Heidi
Johanna Spyri
Capítulo 3
Ilustración de Gustaf Tenggren
Hacia los pastos
H eidi se despertó a la mañana siguiente al oír un estridente silbido; al abrir los ojos, un rayo de sol se introdujo por el agujero de la pared, haciendo brillar el heno como si fuera de oro. De momento no pareció saber dónde se hallaba, pero entonces escuchó en el exterior la voz ruda del abuelo y recordó alegremente que había venido a vivir a las montañas. Celebraba haber abandonado a la vieja Úrsula, que estaba sorda como una tapia y que era tan friolera que se pasaba todo el día sentada ante el fuego de la cocina o ante la estufa del comedor. Heidi se veía obligada a permanecer en la casa donde la vieja pudiera verla, siempre anhelando salir para correr y jugar. Ahora saltó de la cama, llena de excitación ante las nuevas experiencias que le aguardaban. Se vistió tan aprisa como pudo, bajó por la escalera y salió de la cabaña. Pedro esperaba allí con su rebaño, y el abuelo traía en aquellos momentos a "Margarita" y a "Morena" del corral. La niña corrió a darles los buenos días a todos.
— ¿Quieres ir a los pastos con Pedro? — preguntó el anciano. Y al ver que ella asentía complacida, añadió: Primero tendrás que lavarte para que el sol no te tueste demasiado la piel.
Señaló un cubo de agua puesta al, sol cerca de la puerta y Heidi se dirigió a ella rápidamente y comenzó a lavarse las manos y la cara. El viejo de los Alpes entró en la cabaña, al tiempo que decía a Pedro:
— Ven aquí, general de las cabras, y trae tu morral.
Pedro le entregó la pequeña bolsa que contenía su mísero almuerzo y abrió unos ojos como platos al ver que el viejo metía en ella un pedazo de pan y otro de queso, ambos el doble de grandes de los que él llevaba.
— Toma también este jarrita y se lo llenas un par de veces de leche a la hora de comer. Ella no sabe beber directamente de las cabras como tú lo haces. Estará contigo todo el día; procura cuidar de ella y que no se caiga rodando por un barranco.
Heidi llegó corriendo.
— Ahora no me tostará el sol — dijo.
El abuelo asintió, sonriendo. En su deseo de defenderse contra el sol, Heidi se había frotado tanto con la áspera toalla que parecía un langostino.
— Cuando vuelvas a la noche tendrás que meterte en el cubo como un pez, porque traerás los pies sucios de correr entre las cabras. Ahora ya podéis iros.
El tiempo era hermoso en la montaña aquella mañana.
El viento nocturno había barrido todas las nubes y el cielo tenía un azul purísimo. El sol brillaba en los verdes pastos y en las flores que botaban por doquier. Abundaban las belloritas, las violetas y las rosas silvestres. Heidi corría de un lado para otro, loca de alegría ante la vista de tantas flores. Olvidó por completo a Pedro y a las cabras mientras se detenía para coger flores y ponerlas en su delantal. Quería llevarlas a la cabaña y esparcirlas sobre el heno de su dormitorio para darle el aspecto de un prado.
Pedro necesitaba veinte ojos. No tenía bastante con dos para vigilar a Heidi y a las cabras, porque también éstas corrían en todas direcciones. Tenía que silbar y gritarles, blandiendo su cayado en el aire, para mantener juntos a los descarriados animales.
— ¿Dónde estás ahora, Heidi? — gritó, un tanto enojado.
— Aquí — respondió una vocecilla desde detrás de un montículo a cierta distancia.
El otero estaba cubierto de flores que desprendían suave fragancia. Heidi no había olido nunca nada semejante y estaba sentada entre ellas, disfrutándolas.
— Ven — la llamó Pedro—. El viejo de los Alpes dijo que tuviera cuidado no fueras a caerte al barranco.
— ¿Y eso dónde está? — preguntó ella sin moverse.
— Allá arriba. Todavía nos queda mucho camino, de manera que date prisa. ¿No oyes el viejo halcón graznando en aquel picacho?
Heidi se levantó al escuchar esta observación y corrió hacia él con el delantal lleno de flores.
— Ya tienes bastante — dijo el cabrero, cuando iniciaron nuevamente la ascensión—. No cojas más o siempre te irás quedando atrás; además, si sigues cogiendo no quedará ninguna para mañana.
Heidi comprendió que tenía razón, aparte de que su delantal estaba ya casi lleno. A partir de entonces se mantuvo cerca del chico, y también las cabras avanzaban de manera más ordenada porque ahora husmeaban la hierba olorosa que tanto les gustaba y que estaban ansiosas por alcanzar.
Pedro solía situarse para pasar el día al pie de un pico de la montaña. En las empinadas laderas que lo formaban sólo crecían algunos arbustos y abetos enanos, siendo la cima de roca pelada. A uno de los lados estaba el tajo que daba al barranco del cual había hablado el abuelo de la niña. Cuando llegaron a este lugar, Pedro se descolgó el morral y lo dejó caer en un pequeño hoyo para mayor seguridad; a veces se producían ráfagas de viento y el pastorcillo no quería ver sus preciosos alimentos rodando montaña abajo. Luego se tumbó al sol para descansar de la dura escalada. Heidi dejó sus flores en el mismo hoyo; después se sentó al lado de Pedro y miró en torno suyo. El valle, abajo, estaba bañado por el sol; frente a ellos se alzaba una montaña cubierta de nieve con una enorme masa rocosa con dos picos gemelos. Todo estaba tranquilo. Sólo una tenue brisa hacía oscilar las flores azules y amarillas sobre sus tallos.
Pedro se quedó dormido y las cabras treparon por entre los arbustos. Heidi seguía sentada, admirando el paisaje; miraba con tanta intensidad los picos que éstos dieron pronto la impresión de tener rostros y sonreírle como viejos amigos. De repente oyó un gran estrépito. Levantando la cabeza, vio un pajarraco enorme que planeaba en círculos, desplegando sus enormes alas y graznando ásperamente mientras volaba.
— ¡Pedro, Pedro, despierta! — gritó—. ¡Aquí está el halcón!
El chico se sentó y juntos vieron cómo el enorme pájaro volaba cada vez más alto en el cielo hasta desaparecer finalmente por detrás de los picachos grises.
— ¿Adónde ha ido? — preguntó Heidi, que no había visto nunca un pájaro tan grande y que había seguido su vuelo con interés.
— Pues a su nido — respondió Pedro.
— ¿Vive allá arriba? ¡Qué estupendo! ¿Y por qué hace tanto ruido?
— Porque tiene que hacerlo — explicó brevemente el cabrero.
— ¡Vamos a subir para ver dónde vive! — propuso ella.
— ¡No, no; eso no! Ni siquiera las cabras pueden subir tan alto, y no olvides que tu abuelo me dijo que cuidara de ti.
Con la consiguiente sorpresa por parte de Heidi, el chico empezó a silbar y las cabras, reconociendo aquel sonido familiar, acudieron de todas direcciones, aunque algunas se entretenían mordisqueando un tallo de hierba, mientras otras se daban suaves topetazos entre sí. Heidi se levantó y corrió por entre ellas, contenta al ver cómo se divertían los animales. Les habló a todas por separado, y vio que cada una de ellas era distinta y fácilmente distinguible de las otras.
Mientras tanto, Pedro abría el morral y disponía su contenido en el suelo: dos grandes porciones para Heidi y dos más pequeñas para él. Luego llenó el jarro ordeñando a "Margarita" y lo puso junto al resto de los alimentos. Llamó a la niña, pero ésta era más lenta en acudir que las cabras; estaba tan ocupada con sus nuevas compañeras de juego que no tenía ojos ni oídos para nada más. Pedro siguió llamando hasta que su voz despertó ecos en las rocas y Heidi apareció al fin. Cuando vio la comida preparada, se pasó la lengua por los labios y se sentó muy contenta.
— Deja ya de jugar — dijo el cabrero— . Es hora de comer. Vamos, ya puedes empezar.
— ¿Esa leche es para mí?
— Sí, y esos trozos grandes de pan y queso. Te llenaré otro jarro cuando te hayas bebido ése. Luego beberé yo.
— Pero, ¿dónde vas a beber?
— Directamente de mi cabra "Manchada". Anda, empieza a comer.
Heidi bebió la leche, pero sólo comió un pedacito de pan y pasó el restante a Pedro, juntamente con el queso.
— Para ti — dijo— . Yo ya he comido bastante.
El chico la miró con asombro; a él no le habían sobrado nunca alimentos para dar. Al principio vaciló, creyendo que ella bromeaba, pero Heidi seguía ofreciéndoselo y finalmente le puso el pan y el queso en la rodilla. Eso le convenció de que la niña hablaba en serio, de manera que tomó ambas cosas, le dio las gracias con un gesto y se dispuso a disfrutar del festín. Mientras tanto, ella contemplaba las cabras.
— ¿Cómo se llaman todas ellas, Pedro? — preguntó.
Pedro no era un chico culto, pero ésta era una pregunta que podía responder con facilidad. Le fue diciendo todos los nombres, al tiempo que señalaba cada uno de los animales. Heidi escuchaba atentamente y pronto aprendió a distinguirlas. Cada una de las cabras tenía alguna pequeña señal por la que podía ser fácilmente reconocida mirándola de cerca, como ella estaba haciendo. La gran "Turca" mostraba unos grandes cuernos y siempre trataba de topar a las otras, por lo que éstas procuraban apartarse de ella todo lo posible. La única en responder al chico fue una chota juguetona llamada "Jilguera", de cuernos pequeños y afilados, y "Turca" se solía asombrar tanto ante semejante insolencia que no atinaba a pelearse por ello. Heidi se sentía particularmente atraída por una cabrita llamada "Copo de Nieve", que balaba de manera quejumbrosa. Ya antes había tratado de consolarla. Ahora corrió hacia ella, le rodeó el cuello con los brazos y preguntó con dulzura:
— ¿Qué te pasa, "Copo de Nieve"? ¿Por qué lloras?
Al oír estas palabras, la cabra se recostó contra ella y cesó de balar.
Pedro no había terminado aún de comer y dijo entre bocado y bocado:
— Llora porque su madre ya no vendrá más al rebaño. La han vendido a alguien de Mayenfield.
— ¿Dónde está entonces su abuela?
— No tiene abuela.
— ¿Y su abuelo?
— Tampoco tiene.
— ¡Pobre "Copo de Nieve"! — se compadeció Heidi, abrazando nuevamente al animal— . No llores más; yo vendré aquí cada día y siempre que te sientas sola podrás acercarte a mí.
"Copo de Nieve" frotó la cabeza contra el hombro de la niña y pareció reconfortada.
Pedro había terminado de comer y se dirigió a Heidi, quien no cesaba de hacer nuevos descubrimientos. Había reparado en que "Margarita" y "Morena" parecían más independientes que las otras cabras y se conducían con una especie de dignidad. Ellas abrieron la marcha cuando el rebaño trepó nuevamente buscando los arbustos; algunas se detenían aquí y allá para oler un tallo de hierba y otras continuaban el ascenso, saltando sobre los pequeños obstáculos que se interponían en su camino. "Turca" fanfarroneaba como de costumbre, pero "Margarita" y "Morena" la ignoraban por completo, y pronto se pusieron a mordisquear las hojas de dos arbustos frondosos. Heidi las observó algún tiempo y luego se volvió a Pedro, tendido cuan largo era en la hierba.
— "Margarita" y "Morena" son las dos cabras más bonitas — dijo.
— Ya lo sé — repuso el chico— . El viejo de los Alpes las tiene siempre limpias, les da sal y las encierra en un corral para ellas solas.
De pronto se levantó y corrió tras la manada, con Heidi pegada a sus talones; la niña no quería perderse nada. Pedro había advertido que la retozona "Jilguera" estaba al borde del barranco, donde el terreno descendía tan abruptamente que si caía podía muy bien matarse o romperse las patas. El chico tendió el brazo para agarrar la chota, pero resbaló y cayó, aun cuando pudo alcanzar una de sus delgadas patas; pero "Jilguera", indignada por aquel trato, forcejeó violentamente para escapar.
— ¡Heidi! — gritó Pedro— ¡Heidi, ven y ayúdame!
No podía levantarse a menos que soltara la pata de "Jilguera", ya casi a punto de arrancársela. Heidi vio entonces la solución y tomando un puñado de hierba la acercó al hocico de “Jilguera”.
— Anda, ven y no seas tonta — dijo—. No querrás caerte por ahí y hacerte daño.
A esto, la cabrita se volvió en redondo y empezó a comer la hierba de la mano de Heidi. Pedro pudo levantarse al fin. Entonces asió el collar del que pendía un pequeño cencerro y Heidi hizo lo mismo por el lado opuesto, logrando entre los dos devolver la cabra al rebaño. El pastorcillo cogió entonces su cayado para darle unos golpes, y "Jilguera", al ver lo que se avecinaba, intentó poner tierra por medio.
— ¡No le pegues! — imploró Heidi— . Mira lo asustada que está, la pobre...
— Se lo merece — insistió Pedro, levantando el brazo.
Pero la niña se lo sujetó, interponiéndose.
— ¡No, no le pegues! Le hadas daño. Es mejor que la dejes en paz.
— No le pegaré si mañana me vuelves a dar parte de tu queso — dijo él, creyéndose acreedor a cierta compensación por el susto que le había dado la cabrita.
— Puedes comértelo todo mañana y todos los días — prometió Heidi— . Yo no lo quiero. También te daré parte de mi pan, pero entonces no pegarás nunca más a "Jilguera" ni a "Copo de Nieve", ni a ninguna de ellas.
— Trato hecho — dijo el zagal a guisa de promesa, y soltó a "Jilguera" que fue a reunirse con la manada.
Se hacía tarde y el sol derramaba un halo dorado sobre la hierba y las flores, y los altos picachos despedían destellos de luz. Heidi se sentó un rato, disfrutando en silencio de la hermosa escena; pero, de repente, se puso en pie gritando:
— ¡Pedro, Pedro! ¡Hay fuego! ¡La montaña está ardiendo, y la nieve y el cielo también! Mira, los árboles y las rocas se están quemando hasta el nido del halcón. ¡Todo arde!
— Todas las tardes pasa lo mismo — contestó Pedro calmosamente, al tiempo que afilaba la punta del cayado—. Eso no es fuego.
— ¿Qué es entonces? — gritó ella, correteando de un lado para otro a fin de contemplar el maravilloso espectáculo desde puntos diferentes—. ¿Qué es, Pedro?
— Pues... cosas que pasan.
— ¡Oh, mira; todas las montañas se han puesto rojas! Mira la que está nevada, y aquella otra con el alto picacho encima. ¿Cómo se llaman, Pedro?
— Las montañas no tienen nombre — respondió el chico.
— ¡Qué bonita está la nieve rosada y los picachos rojos! ¡Oh, qué lástima — añadió la niña tras una pausa— , el color se va y todo se vuelve gris! Todo se ha terminado...
Se sentó, entristecida, como si aquel fenómeno representara el fin del mundo.
— Mañana volverá a ser igual — explicó Pedro— Bueno, ya es hora de irse.
Silbó, reuniendo a las cabras, e iniciaron el camino de regreso.
— ¿Siempre es lo mismo aquí arriba? — preguntó Heidi, esperanzada.
— Casi siempre.
— ¿Y mañana también?
— Sí, también.
Esto pareció conformarla y como tenía muchas cosas en qué pensar, no volvió a decir palabra hasta que llegaron a la cabaña y vio al abuelo sentado bajo los abetos, en el lugar donde solía hacerlo para aguardar el regreso de su ganado. La chiquilla corrió hacia él seguida de "Morena" y "Margarita", y Pedro dijo:
— Buenas noches, Heidi. Vuelve mañana.
Ella retrocedió para decirle adiós y prometerle que iría al día siguiente. Luego abrazó el cuello de "Copo de Nieve" y dijo:
— Que duermas bien, "Copo de Nieve". Recuerda que mañana estaré otra vez contigo y ya no tendrás que llorar más.
"Copo de Nieve" le dirigió una mirada llena de confianza y luego trotó detrás de las otras cabras.
— ¡Oh, abuelo — gritó Heidi, mientras volvía corriendo hacia él—, qué bonito era todo allá arriba, con tantas llores y las rocas de color rosa! Mira lo que te he traído.
Vació el contenido de su pequeño delantal frente a él, pero las pobres flores estaban ajadas y se parecían mucho a la paja. Heidi se sintió terriblemente apenada.
— ¿Qué les ha pasado? No estaban así cuando yo las cogí.
— A las flores les gusta estar al sol y no metidas en tu delantal — — explicó el viejo.
— Entonces no volveré a coger ninguna. Oye, abuelo, ¿por qué grazna tan fuerte el halcón?
— Anda, métete en el cubo mientras yo ordeño las cabras — repuso el anciano—. Luego cenaremos en la cabaña y te explicaré lo del halcón.
Tan pronto estuvo sentada con el abuelo y el jarro de leche frente a ella, repitió su pregunta.
— El halcón se burla de la gente que vive abajo en los pueblos y se pelean entre sí. Imagina que dice: "Si cada cual se preocupara de lo suyo y subiera a las cimas de las montañas como yo hago, todo iría mucho mejor."
El anciano pronunció estas palabras con tanta fiereza que le recordaron a Heidi los graznidos del pajarraco.
— ¿Por qué las montañas no tienen nombre? — preguntó luego.
— Pues claro que lo tienen. Si me describes una de ellas, yo la reconoceré y te diré su nombre.
La niña le habló de la montaña con los dos picachos gemelos.
— Esa se llama Falkniss — dijo.
Heidi describió a continuación la que estaba cubierta de nieve y el abuelo le dijo que se llamaba Krespel.
— De manera que te has divertido, ¿eh?
— Oh, sí — exclamó ella, y le contó las cosas maravillosas que habían ocurrido durante el día. Terminó diciendo— El fuego de la tarde fue lo mejor de todo. Pedro dijo que no era fuego, pero no pudo explicarme lo que era realmente. Tú sí que puedes, ¿verdad, abuelo?
— Ésa es la forma en que el sol le da las buenas noches a las montañas — explicó el viejo—. Derrama esa hermosa luz sobre ellas para que no lo olviden hasta que vuelva a aparecer por la mañana.
A la niña le gustó mucho esta explicación y anheló la venida de un nuevo día para poder subir a las montañas y ver cómo el sol se despedía otra vez de ellas. Pero primero tenía que acostarse, y toda la noche durmió tranquilamente en su colchón de heno, soñando montañas y flores, y a "Copo de Nieve" brincando alegremente en medio de todo aquello.
FICHA DE TRABAJO
CUESTIONES
VOCABULARIO
Abrupto: Lugar o terreno que tiene pendientes muy pronunciadas o fuertes desniveles.
Acreedor: Persona que tiene derecho a pedir que se cumpla una obligación, especialmente que se le pague una deuda.
Ajar: Maltratar , manosear , arrugar , marchitar.
Anhelar: Desear intensa o vehementemente una cosa.
Asir: Agarrarse a alguien o algo.
Atinar: Conseguir algo o ser capaz de algo.
Balido: Voz de la oveja, la cabra, el ciervo, el gamo y otros mamíferos rumiantes.
Barranco: Precipicio lleno de tierra y piedras en el que hay peligro de desprendimientos.
Brincar: Dar saltos o brincos.
Cencerro: Campana de metal pequeña y generalmente tosca, que se cuelga al cuello de las reses.
Chota: Cría de la cabra desde que nace hasta que deja de mamar.
Delantal: Prenda de vestir de varias formas que se ata a la cintura con cintas y se pone sobre la parte delantera de la ropa para protegerla de manchas o rozaduras.
Descarriado: Apartar a alguien del carril, echarlo fuera de él.
Enojar: Causar enojo o disgusto.
Estrépito: Ruido fuerte y ensordecedor.
Estridente: Sonido agudo, desapacible y chirriante.
Fanfarronear: Hablar y comportarse con arrogancia diciendo o haciendo fanfarronadas.
Festín: Comida espléndida y abundante.
Forcejear: Hacer fuerza física o tener fuerza moral suficiente para vencer una resistencia.
Graznido: Voz de ciertas aves, como el cuervo, el grajo, la urraca, el buitre y el ganso.
Guisa: Modo, manera.
Halo: Círculo luminoso que rodea a algunos astros, especialmente al Sol y a la Luna.
Husmear: Indagar con disimulo en la vida de una persona.
Insolencia: Cualidad de la persona que habla o actúa con una falta de respeto que resulta ofensiva.
Manada: Grupo de animales de ganado doméstico, especialmente cuadrúpedos, que andan juntos.
Morral: Bolsa o zurrón que usan los pastores, cazadores y caminantes para llevar comida, ropa y otras cosas.
Otero: Cerro aislado que domina un llano.
Pasto: Terreno en el que abunda hierba y donde pasta el ganado.
Quejumbroso: Que expresa queja.
Reconfortar: Confortar de nuevo física o espiritualmente a alguien.
Retozar: Moverse alegremente y sin trabas, generalmente las personas jóvenes o los animales, saltando, revolcándose, jugueteando, persiguiéndose los unos a los otros, etc.
Rudo: Persona que es poco delicado o cortés en el trato y en el comportamiento.
Tajo: Corte profundo y vertical formado en el terreno por la erosión de un río o por otro accidente del terreno.
Tenue: Que es poco intenso o perceptible.
Trotar: Andar muy deprisa de un lugar a otro.
Vacilar: Estar indeciso o titubeante, sin decidirse a hacer o decir algo o sin escoger entre varias cosas.
Zagal: Muchacho.
ILUSTRACIONES
Ilustración de Ann Anderson
Ilustración de Gustaf Tenggren
Ilustración de Gustaf Tenggren
Ilustración de Newell Convers Wyeth
Ilustración de Paul Hey
Ilustración de Sonja Wimmer
Ilustración de Margaret Armstrong
PISTAS PARA LA REFLEXIÓN
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