La princesa Mayblossom

Madame d´Aulnoy

Había una vez un rey y una reina cuyos hijos habían muerto; primero uno, luego otro y así sucesivamente hasta que sólo les quedaba una pequeña hija, por lo que la reina estaba al borde de la locura tratando de encontrar a una nodriza muy buena que pudiera criarla y cuidarla. Enviaron a un mensajero a que tocara la trompeta en cada esquina y dio la orden de que se congregaran las mejores nodrizas y se presentaran ante la reina, para que ella escogiera una. Así que el día señalado, todo el palacio estaba lleno de nodrizas que llegaron desde todos los rincones del mundo para ofrecer sus servicios. La reina afirmó que para ver al menos a la mitad de todas ellas, debían traerlas ante ella una por una, mientras ella se sentaba bajo la sombra de un árbol a un lado del palacio.

Así fue; las nodrizas, después de hacer las reverencias correspondientes al rey y a la reina, se formaron en una línea ante ella para que pudiera escoger. Casi todas eran bellas, regordetas y encantadoras, pero había una que era morena y fea y hablaba un idioma que nadie podía entender. La reina se sorprendió de que se hubiera atrevido a presentarse y le dijo que se fuera, ya que definitivamente ella no era una opción.

Después de lo cual, la mujer murmuró algunas palabras y continuó su camino, pero se escondió dentro de un árbol hueco desde donde podía ver lo que pasaba. La reina, sin pensarlo dos veces, escogió a una hermosa nodriza de cara rosada. Pero más tardó en escogerla que una serpiente, que estaba escondida en el pasto, mordió a la nodriza en el pie y ésta cayó como si estuviera muerta. La reina se molestó mucho por este accidente, pero de inmediato eligió a otra nodriza, quien estaba dando un paso al frente cuando un águila pasó volando y le arrojó una enorme tortuga sobre la cabeza, la cual se le destrozó como si fuera el cascarón de un huevo.

Ante esto, la reina se horrorizó. Sin embargo, hizo una tercera elección, pero con el mismo resultado, pues la nodriza, al hacer un movimiento brusco, se estrelló contra la rama de un árbol quedando ciega a causa de una espina. Entonces la reina, desesperada, exclamó que debía haber alguna influencia maligna y que no escogería a nadie más ese día. Apenas se había levantado para volver al palacio cuando escuchó unas carcajadas maliciosas detrás y al volverse vio a la fea desconocida a quien había corrido, quien se mostraba muy contenta por las desgracias ocurridas y se burlaba de todos, pero especialmente de la reina. Esto hizo enojar mucho a Su Majestad y estaba a punto de dar la orden de que la arrestaran cuando la bruja —pues era una bruja— dio un par de golpes con su varita mágica y entonces apareció una carroza de fuego tirada por dragones alados y salió dando vueltas en el aire profiriendo amenazas y gritos. Cuando el rey vio esto exclamó:

—¡Ay de nosotros! Estamos perdidos, pues esa no era otra que el hada Carabosse, quien guarda un gran rencor hacia mí desde aquella vez que le eché azufre en su cereal cuando yo era un niño.

Entonces la reina comenzó a llorar.

—Si hubiera sabido quién era, habría puesto todo de mi parte para hacer las paces con ella. Supongo que ahora todo está perdido.

El rey se lamentó por haberla asustado tanto y propuso que se reunieran en consejo para discutir qué sería lo mejor para alejar las desgracias que Carabosse definitivamente pensaba arrojar sobre la pequeña princesa. 

Así que todos los consejeros fueron reunidos en el palacio y después de cerrar cada puerta y cada ventana, y de sellar cada ojo de cada cerradura para asegurarse de que nadie pudiera escucharlos, discutieron el asunto y decidieron que toda hada en un radio de mil millas a la redonda debía ser invitada al bautizo de la princesa, y que la fecha de la ceremonia debería mantenerse en secreto, para que a la Hada Carabosse no se le ocurriera presentarse.

La reina y sus damas de compañía se pusieron a trabajar en los preparativos de los regalos que darían a las hadas que asistirían al bautizo: a cada una le darían una capa de terciopelo azul, unas enaguas color durazno del satín más fino, un par de zapatillas de tacón alto, unas agujas puntiagudas y un par de tijeras de oro. De todas las hadas que la reina conocía, sólo cinco podrían acudir en la fecha señalada, pero de inmediato comenzaron a otorgarle dones a la princesa.

Una le prometió que la princesa sería perfectamente hermosa; la segunda, que habría de entender cualquier cosa a la primera —sin importar qué—; la tercera, que cantaría como un ruiseñor; la cuarta, que lograría todo lo que se propusiera, y la quinta hada estaba abriendo la boca para hablar cuando de pronto se escuchó un ruido muy fuerte y Carabosse, cubierta de hollín, bajó rodando del cubo de la chimenea gritando:

—Yo le auguro que será la más desafortunada de los desafortunados hasta que cumpla veinte años de edad.

Entonces la reina y todas las hadas le pidieron, le suplicaron, que lo pensara mejor y que no tratara de ese modo a la pequeña princesa, ya que no le había hecho ningún daño.

Pero la vieja hada se limitó a gruñir y no dijo nada. Así que la última hada, que aún no le había dado su don a la princesa, intentó compensar las cosas y le prometió a la princesa que tendría una vida larga y feliz una vez que pasaran los años fatales. Ante lo cual, Carabosse se rió con malicia y escaló de nuevo el cubo de la chimenea, dejando a todos consternados, especialmente a la reina. A pesar de esto, la reina atendió espléndidamente a las hadas y les obsequió listones hermosos, de los que gustan tanto las hadas, además de los otros regalos ya mencionados.

Antes de irse, el hada mayor dijo que las hadas pensaban que lo mejor sería encerrar a la princesa en algún lugar con sus damas de compañía, de manera que no pudiera ver a nadie más hasta que cumpliera veinte años. Así que el rey mandó construir una torre con ese propósito. No tenía ventanas, por lo que la luz provenía de velas de cera y el único modo de entrar era a través de un pasadizo subterráneo que tenía puertas de hierro con tan sólo seis metros de separación y había guardias apostados en todas partes.

Habían llamado Mayblossom a la princesa, porque era tan fresca y radiante como la primavera misma; creció alta y hermosa, y todo lo que decía y hacía era encantador. Cada vez que el rey y la reina iban a visitarla, quedaban más encantados que la vez anterior por su belleza, y aunque ya estaba cansada de vivir en la torre y a menudo les rogaba que la sacaran de ahí, ellos siempre se negaban. La nodriza de la princesa, quien nunca se le separaba, a veces le hablaba del mundo fuera de la torre, y aunque la princesa nunca había visto nada de aquello por ella misma, siempre había entendido todo exactamente, gracias al don de la segunda hada. A menudo el rey le decía a la reina:

—Después de todo fuimos más listos que Carabosse.

Nuestra Mayblossom será feliz a pesar de sus malos augurios.

Y la reina se reía hasta el cansancio de sólo pensar que habían sido más listos que la vieja hada. Habían hecho pintar un cuadro de la princesa y lo habían enviado a todas las cortes vecinas, pues en cuatro días ya habría cumplido su vigésimo aniversario y había llegado el tiempo de que eligiera esposo.

Todo el pueblo estaba feliz porque se acercaba la liberación de la princesa y cuando se supo que el rey Merlín iba a enviar a un embajador para solicitar la mano de la princesa para su hijo, la gente se puso más feliz todavía. La nodriza, que mantenía informada a la princesa de todo lo que pasaba en el pueblo, no dudó en darle la noticia que le atañía directamente y le dio una descripción tan detallada del esplendor con el que Fanfaronade, el embajador, entraría en la ciudad, que la princesa casi se vuelve loca por las ganas de ver el desfile.

—¡Qué infeliz soy! —dijo la princesa—. Vivo encerrada en esta lúgubre torre como si hubiera cometido un crimen.

Nunca he visto la luz del sol ni las estrellas. No he visto un caballo o un mono o un león, excepto en pinturas y aunque el rey y la reina me dicen que me dejarán en libertad cuando cumpla veinte, yo creo que sólo me lo dicen para distraerme, pero en realidad no me van a dejar salir.

Y comenzó a llorar. Y su nodriza, la hija de ésta, la mecedora de cunas y la dama de compañía de la nodriza, que tanto querían a la princesa, lloraron junto con ella de manera que todo era suspiros y sollozos. Daba pena verlas así.

Cuando la princesa vio que todas sentían pena por ella, optó por conseguir lo que quería. Les dijo que se dejaría morir de hambre si no conseguían la manera en que ella pudiera ver la entrada fastuosa de Fanfaronade en la ciudad.

—Si de verdad me quieren —les dijo— encontrarán la manera de que ni el rey ni la reina sepan esto.

Entonces la nodriza y todas las demás lloraron más fuerte que antes y trataron de convencer a la princesa de que cambiara de idea, pero mientras más cosas le decían, ella se mostraba más determinada, hasta que finalmente decidieron hacer un pequeño orificio en una de las torres del lado que miraba hacia las puertas de la ciudad.

Fanfaronade cabalgaba a la cabeza sobre un caballo blanco que brincaba y daba vueltas al compás de la música de las trompetas. No había nada más espléndido que el atuendo del embajador. Sus ropas estaban casi escondidas bajo un bordado de perlas y diamantes; sus botas eran de oro puro y en su yelmo se veía, como suspendido, un tocado de plumas escarlatas. Al verlo, la princesa pareció perder la razón y decidió que se casaría con Fanfaronade y nadie más.

—Es imposible que su señor sea la mitad de apuesto y encantador que él —dijo—. No soy ambiciosa y tras haber pasado toda mi vida encerrada en esta aburrida torre, cualquier cosa, hasta una casa en el campo, será para mí un cambio maravilloso. Estoy segura de que seré más feliz al compartir el pan y el agua con Fanfaronade, que comer pollo asado y dulces con cualquier otro.

Y así siguió hablando y hablando de este modo hasta que sus damas de compañía comenzaron a preguntarse de dónde habría sacado esas ideas. Y cuando trataban de decirle que aquello no era posible, pues su alta posición le impedía casarse con él, ella se negaba a escucharlas y les decía que se callaran.

Tan pronto el embajador llegó al palacio, la reina envió por su hija.

En las calles había alfombras por todas partes y las damas abarrotaban las ventanas esperando ver a la princesa; llevaban canastas de flores y dulces para arrojarle cuando pasara.

Apenas habían comenzado a alistar a la princesa cuando llegó un enano montado sobre un elefante. Venía de parte de las cinco hadas y le traía a la princesa una corona, un cetro, una túnica con un brocado de oro y unas enaguas que llevaban un bordado maravilloso de alas de mariposas. También le habían enviado un cofre lleno de joyas tan espléndido que nadie había visto algo semejante y la reina se quedó completamente deslumbrada al abrirlo. Pero la princesa apenas echó un vistazo a estos tesoros, pues no pensaba sino en Fanfaronade.

El enano recibió en pago una moneda de oro y tantos listones con los que lo decoraron, que apenas se le podía ver.

La princesa les envió a las hadas sendas ruecas de madera de cedro, y la reina le dijo que debía buscar entre sus tesoros algo muy hermoso para enviarles también.

Cuando la princesa estuvo ataviada con todas las maravillas que el enano había traído, se veía más bella que nunca, y mientras caminaba por las calles la gente gritaba: “¡Qué hermosa es!” “¡Qué hermosa!”

En el cortejo estaban la reina, la princesa, otras sesenta princesas primas suyas y ciento veinte princesas más que venían de reinos vecinos. Mientras caminaban con paso firme, el cielo comenzó a nublarse y de pronto iniciaron los truenos y comenzó a llover y a granizar con fuerza. La reina se puso su manto real sobre la cabeza y todas las princesas hicieron lo mismo con sus tocados. Mayblossom estaba a punto de hacer lo mismo cuando se escucharon unos graznidos terribles, como de un ejército de cuervos, grajos, lechuzas y todas las aves de mal augurio; al mismo tiempo una enorme lechuza pasó volando por encima de la princesa y le arrojó una mascada tejida con telarañas y bordada con alas de murciélagos.

Después unas risas burlonas repiquetearon por el aire y todos supieron que se trataba de otra broma de mal gusto del hada Carabosse.

La reina se aterró ante ese mal augurio y trató de quitarle la mascada negra de los hombros a la princesa, pero parecía que estuviera clavada.

—¡Ay! —exclamó la reina— ¿Qué nada puede aplacar a esta enemiga nuestra? ¿De qué me sirvió enviarle más de veinte kilos de dulces y otro tanto de la mejor azúcar, sin mencionar los jamones de Westphalia? Sigue tan enojada como siempre.

Así se lamentaba la reina y todo mundo estaba empapado como si los hubiera arrastrado un río, pero la princesa sólo pensaba en el embajador, quien apareció justo en ese momento al lado del rey, las trompetas sonaron con fuerza y la gente gritó como nunca de emoción. Por lo general, Fanfaronade era bastante elocuente, pero en cuanto vio que la princesa era mucho más bella y majestuosa de lo que esperaba, apenas pudo pronunciar unas cuantas palabras y se le olvidó por completo el discurso que había preparado por meses, y que se sabía de memoria al punto en que habría podido repetirlo mientras dormía. En un intento por ganar algo de tiempo y recordar al menos un fragmento del discurso, el embajador realizó varias reverencias a la princesa, quien por su parte también respondió con otras tantas cortesías y para aliviar la vergüenza de Fanfaronade y sin pensarlo mucho le dijo:

—Señor embajador, estoy segura de que lo que usted intentaba decir es encantador, ya que es usted quien iba a decirlo, pero vayamos pronto dentro del palacio, ya que se está cayendo el cielo y la malvada hada Carabosse debe estarla pasando muy bien de vernos aquí empapándonos. Cuando estemos bajo resguardo nos podremos reír de ella.

Entonces el embajador recuperó su elocuencia y respondió con caballerosidad que evidentemente el hada había previsto el fuego que los brillantes ojos de la princesa encenderían y había enviado este diluvio para extinguirlo. Le ofreció el brazo para llevarla y ella le dijo en voz baja:

—Ya que no se imagina cuánto me simpatiza usted, señor Fanfaronade, me veo obligada a decirle francamente que desde que lo vi entrar en la ciudad a bordo de su hermoso caballo saltarín he lamentado mucho que usted haya venido en nombre de otro y no de usted mismo. Así que si usted es del mismo parecer, me casaré con usted en lugar de su señor.

Sé, desde luego, que usted no es un príncipe, pero yo habré de quererlo como si lo fuera y podemos vivir en algún cómodo rincón del mundo y ser tan felices como largos son los días.

El embajador pensó que estaba soñando y apenas podía creer lo que la princesa le decía, pero no se atrevió a responderle; se limitó a apretarle la mano hasta que a ella le dolió el dedo meñique, pero no gritó ni dijo nada. Cuando llegaron al palacio, el rey besó a su hija en ambas mejillas y le dijo:

—Mi pequeño cordero, ¿estás dispuesta a casarte con el hijo del gran rey Merlín? El embajador ha venido en su nombre para llevarte.

—Si así lo desea mi señor —dijo la princesa realizando una reverencia.

—Yo también doy mi consentimiento —dijo la reina—. ¡Que inicie el banquete!

Lo cual se hizo de inmediato y todos disfrutaron del festín excepto Mayblossom y Fanfaronade, quienes se miraban el uno al otro y se olvidaban de todo lo demás.

Luego del banquete siguió un baile, después un ballet y por último estaban todos tan cansados que al sentarse se quedaron dormidos. Sólo los amantes estaban despiertos como ratoncitos. La princesa, al ver que no tenía nada que temer, le dijo a Fanfaronade:

—Démonos prisa y huyamos. Tal vez nunca tendremos una oportunidad como ésta.

Entonces tomó la daga del rey, que tenía una funda de diamantes, y la pañoleta de la reina y le dio la mano a Fanfaronade, quien llevaba una lámpara. Y así salieron corriendo juntos hacia la calle enlodada y llegaron al puerto. Ahí abordaron un pequeño bote en cuyo interior dormía un viejo barquero, quien al despertar vio a la adorable princesa con todos esos diamantes y su bufanda de telaraña, y no supo qué pensar, pero no dudó en obedecerla al instante en cuanto ésta le ordenó que zarparan. No podían ver la luna ni las estrellas, pero en la pañoleta de la reina había un carbunclo que brillaba como cincuenta antorchas. Fanfaronade le preguntó a la princesa a dónde le gustaría ir y ella le respondió que no le importaba a dónde fueran siempre y cuando él estuviera con ella.

—Princesa, no me atrevo a traerla de regreso a la corte del Rey Merlín. No sé qué me haría; seguramente para él colgarme sería poco por lo que he hecho.

—En ese caso lo mejor será que vayamos a la Isla de la Ardilla; es bastante solitaria y lejana para que alguien pueda seguirnos hasta allí.

Así que le ordenó al barquero que remara hacia la Isla de la Ardilla.

Entretanto amanecía y el rey y la reina y todos los miembros de la corte se despertaron y se tallaron los ojos y pensaron que era tiempo de poner el toque final a los preparativos para la boda. Y la reina pidió que le trajeran su pañoleta para verse mejor. Entonces siguió una búsqueda de arriba abajo, toda una cacería por todos lados: buscaron en cada rincón, desde los armarios hasta la estufa. La reina misma buscó desde la buhardilla hasta el sótano, pero la pañoleta no apareció en ninguna parte.

Para entonces el rey ya había echado en falta su daga y comenzó a buscarla. Abrieron cajas y cofres cuyas llaves habían estado perdidas por cientos de años; encontraron muchas cosas curiosas, pero ni sombra de la daga. El rey se tiraba de las barbas; y la reina, de los cabellos, pues la pañoleta y la daga eran los objetos más valiosos del reino.

Cuando el rey se dio cuenta de que la búsqueda era inútil dijo:

—Ya no importa. Démonos prisa y celebremos la boda antes de que se pierda algo más —y preguntó dónde estaba la princesa. A lo cual se aproximó su dama de compañía y le dijo:

—Señor, llevo dos horas buscando, pero no la encuentro por ninguna parte.

Esto era más de lo que la reina podía soportar. Dio un fuerte grito y se desmayó. Tuvieron que verter dos barriles de agua de colonia sobre ella para que volviera en sí. Cuando lo hizo vio que todos buscaban a la princesa llenos de terror y confusión, pero como no aparecía, el rey le dijo a su paje:

—Ve a buscar al embajador Fanfaronade, quien seguramente se encuentra despierto por ahí y dale la mala noticia.

Así que el paje buscó por todos lados, pero al igual que la princesa, la pañoleta y la daga, éste no aparecía.

Entonces el rey reunió a sus guardias y consejeros, y acompañado de la reina ingresó al salón principal. Como no había tenido tiempo de preparar un discurso con antelación, el rey ordenó que todos guardaran silencio por tres horas al cabo de las cuales dijo lo siguiente:

—¡Escuchen todos, grandes y pequeños! Mi amada hija Mayblossom está perdida; no sé si ha sido secuestrada o simplemente está desaparecida. Tampoco hemos encontrado la pañoleta de la reina ni mi daga, que vale su peso en oro. Y lo que es peor, el embajador Fanfaronade tampoco aparece.

Temo que el rey, su señor, al no recibir señales suyas venga a buscarlo entre nosotros y nos acuse de haberlo destazado.

Tal vez podría soportarlo si tuviera dinero, pero les aseguro que los gastos de la boda me han dejado en la ruina. Aconséjenme, queridos súbditos, ¿qué debo hacer para recuperar a mi hija, a Fanfaronade y las cosas perdidas?

Este era el discurso más elocuente que se le había conocido al rey y cuando todos terminaron de celebrarlo, el Primer Ministro aventuró una respuesta:

—Señor, a todos nos causa mucha pena verlo apesadumbrado.

Daríamos todo lo que tenemos de valor en el mundo por poder despojarlo de la causa de su pena, pero me parece que estamos ante uno más de los trucos del hada Carabosse.

Los veinte años de mala suerte de la princesa no han terminado aún y, en honor a la verdad, a mí me pareció que Fanfaronade y la princesa parecían profesar una gran admiración el uno por el otro. Tal vez esto pueda arrojar alguna luz sobre el misterio de su desaparición.

En este punto la reina lo interrumpió diciendo: “Señor, cuidado con lo que dice. Créame que la princesa Mayblossom fue muy bien educada como para pensar en enamorarse de un embajador”.

Al escuchar esto, la nodriza dio un paso al frente y de rodillas confesó cómo habían hecho el pequeño agujerito en la torre y cómo la princesa había dicho que se casaría con el embajador y con nadie más después de haberlo visto. Entonces la reina se puso furiosa y les dio tal regañada a la nodriza, la dama de compañía y la mecedora de cuna, que las tres temblaban de pies a cabeza. Pero el almirante Sombrero— ladeado la interrumpió exclamando:

—¡Vayamos en busca de este bueno para nada de Fanfaronade, pues sin duda ha huido con nuestra princesa!

Entonces todos aplaudieron y exclamaron: “¡Por supuesto, vayamos tras él!”

Así, mientras unos se hacían a la mar, otros iban de reino en reino tocando tambores y trompetas y al encontrarse con un grupo de personas les decían:

—Quien desee una hermosa muñeca, todo tipo de dulces, un par de tijeras, una bata de oro y una gorra de satín, sólo tiene que decir en dónde tiene Fanfaronade escondida a la princesa Mayblossom.

Pero la respuesta en todos lados era: “Deben buscar más lejos, pues aquí no los hemos visto”.

Sin embargo, los que iban por mar fueron más afortunados, pues después de navegar por un tiempo vieron una luz encendida frente a ellos que ardía toda la noche como un fuego alto. Al principio no se atrevían a acercarse, pues no sabían de qué se trataba, pero al poco tiempo la luz permaneció fija en un punto de la Isla de la Ardilla, pues, como ya habrán adivinado, la luz no era otra cosa que el reflejo del carbunclo. La princesa y Fanfaronade le habían dado al barquero cien monedas de oro al desembarcar en la isla y le habían hecho prometerles solemnemente que no le diría a nadie adónde los había llevado, pero lo primero que ocurrió fue que mientras se alejaba remando, de pronto se vio entre la flota real y antes de poder escaparse, el almirante lo vio y mandó un bote tras él.

Cuando lo revisaron encontraron las cien monedas en su bolsillo y como eran monedas nuevas, forjadas en honor de la boda de la princesa, el almirante supo que la princesa debió pagarle al barquero para ayudarla en su huida. Sin embargo, el barquero no respondía las preguntas y pretendía estar sordo y mudo.

Entonces el almirante dijo: “¿Así que sordo y mudo? Muy bien, ¡amárrenlo al mástil y denle una probadita del gato con nueve colas!* No conozco nada mejor que eso para curar a los sordos y mudos.

Y cuando el viejo barquero vio que estaba en apuros dijo todo lo que sabía sobre el caballero y la dama a quienes había llevado hasta la Isla de la Ardilla, y el almirante supo que se trataba de la princesa y de Fanfaronade, así que ordenó a la flota que rodearan la isla.

Mientras tanto, la princesa Mayblossom, quien para entonces tenía mucho sueño, había encontrado un lugar en la sombra, bien cubierto de pasto, sobre el que se había recostado.

Apenas había entrado en un sueño profundo cuando Fanfaronade, quien tenía hambre, pero no sueño, se acercó a ella, la despertó y le dijo muy enfadado:

—Señora, le ruego que me diga cuánto tiempo piensa permanecer aquí. No veo nada para comer y aunque usted puede ser muy encantadora, mirarla no me impide morirme de hambre.

—¡Qué dices, Fanfaronade! —exclamó la princesa mientras se sentaba y se frotaba los ojos—. ¿Es posible que desees algo más que yo cuando estoy contigo? Deberías estar pensando todo el tiempo en lo feliz que eres.

—¿Feliz? —exclamó él—. Más bien bastante infeliz. Desearía con todo mi corazón que volvieras a tu oscura torre.

—Querido, no estés enojado. Veré si puedo encontrar alguna fruta silvestre para que comas.

—Espero que te encuentres con un lobo que te coma —dijo refunfuñando Fanfaronade.

La princesa, con gran consternación, corrió de un lado a otro por el bosque rasgando su vestido y haciéndose daño en sus hermosas y blancas manos a causa de las espinas y zarzas, pero no pudo encontrar nada para comer. Al final tuvo que volver con pesar con Fanfaronade, quien al verla llegar con las manos vacías se puso de pie y se fue refunfuñando.

Al día siguiente volvieron a buscar alimento, pero sin resultados.

—¡Ay, si pudiera encontrar algo para que comas, no me importaría pasar hambre!

—No. A mí tampoco me importaría —dijo Fanfaronade.

—¿Será posible que no te importe si muero de hambre? ¡Fanfaronade, dijiste que me amabas!

—Eso fue cuando estábamos en un lugar muy distinto y no tenía hambre. Estar muriéndose de hambre y de sed en una isla desierta hace una gran diferencia en las ideas que uno tiene.

Ante esto la princesa se sintió muy enfadada, se sentó debajo de un arbusto de rosas blancas y comenzó a llorar amargamente.

“Felices las rosas”, pensó, “que sólo tienen que florecer a la luz del sol y ser admiradas y no hay nadie que sea malo con ellas” y unas lágrimas comenzaron a correr por sus mejillas hasta caer sobre las raíces del rosal. Al momento se sorprendió de ver que el arbusto se agitaba y temblaba, y que del botón de rosas más hermoso se desprendía una vocecita que le decía:

—¡Pobre princesa! Mira en el tronco de aquel árbol y ahí encontrarás un panal, pero no seas tan tonta como para compartirlo con Fanfaronade.

Mayblossom se fue corriendo hacia el árbol y en efecto encontró un panal. Sin perder ni un momento lo tomó y corrió hacia donde estaba Fanfaronade mientras le exclamaba contenta:

—¡Mira, encontré un panal! Me lo podría haber comido todo yo sola, pero preferí compartirlo contigo.

Fanfaronade, sin mirarla siquiera ni darle las gracias, le arrebató el panal de las manos y se lo comió todo; no le ofreció ni un pedazo. De hecho, cuando ella le pidió un poco con toda humildad, él le respondió en son de burla que era demasiado dulce para ella y le echaría a perder los dientes.

Mayblossom, más decepcionada que nunca, se fue caminando muy triste y se sentó debajo de un roble a llorar. Y sus lágrimas y suspiros movían a tal compasión que el roble la abanicó con el susurro de sus hojas y le dijo:

—Sé valiente, princesa, no todo está perdido. Toma este cuenco de leche y bébelo. Y no importa lo que hagas, no le dejes ni una gota a Fanfaronade.

La princesa, bastante sorprendida, miró a su alrededor y encontró un gran cuenco lleno de leche, pero antes de que pudiera llevárselo a los labios el pensamiento de lo sediento que debía estar Fanfaronade tras haberse comido al menos siete kilos de miel, la hizo correr hacia él y decirle:

—Aquí hay un cuenco de leche; bebe un poco, pues estoy segura de que debes tener sed, pero por favor guarda un poco para mí porque me estoy muriendo de hambre y sed.

Pero él tomó el cuenco y se bebió toda la leche de un golpe y luego lo estrelló en la roca más cercana rompiéndolo en pedazos mientras decía con una sonrisa maliciosa: “Si no has comido nada, no puedes tener sed”.

—¡Ay de mí! —exclamó la princesa—. Bien merecido me tengo este castigo por haber decepcionado al rey y a la reina y haber huido con este embajador de quien nada sabía.

Y tras decir eso se fue caminando hacia la parte más densa del bosque y se sentó bajo un espino sobre el que cantaba un ruiseñor. Al cabo de un rato escuchó que el ave le decía:

“Princesa, busca debajo de aquel arbusto. Ahí encontrarás un poco de azúcar, almendras y algunas tartas, pero no seas tonta y no le compartas nada a Fanfaronade”. Esta vez la princesa, quien estaba a punto de desmayarse por el hambre, siguió el consejo del ruiseñor y se comió todo ella sola. Pero Fanfaronade, al ver que ella había encontrado algo muy bueno de comer y que no iba a compartirle nada corrió hacia ella con tal furia que la princesa apenas alcanzó a sacar el carbunclo de la reina para defenderse, pues el carbunclo tenía la propiedad de hacer a la gente invisible cuando estaban en peligro; cuando se puso a salvo le reprochó sus malos tratos.

Mientras tanto, el almirante Sombrero— ladeado había enviado a Jack— el— conversador— de— las— botas— de— paja, mensajero permanente del primer ministro a decirle al rey que el embajador y la princesa habían atracado en la Isla de la Ardilla, pero que al no conocer el lugar no se había adentrado a seguirlos por miedo a ser capturado por enemigos ocultos.

Sus majestades se pusieron más que felices por la noticia y el rey mandó traer un gran libro, cuyas hojas medían ocho codos cada una. Era el trabajo de un hada muy lista y contenía una descripción de toda la Tierra. Muy pronto descubrió que la Isla de la Ardilla estaba deshabitada.

—Ve y dile al almirante que desembarque de inmediato —le dijo a Jack— el— conversador—. Me sorprende que no lo haya hecho antes.

Tan pronto el mensaje le llegó a la flota iniciaron los preparativos para una guerra cuyo ruido fue tan estruendoso que llegó a oídos de la princesa, quien de inmediato acudió a proteger a su amado. Como él no era muy valiente, gustoso aceptó su ayuda.

—Tú te pondrás detrás de mí —le dijo la princesa—.

Y yo sostendré el carbunclo que nos hará invisibles y con la daga del rey te protegeré del enemigo.

De manera que cuando los soldados desembarcaron no podían ver a nadie, pero la princesa les encajaba la daga y uno a uno caían sin sentido sobre la arena. El almirante, al ver que había algún tipo de encantamiento, rápidamente ordenó que se tocara la señal de retirada y embarcó de nuevo a sus hombres en medio de una gran confusión.

Fanfaronade, al quedarse solo con la princesa una vez más, pensó que si pudiera deshacerse de ella y apoderarse del carbunclo y de la daga, podría fraguar su escape. Entonces, mientras caminaban de regreso sobre los acantilados le dio a la princesa un gran empujón esperando que se cayera al mar, pero ella se hizo a un lado con gran rapidez, Fanfaronade perdió el equilibrio y cayó. Se hundió en el fondo del mar como un pedazo de plomo y nunca más se supo nada de él. Mientras la princesa lo seguía buscando horrorizada, un ruido de algo que pasaba sobre su cabeza llamó su atención. Al mirar al cielo vio dos carrozas que se aproximaban a toda velocidad desde dos puntos contrarios. Una era brillante y reluciente, tirada por cisnes y pavorreales, y el hada que la conducía era hermosa como un rayo de sol. La otra, en cambio, era llevada por murciélagos y cuervos y en su interior venía una pequeña enana que daba miedo, vestida con una piel de serpiente y con un enorme sapo sobre la cabeza a manera de capucha.

Las carrozas chocaron con estruendo en el aire y la princesa miró el choque perpleja, casi sin aliento por la angustia, mientras arriba se libraba una furiosa batalla entre la hermosa hada con su lanza de oro y la odiosa enana con su pica oxidada. Pero muy pronto se vio que el hada hermosa llevaba la mejor parte y la enana hizo girar las cabezas de sus murciélagos en retirada y se alejó en gran confusión, mientras el hada se acercó a donde estaba la princesa y le dijo sonriendo:

“Como ves, princesa, he vencido completamente a la maligna Carabosse. ¿Puedes creerlo? Quería reclamar su autoridad sobre ti para siempre porque te saliste de la torre cuatro días antes de que terminaran los veinte años. Lo importante es que ya he puesto fin a sus planes. Así que espero que seas muy feliz y que disfrutes la libertad que he ganado para ti”.

La princesa le dio las gracias de todo corazón y entonces el hada envió uno de sus pavorreales a su palacio para que le trajera a Mayblossom un manto maravilloso, a quien sin duda le hacía falta, pues el suyo se había hecho jirones a causa de las espinas y las zarzas. Otro pavorreal fue enviado a decirle al almirante que ya podía desembarcar con total confianza, cosa que hizo de inmediato en compañía de todos sus hombres, incluyendo a Jack el conversador, quien al ver el asador sobre el cual el almirante estaba preparando la cena, lo tomó y se lo llevó consigo.

El almirante Sombrero Ladeado se sorprendió tremendamente cuando se acercó a la carroza de oro y todavía más al ver a dos hermosas damas caminar bajo los árboles a la distancia. Cuando les dio alcance, reconoció a la princesa y se puso a sus pies y le besó la mano con mucha alegría. La princesa le presentó al hada y le contó cómo al fin Carabosse había sido derrotada, por lo que él le dio las gracias y felicitó al hada, quien fue de lo más amable con él. Mientras conversaban ella dijo:

—Percibo el aroma de una cena deliciosa.

—En efecto, señora, aquí está —dijo Jack el conversador sosteniendo el asador sobre el cual los faisanes y las perdices terminaban de cocinarse—. ¿Sería tan amable Su Majestad de probar un bocado?

—Por supuesto —dijo el hada—. Sobre todo porque estoy segura de que la princesa estará feliz de comer un buen platillo.

Así que el almirante mandó traer del barco todo lo necesario y disfrutaron de un festín bajo los árboles. Para el momento que terminaron de cenar, el pavorreal había vuelto con un manto para la princesa; era un manto de brocados verdes y dorados con incrustaciones de perlas y rubíes; el hada peinó los dorados cabellos de la princesa hacia atrás y los anudó con cintas de diamantes y esmeraldas, y por último le puso un tocado con una corona de flores. El hada le dijo que montara a su lado en la carroza y la llevó a bordo del barco del almirante, después le deseó un buen viaje, le envió sus mejores deseos a la reina y le pidió a la princesa que le dijera que ella había sido la quinta hada que estuvo presente en el bautizo. Luego sonaron los disparos de salva, la flota levó anclas y llegaron a puerto en seguida.

Ahí el rey y la reina ya los esperaban; recibieron a la princesa con tal alegría y amabilidad que ésta no pudo participar de la conversación y decir lo mucho que sentía haber huido con un embajador tan poco valiente. Pero, a final de cuentas, seguramente todo había sido culpa de Carabosse. Y quién habría de llegar justo en ese momento si no el hijo del rey Merlín, quien se había impacientado al no tener noticias de su embajador y había partido con una magnífica escolta de mil hombres a caballo, con treinta guardaespaldas vestidos en uniformes de oro y escarlata, para ver qué había ocurrido.

Dado que él era cien veces más guapo y valiente que el embajador, la princesa se dio cuenta de que iba a disfrutar mucho estar con él, así que la boda se llevó a cabo de inmediato, con tal esplendor y alegría que todas las desgracias previas quedaron en el olvido.

FIN

FICHA DE TRABAJO

VOCABULARIO

Abatir: Hacer 

Los textos e imágenes que se muestran en esta web se acogen al derecho de cita con fines didácticos, que pretenden fomentar el conocimiento de las obras y tienen como único objetivo el análisis, comentario o juicio crítico de las mismas.