgó directamente hacia él y le preguntó si había visto a alguien escondido detrás de algún arbusto por ahí.

—No —le dijo el hombre—. No he visto a nadie.

—Escucha muy bien. Si vas hacia esa parte del bosque y logras ver a un tipo que seguramente está escondido por ahí, te daré una buena cantidad de dinero por las molestias.

—No creo que pueda hacerlo —dijo el hombre—. Tengo que ir a una boda y llevar este tambo de aguamiel, pero al recogerlo se le cayó la tapa y ahora tengo que mantener el dedo aquí mientras llevo la carreta.

—Llévate mi caballo. Yo me quedaré aquí cuidando el tonel y también tu caballo.

Entonces el hombre le dijo que en ese caso sí podía ir, pero le pidió al gobernador que tuviera mucho cuidado de meter el dedo en el hoyo de la tapa justo en el momento en que él sacara el suyo.

El gobernador le dijo que lo haría lo mejor que pudiera y el ladrón experto montó el caballo del gobernador.

El tiempo pasó y se hizo más y más tarde y el hombre no volvía, hasta que el gobernador se cansó de tener el dedo en el agujero del tonel y lo sacó.

—¡Ahora me debes diez monedas más! —exclamó la anciana desde el interior del tonel, por lo que el gobernador vio rápidamente qué tipo de aguamiel contenía el tambo y se fue a su casa. No llevaba mucho tiempo caminando cuando encontró a uno de sus sirvientes que le traían el caballo, pues el ladrón experto ya se lo había llevado a su casa.

Al día siguiente fue con el gobernador a pedirle que le entregara a su hija, según se lo había prometido. Pero el gobernador volvió a darle la vuelta con lindas palabras y sólo le dio trescientas monedas, y le dijo que aún debía realizar otra prueba más de sus habilidades y que si lograba realizarla, le daría a su hija por esposa.

El ladrón experto le dijo que vería lo que podía hacer dependiendo de qué se trataba.

—¿Crees que podrías robar la sábana de mi cama y el camisón para dormir de mi esposa? —le preguntó el gobernador.

—No es algo imposible. Sólo desearía que pudiera obtener a tu hija tan fácilmente.

Por la noche, el ladrón experto se dirigió al patíbulo y cortó el lazo del cuerpo de un ladrón que había sido ahorcado, se lo echó a los hombros y se lo llevó. Luego consiguió una gran escalera y la colocó afuera de la ventana de la recámara del gobernador, subió la escalera y movió la cabeza del hombre de arriba abajo como si se tratara de alguien que estuviera espiando desde afuera.

—¡Ahí está el ladrón experto, madre! —exclamó el gobernador dándole un empujón a su esposa—. ¡Voy a dispararle!

Entonces tomó un rifle que había dispuesto al lado de la cama.

—¡No le dispares! —le dijo su esposa— Tú mismo acordaste con él que viniera aquí.

—¡Voy a dispararle, madre! —le dijo y se quedó apuntando con el arma, pues no bien estaba a punto de disparar, la cabeza desaparecía. Al fin el gobernador encontró una oportunidad y disparó, el cadáver cayó haciendo un fuerte ruido al impactarse contra el suelo, y el ladrón experto bajó la escalera lo más rápido que pudo.

—Bien —dijo el gobernador—. Yo soy la máxima autoridad aquí, pero la gente siempre comienza con sus habladurías, y sería muy desagradable que vieran este cadáver aquí, así que lo mejor que puedo hacer es salir y enterrarlo.

—Haz lo que creas más conveniente, padre —le dijo su esposa.

Entonces el gobernador bajó las escaleras y salió de la casa. No bien había cruzado el umbral de la puerta y el ladrón experto ya se había escurrido al interior de la casa y ya estaba en la habitación con la mujer.

—¿Y qué tal querido padre, ya terminaste tan rápido?

—le dijo la mujer, pues pensaba que era su esposo.

—Sí, nada más lo eché en un hoyo —le dijo él— y le eché un poco de tierra encima. Es todo lo que pude hacer esta noche con este clima. Lo voy a enterrar bien más tarde, pero pásame la sábana para limpiarme, porque estaba sangrando y me manché de sangre al cargarlo.

Y entonces ella le dio la sábana.

—Creo que tendrás que darme también tu camisón, porque parece que la sábana no va a ser suficiente.

Entonces ella le dio el camisón y él le dijo que justo en ese momento recordó que no había asegurado la puerta por dentro, así que bajaría a hacerlo y luego ya podría meterse a la cama nuevamente. Así bajó llevándose la sábana y el camisón.

Una hora después volvió el verdadero gobernador.

—¡Vaya, cuánto tiempo te tomó asegurar la puerta de la casa, padre! —le dijo su esposa—. ¿Dónde dejaste la sábana y el camisón?

—¿De qué me hablas? —preguntó el gobernador.

—Te estoy preguntando qué hiciste con el camisón y la sábana que me pediste para limpiarte la sangre.

—¡Dios mío! ¿Será posible que de nuevo me haya ganado la partida?

Al día siguiente el ladrón experto llegó a la casa del gobernador y le dijo que quería que le diera su hija por esposa como lo había prometido. Y el gobernador no tuvo otra opción que dársela, y bastante dinero además, pues temía que de no hacerlo, el ladrón experto pudiera robarle hasta los mismos ojos y la gente hablaría muy mal de él. El ladrón experto vivió muy bien y felizmente desde entonces, y si alguna vez se robó algo más, no puedo decirles, pero si lo hizo, seguramente sólo fue por pasar el rato.

FIN

7. Hermanos

Versión de los Hermanos Grimm 

Tomó a su hermana de la mano y le dijo: “Mira, no hemos tenido ni una sola hora de felicidad desde que mamá murió. Esta madrastra que tenemos nos pega diario y si nos acercamos a ella nos corre a patadas. Nunca nos da nada de comer salvo restos de pan duro. Hasta el perro debajo de la mesa come mejor que nosotros. A él al menos le arroja un buen trozo de comida de vez en cuando. ¡Ay, si nuestra querida madre supiera! Ven conmigo y vayamos juntos a explorar el ancho mundo”. 

Así se fueron por el campo y las praderas, por setos y zanjas, y caminaron todo el día y cuando comenzó a llover la hermana dijo:

—Nuestros corazones y el cielo lloran juntos.

Hacia la noche llegaron a un gran bosque; estaban tan cansados y hambrientos a causa de caminar tanto y de los problemas que tenían, que treparon a un árbol hueco y pronto se quedaron dormidos.

A la mañana siguiente, cuando despertaron, el sol estaba en lo alto del cielo; brillaba y daba calor al árbol en que se encontraban. El hermano dijo:

—Tengo tanta sed, hermana, que si supiera donde encontrar un pequeño arroyo, iría de inmediato a beber de él. De hecho, me parece oír la corriente de uno —dijo y se bajó del árbol, tomó a su hermana de la mano y se fueron en busca del riachuelo.

Ahora bien, su cruel madrastra era en realidad una bruja y sabía muy bien que los niños habían huido. Los había seguido secretamente y había lanzado un encantamiento sobre todos los arroyos del bosque.

Al cabo de un rato los niños encontraron un pequeño riachuelo que brillaba y bailaba sobre las piedras, y el hermano estaba ansioso por beber del agua, pero mientras el agua corría, la hermana escuchó que agua le decía: “Quien beba de mí se convertirá en tigre”.

Entonces ella exclamó: “Querido hermano, por favor no bebas de este riachuelo o te convertirás en una bestia salvaje y me harás mil pedazos”.

El hermano se moría de sed, pero no bebió.

—Muy bien —dijo él—. Esperaré a que lleguemos al siguiente arroyo.

Cuando llegaron al segundo riachuelo, la hermana escuchó que le repetía:

—Quien beba de mí se convertirá en un lobo.

Y entonces le dijo: “¡Ay, hermano! Por favor no bebas tampoco de esta agua. Te convertirías en un lobo y me comerás”.

De nuevo el hermano no bebió, pero dijo: “Bien. Esperaré un poco más, pero beberé del siguiente arroyo que encontremos, sin importar lo que digas, pues ya no puedo más con esta sed”.

Y al llegar al tercer riachuelo, la hermana escuchó que al pasar le decía: “Quien beba de mí se convertirá en venado”.

Y le suplicó a su hermano: “No bebas, por favor, o te convertirás en un venado y te irás corriendo de mi lado”.

Pero su hermano ya estaba de rodillas, inclinándose para beber y ciertamente, apenas sus labios tocaron el agua, cayó sobre el pasto convertido en un pequeño corzo.

La hermana lloró amargamente por el hechizo de su hermano y también lloró el pequeño venado, el cual se sentó triste al lado de su hermana. Entonces la niña le dijo:

—No importa, mi querido corzo. Nunca te voy a abandonar —y se quitó su liga dorada del cabello y se la ató alrededor del cuello al venado. Luego recogió unos juncos y los unió hasta formar un suave cordón con ellos, con el cual tiró del venado, en compañía del cual se adentraron cada vez más y más en el bosque.

Después de andar un largo rato encontraron una casita.

La niña se asomó y vio que estaba vacía, así que pensó: “muy bien podríamos quedarnos a vivir aquí”.

Entonces buscó hojas secas y musgo para hacerle una cama al pequeño venado y cada día, por la mañana y por la tarde, salía a recolectar raíces, nueces y bayas para ella, y unos montoncitos de pasto tierno para el corzo. Él comía de su mano y jugaba a su alrededor; se veía bastante feliz. Por la noche, cuando la hermana se preparaba para descansar, rezaba y después recostaba la cabeza sobre el lomo del venado como si fuera su almohada y se quedaba dormida. Y si el hermano hubiera conservado su forma natural, habría sido una forma de vida más que placentera.

Llevaban un tiempo viviendo en el bosque de esta manera, cuando el rey de ese país preparó una gran cacería en esa área del bosque; fue tal el sonido del llamado de los cornos, los aullidos de los perros y los gritos de alegría de los cazadores, que al escucharlo el pequeño venado quiso unirse a la cacería también.

—¡Hermana, déjame ir de cacería! No puedo resistirlo más —le dijo él.

Tanto le pidió y le suplicó que lo dejara ir, que al final ella aceptó.

—Pero vuelve al atardecer —le dijo la hermana—. Voy a atrancar la puerta porque me dan miedo esos cazadores; así que para asegurarme de que seas tú toca la puerta y di: “Abre la puerta, querida hermana, ya llegué”. Si no dices estas palabras, no te dejaré entrar.

Así se fue el pequeño corzo, muy feliz de estar al aire libre.

El rey y sus cazadores no tardaron mucho en ver esa hermosa criatura y se aprestaron a seguirla, pero no podían alcanzarlo y cuando creían que estaban a un paso de atraparlo, el venado brincaba hacia los matorrales y desaparecía. Al caer la noche volvió a su casa, tocó la puerta y dijo:

—Abre la puerta, querida hermana, ya llegué —dijo y la puerta se abrió, entró corriendo y se recostó a dormir sobre la comodidad de su cama hecha de musgo.

La cacería continuó a la mañana siguiente, y tan pronto el pequeño corzo escuchó los cornos y las risas de los cazadores, no pudo quedarse quieto ni un solo instante y dijo:

—Hermana, abre la puerta, déjame salir.

Y la hermana abrió la puerta y le dijo: “Ve, pero no olvides volver al caer la tarde ni decir las palabras que acordamos”.

Tan pronto el rey y sus cazadores vieron el venado con el collar dorado corrieron tras él, pero éste era muy rápido y ágil para ellos. Así se les fue el día, pero al atardecer los cazadores ya habían conseguido rodear al venado poco a poco y uno de ellos logró herirlo en la pata, por lo que el animal se alejó más despacio y cojeando.

Entonces el cazador se fue tras él hasta llegar a la casita y escuchó que el corzo decía: “Abre la puerta, querida hermana, ya llegué”, y vio cómo se abría la puerta y volvía a cerrarse después de permitirle la entrada al venado.

El cazador se grabó estas palabras cuidadosamente en la memoria y se fue directamente a ver al rey para contarle lo que había visto.

—Mañana iremos de cacería nuevamente —dijo el rey.

La pobre hermana se asustó terriblemente al ver cómo habían herido al pequeño corzo. Le limpió la sangre, le ató la pata herida con unas hierbas y le dijo: “Ahora, querido mío, ve a descansar para que sane tu herida”.

La herida era tan superficial que al día siguiente ya había sanado y el pequeño venado ya no sentía molestias en absoluto.

No bien acabó de escuchar los sonidos de la cacería en el bosque exclamó: “¡No puedo resistirlo. Yo también quiero estar ahí! Tendré mucho cuidado y no me atraparán”.

La hermana comenzó a llorar y le dijo: “Te matarán sin duda, y entonces me quedaré completamente sola en el bosque, olvidada de todos. No puedo dejarte salir, no lo haré”.

—Entonces me moriré de tristeza —dijo el pequeño corzo— pues en cuanto escucho el sonido de los cornos, siento como si tuviera que brincar afuera de mi propia piel.

Cuando la hermana se convenció de que no había mucho qué hacer al respecto abrió la puerta con gran pesar y el corzo salió dando brincos hacia el bosque, ya recuperado y lleno de alegría.

En cuanto el rey vio al venado, le dijo a uno de los cazadores:

“Persíguelo todo el día hasta el anochecer, pero ten cuidado de no herirlo”.

Al caer el sol, el rey le dijo al cazador: “Vamos, muéstrame dónde está la casa de la que me hablaste”.

Y al llegar a la casa tocó la puerta y dijo: “Abre la puerta, querida hermana, ya llegué”. Entonces se abrió la puerta, el rey entró a la casa y vio a la doncella más hermosa del mundo.

La hermana se sorprendió mucho cuando en lugar del pequeño venado vio entrar a ese hombre que llevaba una corona dorada en la cabeza. Pero el rey la miró con amabilidad, le tendió la mano y le dijo: “¿Te gustaría venir conmigo a mi castillo y ser mi esposa?”

—¡Claro que sí! —respondió la doncella— pero debes dejar que mi venado venga conmigo. No podría abandonarlo por ningún motivo.

—Se quedará contigo mientras vivas y no le faltará nada —le prometió el rey.

Mientras tanto llegó el venado dando brincos y la hermana le ató de nuevo la cuerda al collar y así se fueron juntos del bosque.

El rey subió a la doncella sobre su caballo y la llevó a su castillo, donde se llevó a cabo la boda con gran fastuosidad.

El venado era mimado y atendido, y corría en libertad por los jardines del palacio.

Durante todo este tiempo, la malvada madrastra, quien había sido la causa de todas las desgracias y terribles aventuras de estos pobres niños, creía que unos animales salvajes ya habrían destrozado a la hermana y que al hermano lo habrían matado unos cazadores al dispararle mientras tenía forma de corzo. Cuando supo lo felices que estaban y lo bien que les iba, su corazón se llenó de odio y envidia y no pudo pensar en nada más que en traerles nuevas desgracias a los hermanos. Su propia hija, que era tan horrible como la noche y que sólo tenía un ojo, le dijo: “Soy yo la que debería haber tenido tan buena suerte y ser reina”.

—Guarda silencio —le dijo la vieja—. Cuando llegue la hora, yo estaré cerca.

Un día, mientras el rey estaba de cacería, la reina dio a luz a un hermoso niño. Aquí vio la vieja bruja una oportunidad; así que tomó la forma de la dama de compañía y entró a toda prisa en la habitación donde la reina estaba recostada sobre la cama y le dijo: “Su majestad, el baño está listo; eso la ayudará a recuperar las fuerzas, vamos, rápido que el agua se enfría”. Como su hija también andaba por ahí, entre ambas cargaron a la reina hasta el baño, quien aún estaba muy débil, y la dejaron en la tina, luego atrancaron la puerta y huyeron.

Tuvieron el cuidado de encender un fuego abundante debajo de la tina para que la hermosa y joven reina se sofocara.

Tan pronto se aseguraron de que así había ocurrido, la vieja bruja le ató a su hija un sombrero en la cabeza y la puso en la cama de la reina. Logró hacer que su figura y aspecto general se parecieran a los de la reina, pero ni con todo su poder pudo devolverle el ojo que había perdido, así que le dijo que se recostara del lado donde le faltaba un ojo para que el rey no se diera cuenta.

Por la noche, cuando el rey volvió y escuchó la buena noticia del nacimiento de su hijo, se llenó de alegría e insistió en ir de inmediato al lado de su esposa para ver cómo estaba.

Pero la vieja bruja exclamó: “Su majestad, tenga cuidado en mantener las cortinas cerradas; no permita que la luz entre en los ojos de la reina, ella debe estar perfectamente tranquila”.

Así el rey fue a la habitación sin saber que era una falsa reina la que estaba recostada sobre la cama.

Al llegar la medianoche, mientras todos dormían en palacio, la nodriza que cuidaba al bebé en su cuna vio que la puerta de la habitación se abría muy despacio y que entraba la reina. La reina tomó al bebé en sus brazos, lo sacó de su cuna y lo amamantó por un rato. Después acomodó las almohadas con mucho cuidado en la camita, recostó de nuevo al bebé y lo arropó con la colcha. Y tampoco se olvidó del pequeño corzo; fue al rincón adonde estaba recostado y le acarició la espalda con cariño. Luego salió de la habitación en silencio. A la mañana siguiente la nodriza le preguntó a los centinelas si habían visto a alguien entrar en el castillo por la noche y ellos le respondieron que no habían visto a nadie.

La reina volvió a la habitación del mismo modo por varias noches, pero nunca decía una sola palabra y la nodriza estaba muy asustada como para contarle a alguien de las visitas de la reina.

Ya que hubo pasado cierto tiempo, la reina habló por fin una noche.

—¿Está bien mi bebé?, ¿está bien mi pequeño corzo?

Vendré dos veces más y después les diré adiós.

La nodriza no dijo nada, pero en cuanto la reina desapareció fue con el rey y le contó todo. El rey exclamó: “¡Dios mío!, ¿qué dices? Yo mismo haré la guardia esta noche al lado de la cama del bebé”.

Al caer la noche llegó al cuarto del bebé y a la medianoche apareció la reina y dijo: “¿Está bien mi bebé?, ¿está bien mi pequeño corzo? Vendré una vez más y después les diré adiós”.

Y amamantó al niño y acarició al corzo como las otras veces antes de desaparecer. El rey no se atrevió a hablarle, pero a la noche siguiente volvió a hacer guardia.

Cuando llegó la reina dijo: “¿Está bien mi bebé?, ¿está bien mi pequeño corzo? Vine esta vez más, y ahora les digo adiós”.

Entonces el rey no pudo contenerse más y se colocó a su lado y le dijo: “Tú no puedes ser otra sino mi amada esposa”.

—Sí, soy tu amada esposa —dijo ella y en ese momento volvió a la vida. En un segundo estuvo tan fresca y rozagante como siempre. Entonces le contó al rey las cosas tan crueles que la bruja y su hija les habían hecho. El rey las hizo aprehender de inmediato y las llevó a juicio y fueron condenadas a muerte. La hija fue abandonada en el bosque donde los animales salvajes la hicieron pedazos y la vieja bruja murió quemada en la hoguera.

Tan pronto quedó reducida a cenizas desapareció el encanto sobre el pequeño corzo y éste regresó a su forma natural, y así los hermanos vivieron felices para siempre.

FIN

8. La princesa Roseta

Tomado de la versión de Madame d’Aulnoy.

Hace mucho tiempo vivieron un rey y una reina que tenían dos hijos hermosos y una pequeña hija, que era tan bonita que todos los que la veían, la amaban. Cuando llegó el día del bautizo de la princesa, la reina —como siempre lo hacía— invitó a todas las hadas a que estuvieran presentes en la ceremonia y después les ofreció un espléndido banquete.

Cuando terminó y ellas se preparaban para partir, la reina les dijo:

—No olviden esa buena costumbre suya. Díganme qué va a pasar con Roseta —pues ese era el nombre que le habían dado a la princesa.

Pero las hadas le dijeron que habían olvidado su libro de magia en casa y que volverían otro día a contarle.

—¡Ay! —exclamó la reina—. Sé muy bien lo que eso significa.

No tienen nada bueno qué decir, pero les ruego que no me oculten nada.

Así que después de mucho persuadirlas, le dijeron:

—Señora, lamentamos que Roseta pueda ser la causa de fuertes desgracias para sus hermanos; tal vez encuentren la muerte por ella. Eso es todo lo que hemos podido ver en el futuro de tu querida hija. Sentimos mucho no tener nada mejor que decirte.

Luego se fueron y dejaron a la reina muy triste; tan triste que el rey se dio cuenta y le preguntó qué le ocurría.

La reina le dijo que se había sentado muy cerca del fuego y se le había quemado el lino que llevaba en la rueca.

—¿Y eso es todo? —le preguntó el rey, quien subió al desván y le trajo más lino del que podría tejer en cien años. Pero la reina seguía triste y el rey volvió a preguntarle qué le ocurría.

Entonces ella le dijo que había estado caminando al lado del río y que se le había caído al agua una de sus zapatillas de satín verde.

—Si ése es el problema… —exclamó el rey y mandó llamar a todos los zapateros del reino, quienes muy pronto le hicieron a la reina diez mil pares de zapatillas de satín verde, pero aun así la reina permanecía triste. Así que el rey volvió a preguntarle cuál era el problema esta vez y entonces ella contestó que al comerse su tazón de avena muy rápido se había tragado el anillo de matrimonio. Pero ocurrió que el rey estaba mejor informado, pues él tenía el anillo y le dijo:

—Sé que no me estás diciendo la verdad, pues tengo el anillo aquí en mi bolsa.

Entonces a la reina le dio mucha pena y vio que el rey se había enojado con ella, por lo que le dijo lo que las hadas habían visto en el futuro de Roseta y le pidió que por favor pensara de qué manera podrían prevenirse estas desgracias.

Después fue el rey quien se sintió triste y le dijo: “No veo otra manera de salvar a nuestros hijos que cortarle la cabeza a Roseta mientras aún es pequeña”.

Pero la reina le dijo que antes tendría que cortarle la cabeza a ella misma y que mejor pensara en otra cosa, pues ella nunca consentiría algo semejante. Así que ambos estuvieron piense y piense, pero no sabían qué hacer, hasta que por fin la reina escuchó que en un gran bosque cerca del castillo había un viejo ermitaño, quien vivía dentro de un árbol hueco y que la gente venía de todas partes a consultarlo, así que dijo:

—Lo mejor será que vaya y le pida consejo, tal vez él sepa qué hacer para evitar las desgracias que las hadas han predicho.

Salió muy temprano a la mañana siguiente, montada sobre una hermosa y pequeña mula con herraduras de oro; dos de sus bellas damas de compañía venían detrás de ella en sendos caballos. Al llegar al bosque desmontaron, pues los árboles estaban tan pegados que los caballos no cabían y así siguieron su camino a pie hasta dar con el árbol hueco donde vivía el ermitaño. Al principio, éste se enojó al verlas acercarse, pues no le gustaba mucho la compañía de las mujeres, pero cuando reconoció a la reina le dijo:

—Su Majestad es bienvenida. ¿En qué puedo servirle?

Entonces la reina le contó lo que las hadas habían predicho sobre Roseta y le preguntó qué debía hacer, y el ermitaño le respondió que debía encerrar a la princesa en una torre y no dejarla salir. La reina le dio las gracias, le dio una recompensa y se dio prisa para volver con el rey, quien apenas escuchó lo que le contó la reina, mandó construir una torre muy alta lo más pronto posible en la que encerró a la princesa. El rey, la reina y sus dos hermanos iban a visitarla a diario para que no estuviera aburrida. El hermano mayor era conocido como “El Gran Príncipe”, y el segundo como “El Pequeño Príncipe”. Amaban profundamente a su hermana, pues era la princesa más dulce y más hermosa que se vio jamás; la sonrisa más pequeña de ella valía más que cien monedas de oro. Cuando Roseta cumplió quince años de edad, el Gran Príncipe fue con el rey y le preguntó si no le parecía que ya era tiempo de que la princesa contrajera matrimonio; el Pequeño Príncipe le preguntó lo mismo a la reina.

A sus majestades les pareció divertido que ambos hubieran pensado en eso, pero no les respondieron de inmediato. Poco después, tanto el rey como la reina enfermaron de gravedad y murieron el mismo día. Todos lo lamentaron mucho, sobre todo Roseta, y ese día tañeron todas las campanas del reino.

Luego todos los duques y consejeros sentaron al Gran Príncipe sobre un trono dorado y le pusieron una corona de diamantes y exclamaron: “¡Larga vida al rey!” Y después de eso todo fue puro festín y regocijo.

El nuevo rey y su hermano se decían el uno al otro:

“Ahora que nosotros somos los amos deberíamos sacar a nuestra hermana de esa fea torre donde está encerrada y de la que ya debe estar harta”.

Sólo tuvieron que cruzar el jardín para llegar hasta la torre, que era bastante alta, y en un momento estuvieron de pie en uno de los rincones de la misma. Roseta estaba bordando, pero al ver a sus hermanos se puso de pie, tomó la mano del rey y le dijo:

—Buenos días, querido hermano, por favor sácame de esta horrible torre ahora que tú eres el rey. Estoy muy cansada de estar aquí.

Y la princesa comenzó a llorar, pero el rey le dio un beso y le dijo que secara sus lágrimas, pues a eso habían venido, a sacarla de la torre y llevarla con ellos a su hermoso castillo.

El príncipe le mostró las ciruelas que le había traído y le dijo:

—Démonos prisa y salgamos de esta horrible torre. Muy pronto el rey va a organizar una gran boda para ti.

Cuando Roseta vio el maravilloso jardín, lleno de frutos y flores, con el césped tan verde y las fuentes cristalinas, estaba tan sorprendida que no podía decir palabra, pues nunca había visto algo así en toda su vida. Miró a su alrededor y echó a correr de un lado a otro; recogía flores y frutos mientras su perrito Frisk, que era de color verde y sólo tenía una oreja, bailaba frente a ella y ladraba: “¡Guau, guau!” y daba vueltas de lo más encantador.

Todos estaban fascinados con las gracias de Frisk, pero de pronto el perrito se echó a correr hacia el bosque. La princesa iba detrás de él cuando vio un pavorreal que extendía su plumaje bajo los rayos del sol. A Roseta le pareció que nunca había visto algo tan bonito. No podía quitarle la mirada de encima y se quedó ahí, como en trance, hasta que el rey y el príncipe llegaron a preguntarle qué era lo que la tenía tan entretenida. Ella les mostró el pavorreal y les preguntó qué era, y ellos le dijeron que era un ave que la gente comía a veces.

—¡Qué! —exclamó la princesa—. ¿Se atreven a matar esa criatura maravillosa y comérsela? Desde ahora les digo que sólo me casaré con el rey de los pavorreales y cuando sea reina cuidaré muy bien que nadie se coma a mis súbditos.

Al rey le sorprendió mucho escuchar esto.

—Pero, querida hermana, ¿dónde vamos a encontrar al rey de los pavorreales?

—No sé dónde, querido señor, pero no me casaré con nadie más.

Después se llevaron a Roseta al hermoso castillo con todo y el pavorreal. Le dijeron que paseara por la terraza que daba afuera de su ventana, para que siempre pudiera verlo. Las damas de la corte acudieron a ver a la princesa y le trajeron hermosos regalos: vestidos, listones, dulces, diamantes, perlas, muñecas y pantuflas bordadas. Como era tan bien educada, les decía “gracias” de un modo muy bello, y como era

tan graciosa, todos se quedaban fascinados con ella.

Mientras tanto, el rey y el príncipe estuvieron pensando cómo encontrarían al rey de los pavorreales, asumiendo que existiera tal rey en el mundo. Lo primero que hicieron fue mandar hacer un retrato de la princesa, el cual quedó tan bien que no hubiera sorprendido a nadie si éste hubiera hablado.

Luego fueron con la princesa y le dijeron:

—Como dices que no te casarás con nadie salvo el rey de los pavorreales, vamos a ir juntos a recorrer el ancho mundo en su búsqueda. Nos dará mucho gusto encontrarlo. Mientras tanto, te pedimos que cuides el reino muy bien.

Roseta les dio las gracias por todas las molestias que se tomaban por ella y les prometió cuidar muy bien el reino, y que sólo se divertiría mirando el pavorreal y haciendo que Frisk bailara mientras ellos estuvieran lejos.

Así partieron y a cada persona que se encontraban le preguntaban:

“¿Conoces al rey de los pavorreales?”

Pero la respuesta era siempre la misma: “No. No lo conozco”.

Continuaron su camino y llegaron tan lejos que nadie había ido más allá, hasta que por fin llegaron al Reino de los Abejorros.

Nunca habían visto tantos abejorros; el zumbido que producían era tan fuerte que el rey tenía miedo de quedarse sordo.

Le preguntó al abejorro más distinguido que encontraron si sabía dónde se encontraba el Rey de los Pavorreales.

—Estimado señor —le dijo el abejorro— su reino está a treinta leguas de aquí. Han venido por el camino más largo.

—¿Y cómo lo sabes? —preguntó el rey.

—Todos los conocemos muy bien, ya que cada año pasamos dos o tres meses en el jardín de ustedes.

El rey y el príncipe trabaron amistad de inmediato con él y todos caminaron del brazo y se fueron a cenar. Luego el abejorro les mostró todas las curiosidades de su extraño país, donde la hoja verde más pequeña cuesta una moneda de oro o más. Al terminar el paseo continuaron con su viaje y esta vez, como ya conocían el camino, no tardaron mucho en hallar la ruta. Fue fácil darse cuenta de que habían llegado al lugar adecuado, pues vieron pavorreales en cada árbol y se podía escuchar sus graznidos desde lejos.

Cuando llegaron a la ciudad encontraron personas completamente vestidas con plumas de pavorreales, las cuales eran consideradas como lo más hermoso que existía.

Pronto encontraron al rey, que iba a bordo de un hermoso y pequeño carruaje dorado, que brillaba por los diamantes incrustados y que era tirado por doce pavorreales que iban a toda velocidad. El rey y el príncipe estaban encantados de ver que el rey de los pavorreales era tan bien parecido como el que más. Tenía el cabello rubio y ensortijado y su piel era muy blanca y llevaba una corona de plumas de pavorreales.

En cuanto vio a los hermanos de Roseta supo que eran extranjeros, así que detuvo su carruaje y mandó que los trajeran para hablar con ellos. Después de saludarlo, los hermanos le dijeron:

—Señor, hemos venido de muy lejos para mostrarte un hermoso retrato —y sacaron de su mochila el retrato de Roseta.

El rey la miró en silencio largo rato y después les dijo:

—Nunca me habría imaginado que existe en este mundo una princesa tan hermosa.

—De hecho es cien veces más hermosa que como luce en el retrato —dijeron los hermanos.

—Me parece que ustedes tratan de tomarme el pelo —dijo el rey de los pavorreales.

—Estimado señor —dijo el príncipe— mi hermano es un rey, igual que usted. A él lo llaman “El rey”; a mí me dicen “El príncipe” y ése es el retrato de nuestra hermana, la princesa Roseta. Hemos venido a preguntarle si se casaría con ella. Es buena además de hermosa y le daremos un barril de monedas de oro como dote.

—¡Desde luego, con toda el alma! —respondió el rey—.

La haré muy feliz. Tendrá todo lo que quiera y voy a quererla mucho. Sólo les advierto que si no es tan bella como me han dicho, les cortaré la cabeza.

—Es un trato —dijeron los hermanos al unísono.

—Muy bien. Entonces se quedarán en prisión hasta que llegue la princesa —dijo el rey de los pavorreales.

Y los príncipes estaban tan seguros de que Roseta era mucho más hermosa que su retrato, que caminaron sin decir nada. Fueron tratados con amabilidad y para que no se aburrieran el rey los visitaba a menudo. En cuanto al cuadro de Roseta, el rey se lo llevó al palacio, donde lo miraba día y noche.

Como el rey y el príncipe fueron hechos prisioneros, le enviaron una carta a la princesa en la que le decían que empacara sus pertenencias más queridas lo más pronto posible y que se reuniera con ellos, ya que el rey de los pavorreales estaba esperándola para casarse con ella, pero no le dijeron que estaban en prisión, pues tenían miedo de perturbarla.

Cuando Roseta recibió la carta se puso tan feliz que echó a correr por el castillo diciéndole a todo el que veía que sus hermanos habían encontrado al rey de los pavorreales y que se casaría con él.

Dispararon armas al aire, encendieron fuegos pirotécnicos. 

Todo mundo comía tantos pasteles y dulces como deseaba.

Y durante tres días, a todo aquel que llegaba a ver a la princesa se le obsequiaba una rebanada de pan con jamón, un huevo de ruiseñor y un poco de hipocrás.* Después de haber entretenido a sus amigos de este modo, la princesa repartió sus muñecas entre ellas y dejó el reino de sus hermanos a cargo del anciano más sabio de la ciudad, a quien le dijo que no gastara ningún dinero hasta que regresara el rey y, sobre todo, que no olvidara darle de comer al pavorreal. Y emprendió el camino con su dama de compañía, la hija de ésta y el pequeño perro verde, Frisk.

Tomaron un bote y se echaron al mar llevando consigo el barril lleno de monedas de oro y suficientes vestidos como para diez años si la princesa se cambiaba dos veces al día; durante el camino se la pasaron riendo y cantando. La dama de compañía le preguntó al barquero:

—¿Nos puede llevar al reino de los pavorreales?

—Me temo que no —respondió él.

—Llévenos, por favor, se lo suplico —le dijo la princesa.

—Muy pronto —dijo él.

—¿Nos llevará?, ¿verdad que sí? —preguntó la dama de compañía.

—Está bien, está bien —dijo el barquero.

Y entonces la dama le susurró al oído al hombre: “¿te gustaría hacerte de una pequeña fortuna?”

—Desde luego.

—Yo puedo decirte cómo conseguir una bolsa de oro —le dijo ella.

—No pido nada más —dijo él.

—Muy bien —le dijo ella—. En la noche, cuando la princesa esté dormida, me vas a ayudar a arrojarla al mar y cuando se haya ahogado le pondré su hermoso vestido a mi hija y la llevaremos ante el Rey de los Pavorreales, quien estará feliz de casarse con ella y como recompensa, te llenaré de diamantes este bote.

El barquero se sorprendió mucho de la propuesta y le dijo:

“¡Qué lástima sería ahogar a una princesa tan hermosa!”

Sin embargo, al final la dama de compañía lo convenció y cuando llegó la noche y la princesa se quedó dormida rápidamente como de costumbre, con Frisk ovillado a los pies de la cama de la princesa, la malvada compañera fue por su hija y por el barquero y entre los tres cargaron a la princesa con todo y cama, colchón, almohadas y sábanas, y la arrojaron al mar sin despertarla. Por suerte, la cama de la princesa estaba rellena de plumas de ave fénix, que son muy raras de conseguir y tienen la propiedad de flotar, por lo que Roseta continuó navegando como si siguiera en el bote. Al cabo de un rato comenzó a sentir mucho frío y dio tantas vueltas en la cama que despertó a Frisk, el cual se sobresaltó y, como tenía muy buen olfato, percibió el olor de los arenques y lenguados y comenzó a ladrar. Ladró tanto y tan fuerte que despertó a los peces que nadaban alrededor de la cama de la princesa y que empujaban la cama con sus grandes cabezas. “¡Cómo se bambolea este bote! Estoy muy contenta de que rara vez duermo tan incómoda como esta noche”, dijo.

La malvada dama de compañía y el barquero, quienes para ese momento ya estaban bastante lejos, escucharon a Frisk ladrar y comentaron:

—Ese horrible animal y su dueña están a punto de brindar por nuestra salud con agua del mar. Hay que darnos prisa para llegar a tierra, pues seguramente debemos estar cerca de la ciudad del Rey de los Pavorreales.

El rey había enviado cien carros para recibirlos, tirados por todo tipo de animales extraños. Había leones, osos, lobos, ciervos, caballos, búfalos, águilas y pavorreales. El carro destinado a transportar a la princesa Roseta iba tirado por seis monos azules que podían dar maromas, bailar sobre una cuerda y hacer mil gracias más. Su arnés era de terciopelo rojo con hebillas doradas; detrás del carro caminaban sesenta damas hermosas escogidas por el rey para esperar a Roseta y atenderla.

La dama de compañía hizo hasta lo imposible para arreglar muy bien a su hija. Le puso el vestido más hermoso de Roseta y la cubrió de diamantes de los pies a la cabeza, pero era tan fea que con nada se veía bien y lo peor es que tenía muy mal carácter, se enojaba por todo y no hacía sino quejarse todo el tiempo.

Cuando descendió del bote y la vieron los miembros de la escolta que había enviado el Rey de los Pavorreales quedaron tan sorprendidos que no pudieron decir nada.

—¡Qué pasa! ¡Parecen muertos! —exclamó la falsa princesa—. Si no me traen pronto algo de comer, les cortaré la cabeza.

Entonces todos murmuraron entre sí: “Vaya con ésta; es tan mala como fea. Qué novia le espera a nuestro pobre rey. Realmente no valía la pena traerla desde el otro lado del mundo”.

Pero ella seguía dándoles órdenes a todos y les daba bofetadas o pellizcos por cualquier motivo a los que tenía cerca.

Como la comitiva era muy numerosa, la procesión avanzaba lentamente y la hija de la dama de compañía intentaba parecer una reina. Pero los pavorreales, que estaban posados arriba de los árboles esperando poder saludarla y que habían decidido gritarle al unísono: “¡Larga vida a nuestra hermosa reina!”, al verla no pudieron evitar exclamar: “¡Pero que fea está!” Cosa que la ofendió mucho y por lo cual les dijo a los guardias:

—¡Maten rápidamente a esos pavorreales insolentes que se han atrevido a insultarme!

Pero los pavorreales se alejaron volando y se rieron de ella.

El pícaro barquero, quien se dio cuenta de todo esto, le dijo a la dama de compañía:

—Comadre, esto no va a resultar nada bien para nosotros.

Hubiera salido mejor si tu hija estuviera más bonita.

—¡Cállate, estúpido, o echarás todo a perder!

En eso le anunciaron al rey que la princesa se aproximaba.

—Y bien, ¿sus hermanos me dijeron la verdad?, ¿es más bonita que su retrato?

—Señor, si fuera tan bonita como su retrato ya sería mucho.

—Es verdad —dijo el rey—. Me daré por satisfecho si es así. Llévame con ella —le dijo, pues escuchó todo el alboroto que precedía el carro, aunque no sabía cuáles eran los motivos de tantos gritos. Al rey le pareció escuchar las palabras: “¡Qué fea es! ¡Qué fea es!”, y le pareció que la gente debía estar hablando de alguna enana que la princesa traía consigo. Nunca se imaginó que pudieran referirse a la propia princesa.

Alguien llevaba el retrato de la princesa Roseta al frente de la procesión y después seguía el rey rodeado de su cortejo.

Estaba más que impaciente por ver a la adorable princesa, pero en cuanto vio a la hija de la dama de compañía se puso como loco y no dio un paso más. La verdad es que era lo suficientemente fea como para asustar a cualquiera.

—¡Qué es esto! —exclamó el rey—. ¿Cómo han podido atreverse a hacerme semejante broma esos granujas que son mis prisioneros? ¿Piensan que voy a casarme con una criatura tan horrible como ésta? Enciérrenla en mi torre, con su dama de compañía y todos los que trajo hasta aquí; en cuanto a ellos, les cortaré la cabeza.

Mientras tanto, el rey y el príncipe, quienes creían que su hermana ya estaba en el reino, se habían arreglado lo mejor que pudieron y esperaban sentados contando cada minuto para salir a su encuentro. Por lo cual, cuando el carcelero llegó acompañado de unos soldados y los llevaron a un oscuro calabozo infestado de sapos y murciélagos, y donde el agua les llegaba hasta el cuello, se quedaron más sorprendidos y consternados que cualquiera.

—Esta es una boda deprimente —dijeron—. ¿Qué pudo haber ocurrido para que nos traten así? De seguro van a matarnos.

Y esta idea los inquietó mucho. Pasaron tres días antes de que tuvieran alguna noticia. El Rey de los Pavorreales llegó al calabozo y los amonestó a través de un hoyo en la pared.

—Ustedes se han llamado “rey” y “príncipe” a sí mismos para tratar de que me casara con su hermana, pero no son más que unos mendigos que no valen ni el agua que se han bebido. Me propongo terminar rápido con esto y por ello ya están afilando la espada que les cortará la cabeza.

—¡Rey de los Pavorreales! —dijo el Rey muy enojado—. Debes pensar mejor lo que estás a punto de hacer. Soy tan rey como tú y poseo un reino maravilloso y ropa y coronas y mucho oro rojo para hacer lo que quiera. ¿Será que tienes la idea de cortarnos la cabeza porque piensas que te hemos robado algo?

Al principio, estas palabras tomaron por sorpresa al Rey de los Pavorreales, quien consideró la posibilidad de dejarlos partir a todos, pero su Primer Ministro le dijo que no debería dejar pasar un truco como ése sin su merecido castigo o todo el mundo se reiría de él. Así se formalizó la acusación hacia ellos de ser impostores y de que le habían prometido al rey a una princesa hermosa en matrimonio y había resultado una fea muchacha campesina.

Les leyeron esta acusación a los prisioneros, quienes afirmaron haber dicho la verdad: su hermana era una princesa más hermosa que el día y que en todo aquello había una suerte de misterio que ellos no alcanzaban a comprender. Por lo cual exigían un plazo de siete días para probar su inocencia.

El Rey de los Pavorreales estaba tan enojado que le costaba trabajo aceptar esta petición, pero al final lograron convencerlo y les concedió el plazo.

Mientras esto ocurría en la corte, veamos qué había pasado con la verdadera princesa. Al amanecer, ella y Frisk quedaron igualmente sorprendidos al encontrarse solos en el mar, sin ningún barco ni nadie para ayudarlos. La princesa lloró y lloró hasta que los peces se compadecieron de ella.

—¡Ya sé! —exclamó—. Seguramente el Rey de los Pavorreales dio la orden de que me arrojaran al mar porque cambió de idea y ya no quiso casarse conmigo. Pero qué extraño, pues yo lo habría amado mucho y habríamos sido muy felices juntos.

Y entonces lloró más fuerte que nunca, pues no podía evitar seguirlo queriendo. Estuvieron flotando en el mar por dos días, temblando de frío y con tanta hambre que la princesa recogió unas ostras que se comieron ella y Frisk, aunque no les gustaron nada. Al caer la noche, la princesa estaba tan asustada que le dijo a Frisk: “¡Por favor sigue ladrando, me da miedo que los peces vayan a venir a comernos vivos!”

Habían llegado hasta la costa, muy cerca de donde vivía solo un pobre viejo en una cabaña. Cuando escuchó los ladridos de Frisk pensó: “Debe haber un naufragio”, pues por ahí no había perros ni tenían manera de llegar. Y salió a su encuentro para ver si podía ayudar en algo. Vio a la princesa y a Frisk que flotaban de un lado a otro. Roseta, estirando las manos hacia él le gritó:

—¡Buen hombre, sálveme, o moriré de hambre y frío!

El hombre sintió mucha pena por ella al escuchar que gritaba con tanta desesperación, así que fue a su casa por un gancho, luego se metió al mar hasta que el agua le daba al cuello y, tras casi ahogarse un par de veces, por fin logró atrapar la cama de la princesa y arrastrarla hasta la orilla.

Roseta y Frisk se pusieron muy contentos de poder estar otra vez en tierra firme y la princesa le dio las gracias al hombre. Después, cubriéndose con las cobijas, avanzó con delicadeza hacia la cabaña con los pies descalzos. Entonces el viejo encendió una fogata hecha con paja y sacó de una caja unos zapatos y un vestido de su esposa, que la princesa se puso y aunque vestida con ropas muy sencillas, se veía tan encantadora como siempre y Frisk bailaba lo mejor que podía para divertirla.

El anciano vio que Roseta debía ser una gran señora, pues la cubierta de su cama era de oro y satín. Le rogó que le contara su historia y le dijo que podía confiar en él. La princesa le contó todo, volviendo a llorar amargamente al pensar que había sido por órdenes del rey que la habían echado por la borda.

—Y bien, muchacha, ¿qué haremos ahora? Eres una princesa, acostumbrada a vestir con elegancia, y yo no tengo nada que ofrecerte salvo pan negro y rábanos, que no son una comida digna de ti. ¿Debería ir a decirle al Rey de los Pavorreales que estás aquí? Si te ve, no tengo duda de que querrá casarse contigo.

—¡No! —exclamó Roseta—. Debe ser un hombre malvado si intentó ahogarme. No hay que decirle nada, pero si tiene una canasta que me pueda prestar, démela por favor.

El viejo le dio una canasta y ella la ató al cuello de Frisk y le dijo: “Ve y busca la mejor olla con comida que encuentres en la ciudad y tráemela”.

Frisk emprendió su marcha y, como no había mejor cena que la que se cocina para el rey, hábilmente le quitó la tapa a la olla y le llevó a la princesa el contenido de la misma.

—Ahora ve a la despensa y tráeme lo mejor que encuentres ahí.

Y Frisk regresó a la despensa del rey y llenó su canasta con pan blanco, vino tinto, y todo tipo de dulces, hasta que la canasta estaba tan llena que casi no podía cargarla.

Cuando el Rey de los Pavorreales pidió su comida, no había nada en la olla ni nada en la despensa. Los miembros del séquito del rey se miraron consternados unos a otros y el rey se enojó mucho.

—¡Muy bien! Si no hay comida, no podré comer, pero pongan mucho cuidado en que haya bastantes carnes asadas para la cena.

Al caer la noche, la princesa le dijo a Frisk:

—Ve a la ciudad y encuentra la mejor cocina y tráeme los mejores bocados del asador.

Frisk obedeció y como no conocía mejor cocina que la del rey, entró sin hacer ruido y aprovechó un momento en que el cocinero le dio la espalda para tomar todo lo que estaba en el asador. Todo estaba en su punto y se veía tan bueno que le dio hambre sólo de ver la comida. Le llevó la canasta a la princesa, quien de inmediato lo envió de regreso a la despensa para que le llevara todas las tartas y ciruelas que habían preparado para la cena del rey.

Como el rey no había comido, tenía mucha hambre y pidió su cena más temprano, pero para su sorpresa, la cena había desaparecido. Se tuvo que ir a la cama con hambre y de muy mal humor. Al día siguiente ocurrió lo mismo y también al otro día, por lo que el rey no tuvo nada que comer en tres días, pues en cuanto la comida o la cena estaban listas para servirse desaparecían misteriosamente. Entonces el Primer Ministro tuvo miedo de que el rey fuera a morir de hambre, por lo que decidió ocultarse en un rincón de la cocina y no despegar la mirada de la olla. Se sorprendió mucho al ver a un perrito color verde con una oreja que se metía muy sigiloso en la cocina, descubría la olla, pasaba todo el contenido a una canasta y se iba corriendo. El Primer Ministro lo siguió a toda prisa y así llegó a la cabaña del anciano; entonces volvió y le dijo al rey que ya sabía adonde iban a parar todas sus comidas y cenas. El rey, que estaba muy sorprendido, dijo que quería ir a ver las cosas por él mismo, por lo que formó una comitiva de arqueros y fue en compañía de éstos y del Primer Ministro y llegó justo al momento en que el anciano y la princesa terminaban su cena. El rey ordenó que los ataran con sogas, Frisk incluido.

Cuando llegaron al palacio el rey dijo: “Hoy es el último día del periodo de gracia concedido a los impostores; deberíamos de cortarles la cabeza al mismo tiempo que a estos ladrones de mi cena”. Entonces el anciano se puso de rodillas y le pidió al rey que le permitiera explicarle lo ocurrido.

Mientras el viejo hablaba, el rey miró por primera vez con atención a la princesa, pues se conmovió de ver cómo lloraba y cuando escuchó que el viejo le decía que el nombre de la joven era Roseta y que la habían arrojado al mar traicioneramente, dio tres volteretas sin parar a pesar de estar muy débil a causa del hambre y corrió a abrazarla, la desató con sus propias manos y dijo amarla con todo su corazón.

Enviaron a unos mensajeros para que dejaran en libertad a los príncipes, quienes llegaron muy tristes creyendo que serían ejecutados de inmediato; también fueron llevados el barquero, la dama de compañía y su hija. Tan pronto entraron, Roseta corrió a abrazar a sus hermanos, mientras los traidores se tiraron a sus pies pidiendo clemencia. El rey y la princesa estaban tan felices que los perdonaron con gusto; y al viejo lo recompensaron espléndidamente y pasó sus últimos días en palacio. El Rey de los Pavorreales se disculpó con el Rey y el Príncipe por la manera en que los había tratado e hizo todo lo que estuvo en su poder para demostrarles cuánto lo sentía.

La dama de compañía le devolvió a Roseta todos sus vestidos y joyas y el barril con monedas de oro; la boda se celebró de inmediato y todos vivieron felices, hasta Frisk, que disfrutó de grandes lujos y nunca tuvo algo inferior a un ala de perdiz como cena por el resto de su vida.

FIN

9. El cerdo encantado

Cuento de origen rumano, Lang adaptó este cuento basado en la versión alemana de Nite Kremnitz.

Érase una vez un rey que tenía tres hijas. Un día el rey tuvo que salir a librar una batalla, así que reunió a sus hijas y les dijo lo siguiente:

—Queridas mías, tengo que ir a la guerra. El enemigo se aproxima con un gran ejército. Me da mucha tristeza dejarlas, así que durante mi ausencia cuídense mucho y sean buenas; pórtense bien y estén al pendiente de todos los asuntos de palacio. Pueden caminar por el jardín y pueden entrar a todos los cuartos del palacio excepto en el que está en la parte de atrás, en la esquina a mano derecha. Ahí no deben entrar, pues si lo hacen, les ocurrirá algo muy malo.

—Puedes estar tranquilo, padre —le dijeron—. Nunca te hemos desobedecido. Vete con confianza y que el cielo te conceda una gran victoria.

Cuando todo estuvo listo para su partida, el rey les dio las llaves de todos los cuartos y les recordó una vez más lo que había dicho. Sus hijas le besaron las manos con lágrimas en los ojos y le desearon lo mejor; él le dio las llaves a la mayor de ellas.

Cuando las hermanas se encontraron solas, se sintieron tan tristes y aburridas que no sabían qué hacer. Así que para pasar el tiempo decidieron trabajar una parte del día y disfrutar del jardín el resto del tiempo. Todo iba muy bien mientras mantuvieron esta rutina. Sin embargo, esta felicidad no duró mucho. Cada día les daba más y más curiosidad saber lo que había en la habitación, y ahora verán lo que ocurrió.

—Hermanas —dijo la mayor—, todo el día cosemos, bordamos y leemos. Hemos estado solas varios días y no hay ningún rincón del jardín que no hayamos explorado. Hemos entrado en todos los cuartos del palacio de nuestro padre y hemos admirado la riqueza y hermosura de los muebles: ¿por qué no habríamos de entrar en el cuarto que nos prohibió nuestro padre?

—Hermana —dijo la menor—, no puedo creer que nos estés tentando a desobedecer una orden de nuestro padre. Él sabrá muy bien por qué nos dijo que no entráramos en ese cuarto, debió tener una buena razón para ello.

—Pero tampoco creo que el cielo se nos vaya a caer encima si entramos —dijo la segunda princesa—. No habrá dragones y monstruos parecidos que puedan devorarnos dentro del cuarto. ¿Y cómo podría saber nuestro padre si entramos?

Mientras hablaban de esto, dándose ánimos entre sí, llegaron hasta la habitación; la mayor metió la llave en la cerradura y ¡zas!, la puerta se abrió.

Entraron las tres muchachas, ¿y qué creen que encontraron?

El cuarto estaba vacío, sin adornos, pero en el centro había una mesa grande con un mantel magnífico sobre el cual estaba un libro abierto.

Las princesas se morían de curiosidad por saber qué decía el libro, sobre todo la mayor de ellas y esto es lo que leyó:

“La mayor de las hijas de este rey se casará con un príncipe del este”.

Luego fue el turno de la siguiente princesa, quien dio vuelta a la página y leyó: “La segunda hija de este rey se casará con un príncipe del oeste”.

Las chicas estaban encantadas y comenzaron a reír y a molestarse entre ellas.

Pero la menor de ellas no quiso acercarse a la mesa ni abrir el libro. Sin embargo, sus hermanas mayores no la dejaron en paz y contra su voluntad la arrastraron hasta la mesa, y una vez ahí temblando y con miedo, la muchacha dio vuelta a la página y leyó: “La menor de las hijas de este rey se casará con un cerdo del norte”.

No se habría asustado tanto si en ese momento hubiera caído un rayo del cielo.

Casi se muere de la pena. Si no fuera porque sus hermanas la tenían sujeta, se habría caído al piso y se habría roto la cabeza.

Cuando volvió en sí del desmayo, sus hermanas trataron de consolarla diciéndole: “¿Cómo puedes creer en esas tonterías?, ¿cuándo se ha visto que la hija de un rey se case con un cerdo?”

—No seas infantil —dijo la otra hermana—. ¿Acaso no tiene nuestro padre suficientes soldados para protegerte aún si una repugnante criatura como ésa viniera a cortejarte?

La menor de las princesas habría aceptado gustosa que la convencieran sus hermanas y habría creído lo que le decían, pero tenía gran pesar en su corazón. Sus pensamientos volvían al libro en el cual estaba escrita la gran felicidad que aguardaba a sus hermanas y que registraba para ella un destino inédito en el mundo.

Además, también le pesaba mucho el haber desobedecido a su padre. Cayó enferma y en pocos días había cambiado tanto que costaba trabajo reconocerla; antes sus mejillas estaban sonrosadas, ahora estaba pálida y nada le causaba placer.

Dejó de jugar con sus hermanas en el jardín, dejó de recoger flores para ponerse en el cabello y ya no cantaba cuando se sentaba con sus hermanas a coser y bordar.

Mientras tanto, el rey obtuvo una gran victoria y tras haber derrotado por completo al enemigo se fue corriendo a casa con sus hijas, en quienes pensaba constantemente.

Todos salieron a recibirlo con platillos, flautines y tambores y hubo una gran fiesta por su regreso victorioso. Lo primero que hizo el rey al volver a casa fue agradecer al cielo por la victoria obtenida contra los enemigos que se habían sublevado contra él. Después entró en el palacio y las tres princesas salieron a recibirlo. Fue mucha su alegría al ver que las tres estaban bien, pues la menor de ellas hizo todo lo posible por no parecer triste.

Sin embargo, no pasó mucho tiempo antes de que el rey se diera cuenta de que su hija menor estaba adelgazando mucho y tenía mal semblante. Y de pronto sintió como si un hierro al rojo vivo le atravesara el alma, pues le pasó por la mente la idea de que tal vez ella lo había desobedecido. Estaba seguro, pero para no tener dudas mandó traer a sus hijas, las interrogó y les ordenó decir la verdad. Ellas confesaron todo, pero tuvieron mucho cuidado de no decir cuál de ellas había tentado a las otras dos.

El rey estaba tan perturbado al escucharlas, que casi se muere de tristeza. Sin embargo hizo lo posible por consolar a sus hijas, quienes estaban aterrorizadas. Se dio cuenta de que lo hecho hecho está, y que ni mil palabras podrían cambiar los hechos.

Todo esto había quedado casi en el olvido cuando un buen día apareció un príncipe del este en la corte y le pidió al rey la mano de su hija mayor. El rey consintió gustoso.

Prepararon un gran banquete y después de un festín de tres días acompañaron a la feliz pareja a la frontera con gran ceremonia y alegría.

Al cabo de un tiempo ocurrió lo mismo con la segunda hija, a quien cortejó un príncipe del oeste con el que después se casó.

Cuando la princesa menor vio que las cosas ocurrían exactamente como habían sido predichas según lo escrito en el libro se puso muy triste. Se negó a comer y a ponerse finos vestidos y a salir a caminar. Dijo que prefería morirse a ser el hazmerreír del mundo. Pero el rey no le permitió que se descuidara totalmente e intentó consolarla de todas las formas posibles.

Así pasó el tiempo hasta que un buen día —es de no creerse— un cerdo enorme proveniente del norte entró caminando en el palacio y se dirigió directamente al rey: “Oh, rey, te saludo”, le dijo, “que tu vida sea tan brillante y próspera como el amanecer en una mañana clara”.

—Me da gusto ver que estás bien, amigo, pero ¿qué vientos te han traído hasta aquí?

—Estoy buscando una esposa.

Entonces el rey se sorprendió de escuchar unas palabras tan bien pronunciadas por un cerdo y le pareció que todo era muy extraño. Con gusto habría llevado las ideas del cerdo en otra dirección, pues no quería darle a su hija por esposa, pero cuando escuchó que la corte y la calle estaban repletas de todos los cerdos del mundo, se dio cuenta de que no había escapatoria y dio su consentimiento. El cerdo no se conformó con promesas; insistió en que la boda se llevara a cabo en una semana y dijo que no se iría hasta que el rey hiciera un juramento real al respecto.

El rey mandó llamar a su hija y le recomendó que aceptara su destino, ya que no había nada que hacer. Y también le dijo:

—Hija mía, las palabras y el comportamiento de este cerdo son completamente distintos a los de otros cerdos. No creo que siempre haya sido uno de ellos. Me parece que está bajo algún tipo de magia o encantamiento. Obedécelo y concédele lo que te pida y estoy seguro de que pronto el cielo te enviará tu libertad.

—Si deseas que haga esto, lo haré, querido padre.

Y llegó el día de la boda. Después del matrimonio, el cerdo y su esposa se dirigieron a su casa en uno de los carruajes reales. En el camino pasaron al lado de una ciénaga y el cerdo ordenó que detuvieran el carruaje. Bajó del mismo y se echó a rodar en el cieno hasta que estuvo cubierto de lodo de los pies a la cabeza, luego volvió al carruaje y le dijo a su esposa que lo besara. ¿Qué iba a hacer la pobre muchacha? Recordó las palabras de su padre y tras sacar un pañuelo de su bolsillo, le limpió el hocico con cuidado al animal y lo besó.

Cuando llegaron a la casa del cerdo, que estaba en la espesura de un bosque, ya era noche cerrada. Se sentaron en silencio por un rato, ya que estaban cansados del viaje, luego cenaron juntos y se recostaron a descansar. Durante la noche la princesa se dio cuenta de que el cerdo se había transformado en un hombre. Fue grande la sorpresa, pero recordó las palabras de su padre, se armó de valor y decidió esperar a ver qué ocurría.

Y así notó que cada noche el cerdo se convertía en un hombre y cada mañana se transformaba en cerdo nuevamente, antes de que ella despertara. Esto pasó varias noches seguidas y la princesa no podía entender de qué se trataba.

Claramente su esposo estaba encantado. Al poco tiempo ella le tomó cariño, era muy amable y atento con ella.

Un buen día, mientras estaba sola, vio que pasaba una vieja bruja. Se sintió muy emocionada, pues había pasado mucho tiempo desde la última vez que había visto a un ser humano y le llamó a la mujer para que fuera a hablar con ella. Entre otras cosas, la bruja le dijo que conocía todo tipo de magia, que podía predecir el futuro y que tenía conocimientos de los poderes curativos de hierbas y plantas.

—Buena mujer, te estaría agradecida toda mi vida —dijo la princesa— si me dices qué le pasa a mi esposo. ¿Por qué es un cerdo de día y un hombre en la noche?

—Precisamente iba a decirte eso, querida, para que veas lo buena que soy prediciendo el futuro. Si quieres, te daré una hierba para romper el encantamiento.

—Si me das el remedio, te daré lo que quieras, porque no puedo soportar verlo en ese estado.

—Aquí tienes este hilo, querida mía, pero no dejes que él sepa, pues si se entera, el hilo perderá su poder. En la noche, cuando esté dormido, debes levantarte rápidamente y amarrarle el hilo al pie izquierdo lo más apretado posible, y verás que a la mañana siguiente ya no se transformará en cerdo nuevamente, permanecerá como hombre. No deseo ninguna recompensa. Me sentiré pagada con saber que eres feliz. Casi me rompe el corazón el saber todo lo que has sufrido y sólo me hubiera gustado conocerte antes, pues habría venido en tu ayuda de inmediato.

Cuando se fue la bruja, la princesa escondió muy bien el hilo y por la noche se levantó sigilosamente y con el corazón a punto de escapársele ató el hilo en el pie de su esposo. En cuanto apretó el nudo se escuchó un ruido; era el hilo que se había roto, pues estaba podrido. Su esposo se despertó sobresaltado y le dijo:

—Infeliz mujer, ¿qué has hecho? Tres días más y este encantamiento se habría terminado, pero ahora quién sabe cuánto tiempo más tendré que continuar en esta forma repugnante.

Debo irme ahora mismo y no habremos de encontrarnos hasta que hayas desgastado las suelas de tres pares de zapatos de hierro y se le haya caído el filo a un bastón de acero en tu búsqueda por mí.

Cuando la princesa se quedó sola comenzó a llorar y a lamentarse de un modo tan terrible que daba pena verla así, pero al darse cuenta de que sus lágrimas y quejidos no le hacían ningún bien, se levantó dispuesta a enfrentar lo que el destino le deparara.

Al llegar a la ciudad, lo primero que hizo fue ordenar tres pares de zapatos de hierro y un bastón de acero y tras haber hecho estas preparaciones para su viaje, inició la búsqueda de su esposo. Una y otra vez pasó por nueve mares y atravesó nueve continentes, pasó por bosques con árboles cuyos troncos eran tan gruesos como barriles de cerveza; se tropezaba y golpeaba contra los troncos caídos, luego se levantaba y continuaba su camino, las ramas de los árboles le pegaban en la cara, los arbustos le lastimaban las manos, pero seguía de frente, sin mirar atrás. Al fin, cansada por el viaje tan largo, exhausta y profundamente triste, pero aún con esperanzas, llegó a una casa.

¿Quién creen que vivía allí? La Luna. La princesa llamó a la puerta y rogó que la dejaran entrar para que pudiera descansar un poco. La madre de la Luna, cuando vio su triste ruego, se compadeció de ella y la dejó entrar, la cuidó y la consoló. Y mientras estuvo ahí la princesa tuvo a un bebé.

Un día la madre de la Luna le preguntó:

—¿Cómo es posible para ti, una mortal, que hayas ascendido a la casa de la Luna?

Entonces la pobre princesa le contó todo lo que le había pasado y añadió: “Siempre le estaré agradecida al cielo por haberme traído hasta aquí y agradecida contigo por haberte compadecido de mí y de mi bebé ya que no nos dejaste morir.

Sólo quiero pedirte un último favor: ¿Podría tu hija, la Luna, decirme dónde está mi esposo?”

—Ella no puede decirte eso, querida mía, pero si continúas caminando hacia el este hasta que llegues a la morada del Sol, él tal vez pueda decirte algo.

Entonces le dio a la princesa un pollo asado para comer y le dijo que tuviera cuidado de no perder ni uno solo de los huesos, porque le serán muy útiles.

Cuando la princesa le dio las gracias una vez más por su hospitalidad y por sus buenos consejos, y tras haber arrojado un par de zapatos que ya estaban desgastados y se había puesto un segundo par, hizo un atado con los huesos del pollo y tomó a su bebé en brazos, se apoyó en su bastón y se dispuso a continuar con su viaje.

Una y otra vez pasó por la arena de desiertos, donde los caminos se hacían tan pesados que por cada dos pasos que avanzaba, retrocedía uno, pero siguió luchando y logró cruzar estos lugares terribles, después anduvo por altas montañas rocosas, saltando de un peñasco a otro y de cumbre en cumbre.

A veces se quedaba a descansar unos días en alguna montaña y luego retomaba el viaje con fuerza renovada, siempre yendo más y más lejos. Tuvo que cruzar lagunas, escalar montañas cuyas cumbres estaban cubiertas de piedras, de modo que sus pies, rodillas y codos se desgarraron y comenzaron a sangrar, y más de una vez llegó hasta un precipicio sobre el que no podía saltar y tenía que pasar el estrecho a gatas, apoyándose en su bastón. Por fin, cansada, a punto de morir, llegó al palacio en el que vivía el Sol. Llamó a la puerta y pidió que la dejaran entrar. La madre del Sol abrió la puerta y se sorprendió mucho de ver a una mortal proveniente de las lejanas fronteras terrestres, y lloró de compasión cuando escuchó lo que la princesa había sufrido. Le prometió que le preguntaría al sol por el derrotero de su esposo, pero la escondió en el sótano para que al volver, el Sol no notara nada fuera de lo común, pues siempre estaba de mal humor cuando llegaba por las noches. Al día siguiente la princesa tuvo miedo de que las cosas no salieran bien, pues el Sol se había dado cuenta de que alguien del otro mundo había estado en el palacio, pero su madre lo había tranquilizado con dulces palabras asegurándole que no era el caso. La princesa recobró el ánimo cuando vio que la trataban con amabilidad y preguntó:

—¿Pero cómo es posible que el Sol se enoje? Si luce tan hermoso y es tan bueno con los mortales.

—Por la mañana, cuando se para en las puertas del paraíso es feliz y le sonríe al mundo, pero durante el día se pone de malas, porque ve todos los actos terribles que cometen los seres humanos y por eso su calor se vuelve quemante; pero ya hacia la tarde está triste y enojado, porque le toca colocarse frente a las puertas de la muerte: ésa es su rutina. De ahí regresa para acá.

Le dijo a la princesa que le había preguntado a su hijo por el paradero de su esposo, pero que el sol le respondió que no sabía nada y que su única esperanza era que fuera con el Viento y le preguntara a él.

Antes de que la princesa se despidiera de la madre del sol, ésta le dio un pollo asado para comer y le aconsejó cuidar los huesos, cosa que hizo, envolviéndolos. Entonces se deshizo de su segundo par de zapatos que ya estaban bastante gastados y con su hijo en un brazo y su bastón en la mano echó a andar en busca del viento.

En este viaje se encontró con dificultades aún mayores que antes, pues se topó con una montaña de rocas detrás de otra, de las que salían lenguas de fuego; atravesó bosques por los que nunca había pasado ningún ser humano y tuvo que cruzar campos de hielo y avalanchas de nieve. La pobre mujer casi muere por estas dificultades, pero mantuvo la valentía en su corazón y al cabo de un tiempo llegó a una cueva enorme en el costado de una montaña. Ahí vivía el Viento. Había una pequeña puerta en la verja que estaba frente a la cueva, a la cual llamó la princesa pidiendo que la dejaran entrar. La madre del Viento se apiadó de ella y la dejó pasar para que descansara un poco. Aquí también tuvieron que ocultarla para que el Viento no notara su presencia.

La mañana siguiente, la madre del Viento le dijo a la mujer que su esposo estaba viviendo en un bosque muy espeso, tanto que ningún hacha había podido abrir camino hasta ahí; se había construido una suerte de casa hecha con troncos y árboles atados con mimbre en donde vivía solo evitando a la humanidad.

Después que la madre del Viento le dio a la princesa un pollo para comer y le dijo que cuidara los huesos, le recomendó que siguiera el camino de la Vía Láctea, que por la noche se despliega por el cielo, y que continuara en la misma dirección hasta que alcanzara su objetivo.

Después de darle las gracias a la anciana con lágrimas en los ojos por su hospitalidad y por las buenas noticias que le había dado, la princesa echó a andar en su camino sin descansar de noche ni de día, tal era su deseo de encontrarse de nuevo con su esposo. Caminó y caminó hasta que su último par de zapatos se deshizo en pedazos, por lo que los arrojó a un lado y continuó descalza sin importarle las ciénagas ni las espinas que la herían a su paso ni las piedras que le sacaban moretones. Al fin llegó a una hermosa pradera verde en las afueras del bosque. Su corazón se animó ante la vista de las flores y de la suavidad y la frescura del pasto, así que se sentó a descansar un momento. Pero el escuchar a los pájaros piarles a sus parejas entre los árboles la hizo extrañar a su esposo y lloró amargamente. Luego tomó a su hijo en brazos, se echó al hombro el atado en el que llevaba los huesos de pollo y se adentró en el bosque.

Luchó entre la maleza por tres días y tres noches, pero no podía encontrar nada. Estaba exhausta y muy hambrienta; ya ni su bastón le servía de apoyo, pues con tanto andar ya se había limado la punta. Casi se dio por vencida a causa de la desesperación, pero hizo un último esfuerzo y de pronto, tras cruzar un matorral dio con la especie de casa que le había descrito la madre del viento. No tenía ventanas y la puerta estaba en el techo. Rodeó la casa en busca de escalones, peor no pudo encontrar ninguno. ¿Qué iba a hacer? Pensó y pensó y trató en vano de escalar hasta la puerta. Entonces recordó los huesos de pollo que había traído consigo durante todo ese viaje desgastante y se dijo: “No me hubieran dicho todos que cuidara muy bien los huesos de pollo si no hubiera una muy buena razón. Tal vez ahora que estoy tan necesitada me sean de utilidad”.

Entonces sacó los huesos del atado y después de pensar un momento unió dos de ellos. Para su sorpresa, se mantuvieron pegados, entonces unió más y más huesos hasta que tuvo dos largas cuerdas a la altura de la casa, las cuales puso contra la pared, a un metro de distancia entre ambas. Puso el resto de los huesos atravesados uno tras otro, formando una escalera. Tan pronto estaba listo un escalón se subía y formaba el siguiente y el siguiente hasta que estuvo muy cerca de la puerta, pero al llegar casi a la cima se dio cuenta de que ya no tenía más huesos y aún le faltaba un último tramo.

¿Qué haría? Sin el último escalón, toda la escalera era inútil.

Seguramente había perdido uno de los huesos. Entonces se le ocurrió una idea. Tomó un cuchillo y se cortó el dedo meñique, lo puso en el lugar del último escalón y se quedó pegado al igual que había ocurrido con los huesos. La escalera estaba completa y con su hijo en brazos entró a la casa. Encontró todo en perfecto orden. Después de tomar un poco de comida, colocó al niño sobre un pesebre que estaba en el piso y se sentó a descansar.

Cuando su esposo, el cerdo, volvió a casa, quedó muy sorprendido por lo que vio. Al principio no podía creerlo y se quedó mirando la escalera hecha de huesos y notó el meñique en la parte más alta. Le pareció que tenía lugar un nuevo encantamiento y del miedo que le dio por poco no entra en la casa; pero después se le ocurrió una mejor idea y se convirtió en una paloma, pues así ningún encantamiento podría tener poder sobre él y voló hasta el cuarto sin tocar la escalera.

Entonces vio a una mujer meciendo a su bebé. En cuanto la vio, percibió lo cambiada que estaba a causa de todos los padecimientos que había sufrido y su corazón se enterneció con tanto amor, tanta añoranza, y tanta compasión que de pronto se transformó en un hombre.

La princesa se puso de pie al verlo y también tuvo miedo, pues no lo reconoció, pero apenas él le dijo quién era, ella olvidó todos sus sufrimientos, que en ese momento le parecieron poca cosa. Era un hombre muy guapo, con la espalda tan derecha como un abeto. Se sentaron juntos, ella le contó sus aventuras y él lloró conmovido por el relato. Y entonces le contó su propia historia.

—Yo soy hijo de un rey. Una vez, cuando mi padre peleaba contra unos dragones que eran el azote de nuestro país, yo maté al dragón más joven. Su madre, que era una bruja, utilizó su magia contra mí y me convirtió en un cerdo. Fue ella quien, disfrazada de una anciana, te dio el hilo para que lo ataras a mi pie. Por lo que en lugar de los tres días que tenían que pasar antes de que se rompiera el hechizo, me vi obligado a permanecer como un cerdo tres años más. Ahora que ambos hemos sufrido el uno por el otro y que nos hemos reencontrado, olvidemos el pasado.

Y en medio de la felicidad se besaron.

A la mañana siguiente partieron temprano para volver al reino del padre del príncipe. La gente estaba muy feliz de verlo con su esposa; su madre y su padre los abrazaron y hubo un festín en palacio por tres días y tres noches.

Pasados estos días partieron a ver al padre de la princesa.

El viejo rey casi se vuelve loco de la alegría al ver de nuevo a su hija. Después de que ella le contara todas sus aventuras, él le dijo:

—¿Acaso no te dije que estaba seguro de que la criatura que te había tomado por esposa no había nacido siendo un cerdo? Ahora ves, hija mía, que tomaste una decisión muy sabia al hacer lo que te dije.

Y como el rey era viejo y no tenía herederos, puso a ambos en el trono para que ocuparan su lugar. Y gobernaron como sólo los reyes que han pasado por muchas cosas suelen gobernar. Y si aún están vivos, seguramente siguen gobernando con gran felicidad.

FIN

10. El Norka

Este cuento proviene de la tradición ruso-karelia. Karelia es una región del noreste de Europa; actualmente ubicada entre Finlandia y Rusia.

Había una vez un rey y una reina que tenían tres hijos; dos de ellos estaban siempre alertas, pero el tercero no era muy listo que digamos. El rey tenía un parque de venados en el que había varios animales de diferentes tipos. A ese parque solía llegar una bestia enorme que se llamaba Norka y que causaba destrozos y devoraba a unos cuantos animales cada noche. El rey hacía todo lo que podía, pero no lograba destruirlo. Así, finalmente, reunió a sus hijos y les dijo: “Le daré la mitad de mi reino a quien destruya al Norka”.

El hijo mayor aceptó el reto. Tan pronto anocheció, tomó sus armas y se dispuso a enfrentar al Norka. Pero antes de llegar al parque fue a una taberna y ahí se pasó la noche de juerga. Cuando volvió en sí, ya era muy tarde; ya había amanecido. Sintió mucha vergüenza de lo que pensaría su padre, pero no podía evitarlo. Al día siguiente, el segundo hijo se alistó de igual manera y acabó haciendo lo mismo. Su padre los reprendió duramente y ahí quedó el asunto.

El tercer día, el hijo menor dijo que emprendería la tarea.

Todos se rieron de él, porque era muy tonto; estaban seguros de que no haría nada. Pero él tomó sus armas y se fue directamente al parque y se sentó sobre el pasto de manera tal que en el momento en que comenzara a quedarse dormido, sus propias armas le darían un pinchazo despertándolo.

Llegó la medianoche. La tierra comenzó a temblar y el Norka apareció corriendo, rompió la cerca del parque de lo grande que era. El príncipe se armó de valor, dio un pequeño salto, se persignó y se dirigió directamente hacia la bestia, la cual huyó y el príncipe corrió detrás. Pronto se dio cuenta de que no podría darle alcance a pie, por lo que fue rápidamente al establo, tomó el mejor caballo y continuó su persecución.

Al cabo de un tiempo alcanzó a la bestia y comenzaron a pelear; pelearon y pelearon y el príncipe lo hirió tres veces.

Al cabo de un rato ambos quedaron exhaustos, por lo que se recostaron un momento para descansar. Pero en cuanto el príncipe cerró los ojos, la bestia se levantó de un salto y huyó.

El caballo del príncipe lo despertó; montó sobre él y continuó su persecución, alcanzó a la bestia y volvieron a pelear.

De nuevo volvió a herir tres veces a la bestia y una vez más se sentaron a descansar. El Norka volvió a huir, el príncipe volvió a darle alcance y lo hirió tres veces más. Pero de pronto, cuando el príncipe lo perseguía por cuarta vez, la bestia huyó a una gran roca blanca, la levantó y escapó hacia el otro mundo gritándole al príncipe: “¡Sólo cuando entres aquí podrás vencerme!”

El príncipe se fue a casa, le dijo a su padre lo que había ocurrido y le pidió que le consiguiera una cuerda hecha de piel, lo suficientemente larga para que llegara al otro mundo.

Una vez que la cuerda estuvo lista, el príncipe mandó llamar a sus hermanos y a algunos sirvientes a quienes pidió que prepararan provisiones para todo un año y se dirigieron adonde la bestia había desaparecido huyendo por debajo de una piedra. Cuando llegaron al lugar construyeron un palacio y vivieron ahí un tiempo, pero cuando todo estuvo listo, el hijo menor le dijo a los otros: “Muy bien, hermanos, ¿quién de ustedes va a levantar esta piedra?”

Ninguno de ellos pudo hacer más que moverla un poco.

Sin embargo, apenas él tocó la piedra, ésta salió volando a pesar de que era tan grande como una montaña. Y una vez que hizo a un lado la piedra gigante, les dijo a sus hermanos:

—¿Quién viene conmigo al otro mundo para derrotar al Norka?

Ninguno de ellos se ofreció a hacerlo. Entonces se burló de ellos por su cobardía y les dijo:

—¡Adiós, hermanos! Bájenme al otro mundo y no se muevan de aquí. En cuanto tire de la cuerda, súbanme.

Sus hermanos lo bajaron con la cuerda y una vez que llegó al otro mundo se soltó de la cuerda y continuó su camino por debajo de la tierra. Caminó y caminó. Después de un rato encontró un caballo con arreos muy finos que le dijo:

—¡Te saludo, príncipe Iván, he esperado mucho tiempo tu llegada!

Montó en el caballo y continuó el viaje avanzando cada vez más y más hasta que vio frente a él un palacio hecho de bronce. Llegó al patio, ató el caballo y entró al palacio. En uno de los cuartos había una cena servida; se sentó, cenó y luego fue a una de las habitaciones en la que encontró una cama sobre la que se recostó para descansar. Al poco tiempo se acercó una dama, más hermosa de lo que se podría imaginar salvo en un cuento de hadas, que le dijo:

—Tú que estás en mi casa, dime tu nombre. Si eres un hombre viejo, habrás de ser mi padre; si eres de edad mediana, mi hermano; si eres joven habrás de ser mi querido esposo.

Y si eres una mujer anciana, habrás de ser mi abuela; si de edad mediana, mi madre; y si eres una muchacha, habrás de ser mi hermana.

Entonces la mujer se le acercó y al ver al príncipe quedó fascinada con él.

—¿De dónde has venido, príncipe Iván, que serás mi esposo amado?

Y él le contó lo que había ocurrido.

—Esa bestia a la que buscas dar caza es mi hermano. En este momento se encuentra con mi segunda hermana, que vive cerca de aquí en un palacio de plata. Le curé tres de las heridas que le hiciste.

Después de estas palabras bebieron y se divirtieron y tuvieron una conversación muy agradable, luego el príncipe se fue y se dirigió a donde vivía la segunda hermana, la del palacio de plata, con quien también se quedó un rato. Ella le dijo que su hermano estaba con su hermana menor, que vivía en un palacio de oro. Ella le dijo que su hermano estaba dormido en el mar azul y le dio una espada de acero y un trago del Agua de la Fuerza y le dijo que le cortara la cabeza a su hermano de un solo tajo. Después de escuchar esto, continuó con su camino.

Y cuando el príncipe llegó al mar azul vio al Norka que dormía sobre una piedra en medio del mar; cuando roncaba, el agua del mar se agitaba hasta once kilómetros a la redonda.

El príncipe se persignó, tomó fuerzas y le cortó la cabeza de un solo tajo. La cabeza cayó mientras decía: “Bueno, por ahora estoy acabado” y rodó a lo lejos dentro del mar.

Después de matar a la bestia, el príncipe regresó y recogió a las tres princesas de camino, pues tenía la intención de llevarlas al mundo de arriba; las tres lo amaban y ninguna quería separarse de él. Cada una convirtió su palacio en un huevo —pues las tres eran hechiceras— y le enseñaron cómo convertir los huevos en palacios y en huevos nuevamente y le dieron a él los huevos. Y así llegaron al lugar en el que tendrían que transportarlos al mundo de arriba. Encontraron la cuerda y el príncipe hizo que las tres doncellas se ataran con ella. Luego tiró de la cuerda y sus hermanos comenzaron a jalar. Y cuando hubieron terminado de jalar la cuerda y vieron a las hermosas doncellas, dijeron aparte: “Bajemos la cuerda, subamos a nuestro hermano una parte del trayecto y luego cortemos la cuerda. A lo mejor lo matan, pero si no lo hacemos, nunca nos daría por esposas a estas bellezas”.

Una vez que estuvieron de acuerdo, bajaron la cuerda.

Pero su hermano no era ningún tonto, él ya sabía lo que planeaban hacer, por lo que ató una piedra a la cuerda y tiró de ella. Sus hermanos levantaron la piedra a una buena altura y cortaron la cuerda. La piedra calló y se hizo pedazos; el príncipe soltó algunas lágrimas y se fue. Caminó y caminó y de pronto comenzó una tormenta; los relámpagos iluminaron el cielo y los truenos retumbaron, la lluvia cayó. Se subió a un árbol para guarecerse del agua. Ahí encontró a unos pajarillos empapados, por lo que se quitó su abrigo y los cubrió con él y se sentó al pie del árbol. Al cabo de un rato llegó un ave muy grande, tanto que le tapó la luz. Ya era un poco oscuro el lugar, pero ahora estaba muy oscuro. Era la madre de los pajarillos que el príncipe había cubierto. Y cuando el ave vio que sus polluelos estaban tapados dijo: “¿Quién ha envuelto mi nido?” y apenas acabó de decirlo cuando vio al príncipe y añadió: “¿Fuiste tú? ¡Muchas gracias! En agradecimiento, puedes pedirme cualquier cosa que desees y yo lo haré por ti”.

—Llévame cargando al otro mundo.

—Construye un recipiente grande dividido en dos —le dijo el ave—. Atrapa todo tipo de presas de caza y ponlos en una de las mitades del recipiente, la otra mitad llénala de agua. Así tendré carne y agua para mí.

El príncipe siguió las indicaciones. Luego el ave comenzó a volar —tras haberse echado el recipiente en la espalda, con el príncipe sentado en el centro. Y después de volar un buen rato lo llevó hasta su destino, lo dejó ahí y regresó. Y el príncipe se fue a la casa de cierto sastre y se hizo su ayudante.

Tanto había cambiado su aspecto a causa de los trabajos por los que había pasado, que nadie sospechó que se trataba de un príncipe.

Después de entrar a trabajar para el maestro sastre, el príncipe le preguntó qué pasaba en el país, a lo que el sastre respondió: “Nuestros dos príncipes —pues el tercero desapareció— han traído a sus novias del otro mundo y quieren casarse con ellas, pero ellas se niegan. Insisten en que primero se les hagan los vestidos para la boda, exactamente iguales a los que tenían en el otro mundo y sin que les tomen las medidas. El rey ha mandado llamar a todos los sastres, pero ninguno acepta el trabajo”.

Entonces el príncipe dijo: “Maestro, ve con el rey y dile que tú puedes cumplir con el trabajo”.

—¿Cómo voy a comprometerme a hacer vestidos de ese tipo? Yo trabajo para gente común.

—Hazlo, maestro, yo respondo por el trabajo.

Y el sastre fue a la corte. El rey estaba feliz de ver que al menos un sastre había aceptado y le dio mucho dinero. Cuando todo estuvo listo se fue a casa y el príncipe le dijo: “Ahora, rézale a Dios y vete a dormir, mañana todo estará listo”. El sastre siguió el consejo de su ayudante y se fue a dormir.

Sonó el llamado de la medianoche. El príncipe se levantó, salió de la ciudad hacia el bosque, sacó del bolsillo los huevos que le habían dado las doncellas y, tal como le habían enseñado, los convirtió en tres palacios. Entró en cada uno de ellos y tomó los vestidos de las doncellas, luego salió, convirtió los castillos en huevos otra vez y se fue a casa. Al llegar, colgó los vestidos en la pared y se echó a dormir.

A la mañana siguiente se despertó el sastre y ahí estaban esos vestidos colgados, como nunca había visto antes, todos brillaban con los engarces de oro, plata y piedras preciosas.

Estaba fascinado, los tomó y se los llevó al rey. Cuando las princesas vieron que los vestidos eran los que habían sido suyos, adivinaron que el príncipe Iván estaba en este mundo, por lo que intercambiaron miradas entre sí, pero mantuvieron la paz. El sastre, tras haber entregado la ropa, se fue a casa, pero al llegar ya no encontró a su ayudante.

El príncipe había ido a ver a un zapatero, al que también envió con el rey del mismo modo, y así sucesivamente con otros artífices de los preparativos para la boda. Todos le daban las gracias, pues a través de él, el rey los hacía más ricos.

Para cuando terminó de enviar a todos los ayudantes, las princesas ya habían recibido todo lo que habían pedido: todas sus ropas eran iguales a las que tenían en el otro mundo.

Luego lloraron amargamente porque el príncipe no había venido con ellas y ya no podían posponer más sus bodas. Pero cuando ya estaban listas para la boda, la novia más joven le dijo al rey:

—Padre mío, permíteme ir a darle limosna a los mendigos.

El rey le dio permiso y ella fue a repartir limosna; mientras lo hacía observaba cuidadosamente a los mendigos.

Cuando llegó con uno en particular, y estaba a punto de darle algo de dinero, vio el anillo que le había dado al príncipe en el otro mundo y también vio los anillos de sus hermanas, pues era el príncipe en persona. Entonces ella lo tomó de la mano y lo condujo hasta el salón y le dijo al rey:

—Aquí está el que nos trajo del otro mundo. Sus hermanos nos prohibieron decir que estaba vivo, nos habían amenazado con asesinarlo si hablábamos.

Entonces el rey se enojó muchísimo con sus hijos y los castigó como a él le pareció mejor. Después del castigo se celebraron tres bodas.

FIN

11. El abedul maravilloso

Una variante de este cuento es la que conocemos como “Cenicienta”. 

Había una vez un hombre y una mujer que tenían sólo una hija. Un día se perdió una de sus ovejas y fueron a buscarla cada uno en distintas partes del bosque; buscaron y buscaron hasta que la esposa se encontró a una bruja y le dijo:

—Si escupes, miserable criatura, si escupes en la funda de mi cuchillo o si pasas entre mis piernas, te convertiré en una oveja negra.

La mujer no escupió ni pasó corriendo entre las piernas de la bruja, pero aun así ésta la convirtió en una oveja. Luego cobró la apariencia de la mujer y le llamó al esposo:

—¡Esposo mío! ¡Ya encontré la oveja!

El hombre creyó que la bruja era su esposa y no sabía que de hecho la oveja era realmente su esposa; así que se fue a casa con ella, contento de haberla encontrado. Cuando estuvieron a salvo en casa, la bruja le dijo al hombre:

—Esposo mío, creo que debemos matar a la oveja. No vaya a ser que vuelva a escaparse por el bosque.

El esposo, que era un hombre muy tranquilo y callado, no opuso ninguna objeción y se limitó a decir: “Está bien, hagámoslo”.

Sin embargo, la hija había escuchado lo que decían y corrió hacia el rebaño y gritó:

—¡Querida madre, te van a matar!

—Si me matan —le dijo la oveja negra— no comas ni la carne ni el caldo que hagan de mí, junta mis huesos y entiérralos a las afueras del campo.

Poco después tomaron a la oveja negra y la mataron. La bruja hizo sopa de chícharos con el jugo de la carne y puso un plato frente a la hija. Pero la hija recordó la advertencia de su madre y no probó la sopa; llevó los huesos de la oveja a las afueras del campo y los enterró, y en ese lugar creció un hermoso abedul.

Pasó un tiempo. ¿Quién podría decir cuánto llevaban viviendo ahí? Y la bruja, que para entonces ya había dado a luz a una niña, le tomó coraje a la hija del hombre y comenzó a atormentarla de mil maneras.

Por esas fechas iba a haber un gran festival en palacio y el rey había dado la orden de que se invitara a toda la gente y de que se hiciera pública la siguiente proclama:

¡Vengan, vengan todos!

Pobres, desgraciados, ábranse paso con los codos.

Estén ciegos o lisiados,

Lleguen por mar o montados.

Y cabalgaron al festín del rey todos los marginados, los mancos, los cojos y los ciegos. También en la casa del buen hombre hicieron preparativos para ir a palacio. La bruja le dijo al hombre:

—Viejo, vete adelantando con nuestra hija más pequeña.

Yo le voy a dejar trabajo a nuestra hija mayor para que no esté perdiendo el tiempo en nuestra ausencia.

Entonces el hombre tomó a la niña y echó a andar. Pero la bruja encendió un fuego en la estufa, arrojó un puñado de granos de cebada entre las cenizas y le dijo a la chica:

—Si antes del anochecer no has sacado todos los granos de las cenizas y los has vuelto a meter en la olla, ¡te voy a comer viva!

Entonces salió de prisa para alcanzar a los otros y la pobre muchacha se quedó llorando en casa. Intentó recoger los granos de cebada, pero pronto se dio cuenta de que era inútil; y decidió llevar su gran preocupación al abedul donde estaba la tumba de su madre; ahí lloró y lloró, porque su madre yacía muerta debajo del césped y ya no podía ayudarla.

De pronto, en medio de su pena escuchó la voz de su madre que le hablaba desde la tumba y le decía:

—¿Por qué lloras, hija mía?

—La bruja ha arrojado granos de cebada en la estufa y me ordenó que los sacara de entre las cenizas. Por eso lloro, querida madre.

—No llores —le dijo su madre para consolarla—. Rompe una de mis ramas y dale unos golpes a la estufa formando una cruz y todo se arreglará.

Así lo hizo. Golpeó la estufa con la rama del abedul y, en efecto, los granos de cebada volaron hasta la olla y la estufa quedó limpia. Luego volvió al árbol y puso la rama sobre la tumba. Entonces la madre le pidió que se bañara de un lado de su tronco, se secara del otro y se vistiera frente al árbol.

Cuando la chica hubo hecho eso se veía tan hermosa que nadie en el mundo podía igualársele. Su madre le dio vestidos magníficos, un caballo con crines que tenían parte de oro, parte de plata y otra parte de algo más precioso todavía. La muchacha subió a la silla de montar y cabalgó tan rápido como una flecha hasta llegar al palacio. Cuando pasó por el patio del castillo, el hijo del rey salió a recibirla, ató su caballo a un pilar y la acompañó al interior del castillo. No se separó de ella mientras recorrían los salones. Toda la gente la miraba y se preguntaba quién sería esa adorable doncella y de qué castillo venía, pero nadie la conocía, nadie sabía nada de ella.

En el banquete el príncipe la invitó a sentarse a su lado, en el lugar de honor. En eso, la hija de la bruja comenzó a roer los huesos debajo de la mesa. El príncipe no la vio y pensando que era un perro, le dio una patada tan fuerte que le rompió el brazo. ¿Lector, acaso no sientes lástima por la hija de la bruja?

Ella no tenía la culpa de que su madre fuera una bruja.

Al anochecer, la hija del buen hombre pensó que era hora de irse a casa, pero al salir, su anillo se quedó atorado en el pestillo de la puerta, pues el hijo del rey lo había embadurnado de brea. No se detuvo para recuperarlo; se apresuró a desatar su caballo del pilar y se fue cabalgando lejos de los muros del castillo como una flecha, tan rápido como había llegado.

Al llegar a casa se quitó la ropa al lado del abedul, donde también dejó su caballo y se dio prisa para ocupar su lugar detrás de la estufa. Al poco rato el hombre y la mujer llegaron y la bruja le dijo a la chica:

—¡Ay, pobrecita! Sigues ahí. No sabes qué bien la pasamos en palacio. El hijo del rey paseó a mi hija por todo el castillo, pero la pobre se cayó y se rompió un brazo.

La chica sabía muy bien cómo habían ocurrido las cosas, pero fingió no saber nada y se sentó muda detrás de la estufa.

Al día siguiente fueron invitados de nuevo al banquete del rey.

—¡Querido esposo! —le dijo la bruja—. Vístete lo más rápido que puedas, nos vamos al festín. Toma a la niña y prepara las cosas; mientras yo le daré trabajo a la otra para que no se muera de aburrimiento.

Encendió el fuego y arrojó un puñado de semillas de cáñamo entre las cenizas y le dijo a la chica:

—Si cuando vuelva no has arreglado todo esto y están todas las semillas en la olla, ¡te voy a matar!

La chica lloró amargamente, luego se fue al abedul, se bañó de un lado, se secó en el otro y volvió a vestirse, pero esta vez con ropas más finas que la vez anterior y vio que ante ella estaba un hermoso corcel. Rompió una rama del abedul, le dio unos golpes a la estufa para que las semillas volaran hasta la olla y luego se fue rápidamente al castillo.

De nuevo el hijo del rey salió a recibirla, ató su caballo a un pilar y la condujo al interior del salón de banquetes del castillo. Durante el festín, la chica se sentó junto a él en el lugar de honor, tal como había ocurrido el día anterior. Pero la hija de la bruja volvió a roer huesos debajo de la mesa y el príncipe le dio un empujón sin querer con el que le rompió la pierna. No había visto que la muchacha andaba entre los pies de la gente. ¡Qué mala suerte tenía la hija de la bruja!

La hija del buen hombre volvió a darse prisa para regresar a casa, pero el príncipe había embadurnado con brea el marco de la puerta, y la diadema de oro de la chica se quedó pegada.

No tenía tiempo de ir por ella, saltó a la silla de montar y se fue como flecha hasta el abedul. Ahí dejó el caballo y su elegante vestido y le dijo a su madre:

—Perdí mi diadema en el castillo; el marco de la puerta tenía brea y se quedó pegada.

—Aunque hubieras perdido dos diademas, te daría más y mejores.

La chica se apresuró a entrar en la casa y cuando su padre y la bruja regresaron del festín, ella estaba donde siempre, detrás de la estufa. Entonces la bruja le dijo:

—Pobrecilla. Qué contraste es verla comparado con lo que hemos visto esta tarde en el palacio. El hijo del rey llevó en brazos a mi hija de un salón a otro, pero se le cayó y, como consecuencia, se le rompió el pie.

La hija del hombre no dijo nada, mantuvo la paz y se ocupó en limpiar alrededor de la estufa.

Pasó la noche y al amanecer la bruja despertó a su esposo con un grito:

—¡Levántate ya, viejo! ¡Debemos ir al banquete!

El hombre se levantó, la bruja le dio a su hija para que la cargara y le dijo:

—Llévate a la niña. Yo pondré a trabajar a la otra para que tenga algo que hacer mientras se queda sola en la casa.

Hizo lo de siempre, pero esta vez arrojó la leche que había en un tazón a las cenizas y le dijo: “Si para cuando vuelva, no has regresado la leche al tazón, te vas a arrepentir”.

Esta vez la chica se asustó mucho. Se fue corriendo hacia el abedul y gracias a su poder mágico, no tuvo problema en que la leche regresara al tazón, así que se fue a toda prisa al palacio, igual que los días anteriores. Al llegar al patio vio que el príncipe la estaba esperando. La llevó hacia el salón donde recibió varios honores, pero la hija de la bruja comenzó a chupar los huesos debajo de la mesa y al acercarse a los pies de la gente se llevó un tremendo golpe y le sacaron el ojo, ¡pobrecita! Nadie sabía nada sobre la hija del buen hombre, de dónde había venido, pero el príncipe había embadurnado de brea el umbral de la puerta y al salir corriendo se quedaron atoradas sus zapatillas de oro. Llegó al árbol y después de quitarse el magnífico vestido, le dijo al abedul:

—Querida madre, perdí mis zapatillas de oro.

—No importa —le dijo su madre—. Si necesitas otras, te las daré y serán mejores todavía.

Apenas había ocupado su lugar detrás de la estufa cuando entraron en la casa su padre y la bruja, quien de inmediato comenzó a burlarse de ella:

—¡Pobrecilla! Aquí no hay nada que ver, en cambio nosotros, qué de cosas maravillosas hemos visto en palacio. Otra vez pasearon a mi hija por todas partes. Sin embargo, tuvo mala suerte, se cayó y se le salió un ojo. Pero tú, estúpida, ¿tú qué vas a saber?

—Sí. Yo no sé nada; yo sólo he estado aquí limpiando la estufa.

El príncipe se había quedado con las cosas que la chica había perdido, y pronto se dio a la tarea de encontrar a su dueña. Al cuarto día dieron un gran banquete con este propósito y de nuevo toda la gente fue invitada al palacio.

La bruja se preparó para ir. Le ató a su hija un escarabajo de madera donde debía ir su pie; le puso un leño en lugar de brazo y le echó un poco de polvo en el hueco del ojo y así se la llevó al castillo. Cuando estuvo reunida toda la gente, el hijo del rey dio un paso al frente y le habló a la multitud:

—La doncella a la que le quede este anillo, a cuya cabeza se ajuste esta diadema y a la que le queden estos zapatos, será mi prometida.

Todas se probaron las cosas, pero a nadie le quedaron.

—Aún falta la criada que limpia las cenizas —dijo el príncipe—. Vayan por ella y que se pruebe las cosas.

Y trajeron a la chica, y el príncipe le iba a dar los objetos para que se los probara cuando la bruja lo detuvo y le dijo:

—No se los dé a ella, ensucia todo con cenizas, mejor déselos a mi hija.

Entonces el príncipe le dio el anillo a la hija de la bruja, y la mujer limó y cortó el dedo de su hija hasta que le quedó el anillo. Lo mismo ocurrió con la diadema y los zapatos de oro. La bruja no iba a permitir que se los probara la criada.

Se puso a cortar y limar la cabeza y los pies de su hija hasta que las cosas le quedaron a fuerza. ¿Qué pasaría? El príncipe tendría que tomar a la hija de la bruja como su prometida, lo quisiera o no; así que se escurrió con ella a casa del padre de la chica, pues le daba vergüenza celebrar la boda en palacio con una novia tan extraña. Pasaron algunos días y al final tenía que llevar a su novia al palacio, por lo que se preparó para hacerlo. Justo cuando les estaban dando permiso para retirarse, la criada que trabajaba en la cocina salió de su lugar detrás de la estufa con el pretexto de ir a recoger algo del establo y al pasar junto al príncipe le dijo al oído:

—Príncipe, no se robe mi plata y mi oro.

Entonces el hijo del rey reconoció a la sirvienta y se llevó a ambas muchachas. Después de recorrer un poco del camino llegaron al banco de un río y el príncipe arrojó a la hija de la bruja para que les sirviera de puente sobre el cual pasaron él y la sirvienta. Ahí estaba la hija de la bruja, como un puente sobre el río. No se podía mover aunque su corazón estaba lleno de tristeza. Nadie estaba cerca para ayudarla, por lo que gritó con angustia:

—¡Que de mi cuerpo surja una planta venenosa! Que mi madre me reconozca por esta señal.

Apenas había acabado de decir estas palabras cuando de su interior brotó una planta venenosa de color dorado y se extendió sobre el puente.

Tan pronto el príncipe se deshizo de la hija de la bruja aceptó a la sirvienta que limpiaba la estufa como su prometida y ambos se dirigieron al abedul que había crecido sobre la tumba de su madre. Ahí recibieron todo tipo de tesoros y riquezas: tres sacos llenos de oro y otro tanto de plata, y un espléndido corcel que los llevó al palacio. Ahí vivieron juntos mucho tiempo y la joven esposa le dio un hijo al príncipe.

Muy pronto le llegaron los rumores a la bruja de que su hija había dado a luz un hijo, pues ellos pensaban que la joven esposa del príncipe era la hija de la bruja.

—¡Qué noticia! Debo ir a presentarle un obsequio al nuevo bebé.

Y echó a andar. Llegó al banco del río donde vio la maravillosa planta venenosa dorada que crecía a mitad del puente, y cuando comenzó a cortarla para llevársela a su nieto, escuchó una voz que le decía:

—¡Madre, no me cortes!

—¿Estás aquí?

—Así es, querida madre. Me arrojaron al río e hicieron de mí un puente.

Entonces la bruja tomó a su hija e hizo reventar el puente en mil pedazos y se dirigió al palacio a toda velocidad. Se puso de pie frente a la cama de la joven reina y comenzó a usar su magia contra ella.

—Desgraciada, escupe sobre el filo de mi cuchillo, lanza un hechizo sobre el filo de mi cuchillo y habré de transformarte en un venado del bosque.

—¿Otra vez vienes a causarme problemas? —le preguntó la chica.

La joven no escupió ni hizo nada, pero igual la bruja la convirtió en un venado y metió de contrabando a su hija en el lugar de la esposa del príncipe. Pero entonces el bebé lloraba y lloraba porque extrañaba los cuidados de su madre. Lo llevaron a la corte y trataron de calmarlo de todas las formas posibles, pero no dejaba de llorar.

—Tu verdadera esposa no está en casa —le dijo la viuda del palacio al príncipe—. Vive en el bosque transformada en un venado; la hija de la bruja es la que está en su lugar y tu suegra es la bruja misma.

—¿Hay alguna manera de recuperar a mi esposa?

—Dame al bebé —le dijo la viuda—. Me lo llevaré mañana cuando saque las vacas a pastar al bosque. Haré un ruido con las ramas de los abedules y moveré las hojas de los abetos, tal vez el niño se calme al escucharlos.

—Está bien, toma al niño contigo, llévalo al bosque a ver si se calma —dijo el príncipe y acompañó a la viuda dentro del castillo.

—¿Y ahora? ¿Va a mandar al niño al bosque? —dijo la bruja en un tono sospechoso, tratando de interferir.

Pero el hijo del rey se mantuvo firme en lo que había dicho. —Llévate al niño al bosque, eso tal vez lo calmará.

Entonces la viuda se llevó al niño. Llegó al borde de un pantano y vio una manada de venados a los que les gritó:

—Pequeña Ojos Brillantes, pequeña Piel Roja, ven a amamantar al bebé que pariste. Ese monstruo sediento de sangre, esa nefasta comedora de hombres ya no habrá de cuidarlo ni de darle de comer. Podrán amenazar y usar la fuerza cuanto quieran, pero él rechaza a esa mujer, se aleja de ella.

Y de inmediato se acercó la venada y amamantó y cuidó al bebé todo el día, pero al caer la noche tenía que volver con la manada, así que le dijo a la viuda:

—Tráeme al niño mañana y al día siguiente. Después tendré que alejarme con la manada a tierras lejanas.

A la mañana siguiente la viuda volvió al castillo por el niño para llevárselo. La bruja, desde luego, se interpuso, pero el príncipe dijo:

—Tómalo y llévatelo al aire libre; el niño está más tranquilo en la noche cuando ha pasado en el bosque la mayor parte del día.

Y la viuda tomó al niño en brazos y se lo llevó a la ciénaga en el bosque. Una vez ahí cantó como el día anterior:

—Pequeña Ojos Brillantes, pequeña Piel Roja, ven a amamantar al bebé que pariste. Ese monstruo sediento de sangre, esa nefasta comedora de hombres ya no habrá de cuidarlo ni de darle de comer. Podrán amenazar y usar la fuerza cuanto quieran, pero él rechaza a esa mujer, se aleja de ella.

Y de inmediato la venada se separó de los otros y vino con el niño a cuidarlo como el día anterior y así fue que el niño se desarrolló muy bien, no había otro más bonito que él.

Pero el hijo del rey había estado pensando en estas cosas y le dijo a la viuda:

—¿No hay manera de convertir a la venada en un ser humano otra vez?

—No estoy segura. Ven conmigo al bosque y cuando la mujer se desprenda de su piel de venado, le cepillaré la cabeza y mientras tú quemarás la piel.

De inmediato ambos fueron al bosque con el niño; apenas llegaron, la venada apareció y alimentó al bebé como antes. Entonces la mujer le dijo a la venada:

—Ya que te vas a ir lejos mañana, y no te veré otra vez, déjame peinar tu cabeza una vez más para recordarte.

La mujer se despojó de su piel de venada y dejó que la viuda le cepillara la cabeza. Mientras tanto, el hijo del rey arrojó al fuego la piel sin que nadie lo viera.

—¿Qué se está chamuscando? —preguntó la mujer, y al volver la cabeza miró a su esposo—. ¡Vaya, soy yo! Has quemado mi piel. ¿Por qué hiciste eso?

—Para regresarte a tu forma humana.

—¡Ahora no tengo con que cubrirme, pobre de mí! —exclamó la mujer y se transformó en una rueca, luego en un escarabajo de madera, luego en un huso y en todas las figuras imaginables. Pero el hijo del rey iba destruyendo todas estas formas hasta que ella volvió a quedar en su forma humana.

—¡Vaya! ¿Para qué me llevas a casa contigo si la bruja terminará por comerme?

—No te va a comer —le dijo su esposo y partieron rumbo a casa con el niño.

Pero cuando la bruja los vio, salió huyendo con su hija, y es probable que siga corriendo todavía, aunque ya debe tener una edad muy avanzada. Y el príncipe, su esposa y el bebé vivieron muy felices para siempre.

FIN

12. Jack y la planta de frijol

Un 

Jack vende la vaca

Había una vez una pobre viuda que vivía en una pequeña cabaña con su hijo Jack.

Jack era un muchacho atolondrado aunque un tanto impulsivo, pero de buen corazón y cariñoso. El invierno había sido duro y a la pobre mujer le dio fiebre. Jack no trabajaba y poco a poco se quedaron pobres. La viuda se dio cuenta de que no tenía los medios para evitar que ella y Jack murieran de hambre salvo vendiendo su vaca, así que una mañana le dijo a su hijo: “Estoy muy débil para ir yo misma, Jack, así que deberás de llevar la vaca al mercado y venderla”.

A Jack le gustó mucho la idea; pero mientras iba en el camino se encontró con un carnicero que tenía en la mano unos frijoles hermosos. Jack se detuvo a mirarlos y el carnicero le dijo a Jack que eran frijoles muy valiosos y convenció al muchacho de cambiarle la vaca por los frijoles.

Cuando llegó a casa y le mostró a su mamá lo que le habían dado por la vaca en lugar del dinero que ella esperaba obtener, ella se enojó mucho y regañó a Jack por su torpeza. Él se sintió muy mal y madre e hijo se fueron a dormir muy tristes esa noche; parecía que se había ido su última esperanza.

Al amanecer, Jack se levantó y salió al jardín. “Al menos”, pensó, “voy a sembrar los frijoles. Mi madre dice que son unos frijoles comunes y corrientes, pero de igual modo voy a sembrarlos”.

Y entonces tomó un palo de madera, hizo un hoyo en el suelo y sembró los frijoles.

Esa noche tuvieron muy poco para cenar y se fueron a dormir muy tristes, pues sabían que al día siguiente no tendrían nada para comer. Jack estaba tan enojado y triste por esto que no podía dormir y apenas amaneció se levantó y fue al jardín.

Cuál no sería su sorpresa al ver que la planta de los frijoles había crecido en la noche. A tal grado, que cubría el risco en el que se encontraba la cabaña y se perdía de vista Los tallos se habían entrelazado y torcido de manera que formaban una escalera. “Sería fácil escalarla”, pensó Jack.

Y tras haberlo meditado decidió hacerlo, pues Jack era muy buen escalador. Sin embargo, después del reciente error que había cometido al vender la vaca pensó que lo mejor sería consultarlo primero con su mamá.

El maravilloso crecimiento de la planta de frijol Jack le llamó a su madre y ambos se quedaron mirando, maravillados y en silencio, la enorme planta de frijol que se extendía frente a ellos; no sólo era altísima sino tenía el grosor suficiente para soportar el peso de Jack.

—Me pregunto adónde conduce —dijo Jack—. Creo que voy a escalar para saber.

Su madre no quería que Jack se aventurara a subir por el tallo, pero él la convenció de que le diera permiso para intentarlo, pues estaba seguro de que encontraría algo maravilloso en la cúspide, así que al final la madre aceptó.

Jack comenzó a escalar de inmediato y subió y subió por la suerte de escalera que formaban los tallos hasta que todo lo que había dejado atrás (la cabaña, el pueblo, e incluso la alta torre de la iglesia) se veía pequeñito, pero ni aun así lograba ver el final de la planta.

Jack se sintió cansado y por un momento pensó en regresar; pero era un niño muy perseverante y sabía que la única manera de lograr las cosas era no rendirse nunca. Así que después de descansar un momento continuó.

Después de subir más y más alto llegó a un punto en el que ya no quería mirar hacia abajo por miedo a marearse y ahí fue cuando alcanzó la cúspide de la planta de frijol. De pronto se encontró en un país hermoso, elegantemente trazado, con prados hermosos cubiertos de ovejas. Un arroyo de cristal corría por las praderas. No muy lejos de donde se había bajado de la planta de frijol había un fuerte y elegante castillo.

A Jack le sorprendió mucho que nunca antes había visto ni oído hablar de ese castillo, pero al pensarlo bien se dio cuenta de que el castillo estaba tan lejos del pueblo, por la roca perpendicular sobre la que estaba asentado, como si estuviera en otro país.

Mientras Jack miraba el castillo, una mujer de apariencia extraña salió del bosque y caminó hacia él.

Llevaba un sombrero puntiagudo, acolchonado, de satín rojo y piel de armiño, llevaba el cabello suelto hasta los hombros y caminaba apoyada en un bastón. Jack se quitó el sombrero e hizo una reverencia.

—Disculpe, señorita, ¿ésta es su casa?

—No —dijo la anciana—. Escucha y te contaré la historia de ese castillo:

“Había una vez un noble caballero que vivía en ese castillo, que está en las afueras del País de las Hadas. Tenía una bella y amada esposa y varios hijos: y sus vecinos, gente pequeña, eran muy amigables con él, le daban excelentes regalos.

“Comenzaron a correr los rumores de estos tesoros, y un monstruo gigante, que vivía cerca de aquí y que era un ser terrible, decidió quedarse con las cosas.

“Así que sobornó a un falso sirviente para que lo dejara entrar en el castillo cuando el caballero durmiera y así lo mató. Luego se dirigió a las habitaciones de los niños y también los mató, así como a todo el que se encontró a su paso.

“Por suerte para ella, no pudo encontrar a la madre; se había ido con uno de sus hijos, que apenas tenía dos o tres meses de nacido, a visitar a una antigua nodriza que vivía en el valle y no había podido regresar a causa de una gran tormenta.

“A la mañana siguiente, uno de los sirvientes del castillo que había logrado escapar, corrió a contarle a su señora del terrible destino de su esposo y sus hijos. Al principio ella no podía creerlo y quiso volver de inmediato para compartir el destino de sus seres queridos, pero la vieja nodriza, con lágrimas en los ojos, le pidió que recordara que aún tenía un bebé y que era su deber conservar su propia vida para poder cuidar a la inocente criatura.

“La dama comprendió lo que le dijo y aceptó quedarse en casa de la nodriza, pues era el mejor lugar para ocultarse, ya que el sirviente le había dicho que el gigante afirmó que si la encontraba, los mataría a ella y al bebé. Pasaron los años. Murió la nodriza y le dejó la casita con los pocos muebles que tenía a la pobre mujer que allí vivía y que trabajaba como campesina para ganarse el pan de cada día. Su rueca y la leche de vaca que compraba con el poco dinero que ganaba eran suficientes para la subsistencia de ella y su pequeño hijo.

Había un lindo jardín a un lado de la casita en el que cultivaba chícharos, frijoles y coles. A la dama no le daba pena salir en la época de la cosecha y recoger la pizca para poder cubrir las necesidades de su hijo.

“Jack, esa pobre mujer es tu madre. Ese castillo le perteneció una vez a tu padre y debe volver a ser tuyo”.

Jack dio un grito de sorpresa.

—¿Mi madre? ¡Ay, señora, qué haré! ¡Mi pobre padre! ¡Mi querida madre!

Tu deber es recuperar el castillo por ella, pero es una empresa muy difícil y con muchos peligros. ¿Tienes el valor para hacerlo?

—No le temo a nada cuando estoy haciendo el bien —dijo Jack. —Entonces —dijo la señora con el sombrero rojo— tú eres uno de ésos que matan gigantes. Deberás entrar en el castillo y, si es posible, apropiarte de una gallina que ponga huevos de oro y un arpa que hable. Recuerda que todas las posesiones del gigante son tuyas en realidad.

Acabó de decir esto y la mujer con el sombrero rojo desapareció y entonces supo que se trataba de un hada.

Jack se decidió a emprender la aventura, así que se dirigió al castillo y tocó el cuerno que pendía del portal. Uno o dos minutos después abrió la puerta una giganta de aspecto terrorífico que tenía un solo ojo enorme en medio de la frente.

Apenas la vio, Jack salió corriendo, pero ella lo alcanzó y lo metió en el castillo.

—¡Vaya, vaya! Me queda claro que no esperabas verme aquí —dijo la giganta entre risas—. Ahora no te dejaré ir, me siento muy cansada de la vida. Tengo demasiado trabajo y no veo por qué yo no puedo tener un paje como lo hacen otras damas, así que tú serás mi paje. Vas a limpiar los cuchillos y bolear las botas y encender el fuego y ayudarme en todo cuando el gigante salga de casa. Pero mientras él esté aquí tendré que esconderte, porque ya se ha comido a todos mis pajes anteriores y tú serías un bocado exquisito, querido.

Arrastraba a Jack al interior del castillo mientras hablaba.

El pobre muchacho estaba muy asustado, como seguramente tú o yo lo habríamos estado en su lugar, pero recordó que el miedo vuelve desgraciado al hombre, así que hizo un esfuerzo por ser valiente y ver el lado positivo de las cosas.

—Estoy listo para ayudarte y servirte en todo lo que pueda —dijo Jack—. Sólo te pido que por favor me escondas de tu esposo. No quiero que me coma.

—Ese es mi muchacho —dijo la giganta asintiendo con la cabeza—. Tuviste suerte de no gritar en cuanto me viste como han hecho los otros chicos que han venido antes, pues si lo hubieras hecho, mi esposo se habría despertado y te habría comido de desayuno, como se ha comido a los demás.

Quédate aquí en mi armario, él nunca abre esta puerta. Aquí estarás a salvo.

Y abrió un enorme armario que estaba en el gran salón y metió a Jack ahí, pero la cerradura era tan grande que por ahí entraba bastante aire y Jack podía ver lo que pasaba en el salón. De vez en cuando escuchaba fuertes pasos en las escaleras, como de un leño pesado que entrara en un gran cañón y luego escuchó una voz como de trueno que decía:

“Fe, fa, fi, fo, fum,

el aliento de un inglés percibo aún.

Vivo o muerto quedará,

moleré sus huesos para hacer mi pan”.

—¡Mujer! Hay un hombre en la casa. Sírvemelo de desayuno.

—Ya estás viejo y estúpido —dijo la dama con su voz aguda—. Lo que hueles es un trozo de carne de elefante que preparé para ti. Siéntate y come tu desayuno.

Y puso frente a él un enorme plato de carne deliciosa y aún humeante que al gigante le gustó mucho y le hizo olvidarse de esa idea de que había un hombre en el castillo. Cuando acabó de desayunar salió a dar una vuelta y la giganta abrió la puerta y obligó a Jack a que la ayudara. La ayudó a limpiar todo el día y ella le dio bien de comer. Cuando cayó la noche, lo metió de nuevo en el armario.

La gallina que ponía huevos de oro

El gigante llegó a cenar. Jack lo observó a través del ojo de la cerradura y se sorprendió de verlo tomar un hueso de lobo y usarlo para meterse a esa gran boca media ave de un bocado.

Cuando acabó de cenar le dijo a su esposa que le trajera la gallina que ponía huevos de oro.

—Sigue poniendo huevos de oro tan bien como antes, cuando le pertenecía al insignificante caballero ése. De hecho, me parece que los huevos de esta gallina están más pesados ahora.

La giganta salió y al poco tiempo regresó con una gallina color café en los brazos que puso sobre la mesa frente a su esposo. “Y ahora, querido esposo, me voy a dar una vuelta si ya no me necesitas”.

—Ve. Yo tomaré una siesta —le dijo y tomó a la gallina entre las manos.

—¡Pon un huevo! —le dijo y al instante la gallina puso un huevo de oro.

—¡Pon otro huevo! —le repitió y la gallina puso otro.

—¡Otro más! —le dijo por tercera vez. Y de nuevo apareció un huevo de oro sobre la mesa.

Jack supo que esta gallina era a la que se refería el hada.

Al cabo de un rato el gigante la puso en el piso y luego se quedó dormido; roncaba tan fuerte que parecían truenos.

Cuando Jack estuvo seguro de que el gigante dormía profundamente abrió la puerta del armario y descendió; cruzó la habitación con mucho cuidado, tomó la gallina y se dispuso a salir de ahí lo más rápido posible. Se dirigió a la cocina, cuya puerta estaba emparejada; una vez afuera, la cerró y la aseguró. Llegó corriendo a la planta de frijol y descendió por ella tan rápido como sus pies se lo permitieron.

Cuando su madre lo vio de regreso en casa lloró de alegría, pues temía que las hadas se lo hubieran llevado lejos o que el gigante lo hubiera encontrado. Entonces Jack puso la gallina frente a ella y le contó cómo había entrado al castillo del gigante y todas sus aventuras. Ella estaba muy contenta de ver la gallina que los haría ricos nuevamente.

Las bolsas de dinero

Un día, mientras su madre iba al mercado, Jack hizo otro viaje desde la planta de frijol hasta el castillo del gigante, pero primero se tiñó el cabello y se disfrazó. La giganta no lo reconoció y lo volvió a meter al castillo como la vez anterior para que le ayudara con el trabajo, pero escuchó a su esposo que se acercaba y escondió a Jack en el armario sin saber que era el mismo chico que se había robado la gallina.

Le ordenó que se quedara ahí sin hacer ruido o el gigante se lo comería.

Entonces llegó el gigante diciendo:

 “Fe, fa, fi, fo, fum,

el aliento de un inglés percibo aún.

Vivo o muerto quedará,

moleré sus huesos para hacer mi pan”.

—¡Tonterías! —dijo la esposa—. Sólo es carne de ternera asada; pensé que te gustaría una probadita para la cena.

Siéntate que te voy a servir en seguida.

El gigante se sentó y en un momento su esposa le sirvió un buen trozo de ternera asada en un gran plato y comenzaron a cenar. Jack no podía creer la manera en que sujetaban los huesos de la ternera, como si se tratara de un pollo. Tan pronto terminaron de cenar, la giganta se levantó y dijo:

—Muy bien, mi amor, con tu permiso me retiro a mi cuarto a seguir con el cuento que estoy leyendo. Si me necesitas, me llamas.

—Primero tráeme las bolsas de dinero para que pueda contar mis monedas de oro antes de irme a dormir.

La giganta obedeció y al punto regresó con dos bolsas de oro sobre los hombros que puso frente a su esposo.

—Ahí tienes —le dijo—. Eso es todo lo que queda del dinero del caballero. Cuando te lo termines tendrás que ir y tomar el castillo de otro barón.

“Eso no sucederá si yo puedo evitarlo”, pensó Jack.

Una vez que su esposa se retiró, el gigante tomó montones y montones de monedas de oro de las bolsas y las contó apilándolas hasta que se cansó de tanto contar. Luego volvió a guardarlas todas en las bolsas y reclinándose sobre su silla se quedó dormido, roncaba tan fuerte que no se escuchaba ningún otro sonido.

Jack salió sigilosamente del armario, tomó las bolsas de dinero (que en realidad eran suyas, pues el gigante se las había robado a su padre) y salió corriendo. Le costó mucho trabajo descender por la planta, pero lo logró y puso las bolsas de oro sobre la mesa de su madre. Ella acababa de regresar del mercado y estaba llorando porque no había encontrado a Jack en ningún lado.

—Madre, aquí tienes el oro que le robaron a mi padre.

—¡Jack, eres tan buen chico! Pero no me gusta que arriesgues tu vida en el castillo del gigante. Cuéntame cómo lograste entrar y salir de ahí nuevamente.

Y Jack le contó todo.

La madre de Jack estaba muy contenta de haber recuperado el dinero, pero no le gustaba que Jack se arriesgara tanto por ella.

Sin embargo, al cabo de un tiempo Jack decidió ir una vez más al castillo del gigante.

El arpa parlante

Y Jack subió una vez más por la planta de frijol, llegó al castillo y tocó el cuerno de la entrada. La giganta abrió la puerta; era muy tonta y no lo reconoció. Sin embargo se tomó un minuto antes de dejarlo entrar. Temía que volvieran a robarle; pero el rostro inocente de Jack le pareció irresistible y le pidió que entrara y de nuevo lo escondió en el armario.

Al cabo de un rato el gigante llegó a casa y tan pronto cruzó el umbral de la puerta exclamó:

“Fe, fa, fi, fo, fum,

el aliento de un inglés percibo aún.

Vivo o muerto quedará,

moleré sus huesos para hacer mi pan”.

—Si serás necio viejo gigante. Lo único que huele aquí es el aroma de la deliciosa carne de cordero que preparé para la cena.

El gigante se sentó y su esposa le sirvió la cena. Cuando acabaron de comer, el gigante le dijo: “Ahora tráeme mi arpa.

Escucharé un poco de música, mientras tú sales a caminar”.

La giganta le trajo un arpa preciosa. El armazón relucía por todos los diamantes y los rubíes que tenía incrustados; las cuerdas eran de oro.

—Esta es una de las cosas más bonitas que le robé al caballero —dijo el gigante—. Me gusta mucho la música y mi arpa es una sirvienta fiel.

Entonces acercó el arpa hacia él y le dijo: “¡Toca!”

Y el arpa tocó un aria muy suave y triste.

—¡Toca algo más alegre! —le dijo el gigante.

Y el arpa tocó una alegre melodía.

—Ahora toca una canción de cuna —rugió el gigante; y el arpa tocó una dulce canción de cuna, a cuya música su amo se quedó dormido.

Jack salió con cuidado del armario y fue a la cocina para ver si la giganta había salido y no vio a nadie ahí, entonces abrió la puerta sigilosamente, pues pensó que cuando tuviera el arpa en las manos no podría hacerlo.

Luego se dirigió al cuarto del gigante, tomó el arpa y corrió con ella, pero cuando cruzaba el umbral de un brinco, el arpa gritó:

—¡Amo, amo!

Y el gigante se despertó.

Se levantó de su asiento dando un rugido tremendo y llegó a la puerta en dos pasos.

Pero Jack era muy ágil y siguió corriendo con el arpa en mano, a la que le decía —pues se dio cuenta de que era un hada— que él era el hijo de su antiguo amo, el caballero.

El gigante corrió muy rápido y estaba a punto de alcanzar al pobre de Jack; estiró el enorme brazo para atraparlo, pero por suerte justo en ese momento el gigante pisó una piedra suelta, se tropezó y cayó al piso cuan largo era.

Este accidente le dio tiempo a Jack para subirse a la planta de frijol y descender por ella a toda velocidad, pero mientras llegaba a su propio jardín vio que el gigante venía detrás de él.

—¡Madre, madre! ¡Trae el hacha, rápido!

Su madre corrió hacia él con un hacha en la mano y Jack cortó de un solo golpe los tallos de la planta de frijol menos uno.

—Madre, hazte a un lado —le dijo.

El gigante se rompe el cuello

La madre de Jack se hizo hacia atrás y qué bueno que lo hizo, porque en cuanto el gigante se sujetó de la última rama de la planta de frijol, Jack cortó el tallo que faltaba y se alejó del lugar.

El gigante cayó dando un terrible golpe y como cayó de cabeza se rompió el cuello y quedó muerto a los pies de la mujer a la que tanto daño había hecho.

Aún no lograban recuperarse Jack y su madre del peligro y la conmoción, cuando una hermosa dama apareció frente a ellos.

—Jack, has actuado como el hijo de un caballero valiente y mereces recuperar tu herencia. Cava un hoyo y entierra al gigante, luego ve y mata a la giganta.

—Pero no podría matar a nadie a menos que estuviera peleando contra él. Y no podría levantar mi espada contra una mujer. Además, la giganta fue muy amable conmigo.

El hada le sonrió.

—Me parece muy bien que tengas sentimientos tan nobles. Sin embargo, te pido que regreses al castillo y que hagas lo que tengas que hacer.

Jack le preguntó al hada si le mostraría el camino hacia el castillo, ya que había cortado la planta de frijol. Ella le dijo que lo llevaría al castillo en su carroza, que era tirada por dos pavorreales. Jack le dio las gracias y se sentó en la carroza con ella.

El hada lo llevó volando por un buen rato hasta que llegaron a un pueblo ubicado a los pies de una colina. Aquí vieron a un grupo de hombres que se veían muy tristes. El hada detuvo la carroza y les dirigió unas palabras:

—Amigos míos, el gigante cruel que los tenía oprimidos y que se comía sus hordas y rebaños está muerto y a este joven le debemos su liberación; es el hijo de su señor anterior, el caballero.

Los hombres gritaron de alegría al escuchar las noticias y le dijeron a Jack que lo servirían del mismo modo que habían servido a su padre. El hada les dijo que la siguieran al castillo y marcharon todos juntos. Al llegar, Jack hizo sonar el cuerno y pidió que lo dejaran entrar.

La vieja giganta los vio llegar desde la torrecilla del castillo; estaba muy asustada, pues pensaba que algo le había pasado a su esposo y mientras bajaba las escaleras se tropezó al pisar su vestido, cayó desde lo alto y se rompió el cuello.

Cuando la gente vio que no les abrían la puerta tomaron barras de hierro para hacer palanca y forzarla. No se veía a nadie en el interior, pero al salir del primer salón encontraron a la giganta que yacía a los pies de la escalera.

Y así Jack tomó posesión del castillo. El hada fue por la madre de Jack y la llevó con él, con la gallina y el arpa. Mandó enterrar a la giganta y se dedicó a hacer todo lo que estuvo en su poder para resarcir a los afectados por los robos del gigante.

Antes de su partida, el hada le explicó a Jack que ella había enviado al carnicero que le cambió los frijoles por la vaca para ver qué tipo de muchacho era.

—Si hubieras visto la enorme planta de frijol y sólo te hubieras quedado pensando tonterías, te hubiera dejado donde la miseria te había puesto y sólo le habría devuelto la vaca a tu madre. Pero mostraste ser curioso y tener iniciativa y coraje, por lo que merecías levantarte. Al subir la planta de frijol estabas subiendo la escalera de la fortuna. 

Luego se despidió de Jack y de su madre.

FIN

13. El buen ratoncito

La versión en la que se basó Lang para esta edición fue “La bonne petite souris” de Madame d’Aulnoy.

Había una vez un rey y una reina que se amaban tanto que sólo eran felices cuando estaban juntos. Todos los días iban de cacería y pesca, y por las noches iban a los bailes y a la ópera; cantaban, bailaban y comían ciruelas; eran los más felices del mundo y todos sus súbditos seguían su ejemplo a tal punto que su reino era conocido como la Tierra de la Alegría. Sin embargo, en el reino más próximo, todo era completamente distinto. El rey era salvaje y malhumorado y nunca disfrutaba nada. Se veía siempre tan feo y enojado que sus súbditos le temían; odiaba ver a alguien feliz. Si veía a una persona sonreír, le mandaba cortar la cabeza en el acto.

Este reino era conocido como La Tierra de las Lágrimas.

Cuando este rey escuchó hablar del rey alegre, se puso tan celoso que reunió un gran ejército para ir a combatirlo. Y las noticias del avance militar llegaron rápidamente a los oídos del rey y la reina. Cuando la reina supo de esta situación se asustó muchísimo y comenzó a llorar amargamente. Le dijo a su esposo: “Señor mío, tomemos nuestras cosas y huyamos lo más lejos posible, hasta el otro lado del mundo”.

Pero el rey le respondió:

—¡No, esposa mía! Yo soy valiente y no haré eso; es mejor morir que vivir como un cobarde.

Entonces reunió a todo su ejército y tras despedirse tiernamente de la reina, montó en su espléndido caballo y partió. Una vez que se perdió de vista, la reina no pudo más que llorar, retorcerse las manos y llorar más.

—Si matan al rey, ¿qué será de mí y de mi pequeña? —decía, tan triste que no podía comer ni dormir.

El rey le mandaba una carta cada día, pero al final, una mañana, mientras ella miraba a través del ventanal de palacio, vio que se aproximaba un mensajero a toda velocidad.

—¿Qué noticias me tienes, mensajero?

—La batalla se ha perdido y el rey está muerto; en cualquier momento el enemigo estará aquí.

La pobre reina se desmayó, sus damas de compañía la cargaron y la recostaron sobre su cama; se quedaron a su lado llorando y lamentándose. Luego vino la confusión y un ruido tremendo, y supieron que el enemigo había llegado. Poco después escucharon al rey que había entrado en el palacio buscando a la reina. Las damas de compañía tomaron a la pequeña princesa, la pusieron en brazos de la reina, las cubrieron por completo con las cobijas y echaron a correr para salvarse. La reina temblaba de miedo esperando que no la encontraran. Pero el rey no tardó en entrar en la habitación; estaba furioso porque la reina no le había respondido cuando la había llamado. Le arrancó la ropa de seda y le desabrochó el cordón del sombrero; entonces, al soltarse, su cabello cayó a la altura de los hombros. El rey le dio tres vueltas enrollándose la mano con el cabello y la cargo sobre sus hombros como si fuera un saco de harina.

La pobre reina llevaba a su hija en brazos y gritaba pidiendo clemencia, pero el malvado rey sólo se burlaba de ella y le decía que siguiera gritando porque le divertía mucho y así montó en su enorme caballo negro y cabalgó de vuelta a su país. Al llegar afirmó que iba a colgar a la reina y a la pequeña princesa del árbol más cercano; pero los de su corte le dijeron que sería una pena, pues cuando la princesa creciera podría ser una buena esposa para su único hijo.

Al rey le pareció una buena idea y encerró a la reina en el cuarto más alto de una alta torre; un cuarto muy reducido, casi sin muebles, apenas con una mesa y una cama muy dura en el piso. Luego mandó traer a un hada que vivía cerca de ahí y después de recibirla con más cortesía de la que usualmente guardaba para ella, y de ofrecerle un gran festín, la llevó a que viera a la reina. La hada se conmovió tanto al ver su pena que al besarle la mano le dijo: “¡Tenga valor!, veo una manera de ayudarle”.

La reina, un poco reconfortada por estas palabras, la recibió con un poco de alegría y le pidió que se apiadara de la pequeña princesa, a la que estaba conociendo en un momento en el que la fortuna le era adversa. Pero el rey se enojó mucho cuando vio que hablaban en murmullos y les gritó:

—¡Termina de una vez con ese parloteo! Te traje para que me digas si la niña crecerá hermosa y con buena fortuna.

Entonces el hada le respondió que la princesa sería tan hermosa, lista y bien educada como era posible en el mundo, y el rey le dijo a la reina que tenía suerte de que así fuera, ya que de lo contrario las habría ahorcado. Luego salió bruscamente llevándose al hada con él y dejando a la reina que rompía en llanto.

—¿Cómo puedo desear que mi hija sea hermosa si va a casarse con el enano ese horrible, el hijo del rey? Por otro lado, si fuera horrible, nos matarían a las dos. Si al menos pudiera esconderla en algún lado para que el malvado rey no pudiera encontrarla.

Los días pasaban y la reina y la pequeña princesa adelgazaban cada vez más y más, pues el carcelero sólo les daba al día tres chícharos hervidos y un pequeño mendrugo de pan para que siempre tuvieran mucha hambre. Por fin una noche, mientras la reina se preparaba para usar su rueca (pues el rey era tan avaricioso que la hacía trabajar día y noche) vio un pequeño y hermoso ratoncito que salía de un hoyo en la pared y le dijo:

—¡Hola, pequeñito! ¿Qué buscas aquí? Sólo tengo tres chícharos de comida al día, así que a menos que desees ayunar, tendrás que irte de aquí.

Pero el ratón corrió de un lado a otro, bailó y dio maromas de un modo tan bonito, que la reina acabó por regalarle el último chícharo que había guardado para la cena y le dijo: “Toma, ratoncito, cómetelo, no tengo nada más para ofrecerte, pero te lo doy como una recompensa por el entretenimiento que me has dado”.

Apenas había acabado de hablar cuando vio sobre la mesa un delicioso platillo de perdiz asada y dos platos de frutas secas. “Es cierto que una buena acción nunca se queda sin recompensa”, dijo la reina. Y ella y la princesa comieron su cena con mucho gusto y luego la reina le dio lo que sobró al ratón, que bailó mejor que antes. A la mañana siguiente vino el carcelero con la ración de tres chícharos para la princesa, mismos que sirvió en un plato enorme para que se vieran aún más pequeños. Pero en cuanto puso el plato en el piso, el ratón apareció y se los comió, de manera que cuando la reina quiso cenar, ya no había nada. Se molestó bastante por esto y dijo:

—¡Qué malo es este ratón! Si sigue haciendo esto me matará de hambre —pero en cuanto volvió a mirar el plato se dio cuenta de que estaba repleto de cosas muy ricas para comer y la reina tuvo una gran cena y se puso más contenta que de costumbre. Sin embargo después, mientras tejía con su rueca, pensó en qué pasaría si la princesa no crecía lo suficientemente bella para gustarle al rey y se dijo: “Si encontrara una manera de escapar…”

Mientras pensaba en estas cosas vio al pequeño ratoncito que jugaba en un rincón con unas hebras de paja. La reina las tomó y comenzó a trenzarlas diciendo: “Si al menos tuviera suficientes restos de paja podría hacer una canasta en la que metería a mi bebé para bajarla por la ventana para que alguien bueno que pase por aquí se la lleve y la cuide”.

Para cuando terminó de trenzar las hebras de paja, el ratón había traído más y más hasta que la reina tuvo suficientes para hacer la canasta y se puso a trabajar en eso día y noche, mientras el ratoncito bailaba para darle ánimos; y a la hora de la comida y la cena, la reina le daba los tres chícharos y el trozo de pan negro, pero siempre encontraba algo muy bueno en su plato después. Ella no podía imaginar de dónde venían esas cosas. Finalmente un día, cuando la canasta quedó lista, la reina miraba por la ventana para calcular qué tan larga debía ser la cuerda que tendría que tejer para bajar la canasta hasta el piso y en eso vio a una anciana que caminaba con bastón y que se volvió a mirarla diciéndole:

—Sé cuál es su problema, señora, si usted gusta, yo le ayudaré.

—Buena amiga, si de verdad quieres ayudarme tendrás que venir un día a una hora que yo te voy a indicar y bajaré a mi pobre bebita en una canasta. Si la llevas contigo y la cuidas en mi lugar, cuando sea rica te lo pagaré magníficamente.

—No me interesa el dinero, aunque hay algo que sí me gustaría. Debe saber, señora, que tengo un gusto muy especial para comer. Si hay algo que me encanta es comerme un tierno y rechoncho ratoncito. Si hay alguno en su buhardilla, échemelo y a cambio yo le prometo que a su hija no le faltará nada.

La reina comenzó a llorar, pero no le respondió nada y la anciana, después de esperar unos minutos, le preguntó cuál era el problema.

—Sólo hay un ratón en este ático y es una criatura tan linda y adorable que no puedo soportar la idea de matarlo.

—¡Qué! —exclamó la anciana—. ¿Le importa más un miserable ratón que su propia hija? ¡Adiós, señora! La dejo para que disfrute de la compañía de ese animal. Por mi parte, le doy gracias a las estrellas por poder conseguir muchos ratones sin tener que molestarla a usted para que me los dé.

Y se fue cojeando murmurando cosas entre dientes. En cuanto a la reina, estaba tan decepcionada que a pesar de haber tenido una cena mejor de lo acostumbrado y de haber visto al ratón bailar de lo más contento, no pudo evitar soltar el llanto.

Esa noche, mientras su bebé dormía, la metió en la canasta y escribió en un trozo de papel: “El nombre de esta pobre niña es Delicia”. Le fijó el papel en la batita y cuando estaba a punto de cerrar la canasta, llena de tristeza, apareció de un salto el ratoncito que fue y se sentó en la almohada de la niña.

—Hola, pequeñito, me costó mucho salvarte la vida.

¿Ahora cómo sabré si cuidarán bien a mi Delicia? Cualquier otra persona habría dejado que esa anciana codiciosa te llevara y te comiera, pero yo no pude resistirlo —a lo que el ratón respondió:

—Créeme, señora, nunca te arrepentirás de tu amabilidad. 

La reina se quedó muy sorprendida de oír hablar al ratón y más aún cuando vio que su pequeño hocico se convertía en una cara hermosa y que sus patas se transformaban en manos y pies; de pronto creció bastante y la reina reconoció al hada que había venido con el rey malvado a visitarla.

El hada sonrió ante la mirada atónita de la reina y le dijo:

—Quería ver si eras capaz de ser leal y de mantener una amistad verdadera conmigo, pues como sabrás, las hadas somos muy ricas en muchas cosas menos en amigos. Los amigos son muy difíciles de encontrar.

—No es posible que a ti te falten amigos, criatura encantadora —le dijo la reina dándole un beso.

—Es así, pues aquellos que se hacen mis amigos sólo para obtener algo de mí no cuentan. Pero cuando mostraste que la vida del pequeño ratón te importaba, no podías saber que ganarías algo a cambio, por lo que decidí cobrar la forma de la mujer con la que hablaste el otro día para probarte y así supe que en verdad me querías. Luego se volvió hacia donde estaba la pequeña princesa y le dio tres besos en los labios rosas y le dijo:

—Querida niña, te prometo que serás más rica que tu padre, que vivirás cien años, siempre feliz y hermosa, sin temor a la vejez ni a las arrugas.

La reina estaba feliz, le dio las gracias y le pidió que por favor se hiciera cargo de Delicia y que la criara como si fuera su propia hija. Cosa que el hada aceptó. Cerraron la canasta y la bajaron con cuidado hasta el pie de la torre. Entonces el hada volvió a transformarse en un ratón, lo que la hizo demorarse unos segundos. Bajó corriendo por la cuerda, pero al llegar hasta abajo se dio cuenta de que la niña había desaparecido.

Presa del terror subió corriendo nuevamente hacia la reina y le dijo:

—¡Todo se ha perdido! Mi enemiga Cancalina se ha robado a la princesa; es un hada muy cruel que me odia y como es mayor que yo y es más poderosa, nada puedo hacer contra ella. No sé cómo podría rescatar a Delicia de este apuro.

Cuando la reina escuchó esta terrible noticia se le rompió el corazón y le pidió al hada que hiciera todo lo que pudiera para recuperar a la princesa. En ese momento entró el carcelero y en cuanto vio que no estaba la princesa fue a decirle al rey, el cual llegó furioso a preguntarle a la reina qué había hecho con la princesa. Le respondió que un hada, cuyo nombre desconocía, había entrado y se la había llevado a la fuerza.

Entonces el rey comenzó a patear cosas por el enojo y le dijo con una voz terrible:

—¡Morirás colgada de un árbol! Te advertí que lo haría —le dijo y sin más arrastró a la desdichada reina hacia el bosque más cercano y eligió un árbol al cual trepó para buscar una rama desde la cual colgaría a la reina. Pero cuando estaba en la parte más alta, el hada, que se había hecho invisible y los había seguido, le dio un fuerte empujón que lo hizo perder el equilibrio y caer al piso con tal fuerza que se rompió cuatro dientes. Mientras intentaba arreglárselos, el hada tomó a la reina, la subió a su carroza voladora y la llevó a un hermoso castillo, donde si no hubiera sido por la pérdida de Delicia, la reina habría sido absolutamente feliz. Pero aunque el pequeño ratoncito hizo su mayor esfuerzo, no pudieron encontrar el lugar en el que Cancalina había escondido a la princesa.

Así pasaron quince años y la reina se había recuperado hasta cierto punto de la tristeza, cuando se enteró de que el hijo del malvado rey había declarado que quería casarse con la doncella que cuidaba los pavorreales y que ella se había negado. Sin embargo, ya habían hecho los vestidos para la ceremonia, y la fiesta sería tan magnífica que toda la gente de varios kilómetros alrededor estaba deseosa de estar presente.

La reina tuvo curiosidad de que una joven cuidadora de aves no quisiera convertirse en una reina, por lo que el pequeño ratoncito se dispuso a visitar el corral donde tenían a los pavorreales para echarle un vistazo a la muchacha.

Encontró a la joven sentada en una piedra; estaba descalza y terriblemente vestida con un viejo camisón de lino áspero y una gorra. A sus pies estaban tirados los vestidos con incrustaciones de oro y plata; listones y adornos de diamantes y perlas, sobre los cuales los pavorreales caminaban dando picotazos, mientras el feo y detestable hijo del rey estaba frente a la muchacha diciéndole muy enojado que si no aceptaba casarse con él, la mataría.

La joven respondió orgullosa:

—Nunca me casaré contigo; eres muy feo y eres igual a tu cruel padre. Déjame en paz con mis pavorreales; los prefiero a ellos mil veces que a tus regalos.

El ratoncito la miró con gran admiración, pues era más bella que la primavera y en cuanto el malvado príncipe se fue tomó la forma de una vieja campesina y le dijo:

—Buen día, hermosa, tienes unos bonitos pavorreales.

La joven volvió la mirada hacia la anciana y le dijo: “Sin embargo, quieren obligarme a abandonarlos y convertirme en una reina miserable. ¿Qué me aconsejas?”

—Muchacha, una corona es algo muy hermoso, pero tú no conoces ni el precio ni el peso de una.

—Los conozco tan bien que por eso me he negado a llevar una, aunque no sepa quiénes fueron mis padres y aunque no tenga un solo amigo en el mundo.

—Tienes bondad y belleza, que valen más que diez reinos —dijo el hada con sabiduría—. Pero dime, muchacha, ¿cómo llegaste aquí?, ¿cómo es que no tienes padre ni madre ni amigo alguno?

—Un hada llamada Cancalina es la causa de que yo esté aquí. 

Cuando vivía con ella sólo recibía golpes y groserías, hasta que al fin no pude soportarlo más y huí sin saber adónde me dirigía.

Mientras estaba en el bosque me topé con el malvado príncipe y me ofreció contratarme para que me hiciera cargo de las aves.

Acepté con mucho gusto, sin saber que lo vería a diario. Y ahora quiere casarse conmigo, pero eso es algo que no voy a aceptar.

Tras escuchar esto, el hada se convenció de que la cuidadora de aves no era otra que la princesa Delicia.

—¿Cuál es tu nombre, niña?

—Me llamo Delicia, para servirle.

Entonces el hada abrazó a la princesa a la que casi ahoga de tantos besos que le dio y le dijo:

—¡Ay, Delicia! Soy una vieja amiga tuya y estoy muy contenta de haberte encontrado por fin. Te verías mucho mejor con otro vestido en lugar de este viejo camisón, que está hecho sólo para una ayudante de cocina. Toma este hermoso vestido y veamos la diferencia.

Entonces Delicia se quitó el gorro, se soltó el cabello hermoso y brillante, y se lavó la cara y los brazos con agua del arroyo más cercano hasta que sus mejillas parecían rosas. Cuando quedó vestida con los diamantes y el magnífico vestido que el hada le había dado, era sin duda la princesa más hermosa del mundo y el hada exclamó con mucha alegría:

—Ahora sí te ves como mereces, Delicia. ¿Qué opinas?

—Me siento como si fuera la hija de un gran rey.

—¿Y te gustaría que así fuera?

—Desde luego.

—En ese caso, mañana te tendré una noticia que te llenará de alegría.

Entonces volvió al castillo, donde la reina estaba ocupada con su bordado y le dijo:

—¡Señora!, ¿quieres apostar tu dedal y tu aguja de oro a que te traigo las mejores noticias que podrías escuchar?

—Desde la muerte del Rey Feliz y la pérdida de Delicia, todas las noticias del mundo no valen nada para mí.

—Ánimo. No seas melancólica. Puedo asegurarte que la princesa está muy bien y que nunca he visto a alguien que pueda competir con ella en hermosura. Mañana podría convertirse en una reina si así lo desea.

Y el hada le contó todo lo que había ocurrido. Al principio, la reina se emocionó mucho al escuchar lo bella que era Delicia y luego lloró ante la idea de que fuera una cuidadora de aves.

—No permitiré que se case con el hijo del malvado rey.

Vayamos por ella de inmediato.

Mientras tanto, el malvado príncipe, que estaba muy enojado con Delicia, se había sentado bajo un árbol y se había puesto a gritar, aullar y maldecir hasta que el rey lo escuchó y le gritó desde la ventana:

—¿Qué demonios pasa contigo?, ¿por qué estás haciendo este alboroto?

—Es porque la cuidadora de aves no me ama.

—¿No te ama? Ya lo veremos —dijo el rey y mandó llamar a sus guardias a quienes les dijo que fueran por Delicia—. A ver si no cambia de parecer muy pronto —agregó sonriendo con malicia.

Los guardias llegaron al corral de aves y en cuanto vieron a Delicia, quien con su magnífico vestido y su corona de diamantes parecía una princesa tan hermosa que apenas se atrevían a dirigirle la palabra. Entonces ella les dijo con mucha cortesía:

—¿Señores, qué buscan aquí?

—Señora, nos han enviado por una persona insignificante llamada Delicia.

—Ese es mi nombre. ¿En qué puedo ayudarlos?

Entonces los guardias la ataron de pies y manos por miedo a que fuera a correr y la llevaron ante el rey, que esperaba con su hijo.

Cuando la vio se quedó maravillado de su hermosura, cualquiera con un corazón menos duro se habría compadecido por ella. Pero el malvado rey sólo se rió y se burló de Delicia.

—Muy bien, pequeño espanto, pequeño sapo, ¿por qué no amas a mi hijo, que es demasiado bueno y guapo para ti?

Apúrate a amarlo en este instante o te bañaremos en brea y te pegaremos plumas.

Entonces la pequeña princesa, temblando de terror, se puso de rodillas y dijo:

—¡Por favor no me hagan eso! Sería muy molesto. Le pido que me dé dos o tres días más para tomar una decisión y después de eso puede hacer de mí lo que quiera.

El malvado príncipe se moría de ganas de verla embadurnada de brea y emplumada, pero el rey ordenó que la encerraran en un calabozo completamente a oscuras. Fue en ese momento en que la reina y el hada llegaron en la carroza voladora.

La reina estaba terriblemente preocupada por cómo estaban las cosas y se dijo con gran tristeza que estaba destinada a la desdicha. Pero el hada le pidió que fuera valiente.

—Me las va a pagar todas juntas —dijo asintiendo con gran determinación.

Esa misma noche, tan pronto el malvado rey se había ido a la cama, el hada se transformó de nuevo en ratoncito, se subió por un lado, caminó por la almohada y le mordió la oreja con tal fuerza que el rey pegó un grito y giró sobre sí mismo dándole la espalda al ratón, pero de nada le valió pues éste le mordió la otra oreja hasta que el dolor fue más fuerte todavía.

Entonces el rey gritó: “¡Asesinos! ¡Ladrones!” y todos sus guaridas acudieron para ver qué ocurría, pero no pudieron encontrar a nadie, pues el pequeño ratón se había echado a correr a la habitación del príncipe y le estaba aplicando el mismo tratamiento. Toda la noche corrió de uno a otro mordiéndolos hasta que el rey, frenético por el terror y la falta de sueño, salió del palacio gritando:

—¡Ayuda, ayuda! Me persiguen las ratas.

Cuando escuchó estas palabras, el príncipe también se levantó y salió corriendo hacia el rey; al poco tiempo ambos cayeron en el río y nunca se volvió a saber de ellos.

Entonces el hada corrió a contarle a la reina y ambas fueron al oscuro calabozo donde estaba encerrada Delicia. El hada tocaba las puertas con la mano y se abrían al instante, pero tuvieron que pasar por cuarenta puertas antes de llegar hasta la princesa, que estaba sentada en el piso y se veía muy desalentada.

Pero cuando la reina entró y la besó veinte veces en un minuto y rió y lloró con ella y le contó su historia, la princesa se volvió loca de felicidad. Después el hada le mostró los magníficos vestidos y las joyas que había traído para ella y le dijo:

—No perdamos más tiempo. Vamos a convocar a toda la gente.

Así la primera en salir fue el hada, quien se veía muy seria y solemne; llevaba un vestido cuya cola medía al menos diez anas de largo. Detrás de ella venía la reina con un vestido de terciopelo azul con oro bordado y una corona de diamantes que brillaba más que el sol mismo. Al final venía Delicia, quien se veía tan hermosa que no era una exageración afirmar que era una maravilla.

Caminaron por las calles saludando a la gente, grande o pequeña. Las personas las seguían mientras se preguntaban quiénes podían ser estas nobles damas.

Cuando se llenó la sala de audiencias, el hada les contó a los súbditos del Rey Malvado que si aceptaban a Delicia, la hija del Rey Feliz, como su reina, ella misma se encargaría de conseguirle un esposo adecuado para que fuera el rey y les prometió que durante su reinado no habría más que gozo y felicidad y todas las cosas negativas desaparecerían de ahí. Ante esto la gente gritó al unísono: “¡La aceptamos!, ¡la aceptamos! Ya hemos sufrido mucho y hemos sido muy desdichados por largo tiempo”. Y todos se tomaron de las manos y bailaron alrededor de la reina, Delicia y el hada mientras cantaban: “¡La aceptamos, la aceptamos!”

Luego hubo un festín y fuegos artificiales en cada calle del pueblo. Al día siguiente el hada, que había estado por todo el mundo durante la noche, trajo consigo en su carroza voladora al príncipe más apuesto y de mejor carácter que pudo encontrar en cualquier parte. Era tan encantador que Delicia se enamoró de él desde el momento en que sus miradas se encontraron; en cuanto a él, no podía dejar de pensar que era el príncipe con más suerte del mundo. La reina pensó que finalmente había llegado al final de sus desgracias y todos vivieron felices para siempre.

FIN

14. Graciosa y Percinet

La version en la que se basó Lang para su traducción fue “Gracieuse et Percinet” de Madame d’Aulnoy.

Érase una vez un rey y una reina que tenían una hija adorable.

Era tan hermosa y lista que la llamaban Graciosa** y la reina la quería tanto que no podía pensar en nada más que en ella.

Cada día le regalaba a la princesa un vestido nuevo con brocado de oro o de satín o terciopelo, y cuando tenía hambre le daban tazones llenos de ciruelas y al menos veinte frascos de mermelada. Todos decían que era la princesa más feliz del mundo. En esta misma corte vivía una duquesa muy rica que se llamaba Grumbly. Daba más miedo de lo que se puede expresar con palabras; su cabello era rojo como el fuego y sólo tenía un ojo (que por cierto, no era muy bonito que digamos). Su cara era ancha como la luna llena y su boca era tan grande que todos los que la conocían tenían miedo de que fuera a devorarlos, aunque no tenía dientes. Como tenía un carácter tan feo como ella, no soportaba a nadie que dijera lo bonita y encantadora que era Graciosa; por lo que al poco tiempo se fue a su propio castillo, que no estaba lejos de ahí.

Y si alguien iba a verla y mencionaba a la encantadora princesa, Grumbly gritaba:

—¡No es verdad que sea adorable! En mi dedo meñique hay más belleza que en todo su cuerpo.

Poco después la reina cayó enferma y murió, para gran pena de la princesa. El rey se volvió tan melancólico que por todo un año se encerró en su palacio. Sus médicos, temiendo que él también enfermara, le recomendaron que debía salir a divertirse, por lo que hicieron los preparativos para ir de cacería.

Sin embargo, como hacía mucho calor, el rey se cansó pronto y dijo que desmontaría y se metería a descansar en un castillo por el que estaban pasando en ese momento.

Era el castillo de la duquesa Grumbly, quien apenas supo que el rey venía en camino, salió a su encuentro y le dijo que el sótano era el lugar más fresco del castillo si es que no le molestaba bajar hasta él. Así que descendieron al sótano y el rey vio que había cerca de doscientas botellas de vino alineadas en las paredes y le preguntó a la duquesa si tantas botellas eran sólo para ella.

—Así es, señor, este vino es para mí nada más, pero con mucho gusto podría darle a probar del que más le guste: St. Julien, champaña, monasterio, uva criolla o cidra.

—Ya que eres tan amable en preguntarme, te diré que lo que más me gusta es la champaña.

Entonces la duquesa Grumbly tomó un pequeño martillo con el que golpeó suavemente la botella un par de veces, y de ella brotaron al menos unas mil coronas.

—¿Qué es esto? —dijo la duquesa sonriendo.

Luego hizo lo mismo con la siguiente botella y de ella brotaron cientos de monedas de oro.

—No entiendo qué pasa —dijo la duquesa sonriendo más todavía.

Luego fue por una tercera botella y lo mismo: tap, tap, tap, y de la botella brotaron tantos diamantes y perlas que el suelo se cubrió de ellos.

—¡Vaya! No entiendo nada de lo que pasa, señor mío.

Alguien debió robarse mi vino y dejar toda esta basura en su lugar. —¿Le parece basura, Madame Grumbly? ¿Basura? Aquí hay suficientes recursos para comprar diez reinos.

—Bien —dijo ella—. Su Majestad debe saber que todas esas botellas están llenas de oro y joyas, y si se quiere casar conmigo serán suyas.

Y como el rey amaba el dinero más que a nada en el mundo exclamó muy contento:

—¿Casarme contigo? ¡Claro que sí! Con todo el corazón.

Mañana mismo nos casamos.

—Pero con una condición. Yo tendré total autoridad y control sobre tu hija y podré hacer lo que quiera con ella.

—Claro que sí, se harán las cosas a tu manera; es un trato, dame la mano.

Así que estrecharon las manos y salieron del sótano. La duquesa cerró la puerta con llave y se la dio al rey.

Cuando regresó a su propio palacio, Graciosa salió a recibirlo y le preguntó si había tenido una buena cacería.

—Atrapé una paloma —le dijo el rey.

—Dámela a mí, papá, y la querré y la cuidaré.

—No puedo; para decirlo claramente: conocí a la duquesa Grumbly y le he prometido que me casaría con ella.

—¡Y ella te parece una paloma! —exclamó la princesa—. Yo diría que es más bien una lechuza.

—¡Cuida lo que dices! —le dijo el rey muy enojado—. Quiero que te portes muy bien con ella. Así que vete a arreglar porque te voy a llevar a visitarla.

Y la princesa se fue a su cuarto con mucho pesar. Su dama de compañía, al ver que lloraba, le preguntó qué la aquejaba.

—¿Quién no estaría igual que yo en mi lugar? El rey se va a casar de nuevo y ha escogido como su prometida a mi enemiga, la horrible duquesa Grumbly.

—Recuerda que tú eres una princesa y se espera de ti que pongas el ejemplo de hacer lo mejor en cualquier situación que se presente. Debes prometerme no mostrarle a la duquesa cuánto te molesta.

Al principio la princesa no prometió nada, pero su dama de compañía le dio tantas buenas razones para hacerlo que al final aceptó ser amable con su madrastra.

La dama le puso un vestido verde seco y brocado de oro y le cepilló el cabello hasta que se extendió a sus espaldas como un manto dorado y le puso una corona de rosas y jazmín con hojas de esmeralda.

Cuando terminó de arreglarse, nadie podía verse más bella que la princesa. Sin embargo, no podía evitar verse triste.

Mientras tanto, la duquesa Grumbly también se ocupaba de arreglarse. Había mandado a que aumentaran el tacón de uno de sus zapatos para que no cojeara tanto y se había puesto un ojo de vidrio en el hueco del que había perdido. Tiñó de negro sus cabellos rojos y se maquilló la cara. Luego se puso una hermosa blusa lila de satín con vivos azules y una falda amarilla ribeteada con listones violetas, y como había escuchado que las reinas siempre cabalgaban en sus nuevos dominios, mandó traer un caballo listo para que ella lo montara.

Mientras Graciosa esperaba a que el rey estuviera listo, dio un breve paseo sola por el jardín y llegó a un pequeño bosque, donde se sentó sobre un banco cubierto de musgo y comenzó a reflexionar en su situación. Y como sus pensamientos eran muy dolorosos, no tardó mucho en llorar. Ya hasta se le había olvidado volver al palacio cuando de pronto vio a un apuesto paje de pie frente a ella. Estaba vestido de verde y el sombrero que llevaba entre las manos estaba adornado con plumas blancas. Cuando Graciosa lo miró, él puso una rodilla en el suelo y le dijo:

—Princesa, el rey te espera.

La princesa estaba sorprendida y, a decir verdad, bastante entusiasmada por la presencia de este paje encantador, a quien no recordaba haber visto antes. Pensó que tal vez pertenecía a la gente de la duquesa y le preguntó: “¿Desde hace cuánto eres paje del rey?”

—Su alteza, no estoy al servicio del rey sino al de usted.

—¿Al mío? ¿Y cómo es que nunca te había visto?

—Princesa, nunca antes me había atrevido a presentarme ante usted, pero ahora que la boda del rey la amenaza con tantos peligros, he resuelto decirle a usted cuánto la amo confiando en que, con el tiempo, habré de ganarme su estima.

Soy el príncipe Percinet, de cuyas riquezas seguramente habrá oído hablar y cuyas facultades de hada, espero, le serán de ayuda cuando se encuentre en dificultades, si es que usted me permite acompañarla usando este disfraz.

—¡Ay, Percinet! ¿Realmente es usted? He escuchado tanto de usted y tenía tantas ganas de conocerlo. Si usted es mi amigo, ya no tendré miedo de esa malvada duquesa.

Así que volvieron juntos al palacio y ahí Graciosa vio un hermoso caballo que Percinet le había traído para montar.

Como era un caballo muy impetuoso, Percinet lo llevaba de la brida, lo que le permitía volverse a mirar a la princesa a menudo. Era tan bella que mirarla era todo un placer. Cuando el caballo sobre el que iba a montar la duquesa apareció al lado del de Graciosa, parecía un caballo de carreta; y en cuanto a los arreos de ambos, no había comparación. La silla y la brida del caballo de la princesa eran de puros diamantes.

El rey tenía tantas otras cosas en qué pensar que no se había dado cuenta de esto, pero toda su corte no dejaba de admirar a la princesa y a su encantador paje vestido de verde, que era más apuesto y tenía un porte más distinguido que todo el resto de la corte junta.

Cuando encontraron a la duquesa Grumbly estaba sentada en un carruaje abierto tratando en vano de mostrarse majestuosa.

El rey y la princesa la saludaron, y un paje le acercó su caballo para que montara. Pero cuando vio a Graciosa exclamó enojada:

—Si esa niña va a traer un mejor caballo que yo, me voy de regreso a mi castillo en este instante. ¿De qué sirve ser una reina si van a despreciarme de este modo?

Ante lo cual el rey le ordenó a Graciosa que desmontara y le pidiera a la duquesa que le hiciera el honor de montar su caballo. La princesa obedeció y la duquesa, sin mirarla ni darle las gracias, se trepó al hermoso caballo; parecía un montón de ropa montando. Ocho oficiales tuvieron que escoltarla por miedo a que fuera a caerse.

Aun así no estaba satisfecha; siguió murmurando enfurruñada, por lo que le preguntaron qué ocurría.

—Quiero que ese paje vestido de verde venga y lleve el caballo, como lo hacía con Graciosa —dijo contundentemente.

Y el rey le ordenó al paje que llevara el caballo de la reina.

Percinet y la princesa se miraron el uno al otro, pero no dijeron ni una palabra, él obedeció y la procesión dio comienzo con gran pompa. La duquesa estaba muy feliz y mientras estuvo sentada en la procesión no hubiera querido cambiarse por nadie, ni si quiera por Graciosa. Pero en el momento más inesperado, el hermoso caballo comenzó a encabritarse y a dar de coces y echó a correr a tal velocidad que era imposible detenerlo.

Al principio la duquesa se aferró a la silla de montar, pero al poco tiempo salió volando y cayó sobre un montículo de piedras y espinas, donde la encontraron, momentos después, temblando como una gelatina y recogiendo lo que quedaba de ella como si de vidrios rotos se tratara. Su sombrero estaba en un lado y sus zapatos en otro, tenía la cara rasguñada, y sus finas ropas estaban cubiertas de lodo. Nunca se había visto a una novia en semejante apuro. La llevaron cargando al palacio y la recostaron sobre una cama, pero en cuanto recobró las fuerzas lo suficiente para poder hablar, comenzó a maldecir y a regañar a todos y dijo que todo era culpa de Graciosa, que ella había planeado las cosas para deshacerse de ella y que si el rey no la castigaba, ella se regresaría a su castillo a disfrutar de sus riquezas.

Esto le dio mucho miedo al rey, pues por nada del mundo quería perder esos barriles de oro y joyas. Así que se dio prisa para calmar a la duquesa y le dijo que podía castigar a Graciosa de la manera que mejor le pareciera.

Entonces mandó traer a Graciosa, quien se puso pálida y llegó temblando, pues adivinaba que no le esperaba nada bueno. Buscó a Percinet por todas partes, pero no lo vio, por lo que no tuvo más opción que ir a la habitación de la duquesa Grumbly. Apenas había cruzado el umbral de la recámara cuando cuatro mujeres que la estaban esperando la sujetaron; eran cuatro mujeres tan altas, fuertes y de expresión tan cruel, que la princesa tembló de sólo verlas y más tembló cuando vio que estaban armadas con varas y escuchó a la duquesa que desde la cama les dijo que le pegaran sin piedad. En ese momento la pobre de Graciosa deseó que Percinet supiera lo que estaba pasando y viniera a rescatarla.

Pero apenas comenzaron a golpearla, la princesa vio, para alivio suyo, que las varas se habían transformado en plumas de pavorreal y aunque las mujeres de la duquesa continuaron golpeándola hasta agotarse y no poder levantar los brazos, en nada lastimaron a la princesa. Sin embargo, la duquesa creyó que Graciosa estaría verde y azul después de semejante paliza, por lo que la princesa fingió sentirse muy lastimada en cuanto la soltaron y se fue a su cuarto, donde le contó a su dama de compañía todo lo que había pasado. Después la dama salió de la habitación y cuando Graciosa volvió la mirada hacia el cuarto vio que a su lado estaba Percinet. Le dio las gracias por haberla ayudado con tanta astucia y se echaron a reír sobre la manera en que habían engañado a la duquesa y a sus mujeres de compañía. Percinet le recomendó que continuara fingiendo que se sentía muy mal por unos días y después de prometerle que vendría en su ayuda cuando lo necesitara, desapareció tan súbitamente como había llegado.

La duquesa estaba tan contenta al pensar en lo mal que se encontraba Graciosa que ella misma se repuso de sus heridas el doble de rápido de lo que normalmente lo habría hecho y la boda se celebró con gran magnificencia. Y como el rey sabía que la reina amaba, entre todas las cosas, que le dijeran que era hermosa, dio órdenes para que pintaran un retrato de ella y se organizara un torneo en el cual todos los caballeros más valientes de su corte habrían de mantener en contra de todos los asistentes que Grumbly era la reina más hermosa del mundo.

Vinieron muchos caballeros de todas partes para aceptar el reto y la horrible reina se sentó con gran ceremonia en un balcón con manteles de oro para observar a los concursantes; Graciosa tenía que estar de pie detrás de ella, desde donde su hermosura resultaba tan conspicua que los combatientes no podían quitarle los ojos de encima. Pero la reina era tan vanidosa que creía que todas esas miradas de admiración estaban dirigidas a ella, sobre todo porque a pesar de lo equivocado de su causa, los caballeros del rey eran tan valientes que vencieron en cada combate.

Sin embargo, cuando casi todos los extranjeros habían sido derrotados, un caballero joven y desconocido se presentó.

Llevaba un retrato oculto, pegado a un arco incrustado con diamantes, y afirmó que estaba dispuesto a sostener contra todos que la reina era la criatura más fea del mundo y que la princesa, cuyo retrato él traía, era la más hermosa.

Y así uno a uno combatieron los caballeros del rey contra él, y uno a uno los venció a todos. Después abrió el sobre y les dijo que para consolarlos les enseñaría el retrato de su Reina de la Belleza y todos reconocieron la imagen de Graciosa.

Entonces el desconocido caballero le hizo una reverencia a la princesa y se fue sin decirle su nombre a nadie. Pero Graciosa no tardó en adivinar que se trataba de Percinet.

En cuanto a la reina, estaba tan enojada que apenas podía hablar, pero en cuanto recuperó la voz bombardeó a Graciosa con un torrente de reproches.

—¡Cómo te atreves a disputarme el premio a la belleza y esperar que acepte este insulto delante de mis caballeros! Pero esto no se va a quedar así, princesa orgullosa, me voy a vengar.

—Le aseguro, señora, que yo no tuve nada que ver y no tengo ningún problema en que usted sea declarada Reina de la Belleza.

—¡Además te burlas! Pero pronto será mi turno de burlarme.

Rápidamente le contaron al rey lo que había ocurrido y cómo la princesa estaba muerta de miedo de lo que pudiera hacer la enojada reina, pero él solo dijo: “La reina puede hacer lo que quiera. Graciosa le pertenece”.

La malvada reina esperó impaciente hasta que cayó la noche y pidió que le trajeran su carruaje. Graciosa tuvo que acompañarla muy a su pesar y recorrieron un largo camino hasta un bosque a unas cien leguas del castillo. Este bosque era tan tenebroso y tenía tantos animales como leones, tigres, osos y lobos, que nadie se atrevía a pasar por ahí ni siquiera en plena luz del día. Y ahí dejaron a la princesa, a mitad de la noche, a pesar de sus lágrimas y ruegos. Primero la princesa se quedó quieta por mera estupefacción, pero cuando el último sonido de los carruajes se perdía a la distancia comenzó a correr de un lado a otro, a veces chocando contra un árbol, otras tropezando con una piedra, temía a cada minuto que un león la devorara. Al cabo de un rato estaba tan cansada que ya no podía dar un paso más y se dejó caer al piso y exclamó con desesperación:

—¡Ay, Percinet!, ¿dónde estás? ¿Te has olvidado de mí?

Apenas había pronunciado estas palabras cuando todo el bosque se iluminó súbitamente. Cada árbol parecía emitir un haz de luz que era más claro que la luz de la luna y más suave que la luz del día. Y al final de una larga fila de árboles frente a ella, la princesa vio un palacio de cristal que brillaba como el sol. En ese momento un sonido detrás de ella la hizo volverse rápidamente y vio que ahí estaba Percinet.

—¿Te asusté, princesa mía? He venido a darte la bienvenida a nuestro palacio mágico en nombre de la reina, mi madre, quien está lista para quererte tanto como yo.

La princesa montó con él en un pequeño trineo tirado por dos ciervos que echaron a andar y los llevaron deslizándose hasta el maravilloso palacio, donde la reina la recibió con la mayor amabilidad y donde se sirvió un espléndido banquete de inmediato. Graciosa estaba tan feliz de haber encontrado a Percinet y de haber escapado del bosque sombrío y todos sus terrores, que tenía mucha hambre y estaba muy animada; formaban una pareja muy feliz. Después de la cena se dirigieron a otra habitación encantadora donde las paredes de cristal estaban cubiertas de cuadros. La princesa vio con mucha sorpresa que su propia historia estaba representada ahí, incluyendo el momento en que Percinet la había encontrado en el bosque.

—Sus pintores deben ser rapidísimos —dijo ella señalando el último cuadro.

—Tienen que serlo, pues no permitiré que quede en el olvido nada de lo que le pase a usted, princesa.

Cuando a la princesa le dio sueño, veinticuatro encantadoras doncellas la llevaron a su cuarto para dormir; era la habitación más hermosa que había visto. Las doncellas la arrullaron con suaves melodías y Graciosa soñó con sirenas y frescas olas marinas, con cavernas que recorría al lado de Percinet, pero al despertar, lo primero que pensó fue que aunque el palacio mágico le había parecido estupendo, no podía permanecer ahí, tenía que volver al lado de su padre.

Las veinticuatro doncellas la vistieron con un atuendo que había mandado traer la reina especialmente para ella; se veía más bella que nunca y el príncipe Percinet se sintió muy decepcionado al escuchar lo que ella había estado pensando.

Le pidió que considerara nuevamente lo difícil que sería la vida al lado de esa malvada reina y cómo, si se casara con él, todo el palacio mágico sería suyo y él se dedicaría a hacerla feliz. Sin embargo, a pesar de todo lo que él podía decirle, la princesa estaba más que determinada a regresar. Lo más que logró el príncipe fue convencerla de que se quedara ocho días, los cuales pasaron como si hubieran sido unas cuantas horas a causa de lo felices y divertidos que los pasaron. El último día, Graciosa, que a menudo había tenido curiosidad por conocer lo que pasaba en el palacio de su padre, le pidió a Percinet que la ayudara a averiguar qué razón le había dado a su padre la reina para explicar su desaparición del castillo.

Percinet le ofreció enviar a su mensajero para que preguntara, pero la princesa le dijo:

—¿No hay una manera más rápida de saberlo?

—Muy bien —respondió Percinet—. Lo verás por ti misma.

Así que ambos subieron a lo alto de una torre que, al igual que el resto del castillo, estaba construida de cristal-roca.

El príncipe le tomó la mano y la hizo que introdujera su propio dedo meñique en la boca y que mirara hacia el pueblo y en el acto vio a la malvada reina que se aproximaba al rey y le decía: “La tal princesa está muerta. Tampoco se perdió mucho. He dado órdenes de que la entierren de inmediato”.

Y entonces vio cómo la reina vestía un leño de madera y lo enterraba, y cómo el viejo rey lloraba y la gente decía que la reina había matado a Graciosa con sus crueldades y que deberían de cortarle la cabeza. Cuando la princesa vio que el rey estaba tan triste por su pretendida muerte que no podía comer ni beber, exclamó:

—¡Percinet! Si me amas, llévame rápidamente allá.

Y aunque él no quería, se vio obligado a prometerle que la dejaría partir.

—Tal vez no te arrepientas de dejarme, princesa, pues veo que no me amas lo suficiente, pero sin duda lamentarás haber dejado este mágico palacio en el que hemos sido tan felices.

A pesar de todo lo que le dijo, la princesa se despidió de la reina y se preparó para partir. Percinet, a regañadientes, trajo el pequeño trineo con los ciervos y ella se subió a su lado. Pero apenas habían avanzado unos veinte metros un ruido muy fuerte los hizo mirar atrás y Graciosa vio cómo el palacio de cristal volaba en mil pedazos como el chorro de una fuente y luego desaparecía.

—¡Percinet! ¿Qué pasó? El palacio desapareció.

—Sí, mi palacio es cosa del pasado; volverás a verlo, pero sólo después de que te hayan enterrado.

—Estás enojado conmigo —le dijo Graciosa con voz persuasiva— aunque yo soy más digna de lástima que tú.

Cuando llegaron cerca del palacio, el príncipe volvió invisibles al trineo y a ellos mismos, para que la princesa pasara inadvertida y llegaron hasta el gran salón donde el rey estaba sentado. Al principio se sorprendió mucho por la repentina aparición de Graciosa y entonces ella le contó cómo la reina la había abandonado en el bosque y cómo había enterrado un leño. El rey, que no sabía qué pensar, mandó que desenterraran la tumba y se dio cuenta de que en efecto las cosas eran como había dicho la princesa. Le dio un abrazo y le pidió que se sentara a cenar con él y estuvieron tan felices como era posible en esas circunstancias. Pero para entonces alguien ya le había contado a la malvada reina que Graciosa había vuelto y que estaba cenando con el rey; rápidamente se dirigió hacia allá, iba furiosa. El pobre rey se puso a temblar en cuanto la vio y cuando la reina dijo que Graciosa no era la verdadera princesa sino una malvada impostora y que si el rey no se deshacía de ella de una buena vez se regresaría a su propio castillo y nunca más la volvería a ver, el rey no dijo nada y le pareció que tal vez era cierto que esa muchacha no era Graciosa después de todo. Así la reina triunfante mandó traer a su séquito de mujeres, quienes sacaron a rastras a la desdichada princesa y la encerraron en un desván; le quitaron todas las joyas y el vestido y le dieron un viejo camisón de algodón, unos zapatos de madera y una pequeña gorra de tela. Por cama le pusieron un montón de paja en un rincón y le dieron de comer un poco de pan negro. En semejante situación, Graciosa comenzó a extrañar el palacio mágico y le habría pedido ayuda a Percinet, pero estaba segura de que él seguía molesto porque lo había abandonado y no creía que él fuera a hacerle caso.

Mientras tanto la reina había mandado traer a una vieja hada, tan mala como ella, y le había dicho:

—Debes encontrar una tarea para esta princesa que no pueda lograr, pues quiero castigarla. Y si no hace lo que le ordeno, no podrá decir que soy injusta.

El hada le dijo que lo pensaría y que volvería al día siguiente.

Cuando volvió trajo consigo una madeja de hilos, tres veces más grande que ella. Era una hebra tan fina que un soplido podía romperla y tan enredada que era imposible ver el principio o el fin de tantos hilos.

La reina mandó traer a Graciosa y le dijo:

—¿Ves esta madeja? A ver si sirven de algo tus torpes dedos, pues la quiero desenredada antes de que se ponga el sol, y si rompes uno solo de los hilos recibirás el peor de los castigos. Después salió y cerró la puerta con tres llaves.

La princesa se quedó desanimada al ver la terrible madeja.

Si le daba la vuelta para ver por dónde podía comenzar a desenredarla, seguramente la rompería y no lograría nada.

Finalmente la arrojó al piso exclamando:

—¡Ay, Percinet! Esta terrible madeja me va a matar si no me perdonas y me ayudas una vez más.

Y en ese momento entró Percinet con tanta facilidad como si hubiera tenido todas las llaves.

—Aquí estoy, princesa, como siempre a tu servicio, aunque en verdad no seas tan amable conmigo.

Entonces le dio un golpe a la madeja con su varita mágica y todos los hilos rotos volvieron a unirse y la madeja se desenredó con delicadeza y de una manera sorprendente. El príncipe le preguntó a Graciosa si había algo más que pudiera hacer por ella y que si alguna vez llegaría el día en que desearía algo que redundara en la felicidad de él mismo.

—No te enojes conmigo, Percinet, ya soy bastante desdichada sin eso.

—¿Pero por qué debes vivir desdichada? Simplemente ven conmigo y seremos tan felices como largo es el día.

—Pero supongamos que te cansas de mí.

El príncipe se sintió mucho ante esta falta de confianza de parte de la princesa y se fue sin decir palabra.

La malvada reina tenía tantos deseos de castigar a Graciosa que no veía la hora en que se pusiera el sol. Y de hecho llegó con la princesa antes de la hora acordada en compañía de sus cuatro hadas y en cuanto metió las llaves a las cerraduras dijo:

—Apuesto a que la descarada holgazana esa no ha hecho nada todavía; prefiere sentarse mirándose las manos para mantenerlas blancas.

Pero tan pronto entró, Graciosa le entregó la madeja perfectamente ordenada, de modo que no la halló en falta y sólo pudo pretender que la madeja estaba sucia, en castigo por esa falta imaginaria le dio a Graciosa un par de bofetadas cambiándole el color de la piel de rosa y blanco a verde y amarillo. Y mandó que la volvieran a encerrar en el desván.

Entonces la reina volvió a mandar traer al hada y la regañó furiosa: “¡No vuelvas a cometer el mismo error! Encuentra algo que sea imposible para ella”.

Al día siguiente el hada llegó con un enorme barril lleno de plumas de aves de todos tipos. Había plumas de ruiseñores, canarios, jilgueros, pardillos, búhos, paros, loros, gorriones, palomas, avestruces, avutardas, pavorreales, alondras, perdices y todo lo imaginable. Estas plumas estaban tan revueltas que ni las mismas aves habrían sabido cuáles eran suyas.

“Aquí está una tarea que le tomará a tu prisionera toda su habilidad y paciencia. Dile que separe en montones las plumas de cada tipo de aves. Necesitaría ser un hada para lograrlo”.

La reina estaba más que feliz al pensar en la desesperación que este trabajo provocaría en la princesa. Mandó por ella y con las mismas amenazas que antes, la encerró con tres llaves y le ordenó que tuviera listos los montones de plumas antes del atardecer. Graciosa se puso a trabajar de inmediato, pero antes de haber sacado cerca de una docena de plumas se dio cuenta de que era imposible distinguirlas.

—Bien. La reina quiere matarme. Y si me toca morir, moriré de una vez. No puedo pedirle a Percinet su ayuda una vez más, pues si él realmente me amara, no esperaría a que lo llamase, vendría sin más.

—Aquí estoy, Graciosa —dijo Percinet saliendo del barril donde se había escondido—. ¿Cómo puedes dudar que te amo con todo mi corazón?

Le dio tres golpes al barril con su varita mágica y todas las plumas salieron volando formando una nube que se dispersó agrupando las plumas en montones separados por todo el cuarto.

—¿Qué haría sin ti, Percinet? —le dijo Graciosa agradecida.

Sin embargo, aún no podía decidirse a irse con él y dejar el reino de su padre para siempre, así que le pidió que le diera más tiempo para pensarlo y él volvió a marcharse decepcionado.

Cuando al caer la tarde llegó la malvada reina, se quedó furiosa y sorprendida al ver que la princesa había cumplido el encargo. Sin embargo se quejó de que los montones de plumas estaban mal distribuidos y entonces mandó que le dieran una paliza a la princesa y luego volvieran a encerrarla en el desván. Luego la reina mandó traer al hada una vez más y la regañó a tal punto que el hada estaba muerta de miedo y prometió irse a casa a pensar en otra tarea para Graciosa, peor que las anteriores.

Al cabo de tres días el hada volvió con una caja.

—Dile a tu esclava que lleve esto a donde quiera, pero que por ningún motivo la abra. No podrá aguantarse las ganas de abrirla y entonces estarás más que satisfecha con el resultado.

Así la reina mandó llamar a Graciosa y le dijo:

—Lleva esta caja al castillo y ponla sobre la mesa de mi habitación, pero te prohíbo que la abras o te daré pena de muerte si ves lo que hay adentro.

Graciosa tomó la caja; llevaba su camisón viejo de algodón, el gorro maltrecho y zapatos de madera, pero aun así se veía tan hermosa que la gente se preguntaba quién podía ser.

El calor excesivo y el peso de la caja hicieron que se cansara muy rápido y decidió descansar bajo la sombra de un árbol de un pequeño bosque que se encontraba ahí cerca. Tenía la caja sujeta con mucho cuidado sobre su regazo cuando tuvo un fuerte deseo de abrirla.

“¿Qué podría pasarme si la abro”, pensaba, “no sacaré nada, sólo veré lo que hay adentro”.

Y sin dudarlo abrió la caja.

En el acto brotaron hordas de pequeños hombres y mujeres, no mayores al tamaño de su dedo meñique, que comenzaron a regarse por la pradera, cantando y bailando y jugando los juegos más divertidos, de modo que al principio Graciosa estaba fascinada viéndolos actuar. Pero al cabo de un rato, cuando ya había descansado y estaba lista para continuar su camino, se dio cuenta de que sin importar cómo lo intentara, no podía hacer que volvieran a meterse en la caja.

Si los perseguía por la pradera huían al bosque, y si iba detrás de ellos al bosque, se escabullían alrededor de los árboles y detrás de los arbustos y dando pequeñas risotadas volvían corriendo a la pradera.

Al cabo de un tiempo, exhausta y muerta de miedo, se sentó a llorar.

—Todo es mi culpa —dijo con tristeza—. Percinet, si todavía sientes algo por esta imprudente princesa, ven y ayúdame por favor.

Y en el acto apareció Percinet.

—¡Ay, princesa! Si no fuera por esa reina malvada, no pensarías en mí ni un minuto.

—No es cierto. No soy tan malagradecida como crees.

Sólo espera un poco y verás que podré amarte mucho.

A Percinet le gustó la idea y con un solo golpe de su varita mágica logró hacer que todos los voluntariosos humanos en miniatura volvieran a la caja y después de hacer invisible a la princesa, la llevó en su carroza hasta el castillo.

Cuando la princesa se detuvo frente a la puerta y dijo que la reina le había ordenado que pusiera la caja en su habitación, el guardia se rió ante semejante idea.

—No, no, mi querida pastorcilla, este no es lugar para ti.

Nadie con zapatos de madera ha pisado sobre el piso de esa habitación todavía.

Entonces Graciosa le dijo que le diera un mensaje por escrito dirigido a la reina indicando que le había negado la entrada. El guardia aceptó y ella volvió con Percinet, quien la estaba esperando, y ambos fueron hacia el palacio. Pueden imaginarse que no se fueron por el camino más corto, pero a la princesa no le pareció muy largo tampoco y antes de partir, Graciosa le prometió a Percinet que si la reina la seguía tratando mal y trataba de jugarle una mala pasada nuevamente, se iría con él para siempre.

Cuando la reina vio que Graciosa regresaba, se le fue encima al hada, a quien había mantenido junto a ella todo ese tiempo; le jaló el cabello, le arañó la cara y la hubiera matado si fuera posible matar a un hada. Y cuando la princesa le mostró la carta y la caja, tomó ambas cosas y las arrojó al fuego sin abrirlas; parecía que tenía muchas ganas de arrojar también a la princesa. Sin embargo, lo que hizo en realidad fue mandar a que cavaran un hoyo profundo en el jardín y luego colocaran una gran piedra plana encima para cubrirlo.

Después fue a dar un paseo cerca de ahí y al pasar junto a la piedra les dijo a Graciosa y a las damas de compañía que estaban con ella: “Me dijeron que debajo de esta piedra hay un tesoro; veamos si podemos levantarla”.

Y entonces todas comenzaron a jalar la piedra, Graciosa incluida, tal como quería la reina. En cuanto levantaron la piedra lo suficiente, la reina le dio tal empujón a la princesa que la envió al fondo del pozo y mandó a que taparan de nuevo el hoyo con la piedra encerrando a Graciosa. Esta vez sintió que ahora sí estaba perdida; ni siquiera Percinet podría encontrarla en las entrañas de la tierra.

“Me han enterrado viva”, pensó estremecida. “¡Ay, Percinet! Si supieras cuánto estoy sufriendo por dudar de ti. Pero, ¿cómo puedo saber que no serás como otros hombres y te cansarás de mí en el momento en que te asegure mi amor?”

En eso vio que se abría una pequeña puerta por la que entraba un rayo de luz al lúgubre pozo. Graciosa no dudó ni un instante y la cruzó. Llegó a un jardín encantador en el que flores y frutos crecían a los lados, el agua de las fuentes salpicaba alegremente y los pájaros cantaban en las ramas de los árboles. Cuando llegó a un gran sendero trazado por los propios árboles y miró para ver hacia dónde conducía, se dio cuenta de que estaba muy cerca del palacio de cristal. ¡Sí! No había confusión. La reina y Percinet se acercaron a recibirla.

—Ay, princesa —dijo la reina—, ya no tengas en ascuas al pobre de Percinet. No tienes idea de lo angustiado que estaba cuando te encontrabas en poder de esa miserable reina.

La princesa la besó agradecida y le prometió que haría todo lo que le pidiese y extendiéndole la mano a Percinet le dijo con una sonrisa:

—¿Recuerdas que una vez me dijiste que no volvería a ver tu palacio hasta que me hubieran enterrado? Me pregunto si también sabías que cuando llegara ese momento, yo te diría que te amo con todo mi corazón y que me casaré contigo cuando quieras.

El príncipe tomó la mano de la princesa y, por miedo a que ésta cambiara de idea, la boda se celebró al momento y con la mayor magnificencia, y así Graciosa y Percinet vivieron felices para siempre.

FIN

15. Las tres princesas de la Tierra Blanca

Un 

Érase una vez un pescador que trabajaba muy duro pescando para la mesa del rey. Un día no pescó nada. No importaba cuántas veces lanzara línea con la caña, no había ni un espadín en el anzuelo, pero cuando estaba a punto de terminar el día, emergió del agua una cabeza que le dijo: “Si me prometes que me darás lo que tu esposa te enseñe cuando llegues a casa, tendrás pesca más que suficiente”.

Y el hombre dijo que sí al instante y tuvo una pesca excelente, pero al llegar a casa en la noche, su esposa le mostró al bebé que acababa de nacer. El hombre se echó a llorar y le contó de la promesa que había hecho, estaba muy triste.

De inmediato le dijeron al rey, quien al saber lo desesperada que estaba la mujer del pescador, dijo que se llevaría al bebé e intentaría salvarlo. El rey lo trató como si fuera su propio hijo y así creció hasta convertirse en un joven. Un día pidió permiso para ir a pescar con su padre, pues tenía muchas ganas de ir con él. El rey no quería dejarlo, pero al final le dio permiso. Se quedó con su padre y todo iba maravillosamente bien hasta que volvió a tierra en la noche. Ahí se dio cuenta de que había perdido su pañuelo y salió de nuevo al bote por él. Sin embargo, no bien se volvió a subir al bote, éste comenzó a moverse con fuerza y tan rápido que se formó espuma alrededor del bote. Todo lo que el muchacho hacía para devolver el bote a la orilla era inútil, pues siguió avanzando toda la noche hasta que llegó a una playa muy lejana en la que desembarcó. Al cabo de caminar un buen tramo encontró a un anciano con una barba blanca muy larga.

—¿Qué país es éste? —le preguntó el muchacho.

—La Tierra Blanca —respondió el anciano y le pidió que le dijera de dónde venía y qué se disponía a hacer.

—Muy bien —dijo el hombre—. Si caminas un poco más siguiendo la costa llegarás hasta donde están tres princesas enterradas de pie en la arena, de modo que sólo las cabezas sobresalen. Entonces te llamará la primera, que es la mayor, y te pedirá que le ayudes; la segunda hará lo mismo, pero no debes acercarte a ninguna de ellas. Pasa de largo como si no las vieras ni escucharas, pero llegarás hasta donde está la tercera. Haz lo que te pida y te traerá buena fortuna.

Cuando el muchacho pasó cerca de la primera princesa, ésta lo llamó y le pidió de una manera muy seductora que se acercara a ella, pero él se siguió de largo como si no la hubiera visto; pasó cerca de la segunda y ocurrió lo mismo hasta que llegó con la tercera.

—Si haces lo que te digo, podrás escoger a una de nosotras tres.

Y el muchacho dijo que así sería. Entonces la princesa le contó que tres trols las habían enterrado ahí, pero que antes vivían en el castillo que desde ahí podía verse a través del bosque.

—Deberás ir al castillo y dejar que los trols te golpeen una noche por cada una de nosotras, y si puedes soportar el castigo, nos liberarás. ¿Qué dices?

—Está bien. Lo intentaré.

—Cuando vayas al castillo, dos leones estarán en la puerta, pero si sólo pasas de frente en medio de los dos, no te harán nada; continúa derecho hasta una pequeña cámara oscura donde habrás de recostarte. Luego el trol llegará a golpearte, después tomarás un frasco que está colgado en la pared y te untarás con su contenido en los lugares donde el trol te haya hecho daño y con eso volverás a tu estado original.

Finalmente, hay una espada al lado del frasco, tómala y aniquila al trol con ella.

El joven hizo lo que la princesa le dijo. Pasó entre los dos leones como si no los viera, luego entró en la pequeña cámara y se recostó en la cama.

La primera noche llegó un trol de tres cabezas que traía tres varas y golpeó al muchacho sin piedad, pero éste aguantó hasta que el trol terminó de golpearlo. Luego tomó el frasco y se untó las heridas con la pócima, después tomó la espada y con ella lo mató.

A la mañana siguiente, cuando fue a la orilla de la playa, vio que las princesas estaban desenterradas hasta la cintura.

En la segunda noche ocurrió casi lo mismo, aunque este trol tenía seis cabezas y traía seis varas y lo golpeó mucho más fuerte que el anterior, pero al día siguiente, cuando el joven fue a ver a las princesas, éstas ya estaban desenterradas hasta las rodillas.

En la tercera noche entró un trol que tenía nueve cabezas y traía nueve varas y golpeó al muchacho tan fuerte y por tanto tiempo, que el joven se desmayó. Entonces el trol lo azotó contra la pared y provocó que el frasco se derramara sobre él, por lo que en un momento volvió a recuperar su fuerza.

Y entonces, sin perder tiempo, tomó la espada de la pared y mató al trol. Por la mañana, cuando salió del castillo encontró a las princesas completamente fuera de la arena.

Tomó a la más joven como reina y vivió con ella muy feliz por muchos años.

Sin embargo, al cabo de un tiempo tuvo ganas de volver a casa a visitar a sus padres. A su reina no le agradó la idea, pero cuando él le dijo que los extrañaba mucho y que había decidido ir de cualquier manera, ella le dijo:

—Debes prometerme que harás lo que tu padre te pida, pero no lo que tu madre te pida —le dijo y el joven así lo prometió.

Y le dio un anillo que le concedía dos deseos a quien lo portara.

Deseó estar en casa y al instante se encontró ahí; y sus padres no dejaban de sorprenderse del esplendor de sus ropas.

Después de estar en casa por unos días, su madre quiso que fuera al palacio a mostrarle al rey en qué gran señor se había convertido.

El padre dijo: “No, no debe ir para allá, pues si lo hace ya no podremos disfrutar más de su compañía”. Pero sus palabras fueron en vano, pues la madre se lo pidió e insistió tanto que terminó por ir al castillo.

Cuando llegó ahí se veía aún más espléndido, tanto en su atuendo como en todo lo demás; el otro rey, al que no le gustó nada esta situación, le dijo:

—Puedes ver qué clase de reina es la mía, pero yo no puedo ver la tuya. No creo que tengas una reina tan bonita como la mía.

—¡Desearía que estuviera aquí con nosotros para que pudieras verla! —exclamó el joven rey y al momento ella apareció.

Pero estaba muy compungida y le dijo: “¿Por qué no recordaste mis palabras y no le hiciste caso a tu padre? Ahora debo regresar sola a casa de inmediato y tú ya has desperdiciado tus dos deseos”.

Entonces le ató al rey en el cabello un anillo que llevaba su nombre y deseó estar en casa nuevamente.

Y el joven rey se quedó muy afligido y se pasaba día y noche pensando cómo podría regresar al lado de su reina.

“Tengo que averiguar cómo volver a la Tierra Blanca” y echó a andar por el mundo.

Había ya avanzado cierta distancia cuando llegó a una montaña, donde encontró a un hombre que era el señor de todos los animales del bosque, pues todos acudían a su llamado cuando clamaba un cuerno del que disponía. El rey le preguntó dónde estaba Tierra Blanca.

—No lo sé, pero le voy a preguntar a mis animales —dijo, tocó su cuerno y les preguntó si sabían dónde estaba Tierra Blanca, pero ninguno pudo decirle.

Entonces el hombre le dio un par de zapatos especiales para la nieve. “Cuando te pongas estos zapatos irás con mi hermano, quien vive a cientos de kilómetros de aquí; él es el señor de las aves, pregúntale. Cuando llegues allá, simplemente gira los zapatos de manera que las puntas queden mirando hacia este lado y ellos mismos volverán por su propio medio”.

Al llegar allá, el rey colocó los zapatos tal como el señor de los animales del bosque le había dicho y éstos regresaron con él.

Una vez más preguntó por la Tierra Blanca y el hombre convocó a todas las aves y les preguntó si conocían dónde quedaba ese país. Pero ninguna sabía. Un poco alejada del resto llegó un águila vieja. Había estado lejos por diez años, pero tampoco sabía nada.

—Muy bien —dijo el hombre—. Te prestaré un par de zapatos para la nieve. Si te los pones, llegarás adonde está mi hermano, quien vive a cientos de kilómetros de aquí. Es el señor de los peces, a él le puedes preguntar. Pero no olvides poner los zapatos en esta dirección para que regresen.

El rey le dio las gracias, se puso los zapatos y cuando llegó con el señor de los peces, puso los zapatos apuntando hacia donde le había indicado el otro hombre y los zapatos emprendieron el viaje del mismo modo que los otros. Entonces volvió a preguntar si alguien sabía dónde estaba la Tierra Blanca.

El hombre tocó un cuerno y reunió a los peces, pero ninguno sabía nada al respecto. Un poco más atrás llegó un pez lucio muy viejito, con el que el hombre siempre tenía dificultades para que llegara.

Cuando le preguntó al lucio, éste le dijo: “Sí, conozco muy bien la Tierra Blanca, pues he sido cocinero ahí estos últimos diez años. Mañana temprano tengo que estar allá de vuelta, pues la reina se va a casar de nuevo porque el rey está lejos y no ha vuelto”.

—En ese caso te voy a dar un consejo —dijo el hombre—. No muy lejos de aquí, en un páramo, están tres hermanos que llevan cien años peleando por un sombrero, una capa y un par de botas. Aquel que posea estas tres cosas puede hacerse invisible y le bastará sólo desear ir a un lugar para llegar a él de inmediato. Puedes decirles que te quieres probar estas tres cosas y así podrás decidir cuál de los tres es el que las tiene.

El rey le dio las gracias y se fue.

—¿Por qué motivo llevan peleando lo que ya parece una eternidad? —les preguntó a los hermanos—. Déjenme revisar las cosas que se disputan y haré las veces de juez y decidiré quién debe quedárselas.

Los hermanos aceptaron y en cuanto el rey tuvo en sus manos el sombrero, la capa y las botas, les dijo: “La próxima vez que los vea tendrán mi veredicto” y deseó estar lejos de ahí.

Mientras viajaba a toda velocidad por el aire se topó con el Viento del Norte.

—¿A dónde vas? —le preguntó el Viento del Norte.

—A la Tierra Blanca —dijo el rey y le contó su historia.

—En ese caso puedes seguir tu camino delante de mí. Tú irás más rápido porque yo tengo que soplar en cada esquina, pero cuando llegues allá colócate en las escaleras que están a un lado de la puerta y entonces yo llegaré soplando con mucha fuerza, como si quisiera derribar el castillo, y cuando el príncipe que va a casarse con tu reina salga para ver qué ocurre, tómalo del cuello y sácalo del castillo, entonces yo intentaré cargarlo y llevarlo lejos de la corte.

El rey hizo lo que el Viento del Norte le dijo. Se detuvo en las escaleras y cuando el Viento llegó aullando y rugiendo y sopló sobre el techo y las paredes del castillo hasta hacerlas temblar, el príncipe salió a ver qué ocurría; en cuanto lo hizo, el rey lo tomó del cuello, lo sacó de ahí y el Viento del Norte se lo llevó muy lejos. Después de haberse librado de él entró en el castillo. Al principio la reina no lo reconoció porque había adelgazado mucho de tanto viajar y de tantas penas, pero cuando vio su anillo se puso muy contenta y así se llevó a cabo la boda correcta y se celebró de tal manera que se habló de ella en todo el mundo.

FIN

16. La voz de la muerte

Andrew Lang tomó este texto de una antología de cuentos rumanos preparada por el alemán Mite Thremnitz.

Había una vez un hombre cuyo único anhelo era ser rico, rezaba por ello. Día y noche no pensaba en otra cosa, y al final sus plegarias fueron escuchadas y se convirtió en un hombre muy adinerado. Al ser tan rico tenía mucho qué perder. Pensó que sería algo terrible morir y dejar atrás todas sus posesiones, así que se dio a la tarea de buscar un país donde la gente no muriera. Se preparó para su viaje, se despidió de su esposa y partió. Cada vez que llegaba a un país, lo primero que preguntaba era si en ese lugar la gente moría y cuando escuchaba que sí, continuaba en su búsqueda. Al cabo de un tiempo llegó a un país donde la gente no conocía el significado de la palabra muerte. Nuestro viajero se puso feliz al escuchar esto y dijo:

—Seguramente hay muchos habitantes en este país si nadie muere nunca.

—No hay tantos, porque cada cierto tiempo se escucha una voz que llama a uno de nosotros y luego a otro. El que escucha la voz se levanta, se va y nunca regresa.

—¿Y han visto a la persona que los llama o sólo escuchan su voz?

—Lo ven y lo escuchan.

Al hombre le sorprendió que la gente fuera tan estúpida como para seguir la voz, si ya sabían que al seguirla no volverían jamás; volvió a su casa, recolectó toda su riqueza y, llevándose a su familia, decidió irse a vivir en ese país donde la gente no moría y en cambio, las personas escuchaban una voz que los llamaba y a la que seguían a un lugar del que nunca volverían. Él ya se había prometido que cuando él mismo o alguien de su familia escuchara la voz, ellos la ignorarían, sin importar qué tan fuerte los llamara.

Después de establecerse en su nuevo hogar y de haber organizado sus asuntos, les advirtió a su esposa y a su familia que a menos que quisieran morir, no deberían escuchar a una voz que tal vez un día podría llamarlos.

Durante algunos años les fue muy bien; vivían muy felices en su nuevo hogar. Pero un día, mientras estaban sentados todos a la mesa, su esposa se paró de pronto y exclamó con voz fuerte:

—¡Ya voy! ¡Ya voy!

Y comenzó a buscar su abrigo por toda la habitación, pero su esposo dio un salto, le tomó la mano con firmeza y la reprendió:

—¿No recuerdas lo que te dije? Quédate dónde estás a menos que quieras morir.

—¿Pero no escuchas esa voz que me llama? Sólo voy a ver para qué me quieren, volveré de inmediato.

Y entonces forcejeó con su esposo para liberarse de él y acudir a donde la voz la llamaba. Pero él no la soltaba y mandó cerrar y asegurar todas las puertas de la casa. Cuando ella vio lo que él había hecho le dijo:

—Muy bien, querido esposo, haré lo que me pides y me quedaré aquí.

Y el esposo creyó que todo estaba en orden, que ella había cambiado de parecer y que ya había superado ese loco impulso de obedecer la voz. Pero pocos minutos después, ella emprendió una súbita huida por una puerta y su esposo salió detrás de ella; alcanzó a sujetarla del abrigo y le suplicó que no se fuera, pues si lo hacía nunca más regresaría. Ella no dijo nada, dejó caer los brazos, se inclinó hacia delante y se sacó el abrigo, que se quedó en manos de su esposo. El pobre hombre se quedó como de piedra al ver cómo su esposa corría huyendo de él y gritaba cada vez con más fuerza: “¡Ya voy! ¡Ya voy!”

Cuando se perdió de vista, el esposo decidió volver a la casa murmurando: “Si es tonta y se quiere morir, allá ella. No puedo evitarlo. Le advertí y le supliqué que no le hiciera caso a esa voz sin importar que tan fuerte la llamara”.

Pasaron días, semanas, meses y años, y nada parecía alterar la paz del hogar. Pero un día el hombre estaba con el barbero, lo estaban afeitando como de costumbre. Había mucha gente en la peluquería y acababan de ponerle una capa de espuma de jabón en la barba, cuando de pronto se levantó de la silla y exclamó en voz alta:

—¡No iré!, ¿me escuchas? ¡No voy!

El barbero y el resto de las personas ahí reunidas lo escucharon con sorpresa, pero de nuevo el hombre miró hacia la puerta y dijo: “De una vez te lo digo: no voy contigo, así que mejor vete”.

Y pocos minutos después volvió a decir lo mismo: “Vete, te lo advierto, o te vas a arrepentir. Puedes llamarme tanto como quieras, pero nunca harás que vaya hacia ti”.

Y se enojó tanto que uno podía imaginar que de hecho había alguien en la puerta atormentándolo. Entonces se levantó de un salto y le quitó la navaja al barbero exclamando:

—¡Dame esa navaja! Le voy a enseñar a dejar a las personas en paz de aquí en adelante.

Y salió del lugar como si estuviera persiguiendo a alguien, a alguien a quien nadie más podía ver. El barbero, decidido a no perder su navaja se fue detrás del hombre y ambos corrían a toda velocidad hasta que ya se habían alejado bastante del pueblo cuando el hombre cayó de frente por un pozo. Nunca más volvieron a verlo. La voz también a él lo había forzado a seguirla.

El barbero, que volvió a casa silbando y feliz de haberse salvado por un pelo, les contó a todos lo que había pasado y se propagó la idea de que todas las personas que se habían ido lejos sin volver, se habían caído en ese pozo, pues hasta ese momento no sabían qué pasaba con los que acudían al llamado de la voz.

Pero cuando la muchedumbre salió del pueblo a observar el pozo nefasto que se había tragado a tanta gente y no parecía llenarse nunca, no encontraron nada. Sólo veían la vasta llanura que parecía que había estado ahí desde el inicio del mundo. Y desde entonces la gente de ese país comenzó a morir como el resto de los mortales.

FIN

17. Los seis tontos

De la versión de P.C. Asbjornsen.

Érase una vez una joven que llegó a la edad de treinta y siete años sin haber tenido ni un solo amante, pues era tan tonta que nadie se quería casar con ella.

Sin embargo, un día llegó un joven a presentarle sus respetos a la muchacha, cuya madre, llena de felicidad, mandó a su hija al sótano por una jarra de cerveza.

Como la muchacha no subía, la madre bajó para ver qué había pasado y la encontró sentada en las escaleras, la cabeza entre las manos, mientras la cerveza se derramaba por todo el piso, pues había olvidado cerrar la llave del barril. “¿Qué haces ahí?” le preguntó la madre.

—Estaba pensando en que después de que me case con este joven debería ponerle a mi primer hijo su mismo nombre, pues ya están ocupados todos los nombres del calendario.

La madre se sentó en la escalera al lado de su hija y le dijo: “Lo pensaremos juntas, mi amor”.

El padre, quien se había quedado arriba con el muchacho, se extrañó de que ni su esposa ni su hija hubieran vuelto y decidió bajar a buscarlas. Las encontró sentadas en las escaleras, mientras la cerveza se derramaba detrás de ellas, pues la llave seguía abierta.

—¿Qué hacen ahí? La cerveza se está derramando por todo el sótano.

—Estamos pensando qué nombre llevarán los hijos que nuestra hija tendrá cuando se case con el joven. Todos los nombres del calendario ya están ocupados.

—Vaya —dijo el padre—. Lo pensaremos juntos.

Como ni la madre ni la hija ni el padre subían de nuevo, el enamorado se impacientó y decidió bajar al sótano para ver qué estaban haciendo. Los encontró a los tres sentados en las escaleras, mientras detrás de ellos la cerveza se derramaba por todo el piso, pues la llave seguía abierta.

—¿Pero qué están haciendo que no suben a la sala y dejan que se derrame la cerveza por todo el sótano?

—Sí, ya sé, muchacho —dijo el padre— pero si te casas con mi hija, ¿qué nombres les pondrás a tus hijos? Ya todos los nombres del calendario están ocupados.

Cuando el joven escuchó esta respuesta dijo:

—¡Adiós! Me voy de aquí. Cuando haya encontrado a tres personas más tontas que ustedes vendré a casarme con su hija.

Y siguió su camino durante largo rato hasta que encontró un huerto y vio a unas personas que intentaban derribar nueces de los árboles y arrojarlas a una carreta con ayuda de un tenedor.

—¿Qué hacen? —les preguntó.

—Queremos llenar la carreta con estas nueces, pero no conseguimos hacerlo.

El enamorado les aconsejó que consiguieran una canasta y que pusieran dentro las nueces y luego la voltearan sobre la carreta. “Bien”, pensó, “he encontrado a alguien más tonto que aquellos tres”.

Y continuó caminando hasta llegar a un bosque. Ahí vio a un hombre que quería darle bellotas a su cerdo y estaba haciendo grandes esfuerzos para que el animal escalara el roble.

—¿Qué haces, buen hombre?

—Quiero que mi cerdo coma unas bellotas, pero no logro hacer que suba al árbol.

—Si tú subes al árbol y agitas las ramas, las bellotas caerán y el cerdo podrá comerlas.

—No se me había ocurrido.

“He aquí al segundo idiota”, pensó el enamorado.

Poco más adelante se encontró a un hombre que nunca había usado pantalones y que se estaba probando un par. Los había amarrado a un árbol y brincaba con todas sus fuerzas lo más alto que podía para tratar de caer dentro de los pantalones.

—Sería más fácil si sostuviera los pantalones en las manos —le dijo el joven— y luego metiera cada una de las piernas en ellos.

—¡Pero claro! Usted es más listo que yo. Nunca se me hubiera ocurrido.

Y dado que encontró a tres personas más tontas que su prometida o su padre o su madre, el enamorado regresó y se casó con la muchacha. Y al cabo de unos años tuvieron muchos hijos.

FIN

18. Kari la del vestido de madera

Original de Asbjornsen y Moe.

Había una vez un rey que había enviudado. Al morir, la reina había dejado a una niña tan lista y hermosa que era imposible encontrar a otra mejor. Por un largo tiempo el rey lamentó la muerte de su esposa, pues la amaba mucho, pero después se cansó de vivir solo y se casó con una reina que también era viuda y tenía una hija, la cual era tan desafortunada y maligna como la otra era buena y bella. La madrastra y su hija tenían envidia de la hija del rey por su hermosura, pero mientras el rey estuviera cerca, ellas no se atreverían a hacerle ningún daño, pues el amor que el rey tenía por su hija era muy grande.

Un día el rey le declaró la guerra a otro y se fue a la batalla, fue entonces que la reina pensó que podría hacer lo que quisiera; golpeaba y dejaba sin comer a la hija del rey, luego la perseguía por todo el castillo. Le pareció que las cosas eran demasiado buenas para la niña y decidió mandarla a cuidar el ganado y a pastorearlo al bosque y al campo. A causa de la poca comida que le daban, la niña estaba pálida y muy delgada y se la pasaba triste y llorando. En el rebaño había un toro azul, que siempre se mantenía muy limpio y acicalado y se le acercaba a la hija del rey para que lo acariciara.

Un día, mientras estaba sentada llorando, el toro se le acercó y le preguntó por qué tenía tanto pesar. Ella no respondió y continuó llorando.

—Aunque no me lo digas, yo sé qué te pasa. Estás llorando porque la reina te maltrata y porque quiere que te mueras de hambre. Pero no debes preocuparte por la comida, pues en mi oreja izquierda hay un trapo. Si lo tomas y lo extiendes, aparecerán tantos platillos como quieras para comer.

Entonces ella tomó el trapo y lo extendió en el pasto y de pronto hubo toda suerte de platillos, más de los que alguien podría haber deseado; vino, aguamiel y pastel incluidos. En poco tiempo recobró el ánimo y se sintió mejor. De hecho se puso más bella, de mejor complexión y rozagante. La reina y su flacucha hija se ponían azules y blancas del coraje. La reina no entendía cómo era que su hijastra se veía tan bien con tan poca y tan mala comida, así que le pidió a una de sus damas de compañía que la siguiera al bosque y viera qué pasaba, pues ella creía que alguno de los sirvientes le estaba dando comida. Y así fue que la muchacha la siguió hasta el bosque y vio cómo la hija del rey tomaba el trapo de la oreja del toro azul, la desplegaba en el pasto y se llenaba de los platillos más delicados, mismos con que la hija del rey disfrutó. La criada volvió a casa y le contó a la reina.

Para entonces el rey había vuelto; había vencido al otro rey en batalla y había gran alboroto en palacio. Nadie estaba más feliz por su regreso que su hija. Sin embargo, la reina fingió estar enferma y le dio mucho dinero al doctor para que dijera que la única forma de que se recuperara sería darle de comer de la carne del toro azul. Tanto la hija del rey como los miembros de la corte le preguntaron al doctor si no había otra manera de salvar a la reina y pidieron por la vida del toro, ya que todos le tenían mucho cariño. Afirmaban que no había un toro como ése en todo el país, pero todo fue en vano.

Habrían de matarlo y nada podría cambiar eso. Cuando la hija del rey se enteró sintió mucha pena y fue al establo a buscar al toro. El toro tenía la cabeza gacha y se veía tan decaído que ella comenzó a llorar.

—¿Por qué lloras? —le preguntó el toro.

Y ella le contó que el rey había vuelto a casa, pero que la reina había fingido estar enferma y que había hecho que el doctor dijera que la única manera de que se recuperara era comiendo carne del toro azul y que ahora iban a matarlo.

—Poco después de que me hayan matado te matarán a ti también —dijo el toro—. Si estás de acuerdo podemos huir esta misma noche.

La hija del rey pensó que estaba mal dejar a su padre, pero que sería peor permanecer en la misma casa con la reina, así que le prometió al toro que se iría con él.

Por la noche, cuando todos se habían ido a dormir, la hija del rey se escapó silenciosamente y llegó hasta el establo.

Se subió en la espalda del toro y éste corrió lo más rápido que pudo. A la mañana siguiente, al canto del gallo, cuando la gente llegó para matar al toro vieron que ya no estaba y cuando el rey se despertó y preguntó por su hija le dijeron que también se había ido. Envió mensajeros a todas partes del reino para que los buscaran y publicó un anuncio en todas las parroquias, pero nadie los había visto.

Mientras tanto el toro viajó por muchas tierras con la hija del rey a sus espaldas hasta que un día llegaron a un bosque de bronce donde los árboles, las ramas, las hojas y las flores… todo era de bronce.

Antes de entrar al bosque el toro le dijo a la hija del rey: “Cuando entremos tendrás que tener mucho cuidado en no tocar ni una de sus hojas o será el fin para ambos, pues aquí vive un trol con tres cabezas que es el dueño del bosque”.

Ella le dijo que estaría alerta y que no tocaría nada. Y fue muy cuidadosa; se agachaba cuando pasaba cerca de una rama o las apartaba con las manos, pero el bosque era tan espeso que era prácticamente imposible seguir adelante del mismo modo. Al cabo de un rato, sin saber muy bien cómo, terminó por arrancar una hoja que le cayó en la mano.

—¡Ay, qué has hecho! —exclamó el toro—. Ahora tendremos una batalla de vida o muerte, pero asegúrate de no perder la hoja.

Poco después llegaron al final del bosque y el trol con tres cabezas llegó corriendo hacia ellos.

—¿Quién osa tocar mi bosque? —preguntó el trol.

—El bosque es tan mío como tuyo —dijo el toro.

—Lucharemos para ver quién tiene razón.

—Que así sea.

Y comenzaron a pelear. El toro daba cabezazos y patadas con todas sus fuerzas, pero el trol peleaba tan bien como él. Pelearon todo el día hasta que por fin el toro salió vencedor, pero estaba tan herido y cansado que apenas podía moverse, por lo que esperaron un día y el toro le dijo a la hija del rey que tomara el ungüento del cuerno que pendía del cinturón del trol y que lo frotara con él, así volvió a ser el mismo de antes y al día siguiente continuaron su camino. Anduvieron por varios días y después de un largo, largo tiempo llegaron a un bosque de plata. Los árboles, los arbustos y las hojas, las flores, todo era de plata.

Antes de que entraran al bosque, el toro le dijo a la hija del rey: “Por favor, cuando entremos al bosque debes ser muy cuidadosa y no tocar nada, no arranques ni siquiera una sola hoja o de lo contrario será el fin para nosotros. Aquí vive un trol con seis cabezas. Es el dueño del bosque y no creo que pueda vencerlo.

—Tendré mucho cuidado en no tocar nada que no me des permiso —dijo la muchacha.

Pero el bosque era tan espeso y los árboles estaban tan cerca unos de otros que apenas podían avanzar. Ella tenía tanto cuidado como era posible; se agachaba para esquivar las ramas y las apartaba con las manos, pero a cada momento se rompía una rama frente a ella y a pesar de esmerarse, terminó jalando una hoja.

—¡Ay, qué has hecho! —exclamó el toro—. Ahora enfrentaremos otra batalla de vida o muerte, pues este trol tiene seis cabezas y es dos veces más fuerte que el anterior, pero cuida muy bien de no perder la hoja.

Apenas acababa de decir eso cuando llegó el Trol. “¿Quién osa tocar mi bosque?”, preguntó.

—Es tan tuyo como mío.

—¡Lucharemos para ver quién tiene la razón! —exclamó el trol.

—¡Así será! —dijo el toro y se lanzó contra el trol y le sacó los ojos, luego le dio varias cornadas hasta sacarle las entrañas, pero el trol también se defendía y le tomó tres días al toro terminar con el trol. Sin embargo, el toro quedó tan débil y cansado que apenas moverse le requería grandes esfuerzos y mucho dolor, tenía varias heridas por las que sangraba. Entonces le dijo a la hija del rey que tomara el cuerno del cinturón del trol y le pusiera el ungüento contenido.

Así lo hizo y el toro se recuperó de las heridas, pero tuvieron que quedarse ahí una semana para que el toro se recuperara, hasta que fue capaz de continuar.

Después de esa semana continuaron su camino, pero el toro aún seguía débil y no podía andar muy rápido. La hija del rey quiso ayudarlo y le dijo que como era joven y ligera, bien podía caminar a su lado, pero el toro no le dio permiso de hacerlo y ella se quedó montada en su espalda. Anduvieron un largo camino y pasaron por varios lugares. La hija del rey no sabía dónde estaban, pero al cabo de un tiempo llegaron a un bosque de oro.

Los árboles, las ramas, las flores y las hojas eran de oro; había tanto oro que de las hojas caían gotas de oro. De nuevo ocurrió lo mismo que en los bosques de bronce y de plata. El toro le dijo a la hija del rey que por ningún motivo debía tocar nada del bosque, pues era propiedad de un trol con nueve cabezas y que era mucho más grande y fuerte que los anteriores y que él no pensaba que podría vencerlo. Y ella le dijo que tendría mucho cuidado y no tocaría nada, pero cuando entraron al bosque notaron que era aún más denso que los anteriores y mientras más avanzaban, peor se ponía el asunto. Llegaron al punto en que ella pensó que no habría manera de poder continuar. Tenía tanto miedo de que fuera a romper algo que se sentaba, se torcía y daba vueltas de un lado a otro sobre la espalda del toro con tal de esquivar las ramas, las cuales apartaba inútilmente con las manos, pues le caían sobre los ojos en todo momento y ya no podía ver. De pronto, sin darse cuenta, ya tenía una manzana en las manos. Le dio tanto miedo que comenzó a llorar y quiso arrojar la manzana, pero el toro le dijo que la guardara y no la fuera a perder e intentó consolarla lo mejor que pudo, aunque sabía que le esperaba una lucha más difícil aún y no sabía si saldría victorioso.

Entonces apareció el trol con sus nueve cabezas, cuya presencia inspiraba tanto miedo que la hija del rey apenas se atrevía a mirarlo.

—¿Quién se atreve a venir y tomar cosas de mi bosque?

—Este bosque es tan tuyo como mío.

—Lucharemos para ver quién tiene la razón.

—Luchemos —dijo el toro y se lanzaron el uno contra el otro. La pelea era tan terrible que la hija del rey por poco se desmaya. El toro le sacó los ojos al trol y lo atravesó varias veces con los cuernos, pero el trol peleaba muy bien y cuando el toro lograba dejar muerta una cabeza del trol, el resto de las cabezas volvían a llenarla de vida, por lo que le tomó una semana al toro derrotar al trol. Al final, el toro quedó completamente exhausto y no se podía mover. Todo su cuerpo era una herida y no tenía la fuerza ni para decirle a la hija del rey que tomara el cuerno del cinturón del trol y le untara el ungüento contenido. No hubo necesidad de que se lo dijera, ella lo hizo, pero el toro se quedó tendido ahí por tres semanas hasta que por fin pudo moverse.

Luego continuaron el camino pero poco a poco; el toro dijo que aún les quedaba un poco más por andar. Pasaron por varias colinas y más bosques durante muchos días hasta que llegaron a un estrecho.

—¿Ves algo? —preguntó el toro.

—No veo nada salvo el cielo a lo alto y el otro lado agreste del estrecho —dijo la hija del rey.

Luego subieron más alto y el terreno del estrecho se emparejó un poco más, de modo que podían ver mejor lo que estaba a su alrededor.

—¿Ves algo ahora? —preguntó el toro.

—Sí. Veo a lo lejos un pequeño castillo —dijo la princesa.

—No es tan pequeño, ya verás.

Después de mucho rato llegaron a una alta colina donde había un muro de piedra.

—¿Ves algo?

—Sí. Veo el castillo bastante cerca y parece mucho más grande —dijo la hija del rey.

—Deberás ir al castillo —dijo el toro—. A las afueras encontrarás un chiquero donde deberás refugiarte. Una vez ahí busca un vestido de madera, póntelo y ve al castillo y diles que te llaman “Kari la del vestido de madera” y que estás buscando posada. Pero ahora saca el cuchillo y córtame la cabeza. Luego tendrás que desollarme, enrollar mi piel y meterla debajo de la piedra; debajo de eso pondrás la hoja de bronce, la hoja de plata y la manzana de oro. Muy cerca de la piedra hay un palo y cuando me necesites lo único que tendrás que hacer será golpear el muro con él.

Al principio ella le dijo que no lo haría, pero cuando el toro le dijo que esa sería la única recompensa que él aceptaría por lo que había hecho por ella, no le quedó más remedio que aceptar. Así que aunque le pareció algo muy cruel, ella obedeció y con el cuchillo le cortó la cabeza y le quitó la piel al enorme animal, luego la enrolló y la puso debajo del muro en la montaña, metió la hoja de bronce seguida de la de plata y de la manzana de oro.

Cuando terminó se dirigió a la porqueriza, pero todo el camino lloró; estaba muy triste. Se puso el vestido de madera y se fue al palacio del rey. Al llegar se metió a la cocina y pidió que le dieran algo de comer. Les dijo que era Kari la del vestido de madera.

El cocinero le dijo que podía ocupar un lugar y que tenía permiso para quedarse de inmediato después de asearse, pues ya se había marchado la chica que había venido antes. “Tan pronto te canses de estar aquí, tú también te irás”, le dijo.

—Eso no —dijo ella—. Eso no lo haré.

Procedió a lavarse la cara y las manos con mucha propiedad.

Unos extranjeros visitarían el domingo el palacio del rey, por lo que Kari pidió permiso para llevar el agua del baño del príncipe, pero los otros se rieron de ella. “¿Qué quieres hacer allá?, ¿acaso crees que el príncipe se va a fijar en una persona tan fea como tú?”

Pero ella no se rindió y pidió permiso hasta que le fue concedido. Mientras subía las escaleras, su vestido de madera hacía tal ruido que el príncipe salió y le dijo: “¿Qué clase de criatura eres?”

—Le he traído este balde de agua, señor.

—¿Y piensas que yo voy a aceptar el agua que tú traigas? —dijo el príncipe mientras vaciaba el balde sobre ella.

Ella se tuvo que aguantar y después pidió permiso para ir a la iglesia. Se lo dieron, pues la iglesia estaba bastante cerca. Pero antes fue al lugar donde estaba la piedra y la golpeó con el palo que estaba ahí, tal como el toro le había dicho. Entonces apareció un hombre que le preguntó qué deseaba. La hija del rey le dijo que tenía permiso de ir a la iglesia a escuchar al cura, pero no tenía ropa para ir. Entonces él le trajo un vestido que relucía como la hoja de bronce, y también le dio un caballo y una silla para montar. Al llegar a la iglesia todos se preguntaban quién podía ser esa chica tan bella que vestía de una manera tan espectacular.

Casi nadie ponía atención a lo que decía el cura por estarla mirando. Incluso el príncipe no podía quitarle los ojos de encima ni un momento. Cuando ella se dispuso a salir de la iglesia, el príncipe se apresuró a seguirla y cerró la puerta después de que ella salió. En ese momento se le quedó atorado uno de sus guantes a la chica, mismo que el príncipe guardó. Ella montó en su caballo y el príncipe le preguntó de dónde venía.

—Soy del país del baño —dijo Kari. Y cuando el príncipe sacó el guante para regresárselo, ella dijo:

—La oscuridad quedó detrás, la luz me ilumina hoy, ¡que el príncipe no vea hacia dónde voy!

El príncipe nunca había visto un guante como ése y se fue a todos lados a preguntar por el país de donde venía la orgullosa dama que se había marchado sin su guante, pero nadie podía decirle dónde quedaba.

Al domingo siguiente alguien tenía que llevarle una toalla al príncipe.

—¿Me da permiso de llevar la toalla? —preguntó Kari.

—¿Para qué? —preguntaron los otros que estaban en la cocina—. Ya viste lo que pasó la otra vez.

Kari insistió hasta que le dieron permiso; subió corriendo las escaleras una vez más de manera que su vestido volvió a chocar con todo. Salió el príncipe, vio que era Kari y le arrebató la toalla. Luego le dio un golpe en los ojos con ella y se la aventó al piso.

—¡Vete de aquí, trol horroroso! ¿Acaso crees que yo usaría una toalla que han tocado tus dedos sucios?

Después el príncipe se fue a la iglesia y Kari pidió permiso para salir. Todos le preguntaron cómo era posible que quisiera salir cuando sólo tenía ese horrible vestido de madera que estaba tan sucio y feo. Pero Kari dijo que el sacerdote era un hombre tan bueno al dar el sermón que ella aprendía mucho de él y así le dieron permiso.

Fue hacia la piedra y la golpeó con el palo. Al instante apareció el hombre, quien le dio otro vestido, más hermoso y reluciente que el anterior. Estaba bordado con hilo de plata; brillaba como la hoja de plata. También le dio un hermoso caballo con un armazón y una brida, ambos con bordados en plata.

Cuando la hija del rey llegó a la iglesia todos la miraban desde lo alto de la colina y se preguntaban quién podía ser.

De inmediato alguien fue a avisarle al príncipe, quien salió rápidamente y se dispuso a sujetar la brida del caballo mientras ella descendía del mismo, pero ella bajó de un brinco.

Dijo que no había necesidad, pues el caballo estaba tan bien entrenado que se quedaba quieto cuando ella se lo ordenaba o acudía a su llamado de inmediato, según el caso. Así todos entraron en la iglesia, pero casi nadie escuchaba al sacerdote, pues todos miraban a la chica y el príncipe se enamoró aún más de ella.

Cuando terminó el sermón, la chica salió de la iglesia; estaba por montar su caballo y en eso salió de nuevo el príncipe para preguntarle de dónde era.

—Vengo de la tierra de las toallas —dijo la hija del rey y mientras lo decía dejó caer su látigo de montar y cuando el príncipe se agachaba para recogerlo, ella dijo:

—La oscuridad quedó detrás, la luz me ilumina hoy, ¡que el príncipe no vea hacia dónde voy!

Y de nuevo desapareció. El príncipe no supo a dónde se había ido. Se fue por todas partes a preguntar por el lugar que le había mencionado la dama, pero nadie pudo decirle dónde quedaba, por lo que se vio obligado a tener paciencia una vez más.

Al domingo siguiente alguien tenía que llevarle un peine al príncipe. Kari pidió que le permitieran llevárselo, pero los otros le recordaron lo que había ocurrido la vez anterior y la regañaron por querer que el príncipe la viera cuando se veía tan sucia con ese vestido de madera, pero ella no dejó de insistir hasta que le dieron permiso para llevar el peine.

Subió las escaleras haciendo mucho ruido como las veces anteriores, salió el príncipe, le quitó el peine y se lo arrojó a la cara. Luego le dijo que se fuera de ahí lo más rápido posible.

Después el príncipe se fue a la iglesia y Kari pidió permiso para ir a misa. De nuevo todos le preguntaron qué iba a hacer ahí, si estaba toda sucia y fea y no tenía ropa para que la vieran otras personas. Le dijeron que si el príncipe la veía, entonces ella y los demás se meterían en un problema, pero Kari les dijo que la gente tenía más cosas qué hacer que estarla mirando a ella y no dejó de insistir en que la dejaran ir hasta que lo logró.

Y de nuevo todo sucedió como las veces anteriores. Fue hacia la piedra y la golpeó con el palo, apareció el hombre y le dio un vestido que era todavía más hermoso que los anteriores.

Estaba hecho casi todo de oro y diamantes y también le dio un caballo con un armazón y una brida con bordados en oro.

Cuando la hija del rey llegó a la iglesia, el sacerdote y las demás personas estaban esperándola en la colina, y el príncipe corrió hacia ella para sujetar las bridas del caballo, pero ella se bajó de un brinco y le dijo:

—No es necesario, gracias. Mi caballo está tan bien educado que se quedará quieto cuando yo se lo ordene.

Entonces todos se dirigieron a la iglesia y el sacerdote se subió al púlpito, pero nadie escuchó lo que decía, porque estaban mirándola y preguntándose de dónde vendría; el príncipe estaba más enamorado que las veces anteriores y no hacía otra cosa que mirar a la joven.

Cuando terminó el sermón y la hija del rey estaba a punto de salir de la iglesia, el príncipe había mandado que derramaran el contenido de un pequeño barril de brea en el porche, para que él pudiera ayudarla. Sin embargo, a ella no le importó la brea en absoluto y pisó sobre ella, pero al sacar el pie una de sus zapatillas de oro se quedó pegada. Cuando estaba sentada sobre la silla del caballo, el príncipe salió corriendo de la iglesia y le preguntó de dónde venía.

—Del país de los peines —dijo Kari, pero cuando el príncipe quiso devolverle su zapatilla, ella dijo:

—La oscuridad quedó detrás, la luz me ilumina hoy, ¡que el príncipe no vea hacia dónde voy!

El príncipe no sabía de qué se trataba, así que viajó por mucho tiempo por todo el mundo preguntando dónde estaba el país de los peines; pero cuando nadie pudo decirle dónde quedaba ese país, el príncipe declaró que se casaría con aquella a la que le quedara la zapatilla de oro.

Entonces doncellas bonitas y feas llegaron de todos lados, pero no había nadie con un pie lo suficientemente pequeño para que le quedara la zapatilla. Después de varios días llegó la malvada madrastra de Kari con su hija, a la que le quedó la zapatilla. Sin embargo, era tan fea y tan desagradable que el príncipe se resistía a cumplir su promesa. Aun así se hicieron los preparativos para la boda y la novia estuvo ataviada con su vestido, pero mientras se dirigían a la iglesia un pequeño pájaro se posó sobre un árbol y cantó:

Como la muchacha se cortó el talón

y a sus dedos les metió un rebanadón,

el zapato de Kari, la del vestido de madera,

mancha de sangre la ladera

que escurre del zapatón.

Se dieron cuenta de que el ave decía la verdad, pues de la zapatilla escurría sangre. Entonces las damas de compañía y otras mujeres del castillo se aprestaron a probarse la zapatilla, pero a ninguna le quedó.

—Y a todo esto, ¿quién es y dónde está Kari la del vestido de madera? —preguntó el príncipe cuando todas las mujeres acabaron de probarse la zapatilla, pues recordó lo que había dicho el ave en su canción.

—¡Ay, no, esa criatura! —exclamaron los demás—. No tiene caso que venga aquí. Tiene pezuñas de caballo.

—Tal vez, pero ella también se la puede probar al igual que las demás.

—¡Kari! —la llamó desde la puerta y Kari subió la escalera, mientras su vestido de madera resonaba como si estuviera subiendo un regimiento de dragones.

—Pruébate esa zapatilla y conviértete en princesa —le dijeron los otros sirvientes y todos se reían y se burlaban de ella. Kari tomó la zapatilla y se la calzó con la mayor facilidad del mundo, luego se quitó el vestido de madera y relució su vestido dorado que brillaba como los rayos del sol; en el otro pie llevaba el otro par de las zapatillas. El príncipe la reconoció de inmediato y estaba tan contento que corrió hacia ella, la tomó en sus brazos y le dio un beso; y cuando supo que era hija de un rey estuvo más contento aún y se casaron.

FIN

19. Cola de pato

Versión de Ch. Marelles.

Cola de pato era muy pequeño, por eso lo llamaban Cola de pato; pero aunque era diminuto era inteligente y sabía lo que hacía; pues de no tener nada había logrado amasar cien coronas. Y ocurrió un día que el rey del país, quien era muy extravagante y nunca tenía dinero, tras escuchar que Cola de pato era rico acudió en persona a pedirle prestado. Y puedo asegurarles que en ese tiempo Cola de pato no se sentía el más feliz de haberle prestado dinero al rey. Pero después de ver que en dos años no iban a pagarle ni el interés, se mostró inquieto, a tal punto que decidió ir a ver a Su Majestad en persona para que le pagara. Así que una mañana Cola de pato, fresco y muy arreglado, tomó el camino y cantaba: “Cuac, cuac, cuac, ¿cuándo veré mi dinero de regreso?”

No llevaba mucho camino andado cuando se encontró con su amigo Zorro por esos lares.

—Buenos días, vecino —dice el amigo—. ¿A dónde vas tan temprano?

—Voy con el rey para que me pague lo que me debe.

—¡Vaya! Déjame acompañarte.

Cola de pato pensó: “Nunca muchos amigos son demasiados” y dijo:

—Está bien, vamos, pero si caminas en cuatro patas te vas a cansar muy pronto. Hazte pequeño, métete en mi garganta, ve hacia mi panza y así te llevaré.

—Buena idea —dice el amigo Zorro.

Toma su bolsa y su equipaje y ¡listo!, se va como una carta en el buzón.

Y Cola de pato continúa su camino, muy bien arreglado y cantando: “Cuac, cuac, cuac, ¿cuándo veré mi dinero de regreso?”

Al poco rato se encontró a su amiga Escalera, recargada en la pared.

—Buenos días, amigo patito, ¿a dónde vas tan decidido?

—A ver al rey para que me pague lo que me debe.

—¡Vaya! Llévame contigo.

Cola de pato pensó: “nunca muchos amigos son demasiados”.

—Vente conmigo, pero con tus piernas de madera te cansarás pronto. Mejor hazte muy pequeña, métete en mi garganta, ve hacia mi panza y así te llevaré.

—¡Muy buena idea! —exclama la Escalera— que rauda, con bolsa y equipaje se adentra y le hace compañía a nuestro amigo Zorro.

Y Cola de pato, muy bien arreglado, canta mientras va por el camino igual que antes. Poco más adelante se encuentra a su querido amigo, el Río, que estaba merodeando muy tranquilo bajo los rayos del sol.

—Oiga, querido querubín, ¿por qué se lo ve tan solo, con la cola arqueada, por este lodoso camino?

—Voy con el rey, ya sabes, por lo que me debe.

—¡Ah! ¡Llévame contigo!

Cola de pato se dijo a sí mismo: “No somos demasiados amigos”.

—Te llevaré, pero como tú duermes mientras caminas, pronto te cansarás. Hazte muy pequeño, métete en mi garganta, ve hasta mi panza y ahí te llevaré.

—¡Gran idea! —dice el Río.

Toma su bolsa y equipaje y glu, glu, glu; ocupa su lugar entre mi amigo Zorro y mi amiga Escalera.

Y Cola de pato se va cantando “Cuac, cuac, cuac…”

Poco después se encuentra al camarada Avispero, quien le pregunta: “¿A dónde vamos tan arreglados y contentos?”

—Voy con el rey a cobrarle lo que me debe.

—¡Llévame contigo!

Cola de pato piensa: “uno no puede tener demasiados amigos”.

—Vamos, pero con ese batallón a cuestas, te cansarás muy pronto. Hazte muy pequeño, entra en mi garganta y de ahí ve hacia mi panza y ahí te llevaré.

—¡Pero que gran idea! —dice el camarada Avispero.

¡Y dicho y hecho! Siguió el mismo camino que los otros.

No había mucho espacio, pero apretándose un poquito lograron caber todos… y Cola de pato sigue su marcha cantando.

Y así llegó a la capital y se dirigió directamente a la calle principal, mientras seguía cantando: “Cuac, cuac, cuac, ¿cuándo veré de nuevo mi dinero?”, para gran sorpresa de las buenas personas hasta que llegó al palacio del rey.

Llama a la puerta golpeando la aldaba: ¡Toc, toc!

—¿Quién llama? —pregunta el portero asomando la cabeza por el postigo.

—Soy yo, Cola de pato, quisiera hablar con el rey.

—¡Hablar con el rey! Como si fuera tan fácil. El rey está cenando y no se le puede molestar.

—Dígale que soy yo y que él sabe muy bien a qué he venido.

El portero cierra el postigo y sube a darle aviso al rey, quien justo acababa de sentarse para cenar, ya tenía una servilleta alrededor del cuello y sus ministros estaban reunidos con él.

—Bien, bien —dice el rey entre risas—. Ya sé de qué se trata. Dile que entre y ponlo donde están los pavos y los pollos.

El portero baja las escaleras.

—Tenga la amabilidad de entrar.

—¡Bien! —piensa Cola de pato—. Ahora veré cómo comen en la corte.

—Por aquí, por aquí —dice el portero—. Un paso más, otro, ahí está.

—¿Qué? ¡Cómo! ¿En el corral de las aves?

Imagínense lo enojado que se puso Cola de pato.

—¡Así que de esto se trata! ¡Espere! Lo obligaré a que me reciba con mi canto. Cuac, cuac, cuac, ¿cuándo veré de nuevo mi dinero?

Pero los pavos y los pollos son criaturas a los que no les gustan las personas que no son como ellos. Cuando vieron cómo lucía el nuevo integrante y cuando escucharon cómo graznaba, comenzaron a mirarlo con recelo.

—¿Qué quiere?, ¿qué le pasa?

Al fin se lanzaron todos sobre él a darle de picotazos.

“¡Estoy perdido!”, pensaba Cola de pato, cuando de pronto, en un golpe de suerte, recuerda a su amigo Zorro y exclama:

—¡Reynard, Reynard, sal de la tierra en que te encuentras o la vida de Cola de pato estará perdida!

Entonces el amigo Zorro, que sólo estaba esperando estas palabras, salió de prisa y se lanzó sobre las aves malvadas y en un tris-tras las hizo pedazos. En cinco minutos ya no había ni una sola de las aves del corral con vida. Y Cola de pato, muy contento, comenzó a cantar de nuevo: “Cuac, cuac, cuac, ¿cuándo veré de nuevo mi dinero?”

Cuando el rey, que aún estaba a la mesa escuchó este canto y la cuidadora de aves se acercó a decirle lo que había ocurrido en el corral, se enojó mucho.

Dio la orden de que arrojaran a Cola de pato al fondo de un pozo para acabar con él de una vez.

Y así lo hicieron. Cola de pato estaba desesperado por salir de semejante hoyo cuando recordó a su amiga Escalera.

—¡Escalera, Escalera, sal de donde te has resguardado o los días de Cola de pato habrán terminado!

Mi amiga Escalera, que sólo estaba esperando estas palabras para salir, aparece en un instante y extiende sus largos brazos hasta el borde del pozo, luego Cola de pato sube ágilmente por su espalda y da un salto. Vuelve al patio y canta más fuerte que nunca.

Cuando el rey, que aún estaba a la mesa riéndose por la buena broma que le había jugado a su acreedor, escuchó de nuevo a Cola de pato reclamándole el pago de su dinero, se puso loco de furia.

Dio la orden de que encendieran el horno y arrojaran a Cola de pato en su interior, pues debía ser un hechicero.

El horno fue encendido, pero esta vez Cola de pato no estaba tan asustado, contaba con su compañero y amigo el Río.

—¡Río, río, corre ahora, luego luego o Cola de pato morirá en el fuego!

Mi amigo el Río se apresura a hacer su aparición y ¡zas!

Se arroja al horno inundándolo con toda la gente que lo había encendido. Después siguió su curso por el salón del palacio llenándolo a una altura de poco más de un metro.

Y Cola de pato, bastante satisfecho, comienza a nadar y a cantar en tono retador: “Cuac, cuac, cuac, ¿cuándo veré de nuevo mi dinero?”

El rey aún estaba a la mesa y creyó que esta vez había ganado en su juego, pero cuando escuchó a Cola de pato que cantaba nuevamente y después de saber lo que había ocurrido, se puso furioso y se levantó blandiendo los puños.

—¡Tráiganlo aquí y le cortaré el cuello! ¡Tráiganlo rápidamente!

Y de inmediato dos pajes se apresuraron a capturar a Cola de pato.

—Por fin van a recibirme —dijo el pobre pato mientras subía las majestuosas escaleras.

Imaginen el terror que sintió cuando al entrar al salón ve al rey rojo como un pavo, con todos sus ministros a su alrededor de pie espada en mano. Creyó que esta vez era su fin.

Felizmente recordó que aún le quedaba un amigo y entonces gritó con todas sus fuerzas:

—¡Avispero, Avispero, haz a estos estremecerse o Cola de pato nunca podrá restablecerse!

Y aquí la escena cambia.

—¡Bs, bs, ataquen como bayonetas! Y el valiente Avispero sale con todas sus avispas, las cuales se arrojan sobre el furioso rey y todos sus ministros y los pican con todas sus fuerzas en la cara, los pobres pierden la cabeza y al no saber dónde esconderse brincan en desorden por la ventana y se rompen el cuello sobre el pavimento.

Miren a Cola de pato completamente sorprendido, solo en el gran salón y amo del campo de batalla. No podía creerlo.

Sin embargo, en breve recordó por qué había venido al palacio y aprovechando la ocasión se dio a la tarea de buscar su querido dinero. Pero buscaba en vano en los cajones; no encontró nada, se lo habían gastado todo.

Después de hurgar de cuarto en cuarto llegó por fin a aquel en cuyo interior estaba el trono. Y como estaba cansado se sentó sobre él para pensar en su aventura. Mientras tanto, la gente ya había encontrado a su rey y a sus ministros con los pies al aire en la acera y se habían dirigido al palacio para saber qué había ocurrido. Al entrar al salón donde estaba el trono vieron que ya había alguien sentado ahí, así que rompieron en gritos de sorpresa y felicidad. “El rey ha muerto; viva el rey”. “El cielo nos ha enviado esto”.

Cola de pato, al que ya nada sorprendía, recibió los saludos y aclamaciones de la gente como si en toda su vida no hubiera hecho otra cosa.

Algunos de ellos afirmaron en voz baja que ciertamente un Cola de pato sería un rey estupendo; quienes lo conocían dijeron que Cola de pato era un rey que valía más que el derrochador que yacía en la acera. Le quitaron la corona al muerto y se la pusieron a él, a quien le quedó perfectamente.

Y así se hizo rey.

—Y ahora vayamos a cenar —dijo después de la ceremonia—.

Tengo hambre.

FIN

20. El cazador de ratas

Versión de Ch. Marelles del Flautista de Hamelín.

Hace mucho tiempo la ciudad de Hamelín en Alemania fue invadida por miles de ratas; un tipo de ratas como el que no se había visto nunca antes ni se volvería a ver después.

Eran criaturas negras enormes que corrían desafiantes a plena luz del día por las calles y eran tantas que inundaron las casas con su presencia a tal punto que la gente no podía pisar o tocar algo sin encontrarse con una de ellas. Al vestirse por la mañana encontraban ratas en los calzoncillos, en los fondos de las señoras, en los bolsillos y en las botas. Cuando querían algo de comer, la horda voraz había barrido con todo desde la bodega hasta el desván. Por la noche era peor. Tan pronto se apagaban las luces, estos roedores infatigables se ponían a trabajar. Y en todas partes; en los techos, las alacenas, las puertas se escuchaba el furioso ruido de quienes perseguían a las ratas o les ponían trampas —ruido de perforadoras, pinzas y serruchos. Un sordo no habría podido descansar ni una hora seguida.

Nada funcionaba: ni poner gatos o perros, veneno, trampas, rezos, veladoras a los santos… nada. Mientras más ratas mataban, más aparecían. Y los habitantes de Hamelín comenzaban a conseguir perros (no que sirvieran de mucho) cuando un viernes llegó a la ciudad un hombre con un rostro extraño que tocaba la gaita y cantaba el siguiente estribillo:

“¡Quien esté vivo: vea!

Aquí está

el cazador de ratas.”

Era un enorme joven desgarbado, de rostro cenizo y piel algo amarillenta, la nariz torcida, un bigote como de cola de rata y sus ojos —grandes, agudos y burlones— asomaban por debajo de un sombrero de fieltro decorado con una pluma roja de ave. Llevaba un saco verde con un cinturón de piel y calzoncillos rojos, iba calzado con unos zapatos de largas ataduras que le llegaban cruzadas hasta las piernas, como las usan los gitanos.

Así es como luce ahora, pintado en una ventana de la catedral de Hamelín.

Se detuvo en el gran mercado que está frente al edificio de gobierno, le dio la espalda a la iglesia y continuó con su música cantando:

“¡Quien esté vivo: vea!

Aquí está

el cazador de ratas”.

El consejo del pueblo se había congregado para discutir una vez más esta plaga de Egipto, de la que nadie podía proteger al pueblo.

El extranjero mandó decir a los miembros del consejo que si le pagaban cierta suma de dinero, él podría deshacerse de todas las ratas antes del anochecer; de todas.

—¡Entonces es un hechicero! —exclamaron los ciudadanos al unísono—. Hay que cuidarnos de él.

El consejero del pueblo, a quien consideraban como un tipo listo, les dijo:

—No sé si dice la verdad ni si es hechicero, pero seguramente fue él quien nos envió a estas horribles criaturas de las que quiere librarnos ahora por dinero. Bien, debemos aprender a atrapar al diablo con sus propios métodos. Déjenmelo a mí.

—Dejémoslo en manos del consejero —se decían los ciudadanos unos a otros.

Y mandaron traer al extranjero, el cual les dijo: “Antes del anochecer me habré desecho de todas las ratas de Hamelín si me pagan doce florines por cabeza”.

—¡Doce florines! —exclamaron los ciudadanos— pero eso serían millones de florines.

El consejero del pueblo se limitó a encogerse de hombros y le dijo al extranjero:

—¡Qué barato! A trabajar. Le pagaremos doce florines por cabeza tal como pide.

El gaitero dijo que se pondría a trabajar esa misma tarde cuando saliera la luna. Y les dijo que a esa hora todos los habitantes de la ciudad deberían de dejar libres las calles y que se contentaran con mirar por las ventanas lo que ocurría, ya que sería un espectáculo muy agradable. Cuando la gente de Hamelín escuchó sobre el trato dijeron: “¡Doce florines por cabeza! Nos va a costar mucho dinero”.

—Hay que dejarlo en manos del consejero del pueblo —dijo el propio consejero con un aire malicioso. Y los buenos habitantes de Hamelín repetían: “hay que dejarlo en manos del consejero del pueblo”.

Alrededor de las nueve de la noche regresó el gaitero a la plaza del mercado. Al igual que antes le dio la espalda a la iglesia y al momento en que la luna se levantó en el horizonte comenzó a tocar su gaita, “Trarirá, trarí, trarirá”.

Al principio era un sonido lento, suave, acariciante, luego se fue haciendo más y más animado y urgente, y después tan sonoro y punzante que se escuchaba hasta en los callejones y rincones más distantes del pueblo.

Pronto salieron las ratas del fondo de los sótanos, de los desvanes, de debajo de los muebles, de todos los rincones de las casas; buscaban las puertas y salían a las calles dando brincos, trip, trip, trip, corrían hacia la entrada del edificio de gobierno. Ahí se congregaron todas apretujadas, cubrían toda la acera como si fueran olas de un torrente en plena inundación.

Cuando la plaza estuvo llena, el gaitero dio media vuelta y sin dejar de tocar con animosidad se dirigió hacia el río que corre al pie de los muros de Hamelín. Al llegar ahí volvió a dar media vuelta, las ratas lo seguían.

—¡Hop! ¡Hop! —les gritó señalando con el dedo un punto en la corriente del río donde el agua formaba con fuerza un remolino y se hacía una suerte de embudo. Y así, ¡hop!, sin titubear, las ratas se arrojaron al río y nadaron directo hacia el embudo; se hundían de frente y desaparecían.

Las ratas continuaron saltando al río sin cesar hasta la medianoche.

Al fin, arrastrándose con dificultad, apareció una rata enorme, con canas por la edad avanzada y se detuvo en el banco del río.

Era el rey de la banda.

—¿Ya son todas, amigo Blanchet? —le preguntó el gaitero.

—Todas —respondió el amigo Blanchet.

—¿Y cuántas fueron?

—Novecientas noventa mil novecientas noventa y nueve.

—¿Bien contadas?

—Bien contadas.

—Entonces ve con ellas, viejo amigo, y au revoir.

Entonces la vieja rata brincó al río, nadó hacia el remolino y desapareció.

Una vez que el gaitero terminó este asunto se fue a dormir a la posada. Y por primera vez en tres meses, los habitantes de Hamelín durmieron tranquilamente durante la noche.

A la mañana siguiente, a las nueve en punto, el gaitero se dirigió al palacio de gobierno, donde el consejo del pueblo lo esperaba.

—Ayer, todas las ratas brincaron al río —les dijo a los consejeros— y les garantizo que ni una sola de ellas regresará.

Fueron novecientas noventa mil novecientas noventa y nueve, a doce florines por cabeza. ¡Hagan la cuenta!

—Contemos primero las cabezas. Son doce florines por cabeza, ¿pero dónde están?

El cazador de ratas no se esperaba este golpe traicionero.

Se puso pálido del coraje y sus ojos parecían de fuego.

—¡Las cabezas! —exclamó—. Si tanto le importan, vaya por ellas al río.

—¿De modo que se rehúsa a cumplir con los términos del acuerdo que hicimos? Nosotros podríamos negarnos a pagarle, pero usted nos ha hecho un servicio, así que no lo dejaremos ir sin una recompensa —le dijo y le ofreció cincuenta coronas.

—Quédese con la recompensa —respondió orgullosamente el cazador de ratas—. Si ustedes no me pagan, me pagarán sus herederos.

Y en ese momento se colocó el sombrero hasta casi cubrirle los ojos, salió rápidamente del edificio y se fue del pueblo sin dirigirle una palabra a nadie.

Cuando los habitantes de Hamelín se enteraron de cómo había terminado el asunto se frotaron las manos y sin más escrúpulos que los del consejero del pueblo se rieron del cazador de ratas, quien ante sus ojos había caído en su propia trampa. Pero lo que más los hizo reír fue la amenaza que hizo de que sus herederos le tendrían que pagar. ¡Ja! Qué bueno sería si todos los acreedores fueran así por el resto de sus días.

Al día siguiente, que era domingo, todos fueron muy contentos a la iglesia, pensando en que después de misa podrían al fin comer algo rico que las ratas no hubieran probado antes.

Nunca sospecharon que les aguardaba una terrible sorpresa al volver a casa. No había niños en ninguna parte: ¡todos habían desaparecido!

—¡Nuestros niños! ¿Dónde están nuestros pobres niños? —eran los gritos que rápidamente se multiplicaban en todas la calles del pueblo.

Entonces, por la puerta del este del pueblo, aparecieron tres niños que lloraban y contaron lo siguiente:

Mientras los adultos estaban en la iglesia habían escuchado una música maravillosa. En un instante salieron de sus casas todos los niños, atraídos por los sonidos mágicos, y se habían dirigido de prisa a la plaza del mercado. Ahí encontraron al cazador de ratas tocando su gaita en el mismo lugar que el día anterior. Entonces el extranjero echó a andar a paso veloz y los niños lo seguían corriendo, brincando y cantando al compás de la música hasta el pie de la montaña que se ve al llegar a Hamelín. Al acercarse se hizo una pequeña abertura en la montaña y el gaitero se había ido con ellos.

Sólo habían quedado afuera, como de milagro, los tres niños que habían contado la aventura. Uno de ellos era patizambo y no había podido correr lo suficientemente rápido; otro, que había salido de la casa a toda prisa, apenas alcanzó a ponerse un zapato, chocó contra una piedra enorme y caminaba con dificultad; por último, el tercero había llegado a tiempo, pero en el forcejeo con los demás por entrar en la montaña se había impactado muy fuerte contra la pared de la montaña y se había caído de espaldas en el momento en que la brecha se cerraba después de que habían entrado sus camaradas.

Al escuchar esto los padres se lamentaron aún más. Salieron corriendo armados de picas y azadones hacia la montaña y buscaron todo el día la abertura por la que habían desaparecido los niños, pero en vano. Por la noche volvieron a Hamelín desolados.

Pero el más triste de todos era el consejero del pueblo, pues había perdido tres niños pequeños y dos niñas y, además de todo, los habitantes de Hamelín lo llenaron de reproches, olvidando que la noche anterior todos habían estado de acuerdo con él.

¿Qué había pasado con estos niños desafortunados?

Los padres esperaban que no estuvieran muertos y que el cazador de ratas, quien con seguridad había salido de la montaña, se los hubiera llevado a su país. Es por eso que por varios años despacharon contingentes a varios países en su búsqueda, pero ninguno encontró ni rastro de los pobres pequeños.

Fue hasta mucho después que tuvieron algunas noticias.

Cerca de ciento cincuenta y cinco años después de estos hechos, cuando ya no quedaban ni uno de los padres, madres, hermanos o hermanas de aquel día, llegaron a Hamelín unos comerciantes de Bremen que volvían del este y que pidieron hablar con los habitantes. Les contaron que al cruzar por Hungría pasaron una temporada en un país llamado Transilvania, donde los habitantes sólo hablaban alemán, mientras que a su alrededor todos hablaban húngaro. Estas personas dijeron que habían llegado de Alemania, pero no sabían cómo habían llegado a ese extraño país. “Estos alemanes no pueden ser otros que los descendientes de los niños perdidos de Hamelín”, dijeron los mercaderes de Bremen.

Los habitantes de Hamelín no tuvieron la menor duda y desde entonces dan por hecho que los húngaros de Transilvania son sus paisanos, cuyos ancestros fueron llevados hasta ahí cuando eran niños por el cazador de ratones. Hay cosas más difíciles de creer que ésta.

FIN

21. La rama dorada

Versión de Madame d’Aulnoy.

Había una vez un rey tan enojón y desagradable que todos sus súbditos le tenían miedo; y con mucha razón, pues les mandaba cortar la cabeza por las cuestiones más insignificantes.

Este Rey Gruñón, como lo llamaban, tenía un hijo que era todo lo opuesto a él. Ningún príncipe podía igualársele en inteligencia y bondad, pero desafortunadamente era muy feo.

Tenía las piernas chuecas, era bizco, tenía la boca grande y de lado, y era jorobado. Nunca se había visto un alma tan hermosa en un cuerpecillo tan espantoso, pero a pesar de su apariencia, todos lo amaban. La reina, su madre, lo llamaba Arabesco, porque era un apodo que a ella le gustaba mucho y que parecía irle muy bien.

El Rey Gruñón, a quien le importaba mucho más su propia grandeza que la felicidad de su hijo, quería casar al príncipe con la hija de un rey vecino, cuyas grandes propiedades colindaban con las suyas; pensaba que esta alianza lo haría más poderoso que nunca. En cuanto a la princesa, él creía que sería una buena princesa Arabesca, pues era tan fea como él.

De hecho, aunque era la criatura más amable del mundo, no había manera de ocultar que era espantosa y coja (se apoyaba en un bastón para caminar). La gente la llamaba la Princesa Col (decían que su cuerpo parecía una col).

El rey, tras haber recibido el retrato que había pedido de la princesa, lo mandó poner en su gran salón, debajo de un dosel y mandó llamar al Príncipe Arabesco. Le dijo que dado que ésa sería su futura novia, esperaba que le pareciera encantadora.

El príncipe le echó un vistazo al retrato y retiró de inmediato la vista con desdén, lo que ofendió terriblemente a su padre.

—¿Acaso no te gusta? —le preguntó directamente.

—No, señor —respondió el príncipe—. ¿Cómo podría gustarme una princesa fea y coja para casarme con ella?

—Es realmente una sorpresa que tú hagas ese comentario —dijo el Rey Gruñón— cuando tú mismo eres lo suficientemente feo para asustar a cualquiera.

—Ésa es la razón por la que quiero casarme con alguien que no sea fea. Estoy bastante cansado de verme a mí mismo.

—Te aviso que te casarás con ella —le dijo el rey enojado.

Y el príncipe, al ver que de nada serviría protestar, hizo una reverencia y se retiró.

Como el Rey Gruñón no estaba acostumbrado a que lo contradijeran en nada, estaba muy enojado con su hijo y dio la orden de que lo encerraran en la torre especial para encerrar a príncipes rebeldes, pero que no había sido utilizada en doscientos años, porque no había habido príncipes rebeldes desde entonces. Al príncipe le pareció que las habitaciones eran extrañamente anticuadas, con esos muebles tan feos, pero le agradó que hubiera una buena biblioteca, pues le gustaba mucho leer y al poco tiempo consiguió permiso para llevarse a su celda tantos libros como quisiera. Al verlos de cerca se dio cuenta de que estaban escritos en una lengua olvidada y no podía entender ni una sola palabra, aunque se divirtió en el intento.

El Rey Gruñón estaba convencido de que el Príncipe Arabesco pronto se cansaría de estar en prisión y consentiría casarse con la Princesa Col. Por ello envió una embajada al otro rey para proponerle que la princesa fuera al castillo a casarse con su hijo, quien la haría perfectamente feliz.

El rey se alegró de haber recibido una oferta tan buena para su desafortunada hija, aunque, a decir verdad, le pareció imposible admirar el retrato del príncipe que le habían enviado. Sin embargo, lo había colocado bajo la mejor luz posible y había enviado llamar a su hija, pero apenas ella vio el retrato miró hacia otra parte y comenzó a llorar. El rey, que se enojó al ver lo mucho que a ella le había desagradado el príncipe, tomó un espejo y sosteniéndolo frente a la triste princesa le dijo:

—Veo que el príncipe no te parece atractivo, pero mírate a ti misma y dime si tienes algún derecho para quejarte de eso.

—Señor, no es mi intención quejarme, pero te ruego que no me obligues a casarme con nadie. Preferiría ser la triste Princesa Col toda mi vida que imponer la imagen de mi fealdad a alguien más.

Pero el rey no la escuchó y la envió al castillo con una embajada.

Mientras tanto, el príncipe continuaba encerrado en su torre y, para que se aburriera lo más posible, el rey dio la orden de que nadie le hablara y de que le dieran lo mínimo para comer. Pero los guardias del príncipe lo estimaban tanto que hicieron todo lo que pudieron, a pesar de las órdenes del rey, para hacer su prisión más llevadera.

Un día, mientras el príncipe caminaba de un extremo a otro del viejo salón pensando en qué triste era ser tan feo y que lo obligaran a casarse con una princesa igualmente fea, levantó la vista de pronto y notó que los vitrales estaban particularmente hermosos y brillantes; así que por hacer algo que lo distrajera de sus tristes pensamientos comenzó a mirarlos con atención. Le pareció que los motivos parecían ser escenas de la vida de un hombre que aparecía en cada vitral; y el príncipe, al encontrar cierto parecido entre esta figura y él mismo, se interesó mucho en estas figuras. En el primer vitral se veía una imagen de él mismo en una de las torrecillas, después se le veía buscando algo en una grieta del muro; en la siguiente ilustración aparecía abriendo un viejo armario con una llave dorada; y así siguió mirando el resto de los vitrales. Al cabo de un rato notó que había una figura que ocupaba el lugar más importante en cada escena en el resto de los vitrales; era un joven alto y apuesto.

El pobre príncipe Arabesco lo admiró de inmediato; era tan fuerte y derecho. Para entonces ya se había hecho de noche y el príncipe tuvo que volver a su habitación, tomó uno de esos libros viejos para entretenerse y comenzó a mirar las figuras que ilustraban el texto. Y se sorprendió mucho al ver que las ilustraciones representaban las mismas escenas que aparecían en los vitrales de la galería y, lo que es más, parecía que estaban vivas. Al mirar las imágenes de unos músicos vio que sus manos se movían y escuchó unos sonidos muy agradables. Había la escena de un baile y el príncipe podía ver cómo la gente iba y venía al compás de la música. Dio vuelta a la página y percibió el olor de una deliciosa cena y una de las figuras que estaba sentada a la mesa de este festín lo miró y le dijo:

—Bebemos a tu salud, Arabesco. Si nos devuelves a nuestra reina serás recompensado; pero si no, te va a ir muy mal.

El príncipe se asustó terriblemente al escuchar estas palabras, pues su sorpresa había ido en aumento, dejó caer el libro y se desmayó. El estrépito de su caída llamó la atención de los guardias, quienes acudieron en su ayuda. En cuanto el príncipe volvió en sí le preguntaron qué había pasado. Les dijo que estaba tan débil y aturdido a causa del hambre que le había parecido ver y escuchar cosas extrañas. A pesar de las órdenes del rey, los guardias le dieron una cena excelente y una vez que hubo terminado volvió a abrir el libro, pero no pudo ver ninguna de las imágenes maravillosas de antes, lo que lo convenció de que debía haber estado soñando.

Sin embargo, al día siguiente volvió a la galería y miró los vitrales de nuevo. Las figuras se movían, iban y venían como si estuvieran vivas y luego de ver cómo la figura que se parecía a él tomaba la llave de la grieta en el muro de la torreta y abría el viejo armario, decidió ir a inspeccionar el lugar por él mismo y descubrir cuál era el misterio. Así que se dirigió a la torreta y comenzó a dar golpes en las paredes buscando un lugar que sonara hueco hasta que por fin lo encontró. Tomó un martillo y rompió un trozo de la piedra del muro, detrás de la cual encontró una pequeña llave dorada. El siguiente paso era encontrar el armario y el príncipe pronto lo encontró, escondido en un oscuro rincón, aunque en efecto estaba tan viejo y desgastado que nunca lo habría notado si no lo estuviera buscando. Al principio no encontró ninguna cerradura, pero después de buscarla cuidadosamente encontró una en el relieve y la llave dorada embonó a la perfección; así que el príncipe dio una fuerte vuelta a la cerradura y las puertas se abrieron.

Aunque por fuera el armario se veía viejo y desgastado, no había nada más rico y hermoso que lo que hallaron en su interior los maravillados ojos del príncipe. Cada cajón estaba hecho de cristal, de ámbar o de alguna piedra preciosa y estaban llenos de todo tipo de tesoros. El príncipe Arabesco estaba fascinado; abrió un cajón tras otro hasta que por fin encontró uno que contenía tan sólo una llave de esmeralda.

“Me supongo que esta llave debe abrir esa pequeña puerta dorada que está en el centro”, pensó el príncipe. Metió la llave y le dio vuelta. Al abrir la pequeña puertecilla, una luz suave y rojiza iluminó todo el armario. El príncipe vio que la luz emanaba de un inmenso carbunclo en forma de caja que estaba frente a él. La abrió de inmediato, pero cuál sería el horror que sintió al ver que en el interior había una mano que sostenía un retrato. Su primer impulso fue soltar la terrible caja y huir de la torreta, pero una voz le dijo al oído: “Esta mano le perteneció a uno a quien puedes ayudar y reinstaurar. Mira este maravilloso retrato, el origen de todas mis desventuras.

Si deseas ayudarme ve sin perder un momento a la galería y observa dónde caen los rayos del sol con mayor intensidad. Si buscas con atención encontrarás mi tesoro”.

La voz guardó silencio y aunque el príncipe, todavía estupefacto, hizo varias preguntas, no recibió respuesta alguna. Volvió a poner la caja en su lugar y cerró el armario con llave; colocó la llave en la grieta del muro y se dirigió a toda prisa a la galería.

Cuando entró en el salón, las ventanas se agitaron y rechinaron de un modo muy extraño, pero el príncipe no les puso atención, estaba buscando cuidadosamente el lugar exacto donde el sol brillaba con más fuerza y a él le pareció que era justo arriba del retrato de un hombre muy apuesto.

Se acercó al retrato y lo miró de cerca. Le pareció que la luz caía sobre los paneles de ébano y oro del marco, al igual que en los otros retratos de la galería. Se encontró confundido, sin saber qué hacer. Entonces se le ocurrió ver si las ventanas podían ayudarlo; al observar la más cercana vio la figura de sí mismo quitando el retrato de la pared.

El príncipe entendió la señal, quitó el cuadro de la pared sin ninguna dificultad y se encontró en un salón de mármol adornado con estatuas; de ahí pasó a otros salones espléndidos, hasta que llegó a uno en el que colgaban gasas azules del techo. Los muros estaban hechos de turquesas y sobre un bello sofá estaba recostada una dama encantadora que parecía dormida. Su cabello, negro como el ébano, descansaba sobre las almohadas, lo que hacía ver su rostro blanco como el marfil. El príncipe notó que estaba inquieta y cuando se acercó a ella sigilosamente, pues temía despertarla, la escuchó suspirar y decir entre murmullos:

—¡Cómo te atreviste a pensar que ganarías mi amor al separarme de mi amado Florimondo! ¿Cómo pudiste cortarle la mano en mi presencia, esa mano que yo amaba y que hasta tú debías temer y honrar?

Entonces unas lágrimas rodaron lentamente por sus mejillas y el príncipe Arabesco sospechó que se encontraba bajo algún tipo de encantamiento y que la mano que había encontrado era la de su amado.

En ese momento entró en el salón un águila enorme que llevaba una rama dorada entre las garras sobre la cual había lo que parecían unos racimos de cerezas, pero en realidad cada cereza era más bien un rubí resplandeciente.

El águila le presentó el racimo de rubíes al príncipe, quien para entonces supuso que estaba a punto de romper el encantamiento bajo el cual estaba la dama durmiente. Tomó la rama y con ella tocó suavemente a la dama y le dijo:

—Hermosa dama. No sé por qué suerte de encantamiento te encuentras atrapada, pero en el nombre de tu amado Florimondo te conjuro a volver a la vida que has perdido, pero no olvidado.

Al instante la dama abrió sus ojos lustrosos y vio el águila que la sobrevolaba.

“¡Quédate, amor mío, quédate”, exclamó, pero el águila exclamó un doloroso chillido, agitó las enormes alas y desapareció.

Entonces la dama se volvió hacia el príncipe Arabesco y le dijo:

—Sé que a ti te debo la liberación de este encantamiento bajo el que he estado por doscientos años. Si hay algo que pueda hacer por ti a modo de agradecimiento, sólo dímelo y utilizaré todo mi poder de hada para hacerte feliz.

—Señora —dijo el príncipe Arabesco— desearía poder regresar a su amado Florimondo a su forma natural, ya que no puedo olvidar las lágrimas que usted ha derramado por él.

—Es muy amable de tu parte, querido príncipe, pero eso le corresponde a otra persona. No puedo explicarte más en este momento, ¿pero no hay nada que desees para ti mismo?

—Señora —dijo el príncipe arrojándose a sus pies— mire mi fealdad. Me llaman Arabesco y soy objeto de burla; le suplico que me haga menos ridículo.

—Levántate, príncipe —le dijo el hada tocándolo con la rama dorada— sé tan talentoso como bien parecido y toma el nombre de Príncipe Sinpar, ya que es el único título que irá bien contigo desde ahora.

Enmudecido por la alegría, el príncipe le besó la mano para expresar su gratitud y cuando se levantó y vio su nuevo reflejo en los espejos que le rodeaban, entendió que Arabesco se había ido para siempre.

—¡Cómo desearía! —dijo el hada— que pudiera decirte lo que te espera y advertirte de las trampas que te aguardan, pero no debo. Huye de la torre, príncipe, y recuerda que el hada Dulcinea siempre será tu amiga.

Cuando el hada terminó de hablar, el príncipe ya no se encontró en la torre, para su sorpresa, sino en medio de un espeso bosque, a unas cien leguas de la torre. Ahí debemos dejarlo por el momento y ver lo que ocurría en otro lugar.

Los guardias notaron que el príncipe no pedía su cena como de costumbre y fueron a su habitación. Al no encontrarlo ahí se alarmaron y lo buscaron en la torre, de la torreta al calabozo, pero nada. Como sabían que el rey les mandaría cortar la cabeza por haber dejado escapar al príncipe, acordaron decir que estaba enfermo. Disfrazaron al más pequeño de los guardias para que se pareciera al príncipe lo más posible, lo metieron en la cama y mandaron a decirle al rey.

Al rey gruñón le dio mucho gusto saber que su hijo estaba enfermo, pues pensaba que así lograría que lo obedeciera más pronto y se casara con la princesa. Por lo que mandó decirles a los guardias que deberían tratar al príncipe con la misma severidad que antes, que era justo lo que ellos pensaban que iba a decirles. Para entonces la Princesa Col había llegado al palacio, tras viajar en una calesa.

El Rey Gruñón salió a recibirla, pero en cuanto la vio con su piel como de tortuga y con las cejas juntas sobre aquella nariz tan grande, no pudo evitar exclamar:

—¡Vaya! Reconozco que Arabesco es bastante feo, pero no creo que tú hayas tenido mucho qué pensar para aceptar casarte con él.

—Señor, sé muy bien lo que soy como para sentirme herida por sus palabras, pero le aseguro que no tengo el menor deseo de casarme con su hijo. Prefiero que me llamen Princesa Col que Reina Arabesca.

Esto hizo enojar mucho al rey.

—Tu padre te envió aquí a casarte con mi hijo y puedo asegurarte que no voy a ofenderlo cambiando sus planes —le dijo y la pobre princesa fue llevada con tristeza a sus aposentos.

Sus damas de compañía tenían por encargo hacerla cambiar de opinión.

En este punto los guardias, quienes temían que fueran a ser descubiertos, le mandaron decir al rey que su hijo había muerto, lo que lo enojó mucho. De inmediato se hizo a la idea de que había sido culpa de la princesa y dio la orden de que fuera hecha prisionera en la torre en lugar del príncipe Arabesco.

La Princesa Col se sorprendió mucho por esta medida tan injusta y le envió varios mensajes de protesta al Rey Gruñón, pero nadie se atrevía a darle los mensajes al rey debido al mal humor en el que estaba ni a enviar las cartas al padre de la princesa. Sin embargo, como ella no sabía esto, tenía esperanzas de que pronto enviaran por ella para regresarla a su país y trató de entretenerse lo mejor que pudo mientras llegaba ese momento. Cada día caminaba de arriba abajo por la vasta galería, hasta que ella también se vio de pronto atraída y encantada por las cambiantes figuras de los vitrales y se reconoció en uno de ellos. “Parece que han encontrado cierto gusto al pintarme desde que llegué a este país”, pensó la princesa. 

“Uno pensaría que mi bastón y yo fuimos pintados junto a esa encantadora, delgada y bella pastora para hacerla ver aún mejor por el contraste. ¡Qué lindo sería ser tan hermosa como ella!” Y entonces se miró en el espejo y rápidamente apartó la vista con lágrimas en los ojos ante aquella dolorosa imagen. De pronto se dio cuenta de que no estaba sola, pues detrás de ella estaba una mujer con una gorra, quien era tan fea y estaba tan coja como ella.

—Princesa, tus lamentos son tan lastimeros que he venido a ofrecerte la opción de la bondad o la belleza. Si deseas ser hermosa, te lo concederé, pero serás vana, caprichosa y frívola. Si permaneces como eres ahora serás prudente, amable y modesta.

—¡Vaya, señora! ¿Acaso es imposible ser prudente y hermosa?

—No, muchacha, pero ha sido decretado, sólo para ti, que debes escoger entre ambas. Verás, he traído conmigo una manga blanca y una amarilla. Sopla sobre la amarilla y serás idéntica a la bella pastora que tanto admiras y habrás ganado el amor del apuesto pastor cuya imagen has observado con mucho interés. Sopla sobre la blanca y tu apariencia no va a alterarse, pero cada día serás más feliz. Escoge.

—Bueno, supongo que no se puede tener todo y creo que es mejor ser buena que hermosa.

Y sopló encima de la manga blanca y le dio las gracias a la vieja hada, quien desapareció inmediatamente. La Princesa Col se sintió desamparada cuando el hada se fue y comenzó a pensar que ya era tiempo de que su padre hubiera enviado un ejército para rescatarla.

“Si al menos pudiera llegar a la torreta para ver si alguien viene en camino”, pensaba, pero escalar hasta ahí parecía imposible. No obstante, en poco tiempo ideó un plan. Ella sabía que el reloj más grande estaba en la torreta, aunque los contrapesos pendían en la galería. Tomó uno de los extremos, quitó el contrapeso y se ató a la soga; cuando le dieron cuerda al reloj, ella subió triunfante hasta la torreta. Lo primero que hizo fue echar un vistazo a lo lejos, pero al no ver nada se sentó a descansar un poco y por accidente se recargó sobre el muro que Arabesco, o mejor dicho el Príncipe Sinpar, había cubierto a las carreras. Se soltó la piedra que estaba mal colocada y junto a ella cayó la llave dorada. El sonido de ésta al caer llamó la atención de la princesa.

La recogió y después de pensarlo un momento se le ocurrió que debía abrir el viejo armario que estaba en el rincón aunque no tenía ninguna cerradura visible. No tardó mucho en abrirlo y se puso a admirar los grandes tesoros que contenía, tal como lo había hecho el Príncipe Sinpar antes que ella, hasta que encontró la caja de carbunclos. Ni bien la había abierto, tuvo el impulso de arrojarla al piso, pero algún misterioso poder la hizo sujetarla contra su voluntad. Y en ese momento una voz le susurró al oído:

—Sé valiente, princesa. De esta aventura depende tu futuro.

—¿Qué debo hacer? —preguntó la princesa.

—Toma la caja —le dijo la voz— y escóndela debajo de tu almohada; en cuanto veas un águila, dale la caja sin perder un instante.

Aunque la princesa estaba aterrorizada, no dudó en obedecer y se dio prisa en colocar las piedras preciosas tal como las había encontrado. Para ese momento los guardias la estaban buscando por todas partes y se sorprendieron mucho de encontrarla en la torreta, pues decían que sólo podría haber llegado hasta allí mediante el uso de magia. Durante tres días no ocurrió nada, pero una noche la princesa escuchó que algo aleteaba por su ventana y tras correr las cortinas vio que se trataba de un águila.

Se apresuró cojeando y abrió la ventana. El águila entró batiendo las alas de alegría. La princesa no perdió un momento y le ofreció la caja de carbunclos, la cual sujetó con sus garras y desapareció al instante dejando en su lugar al príncipe más apuesto que ella hubiera visto, estaba espléndidamente ataviado y llevaba una corona de diamantes.

—Princesa —le dijo él— he estado aquí por doscientos años a causa de un malvado hechicero. Ambos amamos a la misma hada, pero ella me prefirió a mí. Sin embargo, él era más poderoso que yo y aprovechó un momento en que yo estaba distraído para transformarme en águila, también dejó a mi reina sumida en un sueño de encantamiento. Yo sabía que doscientos años después un príncipe le devolvería la luz del día y que una princesa, al devolverme la mano que mi enemigo me había cortado, me regresaría a mi forma humana. El hada que guarda tu destino me informó sobre esto y fue ella quien te guió hacia el armario en la torreta, donde ella había guardado mi mano. También es ella quien me ha permitido expresarte mi gratitud al concederte cualquier cosa que desees. 

Dime, princesa, ¿qué es lo que más deseas? ¿Te gustaría que te hiciera tan hermosa como lo mereces?

—¡Ay!, si eso fuera posible —exclamó la princesa, quien en ese momento escuchó el crujir de sus huesos. Se volvió alta, erguida y hermosa, con unos ojos que eran como estrellas relucientes y una piel tan blanca como la leche.

—¡Maravilloso! ¿De verdad soy yo misma? —exclamó sorprendida, mirando su pequeño y desgastado bastón que estaba en el suelo.

—Así es, princesa —dijo Florimondo— eres tú, pero ahora debes tener un nombre nuevo, ya que el anterior no te va bien ahora. Te llamarás Princesa Rayo de Sol, pues eres tan hermosa y brillante que bien te mereces ese nombre.

Y después de decir esto desapareció. La princesa, sin saber cómo había llegado ahí, se encontró caminando bajo las sombras de unos árboles junto al río. Desde luego, lo primero que hizo fue mirar su propio reflejo en el agua y se sorprendió mucho al ver que era exactamente igual a la pastora que tanto había admirado en el vitral; llevaba el mismo vestido blanco y la misma corona de flores. Para aumentar las semejanzas apareció su rebaño de ovejas, pastando detrás de ella, y encontró un bonito cayado decorado con flores en el banco del río. Como ya estaba bastante cansada con tantas y maravillosas experiencias, la princesa se sentó a descansar al pie de un árbol donde se quedó dormida. Resulta que fue ese mismo país al que había llegado el Príncipe Sinpar y mientras la Princesa Rayo de Sol aún dormía plácidamente, el príncipe se encontraba caminando en busca de una sombra confortable para descansar.

En cuanto vio a la princesa la reconoció como la hermosa pastora cuya imagen había visto tantas veces en los vitrales de la torre y como era aún más bella de lo que él recordaba, estaba feliz de que el azar lo hubiera puesto en esa situación.

Aún estaba mirando a la princesa cuando ésta despertó y como ella también lo reconoció, pronto se hicieron buenos amigos. La princesa le preguntó al Príncipe Sinpar, dado que él conocía el lugar mejor que ella, que le dijera si conocía a algún campesino que le diera posada, a lo que él respondió que conocía a una anciana cuya casita era el lugar ideal para ella; cómoda y bonita. Así que juntos fueron hacia allá y la princesa quedó encantada con la anciana y con todas sus cosas.

Muy pronto le sirvieron la cena bajo un árbol; ella invitó al príncipe a departir la crema y el pan rústico que la anciana le había dado. El príncipe aceptó feliz y fue a su propio jardín a recolectar algunas fresas, cerezas, nueces y flores. Se sentaron juntos y estuvieron muy contentos. Siguieron viéndose cada día mientras cuidaban de sus respectivos rebaños y eran tan felices que el Príncipe Sinpar le pidió matrimonio a la princesa, para que no tuvieran que separarse más. Ahora bien, aunque la Princesa Rayo de Sol tenía la apariencia de una pastora, ella no olvidaba que era una princesa verdadera y no estaba segura de que debiera casarse con un humilde pastor, aunque realmente tenía muchos deseos de hacerlo.

Por lo tanto, la princesa decidió ir a consultar a un encantador de quien había oído hablar mucho desde que había cobrado la apariencia de pastora y sin decirle nada a nadie emprendió la marcha hacia el castillo en el que vivía el encantador con su hermana, quien era un hada poderosa. El camino era largo y cruzaba por un espeso bosque, donde la princesa escuchó que varias voces le hablaban de todos lados, pero tal era su prisa, que no se detuvo ni un momento hasta que llegó al patio del castillo del encantador.

El pasto y los rosales habían crecido tan altos como si hubieran pasado cien años desde la última vez que alguien puso un pie en ese lugar, pero la princesa logró atravesar el campo aunque se llevó algunos rasguños y raspones en el camino y así llegó a un pasillo oscuro y lúgubre en el que sólo había un pequeño orificio por el que entraba la luz del sol. Las cortinas estaban hechas de alas de murciélago y del techo colgaban doce gatos cuyos maullidos terribles llenaban el salón. Sobre una larga mesa había doce ratones amarrados por la cola y justo frente a cada uno, pero fuera de su alcance, había un tentador pedazo de tocino. De modo que los gatos siempre podían ver a los ratones, pero no podían tocarlos; y los ratones hambrientos estaban atormentados ante la vista y el olor de los deliciosos trozos de tocino que nunca podrían alcanzar.

La princesa estaba mirando a las pobres criaturas desesperadas cuando el encantador apareció de pronto; vestía una bata negra, muy grande, con un cocodrilo sobre su cabeza. En la mano llevaba un látigo hecho de veinte serpientes enormes, todas vivas y retorciéndose. La princesa estaba tan asustada que deseó no haber ido a visitarlo. Sin decir palabra se dirigió corriendo a la puerta, pero estaba cubierta con una espesa telaraña y una vez que rompió la telaraña se encontró con otra y otra y otra. De hecho, no tenían fin; a la princesa le dolieron los brazos de tanto romper las telarañas que seguían apareciendo y no estaba ni un poco más cerca de la salida.

El temible encantador se reía maliciosamente detrás de ella y le dijo:

—Bien podrías pasar el resto de tu vida haciendo eso sin llegar a nada, pero como eres joven y eres la criatura más hermosa que he visto en mucho tiempo, puedo casarme contigo si tú quieres y te daré esos gatos y ratones que ves allá.

Son príncipes y princesas que me han ofendido. Solían amarse los unos a los otros tanto como ahora se odian entre sí. Es una excelente venganza tenerlos así.

—Si al menos también me transformaras en un ratón…

—¿Entonces no te casarás conmigo? —dijo el encantador— eres una tonta. Conmigo tendrías todo lo que alguien podría desear.

—No. Nada me hará casarme contigo. De hecho, no creo que algún día pueda amar a alguien —exclamó la princesa.

—En ese caso —dijo el encantador— será mejor convertirte en un tipo particular de criatura; uno que no sea ni pez ni ave, serás ligera y aérea y tan verde como el pasto en el que vives. Vete de aquí, Señora Saltamontes.

Y la princesa, feliz de verse libre otra vez, brincó hacia el jardín; era el saltamontes más hermoso del mundo.

Pero apenas estuvo a salvo, comenzó a sentir lástima por ella misma.

“¡Ay, Florimondo”, suspiraba, “¿hasta aquí llegó el don que me concediste? Sin duda la belleza dura poco, y este rostro tan pequeñito y gracioso, así como este vestido verde son una manera cómica de ponerle fin. Mejor me hubiera casado con mi amado pastor. Es por mi orgullo que ahora estoy condenada a ser un saltamontes y a cantar día y noche en el pasto al lado de este arrollo, cuando en realidad tengo ganas de llorar”.

Mientras tanto, el Príncipe Sinpar ya había notado la ausencia de la princesa y se lamentaba por ello junto al río, cuando de pronto notó la presencia de una anciana. Estaba vestida de un modo raro; con un collar, un verdugado y una capucha de terciopelo que le cubría el cabello blanco.

—Te ves consternado, muchacho, ¿qué te pasa?

—¡Ay, abuela! He perdido a mi dulce pastora, pero estoy decidido a encontrarla de nuevo, así tenga que atravesar el mundo entero en su búsqueda.

—Ve por ese camino, muchacho —le dijo la anciana señalando el camino que conducía al castillo—. Tengo la sensación de que muy pronto le ganarás el paso.

El príncipe le dio las gracias de corazón y emprendió el camino. Como no encontró obstáculos, muy pronto llegó al bosque encantado que rodeaba el castillo donde le pareció ver a la Princesa Rayo de Sol deslizándose frente a él entre los árboles. El Príncipe Sinpar se apresuró hacia ella a toda velocidad, pero no pudo acercársele ni un poco, por lo que le gritó:

—¡Querida Rayo de Sol! Espera un momento.

Pero el fantasma huyó más rápido y el príncipe pasó el resto del día persiguiéndola en vano. Al anochecer vio que las luces del castillo estaban encendidas y como pensó que la princesa debía estar dentro, se apresuró hacia la puerta.

Entró sin dificultad y en el salón se encontró con la terrible y vieja hada. Era tan delgada que la luz pasaba a través de ella; sus ojos brillaban como lámparas, tenía una piel como de tiburón, sus brazos eran delgados como listones y sus dedos parecían alfileres. Sin embargo llevaba colorete y parches en las mejillas, un manto de brocado de plata y una corona de diamantes, su vestido estaba cubierto de joyas y listones verdes y rosas.

—Por fin has venido a verme, príncipe. No pierdas tu tiempo con la pastorcilla esa que no es digna de ti. Yo soy la Reina de los Cometas y puedo traerte gran honor si te casas conmigo.

—¡Casarme con usted, señora! —exclamó el príncipe horrorizado—. No, nunca aceptaría algo así.

Entonces el hada, en un arranque de ira, dio un par de palmadas y llenó la galería de duendes horribles contra los que el príncipe tenía que luchar por su vida. Aunque él sólo tenía su daga, se defendía tan bien que estaba logrando escapar sin daño alguno. Entonces el hada detuvo la refriega y le preguntó si había cambiado de parecer. Cuando él respondió firmemente que era de la misma opinión, el hada hizo aparecer la imagen de la Princesa Rayo de Sol al otro lado de la galería y le dijo:

—¿Ves a tu amada de aquel lado? Ten mucho cuidado en tu respuesta, porque si vuelves a negarte a casarte conmigo, dos tigres la harán pedazos.

Al príncipe le pareció escuchar a su amada pastora llorar y pedirle que la salvara. Desesperado exclamó: “¡Ay, hada Dulcinea, acaso me has abandonado después de tantas promesas de amistad? ¡Ayúdame ahora!”

En ese momento una voz le dijo al oído: “Sé firme. No importa lo que ocurra busca la rama dorada”.

Con nuevos ánimos, el príncipe se mantuvo en su negativa a casarse con el hada vieja, la cual le gritó llena de furia:

—¡Fuera de mi vista, príncipe necio, ahora serás un grillo!

Y en ese instante el apuesto príncipe se convirtió en un pobre grillo negro, cuyo único impulso habría sido el de encontrar un resguardo calientito detrás de alguna chimenea, si no hubiera recordado la orden de Dulcinea de encontrar la rama dorada.

Así que se apresuró a salir del castillo y buscó refugio en un tronco hueco donde encontró a un saltamontes que parecía desesperado, recogido en un rincón, tan triste que no podía ni siquiera cantar.

Sin esperar ninguna respuesta, el príncipe le preguntó:

“¿Y adónde irás, viejo saltamontes?”

—¿Y adónde irás tú, veterano grillo?

—¡Cómo! ¿Puedes hablar?

—¿Por qué no podría hablar tan bien como tú? ¿Acaso un saltamontes no vale tanto como un grillo?

—Yo puedo hablar porque antes era un príncipe.

—Por esa misma razón yo podría hablar más que tú; yo era una princesa.

—Entonces ambos compartimos el mismo destino. ¿Y adónde irás ahora?, ¿no podríamos viajar juntos?

—Me pareció escuchar una voz en el aire que decía:

“No importa lo que ocurra, busca la rama dorada” y me pareció que la orden estaba dirigida a mí, por lo que emprendí la marcha de inmediato, aunque no conozco el camino.

En ese momento su conversación fue interrumpida por dos ratones que llegaron resollando y sin aliento, pues se habían arrojado hacia el interior del árbol a toda velocidad.

Poco faltó para que aplastaran al saltamontes y al grillo, aunque éstos se apartaron de un salto y se quedaron de pie en un oscuro rincón.

—¡Ay, señora! —dijo el ratón más gordo—. Me duele mucho el costado por haber corrido tan rápido. ¿Cómo se encuentra Su Señoría?

—Se me ha caído la cola —respondió el ratón más joven— pero considerando que de otro modo aún estaría sobre la mesa de la hechicera, no me quejo. ¿Piensas que nos han seguido? Tenemos mucha suerte de haber escapado.

—Sólo espero que podamos escapar de los gatos y las trampas y logremos alcanzar muy pronto la rama dorada —dijo el ratón gordo.

—¿Conoces el camino?

—Claro que sí, señora, tan bien como el camino a mi propia casa. Esta rama dorada es una maravilla; una sola hoja suya lo hace a uno rico para siempre. Rompe encantamientos y vuelve jóvenes y bellos a todos los que se le acercan.

Debemos ir en su búsqueda en cuanto salga el sol.

—¿Podríamos tener el honor de viajar con ustedes; este respetable grillo y yo? —preguntó el saltamontes dando un paso al frente—. Nosotros también estamos en la peregrinación a la rama dorada.

Los ratones aceptaron cortésmente y después de intercambiar diálogos cordiales, todos se quedaron dormidos.

Emprendieron el camino al amanecer y aunque los ratones tenían mucho miedo de ser cazados o de caer en alguna trampa, llegaron a salvo a la rama dorada.

La rama dorada estaba en medio de un jardín maravilloso, con todos los caminos que llegaban hacia ella cubiertos de perlas tan grandes como chícharos. Las rosas eran diamantes rojos con hojas de esmeralda. Las granadas eran granates; las caléndulas, topacios; los narcisos, diamantes amarillos; las violetas, zafiros; las flores del maíz, turquesas; los tulipanes, amatistas, ópalos y diamantes de manera que los confines del jardín brillaban como el sol. La rama dorada había crecido tan alta como un árbol y estaba rociada de cerezas de rubí en su rama más alta. Ni bien el saltamontes y el grillo habían tocado la rama dorada recobraron sus formas naturales. Ambos se sorprendieron y alegraron mucho al reconocerse. En ese momento Florimondo y el hada Dulcinea aparecieron en todo su esplendor. El hada, tras descender de su carruaje les dijo con una sonrisa:

—Veo que ustedes dos han vuelto a encontrarse, pero aún tengo una sorpresa para ustedes. No temas, princesa, en decirle a tu devoto pastor cuánto lo amas, pues se trata del príncipe con el que tu padre te mandó que te casaras. Así que vengan acá los dos que voy a coronarlos y tendremos la boda de inmediato.

El príncipe y la princesa le dieron las gracias de todo corazón y le dijeron que gracias a ella eran muy felices y entonces las dos princesas que habían sido transformadas en ratonas le pidieron al hada que utilizara su poder para liberar a sus desgraciados amigos, quienes aún se encontraban bajo los hechizos del encantador.

—En verdad que en un día tan feliz como éste, no puedo negarles nada —dijo, dio tres golpes con su varita mágica sobre la rama dorada y de inmediato todos los prisioneros que estaban en el castillo del encantador se hallaron en libertad y llegaron al jardín tan rápido como pudieron donde les bastó tocar la rama dorada para que recobraran sus formas originales. Todos se reconocieron y se abrazaron de alegría.

Para terminar con sus generosos obsequios, el hada les regaló el viejo armario con todos los tesoros que guardaba en su interior, cuyo valor superaba el de diez reinos, pero al Príncipe Sinpar y a la Princesa Rayo de Sol les obsequió el palacio y el jardín de la rama dorada donde fueron inmensamente ricos, muy queridos por sus súbditos y donde vivieron felices para siempre.

FIN

22. Los tres enanos

Versión de los Hermanos Grimm

Había una vez un hombre que había perdido a su esposa, y una mujer que había perdido a su esposo; el hombre tenía una hija, al igual que la mujer. Las dos niñas eran grandes amigas y solían jugar juntas. Un día la mujer llamó a la hija del hombre y le dijo:

—Ve y dile a tu padre que me casaré con él y entonces tú podrás bañarte en leche y beber vino, pero mi propia hija se bañará con agua y también beberá agua.

La niña se fue directamente a su casa y le dijo a su padre lo que le había dicho la mujer.

—¿Qué haré? —dijo el padre—. El matrimonio es un éxito o un fracaso.

Como no era capaz de decidirse, se quitó una bota y dándosela a su hija le dijo:

—Toma esta bota que tiene un hoyo en la suela, cuélgala de un clavo en el pajar y vierte agua en ella. Si el agua no se sale, me casaré de nuevo; de lo contrario, no lo haré.

La niña hizo lo que se le pidió y el agua cubrió el agujero y llenó la bota hasta el borde. Así que fue a decirle a su padre  cuál había sido el resultado. Éste no le creyó y fue a cerciorarse por él mismo; una vez constatado el asunto aceptó su destino, le ofreció matrimonio a la viuda y se casaron de inmediato.

En la mañana después de la boda, cuando las dos niñas despertaron, había un balde con leche para que se bañara la hija del hombre, así como un poco de vino para que bebiera, pero para la hija de la mujer sólo había agua para que se bañara y para que bebiera. A la mañana siguiente también había agua para bañarse y para beber para la hija del hombre y a la tercera mañana después de la boda, había agua para bañarse y para beber para la hija del hombre; y leche para bañarse y vino para beber para la hija de la mujer. Así pasaron los días. La mujer odiaba a su hijastra con toda su alma y hacía todo lo posible por hacer su vida miserable. Estaba tan celosa como era posible porque la niña era hermosa y encantadora, mientras que su hija era fea y repulsiva.

Un día de invierno en que había caído una fuerte nevada y la montaña y el valle estaban cubiertos de nieve, la mujer hizo un vestido de papel y llamó a la niña.

—Toma, ponte este vestido y ve al bosque a traerme una canasta de fresas.

—¡Que el cielo me ayude! —exclamó la hijastra—. En invierno no crecen las fresas; la tierra está congelada y la nieve cubre todo. ¿Y por qué me envías con un vestido de papel?

Hace tanto frío que el aliento se congela; el viento se colará por mi vestido y las zarzas me lo van a arrancar.

—¡Cómo te atreves a contradecirme! —exclamó la madrastra—.

Vete en este instante y no regreses hasta que hayas conseguido llenar una canasta de fresas.

Entonces le dio un mendrugo de pan: “Eso será suficiente para hoy”, le dijo. Después pensó: “Sin duda la niña se morirá de hambre y frío allá afuera y ya no me molestará nunca más”. La niña era tan obediente que se puso el vestido de papel y echó a andar con su canasta. Sólo había nieve; no se veía ni un solo lugar verde. Cuando llegó al bosque vio una pequeña casita de la cual asomaban tres enanos. Les dio los buenos días y tocó suavemente la puerta. Le dijeron que entrara, así que eso fue lo que hizo y se sentó cerca de la chimenea, pues nada deseaba tanto como calentarse y desayunar. Los enanos le dijeron: “Danos un poco de tu comida”.

—Con mucho gusto —dijo—, partió en dos su barra de pan y les dio la mitad.

Le preguntaron qué hacía en lo más crudo del invierno con un vestido tan delgado.

—Me enviaron a traer una canasta llena de fresas y no me atrevo a volver a casa hasta haberlas conseguido.

Cuando terminaron de comer el pan, los enanos le dieron una escoba y le dijeron que barriera la nieve que se había apilado en la puerta trasera de la casa. En cuanto salió del salón para hacerlo, los enanos discutieron qué debían darle como recompensa por ser tan dulce y buena y por haber compartido su último trozo de pan con ellos.

El primero dijo: “Cada día será más hermosa”.

El segundo dijo: “Cada vez que abra la boca saldrá de ella una moneda de oro”.

Y el tercero dijo: “Un rey vendrá a casarse con ella”.

Mientras tanto la muchacha hacía lo que los enanos le habían pedido cuando de pronto, ¿qué creen que encontró entre la nieve? Montones de fresas maduras cuyo hermoso color rojo asomaba entre lo blanco de la nieve. Se puso muy contenta y decidió llenar su canasta de fresas, les dio las gracias a los tres hombrecitos por su amabilidad, les estrechó las manos y fue a casa a llevarle a su madrastra lo que le había pedido. Cuando entró a la casa y dijo: “Buenas noches”, de su boca cayó una moneda de oro. Después se puso a contar lo que había pasado y a medida que hablaba caían más y más monedas de oro de manera que en poco tiempo el cuarto estaba lleno de ellas.

—Sin duda es más rica que inteligente si es capaz de arrojar el dinero de ese modo —dijo su hermanastra, quien estaba muy celosa y por ello decidió que ella también iría al bosque en busca de fresas, pero su madre se negó a dejarla ir.

—Querida hija, hace mucho frío, podrías morir congelada.

Sin embargo la muchacha insistió y al final su madre aceptó, pero con la condición de que se vistiera con un hermoso abrigo de pieles y le dio pan, mantequilla y pasteles para comer en el camino.

La muchacha se dirigió de inmediato a la casita del bosque y al igual que antes, los tres hombrecitos estaban asomados por la ventana. Ella no los vio y sin decir: “con su venia” o “con su permiso” se metió en la casa, se sentó junto a la chimenea y comenzó a comer el pan, la mantequilla y los pasteles.

—Danos un poco —le dijeron los enanos.

Pero ella les respondió: “No, no lo haré, apenas me alcanza para mí, imagínense si voy a compartirlo con ustedes”.

Una vez que hubo terminado de comer, los enanos le dijeron:

—Ahí hay una escoba. Ve y barre la nieve acumulada del patio trasero.

—¡Ya parece! —respondió—. Háganlo ustedes mismos. No soy su sirvienta.

Cuando se dio cuenta de que los hombrecitos no iban a darle nada se fue de la casa en términos poco amigables.

Entonces los enanos conciliaron qué debían hacer con ella, porque era mala y tenía un corazón tan codicioso que le envidiaba a todos su buena fortuna.

El primero dijo: “Se hará más fea cada día”.

El segundo dijo: “Cada vez que hable le saldrá un sapo de la boca”.

Y el tercero dijo: “Tendrá una muerte miserable”.

La muchacha buscó fresas, pero no encontró ninguna y volvió a casa de muy mal humor. Cuando abrió la boca para contarle a su madre lo que había ocurrido en el bosque, un sapo salió de un brinco de su boca, cosa que a todos les produjo asco.

La madrastra se enojó más que nunca y planeó hacerle un daño terrible a la hija del hombre, quien cada día era más hermosa. Un día la malvada mujer tomó una olla, la puso sobre el fuego y echó un trozo de hilo que puso a hervir. Cuando el hilo ya estaba casi deshecho se lo puso en el hombro de la pobre muchacha, le dio un hacha y le ordenó que hiciera un hoyo en el río congelado y que lavara el hilo en él. Su hijastra la obedeció como era costumbre y fue y rompió el hielo en el río. Cuando estaba a punto de escurrir el hilo pasó un carruaje magnífico. El carruaje se detuvo y el rey le preguntó:

—Muchacha, ¿quién eres y qué estás haciendo aquí?

—Soy una pobre muchacha y estoy lavando un hilo en el río —respondió. El rey sintió lástima por ella y cuando vio lo hermosa que era le dijo:

—¿Vendrías conmigo?

—Con mucho gusto —respondió, pues estaba más que contenta de dejar a su madrastra y a su hermanastra, y sabía que ellas también estarían felices de no verla más.

Así que se subió al carruaje y se fue con el rey y cuando llegaron al palacio las bodas se celebraron con gran magnificencia.

Todo salió como lo habían predicho los enanos. Al cabo de un año la reina dio a luz a un hijo. Cuando su madrastra se enteró de su buena fortuna, acudió al palacio en compañía de su hija y se quedó en el castillo. Un día, cuando el rey no estaba y no había nadie cerca, la mala mujer tomó a la reina por la cabeza; y la hija la tomó de los talones, la arrastraron fuera de la cama y la arrojaron por la ventana al río que corría debajo. Entonces la madrastra puso a su horrible hija en el lugar de la reina y la cubrió con sus ropas para que no se le viera el rostro. Cuando el rey volvió al castillo y quiso hablar con su esposa, la mujer le dijo:

—Hable más bajo, señor, pues su esposa está muy enferma.

Debe dejarla descansar todo el día.

El rey no sospechó ningún mal y volvió hasta la mañana siguiente. Cuando habló con su esposa y ésta le respondió, en lugar de una moneda de oro, de su boca saltó un sapo. Entonces le preguntó por qué pasaba eso y la anciana le dijo al rey que sólo era que la reina estaba débil, pero que muy pronto estaría sana de nuevo.

Pero esa misma noche, una de las cocineras vio a un pato que nadaba hacia la canaleta y al pasar le dijo:

—Te ruego que me digas qué hace el rey, ¿duerme o está despierto?

Y al no recibir respuesta continuó:

—¿Y mis huéspedes, también duermen?

—Así es, todos duermen —respondió la cocinera.

—¿Y mi amado bebé?

—Duerme muy bien, sin temor alguno.

Entonces el pato asumió la figura de la reina, fue al cuarto del bebé, lo arropó en su cuna y nadó de regreso por el río en forma de pato. Esto se repitió por dos noches y en la tercera noche el pato le dijo a la cocinera:

—Ve y dile al rey que pase su espada tres veces sobre mí bajo el umbral de la entrada.

La cocinera hizo lo que la criatura le pidió y el rey vino con su espada y la pasó tres veces encima del ave y entonces, escuchen con atención, tuvo ante sí a su esposa una vez más, viva y radiante como siempre.

El rey se puso muy feliz, pero mantuvo escondida a la reina hasta el domingo, cuando iban a bautizar a su hijo.

Después del bautizo dijo:

—¿Qué castigo merece una persona que arrastra a otra fuera de la cama y la arroja al río, como en este caso?

Entonces la malvada madrastra dijo:

—Lo que esa persona merece es que la metan en un barril forrado con clavos puntiagudos y que la arrojen por la colina hacia el río.

—Acabas de dictar tu sentencia —dijo el rey y dio la orden de que trajeran un barril y lo forraran con clavos agudos y que metieran en su interior a la mala mujer y a su hija.

Luego sellaron cuidadosamente el barril y lo arrojaron por la colina, hacia el río.

FIN

23. Dapplegrim

Versión de Peter Christen Asbjørnsen y Jørgen Moe, tomada de los “Cuentos del rey Gambrinu” de Charles Deulin. 

Érase una vez una pareja de gente rica que tenía doce hijos; cuando el menor de ellos creció, ya no quiso permanecer en casa y se fue al mundo a buscar fortuna. Sus padres le dijeron que él estaba muy bien en casa y que podía quedarse con ellos, pero él no quiso y dijo que debía irse, así que tuvieron que darle permiso. Después de mucho caminar llegó hasta el palacio de un rey en el que pidió posada.

La hija del rey de ese país había sido secuestrada por un trol de las montañas y el rey no tenía más hijos, por lo que él y su gente estaban muy tristes y afligidos. El rey había ofrecido a la princesa y la mitad de su reino a quien la rescatara, pero no había nadie que pudiera hacerlo, aunque varios lo habían intentado. Así que cuando el muchacho llevaba en el palacio un año aproximadamente quiso volver a casa a visitar a sus padres, pero al llegar a casa se encontró con que sus padres estaban muertos y sus hermanos se habían repartido todo lo que sus padres poseían. No le habían dejado nada a él.

—¿Entonces no me toca nada de la herencia? —preguntó el joven.

—¿Quién iba a saber si aún vivías? Has estado deambulando por ahí mucho tiempo —le respondieron sus hermanos—.

Sin embargo hay doce yeguas allá en la colina que aún no nos hemos repartido. Si las quieres como la parte que te corresponde, quédatelas.

Así que el muchacho, muy contento con este trato, les dio las gracias y se dirigió de inmediato al lugar donde las yeguas estaban pastando. Cuando llegó ahí vio que cada yegua tenía un potrillo y al lado de una de ellas había un potrillo tordo, bastante grande, tan acicalado y limpio que parecía brillar.

—Vaya, pequeño potrillo, sí que eres un bello muchacho —dijo el joven.

—Sí, pero si pudieras matar a los otros potrillos para que yo pueda mamar de todas las yeguas por un año, verás cuán grande y hermoso puedo ser —dijo el potro.

Entonces el joven mató a los doce potros y volvió a casa.

Un año después, cuando volvió para ver cómo estaban sus yeguas y su potro encontró que éste estaba muy gordo y su pelaje brillaba mucho; estaba tan grande que al muchacho le costó trabajo montarlo, cada una de las yeguas tenía otro potrillo.

—Veo que no perdí nada al dejarte mamar de todas mis yeguas —le dijo el muchacho al potrillo añojo— pero ahora estás bastante grande y debes venir conmigo.

—No —dijo el potro—. Debo quedarme un año más; mata a los otros doce potrillos y así podré mamar de todas las yeguas este año también; verás cuán grande y hermoso estaré para el verano.

Así que el muchacho los mató y cuando volvió un año después a ver cómo estaban sus yeguas y su potro, cada una de las yeguas tenía un potrillo, pero el potrillo tordo estaba tan grande que cuando el muchacho quiso tocarle el cuello no pudo alcanzarlo, le quedaba muy alto. El pelaje del potro brillaba tanto que su lomo parecía un espejo.

—El año pasado estabas bastante grande y bello, potrillo mío, pero este año eres aún más hermoso —dijo el muchacho—.

En toda la corte del rey no es posible encontrar un caballo como tú. Pero ahora vendrás conmigo.

—No —dijo una vez más el potrillo tordo—. Debo quedarme aquí un año más. Sólo mata los doce potros para que pueda mamar de todas las yeguas este año también y ven por mí el próximo verano.

Y así lo hizo el muchacho; mató a los doce potros y volvió a casa.

Pero al año siguiente, cuando volvió para ver cómo estaban sus yeguas y su potrillo tordo se sintió más que sorprendido.

Nunca imaginó que un caballo pudiera crecer tanto; el caballo tenía que doblar las cuatro patas para que el muchacho pudiera montarlo y aun así resultaba muy difícil hacerlo; estaba tan robusto que su pelaje brillaba como si fuera un espejo. Esta vez el tordo caballo no se negó a ir con el muchacho, así que el joven lo montó y cuando llegó a casa, sus hermanos juntaron las manos y se persignaron, pues nunca habían visto ni oído hablar de un caballo así.

—Si me consiguen las mejores herraduras para mi caballo, y la silla y la brida más hermosas que puedan hallarse, se pueden quedar con mis doce yeguas y con sus doce potrillos— dijo el muchacho, pues también ese año cada yegua tenía un potro. Los hermanos estuvieron de acuerdo. Le dieron al muchacho tales herraduras para su caballo que las ramas y las piedras salían volando cuando el muchacho cabalgaba en las colinas y también le dieron una silla y una brida doradas, cuyo brillo podía verse a lo lejos.

—Ahora iremos al palacio del rey —dijo Dapplegrim, pues este era el nombre del caballo— pero ten en cuenta que deberás pedirle al rey un buen establo y excelente forraje para mí.

El muchacho le prometió no olvidarlo y así llegaron al palacio. No es difícil suponer que con un caballo así, no tardó mucho en llegar.

Cuando llegaron al palacio, el rey estaba de pie en las escaleras, y cuál no sería su sorpresa al mirar al jinete que llegaba a todo galope.

—¡Vaya! Nunca en mi vida había visto un hombre y un caballo como éstos.

Y cuando el muchacho le preguntó si podían darle morada en el palacio, el rey se puso tan feliz ante tal petición que poco le faltó para ponerse a bailar. De inmediato le dijo que desde luego podía quedarse en el palacio.

—En ese caso le pido que me proporcione un buen establo y excelente forraje para mi caballo.

Le dijeron que le darían tanto heno dulce y avena al caballo como quisiera comer y que los otros jinetes sacarían a sus caballos para que Dapplegrim estuviera solo y tuviera espacio suficiente.

Pero esto no duró mucho, pues la gente de la corte del rey tuvo envidia del muchacho y si no habían cometido un crimen contra él era porque no se atrevían. Al final optaron por decirle al rey que el muchacho había dicho que él podía ir a rescatar a la princesa que hacía mucho había sido secuestrada por un trol de las montañas.

El rey mandó llamar al muchacho y le dijo que había escuchado que él había dicho que podría rescatar a la princesa, por lo que debía hacerlo. Si lo lograba, el rey cumpliría su promesa de darle la mitad de su reino y la mano de la princesa; pero si fracasaba, lo mandaría matar. El joven negó haber dicho tal cosa, pero esta negativa fue inútil, pues el rey se mostró sordo a sus palabras y no le quedó más remedio que decir que haría el intento por rescatar a la princesa.

Se dirigió al establo muy triste y preocupado. Entonces Dapplegrim le preguntó por qué se veía tan consternado; el muchacho le explicó y le dijo que no sabía qué hacer, “pues liberar a la princesa me parece algo imposible”, le dijo.

—Pero no es imposible —dijo Dapplegrim—. Yo te ayudaré, pero primero deberás ponerme unas buenas herraduras.

Consigue diez libras de hierro y doce de acero para las herraduras, y dos herreros: uno para que le sostenga las patas y otro para que le dé con el martillo a las herraduras.

El joven consiguió todo esto (nadie le dijo que no) y así Dapplegrim quedó listo, con unas herraduras fuertes y bien sujetas. Al salir del palacio del rey dejaron detrás una nube del polvo que levantaron. Cuando llegaron a la montaña en la que se encontraba la princesa, lo difícil era subir por la pendiente de rocas tan inclinada (semejante al costado de una casa) y tan lisa que parecía hecha de vidrio. En el primer intento lograron ascender un poco, pero de pronto las patas delanteras de Dapplegrim resbalaron y abajo fueron a dar caballo y jinete en una estrepitosa caída que sonó como un relámpago entre las montañas. La siguiente vez que intentaron subir llegaron un poco más arriba, pero de nuevo resbaló una de las patas de Dapplegrim y volvieron a caer produciendo el sonido de un derrumbe. Pero la tercera vez, Dapplegrim dijo:

“Ahora les mostraremos de qué somos capaces” y acometió la subida con tal fuerza que las piedras salieron volando hasta el cielo y así llegaron hasta la cima. Entonces el muchacho pasó por la grieta de la montaña a todo galope, tomó a la princesa, la puso en su silla de montar y salieron de ahí antes de que el trol tuviera tiempo siquiera de levantarse. Fue así como la princesa quedó en libertad.

Cuando el joven volvió al palacio, el rey estaba feliz y encantado por recobrar a su hija, como era de esperarse.

Sin embargo, aquellos miembros de la corte que lo rodeaban habían influido en él de una manera tal que el rey también estaba enojado con el joven. “Muchas gracias por haber liberado a la princesa”, le dijo el rey cuando entró con ella en palacio. Estaba a punto de seguir su camino cuando el muchacho le dijo:

—Ahora ella debería ser mi princesa tanto como tuya, pues supongo que eres un hombre de palabra.

—Sí, sí —dijo el rey— la princesa será tuya como lo prometí, pero primero debes hacer que el sol ilumine mi palacio.

Pues, en efecto, había una colina bastante grande que tapaba la luz del sol hacia el palacio.

—Ese no fue el trato —dijo el muchacho—. Pero como sé que nada de lo que diga valdrá para ti, supongo que tendré que hacer lo mejor que pueda con tal de ganarme a la princesa.

Así que regresó con Dapplegrim y le dijo cuál era la voluntad del rey, y Dapplegrim le dijo que eso se arreglaría fácilmente, pero antes que nada debía tener nuevas herraduras.

Éstas debían estar hechas con diez libras de fierro y doce de acero y para hacerlas era necesario que hubiera dos herreros: uno para martillar el metal y otro para detenerlo y luego sería muy fácil hacer que el sol brillara en el palacio del rey.

El muchacho mandó traer todo esto y obtuvo al instante lo que necesitaba, pues el rey pensó que no podía negarse a estos requerimientos y así fue como Dapplegrim tuvo nuevas herraduras y unas muy buenas. El muchacho montó en él y una vez más emprendieron la marcha; por cada salto que daba Dapplegrim, la colina se hundía quince pulgadas.

Brincaron y brincaron hasta que ya no hubo más colina que estorbara al rey.

Cuando el muchacho volvió al palacio del rey, le preguntó si no era ya tiempo de que la princesa fuera suya, pues ya nadie podía negar que el sol iluminaba el reino. Pero las otras personas en el castillo habían mal aconsejado al rey y éste le respondió que desde luego tendría a la princesa, pues nunca había sido otra su intención, pero que ella debía tener un caballo tan bueno como el suyo para la boda. El joven le dijo al rey que él nunca le había dicho que iba a hacer eso y que le parecía que ya se había ganado a la princesa, pero el rey se mantuvo en lo dicho y añadió que si el muchacho era incapaz de conseguir ese caballo, entonces perdería la vida.

El joven volvió al establo muy triste y apesadumbrado, como era de esperarse. Le dijo a Dapplegrim que el rey le había condicionado conseguir un caballo tan bueno como él para la princesa o que de lo contrario perdería la vida. “Esta vez es algo muy difícil”, dijo el muchacho, “pues no se puede encontrar en todo el mundo un caballo como tú”.

—Sí hay uno —dijo Dapplegrim— pero no será fácil conseguirlo pues está bajo tierra. Sin embargo hay que intentarlo.

Vayamos con el rey y pidámosle unas nuevas herraduras, también necesitaremos diez libras de fierro y doce de acero y para hacerlas serán necesarios dos herreros: uno para martillar el metal y otro para detenerlo. Pero esta vez asegúrate de que los ganchos estén muy afilados. También debes pedir doce barriles de centeno y habremos de llevar doce bueyes sacrificados y en cada una de las doce pieles de los bueyes tendrás que poner mil doscientos picos y por último también necesitaremos un barril con doce toneladas de brea. El muchacho fue con el rey y le pidió todas estas cosas y, una vez más, el rey pensó que se vería muy mal si se negaba, así que le consiguió todo.

El joven montó en Dapplegrim y se alejó de la corte. Después de haber pasado mucho, mucho tiempo, de haber recorrido páramos y colinas, Dapplegrim le preguntó: “¿escuchas algo?”—

Sí, escucho un terrible silbido en el aire que me está asustando mucho.

—Esos son las aves salvajes del bosque que vuelan por aquí. Han venido para detenernos —dijo Dapplegrim—.

Haz un hoyo en los costales que trajimos y estarán tan ocupadas comiendo que se olvidarán de nosotros.

El muchacho hizo lo que Dapplegrim le pidió y después de perforar los costales, la cebada y el centeno comenzaron a manar de ellos, y todas las aves salvajes que volaban en el bosque, y que eran tantas que oscurecían el cielo, se abalanzaron hacia los granos, comenzaron a rasgar la tela de los costales y a pelear entre sí por el alimento, se olvidaron del muchacho y de Dapplegrim y no les hicieron daño.

Entonces el joven continuó cabalgando por mucho, mucho tiempo; pasó por colinas y valles, ciénagas y lugares rocosos, hasta que Dapplegrim percibió ciertos sonidos de nuevo y le preguntó al muchacho si él también escuchaba algo.

—Sí, ahora escucho ruidos estremecedores a cada lado del bosque. Tengo miedo.

—Es el ruido de las bestias salvajes del bosque —dijo Dapplegrim —. Están aquí para detenernos, pero arrójales los doce cadáveres de los bueyes; estarán tan ocupados con ellos que se olvidarán de nosotros. Así que el muchacho hizo lo que Dapplegrim le decía y entonces todas las bestias del bosque (osos, lobos, leones y animales de todo tipo) acudieron de inmediato, pero cuando vieron los cadáveres de los bueyes comenzaron a pelear entre sí hasta que corrió la sangre y se olvidaron por completo de Dapplegrim y del muchacho.

El muchacho entonces siguió su camino y vieron muchos lugares nuevos, pues viajar montado en Dapplegrim era todo menos ir lento, como podrán imaginarse. Dapplegrim relinchaba.

—¿Escuchas algo? —preguntó de nuevo.

—Sí, escuché algo como un potro relinchando a lo lejos.

—Es un caballo maduro si eres capaz de escucharlo cuando está tan lejos de nosotros.

Y continuaron su viaje por largo rato, encontrándose parajes nuevos una vez más hasta que Dapplegrim volvió a preguntarle al muchacho si escuchaba algo.

—Sí, esta vez lo escuché claramente; el relincho era el de un caballo maduro.

—Así es. Volverás a escucharlo muy pronto y te darás cuenta de la voz que tiene.

Y así continuaron su viaje a través de varios países hasta que Dapplegrim iba a preguntarle al muchacho, una vez más, si escuchaba algo cuando de pronto se oyó tal relincho del otro lado del monte que el muchacho pensó que las colinas y las rocas estallarían en pedazos.

—¡Y aquí está! —exclamó Dapplegrim —. Date prisa y arroja sobre mí las pieles de buey que tienen los picos, derrama las doce toneladas de brea sobre el piso y súbete a ese enorme abeto. Cuando venga hacia nosotros, el fuego que exhala de su nariz hará que también la brea se encienda.

Y entonces, si la flama asciende, yo ganaré, pero si baja, yo pierdo. Si ves que voy ganando, quítame la brida y pónsela a él, en ese momento se volverá un caballo manso.

El muchacho arrojó las pieles con los picos sobre Dapplegrim, derramó la brea por el piso, se subió al abeto para ponerse a salvo y apareció un caballo echando fuego por las narices. La brea se encendió de inmediato y ambos caballos comenzaron a pelear con tal fuerza que las piedras salían volando hasta el cielo. Se mordían, se daban coces y el muchacho los veía entre las llamas, hasta que éstas comenzaron a elevarse, pues cuando el otro caballo mordía o pateaba a Dapplegrim se topaba con los picos que salían de la piel que lo cubría. Al cabo de un rato el otro caballo tuvo que rendirse.

Cuando el muchacho vio lo que pasaba, no tardó en descender del árbol y ponerle las bridas al caballo, el cual se volvió tan dócil que bien se lo hubieran podido llevar tirándolo de una cuerda delgada.

El caballo también tenía manchas y se parecía tanto a Dapplegrim que no podía distinguirse uno de otro. El muchacho montó el caballo que había capturado y volvió al palacio del rey con Dapplegrim sin brida. Cuando llegaron, el rey estaba en el patio del palacio.

—¿Puedes decirme cuál es el caballo que he atrapado y cuál el que ya tenía? —le preguntó el muchacho al rey—. Si no puedes, me parece que tu hija será mía.

El rey miró ambos caballos; los observó de arriba abajo, por delante y por detrás, pero ambos eran idénticos.

—No —dijo el rey—. No puedo decir cuál es cuál y como has conseguido un caballo espléndido para la boda de mi hija, será tuya, pero antes tendrás que superar una prueba más para ver si era tu destino casarte con ella. Ella se esconderá un par de veces y después tú te esconderás dos veces. Si cada vez que se esconda, tú logras encontrarla y ella no puede encontrarte, significará que estaban destinados a estar juntos y la princesa será tuya.

—Eso tampoco estaba en el trato que hicimos —dijo el muchacho—, pero enfrentaré esta prueba si así debe ser.

Entonces la hija del rey procedió a esconderse primero.

La princesa se convirtió en un pato y se puso a nadar en un lago que estaba justo a las afueras del palacio; el muchacho se fue al establo a preguntarle a Dapplegrim qué había sido de la princesa.

—Lo único que tienes que hacer es tomar tu escopeta, ir al lago y apuntarle al pato que está nadando y sin demora la princesa se mostrará a sí misma —le dijo Dapplegrim.

El muchacho tomó su escopeta y se dirigió al lago. “Voy a dispararle a ese pato”, dijo y le apuntó.

—¡No, no dispares! ¡Soy yo! —dijo la princesa y así fue como la encontró la primera vez.

La segunda vez la princesa se convirtió en una hogaza de pan y se puso encima de la mesa entre otras cuatro hogazas de pan; era tan parecida a las otras, que nadie podía ver alguna diferencia entre ellas.

El muchacho se dirigió al establo una vez más y le dijo a Dapplegrim que la princesa había vuelto a esconderse y que no tenía la más remota idea de dónde.

—Basta con que tomes un cuchillo de cocina bastante grande, lo afiles y finjas que vas a cortar la tercera de las cuatro hogazas de pan que hay sobre la mesa de la cocina, cuéntalas de derecha a izquierda y pronto la encontrarás —dijo Dapplegrim.

Así que el muchacho se dirigió a la cocina y comenzó a afilar el cuchillo más grande que encontró, luego tomó la tercera hogaza de pan y le puso encima un cuchillo como si fuera a cortarla en dos. “Voy a comer un poco de este pan”, dijo.

—¡No, querido amigo, no cortes el pan! ¡Soy yo! —dijo la princesa y así fue como la encontró la segunda vez.

Y ahora le tocaba a él ir a esconderse, pero Dapplegrim le había dado tan buenas instrucciones que no resultaría fácil encontrarlo. Primero se convirtió en una mosca y se escondió en la nariz de Dapplegrim. La princesa lo buscó por todas partes, y quería entrar al establo, pero Dapplegrim comenzó a soltar mordidas y coces de tal modo que a ella le dio miedo entrar y no pudo encontrar al muchacho.

—Muy bien —dijo la princesa—. Como no he podido encontrarte, deberás mostrarte por ti mismo —y el muchacho apareció de pronto frente a ella en el establo.

Dapplegrim le dijo de nuevo lo que debía hacer y se convirtió en un terrón y se colocó entre la herradura y la pezuña de la pata izquierda de Dapplegrim. La hija del rey volvió a buscarlo por todos lados hasta que por fin se acercó al establo y quiso aproximarse al compartimiento de Dapplegrim.

Esta vez la dejó entrar y ella buscó por todas partes, pero no pudo mirar bajo las herraduras del caballo, pues éste se mantuvo firme todo el tiempo y así ella no pudo encontrar al muchacho.

—Muy bien, pues tendrás que revelar dónde estás, ya que no he podido encontrarte —dijo la princesa y al instante el muchacho se apareció a su lado.

—Ahora eres mía —le dijo a la princesa.

—No podrás negar que estaba destinada a ser mía —le dijo el muchacho al rey.

—Así es —dijo el rey—. Es cosa del destino. Lo que debe ser será.

Y rápidamente comenzaron los preparativos para la boda con gran esplendor; el muchacho acudió a la iglesia montado en Dapplegrim, mientras la hija del rey iba en el otro caballo de manera que todos vieran que no tardarían mucho en llegar a su destino.

FIN

24. El canario encantado

Un 

I

Érase una vez, durante el reinado del rey Cambrino, que vivía un señor en Avesnes; era el hombre más fino —y con eso quiero decir el más gordo— en todo el país de Flandes. Comía cuatro veces al día, dormía doce horas de las veinticuatro y lo único que hacía era dispararles a las aves pequeñas con su arco y flechas.

A pesar de tener tanta práctica, la verdad es que tenía muy mala puntería; era muy gordo y pesado y engordaba cada día más. De pronto ya no pudo caminar y tuvo que ser transportado en una silla de ruedas. La gente se burlaba de él y le apodaron Lord Tobi.

El mayor problema que tenía Lord Tobi era su hijo, al que amaba mucho aunque no se parecían en nada, pues éste era tan delgado como un pajarito. Lo que más le molestaba del príncipe era que aunque todas las damas del feudo hacían todo lo posible porque el príncipe se enamorara de ellas, aquél no les hacía caso y le dijo a su padre que no tenía intenciones de casarse.

En lugar de hablar con alguna dama en la oscuridad se paseaba por el bosque suspirándole a la luna. Sin duda las damas lo encontraban un poco extraño, pero eso lo hacía más atractivo ante sus ojos. Como al príncipe le habían puesto el sobrenombre de Deseo de Amor, todos lo llamaban Deseo.

—¿Qué pasa contigo? —le dijo un día su padre—. Tienes todo lo que alguien podría desear: una buena cama, buena comida y toneladas de cerveza. Lo único que te falta para que te vuelvas tan gordo como un cerdo es una esposa que te traiga tierras vastas y ricas. Así que cásate y serás perfectamente feliz.

—Nada deseo tanto como casarme —respondió Deseo— pero nunca he visto a una mujer que me agrade. Todas las mujeres de aquí son rosas y blancas, y estoy harto de sus rosas y lilas de siempre.

—¡A fe mía! ¿Acaso quieres casarte con una negra y darme nietos feos como monos y estúpidos como búhos?

—No, padre mío, nada de eso. Pero debe haber mujeres en el mundo que no sean ni blancas ni rosas. Y te advierto, de una vez por todas, que no me casaré hasta no haber encontrado a una mujer que se ajuste perfectamente a mi gusto.

II

Poco tiempo después sucedió que el prior de la abadía de Saint Amand le envió una canasta de naranjas al Lord de Avesnes en la cual venía una carta hermosamente escrita en la que le decía que esas frutas doradas (entonces desconocidas en Flandes) provenían de un país en el cual el sol nunca se ocultaba.

Esa tarde Tobi y su hijo comieron las manzanas doradas en la cena y les parecieron deliciosas.

Al amanecer del día siguiente, Deseo bajó al establo y ensilló su hermoso caballo blanco. Luego se fue, completamente ataviado para realizar un viaje, al lado de la cama de Tobi a quien encontró fumando su pipa.

—Padre, he venido a decirte adiós. Anoche soñé que caminaba por un bosque donde los árboles estaban cubiertos de manzanas doradas. Yo tomaba una de ellas y al abrirla encontraba en su interior a una hermosa princesa con la piel dorada. Esa es la esposa que quiero y voy en su búsqueda.

El Lord de Avesnes se sorprendió tanto que se le cayó la pipa de la boca, luego le pareció tan divertida esta idea de que su hijo se casara con una mujer amarilla encerrada en una naranja que se echó a reír.

Deseo esperó a que su padre dejara de reírse para decirle adiós, pero al ver que éste no dejaba de carcajearse, el príncipe le tomó la mano, la besó con ternura, abrió la puerta y en un instante bajó las escaleras. Montó en su caballo de un salto y ya iba a más de un kilómetro del castillo cuando su padre dejó de reír.

“¡Una esposa amarilla! ¡Debe estar loco de atar!”, exclamó el buen hombre apenas recobró el aliento de tanto reír.

“¡Rápido, tráiganlo de vuelta a casa!”

Los sirvientes montaron en sus caballos y fueron a buscar al príncipe, pero como no sabían hacia dónde se había ido, se fueron por varios caminos excepto el correcto y en lugar de traerlo de vuelta regresaron al anochecer, con los caballos agotados y llenos de polvo.

III

Cuando Deseo pensó que ya no podrían atraparlo puso su caballo a caminar despacio, como un prudente jinete que sabe que debe andar un largo camino. Viajó de este modo por varias semanas, pasó por pueblos y ciudades, montañas, valles y llanos, pero siempre hacia el sur donde el sol parecía más caliente y brillante cada vez.

Por fin un día, cuando el sol estaba por ponerse, Deseo sintió que el sol estaba tan caliente que ya debía estar cerca del lugar de sus sueños. Entonces se encontraba cerca de la esquina de un bosque donde había una pequeña cabaña, frente a cuya puerta su caballo se había detenido por su propia voluntad. Un hombre viejo de barba blanca estaba sentado en la entrada disfrutando del aire fresco. El príncipe se apeó del caballo y pidió permiso para descansar un momento en la cabaña.

—Ven, joven amigo —le dijo el anciano—. Mi casa no es muy grande, pero sí lo suficiente para alojar a un extraño.

El viajero entró en la cabaña y su anfitrión le ofreció una comida sencilla. Cuando vio que el muchacho ya no tenía hambre, el viejo le dijo:

—Si no me equivoco, vienes de muy lejos. ¿Puedo preguntar hacia dónde te diriges?

—Voy a decírtelo, buen hombre, aunque lo más probable es que te rías de mí. Soñé que en la tierra del sol había un bosque lleno de naranjos y que en una de las naranjas encontraba a una hermosa princesa que sería mi esposa. Voy en su búsqueda.

—¿Por qué habría de reírme? —preguntó el anciano—.

La locura en la juventud es la verdadera sabiduría. Ve, joven amigo, sigue tu sueño y si no encuentras la felicidad que buscas, al menos tendrás la felicidad de haberla buscado.

IV

Al día siguiente el príncipe se levantó temprano y pidió permiso a su huésped para retirarse.

—El árbol que viste en tus sueños no está lejos de aquí — dijo el anciano—. Está en las profundidades del bosque y este camino te conducirá directamente hacia él. Llegarás a una planicie amurallada. En el centro hay un castillo donde vive una bruja horrible que no deja entrar a ningún ser viviente.

Detrás del castillo está el naranjo. Sigue la muralla hasta que encuentres un portón de hierro. No trates de abrirlo empujándolo sino ponle aceite en las bisagras con esto —le advirtió y le dio una pequeña botella—. La puerta se abrirá sola y un enorme perro que vigila el castillo se acercará a ti con el hocico bien abierto, pero bastará con que le arrojes este pastel.

Luego verás a una mujer trabajando en el horno de la cocina, dale este cepillo. Por último verás un pozo a tu izquierda.

No olvides tomar el cordón del que cuelga la cubeta y ponlo a secar al sol. Cuando hayas hecho todo esto, no entres en el castillo, rodéalo y encontrarás el naranjo. Toma tres naranjas y vuelve al portón lo más rápido que puedas. Una vez que lo hayas cruzado aléjate del bosque por el otro lado.

—Y algo más —añadió el hombre—. Sin importar lo que suceda, no partas las naranjas hasta que hayas llegado a la orilla del río o a una fuente. De cada naranja saldrá una princesa y podrás escoger a una de ellas para que sea tu esposa. Una vez que hayas elegido a una ten mucho cuidado de no dejarla sola ni un instante y recuerda que el peligro al que más debemos temer nunca es el peligro al que le tenemos más miedo.

V

Deseo le dio las gracias a su amable huésped y tomó el camino que le había señalado. En menos de una hora llegó a la muralla; la cual, en efecto, era muy alta. Se apeó del caballo, lo amarró a un árbol y pronto encontró el portón de hierro.

Entonces extrajo la botella y aceitó las bisagras. Al poco rato se abrió el portón y vio el castillo del otro lado. El príncipe cruzó el portón y entró con valentía al patio.

De pronto escuchó varios aullidos feroces y vino hacia él un perro tan alto como un burro, con unos ojos grandes como bolas de billar mostrándole los dientes, tan puntiagudos como las puntas de un tenedor. Deseo le arrojó el pastelillo de avena el cual el perro devoró al instante y el joven príncipe pasó tranquilamente a su lado.

Poco más adelante encontró un enorme horno de donde asomaba el rojo del fuego. Una mujer tan grande como un gigante trabajaba en el horno, reclinada sobre éste. Deseo le dio el cepillo, el cual tomó la mujer en silencio.

Después continuó hacia el pozo, sacó la cuerda que estaba medio podrida y la puso al sol.

Por último rodeó el castillo y entró a donde estaba el naranjo.

Tomó las tres naranjas más hermosas que pudo encontrar y volvió sus pasos hasta el portón.

Pero justo en ese momento el sol se oscureció, la tierra tembló y Deseo escuchó una voz que decía:

—¡Panadera!, ¡panadera! Tómalo de los pies y arrójalo en el horno.

—¡No! —dijo la mujer—. Ya llevo mucho tiempo fregando este horno con mi propia carne. Nunca te molestaste en darme un cepillo y él me ha dado uno, así que se irá en paz.

—¡Cuerda! ¡Cuerda! Enróscate en su cuello y estrangúlalo.

—¡No! —dijo la cuerda—. Me has dejado dentro del pozo por muchos años pudriéndome con la humedad y él me ha puesto al sol a secar. Deja que se vaya en paz.

—¡Perro!, ¡mi perro! —exclamó la voz cada vez más enojada—. Atácalo, muerde su garganta y cómetelo.

—¡No! —respondió el perro—. Te he servido durante años y tú nunca me diste ni un poco de pan. Él me ha dado tanto como quería. Que se vaya en paz.

—¡Portón de hierro! ¡Portón! —gritó una vez más la bruja semejante a un trueno—. Arrójate encima de él y hazlo polvo.

—¡No! —respondió el portón—. Ya son cien años que llevo aquí oxidándome y él me ha puesto aceite. Déjalo que se vaya en paz.

VI

Una vez afuera, el joven aventurero metió las naranjas en una bolsa atada a su silla de montar, montó el caballo y salió del bosque a todo galope.

Estaba muy ansioso por encontrar un río o una fuente para poder ver a las princesas, pero aunque llevaba horas cabalgando, no alcanzaba a ver ninguna de las dos cosas. Aun así se sentía contento, pues creía que ya había pasado por la parte más difícil de sus trabajos y el resto sería muy sencillo.

Cerca del mediodía llegó a una planicie arenosa escociéndose bajo el sol. Le dio mucha sed y tomó su bota para transportar agua, pero estaba vacía. Con todas las emociones y la felicidad de lo que había pasado se le olvidó rellenarla. Siguió su camino luchando contra la sed, hasta que no pudo resistir más.

Se deslizó del caballo y se dejó caer sobre el suelo; se recostó al lado de su caballo con la garganta ardiendo, la respiración agitada y completamente mareado. Sentía que la muerte estaba cerca cuando vio la bolsa desde donde se asomaban las naranjas.

El pobre Deseo, quien había superado tantos peligros para conseguir a la dama de sus sueños, habría dado en ese momento todas las princesas del mundo, ya fueran rosas o doradas, por una sola gota de agua.

“¡Ay!”, pensó, “si al menos estas naranjas fueran frutas de verdad, frutas refrescantes como las que comí en Flandes… pero después de todo, ¿quién sabe?”

Esta idea lo animó un poco. Tuvo la fuerza para ponerse de pie y meter la mano en la bolsa, sacó una naranja y la abrió con su cuchillo.

De la naranja brotó el canario más hermoso jamás visto.

—Dame algo de beber. Me muero de sed —le dijo el ave dorada.

—Espera un momento —respondió Deseo, quien estaba tan sorprendido que por un momento se olvidó de su propio sufrimiento. Y para aplacar la sed del canario abrió otra naranja sin pensar en lo que hacía. De la segunda naranja brotó un canario igual que el anterior y también comenzó a exclamar:

“¡Me muero de sed, dame algo de beber por favor!”

En ese momento el hijo de Tobi se dio cuenta de la tontería que había cometido y mientras los dos canarios se fueron volando, él se hundió en la arena donde, exhausto, perdió la conciencia.

VII

Cuando volvió en sí experimentaba una agradable sensación de frescura a su alrededor. Era de noche, el cielo estaba salpicado de estrellas y la tierra estaba cubierta de rocío.

Una vez que el viajero se recuperó, montó en su caballo y con el primer rayo del amanecer vio un arroyo que parecía bailar frente a él, así que se agachó y bebió cuanto quiso.

No se atrevía a partir la última naranja. Recordó que la noche anterior había desobedecido los consejos del anciano.

Quizás esa sed tan terrible era un truco de la astuta bruja.

¿Qué pasaría si, a pesar de partir la tercera naranja en la orilla de un río, no encontrara a la princesa que había visto en sus sueños?

Tomó el cuchillo y partió la fruta de la cual brotó otro canario igual a los anteriores que exclamó: “Tengo sed, dame algo de beber”.

Deseo se sintió muy decepcionado. Sin embargo, estaba decidido a no dejar que este canario se fuera como los otros, por lo que tomó un poco de agua en la palma de la mano y la acercó al pico del ave.

Ni bien había bebido el canario un poco de agua cuando se había transformado en una hermosa joven; alta y derecha como un álamo, con ojos negros y piel dorada. Deseo nunca había visto a alguien la mitad de hermosa y se le quedó mirando fascinado.

Por su parte, ella se veía un tanto extrañada, pero miró a su alrededor con alegría y no sintió ningún temor de su salvador.

Él le preguntó su nombre y ella le respondió que la llamaban la princesa Zizi; que tenía dieciséis años de edad y que durante diez de esos años la bruja la había mantenido encerrada en una naranja, en forma de canario.

—Muy bien, mi encantadora Zizi —le dijo el príncipe, quien ansiaba casarse con ella— huyamos a toda prisa de aquí para alejarnos de la malvada bruja.

Pero Zizi quería saber a dónde la llevaría.

—Al castillo de mi padre.

Montó su caballo y la ayudó a subirse frente a él y, tomándola suavemente entre sus brazos, comenzaron el viaje.

VIII

Todo lo que la princesa veía era nuevo para ella. Al pasar por montañas, valles y ciudades, hacía mil preguntas. Deseo estaba encantado respondiéndolas. ¡Es tan placentero instruir a quien amamos!

Le preguntó cómo eran las mujeres en su país.

—Son blancas y rosas —le respondió el príncipe— y sus ojos son azules.

—¿Te gustan los ojos azules? —preguntó la princesa, pero Deseo no respondió porque pensó que era una buena oportunidad para saber qué era lo que la princesa guardaba en su corazón.

—Y sin duda, una de ellas debe ser tu prometida…

El príncipe seguía sin responder y entonces Zizi se mostró altiva. —No —respondió finalmente—. Ninguna de las mujeres de mi país me parece hermosa; esa es la razón por la que vine a buscar a una esposa en la tierra del sol. ¿Tomé una mala decisión, mi amada Zizi?

Esta vez fue Zizi quien permaneció en silencio.

IX

Así continuaron conversando mientras llegaban al castillo.

Cuando estaban a cuatro tiros de piedra de las puertas del castillo desmontaron en el bosque, al lado de una fuente.

—Mi querida Zizi, no podemos presentarnos ante mi padre como dos personas comunes que regresan de dar una vuelta. Debemos entrar en el castillo con más ceremonia. Espérame aquí y volveré en una hora con carruajes y caballos dignos de una princesa.

—No tardes —le dijo la princesa mientras lo veía alejarse con un poco de ansiedad.

Una vez sola, la pobre muchacha comenzó a tener miedo.

Estaba sola por primera vez en la vida y a la mitad de un bosque.

De pronto escuchó un ruido entre los árboles. Temiendo que se tratara de un lobo se escondió en el tronco hueco de un sauce que se extendía por encima de la fuente. Era lo suficientemente grande para que ella cupiera en su interior, pero la joven decidió asomarse y su bello rostro se reflejó en el agua.

Entonces apareció, no un lobo, pero sí una criatura igual de fea y malvada. Veamos de quién se trataba.

X

No lejos de la fuente vivía una familia de albañiles. Quince años antes de estos hechos, el padre había encontrado a una pequeña niña en el bosque mientras daba un paseo. La niña había sido abandonada por unos gitanos. Él la había llevado a casa con su esposa. La buena mujer se compadeció de la niña y la crió junto con sus propios hijos. Con el tiempo, la pequeña gitana se mostraba superior en fuerza y astucia que en belleza. Tenía la frente pequeña, la nariz chata, los labios gruesos, el cabello ralo y una piel que no era dorada como la de Zizi, sino del color de la arcilla.

Como siempre la molestaban por su aspecto, se hizo tan ruidosa y molesta como un pájaro carbonero y la llamaban Titi.

A Titi la mandaban con frecuencia a traer agua de la fuente, y como ella era tan floja y orgullosa, no le gustaba nada hacer esta tarea.

Ella había asustado a Zizi al aparecerse de pronto con su cántaro en el hombro. Mientras se inclinaba para llenar el cántaro vio reflejado el adorable rostro de la princesa.

—¡Qué hermoso rostro! —exclamó—. Debe ser mío.

¿Cómo se atreven a decirme que estoy fea? Soy muy bonita como para ser la aguadora.

Después de pronunciar estas palabras arrojó el cántaro y se fue a casa.

—¿Dónde está el cántaro? —le preguntó el albañil.

—Bueno, pues qué esperabas. El cántaro puede entrar varias veces en el agua, pero…

—Pero tarde o temprano se rompe. Bien, aquí tienes una cubeta que no se rompe.

La gitana regresó a la fuente y dirigiéndose una vez más a la imagen de Zizi dijo:

—No. Ya no voy a seguir siendo una bestia de carga —exclamó y arrojó la cubeta tan alto que se quedó atorada en las ramas de un roble.

—Me encontré con un lobo —le dijo la gitana al albañil— y le rompí la cubeta en la nariz.

El albañil no le hizo más preguntas, pero tomó una escoba y le dio tal golpiza que su orgullo se hizo un poco más humilde. Luego le dio un viejo cuenco de cobre para transportar leche y le dijo: “Si no lo traes lleno de agua, tus huesos van a sufrir las consecuencias”.

XI

Titi salió sobándose los costados y esta vez no se atrevió a desobedecer y se inclinó ante el pozo de muy mal humor. No era sencillo llenar el cuenco que era bastante grande y redondo, el cual no lograba sumergir por completo en el pozo, cosa que intentaba una y otra vez.

Al final se cansó tanto que cuando por fin logró llenar el cuenco, ya no tenía fuerzas para sacarlo del agua y se le cayó al fondo del pozo.

Al ver que el cuenco desaparecía hizo un gesto tan miserable que Zizi, quien la había estado observando, se echó a reír.

Titi se volvió hacia ella y se dio cuenta del error que había cometido y se enojó tanto que decidió cobrar venganza de inmediato. “¿Qué estás haciendo allí, adorable criatura”, le preguntó a Zizi.

—Estoy esperando a mi enamorado —le dijo la princesa, quien con la simpleza de alguien que hasta hace poco había sido un canario le contó toda su historia.

La gitana había visto pasar con frecuencia al príncipe, quien llevaba su rifle en el hombro cuando iba a cazar cuervos.

Era demasiado fea y desarreglada como para que el príncipe se hubiera fijado en ella alguna vez, pero Titi, por el contrario, lo admiraba aunque pensaba que unos kilos de más le vendrían muy bien al príncipe.

“Vaya, vaya”, pensó Titi, “le gustan las mujeres amarillas.

¿Y qué? Yo también soy amarilla. Si tan sólo pudiera encontrar una manera de…” Y no tardó mucho en encontrarla.

—¡Pero cómo! —exclamó la astuta Titi—. Van a venir a recogerte con gran pompa ¿y no te da pena que tantos señores y damas de la corte te vean con el cabello así desarreglado?

Baja del árbol, querida, y déjame arreglarte el cabello.

La inocente Zizi bajó del árbol de inmediato y la gitana comenzó a cepillarle los cabellos, cuando de pronto extrajo un alfiler del corsé y así como el pardo clava su pico en la cabeza de la alondra y el perdillo, Titi clavó el alfiler en la cabeza de Zizi.

Apenas Zizi sintió el alfiler y se transformó en un pájaro nuevamente, batió sus alas y se alejó volando.

“Eso estuvo muy bien hecho”, dijo la gitana. “Si el príncipe encuentra a su novia será prueba de que es muy listo”.

Y, tras arreglar su vestido, se sentó sobre el pasto a esperar a que llegara Deseo.

XII

Mientras tanto el príncipe se aproximaba en su caballo a todo galope. Iba tan impaciente que su caballo se adelantó 50 metros a los de los señores y damas que había enviado el rey Tobi para recoger a Zizi.

En cuanto el príncipe vio a la horrible gitana se quedó pasmado por la sorpresa y el horror.

—¡Ay de mí! —dijo Titi—. ¿Ya no reconoces a tu pobre Zizi? En tu ausencia vino la malvada bruja y me convirtió en esto que ves. Pero si tienes el valor de casarte conmigo, entonces mi belleza regresará —dijo y comenzó a llorar amargamente.

El buen Deseo era por naturaleza tan blando de corazón como valiente.

“Pobre muchacha”, pensó él, “después de todo no es su culpa que se haya convertido en un ser tan feo. Fue mi culpa.

¡Por qué no seguí el consejo del anciano! ¿Por qué la dejé sola?

Además sólo yo puedo romper el hechizo y la amo mucho como para dejarla en este estado”.

Así que presentó a la gitana ante la corte explicándoles la desgracia que le había ocurrido a su hermosa prometida.

Los miembros de la corte fingieron creerle y las damas le dieron a la falsa princesa los hermosos vestidos que habían traído para Zizi. Después la subieron en un magnífico palafrén y se encaminaron al castillo.

Pero para la mala suerte del príncipe, las joyas y los hermosos vestidos sólo hacían ver a Titi más fea aún y Deseo no pudo evitar sentirse apenado e incómodo cuando hizo su entrada con ella en la ciudad.

Las campanas tañían y la gente llenaba las calles; se paraban frente a las puertas de sus casas para ver la procesión y no podían creer que el príncipe hubiera escogido a una novia tan extraña.

Para rendirle más honores, el rey Tobi había salido a esperarla a los pies de la escalera de mármol, pero al ver a la horrorosa criatura casi se va de espaldas.

—¡Qué! —exclamó— ¿Esta es la hermosura de que hablabas?

—Así es, padre —respondió Deseo con un aire de sumisión—.

Una terrible bruja la ha hechizado y no recobrará su belleza hasta que me haya casado con ella.

—¿Eso te dijo ella? Muy bien podrías beber un vaso de agua fría y pensar que es tocino —dijo el rey Tobi enojado.

Sin embargo, como amaba a su hijo, le dio la mano a la gitana y la condujo al gran salón donde el festín nupcial se llevó a cabo.

XIII

El festín era excelente, pero Deseo apenas probó bocado. Sin embargo, para compensar, los otros invitados comieron con gula y en cuanto a Tobi nada le quitaba el apetito nunca.

Cuando llegó el momento de servir el ganso asado hubo una pausa y Tobi tomó la oportunidad para colocar su tenedor y cuchillo un momento sobre la mesa. Pero como no aparecía el ganso por ninguna parte envió a su jefe de cubiertos a que investigara qué pasaba en la cocina.

Y esto es lo que había ocurrido:

Mientras le daban vueltas al ganso para rostizarlo, un hermoso canario se posó en el pretil de la ventana.

—Buenos días, querido cocinero —le dijo el canario con voz de plata al hombre que vigilaba el asado.

—Buenos días, hermoso canario —dijo el ayudante de cocina, que era muy educado.

—Le pido al cielo que te quedes dormido y que el ganso se queme y no quede nada para Titi.

Y en ese momento el ayudante de cocina se quedó dormido y el ganso se quemó hasta que sólo quedaron sus cenizas.

Cuando despertó estaba horrorizado y mandó pedir que trajeran otro ganso para asarlo con castañas y ponerlo en la leña. Mientras el ganso se rostizaba, Tobi mandó preguntar por su ganso una segunda vez. El jefe de cocina salió al salón a ofrecerle disculpas al rey y a pedirle que tuviera un poco de paciencia. Tobi mostró su paciencia burlándose de su hijo.

—Como si no fuera suficiente que el muchacho haya escogido a una arpía sin un quinto. No es una esposa lo que trajo sino la Hambruna misma.

XIV

Mientras el jefe de cocina estaba arriba, el canario dorado volvió a posarse en el pretil de la ventana y llamó con su hermosa voz a otro ayudante, quien vigilaba el asado:

—¡Buenos días, amado ayudante de cocina!

—Buenos días, hermosa ave —respondió el hombre, a quien el otro ayudante había olvidado prevenir sobre el canario a causa de su entusiasmo.

—Le pido al cielo que te quedes dormido y que el ganso se queme y no quede nada para Titi.

Y entonces el ayudante se quedó dormido y cuando el jefe de cocina regresó encontró el ganso más quemado que una chimenea.

Furioso despertó al ayudante, quien intentando quitarse la culpa le contó lo ocurrido.

—Ese condenado pájaro —dijo el cocinero— va a terminar por hacer que me corran. Ustedes dos se van a esconder aquí y si vuelven a verlo, lo atrapan y le tuercen el cuello. ¿Entendido?

Ensartó un tercer ganso en el asador, encendió el fuego nuevamente y se sentó a observar cómo se rostizaba. El canario se apareció una vez más y dijo: “Buenos días, amable cocinero”.

—Buenos días, amable canario dorado —le respondió el cocinero como si nada hubiera ocurrido y en ese momento el canario comenzó a hablar igual que las veces anteriores, pero cuando apenas había dicho: “le pido al cielo que mande…” un ayudante de cocina que estaba escondido cerró la ventana de un golpe. Entonces todos los cocineros y ayudantes se abalanzaron para atraparlo con sus mandiles. Por fin uno de ellos lo atrapó justo en el momento en que Tobi entraba en la cocina, agitando su cetro. Había venido a preguntar por qué no estaba listo el asado.

El ayudante de cocina se detuvo justo cuando estaba a punto de romperle el cuello al canario.

XV

—¿Podría alguien explicarme qué pasa aquí? —exclamó el lord de Avesnes.

—Su Majestad, se trata del canario —le dijo uno de los ayudantes de cocina y le ofreció el ave.

—¡Qué tontería! Qué ave más bonita —dijo el rey y mientras la acariciaba notó el alfiler que el ave tenía encajado en la cabeza, entre las plumas. Lo extrajo y en ese momento el canario dio un leve brinco hacia el piso y se convirtió en una hermosa joven de piel dorada.

—¡Vaya, qué hermosa joven! —exclamó Tobi.

—¡Padre, es ella, es Zizi! —dijo Deseo que acababa de entrar en ese momento.

Y la tomó en sus brazos y le dijo: “Mi querida Zizi, qué feliz me siento de verte de nuevo”.

—¿Y quién es la otra? —preguntó Tobi.

La otra intentaba escabullirse silenciosamente, pero en eso Tobi gritó: “¡Deténganla! ¡Será juzgada de inmediato!”

Se colocó frente al horno con solemnidad y condenó a Titi a que fuera quemada viva. Después de lo cual los señores de la corte y los cocineros formaron dos hileras y Tobi declaró las esponsales de Deseo con Zizi.

XVI

La boda se celebró pocos días después. Todos los niños del campo fueron invitados, armados con espadas de madera y adornados con charreteras de papel.

Zizi consiguió el perdón de Titi y fue enviada de regreso con los albañiles, escoltada por los niños quienes la abucheaban. Y es por esta razón por la que actualmente los niños les arrojan piedras a los pájaros carboneros.

La noche del día de la boda todas las alacenas, bodegas, armarios y mesas de la gente, rica o pobre, se llenaron de pan, vino, cerveza, pasteles y tartas, alondras y hasta gansos rostizados, todo como por arte de magia, para que Tobi nunca más pudiera quejarse de que su hijo se había casado con Hambruna.

Desde entonces siempre ha habido mucho para comer en ese país y también desde entonces se puede ver entre las hermosas mujeres de ojos azules de Flandes algunas cuantas cuyos ojos son negros y su piel del color del oro. Son los descendientes de Zizi.

FIN

25. Los doce hermanos

Versión de los Hermanos Grimm 

Érase una vez un rey y una reina que vivían muy felices y que tenían doce hijos, todos varones. Un día el rey le dijo a su esposa:

—Si nuestro treceavo hijo es una niña, sus doce hermanos deberán morir para que ella sea muy rica y la única dueña del reino.

Luego mandó a hacer doce ataúdes y a que les pusieran sendas almohadas y virutas de madera en el interior. Ordenó que los llevaran a un cuarto vacío y, después de darle la llave a su esposa, le pidió que no le dijera a nadie sobre ello.

La reina se lamentaba sobre el triste destino de sus hijos y no encontraba consuelo. A tal punto, que su hijo más pequeño, el que siempre estaba con ella y a quien había bautizado con el nombre de Benjamín, le dijo un día:

—Querida madre, ¿por qué estás tan triste?

—Mi querido hijo, sería mejor que no lo supieras.

Pero él insistió tanto que ella terminó por abrir el cuarto y mostrale los doce ataúdes llenos de virutas de madera y con sus respectivas almohadas. Y le dijo: “Mi querido Benjamín, tu padre ha mandado a hacer estos ataúdes para ti y tus hermanos, porque si yo doy a luz a una niña, tu padre los mandará matar a todos ustedes y serán enterrados en esos ataúdes”.

Ella lloraba amargamente mientras hablaba, pero su hijo la consoló diciéndole: “No llores, madre, lograremos escapar de alguna manera y salvaremos nuestras vidas”.

—Sí —respondió su madre— eso es lo que deben hacer.

Ve a esconderte con tus once hermanos en el bosque y que siempre esté uno de ustedes en la copa del árbol más alto que puedan encontrar vigilando la torre del castillo. Si doy a luz a un niño ondearé una bandera blanca y entonces podrán volver seguros al castillo, pero si es una niña ondearé una bandera roja que será señal de que deben huir lo más rápido que puedan y que el cielo se apiade de ustedes. Cada noche rezaré porque en invierno siempre tengan un fuego para calentarse; y en verano, que no sucumban bajo el calor.

Luego de repetir estas palabras a todos sus hijos les dio la bendición y ellos se fueron al bosque. Encontraron un roble muy alto en cuya copa se sentaban por turnos vigilando la torre del castillo. Al doceavo día, cuando era el turno de Benjamín, éste vio que ondeaba una bandera, pero no era blanca sino de un color rojo sangre, el signo que les indicaba que todos debían morir. Cuando sus hermanos escucharon esto se enojaron mucho y dijeron:

“¿Debemos sufrir la pena de muerte por culpa de una maldita niña? Juremos venganza y hagamos la promesa de que donde sea y cuando sea que encontremos a alguna de su sexo habremos de matarla con nuestras propias manos”.

Entonces se adentraron aún más en el bosque y a la mitad del mismo, donde era más espeso y oscuro, se toparon con una pequeña casita encantada que estaba vacía.

“Que esta casa sea nuestra guarida”, dijeron, “y tú, Benjamín, como eres el más joven y débil, deberás quedarte a cuidar la casa mientras los demás vamos a buscar comida”. Y salieron en busca de comida a cazar liebres, venados, pájaros y cualquier otro animal de caza que pudieran encontrar. Le llevaban su botín a Benjamín, quien muy pronto aprendió a preparar refinados platillos. Así vivieron por diez años durante los cuales todo fue alegría y paz.

Mientras tanto su pequeña hermana crecía rápidamente en casa. Era de buen corazón y de muy buen aspecto y tenía una estrella de oro justo a la mitad de la frente. Un día en que lavaron mucha ropa en el palacio, la niña miró desde su ventana doce camisas de hombre colgadas para secarse y le preguntó a su madre: “¿A quién pertenecen estas camisas? Sin duda son muy pequeñas para ser de mi padre”.

Y la reina le respondió con tristeza: “Querida, pertenecen a tus doce hermanos”.

—¿Y dónde están mis doce hermanos? Nunca había escuchado hablar de ellos.

—Sólo el cielo sabe en qué parte del ancho mundo estarán —respondió la madre.

Entonces tomó a la niña, la llevó al cuarto que estaba cerrado con llave y le mostró los doce ataúdes rellenos de virutas de madera y con sus respectivas almohadas.

—Estos ataúdes estaban destinados para tus hermanos, pero ellos huyeron en secreto antes de que nacieras.

Luego le contó todo lo que había pasado y su hija le respondió:

—No llores, querida madre, yo iré en busca de mis hermanos.

Así que tomó las doce camisas y se fue directamente al medio del gran bosque. Caminó todo el día y por la noche llegó a la casita encantada. Entró y vio a un muchacho que se quedó maravillado por su belleza, por los hermosos ropajes que vestía y por la estrella dorada que llevaba en la frente. Le preguntó de dónde venía y a dónde iba.

—Soy una princesa —dijo— y estoy buscando a mis doce hermanos. Estoy decidida a viajar tan lejos como el cielo azul se extienda por la tierra hasta encontrarlos.

La princesa le mostró las doce camisas que llevaba y Benjamín vio que debía tratarse de su hermana. “Yo soy Benjamín, el menor de tus hermanos”, le dijo.

Ambos lloraron de emoción, se abrazaron y se dieron un beso una y otra vez. Al cabo de un rato Benjamín le dijo:

—Querida hermana. Aún tenemos una dificultad, pues todos hemos acordado que mataríamos con nuestras propias manos a cualquier muchacha que encontráramos, porque había sido por culpa de una niña que nosotros tuvimos que dejar nuestro reino.

—Pues en ese caso yo estoy dispuesta a morir si con ello mis hermanos pueden recuperar su reino.

—No hay necesidad de eso. Ve y escóndete debajo de esa tina hasta que vuelvan mis once hermanos y muy pronto arreglaré este asunto con ellos.

Ella obedeció y al poco rato llegaron los otros de vuelta de la cacería y se sentaron a cenar.

—Y bien, Benjamín, ¿qué hay de nuevo? —preguntaron sus hermanos.

—Antes de responder, ¿ustedes no tienen nada qué decirme?

—No —respondieron.

Entonces Benjamín les dijo: “pues aunque yo he estado todo el día en la casa mientras ustedes estaban afuera, tal parece que yo sé más cosas que ustedes”.

—Dinos de qué se trata.

—Pero sólo con una condición —dijo Benjamín—. Que me prometan solemnemente que no mataremos a la primera muchacha que encontremos.

—No la mataremos —dijeron los otros—. Ahora dinos qué es lo que sabes.

—Nuestra hermana está aquí —dijo Benjamín y levantó la tina debajo de la cual salió la princesa con su hermoso ropaje y su estrella dorada en la frente; se veía tan dulce y encantadora que todos sintieron que la querían con sólo verla.

Acordaron que se quedara con Benjamín y le ayudara en los trabajos de la casa, mientras los demás salían al bosque a cazar liebres, venados, aves y pájaros carpinteros. Benjamín y su hermana cocinaban para ellos; ella iba en busca de hierbas para preparar las verduras, traía leña y vigilaba las ollas en el fuego; y al anochecer, cuando volvían sus hermanos, ella siempre tenía lista la cena. Además de esto tenía la casa en orden, limpiaba las habitaciones y siempre encontraba una manera de colaborar, al punto en que sus hermanos estaban encantados y todos vivían felices.

Un día los dos hermanos prepararon un festín en la casa y cuando estuvieron todos juntos se sentaron a comer y beber y estuvieron muy contentos.

Alrededor de la casita encantada había un jardín en el cual crecían doce largos lirios. La muchacha, que quería tener un detalle con sus hermanos, arrancó las doce flores con la intención de ofrecerles sendos lirios a la hora de la cena.

Pero no bien arrancó las flores, sus hermanos se convirtieron en cuervos que volaron graznando por el bosque al tiempo que la casa y el jardín desaparecían.

Así que la pobre chica se vio sola en el bosque cuando de pronto, al mirar a su alrededor, vio a una anciana cerca de ella que le dijo:

—Pero muchacha, ¿qué hiciste? ¿Por qué no dejaste las flores en paz? Los lirios eran tus hermanos. Ahora han quedado convertidos en cuervos para siempre.

La princesa preguntó entre sollozos: “¿No hay ninguna manera de liberarlos?”

—No —dijo la anciana—. Sólo hay una manera en todo el mundo, pero es tan difícil que no podrás liberarlos de ese modo, pues tendrías que permanecer muda y sin reír durante siete años. Y si pronunciaras una sola palabra, aunque sólo faltara una hora para que se cumpliera el plazo, todo tu silencio habría sido en vano y esa sola palabra habrá asesinado a tus hermanos.

Entonces la princesa pensó: “Si eso es todo lo que hay que hacer, estoy segura de que podré liberar a mis hermanos”. De modo que buscó un árbol muy alto y una vez que lo encontró se subió hasta su copa y ahí pasó todo el tiempo sin reírse ni pronunciar palabra.

Un día sucedió que un rey que estaba de cacería por ahí tenía un galgo, el cual corrió olisqueando hasta detenerse al pie del árbol donde la muchacha solía sentarse y comenzó a ladrar y a brincar alrededor. Esto llamó la atención del rey y cuando éste miró hacia arriba y vio a la hermosa princesa con la estrella dorada en la frente quedó encantado por su belleza y le pidió en el momento que fuera su esposa. Ella no dijo nada pero asintió levemente con la cabeza. Entonces el rey subió al árbol, la cargó, la subió a su caballo y la llevó a su palacio.

Las bodas se celebraron con gran pompa, pero la novia no habló ni se rió nunca.

Después de haber vivido algunos años felizmente, la madre del rey, que era una mujer malvada, comenzó a calumniar a la joven reina y le dijo al rey:

—Es sólo una vulgar mendiga con la que te casaste.

¿Cómo saber qué maldad está tramando? Si es sorda y no puede hablar, al menos podría reírse. Confía en mí: aquéllos que no ríen tienen mala conciencia.

Al principio el rey no le hizo mucho caso a sus palabras, pero la anciana insistió tanto en el tema, y acusó a la joven reina de tantas cosas malas, que finalmente se dejó envolver por las palabras de su madre y condenó a muerte a su bella esposa.

Encendieron una enorme pira en el patio del palacio, donde habrían de quemar a la reina. El rey observaba los preparativos desde una alta ventana, llorando amargamente, pues amaba a su esposa. Pero en cuanto la ataron a la pira y el fuego comenzó a quemarle las ropas se cumplieron los siete años del juramento. Se escuchó un fuerte sonido en el aire y aparecieron doce cuervos volando. Descendieron hasta el piso y en cuanto tocaron la tierra se transformaron en los doce hermanos y ella supo que los había liberado.

Los hermanos apagaron el fuego y desataron a su querida hermana de la hoguera; la abrazaron y la besaron. Y ahora que podía hablar de nuevo le dijo al rey por qué había permanecido muda y sin reírse jamás.

El rey se puso muy contento cuando supo que ella era inocente y todos vivieron muy felices para siempre.

FIN

26. Rapunzel

Versión de los Hermanos Grimm

Había una vez un hombre y su esposa, quienes vivían muy desconsolados porque no tenían hijos. Estas buenas personas tenían una pequeña ventana en la parte trasera de la casa que daba al jardín más hermoso, lleno de una gran variedad de flores y verduras, pero el jardín estaba rodeado por un alto muro y nadie se atrevía a cruzarlo, pues ahí vivía una bruja muy poderosa, a quien todo el mundo temía. Un día la mujer estaba frente a la ventana mirando el jardín y vio una cama llena de hermosos rapónchigos: las hojas se veían tan verdes y frescas que se le antojaron. El deseo de comerlas aumentó día a día y con sólo saber que no podría conseguir ni una sola de esas plantas se puso muy triste, su rostro se hizo pálido y ojeroso. Al punto que su esposo le preguntó:

—¿Qué te acongoja, querida esposa?

—Si no logro comer un poco de esas zanahorias del jardín que está detrás de la casa voy a morir.

El esposo, que la amaba profundamente, pensó: “¡Vaya!, antes que dejar morir a mi esposa habré de conseguirle un poco de las zanahorias que quiere. No importa lo que tenga que hacer”. Así que al anochecer escaló el muro del jardín de la bruja, tomó un manojo de zanahorias y volvió a su casa para dárselas a su esposa. Ella preparó una ensalada que sabía tan bien que su deseo por los alimentos prohibidos fue mayor que nunca. Para que pudiera estar tranquila nuevamente era necesario que su esposo volviera a escalar el muro y trajera más zanahorias. Así que apenas cayó la tarde, el esposo volvió a escalar el muro, pero al descender al otro lado se llenó de terror, pues ahí frente a él estaba la vieja bruja esperándolo.

—¿Cómo te atreves a venir a mi jardín y robarme como cualquier ladrón? —le dijo la bruja con una mirada de odio—. Te haré sufrir por tu atrevimiento.

—Lo siento mucho, fue la necesidad lo que me llevó a hacerlo. Mi esposa vio sus zanahorias desde la ventana y le entró un deseo tan fuerte de comer algunas que si no hubiera satisfecho esa necesidad, seguramente habría muerto.

Con esto la bruja se tranquilizó un poco y le dijo:

—Si es así, bien puedes tomar todas las zanahorias que quieras, pero con una condición: que me des el hijo que muy pronto tu esposa va a dar a luz. Todo saldrá bien en el parto y yo cuidaré del bebé como una madre.

Debido al terror que sentía, el hombre aceptó la condición de la bruja y tan pronto nació la criatura se apareció la bruja, la llamó Rapunzel (que es lo mismo que zanahoria) y se la llevó.

Rapunzel era la niña más bonita bajo el sol. Cuando cumplió doce años de edad, la vieja bruja la encerró en una torre a mitad del bosque; la torre no tenía escaleras ni puertas, sólo una pequeña ventana. Cuando la bruja quería entrar a visitarla, le gritaba desde abajo: “¡Rapunzel, Rapunzel, suelta tus cabellos de oro!”, pues la chica tenía el cabello largo y maravilloso, parecía estar hecho de hilos de oro. Cuando escuchaba la voz de la bruja se soltaba el cabello y lo dejaba caer por la ventana casi veinte metros hasta el piso, la bruja subía escalando por su cabello.

Después de haber vivido de este modo por unos cuantos años, un día pasó cabalgando por ahí un príncipe, muy cerca de la torre. Conforme se acercó aún más, escuchó a alguien que cantaba con una voz tan melodiosa que se quedó fascinado escuchándola. Era Rapunzel, quien en su soledad trataba de pasar el tiempo permitiendo que su dulce voz viajara por el bosque. El príncipe deseaba ver a la dueña de esa voz, pero buscó en vano por una puerta en la torre. Volvió a casa, pero quedó tan maravillado por aquella voz que volvía al bosque cada día para escucharla. Un día, mientras esperaba detrás de un árbol, vio a la bruja acercarse y exclamar:

“¡Rapunzel, Rapunzel, suelta tus cabellos de oro!”.

Entonces la muchacha se soltó el cabello y la bruja escaló por él.

“De manera que ésa es la escalera”, pensó el príncipe.

“Yo también voy a escalar por ahí y probaré mi suerte”.

Al día siguiente, al caer la tarde, el príncipe se colocó al pie de la torre y exclamó: “¡Rapunzel, Rapunzel, suelta tus cabellos de oro!” y así lo hizo la muchacha y el príncipe subió a la torre.

Al principio Rapunzel se asustó mucho al ver que se trataba de un hombre, pues nunca había visto a uno, pero el príncipe le habló con amabilidad y le dijo que su canto le había llegado al corazón y que no encontraría tranquilidad hasta que la hubiera visto. Rapunzel olvidó su miedo muy pronto y cuando él le ofreció matrimonio ella aceptó en el acto. “Es joven y apuesto y seguramente seré más feliz con él que con la vieja bruja”, pensó, así que colocó la mano sobre la del príncipe y le dijo:

—Con gusto me iré contigo, pero ¿cómo voy a bajarme de la torre? Se me ocurre lo siguiente: cada vez que vengas deberás traer una madeja de seda y yo construiré una escalera con ellas. Cuando esté terminada descenderé por ella y nos iremos juntos en tu caballo.

Acordaron que mientras estuviera lista la escalera, el príncipe vendría a visitarla cada noche, pues la bruja estaba con ella durante el día. La vieja bruja, desde luego, no sabía nada de lo que estaba pasando hasta que un día Rapunzel, sin pensar en lo que hacía se volvió hacia la bruja y le dijo:

—¿Cómo es posible, madre querida, que me sea más difícil subirte a ti que al príncipe por mis cabellos? A él lo subo en un instante.

—¡Ay, malvada muchacha! —exclamó la bruja—. ¿Qué es lo que oigo? Creí que te había escondido del mundo y a pesar de eso has conseguido decepcionarme.

Estaba tan enojada que tomó el hermoso cabello de Rapunzel y lo enredó en su mano izquierda, luego sacó un par de tijeras y lo cortó una y otra vez hasta que quedaron todos los cabellos en el piso. Y peor aún, era tan dura de corazón que se llevó a Rapunzel a un lugar desierto y ahí la dejó para que viviera sola y miserable.

Pero la noche del día en que la bruja se llevó a Rapunzel, la bruja ató los cabellos de la chica a un gancho en la ventana y cuando el príncipe gritó: “¡Rapunzel, Rapunzel, suelta tus cabellos de oro!”, la bruja los dejó caer y el príncipe escaló como siempre, pero en lugar de encontrar a su amada encontró a la bruja que clavó su terrible mirada en él y le dijo en tono de burla:

—¡Ja, ja!, esperabas encontrar a tu dulce enamorada, pero el pajarillo ha volado y su canto ha enmudecido; el gato lo atrapó y te va a sacar los ojos a ti también. Rapunzel no existe para ti, nunca volverás a verla.

El príncipe se puso fuera de sí del dolor y en su desesperación saltó de la torre y, aunque escapó con vida, las espinas de las plantas sobre las que cayó le sacaron los ojos. Así deambuló, ciego y miserable, a través del bosque comiendo raíces y moras, llorando y lamentando el haber perdido a su hermosa novia; pasó algunos años, tan infeliz y desgraciado como le era posible, hasta que dio con el lugar donde se encontraba Rapunzel. De pronto escuchó una voz que le pareció familiar. Caminó con emoción siguiendo la dirección del sonido y cuando estuvo lo suficientemente cerca, Rapunzel lo reconoció, lo abrazó del cuello y lloró con él. Dos de sus lágrimas llegaron a los ojos del príncipe y al instante recobró la vista. Entonces él la llevó a su reino donde fueron recibidos con gran alegría y donde vivieron muy felices para siempre.

FIN

27. La hilandera de ortigas

Versión de Charles Denlin.

I

Hace mucho tiempo vivía en Quesnoy, Flandes, un gran señor cuyo nombre era Burchard, pero al que la gente del campo llamaba Burchard el lobo; tenía un corazón tan malvado y cruel que corría el rumor de que colocaba un arnés a los campesinos que trabajaban sus tierras y a fuerza de latigazos los hacía que araran la tierra con los pies.

Su esposa, por el contrario, siempre era tierna y misericordiosa con los pobres y los miserables.

Cada vez que tenía noticias sobre una nueva maldad de su marido, ella acudía en secreto a reparar el daño, lo que hacía que su nombre fuera bendecido por toda la comarca.

La gente adoraba tanto a la condesa como odiaba al conde.

II

Un día en que el conde estaba de cacería pasó por un bosque y vio en la entrada de una casa a una hermosa muchacha tejiendo hilo de cáñamo.

—¿Cómo te llamas? —le preguntó el conde.

—Renelde, mi lord.

—Debes estar cansada de estar tanto tiempo en un lugar tan solitario.

—Estoy acostumbrada, mi lord, y nunca me aburro.

—Tal vez, pero aun así ven a mi castillo y te haré dama de compañía de la condesa.

—No puedo hacer eso, señor, tengo que cuidar a mi abuela, quien está desvalida.

—Ven al castillo, insisto. Te espero esta misma noche —dijo y siguió su camino.

Pero Renelde, quien estaba comprometida con un joven leñador llamado Guilbert, no tenía ninguna intención de obedecer al conde y, además, debía cuidar de su abuela.

A los tres días volvió a pasar el conde. “¿Por qué no viniste?”, le preguntó a la bella tejedora.

—Como le dije, mi lord, tengo que cuidar a mi abuela.

—Ven mañana y te haré dama de compañía de la condesa —le dijo y siguió su camino.

Esta oferta no tuvo más efecto que la anterior y Renelde no fue al castillo.

La siguiente vez que la vio el conde le dijo: “Si vinieras

al castillo mandaría muy lejos a la condesa y me casaría contigo”.

Pero dos años antes, cuando la madre de Renelde se estaba muriendo después de una larga enfermedad, la condesa no las había abandonado; les brindó toda la ayuda que necesitaron entonces. Así que aunque el conde realmente se hubiera querido casar con Renelde, ella se habría negado.

III

Pasaron algunas semanas antes de que Burchard volviera a aparecerse. Renelde tenía la esperanza de haberse deshecho de él, cuando un día lo vio frente a la puerta; llevaba su rifle de caza bajo el brazo y su bolsa para guardar perdices al hombro.

Esta vez Renelde tejía lino en lugar de hilo de cáñamo.

—¿Qué estás tejiendo? —le preguntó el conde con aspereza.

—Mi traje de novia, mi lord.

—Así que te vas a casar.

—Así es, señor, con su venia.

Pues en ese tiempo ningún campesino podía casarse sin permiso de su señor.

—Te daré el permiso con una condición. ¿Ves esas altas ortigas que crecen en las tumbas de los cementerios? Ve y arráncalas y haz dos trajes con ellas; uno será tu vestido de novia y el otro mi sudario, pues tú te vas a casar el día en que me entierren en mi tumba —le dijo y se fue burlándose de ella.

Renelde se quedó temblando. Nunca en todo Locquignol se había escuchado algo como tejer con hilo de ortigas.

Además, el conde parecía estar hecho de hierro y estaba muy orgulloso de su fuerza. A menudo decía que él iba a vivir cien años.

Cada noche, cuando terminaba su trabajo, Guilbert venía a visitar a su futura esposa. Esa noche llegó como de costumbre y Renelde le contó lo que Burchard le había dicho.

—¿Quieres que vigile al lobo y le parta el cráneo con un golpe de mi hacha?

—No —dijo Renelde—. No quiero sangre en el ramo de flores del día de mi boda. No debemos hacerle daño al conde.

Recuerda lo buena que la condesa fue con mi madre.

Una mujer muy, muy vieja habló entonces; era la madre de la abuela de Renelde y tenía más de noventa años. Todo el día se sentaba en su silla asintiendo con la cabeza sin decir palabra.

—Hijos míos, en todos los años que tengo de vida nunca había oído algo como ropajes tejidos de hilo de ortigas, pero el hombre debe hacer lo que Dios ordena. ¿Por qué no debería intentarlo Renelde?

IV

Renelde lo intentó y cuál no sería su sorpresa al ver que una vez molidas y preparadas las hojas de ortiga, de éstas salía un hilo bastante bueno; suave, ligero y firme. En poco tiempo terminó de tejer la primera prenda: su vestido de novia. Lo tejió y lo cortó de inmediato con la esperanza de que el conde no la forzara a comenzar el otro traje. Justo el día que terminó de coserlo volvió a pasar por ahí Burchard el lobo.

—¿Y bien, cómo van los trajes?

—Mi lord, aquí está mi vestido de novia —le dijo Renelde mostrándole la prenda; era el vestido más blanco y fino jamás visto.

El conde se puso pálido. “Muy bien, muy bien, ahora comienza el otro”.

La tejedora se puso a trabajar. Mientras el conde volvía al castillo un escalofrío le recorrió la espalda y sintió, como dice el dicho, que alguien caminaba sobre su tumba. Trató de cenar, pero no pudo. Se fue a la cama temblando por la fiebre, pero no pudo dormir y por la mañana no se pudo levantar.

La repentina enfermedad, que a cada instante empeoraba, lo mantuvo muy preocupado. Sin duda en la rueca de Renelde estaba la respuesta. ¿No sería necesario que su cuerpo, al igual que el sudario, estuviera listo para el entierro?

Lo primero que hizo Burchard fue enviar un mensajero con Renelde para pedirle que detuviera su rueca.

Renelde obedeció y esa misma noche Guilbert le preguntó:

—¿Ya te dio permiso el conde para que nos casemos?

—No —dijo Renelde.

—Continúa con tu trabajo, querida mía, es la única manera de obtenerlo. Él mismo te lo dijo.

V

A la mañana siguiente, en cuanto terminó de poner la casa en orden, la chica se puso a tejer. Dos horas después llegaron dos soldados y cuando la vieron trabajando en la rueca la aprehendieron, la ataron de pies y manos y la llevaron a la orilla del río que estaba crecido por las lluvias recientes.

La arrojaron al agua, la vieron hundirse y se fueron. Pero Renelde pudo salir a la superficie y aunque no sabía nadar logró llegar a tierra.

En cuanto llegó a casa se puso a tejer nuevamente.

De nuevo vinieron los soldados y aprehendieron a la chica, la llevaron a la orilla del río, le ataron una piedra al cuello y la arrojaron al agua.

En cuanto le dieron la espalda, la piedra se soltó, Renelde caminó por el vado, regresó a su cabaña y se sentó a tejer.

Esta vez el conde decidió ir él mismo a Locquignol, pero como estaba muy débil y no podía caminar, hizo que lo cargaran en una camilla. Mientras tanto la tejedora seguía tejiendo.

Apenas la vio le disparó como si fuera una bestia salvaje, pero la bala rebotó sin hacerle daño a la tejedora, quien seguía trabajando.

Burchard hizo tal coraje que casi se muere, rompió la rueca en mil pedazos y cayó desmayado. Lo llevaron de regreso al castillo, inconsciente.

Al día siguiente arreglaron la rueca y la tejedora continuó su labor. Como sentía que mientras ella tejía, él iba muriendo, el conde mandó que le ataran las manos a la tejedora y dijo que no debían perderla de vista ni un instante.

Pero los guardias se quedaron dormidos, las ataduras se soltaron y la tejedora continuó con su cometido. Entonces Burchard mandó cortar todas las ortigas tres kilómetros a la redonda, pero ni bien las acababan de cortar volvían a crecer de inmediato ante la vista de todos.

Crecían hasta en el ya desgastado suelo de la cabaña y tan rápido que parecía como si los tallos que arrancaban trajeran detrás de sí una nueva planta, molida, preparada y lista para hilarse.

Y así cada día la salud de Burchard empeoraba y veía su fin aproximarse.

VI

Conmovida por la salud de su esposo, la condesa se enteró de la causa de la enfermedad del conde y le dijo que si otorgaba el permiso de matrimonio se curaría, pero el conde se negó, ahora más que nunca, por orgullo.

Entonces la condesa decidió ir a pedirle clemencia a la tejedora sin que el conde supiera y en nombre de su madre muerta, Renelde le juró que no volvería a tejer. Esa noche Guilbert fue a visitarla. Al ver que el sudario no estaba más avanzado que la noche anterior, le preguntó el motivo. Renelde le confesó que la condesa le había suplicado que no dejara morir a su esposo.

—¿Y ya dio el permiso para nuestra boda?

—No.

—Entonces deja que se muera.

—¿Y qué dirá la condesa?

—La condesa comprenderá que no es tu culpa. El único culpable es el propio conde.

—Esperemos un poco. Tal vez su corazón se ablande.

Y así esperaron por un mes, dos, seis… por un año. La tejedora no volvió a tejer. El conde había dejado de acosarla, pero se negaba a consentir el matrimonio entre la tejedora y Guilbert, quien ya comenzaba a impacientarse.

La pobre muchacha lo amaba con toda su alma y estaba más desolada que nunca, incluso que antes, cuando Burchard torturaba su cuerpo.

—Casémonos ya —dijo Guilbert.

—Espera un poco más —le suplicó Renelde.

Pero el joven se volvió más huraño, sus visitas a Locquignol se hicieron más esporádicas y después de un tiempo dejó de ir. Renelde sintió que se le rompía el corazón, pero se mantuvo firme.

Un día se encontró al conde. Juntó las manos como si rezara y le dijo: “¡Mi lord, apiádese de mí!”

Burchard el lobo miró para otro lado y siguió su camino.

Ella bien habría podido ablandar el orgullo del conde si se hubiera puesto a tejer nuevamente, pero no lo hizo.

Poco después supo que Guilbert se iría del país. No se había despedido de ella, pero aun así se enteró del día y la hora de su partida y se escondió en el camino para verlo una vez más. Al volver a casa puso su rueca silenciosa en un rincón y lloró por tres días y tres noches.

VII

Y así pasó otro año. El conde cayó enfermo y la condesa creyó que Renelde, cansada de esperar, había vuelto a tejer el sudario, pero cuando fue a la cabaña vio que la rueca seguía sin usarse.

Sin embargo, la salud del conde empeoró hasta que los doctores dijeron que nada podían hacer. Tañeron las campanas y el conde esperó a que la muerte fuera a recogerlo, pero la muerte no estaba tan cerca como creían los doctores y él seguía resistiendo.

Se veía muy grave, pero no mejoraba ni empeoraba; no podía vivir ni morir, sufría terriblemente y le pidió a la Muerte que acudiera pronto y lo librara de aquellos dolores terribles.

En ese estado recordó lo que le había dicho a la tejedora años atrás: que si la muerte tardaba en llegar por él era porque no estaba listo para seguirla, pues no tenía un sudario.

Mandó a buscar a Renelde y una vez a su lado le ordenó que continuara tejiendo el sudario.

En cuanto volvió a tejer la muchacha, los dolores del conde disminuyeron. Y entonces su corazón se ablandó, pues estaba arrepentido de todo el mal que había hecho por su orgullo y le pidió a Renelde que lo perdonara y ella así lo hizo y siguió tejiendo día y noche.

Cuando el estambre de ortigas estuvo listo, la tejedora usó su lanzadera para tejer, cortó el molde del sudario y lo cosió.

Y al igual que antes, los dolores del conde disminuyeron y su vida fue expirando hasta que por fin, cuando ella acabó de coserlo, el conde exhaló su último aliento.

VIII

A la misma hora Guilbert regresó al país y, como nunca había dejado de amar a Renelde, se casó con ella ocho días después.

Él había perdido dos años de felicidad, pero se consoló al pensar que su esposa era una tejedora muy lista y, lo que era mucho más difícil de encontrar, una mujer buena y valiente.

FIN

28. El granjero Weatherbeard

Versión de P.C. Asbjornsen.

Érase una vez un hombre y una mujer que tenían un hijo que se llamaba Jack. La mujer pensaba que Jack debía salir al mundo a aprender algún oficio y le pidió a su esposo que lo llevara a algún lado.

—Debes conseguirle un lugar en el que se convierta en maestro de maestros —le dijo a su esposo y metió un poco de comida y tabaco en una bolsa para el viaje.

Visitaron a varios grandes maestros, pero todos dijeron que sólo podrían hacer que Jack fuera tan bueno como ellos mismos, pero no mejor que ellos. Cuando el hombre volvió a casa y le dijo a la anciana lo que le habían respondido los maestros, ella le dijo: “Me parece bien cualquier decisión que tomes al respecto, pero escúchame: tienes que hacer que Jack sea maestro de maestros”. Entonces volvió a meter comida y tabaco en una bolsa y el hombre y su hijo volvieron a emprender la marcha.

Después de algunos días de camino llegaron a una tundra.

Ahí encontraron a un hombre en un carruaje tirado por un caballo negro.

—¿A dónde van? —les preguntó.

—Tengo que encontrar algún maestro para mi hijo, pues mi mujer dice que debe aprender algún oficio y convertirse en maestro de maestros —dijo el hombre.

—En ese caso nuestro encuentro no es en vano —dijo el otro— pues yo puedo hacer eso y justamente estoy buscando un aprendiz. ¡Vamos, súbete! —le dijo al muchacho y ambos partieron en ese momento ascendiendo por el aire.

—¡Oiga, espere! Al menos dígame cuál es su nombre y dónde vive —le preguntó el padre del chico.

—Mi hogar está en el norte y en el sur, en el este y el oeste. Me llaman el granjero Weatherbeard. Puedes volver a este mismo lugar dentro de un año y entonces te diré si el muchacho me es útil —dijo esto y continuaron su viaje perdiéndose en el aire.

Al volver a casa, la mujer le preguntó qué había sido de su hijo.

—Sólo el cielo sabe qué ha pasado con él —dijo el hombre—. Se fueron volando —le dijo y le contó lo ocurrido.

Pero cuando la mujer escuchó el relato y se dio cuenta de que el hombre no sabía cuándo terminaría el aprendizaje de su hijo ni a dónde se había ido, le preparó su equipaje para que fuera en su búsqueda y le dio una bolsa con comida y tabaco.

Después de caminar un buen tiempo, el hombre llegó a un gran bosque que no se terminaba a pesar de que llevaba todo el día cruzándolo, pero al caer la noche vio una luz y caminó hacia ella. Luego de mucho tiempo llegó a una cabañita al pie de una roca. En la entrada estaba una anciana sacando agua del pozo con la nariz, pues era muy larga.

—Buenas noches, madre.

—Buenas noches —dijo la anciana—. Nadie me había dicho “madre” en cien años.

—¿Podría hospedarme aquí esta noche?

—No —dijo la mujer, pero el hombre sacó su rollo de tabaco, cargó su pipa, la encendió y le dio un poco a la mujer.

Entonces ella se puso tan contenta que comenzó a bailar y le dio permiso al hombre para hospedarse esa noche. Poco después le preguntó por el granjero Weatherbeard.

Ella le dijo que no sabía nada de él, pero que tenía poder sobre todas las bestias que andan en cuatro patas y que quizás alguna sabía algo al respecto. Así que las reunió a todas soplando un silbato y les preguntó si sabían algo del granjero, pero ninguna supo nada.

—Somos tres hermanas. Tal vez alguna de las otras dos sepa dónde encontrarlo. Te prestaré mi caballo y mi carruaje y llegarás por la noche a casa de mi hermana, pero su casa está a casi quinientos kilómetros de aquí. Elige el camino que más te guste.

El hombre emprendió el viaje y llegó por la noche. Afuera de esta casa también estaba una anciana extrayendo agua del pozo con la nariz.

—Buenas noches, madre.

—Buenas noches —dijo la anciana—. Nadie me había dicho “madre” en cien años.

—¿Podría hospedarme aquí esta noche?

—No —dijo la mujer, pero el hombre sacó su rollo de tabaco, tomó un poco de rapé y se lo puso a la mujer en el dorso de la mano. Le gustó tanto que comenzó a bailar y le dio hospedaje al hombre por esa noche. Poco después le preguntó si conocía al granjero Weatherbeard.

Ella no sabía nada de él, pero tenía poder sobre todos los peces y tal vez alguno de ellos sabía algo al respecto. Así que tocó un silbato y todos los peces se juntaron a su alrededor; les preguntó sobre el granjero, pero ninguno sabía nada.

—A ver —dijo la mujer—. Tengo otra hermana; tal vez sepa algo. Vive a mil kilómetros de aquí, así que te prestaré mi caballo y mi carruaje y llegarás allá al caer la noche.

El hombre emprendió el viaje y llegó al anochecer. La otra anciana estaba sentada atizando el fuego con la nariz, pues era muy larga.

—Buenas noches, madre.

—Buenas noches —dijo la anciana—. Nadie me había dicho “madre” en cien años.

—¿Podría hospedarme aquí esta noche?

—No —dijo la mujer, pero el hombre sacó su rollo de tabaco una vez más, llenó su pipa y le dio a la mujer suficiente rapé para cubrirle el dorso de la mano. El hombre le compartió de su pipa y a ella le gustó tanto que comenzó a bailar y le dio hospedaje al hombre por esa noche. Al poco tiempo le preguntó por el granjero Weatherbeard.

Ella le dijo que no sabía nada de él, pero que tenía poder sobre todas las aves, así que tocó un silbato y todas las aves se agruparon en torno a ella. Cuando les preguntó si sabían algo sobre el granjero, el águila no estaba ahí, pero llegó un poco después y cuando la mujer le preguntó, el águila dijo que justo acababa de regresar de estar con el granjero Weatherbeard.

Entonces la anciana le dijo al águila que guiara al hombre hasta él, pero el águila dijo que antes debía comer algo y esperar hasta el día siguiente, pues estaba muy cansado del largo viaje, apenas podía levantar el vuelo.

Cuando el águila hubo comido y descansado lo suficiente, la anciana le arrancó una pluma de la cola, puso al hombre en el lugar de la pluma y el ave voló con él, pero llegaron con el granjero Weatherbeard hasta la medianoche.

Cuando llegaron, el águila le dijo: “Hay muchos cadáveres en la entrada, pero no debes preocuparte por ellos. Las personas que están dentro de la casa están tan dormidos que no será fácil despertarlos, pero debes ir directamente al cajón de la mesa y sacar tres trozos de pan, y si escuchas que el granjero ronca, quítale tres plumas de la cabeza. No se va a despertar por eso”.

El hombre hizo lo que le indicó el águila y cuando tenía los trozos de pan arrancó la primera pluma.

—¡Auch! —exclamó el granjero Weatherbeard.

Entonces el hombre le arrancó otra y el granjero volvió a gritar, cuando le arrancó la tercera pluma, el granjero Weatherbeard gritó tan fuerte que el hombre creyó que los muros se iban a derrumbar, pero con todo y eso el granjero siguió durmiendo. Después el águila le dijo al hombre lo que debía hacer. Fue a la entrada del establo donde se topó con una gran roca, misma que levantó y debajo vio tres astillas de madera que también levantó. Tocó a la puerta del establo y se abrió de inmediato, arrojó los tres trozos de pan, una liebre salió a comérselos y él atrapó la liebre. Luego el águila le dijo que le arrancara tres plumas y que en su lugar pusiera la liebre, la piedra, las astillas de madera y a él mismo y así los llevaría a todos de regreso a casa.

Luego de que el águila llevaba un buen rato volando se posó en una piedra.

—¿Ves algo? —preguntó al hombre.

—Sí, veo a una parvada de cuervos volando hacia nosotros.

—Entonces nos convendría volar un poco más lejos —dijo el águila y apresuró el vuelo.

Al poco tiempo volvió a preguntarle al hombre si veía algo.

—Sí, los cuervos están más cerca de nosotros.

—Arroja las tres plumas que le arrancaste al granjero —dijo el águila.

Así lo hizo el hombre y las plumas se convirtieron en una parvada de cuervos que comenzaron a perseguir a los otros.

Y el águila siguió volando cada vez más lejos, pero al poco rato se posó en otra piedra por un rato para descansar.

—¿Ves algo? —le preguntó el águila.

—No estoy seguro —dijo el hombre— pero me parece que algo viene a lo lejos.

—Entonces bien nos convendría volar un poco más lejos —dijo el águila y emprendió el vuelo.

—¿Ves algo ahora? —preguntó de nuevo el águila al cabo de un rato.

—Sí, están cerca de nosotros.

—Arroja las astillas de madera que recogiste debajo de la piedra a la entrada del establo —dijo el águila. Así lo hizo el hombre y las astillas se convirtieron en un espeso bosque y el granjero Weatherbeard tuvo que volver a casa por un hacha para abrirse paso a través del bosque. Mientras tanto el águila siguió volando un buen tramo, pero se cansó y se detuvo a descansar en un abeto.

—¿Ves algo? —preguntó el águila.

—Sí veo algo, pero no estoy muy seguro de qué es. En cualquier caso está lejos.

—Entonces nos convendría volar un poco más —dijo el águila y emprendió el vuelo.

—¿Ves algo? —volvió a preguntar el ave al cabo de un rato.—

Sí, ya está cerca de nosotros —dijo el hombre.

—Entonces debes dejar caer la enorme piedra que tomaste en la entrada del establo —dijo el águila.

Así lo hizo el hombre y la piedra se convirtió en una gran montaña por la que el granjero Weatherbeard tuvo que abrirse camino antes de seguirlos de nuevo. Y cuando había logrado atravesar por media montaña se rompió la pierna y tuvo que volver a su casa para arreglársela.

Mientras el granjero hacía esto, el águila voló con el hombre y con la liebre y cuando llegaron a la casa, el hombre fue al cementerio y le echó un poco de tierra cristiana a la liebre, la cual se transformó en su hijo Jack.

Cuando llegó la feria, el joven se convirtió en un caballo de color claro y le rogó a su padre que lo acompañara al mercado.

“Si alguien quiere comprarme, le dirás que deberá pagar cien monedas por mí, pero no olvides quitarme el ronzal, porque si lo olvidas, no podré alejarme del granjero Weatherbeard, pues él es quien vendrá a tratar de comprarme”.

Y así ocurrió. Vino un hombre interesado en el caballo, regateó el precio y al final pagó las cien monedas que le pedían, pero cuando llegaron a un acuerdo y el padre de Jack recibió el dinero, el hombre quiso que le diera el ronzal.

—Eso no estaba en el trato —dijo el hombre—. No le puedo vender el ronzal porque tengo otros caballos que vender.

Y así cada uno se fue por su lado, pero el negociante no había andado mucho con Jack cuando éste cobró su verdadera forma y cuando el hombre llegó a casa, Jack estaba sentado en un banco junto a la estufa.

Al día siguiente se transformó en un caballo color café y le dijo a su padre que fueran juntos al mercado. “Si viene un hombre a comprarme, le dirás que quieres doscientas monedas por mí, mismas que pagará con gusto además de darte algo de beber, pero por mucho que bebas y sin importar lo que hagas, no olvides quitarme el ronzal o de lo contrario no volverás a verme jamás”.

Y eso fue lo que pasó. El hombre obtuvo sus doscientas monedas por el caballo y el negociante le ofreció unos cuantos tragos, y cuando cada quien tomó su camino, el hombre apenas pudo acordarse de llevarse el ronzal, pero el comprador no había andado mucho antes de que el muchacho cobrara su forma verdadera otra vez y cuando el hombre volvió a casa, Jack estaba sentado en un banco al lado de la estufa.

Al tercer día todo ocurrió de igual manera. El joven se transformó en un caballo negro y le dijo a su padre que si un hombre venía y le ofrecía trescientas monedas por él además de algo de comer y beber durante la negociación, que aceptara el trato, pero que sin importar lo que hiciera ni cuánto bebiera, no debía olvidar quedarse con el ronzal o de lo contrario nunca podría escapar del granjero Weatherbeard mientras viviera.

—No lo olvidaré —dijo el hombre.

Cuando llegó al mercado recibió las trescientas monedas, pero el granjero Weatherbeard le dio tanto de beber y de comer que olvidó quitarle el ronzal al caballo y así se lo llevó el granjero.

Cuando llevaba un buen tramo andado se detuvo en una posada a beber más brandy y puso un barril lleno de clavos al rojo vivo debajo de la nariz de su caballo y un bebedero con avena debajo de su cola, ató el ronzal a un gancho con mucha fuerza y entró en la posada. El caballo se quedó brincando, estornudando y dando de coces hasta que salió una muchacha a la que le pareció que era un pecado tratar de esa manera a un caballo.

—Pobre criatura, qué clase de amo debes tener que te trata así —le dijo y zafó el ronzal del gancho para que el caballo pudiera darse la vuelta y comer avena.

—¡Aquí estoy! —gritó el granjero saliendo de la posada a toda prisa, pero el caballo ya se había quitado el ronzal y había huido a un lago lleno de gansos donde se transformó en un pequeño pez. El granjero Weatherbred fue tras él y se convirtió en un pez enorme; entonces Jack se transformó a su vez en una paloma; y Weatherbred, en un halcón que alcanzó a golpear a la paloma y casi la atrapa. En ese momento una princesa estaba viendo la lucha y le dijo a la paloma: “Si supieras lo que yo, volarías hacia mí a través de la ventana”.

Y la paloma voló hacia ella, entró por la ventana, se transformó en Jack una vez más y le contó todo lo que había ocurrido.

—Transfórmate en un anillo de oro y te llevaré en mi dedo —le dijo la princesa.

—Eso no es buena idea, pues el granjero Weatherbeard hará enfermar al rey y no habrá nadie que lo pueda curar.

Entonces él se hará pasar por médico y al curarlo pedirá en pago el anillo de oro.

—Le diré que era de mi madre y que no me desharé de él.

De manera que Jack se transformó en un anillo de oro y se acomodó en el dedo de la princesa donde el granjero no podía tocarlo. Y entonces todo lo que el muchacho había dicho sucedió.

El rey cayó enfermo y ningún médico podía curarlo hasta que llegó Weatherbred y pidió como pago el anillo que la princesa llevaba en el dedo.

El rey envió a un mensajero para que fuera con la princesa y ésta le diera el anillo. Sin embargo, ella se negó a dárselo, le dijo que lo había heredado de su madre. Cuando el rey escuchó esto se enojó mucho y mando decir que le diera el anillo en ese momento y que no le importaba de quién lo hubiera heredado.

—No tiene caso enojarse por este asunto —le dijo la princesa al rey— pues no me puedo quitar el anillo. Si quieres el anillo tendrás que cortarme el dedo.

—Intentaré quitarlo con mucho cuidado y saldrá con facilidad —dijo el granjero Weatherbred.

—No, gracias. Lo haré yo misma —dijo la princesa, se dirigió a la chimenea, tomó un poco de cenizas y las puso sobre el anillo, de modo que éste resbaló y se perdió entre las cenizas.

Entonces el granjero Weatherbread se transformó en una liebre y comenzó a rascar y a buscar el anillo entre las cenizas hasta que éstas se le metieron por las orejas. Pero Jack se transformó en una zorra y le arrancó la cabeza a la liebre. Y si el granjero Weatherbred estaba poseído por el maligno, ya era cosa del pasado.

FIN

29. Madre Nieve

Versión de los hermanos Grimm.

Había una vez una viuda que tenía dos hijas. Una de ellas era hermosa y servicial; la otra, fea y perezosa. De ambas, la viuda prefería a la segunda porque era su hija verdadera y a la otra le dejaba todos los quehaceres de la casa haciendo de ella una cenicienta. La pobre muchacha tenía que sentarse todos los días junto a un pozo a la orilla del camino, donde tejía hasta que le sangraban los dedos. En una ocasión se le manchó tanto de sangre la rueca que la muchacha quiso lavarla en el pozo, pero se le resbaló de las manos y se le cayó hasta el fondo. Se echó a llorar y fue a contarle lo sucedido a su madrastra, pero ésta, que era muy dura de corazón, la regañó con severidad y le dijo: “¡Cómo dejaste caer la rueca en el pozo, ahora irás a sacarla!” La muchacha regresó al pozo sin saber qué hacer y, en su angustia, se arrojó al agua en busca de la rueca, pero perdió el sentido. Al volver en sí, se encontró en un bellísimo prado cubierto por los rayos de sol y lleno de flores. Echó a andar y de pronto se encontró con un horno que tenía pan en el interior. El pan le gritó: “¡Sácame de aquí! ¡Sácame de aquí, que me quemo! Ya estoy bien cocido”. Ella se acercó y comenzó a sacar las hogazas con una pala. Continuó su camino y después encontró un árbol lleno de manzanas; éste le gritó: “¡Sacúdeme, sacúdeme!, ya están maduras todas las manzanas”. La muchacha sacudió el árbol y cayó una lluvia de manzanas, hasta que no quedó ninguna en el árbol; las apiló y siguió su camino. Finalmente llegó a una casita, a una de cuyas ventanas estaba asomada una vieja; pero como tenía los dientes muy grandes, la niña se echó a correr, asustada. La vieja le gritó: “¿De qué tienes miedo, mi pequeña? Quédate conmigo. Si te quieres quedar en mi casa, te la vas a pasar muy bien. Sólo tienes que poner cuidado en sacudir bien mi cama para que vuelen las plumas, pues así es como nieva en la Tierra: yo soy la Madre Nieve”. Al oír a la anciana que le hablaba en un tono cariñoso, la muchacha cobró fuerzas y aceptó el ofrecimiento para trabajar con la Madre Nieve. La muchacha hacía todo del agrado de su señora; ponía mucho cuidado en sacudir con fuerza la cama, de modo que las plumas volaban como copos de nieve. En pago, la muchacha disfrutaba de una buena vida; no tenía que escuchar ni un solo regaño y todos los días comía caliente. Cuando ya llevaba un buen tiempo en casa de la Madre Nieve, le entró una gran tristeza que no podía comprender, hasta que al fin se dio cuenta de que era nostalgia de su casa. Aunque estuviera allí mil veces mejor extrañaba a los suyos, por lo cual un día le dijo a su señora: “Extraño mi casa y aunque aquí me siento muy bien, creo que no puedo seguir lejos por más tiempo; tengo que regresar con mi gente”.

—Es normal que tengas deseos de volver a casa y, como me has servido tan fielmente, yo misma te acompañaré —le respondió la Madre Nieve, la tomó de la mano y la condujo hasta un gran portón. El portón estaba abierto y al momento en que la muchacha cruzó el umbral, le cayó encima una lluvia de oro; el oro se le quedó pegado en el vestido, por lo que todo su cuerpo quedó cubierto del precioso metal—.

Esto es para ti, como recompensa por tus servicios —le dijo la Madre Nieve, mientras le devolvía la rueca que se le había caído al pozo. Entonces se cerró el portón y la muchacha se encontró de nuevo en el camino, no lejos de la casa de su madrastra. Cuando llegó al patio, el gallo, que estaba sobre el pretil del pozo, gritó:

“¡Kikirikí, nuestra dama de oro ha vuelto aquí!”

Entonces la muchacha se dirigió hacia su madrastra y tanto ella como su hija la recibieron muy bien al ver que venía cubierta de oro.

La muchacha les contó lo que le había ocurrido y cuando la madrastra escuchó su relato quiso ver si su fea y perezosa hija podría correr con la misma suerte. La mandó a hilar junto al pozo y para que la rueca se manchara de sangre, la hizo que pusiera la mano en un espino para que se pinchara un dedo. Después arrojó la rueca en el pozo y en seguida la muchacha brincó tras ella. Al igual que su hermanastra llegó al hermoso prado y se fue caminando por el mismo sendero.

Al pasar junto al horno, el pan volvió a exclamar: “¡Sácame de aquí! ¡Sácame de aquí, que me quemo! Ya estoy bien cocido”. Pero la holgazana le dijo: “¿Crees que tengo ganas de ensuciarme?” y se siguió de largo. No tardó en encontrar al árbol, el cual le gritó: “¡Sacúdeme, sacúdeme!, ya están maduras todas las manzanas” y ella le contestó: “¡Me voy a proteger muy bien! ¿Qué tal que me cae alguna manzana en la cabeza?” y siguió su camino. Al llegar frente a la casa de Madre Nieve, no se asustó de sus dientes porque ya sabía de ellos y se quedó a trabajar para ella. El primer día se aplicó y trabajó con diligencia; obedecía en todo a su señora, pues pensaba en el oro que iba a regalarle. Pero al segundo día empezó a holgazanear; al tercero se le hizo difícil levantarse por la mañana y así cada día su actitud empeoraba. Tampoco tendía la cama según las instrucciones, ni la sacudía de modo que volaran las plumas. Al fin, Madre Nieve se cansó y la despidió, cosa que agradó mucho a la haragana, pues creía que como pago vendría la lluvia de oro. Madre Nieve la condujo al portal; pero en vez de oro vertieron sobre ella un gran caldero de pez. “Este es el pago por tus servicios”, le dijo cerrando el portón. Y así volvió la perezosa a su casa, con todo el cuerpo cubierto de pez. El gallo del pozo, al verla, gritó: “¡Kikirikí, nuestra sucia ramera ha vuelto aquí!”

Y la pez se le quedó adherida a la piel y nunca se le pudo quitar.

FIN

30. Minnikin

Versión de J. Moe.

Érase una vez una pareja muy necesitada que vivía en una terrible cabaña en la que no había nada salvo negras penas.

No tenían nada para comer ni leña para el fuego. Pero si bien no tenían nada, al menos tenían la bendición de Dios en cuanto a hijos se refiere, pues cada año les mandaba uno más. El hombre no estaba precisamente dando de brincos por esto. Siempre estaba refunfuñando y de mal humor y pensaba que a él le parecía que ya eran demasiados estos regalitos del cielo. De modo que antes de que naciera uno más se fue al bosque a buscar leña diciendo que no quería ver al nuevo bebé. Añadió que bien podría escucharlo cuando comenzara a llorar por hambre.

En cuanto nació el bebé comenzó a mirar por la habitación.

“Querida madre”, le dijo, “dame algunas ropas viejas de mis hermanos y comida suficiente para algunos días y me iré al mundo a buscar fortuna, pues según veo ya tienes suficientes hijos”.

—¡Vaya por Dios, hijo mío! —exclamó la madre—. Eso no será posible. Aún eres muy pequeño.

Pero la pequeña criatura estaba decidida a hacerlo. Le pidió, le suplicó tanto a su madre, que ella se vio obligada a darle algunos harapos y a prepararle un poco de comida.

Entonces el pequeño se fue a probar suerte por el mundo.

Pero poco antes de que saliera de la casa había nacido otro niño, el cual también miró por la habitación y dijo: “Querida madre, dame algunas ropas viejas de mis hermanos y comida suficiente para algunos días y me iré al mundo a buscar a mi hermano gemelo, pues según veo ya tienes suficientes hijos”.

—¡Vaya por Dios, hijo mío! —exclamó la madre—. Eso no será posible. Aún eres muy pequeño.

Pero su objeción fue inútil, pues el pequeño le pidió y le suplicó tanto que lo dejara ir, que le consiguió unos harapos y un atado con provisiones, y así salió con hombría al mundo dispuesto a hallar a su hermano gemelo.

Cuando el más chico había caminado un buen tramo vio a su hermano cerca, así que le llamó y le pidió que se detuviera.

—Espera un momento. Vas corriendo como si fueras a apostar, pero deberías haber esperado a tu hermano menor antes de echarte a recorrer el mundo.

De modo que el mayor se detuvo, volvió la mirada hacia atrás y cuando el otro lo alcanzó y le confirmó que era su hermano, le dijo: “Pero por ahora sentémonos y veamos qué clase de comida nos ha dado nuestra madre”.

Después de comer y descansar siguieron caminando hasta que llegaron a un riachuelo que pasaba por una verde pradera; ahí el menor de los hermanos propuso que debían bautizarse el uno al otro. “Como salimos muy rápido de la casa, no tuvimos tiempo de hacerlo antes”, añadió.

—¿Cómo te quieres llamar? —preguntó el hermano mayor.

—Me quiero llamar Minnikin —dijo el otro—. ¿Y tú cómo te quieres llamar?

—Yo me quiero llamar Rey Pippin.

Se bautizaron el uno al otro y siguieron su marcha.

Al cabo de un rato llegaron a un cruce de caminos y ahí acordaron separarse para que cada quien tomara su propio rumbo. Y así lo hicieron, pero apenas llevaban un poco más de camino andado cuando volvieron a encontrarse, así que una vez más se separaron, pero poco más adelante coincidieron (esta vez tardaron más en darse cuenta) y lo mismo ocurrió una tercera vez. De manera que acordaron que cada uno escogería un sentido diferente (uno iría al este y otro al oeste).

—Si alguna vez estás en apuros o necesitas algo —dijo el hermano mayor— llámame tres veces e iré en tu ayuda, pero no debes llamarme salvo que estés en gran necesidad.

—En ese caso no nos veremos por un buen tiempo —dijo Minnikin y ambos se despidieron. Minnikin se dirigió hacia el este y Rey Pippin, al oeste.

Minnikin había caminado bastante cuando encontró a una vieja bruja jorobada que sólo tenía un ojo, el cual le robó Minnikin.

—¡Ay, ay, mi ojo! ¿Qué le pasó a mi ojo?

—¿Qué me darás a cambio de que te devuelva tu ojo? —dijo Minnikin.

—Te daré una espada que es capaz de vencer a todo un ejército, sin importar qué tan grande sea —le dijo la mujer.

—Dámela.

La vieja bruja le dio la espada y así recobró su ojo.

Minnikin siguió adelante y al cabo de un tiempo encontró a otra vieja bruja jorobada, que tenía un solo ojo. Minnikin se lo robó.

—¡Ay, ay, mi ojo! ¿Qué le pasó a mi ojo?

—¿Qué me darás a cambio de que te devuelva tu ojo? —dijo Minnikin.

—Te daré un barco con el que podrás navegar por agua dulce o salada, sobre colinas y valles profundos —dijo la vieja.— Dámelo.

La vieja le dio un barco tan pequeño que cabía en el bolsillo y así recobró su ojo. Cada uno tomó su camino. Al cabo de un rato encontró a una tercera bruja jorobada que tenía un solo ojo. Minnikin se lo robó y cuando la mujer gritó de dolor y preguntó qué le había pasado a su ojo, aquél le preguntó qué le daría a cambio de recuperar su ojo.

—Te daré el arte de preparar cien maltas de cerveza de un solo golpe.

Así fue que a cambio de enseñar dicho arte, la vieja bruja recuperó su ojo y ambos partieron por caminos distintos.

Y cuando Minnikin llevaba un poco más de camino andado quiso probar lo que podía hacer su barco, así que lo sacó del bolsillo, metió un pie en su interior y el barco creció, pero cuando metió los dos pies, el barco se hizo tan grande como todos los barcos que navegan por el mar.

Entonces dijo: “Ahora ve y navega por agua salada y agua dulce, sobre colinas y valles profundos y no pares hasta que hayas llegado al palacio del rey”.

Y al instante el barco zarpó y se fue volando con la misma ligereza con la que vuelan las aves y se detuvo cuando llegó al palacio del rey.

Muchas personas vieron a Minnikin llegar a bordo de su barco desde las ventanas del palacio; estaban tan asombrados que salieron corriendo para ver qué clase de hombre podía navegar en un barco que volaba, pero mientras llegaban hasta él, Minnikin había guardado su barco en el bolsillo nuevamente, pues al momento de salir del barco, éste recuperaba su pequeño tamaño, el mismo que tenía cuando se lo dio la vieja. Así, los que llegaron corriendo desde el palacio del rey no pudieron ver nada salvo a un pequeño niño en harapos que estaba ahí junto a la orilla del mar. El rey le preguntó de dónde venía, pero el niño dijo que no lo sabía ni tampoco podía decirle cómo había llegado hasta ahí, pero le pidió al rey que le ofreciera un lugar dentro del palacio. Le dijo que si no había algo específico para él, bien podía ir por leña y agua para los ayudantes de cocina.

Cuando Minnikin llegó al palacio vio que todo estaba adornado con mantas negras; tanto al exterior como al interior del palacio, de arriba abajo, así que le preguntó a la ayudante de cocina a qué se debía eso.

—La hija del rey ha sido prometida a tres trols y el próximo jueves por la noche uno de ellos va a venir a recogerla.

Ritter el rojo ha dicho que él podía liberarla, pero ¿quién sabe si podrá? Así que ya te imaginarás lo acongojados que estamos todos.

Llegó el jueves y Ritter el rojo acompañó a la princesa a la orilla del mar, pues ahí es donde iría a recogerla el trol; él estaría a su lado para protegerla. Sin embargo, lo más probable es que no pudiera hacerle mucho frente al trol, pues ni bien se había sentado la princesa sobre una roca, Ritter había escalado el primer árbol que encontró y se había ocultado en el follaje.

La princesa lloraba y le pidió que no la dejara sola, pero a Ritter el rojo no pareció importarle mucho. “Es mejor que muera uno a que mueran dos”, le dijo.

Mientras tanto, Minnikin le había pedido permiso a la ayudante de cocina para ir a dar una vuelta por la orilla del mar.

—¿Y qué vas a hacer tú en la orilla del mar? —le preguntó la ayudante de cocina—. Nada se te ha perdido ahí.

—Tal vez sí, querida mía, déjame ir por favor. Quiero ir a jugar con los otros niños.

—Está bien, pero quiero que regreses antes de la hora en que tenemos que meter la olla en el fuego para la cena y poner la carne en el asador y no olvides traer un buen tanto de leña para la cocina.

Minnikin prometió cumplir con todo y se fue. Apenas llegó al lugar donde la hija del rey estaba sentada, llegó el trol silbando y haciendo escándalo; era tan grande y fornido que daba miedo y tenía cinco cabezas.

—¡Fuera de aquí! —le dijo el trol.

—¡Tú fuera de aquí! —le dijo Minnikin.

—¿Sabes pelear?

—Si no sé, puedo aprender.

Entonces el trol soltó un tremendo golpe con una barra de hierro que traía en la mano haciendo que los pedazos del suelo volaran más de cinco metros en el aire.

—¡Bah! Eso no es nada. Ahora verás un golpe mío.

Y entonces Minnikin tomó la espada que le había dado la vieja bruja y en un momento las cinco cabezas del trol cayeron en la arena.

Cuando la princesa se vio en libertad, no se dio cuenta de lo que hacía y se puso a bailar y a dar de brincos.

—Ven y descansa tu cabeza sobre mi regazo —le dijo la princesa— y cuando Minnikin se quedó dormido, la princesa le puso un vestido dorado.

Cuando Ritter el rojo vio que ya no había ningún peligro, no tardó ni un instante en bajar del árbol. Entonces amenazó a la princesa hasta que la obligó a prometer que diría que había sido él quien la había rescatado. Le dijo que si no decía eso, la mataría. Entonces recogió la lengua y los pulmones del trol y los metió en su pañuelo y llevó a la princesa de regreso al palacio del rey. Al llegar, todo el honor que le faltaba le fue conferido, pues el rey no sabía cómo exaltarlo más y siempre lo mantuvo a su derecha cuando estaban a la mesa.

En cuanto a Minnikin, primero fue al barco del trol de donde extrajo una buena cantidad de aros de oro y plata y luego volvió al palacio del rey.

Cuando la ayudante de cocina vio toda esa cantidad de oro y plata casi se muere. “Mi querido amigo, ¿de dónde has sacado todo esto?”, le preguntó, pues temía que lo hubiera obtenido por algún medio deshonesto.

—Fui a casa un momento y estos aros se cayeron de una cubeta que transportaba, así que decidí recogerlos y traerlos para ti.

En cuanto la ayudante de cocina escuchó que eran para ella, no hizo más preguntas. Le dio las gracias a Minnikin y todo volvió a estar bien.

El siguiente jueves todo ocurrió del mismo modo. Todos estaban tristes y afligidos, pero Ritter el rojo dijo que si había sido capaz de liberar a la princesa de su compromiso con un trol, bien podría hacerlo de nuevo y escoltó a la princesa a la orilla del mar. Pero tampoco le hizo mucho daño a este trol, pues cuando llegó el momento en que el trol podría aparecer dijo igual que antes: “Mejor que muera uno a que mueran dos” y volvió a subirse al árbol para esconderse.

Minnikin volvió a pedirle a la ayudante de cocina que lo dejara ir a dar una vuelta por la orilla de la playa.

—¿Y qué vas a hacer ahí? —le preguntó la ayudante de cocina.

—¡Por favor déjame ir! —insistió—. Tengo muchas ganas de ir a jugar con los otros niños.

Al igual que la vez anterior, la ayudante de cocina le dio permiso de salir, pero antes le hizo prometerle que estaría de vuelta para la hora en que había que darle vueltas al asado y que traería un buen tanto de leña.

En cuanto Minnikin llegó apareció el segundo trol a toda prisa silbando y haciendo escándalo; era dos veces más grande que el trol anterior y tenía diez cabezas.

—¡Ataca! —exclamó el trol.

—¡Tú primero! —dijo Minnikin.

—¿Sabes pelear? —rugió el trol.

—Si no, puedo aprender —respondió Minnikin.

Y entonces el trol soltó un golpe tremendo con su barra de hierro, que era aún más grande que la que tenía el primer trol, de manera que los pedazos del suelo brincaron diez metros en el aire.

—¡Bah! —exclamó Minnikin—. Eso no es nada. Ahora verás uno de mis golpes.

Entonces tomó su espada y atacó al trol cortándole las diez cabezas que cayeron en la arena.

Y de nuevo la hija del rey le dijo que descansara un momento sobre su regazo; mientras éste lo hacía, la princesa lo cubrió con unas vestiduras de plata.

Cuando Ritter el rojo vio que ya no había ningún peligro, no tardó ni un instante en bajar del árbol. Entonces amenazó a la princesa hasta que la obligó a prometer que diría que había sido él quien la había rescatado. Le dijo que si no decía eso, la mataría. Entonces recogió la lengua y los pulmones del trol y los metió en su pañuelo y llevó a la princesa de regreso al palacio del rey. Todo era alegría en el palacio, como era de esperarse, y el rey no sabía cómo honrar más a Ritter el rojo.

Por su parte, Minnikin tomó consigo una buena cantidad de aros de oro y plata del barco del trol. Cuando volvió al palacio del rey, la ayudante de cocina le preguntó de dónde habría podido sacar esa cantidad de oro y plata, pero Minnikin le dijo que había ido un momento a casa y que al transportar unas cubetas estos aros se habían caído y que había decidido traérselos como regalo.

La noche del jueves siguiente transcurrió igual que las dos ocasiones anteriores. Todo en el palacio del rey estaba decorado con mantas negras y todos estaban tristes y angustiados, pero Ritter el rojo decía que no había ninguna razón para sentirse así, pues si ya había liberado a la princesa en dos ocasiones de los trols, sin duda podría hacerlo con facilidad una tercera vez.

Ritter el rojo acompañó de nuevo a la princesa, pero cuando llegó el momento de que el trol llegara se subió una vez más al árbol para esconderse.

La princesa lloró y le pidió que no la dejara sola, pero todo fue en vano. Él se mantuvo en lo dicho: “Mejor que muera uno a que mueran dos”.

Y también esa noche Minnikin pidió permiso para ir a la orilla del mar.

—¿Qué vas a hacer ahí? —preguntó la ayudante de cocina.

Sin embargo, él insistió hasta que consiguió el permiso, pero a condición de que volviera a la cocina a la hora en que se debía dar vueltas al asado.

En cuanto Minnikin llegó apareció el tercer trol a toda prisa silbando y haciendo escándalo; era mucho, mucho más grande que los trols anteriores y tenía quince cabezas.

—¡Ataca! —exclamó el trol.

—¡Tú primero! —dijo Minnikin.

—¿Sabes pelear? —rugió el trol.

—Si no, puedo aprender —respondió Minnikin.

—Entonces te voy a enseñar —le dijo el trol y soltó un golpe tremendo con su barra de hierro, que era aún más grande que la que tenía el primer trol— de manera que los pedazos del suelo brincaron diez metros en el aire.

—¡Bah! —exclamó Minnikin—. Eso no es nada. Ahora verás uno de mis golpes.

Entonces tomó su espada y atacó al trol cortándole las quince cabezas, mismas que cayeron en la arena.

Una vez más la princesa quedó libre y le dio las gracias a Minnikin por haberla salvado. “Recuéstate un momento sobre mi regazo”, le dijo y mientras él descansaba, ella le puso encima una capa de latón. “¿Cómo vamos a hacer para que esta vez se sepa que fuiste tú quien me salvó?”, preguntó la princesa.

—Cuando Ritter el rojo te haya llevado a casa y haya dicho que fue él quien te rescató, pedirá tu mano y la mitad del reino. Pero cuando el día de tu boda te pregunten quién quieres que sea tu escanciador, les vas a decir: “Quiero que sea el chico harapiento que trae leña y lleva agua a la ayudante de cocina”. Y cuando esté llenando sus copas derramaré una gota en el plato de Ritter, pero ninguna en el tuyo y él se va a enojar y seguramente me golpeará. Esto va a suceder tres veces y en la tercera vez tú vas a decir: “¡Qué vergüenza que te atrevas a pegarle al dueño de mi corazón! Él es quien me rescató de los troles y es él a quien tendré por esposo”.

Luego Minnikin volvió al palacio del rey como lo había hecho antes, pero primero fue al barco del trol y tomó una buena cantidad de oro, plata y varias joyas, de las cuales separó los aros de oro y plata y se los regaló a la ayudante de cocina.

Ritter el rojo vio que ya no había peligro y bajó del árbol, luego amenazó a la hija del rey para que dijera que había sido él quien la había rescatado una vez más. Dicho esto llevó de vuelta a la princesa con el rey. En el palacio, Ritter el rojo encontró más honores que nunca; el rey no sabía de qué manera honrar al caballero que había rescatado a su hija de tres troles, así que decidió que se casara con la princesa y recibiera la mitad del reino.

El día de la boda, la princesa pidió que el muchacho que trabajaba en la cocina transportando agua y leña fuera el escanciador en el festín.

—¿Y por qué quieres que ese harapiento y mugroso sea el escanciador? —le preguntó Ritter el rojo, pero la princesa se limitó a insistir en que fuera él y nadie más. Su petición fue aceptada y todo sucedió tal como lo habían acordado la princesa y Minnikin.

Éste derramó una gota en el plato de Ritter el rojo, pero ninguna en el de la princesa. Ritter el rojo perdió los estribos y le dio un golpe a Minnikin por cada vez que éste derramó una gota de vino.

Con el primer golpe se le cayeron los harapos que Minnikin solía llevar cuando estaba en la cocina; al segundo golpe se le cayó la capa de latón; al tercero, las vestiduras de plata y de pronto Minnikin se mostró con unas ropas de oro espléndidas y relucientes.

En ese momento la princesa dijo: “¡Qué vergüenza que te atrevas a pegarle al dueño de mi corazón! Él es quien me rescató de los troles y es él a quien tendré por esposo”.

Ritter el rojo juró que él la había rescatado, pero el rey dijo: “Quien haya liberado a mi hija deberá tener alguna prueba de su hazaña”.

Entonces Ritter fue corriendo por el pañuelo en el que tenía los pulmones y la lengua del trol; y Minnikin fue por todo el oro, plata y las joyas que había tomado de los barcos de los trols. Ambos colocaron sus pruebas frente al rey.

—Aquel que tenga como posesiones oro, plata y diamantes debe ser quien ha matado al trol, pues en ningún otro lado se puede uno hacer de estas cosas —dijo el rey y Ritter el rojo fue arrojado al pozo de las serpientes, mientras que Minnikin se quedó con la princesa y la mitad del reino.

Un día en que el rey daba un paseo con Minnikin, éste le preguntó si no había tenido más hijos.

—Sí, tengo otra hija, pero el trol se la llevó porque no hubo nadie que pudiera rescatarla. Una de mis hijas ya es tuya, pero si pudieras liberar a la otra, también te la daría junto con la otra mitad del reino.

—Puedo intentarlo —dijo Minnikin— pero para ello necesito una cuerda de hierro que mida quinientos nudos de largo y también quinientos hombres que me acompañen y provisiones para cinco semanas, pues es un largo viaje.

Así que el rey dijo que podría conseguir todo eso, pero que no tenía un barco lo suficientemente grande para transportarlos a todos.

—Pues yo tengo mi propio barco —dijo Minnikin y sacó del bolsillo el que le había dado la vieja bruja. El rey soltó la carcajada, pues creyó que se trataba de una broma, pero Minnikin le dijo que le diera lo que él le había pedido, ya que luego vería algo muy especial.

Al cabo de unos días el rey le consiguió a Minnikin todo lo solicitado. Lo primero que hizo fue pedirles que subieran la cuerda de hierro al barco, pero no había nadie que fuera capaz de levantarla y sólo había espacio suficiente para uno o dos hombres en aquel barco tan pequeño. Entonces Minnikin tomó la cuerda y subió apenas una parte de la misma a bordo y a medida que subía más de la cuerda, el barco se hacía más y más grande hasta que fue tan grande que la cuerda, los quinientos hombres, las provisiones y el propio Minnikin cupieron muy bien.

—Ahora ve y navega por agua salada y agua dulce, sobre colinas y valles profundos y no pares hasta que hayas llegado a donde está la hija del rey —dijo Minnikin y el barco zarpó alejándose de la tierra y el agua hasta que el viento silbó y envolvió la nave.

Después de viajar bastante lejos, el barco se detuvo a mitad del mar.

—Hemos llegado, pero no sé muy bien cómo vamos a regresar —dijo Minnikin.

Entonces tomó la cuerda de hierro y ató uno de los extremos a su cintura. “Ahora me sumergiré hasta el fondo, pero cuando quiera volver a la superficie daré un jalón a la cuerda.

Será entonces cuando todos deberán tirar como un solo hombre. Si no lo hacen será el fin de mi vida, pero también de la suya”, acabó de decir estas palabras y se arrojó al mar rodeado de burbujas amarillas. Se hundió más y más hasta que llegó al fondo. Ahí encontró una gran colina con una puerta y decidió entrar. Vio a la otra princesa que bordaba, pero en cuanto vio a Minnikin dio unas cuantas palmadas y exclamó: “¡Alabado sea el cielo!, no había visto a un cristiano desde que llegué aquí”.

—He venido a rescatarte —dijo Minnikin.

—Ay, me temo que no podrás hacerlo —dijo la hija del rey—. Ni siquiera lo pienses; si el trol te ve, te matará.

—Y ya que lo mencionas, ¿dónde está? Me gustaría verlo.

Entonces la hija del rey le dijo que el trol había salido en busca de alguien que pudiera preparar cien maltas de cerveza de un solo golpe, pues el trol tendría un festín y con menos de esa cantidad no podría emborracharse.

—Yo puedo hacer eso.

—Si al menos el trol no tuviera tan mal carácter se lo diría —dijo la princesa— pero es tan malo que apenas te vea, te partirá en mil pedazos. Creo que buscaré una manera de decírselo. Mientras tanto, ¿podrías esconderte en el armario?

Luego veremos qué sucede.

Minnikin se escondió y poco después entró el trol.

—¡Vaya! Aquí huele a sangre de cristiano —dijo el trol.

—Así es; un ave que pasó volando sobre la casa traía un hueso de cristiano en el pico y lo dejó caer por nuestra chimenea —dijo la princesa—. Me di prisa por sacarlo, pero aun así debe haber quedado el olor.

—Eso debe ser —dijo el trol muy molesto.

La princesa le preguntó si había encontrado a alguien que pudiera preparar cien maltas de cerveza de un solo golpe.

—No. No hay nadie que pueda hacer eso —le respondió el trol. —Hace poco vino un hombre que dijo que podía hacerlo.

—¡Pero qué lista eres! —le dijo el trol—¡Cómo pudiste dejarlo ir! Deberías saber que yo estaba buscando precisamente a alguien como él.

—Pues no lo dejé ir, pero como el trol tiene tan mal carácter, lo escondí en el armario, por si el trol no ha encontrado a nadie más, el hombre sigue aquí.

—¡Que venga! —dijo el trol.

Cuando Minnikin entró, el trol le preguntó si era cierto que podía preparar cien maltas de un solo golpe.

—Así es —respondió Minnikin.

—Está muy bien que te haya encontrado —dijo el trol—. Ponte a trabajar en este momento, pero que el cielo se apiade de ti si no preparas una cerveza fuerte.

—Va a quedar muy buena —dijo Minnikin— pero voy a necesitar la ayuda de más trols para cargar las cosas.

Entonces llegaron muchos, todo un enjambre de trols, y la preparación de la cerveza comenzó. Cuando estuvo lista, todos estaban ansiosos por probarla; primero el trol y luego los ayudantes, pero Minnikin había hecho la cerveza tan fuerte, que todos cayeron muertos como moscas tan pronto la probaron. Al final no quedó nadie salvo una vieja bruja que estaba escondida detrás de la estufa.

—¡Pobre criatura! —le dijo Minnikin—. Tú también vas a probar esta bebida igual que los demás —le dijo y extrajo un poco más de la cerveza que aún quedaba, la vertió en un tazón para la leche, se la dio y así se deshizo de todos.

Mientras Minnikin miraba a su alrededor descubrió un cofre enorme. Lo tomó y lo llenó con oro y plata, y luego ató la cuerda a su cintura, a la princesa y al cofre y tiró de ella con toda su fuerza. Los hombres los subieron a cubierta sanos y salvos.

Una vez arriba del barco, Minnikin dijo: “Ahora ve y navega por agua salada y agua dulce, sobre colinas y valles profundos y no pares hasta que hayas llegado al palacio del rey”. Y al instante zarpó el barco; tan rápido que dejó una estela de espuma amarilla alrededor.

Cuando aquellos que estaban en el palacio del rey vieron el barco, no tardaron un segundo en ir a recibir con música y canciones a Minnikin. Mucha era la felicidad de todos, pero ninguna como la del rey, pues había recuperado a su otra hija.

Sin embargo, Minnikin no estaba tan feliz como antes, pues ahora las dos princesas querían quedarse con él y él sólo quería a la princesa que había rescatado primero, que era la menor. Se la pasaba caminando de un lado a otro pensando cómo podría hacer para quedarse sólo con ella sin hacer algo que resultara ofensivo para la otra hermana. Un día, mientras caminaba meditando estas cuestiones, se le ocurrió que si su hermano Rey Pippin estuviera con él, todo se arreglaría, pues eran idénticos y nadie podría notar la diferencia entre uno y otro. Así su hermano podría quedarse con la otra princesa y con la mitad del reino. En cuanto a él, la otra mitad del reino le parecía más que suficiente. En cuanto tuvo esta idea salió del palacio y llamó a Rey Pippin, pero nadie acudió a su llamado. Volvió a llamarlo una segunda vez, un poco más fuerte, pero nadie acudió. Entonces Minnikin lo llamó por tercera vez, con todas sus fuerzas, y ahí al instante se apareció su hermano.

—Te dije que me llamaras sólo si era un asunto de extrema necesidad —le dijo a su hermano— y aquí no veo nada ni a nadie que pueda hacerte daño —al decirle esto último le dio tal golpe a Minnikin que éste rodó por el piso.

—¡Qué vergüenza que te atrevas a golpearme! —dijo

Minnikin—. Primero gané a una princesa y la mitad del reino; luego gané a la otra princesa y la otra mitad del reino.

Y ahora, cuando pensé que sería buena idea darte a una de las princesas y la mitad del reino, te apareces y me golpeas.

¿Cuál es el motivo?

Cuando Rey Pippin escuchó esto, le pidió perdón a su hermano; se reconciliaron y volvieron a ser como amigos.

—Ahora bien —dijo Minnikin—. Nos parecemos tanto que nadie puede diferenciarnos, así que simplemente intercambiemos nuestra ropa y ve al palacio. Entonces las princesas creerán que soy yo y acudirán a recibirte. La primera en besarte será tuya, y yo me quedaré con la otra.

Minnikin sabía que la hermana mayor era la más fuerte y por ello imaginó cómo ocurrirían las cosas.

Rey Pippin aceptó el trato; intercambió sus ropas con las de su hermano y fue al palacio. Cuando entró, las hermanas creyeron que era Minnikin y ambas acudieron corriendo a recibirlo; pero la mayor, que era más grande y fuerte, empujó a su hermana y rápidamente abrazó a Rey Pippin por el cuello y lo besó. Así fue que la tomó por esposa y Minnikin, a la hermana menor. Es fácil imaginarse que hubo una boda doble y que ésta fue tan fastuosa que se habló de ella en los siete reinos.

FIN

31. La novia peluda

Versión de J. Moe.

Érase una vez un hombre viudo que tenía un hijo y una hija de su primer matrimonio; eran buenos chicos que se querían con todo el corazón. Al cabo de un tiempo el hombre volvió a casarse y escogió a una viuda que tenía una hija que era fea y malvada, igual que su madre. Desde el primer día que la nueva esposa llegó a la casa, los hijos del hombre no encontraron paz ni reposo en ninguna parte. Por esta razón el chico decidió que lo mejor que podía hacer era salir al mundo e intentar ganarse el pan por sus propios medios.

Al cabo de un tiempo de rondar por aquí y allá llegó al palacio del rey, donde encontró trabajo como ayudante del cochero. Y como era un chico listo y activo, los caballos que estaban a su cargo estaban fuertes y bien acicalados; tenían brillo.

Pero a su hermana, que se había quedado en casa, le iba cada vez peor. Tanto su madrastra como su hermanastra le echaban siempre la culpa de cualquier cosa; sin importar lo que hiciera ni a donde fuera. La regañaban y la molestaban tanto que la chica no tenía un minuto de descanso. La obligaban a hacer los trabajos más pesados, la insultaban todo el día y le daban de comer muy poco.

Un día la enviaron al arroyo por agua y del agua salió una cabeza horrible que le dijo: “¡Lávame, niña!”

—Está bien. Te lavaré con gusto —le dijo la chica y comenzó a tallar el rostro horrible, pero no pudo evitar pensar que era algo muy desagradable. Una vez que terminó de lavarla (y de lavarla muy bien) salió otra cabeza del agua, más fea aún que la anterior.

—¡Cepíllame, niña! —le dijo la horrible cabeza.

—Sí, te cepillaré con gusto —dijo la chica y se puso a desenredar aquel cabello enmarañado. Como es de suponer, ésta tampoco era una tarea muy agradable.

Una vez que terminó, una cabeza todavía más fea que las anteriores salió del agua.

—¡Bésame, niña!

—Sí. Te besaré —dijo la hija del viudo y así lo hizo, pero no sin pensar que era lo más desagradable que había tenido que hacer en la vida.

Entonces las cabezas comenzaron a hablar entre sí y a preguntarse qué podían hacer por esta chica que era tan bondadosa.

—Será la chica más hermosa que haya existido; tan bella y luminosa como el día —dijo la primera cabeza.

—De sus cabellos caerán doblones de oro al cepillarse —dijo la segunda cabeza.

—También será oro lo que salga de su boca cuando hable —dijo la tercera.

De modo que cuando la hija del viudo volvió a casa, tan hermosa y radiante como el día, la madrastra y su hija se enojaron mucho. Y más se enojaron cuando vieron que de los labios de la chica caían monedas de oro cuando hablaba. La madrastra, enfurecida, envió a la chica al porquerizo para que se quedara con los cerdos. “Bien puede montar aquí su espectáculo de oro˝, dijo, “porque no le permitiré que entre en mi casa”.

No pasó mucho tiempo antes de que la madrastra quisiera que su hija también fuera al arroyo por agua para la casa.

Cuando la muchacha llegó con sus cubetas salió del agua la primera cabeza y le dijo: “¡Lávame, niña!”

—¡Lávate tú! —le respondió.

Entonces apareció la segunda cabeza.

—¡Cepíllame, niña!

—¡Cepíllate tú! —le dijo la chica.

Entonces la cabeza se sumergió en el agua y del mismo lugar emergió la tercera cabeza que le dijo: “Bésame, niña”.

—Ya parece que te voy a besar si estás horrible —respondió.

Las cabezas comenzaron a hablar entre sí acerca de lo que debían hacer con esta niña que tenía tan mal carácter y que se daba tanta importancia y acordaron que la nariz le mediría cuatro pies, la mandíbula le crecería al triple y sus cejas se harían tan espesas que le cruzarían la frente. Y cada vez que hablara, de su boca saldrían cenizas.

Cuando volvió a casa con sus cubetas, le gritó a su madre que estaba dentro de la casa: “¡Abre la puerta!”

—Abre la puerta tú misma, querida hija —le dijo su madre.

—No me puedo acercar por lo largo de mi nariz.

Se pueden imaginar la reacción de la madre cuando salió a verla. Se puso a gritar y a lamentarse, pero ni la nariz ni la mandíbula se achicaron.

El hermano, que trabajaba en el palacio del rey, llevaba consigo un retrato de su hermana y cada mañana y cada noche se arrodillaba ante él y rezaba por su hermana, pues la quería mucho.

Los otros chicos que trabajaban en el establo lo habían escuchado rezar y lo espiaron por el ojo de la cerradura de su cuarto; así lo vieron de rodillas frente al retrato y comenzaron a decir que el chico le rezaba mañana y noche a un ídolo que adoraba. Decidieron ir con el rey y le pidieron que él mismo se asomara para comprobarlo. Al principio el rey no creía en esto, pero después de un tiempo en que ellos insistían, lo convencieron. Y el rey acudió a la puerta del cuarto del chico y se asomó por el ojo de la cerradura. Vio al chico de rodillas con las manos entrelazadas ante un retrato que colgaba de la pared.

—¡Abre la puerta! —exclamó el rey, pero el chico no podía escucharlo.

El rey repitió la orden, pero como el chico rezaba con tanto fervor, tampoco lo escuchó esta vez.

—¡Dije que abrieras la puerta! ¡Soy el rey y quiero entrar!

Entonces el chico llegó a la puerta de un brinco y la abrió, pero por la confusión olvidó esconder el retrato.

Cuando el rey entró y lo vio, se quedó de una pieza y no podía ni moverse de lo hermosa que le parecía la chica del retrato.

—No hay en el mundo una mujer tan hermosa —dijo el rey.

Pero el chico le dijo que era su hermana y que él había pintado el retrato y que si ella no era más hermosa que el retrato, al menos no era más fea tampoco.

—Pues si es tan hermosa como parece, quiero que sea mi reina —dijo el rey y le ordenó que se fuera a casa y la trajera sin tardanza. El chico prometió cumplir la orden tan rápido como le fuera posible y salió del palacio.

Cuando el muchacho llegó a su casa a recoger a su hermana, su madrastra y hermanastra también quisieron ir y se las llevó a las tres. Su hermana llevaba consigo un alhajero en el que guardaba sus monedas de oro y un perro llamado Nieve. Estas dos cosas eran lo único que había heredado de su madre. Al cabo de un tiempo llegaron a la costa, pues debían cruzar el mar. El hermano se sentó al timón y la madre y las dos medias-hermanas se sentaron en la parte de atrás del bote y navegaron un largo, largo camino hasta que por fin encontraron tierra a la vista.

—¿Ven esa línea blanca sobre la playa? Ahí es donde atracaremos —dijo el hermano señalando hacia el otro lado del mar.

—¿Qué dice mi hermano? —preguntó la chica.

—Dice que debes arrojar tu alhajero al mar —dijo la madrastra.

—Si mi hermano lo dice, lo haré —respondió la hermana y arrojó el alhajero al mar.

Una vez que habían avanzado un poco más, el hermano volvió a señalar al otro lado del mar y dijo: “Ahí se ve el palacio al que nos dirigimos”.

—¿Qué dijo mi hermano? —volvió a preguntar la chica.

—Dice que ahora debes arrojar a tu perro al mar —respondió la madrastra.

La chica lloró y se sintió muy triste, pues Nieve era lo más querido para ella sobre la tierra, pero terminó arrojándolo por la borda.

—Si mi hermano dice que debo arrojarlo, lo haré, aunque bien sabe el cielo cuánto no desearía tener que hacerlo, querido Nieve.

Y así continuaron su viaje un poco más lejos.

—Aquí viene el rey a recibirte —dijo el hermano.

—¿Qué dijo mi hermano?

—Dice que debes darte prisa y arrojarte tú misma por la borda.

La chica lloró, pero como era una orden de su hermano, le pareció que debía obedecerlo y se arrojó al mar.

Pero cuando llegaron al palacio y el rey miró a esa novia horrible que tenía una nariz de cuatro pies de largo y una mandíbula que medía otros tres y una frente peluda se quedó aterrorizado. Sin embargo, el festín para la boda estaba listo.

Ya estaban sobre la mesa los pasteles y la cerveza, y todos los invitados a la boda estaban sentados esperando. A pesar de ser tan fea, el rey se vio obligado a aceptarla.

Pero estaba muy enojado (nadie puede reprochárselo) y mandó que arrojaran al chico a un pozo lleno de serpientes.

La noche del primer jueves después de la boda, una hermosa doncella llegó a la cocina del palacio y le pidió a la ayudante de cocina, que ahí dormía, que le prestara un cepillo.

Lo pidió con mucha amabilidad y se lo prestaron; se cepilló el cabello y comenzaron a caer monedas de oro.

Llevaba un perrito con ella al que le dijo: “¡Sal, querido Nieve y ve si pronto amanecerá!”.

Esto lo dijo tres veces y la tercera vez que mandó al perro a que viera si pronto amanecería, ya casi era el momento. Entonces se vio obligada a partir, pero mientras se iba dijo:

Yo te maldigo, horrible novia peluda, pues duermes tan tranquila al lado del rey mientras mi cama es de arena y piedras y mi hermano duerme con las frías serpientes sin nadie que lo llore ni le dé su compasión.

Al final añadió: “Volveré dos veces y luego nunca más”.

Por la mañana, la ayudante de cocina contó lo que había presenciado y el rey dijo que la noche del jueves siguiente él mismo haría guardia en la cocina y vería si todo aquello era verdad. Cuando oscureció se dirigió a la cocina con la chica.

Pero aunque se frotaba los ojos y hacía todo lo que podía por mantenerse despierto, todo fue en vano, pues la novia peluda le cantaba suavemente para arrullarlo hasta que al rey se le cerraron los ojos. Cuando la hermosa doncella apareció, el rey estaba tan dormido que roncaba.

Al igual que la vez anterior, pidió prestado un cepillo con el cual se alisó el cabello, del cual cayeron algunas monedas de oro; de nuevo envió al perro tres veces y se fue al amanecer, pero mientras caminaba dijo: “Vendré una vez más y después no volveré nunca”.

La noche del tercer jueves el rey volvió a hacer guardia y le ordenó a dos hombres que lo detuvieran y que lo sacudieran cuando vieran que estaba por quedarse dormido; también envió a dos hombres a que vigilaran a su novia peluda.

Pero mientras la noche avanzaba, la novia peluda comenzó a cantar suavemente y los ojos del rey comenzaron a cerrarse y la cabeza se le iba de lado. Entonces llegó la hermosa doncella, tomó el cepillo y se cepilló el cabello hasta que comenzaron a caer monedas de oro y luego envió tres veces a su pequeño perrito Nieve a que fuera a ver si pronto habría de amanecer. Como en la tercera ya despuntaba el alba, la doncella volvió a decir:

Yo te maldigo, horrible novia peluda,

pues duermes tan tranquila al lado del rey

mientras mi cama es de arena y piedras

y mi hermano duerme con las frías serpientes

sin nadie que lo llore ni le dé su compasión.

 “Ya no volveré nunca más”, añadió y se dio media vuelta para partir, pero los dos hombres que sostenían al rey le tomaron las manos y le colocaron un cuchillo provocándole un pequeño corte en el meñique a la doncella, de donde comenzó a sangrar.

Y así fue como la novia quedó liberada. El rey despertó y ella le contó lo que había ocurrido y cómo su madrastra y hermanastra la habían traicionado. Entonces el rey mandó sacar al hermano del pozo lleno de serpientes (las serpientes no lo habían mordido) y la madrastra y su hija fueron arrojadas al mismo en su lugar.

Nadie puede saber lo feliz que se puso el rey al verse librado de su novia peluda y tener una reina tan hermosa como el día.

Y esta vez se celebraron las bodas auténticas de tal manera que se habló de ellas en los siete reinos.

FIN

32. Campanita

Versión de los hermanos Grimm.

Érase una vez en pleno invierno, cuando los copos de nieve caían como plumas en la tierra, una reina que bordaba frente a una ventana que tenía un marco de ébano. Mientras bordaba y echaba un vistazo por la ventana se pinchó un dedo con la aguja y cayeron tres gotas de sangre sobre la nieve y como el rojo de la sangre contrastaba con lo blanco de la nieve y con el color del marco de la ventana, pensó: “Lo que no daría por tener una hija tan blanca como la nieve, roja como la sangre y negra como el ébano”.

Su deseo fue concedido y al poco tiempo tuvo una pequeña hija con la piel blanca como la nieve; los labios y las mejillas rojos como la sangre y con el cabello tan negro como el ébano. Le pusieron Campanita, por las flores de ese nombre que crecen en invierno, pero al poco tiempo de que nació la niña, la reina murió.

Al cabo de un año, el rey volvió a casarse. Su nueva esposa era una mujer tan hermosa que no había nadie que rivalizara con ella. Tenía un espejo mágico frente al cual le gustaba admirarse y preguntarle: “Espejito, espejito, ¿quién es la mujer más bella del mundo?”, y el espejo le respondía:

“Tú eres la más bella, querida reina. Nadie en el mundo compite con tu belleza”.

Y la reina era la más feliz, pues sabía que el espejo siempre decía la verdad.

Pero Campanita se hacía más bella cada día y al cumplir los siete años de edad estaba hermosísima; más bella que la misma reina. Un día, cuando ésta le preguntó a su espejo la pregunta de siempre, éste le contestó: “Señora mía, sin duda eres muy bella, pero Campanita es más bella que tú”.

En ese momento la reina sintió que se moría del coraje y todo lo que antes era bello para ella, lo convirtió en imagen de sus celos. De inmediato cobró un gran odio, como veneno, hacia Campanita y cada día su envidia, su coraje y malicia aumentaban, pues la envidia y los celos son como una hierba mala que oprime y sofoca el corazón. Llegó un momento en que ya no pudo tolerar la presencia de Campanita y mandó llamar a un cazador al que le dijo:

—Llévate a la niña al bosque, pues no quiero volver a ver su cara nunca más. Quiero que la mates y me traigas sus pulmones y su hígado como prueba de que realmente está muerta.

El cazador obedeció las órdenes de la reina y se llevó a la niña al bosque, pero en cuanto sacó su cuchillo para matarla, ésta comenzó a llorar y le dijo: “¡No me mates, querido cazador!

Te prometo correr y perderme en el bosque y no volver nunca más al castillo”.

El cazador se apiadó de ella porque era aún una niña y era muy hermosa. Le dijo: “Muy bien, pequeña, vete corriendo por el bosque”, pues pensó que muy pronto las fieras salvajes la devorarían.

Y se sintió un poco mejor porque no tuvo que matarla él mismo. Mientras regresaba al castillo, un jabalí pasó corriendo; le disparó, le sacó los pulmones y el hígado y se los llevó a la reina como prueba de que Campanita estaba muerta. La malvada mujer mandó cocerlos con sal y se los comió pensando que Campanita había desaparecido para siempre.

Cuando la chica se vio sola en el bosque, le pareció que los árboles cobraban formas muy extrañas y se asustó tanto que no sabía qué hacer. Entonces comenzó a correr por las piedras puntiagudas a través de las zarzas, mientras los animales salvajes le pasaban a un lado aunque sin hacerle daño. Corrió tan lejos como pudo y al caer la noche vio una pequeña casita y decidió entrar en ella a descansar. Todo era muy pequeño en la casita, pero más limpio y arreglado de lo que pudiera esperarse.

En la estancia había una mesa cubierta con un mantel blanco y siete pequeños platos con sus respectivos tenedores, cuchillos, cucharas y vasos. Contra la pared había siete camas tendidas con cubrecamas blancos como la nieve.

Campanita tenía tanta hambre y tanta sed que comió un poco de pan y de avena de cada plato y bebió un poco de vino de cada vaso. Después, sintiéndose agotada y con sueño, se recostó sobre una de las camas, pero no la encontró muy cómoda, así que se pasó a otra y otra, pero le parecían o muy cortas o muy grandes hasta que la última, la séptima, le acomodó perfectamente. Se recostó, rezó sus oraciones y se quedó dormida.

Poco más tarde volvieron los dueños de la casa; eran siete enanos que trabajaban en las minas, en el mismo corazón de la montaña. Encendieron sus siete lámparas y tan pronto su vista se ajustó a la luz en la habitación, notaron que alguien había estado en la casa, pues las cosas no estaban como las habían dejado antes de irse.

El primero dijo: “¿Quién se ha sentado en mi sillita?”

El segundo dijo: “¿Quién estuvo comiendo de mi pequeña hogaza de pan?”

El tercero dijo: “¿Quién ha comido de mi avena?”

El cuarto dijo: “¿Quién ha estado comiendo de mi platito?”

El quinto dijo: “¿Quién usó mi tenedorcito?”

El sexto dijo: “¿Quién usó mi cuchillito?”

El séptimo dijo: “¿Quién ha estado bebiendo de mi vasito?”

Entonces el primer enano vio que alguien había estado sobre su cama y dijo: “¿Quién se ha acostado en mi cama?”

Los demás se acercaron rápidamente y al ver sus camas exclamaron:

“Alguien se ha acostado sobre nuestras camas también”.

Pero cuando el séptimo enano se acercó a su cama dio un salto por la sorpresa, pues ahí estaba Campanita profundamente dormida. Les llamó a los demás y todos se acercaron lámpara en mano y al ver a Campanita durmiendo sobre la cama casi se desmayan de la sorpresa.

—¡Por el cielo, qué hermosa niña!

Estaban tan maravillados por su hermosura que no la despertaron; el séptimo enano se durmió con sus compañeros, una hora con cada uno, y así pasó la noche.

Campanita despertó a la mañana siguiente y cuando vio a los siete enanos tuvo mucho miedo, pero ellos fueron tan amistosos y le preguntaron por su nombre de un modo tan educado, que respondió:

—Soy Campanita.

—¿Por qué has venido a nuestra casa? —preguntaron los enanos.

Y ella les contó que su madrastra la había mandado matar y el cazador le había perdonado la vida, luego les explicó cómo había corrido por el bosque hasta encontrar su casa.

Los enanos, después de escuchar su historia, le preguntaron:

—¿Te gustaría quedarte a hacer las labores de la casa? Podrías cocinar, tender las camas, lavar la ropa, tejer y coser, y si nos sentimos satisfechos con tu trabajo, nada te faltará.

—¡Por supuesto que sí! —respondió Campanita—. Haré con gusto lo que me piden.

Y así fue como se quedó a vivir con ellos. Por las mañanas los enanos iban a la montaña a extraer oro y por la noche, cuando volvían a casa, Campanita les tenía la cena lista, pero como durante el día ella se quedaba sola en casa, los enanos le dijeron:

—Ten cuidado de tu madrastra. Pronto sabrá que estás aquí y, sin importar lo que ocurra, no dejes que nadie entre en la casa.

Por su parte la reina, que pensó que se había comido los pulmones y el hígado de Campanita, creyó que de nuevo era la mujer más bella del mundo, por lo cual volvió a colocarse frente al espejo y le preguntó:

—Espejito, espejito, ¿quién es la mujer más bella del mundo?

—Querida reina, tú eres muy bella, bien lo sabes, pero Campanita, que vive con los siete enanos es tanto o más bella que tú.

La reina se horrorizó al escuchar estas palabras, pues el espejo siempre decía la verdad; ahora sabía que el cazador la había engañado y que Campanita aún vivía. Pensaba día y noche cómo iba a destruirla, pues mientras ella supiera que tenía una rival en la belleza, su celoso corazón no la dejaría en paz. Por fin se le ocurrió un plan. Se disfrazó de una vieja vendedora ambulante, recorrió las siete colinas y llegó a la casa de los siete enanos. Llamó a la puerta al tiempo que pregonaba: “¡Vendo encajes finos!”

Campanita se asomó por la ventana y gritó: “¡Buenos días, madre, ¿qué vende usted?”

—Ropa fina de encaje —respondió— hermosas prendas de varios colores —añadió mientras sostenía un corpiño de seda entre los dedos.

“Seguramente no habrá problema si dejo entrar a una mujer honesta”, pensó Campanita, así que quitó la tranca de la puerta y compró el bonito encaje.

—¡Qué hermosa eres! —exclamó la vieja—. Deja que te ponga el corpiño como debe ser.

Campanita, sin sospechar ningún mal, se colocó frente a la vieja y la dejó que le atara el corpiño, pero ésta lo hizo tan rápido y tan fuerte que la sofocó y Campanita cayó muerta.

—Ahora ya no eres la más bella —dijo la malvada mujer y se fue corriendo.

Por la noche llegaron los enanos y ya pueden imaginarse el susto que se llevaron cuando vieron a la querida Campanita tendida en el piso, tan quieta como una muerta. La levantaron con cuidado y al ver lo ajustado que tenía el corpiño cortaron los listones que lo sujetaban y así fue que Campanita volvió a respirar poco a poco. Cuando recobró el aliento les contó lo que había sucedido y los enanos le dijeron:

—Es claro que la vendedora no era otra que la vieja reina.

De ahora en adelante debes tener mucho cuidado de no dejar entrar a nadie en la casa si nosotros no estamos.

En cuanto la malvada reina llegó al castillo fue directamente hacia el espejo y le dijo:

—Espejito, espejito, ¿quién es la mujer más bella del mundo?

—Querida reina, tú eres muy bella, bien lo sabes, pero

Campanita, que vive con los siete enanos es tanto o más bella que tú.

Cuando escuchó esto se puso pálida, porque supo que Campanita debía seguir con vida.

“Esta vez voy a tramar algo que acabe con ella de una vez por todas”, pensó.

Y haciendo uso de la brujería, que tan bien conocía, creó un peine venenoso; entonces se vistió y se transformó en otra vieja distinta a la vendedora. Volvió a cruzar las siete colinas y llegó a la casa de los siete enanos; llamó a la puerta y gritó: “¡Vendo ropa fina!”

Campanita se asomó por la ventana y le dijo: “Señora, debe irse, no tengo permitido dejar entrar a nadie en la casa”.

—Pero seguramente no tienes prohibido mirar —le dijo la vieja y le mostró el peine.

Le gustó tanto a la chica que cayó en la trampa y abrió la puerta. Una vez que acordaron el precio, la mujer le dijo:

—Ahora voy a peinarte el cabello como debe ser.

La pobre no sospechó ningún mal y apenas el peine tocó su cabello el veneno le hizo efecto y cayó al piso desmayada.

—Esta vez me he deshecho de ti —le dijo la malvada mujer y se fue tan rápido como pudo a su casa.

Afortunadamente la noche estaba cerca y los siete enanos volvieron pronto a casa. Cuando vieron a la muchacha tirada en el piso sospecharon que una vez más había sido obra de su madrastra, así que buscaron hasta que encontraron el peine envenenado; en cuanto se lo quitaron del cabello, Campanita volvió en sí y les contó lo que había ocurrido. Entonces volvieron a decirle que debía estar alerta y que no le abriera la puerta a nadie.

En cuanto la malvada reina llegó al castillo fue directamente hacia el espejo y le dijo:

—Espejito, espejito, ¿quién es la mujer más bella del mundo?

—Querida reina, tú eres muy bella, bien lo sabes, pero Campanita, que vive con los siete enanos es tanto o más bella que tú.

Cuando escuchó esto, literalmente se puso a temblar del coraje.

“Campanita debe morir aunque me cueste la vida”, pensó.

Entonces se dirigió a una pequeña cámara secreta que nadie más conocía y ahí preparó una manzana envenenada.

Por fuera se veía preciosa, roja por un lado y blanca por otro, de modo que al verla a cualquiera se le antojaba comérsela, pero quien así lo hiciera moriría al instante. Terminó de preparar la manzana y volvió a disfrazarse; esta vez de una humilde campesina, luego cruzó las siete colinas y llegó hasta la casita de los siete enanos. Volvió a tocar la puerta y al igual que la vez anterior Campanita le dijo: “No puedo dejar entrar a nadie, los siete enanos me lo han prohibido”.

—¿Tienes miedo de que te envenenen? —preguntó la mujer—. Mira, cortaré esta manzana por la mitad. Yo me comeré la parte blanca y tú te comerás la roja.

Y es que la manzana era venenosa sólo del lado rojo. A Campanita se le antojó la tentadora manzana y cuando vio que la mujer se comía una mitad, no pudo resistirse y estirando la mano tomó la otra mitad de la manzana. Apenas se había pasado el primer bocado cayó muerta al instante. Entonces la mirada cruel de la reina cobró un extraño brillo y exclamó entre risas: “Tan blanca como la nieve, roja como la sangre y negra como el ébano, esta vez los enanos no podrán ayudarte”.

En cuanto la malvada reina llegó al castillo fue directamente hacia el espejo y le dijo:

—Espejito, espejito, ¿quién es la mujer más bella del mundo?

—Querida reina, tú eres la más bella del mundo. No hay nadie más bella que tú.

Por fin su celoso corazón encontró paz o al menos tanta como un corazón celoso puede encontrar.

Cuando los enanos llegaron a casa y encontraron a Campanita tendida en el piso, ésta ya no respiraba. La levantaron, miraron alrededor para ver si podían encontrar algún objeto venenoso, pero no hallaron nada. Le desataron el corpiño, le cepillaron el cabello, la bañaron con agua y vino, pero todo en vano; la chica estaba muerta. La pusieron en un féretro y los siete enanos se sentaron alrededor, la lloraron por tres días completos. Al fin se decidieron a enterrarla, pero ella se veía radiante como si estuviera viva y sus mejillas tenían un color tan lindo que decían: “No podemos esconderla para siempre bajo la tierra”.

Así que hicieron un ataúd de cristal, transparente, y ahí la metieron. En la tapa escribieron con letras doradas que ella era una princesa real. Entonces colocaron el ataúd en el pico de la montaña y uno de los enanos siempre estaba a su lado montando guardia. Las aves lamentaron su muerte; primero un búho, luego un cuervo y por último una paloma.

Campanita permaneció mucho tiempo en el ataúd y siempre se veía igual, como si sólo estuviera dormida; permanecía blanca como la nieve, roja como la sangre y con el cabello negro como el ébano.

Un día un príncipe que andaba por el bosque pasó por la casa de los enanos; vio el ataúd en la colina con la hermosa Campanita dentro y cuando leyó la inscripción en la tapa le dijo al enano:

—Dame el ataúd y te daré lo que quieras a cambio.

—No. No cambiaríamos este ataúd ni por todo el oro del mundo.

—Bien. Entonces dénmelo a mí, que no puedo vivir sin Campanita; la amaré y cuidaré como lo más amado que tengo.

Habló de tal manera que los enanos tuvieron compasión por él y el príncipe ordenó a sus sirvientes que se llevaran el ataúd en hombros. Pero ocurrió que mientras bajaban por la colina se tropezaron con un arbusto, el ataúd se volteó y se impactó con tal fuerza en el piso que el trozo de manzana envenenada que Campanita se había comido se le salió por la garganta. La muchacha abrió los ojos poco a poco, levantó la tapa del ataúd y se incorporó sana y salva.

—¡Ay de mí!, ¿dónde estoy?

El príncipe le respondió muy contento: “Estás conmigo”, le dijo y le contó todo lo que había ocurrido y añadió: “Te quiero más que cualquiera en todo el mundo. ¿Vendrías conmigo al palacio de mi padre para ser mi esposa?”

Ella aceptó, se fue con él y las bodas se celebraron con gran pompa.

La malvada madrastra de Campanita fue una de las invitadas a la boda. Una vez que terminó de vestirse para la ocasión se paró frente al espejo y dijo:

—Espejito, espejito, ¿quién es la mujer más bella del mundo?

—Querida reina, tú eres muy bella, bien lo sabes, pero Campanita es más bella que tú.

Cuando escuchó esto la mujer soltó una maldición y se puso fuera de sí por el coraje y la angustia. Al principio no quería ir a la boda, pero al mismo tiempo sentía que nunca sería feliz hasta que hubiera visto a la joven reina. En cuanto llegó a la boda Campanita la reconoció y casi se desmayó del susto, pero ordenó que trajeran los zapatos de hierro al rojo vivo que habían mandado a hacer especialmente para la malvada reina, se los pusieron y la mujer bailó con ellos hasta que cayó muerta.

FIN

33. El ganso dorado

Versión de los hermanos Grimm.

Érase una vez un hombre que tenía tres hijos. Al menor de ellos le apodaban “el tonto” y todos se burlaban de él a la menor oportunidad.

Un día el hermano mayor quiso ir al bosque a cortar leña y antes de partir, su madre le dio un pastel y una botella de vino para asegurarse de que su hijo no padeciera hambre ni sed.

Al llegar al bosque el muchacho encontró a un viejo que le dijo: “Buenos días, joven. Deme un pedazo de ese pastel y un poco de ese vino; tengo mucha hambre y sed”.

Y este chico listo le contestó: “Si te doy mi pastel y mi vino, no me quedará nada para mí, mejor sigue tu camino” y dejó al hombrecillo ahí y se siguió de largo. Al cabo de un rato comenzó a talar un árbol, pero dio un mal golpe con el hacha y se cortó el brazo con tal fuerza que se vio obligado a volver a casa para que lo curaran.

Entonces el segundo hijo fue al bosque y antes de partir, su madre le dio un pastel y vino al igual que a su hermano mayor. Él también se encontró con el anciano que le pidió un trozo de pastel y un poco de vino.

Y este muchacho también le respondió con mucho criterio y le dijo: “Lo que te dé, me faltará a mí. Mejor sigue tu camino”. Poco después lo alcanzó su castigo, pues ni bien le había dado un par de hachazos al árbol se cortó la pierna muy fuerte y tuvo que volver a casa.

Entonces el tonto le dijo a su padre: “Déjame ir y yo cortaré la leña”.

Pero su padre le respondió: “Tus dos hermanos han ido y se han cortado. Lo mejor será que te mantengas fuera de esto; tú no sabes nada”.

Pero el tonto insistió y su padre le dijo: “Está bien, ve por la leña; tal vez cuando te hayas cortado aprenderás tu lección”. Su madre le dio un pastel soso hecho con agua, horneado con las puras cenizas y una botella de cerveza rancia.

Cuando llegó al bosque se encontró con el viejo, quien le dijo: “Dame un trozo de tu pastel y un poco de lo que llevas en esa botella; tengo mucha hambre y mucha sed”.

Y el tonto le dijo: “Sólo tengo un pastel sin sabor y un poco de cerveza rancia, pero si no te importa, sentémonos a comer”.

Se sentaron y cuando el tonto sacó su pastel vio que éste se había transformado en otro delicioso; y la cerveza rancia, en un vino excelente. Entonces comieron y bebieron y una vez que terminaron de comer el anciano le dijo: “Ahora voy a desearte buena suerte, porque tienes un buen corazón y te gusta compartir con los demás lo que tienes. Ahí hay un viejo árbol; córtalo y entre sus raíces encontrarás una sorpresa”, le dijo el hombre y se fue.

Entonces el tonto se dispuso a talar el árbol de inmediato y cuando lo derribó encontró entre sus raíces un ganso cuyas plumas eran de oro puro. Lo alzó y se lo llevó a una posada en la que decidió pasar la noche.

El dueño de la posada tenía tres hijas y cuando vieron el ganso les dio mucha curiosidad saber qué tipo de ave maravillosa podía ser ésa. Todas querían tener al menos una de sus plumas.

La mayor de ellas pensó: “En cualquier momento voy a tener una buena oportunidad para arrancarle una”. Apenas el tonto se salió de la habitación, la chica se abalanzó sobre el ganso y lo tomó del ala, pero ocurrió que los dedos se le quedaron pegados al ganso y no podía despegarse.

Poco después entró la segunda hija, quien también había pensado en arrancar una pluma del ave, pero tan pronto tocó a su hermana, también se quedó pegada. Así llegó el turno de la tercera hermana, quien tenía las mismas intenciones que las otras, pero éstas le gritaron: “¡No te acerques!, ¡no te acerques!”

La otra hermana no tenía la menor idea de por qué le decían eso y pensó: “Si ellas dos están ahí, por qué no habría de estar ahí yo también”.

Así que se acercó a ellas y en cuanto tocó a una de sus hermanas se quedó adherida a ella y así pasaron la noche las tres, pegadas al ganso.

A la mañana siguiente, el tonto tomó el ganso, se lo puso debajo del brazo y se fue sin inmutarse por las tres hermanas que estaban pegadas a él. Ellas corrían a izquierda o derecha lo mejor que podían. En medio del campo encontraron al párroco, quien al ver esta procesión exclamó: “¡Qué vergüenza, muchachas! ¡Qué significa eso de correr detrás de un joven por todo el campo?, ¿les parece que es una manera correcta de comportarse?”, entonces tomó a la menor de las hermanas de la mano para tratar de quitarla de donde estaba, pero se quedó pegado a ella y se unió a la procesión.

Poco después encontraron a un vendedor a quien le sorprendió mucho ver al párroco detrás de tres muchachas.

“¡Vaya! ¿A dónde va su merced tan deprisa? No olvide que hoy hay un bautizo”, le dijo y corrió tras él hasta sujetarlo de la sotana quedándose pegado a ella. Ahí iban los cinco trotando uno detrás del otro cuando se encontraron con dos campesinos que venían de trabajar azadón en mano. Al verlos, el párroco les pidió que acudieran a rescatarlos a él y al vendedor, pero ni bien tocaron al vendedor, ellos también quedaron pegados y así sumaron siete los que iban corriendo detrás del tonto y su ganso.

Al cabo de un tiempo llegaron a una ciudad en la que reinaba un rey cuya hija era tan seria y solemne que nadie lograba hacerla reír. El rey había decretado que quien lograra hacer reír a su hija podría casarse con ella.

Cuando el tonto escuchó esto decidió plantarse frente a la princesa con todo y su ganso y sus extensiones. La princesa, al ver a estos siete corriendo uno detrás de otro, soltó una gran carcajada. Entonces el tonto la reclamó como su novia, pero el rey, al que no le agradaba mucho la idea de tenerlo como yerno, puso toda suerte de objeciones y le dijo que debía encontrar a un hombre que fuera capaz de beber toda una bodega de vino.

El tonto se acordó del anciano que se había encontrado y pensó que seguramente él podría ayudarlo en esa situación, así que se fue al bosque y en el mismo lugar donde había talado el árbol estaba sentado un hombre que tenía una expresión sumamente triste.

El tonto le preguntó qué era lo que tanto lo afligía y el hombre le respondió: “No sé cómo podré saciar esta terrible sed de la que sufro; el agua fría no me va bien. Hace poco me bebí todo un barril de vino, pero ¿qué es una gota de agua sobre una piedra caliente?”

—Creo que puedo ayudarte —dijo—. Ven conmigo y podrás beber todo cuanto quieras —le dijo y lo llevó a la bodega del rey.

El hombre se sentó frente a los barriles de vino y bebió y bebió hasta vaciar el contenido de la bodega poco antes de que cayera la noche.

El tonto volvió a pedir que le entregaran a su novia, pero el rey se sintió humillado de solo pensar que un tipo al que apodaban “el tonto” llevara del brazo a su hija, así que comenzó a poner más condiciones. Le dijo al tonto que tenía que encontrar a un hombre capaz de comer una montaña de pan. El tonto se dirigió nuevamente y sin demora al bosque y halló en el mismo lugar que antes a un hombre que se estaba atando una cuerda pegada al cuerpo tan apretada como le era posible mientras hacía toda suerte de muecas. El hombre le dijo: “Me he comido todo el pan que cabía en un horno, ¿pero qué es eso para un hombre que tiene tanta hambre como yo? Mi estómago está vacío y debo apretarme mucho el cinturón para no morir de hambre”.

El tonto estaba feliz y le dijo: “Ven conmigo y tendrás todo el pan que quieras” y lo llevó a la corte del rey.

El rey había dado la orden de que se juntara toda la harina del reino y se horneara una inmensa montaña de pan.

El hombre del bosque llegó, se colocó frente a la montaña de pan y comenzó a comer; en un día la montaña había desaparecido.

Por tercera vez, el tonto pidió que le dieran a su prometida, pero de nuevo el rey intentó evadir el asunto y exigió un barco que pudiera navegar por agua o por tierra. “Cuando vengas en un barco semejante, te daré a mi hija sin tardanza”.

De nuevo el tonto se dirigió al bosque y ahí encontró una vez más al viejo con quien había compartido su pastel y éste le dijo: “He comido y bebido por ti, y ahora te daré un barco.

He hecho todo esto por ti porque tú fuiste amable y generoso conmigo”.

Entonces le dio un barco que podía navegar por tierra y por mar y cuando el rey lo vio supo que ya no podía negarse a entregar a su hija.

Celebraron la boda con gran regocijo y después de la muerte del rey, el tonto lo sucedió en el trono y vivió muy feliz con su esposa por muchos años.

FIN

34. Los siete potrillos

Versión de J. Moe. 

Hace muchos años hubo un hombre y una mujer que vivían en una cabaña desvencijada en el bosque, lejos de todo mundo.

Vivían al día con grandes penurias y tenían tres hijos; el menor de ellos se llamaba Carboncillo, pues no hacía más que sentarse y removerse entre las cenizas.

Un día el hermano mayor dijo que se iría de la casa para ganarse la vida; le dieron permiso y partió. Caminó y caminó todo el día y cuando estaba por caer la noche llegó a un palacio. El rey estaba de pie en las escaleras y le preguntó a dónde iba.

—Busco un lugar, padre —le dijo el joven.

—¿Quieres trabajar para mí y cuidar mis siete potrillos?

—preguntó el rey—. Si puedes cuidarlos todo un día y decirme por la noche qué comieron y bebieron, te daré a la princesa y la mitad de mi reino; pero si no puedes, te dejaré tres líneas bien rojas marcadas en la espalda.

El muchacho pensó que sería muy fácil cuidar los potrillos y que lo haría muy bien.

A la mañana siguiente, el jefe de la cuadrilla real soltó los siete potrillos, mismos que echaron a correr. El muchacho corrió detrás de ellos de un lado a otro, por la colina y el llano, a través del bosque y los matorrales. Al cabo de un rato de tanto correr, el muchacho comenzó a cansarse y por fin se sintió completamente agotado de cuidarlos; entonces llegó hasta donde había una anciana que tejía con su rueca sentada en una roca.

Cuando ella vio a este joven que estaba exhausto de tanto correr detrás de los potrillos, bañado en sudor, le dijo:

—Ven aquí, muchacho guapo, déjame que te peine.

Al muchacho le pareció buena idea, así que se sentó al lado de la anciana y descansó su cabeza en el regazo de la mujer y ella le cepilló el cabello todo el día, mientras él descansaba.

Al caer la tarde, el muchacho pensó que ya era tiempo de volver.

—Lo mejor será que me vaya directamente a casa; ya no tiene caso que regrese con el rey.

—Espera hasta que anochezca —dijo la vieja— porque los potrillos volverán a pasar por aquí y podrás volver a casa con ellos. Nadie sabrá que has estado aquí todo el día en lugar de estar cuidando a los potrillos.

Cuando llegaron los animales, la vieja le dio un poco de agua y musgo y le dijo que se los enseñara al rey y le dijera que eso es lo que habían bebido y comido.

—¿Has cuidado debidamente a los potrillos todo el día?

—le preguntó el rey al muchacho cuando éste llegó al anochecer.

—Así es, mi señor.

—Entonces serás capaz de decirme qué comieron y bebieron.

El muchacho le mostró la botella de agua y el poco de musgo que le había dado la vieja.

—Aquí están su alimento y su bebida.

El rey supo cómo había cuidado el muchacho a los potrillos y se enojó mucho; mandó que lo escoltaran hasta su casa de inmediato, pero antes pidió que lo azotaran hasta dejarle tres líneas rojas en la espalda y que le echaran sal en las heridas.

No es difícil imaginarse en qué estado volvió el muchacho a su casa. Había salido de ahí buscando un lugar para ganarse la vida y dijo que nunca más volvería a hacer tal cosa.

Al día siguiente, el segundo hijo dijo que era su turno de salir al mundo a buscar fortuna. Sus padres le dijeron que no y le pidieron que mirara la espalda de su hermano, pero el chico no cesó en su empeño y al cabo de un tiempo consiguió permiso para partir y emprendió el camino. Después de caminar todo el día llegó al palacio del rey, quien estaba en las escaleras afuera del palacio y le preguntó a dónde iba y cuando el muchacho le dijo que iba en busca de un lugar, el rey le preguntó si quería trabajar para él cuidando a sus siete potrillos. Le prometió el mismo premio o castigo que a su hermano.

El joven aceptó y entró al servicio del rey, pues pensó que podría cuidar los potrillos con mucha facilidad y después informarle al rey de lo que hubiesen bebido y comido.

Al amanecer, el jefe de cuadrillas del rey soltó a los animales, que al instante se echaron a correr por la colina y el llano, y el muchacho se fue tras ellos. Pero le ocurrió igual que a su hermano. Al cabo de correr detrás de los potrillos se cansó y al pasar por una grieta en la montaña vio a una anciana que tejía con su rueca sobre una roca, quien lo llamó:

—Ven aquí, muchacho guapo, que voy a cepillarte el cabello.

Al muchacho le pareció buena idea, dejó que los potrillos corrieran por todos lados y se sentó sobre la roca a un lado de la vieja, colocó la cabeza en el regazo de la anciana y así se pasó el día.

Los potrillos volvieron más tarde y a él también la vieja le dio un poco de agua y musgo para que se los mostrara al rey, pero cuando éste le preguntó al muchacho: “¿Puedes decirme qué comieron mis siete potrillos?” y el muchacho le mostró el agua y el musgo y le dijo: “Sí, aquí están su alimento y su bebida”, el rey volvió a enojarse muchísimo y dio la orden de que le dejaran tres líneas de sangre sobre la espalda y que después lo llevaran a su casa. Cuando el chico llegó con los suyos, les contó lo ocurrido y añadió que si bien había ido en busca de un lugar, no volvería a hacerlo.

Al tercer día, Carboncillo quiso probar suerte. Tenía curiosidad de cuidar a los siete potrillos.

Los otros dos se rieron y se burlaron de él. “Con lo mal que nos fue a nosotros, ¿piensas que tú podrás hacerlo? Seguramente tú sí podrás, tú que en la vida no has hecho otra cosa que sentarte y remover entre las cenizas”.

—Yo también iré —dijo Carboncillo—. Es una idea que se me ha metido en la cabeza.

Sus dos hermanos se rieron y sus padres le rogaron que no fuera, pero todo fue inútil y Carboncillo emprendió el camino.

De manera que después de caminar todo un día, él también llegó al palacio del rey al caer la noche.

Ahí estaba el rey en las escaleras afuera del palacio y le preguntó a dónde iba.

—Estoy caminando en busca de un lugar —dijo Carboncillo.

—¿Y de dónde vienes? —preguntó el rey, pues ahora quería conocer un poco más acerca de las personas que habría de emplear a su servicio.

Entonces Carboncillo le contó de dónde venía y le dijo que era hermano de los otros dos que habían intentado cuidar los potrillos para el rey y preguntó si él podía intentar cuidarlos al día siguiente.

—¡Qué vergüenza la de esos muchachos! —exclamó el rey, pues se enojó de sólo recordarlos—. Si eres hermano de esos dos, no debes servir gran cosa. Ya he tenido suficiente con ustedes.

—Bien, pero ya que he venido hasta aquí, ¿podría darme permiso de intentarlo? —preguntó Carboncillo.

—Muy bien, si estás decidido a que te azoten la espalda, por mí adelante.

—Preferiría ganarme a la princesa.

A la mañana siguiente, el jefe de cuadrillas del rey soltó a los potrillos, los cuales echaron a correr por las colinas y el llano, a través de los bosques y los arbustos, y Carboncillo fue tras ellos. Después de que había corrido un buen rato, él también llegó a la grieta donde estaba la vieja tejiendo con su rueca, quien le gritó a Carboncillo:

—¡Ven aquí, muchacho guapo, déjame que te cepille el cabello!

—¡Ven aquí, ven aquí! —exclamó Carboncillo que corría y brincaba de un lado a otro mientras sujetaba la cola de uno de los potrillos.

Una vez que pasó al otro lado de la grieta donde estaba la roca sobre la que la vieja tejía, el potrillo más pequeño le dijo:

—Súbete en mi lomo, pues tenemos todavía un largo camino por delante —y así lo hizo el muchacho.

Continuaron su largo camino.

—¿Ves algo? —preguntó el potrillo.

—No —dijo Carboncillo.

Entonces siguieron un poco más lejos.

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—¿Ves algo? —preguntó el potrillo.

—No —dijo Carboncillo.

Y más adelante:

—¿Ves algo? —preguntó el potrillo.

—Sí, veo algo blanco —dijo Carboncillo—. Me parece que es el tronco de un abedul.

—Así es, ahí es adonde vamos —dijo el potrillo.

Cuando llegaron a los pies del abedul, el potrillo mayor le dio una patada y apareció una puerta donde estaba el tronco. Dentro había una pequeña habitación en la cual sólo se veía un pequeño fuego encendido y un par de bancas para sentarse, pero detrás de la puerta pendía una gran espada oxidada y un pequeño jarro.

—¿Puedes empuñar esa espada? —preguntó el potrillo.

Carboncillo lo intentó, pero no pudo; tuvo que beber un trago del jarro que estaba detrás de la puerta y luego otro y otro más y entonces pudo empuñar la espada con gran facilidad.

—Muy bien —dijo el potrillo—. Ahora debes llevar la espada contigo y cortarnos la cabeza a los siete el día de tu boda, entonces volveremos a ser príncipes. Nosotros somos los hermanos de la princesa con quien habrás de casarte cuando puedas decirle al rey lo que hemos bebido y comido, pero hay un trol muy poderoso que nos ha hechizado. Cuando nos hayas cortado la cabeza deberás tener mucho cuidado en dejar cada cabeza en la cola del cuerpo que le corresponde y así el hechizo del trol perderá su poder.

—Carboncillo prometió hacerlo y siguieron adelante.

Después de andar por un largo camino, el potrillo le preguntó:

—¿Ves algo? —preguntó el potrillo.

—No —dijo Carboncillo.

Entonces continuaron el camino un poco más lejos.

—¿Ves algo? —preguntó el potrillo.

—No —dijo Carboncillo.

Y siguieron adelante.

—¿Ves algo? —preguntó el potrillo al cabo de un rato más.

—Sí, veo algo como una raya azul muy, muy lejos —dijo

Carboncillo.

—Es un río —dijo el potrillo— y vamos a cruzarlo.

Había un gran puente sobre el río y cuando llegaron al otro lado siguieron de largo hasta que de nuevo el potrillo le preguntó qué veía. Esta vez Carboncillo le dijo que veía la torre de una iglesia de color negro, a lo lejos.

—Así es —dijo el potrillo—. Ahí vamos.

Cuando los potrillos entraron al atrio de la iglesia se convirtieron en hombres y se veían como los hijos de un rey, pues sus ropas eran magníficas; brillaban con gran esplendor. Entraron en la iglesia y ahí el cura, que estaba frente al altar, les dio pan y vino, y Carboncillo también entró. Una vez que el cura puso las manos sobre los príncipes y les dio su bendición, todos salieron de la iglesia y Carboncillo salió detrás de ellos, pero no sin antes llevarse un poco de pan y de vino para consagrar. En cuanto los príncipes salieron de la iglesia volvieron a transformarse en potrillos y el muchacho montó en los lomos del más pequeño, regresaron por donde habían llegado, sólo que iban mucho más rápido.

Cruzaron el puente, luego pasaron el tronco del abedul y pasaron al lado de la vieja que tejía con su rueca sobre una roca; pasaron tan rápido que Carboncillo no pudo escuchar lo que la vieja le gritó, pero pudo darse cuenta de que estaba muy enojada.

Ya era de noche cuando llegaron con el rey, quien los estaba esperando en el patio.

—¿Has cuidado correctamente a los potrillos durante todo el día? —le preguntó el rey.

—Hice lo que pude —respondió.

—Entonces puedes decirme lo que mis siete potrillos comieron y bebieron.

Carboncillo extrajo de su bolsa un poco de pan y del vino de consagrar y se los presentó al rey. “Aquí están su alimento y su bebida, mi señor”, le dijo.

—Muy bien, has cuidado muy bien de mis potrillos y por ello la princesa será tuya, así como la mitad del reino.

Comenzaron los preparativos de la boda y el rey dijo que sería una celebración tan magnífica que todo mundo hablaría de ella.

Pero cuando se sentaron para celebrar el casamiento, el novio se levantó y acudió al establo, pues dijo que se le había olvidado algo. Una vez ahí hizo lo que le habían pedido los potrillos y a los siete les cortó la cabeza. Comenzó con el mayor y así sucesivamente hasta llegar al más joven. Tuvo mucho cuidado de dejar las cabezas en las colas que les correspondían; en cuanto terminó, los potrillos se convirtieron en príncipes nuevamente. Cuando volvió a la mesa para celebrar el casamiento en compañía de los siete príncipes, el rey estaba tan feliz que besó a Carboncillo, le dio una palmada en la espalda, y su novia se puso más feliz de lo que estaba.

—La mitad de mi reino te pertenece —dijo el rey— y la otra mitad será tuya cuando yo muera, pues mis hijos podrán obtener sus propios reinos ahora que han vuelto a ser príncipes.

Y todo fue alegría y felicidad en esta boda.

FIN

35. El músico maravilloso

Versión de los hermanos Grimm.

Érase una vez un maravilloso músico. Un día estaba caminando solo por el bosque; pensaba en una cosa y luego en otra hasta que ya no tuvo en qué pensar. Entonces se dijo: “El tiempo me pesa mucho en las manos cuando estoy solo en el bosque. Debo hacerme de una agradable compañía”.

Sacó su violín y se puso a tocar hasta que despertó el eco alrededor. Al cabo de un rato un lobo atravesó la espesura y llegó hasta donde estaba el músico.

—Vaya, se trata de un lobo. No tengo el menor deseo de su compañía.

Pero el lobo se acercó y le dijo: “¡Ay, querido músico, qué hermoso tocas el violín! Desearía que me enseñaras a tocar como tú”.

—Eso es fácil —le dijo el músico— sólo debes seguir mis instrucciones.

—Desde luego. Te prometo que seré un alumno ejemplar.

Entonces se hicieron compañía y continuaron juntos su camino; al cabo de un rato llegaron a donde estaba un roble hueco que tenía una grieta en medio del tronco.

—Si quieres aprender a tocar el violín, ésta es tu oportunidad —dijo el músico—. Coloca las patas delanteras en esta grieta.

El lobo hizo lo que dijo el músico y éste tomó rápidamente un par de piedras con las que golpeó las patas del lobo hasta que las dejó atoradas dentro de la grieta dejando al lobo como prisionero.

—Espera ahí hasta que vuelva —le dijo el músico y se fue.

Al cabo de un rato volvió a pensar: “El tiempo me pesa mucho sobre las manos cuando estoy solo en el bosque. Debo hacerme de una agradable compañía”. Así que sacó su violín, volvió a tocar encantadoramente y un zorro apareció de entre los árboles.

“¿Qué tenemos aquí?”, se preguntó el músico, “un zorro; no tengo el menor deseo de su compañía”.

El zorro llegó directamente hacia él y le dijo: “Querido amigo, qué hermoso tocas el violín. Me gustaría aprender a tocar como tú”.

—Nada más sencillo —dijo el músico— si prometes hacer lo que te diga.

—Sin duda —dijo el zorro— sólo tienes que pedirlo.

—Entonces sígueme.

Después de caminar un poco llegaron a un sendero con altos árboles a cada lado. Aquí se detuvo el músico, tomó una rama de un avellano y la bajó hasta el piso de un lado del sendero y la pisó para mantenerla ahí abajo. Luego hizo lo mismo con otra rama del otro lado y le dijo al zorro:

—Si realmente quieres aprender cómo tocar dame tu pata delantera izquierda.

El zorro obedeció y el músico le ató la pata a una de las ramas. “Ahora dame la pata derecha”, le dijo y le ató de igual manera la otra pata. Después de asegurarse de que los nudos estaban bien atados, quitó los pies de las ramas y éstas al enderezarse dejaron al zorro suspendido con los árboles tensándole las patas.

—Espera aquí hasta que regrese —le dijo el músico y se fue.

Una vez más pensó: “El tiempo me pesa mucho sobre las manos cuando estoy solo en el bosque. Debo hacerme de una agradable compañía”. Sacó su violín y volvió a tocar tan alegremente como antes. Esta vez se acercó una liebre.

“Ahí viene una liebre”, pensó el músico, “no tengo el menor deseo de su compañía”.

—Qué hermoso tocas, querido violinista —dijo la liebre—. Me encantaría aprender a tocar como tú.

—Es fácil —le dijo el músico—. Sólo tienes que hacer lo que yo te diga.

—Eso no será problema; en mí encontrarás a una excelente alumna.

Caminaron juntos hasta llegar a una parte menos densa del bosque donde encontraron un álamo. El músico ató una cuerda alrededor del cuello de la liebre y del otro extremo la ató al árbol.

—Ahora, mi querida amiga, corre veinte veces alrededor del árbol.

La pequeña liebre obedeció y cuando hubo terminado de correr las veinte vueltas, la cuerda se había enredado alrededor del tronco de manera que la pobre criatura había

quedado prisionera y por más lágrimas que derramara o que intentara escapar, todo era inútil, la cuerda sólo le cortaría más el cuello.

—Espérame ahí hasta que regrese —le dijo el músico y se fue.

Mientras tanto el lobo había logrado morder la corteza del árbol y jalar sus patas hasta sacarlas del árbol. Estaba tan enojado que corrió en busca del músico decidido a hacerlo pedazos cuando lo encontrara. Cuando el zorro lo vio pasar le gritó tan fuerte como pudo: “¡Hermano lobo, ven a rescatarme, también a mí me engañó el músico!”

Entonces el lobo jaló las ramas hacia abajo, mordió las cuerdas hasta romperlas, liberó al zorro y así ambos continuaron su camino dispuestos a vengarse del músico. En eso vieron a la pequeña liebre y también la liberaron, y los tres avanzaron en busca de su enemigo.

Mientras tanto, el músico había tocado su violín una vez más y había tenido un resultado más favorable. Los sonidos llegaron a los oídos de un pobre leñador, quien de inmediato abandonó su trabajo y se acercó, con el hacha bajo el brazo, a escuchar al músico.

“¡Al fin tengo una compañía adecuada!”, pensó el músico, “pues todo este tiempo yo quería que se tratara de un ser humano y no de un animal salvaje”.

Y comenzó a tocar tan maravillosamente que el pobre hombre se quedó ahí, de pie, como embrujado mientras el corazón se le alegraba al escuchar la música.

En eso el lobo, el zorro y la pequeña liebre llegaron hasta ellos, y el leñador se dio cuenta de inmediato de que los animales no tenían muy buenas intenciones; alzó su brillante hacha y se puso frente al músico, protegiéndolo, como diciendo:

“Si le tocan un cabello se las verán conmigo”.

Entonces los animales se asustaron y los tres corrieron por el bosque. El músico tocó para el leñador una de sus mejores melodías, a manera de agradecimiento, y después prosiguió su camino.

FIN

36. La historia de Sigurd

Tomado de la Saga Volsunga.

(Esta es una historia muy antigua. Los daneses que solían pelear contra los ingleses en la época del rey Alfred ya la conocían. Algunos de los hechos de esta historia han sido grabados en las rocas y aún pueden observarse.

Como es una historia tan bella y antigua hemos decidido contarla aquí nuevamente, pero tiene un final triste; de hecho todo el relato es triste y casi todo se trata de peleas y asesinatos, como era de esperarse de los daneses.)

Había una vez un rey en el norte que había ganado muchas batallas y ahora era viejo. Aun así se casó de nuevo con una mujer joven; pero otro príncipe, que también quería casarse con ella, juntó un gran ejército y se lanzó contra él. El viejo rey dio la cara y peleó con valentía, pero de pronto se rompió su espada, fue herido y sus hombres huyeron. Por la noche, cuando la batalla había terminado, su joven esposa acudió en su búsqueda entre los muertos y heridos hasta que por fin lo encontró y le preguntó si podría recuperarse, pero él contestó que no, pues su suerte había acabado, su espada estaba rota y ahora debía morir. El rey le dijo que debía tener un hijo y que ese hijo sería un gran guerrero que lo vengaría del rey enemigo. Le pidió que tomara las piezas rotas de la espada para que con ellas hiciera una nueva espada para su hijo y a esa espada debía ponerle el nombre de Gram.

Entonces murió y su esposa mandó llamar a su dama de compañía y le dijo: “Intercambiaremos nuestros vestidos; tú serás llamada por mi nombre y yo por el tuyo. No vaya a ser que el enemigo nos encuentre”.

Se cambiaron las ropas y se escondieron en el bosque, pero unos extraños las encontraron y se las llevaron en un barco a Dinamarca. Cuando fueron presentadas ante el rey, éste pensó que la dama de compañía parecía una reina y viceversa.

Así que le preguntó a la reina: “¿Cómo sabes en la oscuridad de la noche si falta poco para que amanezca?”

Y ella respondió: “Lo sé porque cuando era más joven solía levantarme a encender el fuego y aún al día de hoy me despierto a la misma hora”.

“Una extraña reina que enciende el fuego por la mañana”, pensó el rey.

Entonces le preguntó a la reina, disfrazada de criada:

“¿Cómo sabes en la oscuridad de la noche si se acerca la hora de que amanezca?”

—Mi padre me dio un anillo de oro —dijo ella— y siempre, poco antes del amanecer, se pone frío en mi dedo.

—Una casa muy rica debía ser aquélla en la que las criadas llevan oro —dijo el rey—. Tú no eres una criada; eres la hija de un rey.

Así que el rey la trató de acuerdo a su nobleza y con el tiempo tuvo un hijo y le puso Sigurd, un niño muy bonito y muy fuerte. Sigurd tuvo un tutor a cargo de su educación; un día el tutor le dijo que fuera con el rey y le pidiera un caballo.

—Escoge el caballo que quieras —le dijo el rey y el muchacho se fue al bosque donde se encontró con un anciano de barba blanca al que le dijo: “¡Ven, ayúdame a escoger un caballo!”

El anciano le dijo: “Llévate todos los caballos al río y quédate con el que lo cruce”.

Sigurd los llevó y sólo uno cruzó; lo llamó Grani. Este caballo descendía de Sleipnir y era el mejor caballo del mundo, pues Sleipnir había sido el caballo de Odín, el dios del norte, y corría tan veloz como el viento.

Un par de días después, el tutor le dijo a Sigurd: “Hay un gran tesoro enterrado no lejos de aquí; será tuyo si lo ganas”.

Pero Sigurd respondió: “He escuchado muchas historias sobre ese tesoro y sé que está custodiado por el dragón Fafnir, que es tan grande y malvado que ningún hombre se atreve a acercársele”.

—No es más grande que otros dragones —le dijo el tutor— y si fueras tan valiente como tu padre, no tendrías miedo de enfrentarlo.

—No soy un cobarde. ¿Por qué quieres que luche contra este dragón?

Entonces su tutor, cuyo nombre era Regin, le dijo que todos esos montones de oro rojizo habían pertenecido a su propio padre. Le explicó que su padre había tenido tres hijos: el primero era Fafnir, el dragón; el siguiente era Otter, que podía tomar la forma que deseara cuando lo deseara; y el tercero era él mismo, Regin, quien era un gran herrero y hacedor de espadas.

Por aquel tiempo había un enano llamado Andvari, que vivía en una cueva debajo de una cascada, donde tenía escondida una gran pila de oro. Un día Otter estaba pescando por ahí, había capturado un salmón, se lo había comido y se echó a dormir sobre una roca transformado en una nutria. Entonces alguien se acercó, le arrojó una piedra a la nutria y la mató, luego la desolló y se la llevó a la casa del padre de Otter. Así supo que su hijo estaba muerto y para castigar a la persona que lo había matado le dijo que tenía que llenar la piel de Otter con oro y cubrirla toda de oro rojizo o le iría muy mal. Entonces la persona que había matado a Otter fue a capturar al enano que poseía el tesoro y se lo quitó.

Le quitó todo, hasta el anillo que portaba el enano. 

Entonces el enano se enojó mucho y maldijo el oro diciendo que sólo le traería muy mala suerte a quien lo poseyera, para siempre.

El hombre rellenó la piel de la nutria y la cubrió con oro, y como sólo faltaba un pelito, el hombre usó el anillo del enano para cubrirlo.

Pero no le trajo buena suerte a nadie. Primero Fafnir, el dragón, mató a su propio padre, luego fue a revolcarse en el oro y no lo quiso compartir con su hermano, además de que nadie se atrevía a acercársele.

Cuando Sigurd escuchó esta historia le dijo a Regin:

—Dame una buena espada que yo mataré a este dragón.

Así que Regin hizo una espada y Sigurd la probó contra un bloque de hierro y la espada se rompió. Entonces Regin hizo otra espada, pero el muchacho también la rompió.

Sigurd decidió ir con su madre, la reina, a pedirle los pedazos de la espada de su padre y se los dio a Regin, quien con martillo y fuego los volvió a unir; la espada era tan filosa que parecía tener llamas en el borde.

Sigurd probó esta espada con el bloque de hierro y lo partió en dos sin que la espada sufriera daño alguno. Luego arrojó un montón de lana al río, la cual, al sumergirse y hacer contacto con la espada, se partía también en dos. El muchacho dijo que esa espada bastaría, pero antes de ir a enfrentar al dragón condujo un ejército para pelear contra los hombres que habían matado a su padre, mató al rey, le quitó toda su riqueza y se regresó a su casa.

Sigurd, después de pasar unos días en su casa, cabalgó con Regin hacia la montaña donde solía estar el dragón.

Ahí vieron las marcas que éste había dejado cuando se fue al acantilado a beber; la marca era como si un gran río hubiera pasado por ahí dejando un valle profundo.

Entonces Sigurd descendió por el acantilado y cavó varios hoyos, luego se escondió en uno en el que esperó pacientemente hasta que la tierra comenzó a temblar por el peso del dragón al aproximarse al agua. Una nube de veneno lo precedía mientras exhalaba y rugía, por lo que habría sido muerte segura colocarse frente a él.

Esperó hasta que el dragón hundiera medio cuerpo en el agua y entonces le clavó la espada directo en el corazón.

El dragón se retorcía y con la cola destrozaba piedras y arrancaba árboles a su alrededor.

Mientras moría dijo: “No importa quién seas tú que me has asesinado, pero este oro será tu ruina y la de todo aquél que lo posea”.

—No tocaría ni una moneda de ese tesoro si al perderlo fuera condenado a no morir, pues todos los hombres mueren y ningún hombre valiente deja que la muerte lo asuste y lo aparte de su deseo. Muere, Fafnir —dijo y Fafnir murió.

Después de esto Sigurd fue conocido como La ruina de Fafnir y El asesino de dragones.

Sigurd regresó a encontrarse con Regin, quien le pidió que rostizara el corazón de Fafnir y le permitiera comérselo.

Entonces Sigurd puso el corazón de Fafnir en una estaca y lo rostizó, pero accidentalmente lo tocó con el dedo y se quemó, luego se puso el dedo en la boca y así supo a qué sabía el corazón de Fafnir. De pronto descubrió que podía entender el lenguaje de los pájaros y escuchó que los pájaros carpinteros decían:

“Ahí está Sigurd rostizando el corazón de Fafnir para otro hombre en lugar de hacerlo para él mismo y así obtener toda la sabiduría.

Otro pájaro dijo:

“Ahí está Regin, listo para traicionar a Sigurd, quien confía en él”.

Un tercer pájaro dijo:

“De seguro le va a cortar la cabeza a Regin y se quedará con el oro”.

Un cuarto pájaro dijo:

“Eso hará y luego se irá hacia Hindfell, al lugar donde duerme Brynhild”.

Cuando Sigurd escuchó que Regin estaba tramando traicionarlo, le cortó la cabeza de un tajo con su espada.

Entonces todos los pájaros dijeron:

Conocemos a una hermosa doncella,

a una doncella durmiente;

Sigurd, no temas,

Sigurd, gánate a la doncella,

pues la fortuna te espera.

En lo alto de Hindfell

un fuego centellea;

allá vive la doncella

que te querrá bien.

Ve con ella y será sumisa.

Allá estará dormida

hasta que acudas a despertarla.

Levántate y ve con ella,

que hará el juramento

sin temor a romperlo.

El héroe recordó aquella historia de un lugar muy lejano en el que había una hermosa princesa encantada; estaba bajo un hechizo que consistía en dormir en un castillo rodeado por un fuego eterno. Así permanecería hasta que un caballero cruzara el fuego y la despertara. Decidió ir a buscarla, pero antes recorrió los pasos de Fafnir; encontró que éste vivía en una cueva con puertas de hierro, una cueva muy profunda y llena de brazaletes de oro, coronas y anillos, y también ahí encontró el Yelmo del Terror, un yelmo dorado que hace invisible a quien lo use. Puso todo esto sobre el lomo de Grani y cabalgó hacia el sur camino de Hindfell.

Al anochecer, Sigurd vio en lo alto de una colina un fuego encendido cuyo brillo llegaba hasta el cielo; dentro de las llamas había un castillo y un estandarte en la torre más alta. Entonces condujo a Grani hacia el fuego y éste pasó por el fuego como si hubiera atravesado un arbusto. Sigurd se acercó a la puerta del castillo y ahí vio a alguien que dormía, vestido en una armadura. Le quitó el yelmo y vio que era una hermosa doncella, la cual despertó en ese momento y le dijo:

“¿Acaso, eres Sigurd, hijo de Sigurd, el que ha roto el hechizo y ha venido por fin a rescatarme?”

Esta maldición había caído sobre ella cuando se le clavó en la mano una espina del árbol del sueño como castigo a que había contrariado al dios Odín. Hacía muchos años, la doncella había jurado que nunca se casaría con un hombre que conociera el temor y que no se atreviera a cruzar el círculo de fuego, pues ella misma era una guerrera y había ido a la batalla disfrazada de hombre. Pero ahora ella y Sigurd se enamoraron y prometieron ser fieles el uno al otro; él le dio un anillo, que era el último que había portado el enano Andvari. Después Sigurd emprendió el viaje y llegó hasta el palacio de un rey que tenía una bella hija que se llamaba Gudrun, cuya madre era una bruja. Ahora bien, Gudrun se enamoró de Sigurd, pero él siempre hablaba de lo hermosa que era Brynhild y de cuánto la quería. Entonces un día la madre de Gudrun hizo una pócima que contenía amapola y otras sustancias para borrar la memoria; se la ofreció al héroe en una copa y le pidió que brindara por Brynhild, éste lo hizo y al instante la olvidó y se enamoró de Gudrun y se casaron con gran regocijo.

La bruja, la madre de Gudrun, quería que Gunnar, su hijo, se casara con Brynhild, por lo que le pidió que se fuera con Sigurd a buscarla. Entonces se dirigieron a la casa del padre de Brynhild, y aunque él ya no la recordaba a causa de la pócima que le había preparado la bruja, ella sí lo amaba y pensaba en él. Al llegar ahí, el padre de Brynhild le dijo a Gunnar que nadie podría casarse con su hija excepto aquél que pudiera cruzar el círculo de fuego frente a la torre encantada. Ambos se pusieron en marcha, pero al llegar ahí Gunnar no se atrevía a cruzar; entonces le pidió a Sigurd su caballo Grani, pero éste se negó a moverse. Gunnar recordó una brujería que le había enseñado su madre y logró hacer que Sigurd tomara su apariencia. Así, con la figura idéntica a Gunnar y montado en Grani, Sigurd brincó el círculo de fuego y encontró a Brynhild, pero él no la recordaba.

Brynhild no tuvo más remedio que prometerle que sería su esposa, pues había prometido casarse con quien cruzara el círculo de fuego. Él le dio un anillo y ella le dio el que había recibido cuando tenía la apariencia de Sigurd y que era el último que había poseído el pobre enano Andvari. Después salió de ahí e intercambió su apariencia con Gunnar; volvieron a casa de la reina bruja y Sigurd le dio el anillo que había sido del enano a su esposa, Gudrun. Por su parte, Brynhild fue con su padre y le dijo que un rey llamado Gunnar había llegado hasta ella cruzando el círculo de fuego y por lo tanto debía casarse con él. “Sin embargo, yo estaba segura de que ningún otro hombre podía cruzar el fuego salvo Sigurd, La ruina de Fafnir, mi verdadero amor, pero él me ha olvidado y yo debo cumplir mi promesa”, le dijo a su padre.

Gunnar y Brynhild se casaron aunque había sido Sigurd con la apariencia de Gunnar quien había cruzado el círculo de fuego.

Cuando terminaron la boda y el festín, la magia de la bruja perdió su efecto y Sigurd recordó todo; recordó cómo había liberado a Brynhild del hechizo, cómo ella era su verdadero amor y cómo la había olvidado y se había casado con otra mujer y finalmente cómo había ganado a Brynhild para ser la esposa de otro hombre.

Pero como era un hombre valiente, no dijo una sola palabra a los demás para no hacerlos sentir tristes. Sin embargo, no podía hacer nada para impedir que se cumpliera la maldición del enano Andvari que recaería sobre quien poseyera el anillo.

Y pronto cayó la maldición sobre todos ellos. Un día, cuando Brynhild y Gudrun nadaban en el río, Brynhild se adentró un poco más en el agua y dijo que lo hacía para mostrar que era superior a Gudrun, pues su esposo había atravesado el círculo de fuego, lo que ningún otro hombre se había atrevido a hacer.

Entonces Gudrun se enojó mucho y dijo que había sido Sigurd y no Gunnar, quien lo había cruzado y de él había recibido el terrible anillo fatal del enano Andvari.

Brynhild vio el anillo que Sigurd le había dado a Gudrun y todos supieron que era verdad; se puso pálida como una muerta y se fue a casa. No pronunció palabra toda la noche.

Al día siguiente le dijo a Gunnar, su esposo, que era un cobarde y un mentiroso, pues él nunca había cruzado el fuego y había enviado a Sigurd a que lo hiciera por él fingiendo que era su propia hazaña. Le dijo que nunca la vería contenta en el salón, ni tampoco la vería beber vino, jugar ajedrez, bordar con hilo de oro ni pronunciar palabras amables. Hizo a un lado todos sus utensilios de tejido y se puso a llorar muy fuerte para que todos en la casa la escucharan, pues su corazón y su orgullo estaban rotos. Había perdido a su verdadero amor, Sigurd, el asesino de Fafnir y se había casado con un hombre que era un mentiroso.

Luego llegó Sigurd, quien intentó consolarla, pero ella no quería escucharlo y le dijo que deseaba que su espada se le clavara en el corazón.

—No tardará mucho en que esta espada amarga se me clave en el corazón, aunque tú tampoco vivirás mucho después de que yo haya muerto. Querida Brynhild, vive en paz y ama a Gunnar, tu esposo, yo te daré todo el oro y el tesoro completo que era del dragón Fafnir.

Brynhild le dijo: “Es demasiado tarde”.

El héroe se entristeció tanto que el corazón se le hinchó hasta romper los anillos de su cota de malla.

Sigurd salió de la habitación y Brynhild estaba decidida a matarlo. Preparó una mezcla de veneno de serpiente y carne de lobo y se las dio en un platillo al hermano menor de su esposo, quien se volvió loco de furia y entró a la habitación de Sigurd mientras éste dormía. Ahí sobre su cama le encajó la espada. Sigurd alcanzó a empuñar a Gram y se la lanzó al otro cuando intentaba huir partiéndolo en dos. Y así fue como murió Sigurd, un hombre que ni diez habrían podido matar en una pelea justa. Entonces Gudrun se despertó y lo vio muerto y gritó de dolor; Brynhild la escuchó y se echó a reír; el caballo Grani murió de tristeza poco después.

Después Brynhild lloró hasta que su corazón reventó, vistieron a Sigurd con su armadura de oro y construyeron una gran pila de madera en su barco. Por la noche subieron a bordo al muerto Sigurd y a la muerta Brynhild acompañados del buen caballo Grani, le prendieron fuego al barco y lo soltaron en el mar brillando en la noche cerrada. Así Sigurd y Brynhild fueron quemados juntos y la maldición del enano Andvari se cumplió.

FIN

ILUSTRACIONES

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