La primera vuelta al mundo

por el caballero Antonio Pigafetta

Libro II

Salida del estrecho hasta la Muerte del capitán Magallanes y nuestra partida de Zubu

Miércoles 28 de noviembre, desembocamos por el Estrecho para entrar en el gran mar, al que dimos en seguida el nombre de Pacífico, y en el cual navegamos durante el espacio de tres meses y veinte días, sin probar ni un alimento fresco. El bizcocho que comíamos ya no era pan, sino un polvo mezclado de gusanos que habían devorado toda su sustancia, y que además tenía un hedor insoportable por hallarse impregnado de orines de rata. El agua que nos veíamos obligados a beber estaba igualmente podrida y hedionda. Para no morirnos de hambre, nos vimos aun obligados a comer pedazos de cuero de vaca con que se había forrado la gran verga para evitar que la madera destruyera las cuerdas. Este cuero, siempre expuesto al agua, al sol y a los vientos, estaba tan duro que era necesario sumergirlo durante cuatro o cinco días en el mar para ablandarlo un poco; para comerlo lo poníamos en seguida sobre las brasas. A menudo aun estábamos reducidos a alimentarnos de serrín, y hasta las ratas, tan repelentes para el hombre, habían llegado a ser un alimento tan delicado que se pagaba medio ducado por cada una.

Sin embargo, esto no era todo. Nuestra mayor desgracia era vernos atacados de una especie de enfermedad que hacía hincharse las encías hasta el extremo de sobrepasar los dientes en ambas mandíbulas, haciendo que los enfermos no pudiesen tomar ningún alimento. De éstos murieron diecinueve y entre ellos el gigante patagón y un brasilero que conducíamos con nosotros. Además de los muertos, teníamos veinticinco marineros enfermos que sufrían dolores en los brazos, en las piernas y en algunas otras partes del cuerpo, pero que al fin sanaron. Por lo que toca a mí, no puedo agradecer bastante a Dios que durante este tiempo y en medio de tantos enfermos no haya experimentado la menor dolencia.

Durante este lapso de tres meses y veinte días, recorrimos más o menos cuatro mil leguas en este mar, que llamamos Pacífico porque durante todo el curso de nuestra travesía no experimentamos tormenta alguna. Tampoco descubrimos durante este tiempo ninguna tierra, a excepción de dos islas desiertas, en las cuales no hallamos más que pájaros y árboles, y por esta razón las designamos con el nombre de islas Infortunadas. No encontramos fondo a lo largo de sus costas y sólo vimos algunos tiburones. Están a doscientas leguas la una de la otra, la primera por el grado quince de latitud meridional, y la segunda por el 9°. Según la estela de nuestra nave, que medíamos por medio de la cadena de popa, recomamos cada día de sesenta a setenta leguas; y si Dios y su Santa Madre no nos hubiesen favorecido con una navegación feliz, habríamos todos perecido de hambre en un mar tan dilatado. No pienso que nadie en el porvenir ha de querer emprender semejante viaje.

Si al salir del Estrecho hubiésemos querido seguir hacia el oeste, sobre el mismo paralelo, habríamos dado la vuelta al mundo, y, sin encontrar tierra alguna, habríamos regresado por el Cabo Deseado al de las Once Mil Vírgenes, estando los dos situados hacia el grado 52 de latitud meridional.

El polo Antártico no goza de las mismas constelaciones que el Ártico, viéndose en él dos grupos de pequeñas estrellas nebulosas que parecen nubecillas, a poca distancia uno de otro. En medio de estos grupos de pequeñas estrellas se descubren dos muy grandes y brillantes, cuyo movimiento es poco aparente; indican el polo Antártico. Aunque la aguja imantada declinaba un poco del norte verdadero, sin embargo se volvía siempre al polo Ártico, pero sin obrar con tanta fuerza como cuando se dirige a su propio polo. Cuando estuvimos en alta mar, el comandante en jefe indicó a todos los pilotos el punto a que debían ir, preguntándoles qué camino marcaban sobre sus cartas, y contestándole todos que seguían el que les tenía ordenado, les replicó que iban errados y que era preciso corregir la aguja, porque hallándose en el sur, no tenía tanta fuerza para buscar el verdadero norte como cuando estaba del lado del norte mismo. Hallándonos en el medio del mar, descubrimos hacia el oeste cinco estrellas muy brillantes colocadas exactamente en forma de cruz.

Navegamos entre el oeste y el noroeste cuarta de noroeste, hasta que llegamos bajo la línea equinoccial, a ciento veintidós grados de longitud de la línea de demarcación [se refiera a la línea que se marcó en el Tratado de Tordesillas, delimitando los derechos y posesiones españolas y portuguesas], que está a treinta grados al oeste del primer meridiano, y éste a tres grados al oeste de Cabo Verde.

En el curso de nuestra ruta costeamos dos islas muy elevadas, situada la una hacia el grado 20° de latitud meridional y la otra hacia el 15°: la 37 primera se llama Cipango, y la segunda SumbditPradit.

Después que hubimos pasado la línea, navegamos entre el oeste y el noroeste cuarta oeste. En seguida corrimos doscientas leguas al oeste; después de lo cual cambiamos de nuevo de dirección, corriendo a cuarta de sudoeste, hasta que nos hallamos por el grado 13° de latitud septentrional. Esperábamos llegar por esta ruta al cabo de Gaticara, que los cosmógrafos han colocado en esta latitud; pero se han equivocado, porque este cabo se halla 12° más al norte. Sin embargo, es preciso disculparles este error, ya que no han visitado, como nosotros, estos parajes.

Cuando hubimos corrido setenta leguas en esta dirección, hallándonos por el grado doce de latitud septentrional y por el ciento cuarenta y seis de longitud, el 6 de marzo, que era miércoles, descubrimos hacia el noroeste una pequeña isla, y en seguida dos más al sudoeste. La primera era más elevada y más grande que las dos últimas. Quiso el comandante en jefe detenerse en la más grande para tomar refrescos y provisiones; pero esto no nos fue posible porque los isleños venían a bordo y se robaban ya una cosa ya otra, sin que nos fuese posible evitarlo. Pretendían obligarnos a bajar las velas y a que nos fuésemos a tierra, habiendo tenido aun la habilidad de llevarse el esquife que estaba amarrado a popa, por lo cual el capitán, irritado, bajó a tierra con cuarenta hombres armados, quemó cuarenta o cincuenta casas y muchas de sus embarcaciones y les mató siete hombres. De esta manera recobró el esquife, pero no juzgó oportuno detenerse en esta isla después de todos estos actos de hostilidad. Continuamos, pues, nuestra ruta en la misma dirección.

Al tiempo de bajar a tierra para castigar a los isleños, nuestros enfermos nos pidieron que si alguno de los habitantes era muerto, les llevásemos los intestinos, porque estaban persuadidos que comiéndoselos habían de sanar en poco tiempo.

Cuando los nuestros herían a los isleños con flechas de modo que los pasaban de parte a parte, estos desgraciados trataban de sacárselas del cuerpo, ya por un extremo ya por el otro; las miraban en seguida con sorpresa, muriendo a menudo de la herida: lo que no dejaba de darnos lástima. Sin embargo, cuando nos vieron partir, nos siguieron con más de cien canoas, y nos mostraban pescado, como si quisieran vendérnoslo; mas, cuando se hallaban cerca de nosotros, nos lanzaban piedras y en seguida huían. Pasamos por medio de ellos a velas desplegadas, aunque supieron evitar con habilidad el choque de las naves. Vimos también en sus canoas mujeres que lloraban y se arrancaban los cabellos, probablemente porque habíamos muerto a sus maridos.

Estos pueblos no conocían ley alguna, siguiendo sólo su propia voluntad; no hay entre ellos ni rey ni jefe; no adoran nada; andan desnudos; algunos llevan una barba larga y cabellos negros atados sobre la frente y que les descienden hasta la cintura. Usan también pequeños sombreros de palma. Son grandes y bien hechos; su tez es de un color oliváceo, habiéndosenos dicho que nacían blancos, pero que con la edad cambiaban de color. Poseen el arte de pintarse los dientes de rojo y negro, lo que pasa entre ellos por una belleza. Las mujeres son hermosas, de buen talle y más blancas que los hombres; tienen los cabellos muy negros, lisos, que les llegan hasta el suelo; andan desnudas como los hombres, salvo que se cubren sus partes genitales con un angosto pedazo de género, o más bien de una corteza, delgada como papel, que fabrican de las fibras de la palma. Sólo trabajan en sus casas en la confección de esteras y cestas de hojas de palma y de otras labores semejantes del uso doméstico. Hombres y mujeres se untan los cabellos y todo el cuerpo con aceite de cocos y de seselí.

Aliméntase este pueblo de aves, peces voladores, patatas, de una especie de higos de un medio pie de largo, de la caña de azúcar y de otras frutas semejantes. Sus casas son de madera, techadas con hojas de plátanos, y con departamentos bastante aseados, provistos de ventanas, y de lechos muy blandos que hacen de esteras de palma muy finas y extienden sobre la paja amontonada. No tienen más armas que lanzas cuya punta está provista de un aguzado hueso de pescado. Los habitantes de estas islas son pobres, pero muy diestros y sobre todo hábiles ladrones, con cuyo nombre los designamos.

Sus diversiones consisten en pasearse con sus mujeres en canoas semejantes a las góndolas de Fusino, cerca de Venecia, pero son más angostas y pintadas de negro, blanco o rojo. La vela la forman hojas de palma cosidas entre sí en forma de latina; está siempre colocada de un lado, y en el opuesto, para dar equilibrio a la vela y al mismo tiempo para contrapesar la canoa, atan un grueso poste puntiagudo con palos atravesados de cuya manera navegan sin peligro. El timón se asemeja a una pala de panadero, esto es, a una vara a cuyo extremo está atada una tabla. No hacen diferencia entre la proa y la popa, por cuya razón tienen un timón a cada extremo. Son buenos nadadores y no temen aventurarse en alta mar, como delfines.

Manifestáronse tan sorprendidos y admirados de vernos, que llegamos a creer que no habían conocido hasta entonces más hombres que los habitantes de sus islas.

El día 16 de marzo, al levantarse el sol, nos hallamos cerca de una tierra alta, a trescientas leguas de las islas de los Ladrones. Pronto notamos que era una isla, que se llama Zamal, detrás de la cual existe otra que no está habitada y que después supimos que se decía Humunu. Aquí fue donde el comandante en jefe quiso al día siguiente desembarcar para hacer aguada con más seguridad y gozar de algún reposo después de un tan largo y penoso viaje, para lo cual hizo inmediatamente armar dos tiendas para los enfermos y matar una puerca.

El lunes, dieciocho del mes, después de la comida, vimos venir hacia nosotros una embarcación con nueve hombres, con cuyo motivo el comandante ordenó que ninguno hiciese el menor movimiento o dijese la menor palabra sin su permiso. Cuando llegaron a tierra, el jefe de ellos se dirigió al comandante, manifestándole por ademanes el placer que experimentaba en vernos. Cuatro de los más adornados se quedaron con nosotros, habiendo ido los restantes a llamar a sus compañeros que estaban ocupados de la pesca y con los cuales regresaron.

El comandante, viéndolos tan tranquilos, les hizo dar de comer, ofreciéndoles al mismo tiempo algunos bonetes rojos, pequeños espejos, peines, cascabeles, algunas telas, objetos de marfil y otras bagatelas semejantes. Los isleños, encantados de la acogida del capitán, le regalaron pescado, un vaso lleno de vino de palma, que llaman uroca, plátanos de más de un palmo de largo y otros más pequeños, aunque de mejor gusto, y dos frutos del cocotero, indicándonos a la vez por señales que por el momento no tenían más que ofrecernos, pero que en cuatro días más regresarían trayéndonos arroz, que llaman umay, cocos y otros víveres.

Los cocos son el fruto de una especie de palma, de que sacan su pan, su vino, su aceite y su vinagre. Para procurarse el vino, hacen en la cúspide de la palma una incisión que penetra hasta la médula, por donde sale gota a gota un licor que se asemeja al mosto blanco, pero que es un tanto agrio. Recogen este licor en los tubos de una caña del grueso de una pierna, que se ata en el árbol y que se tiene cuidado de vaciar dos veces al día, mañana y tarde.

El fruto de esta palmera es del tamaño de la cabeza de un hombre y aun algunas veces más grande; su corteza primera, que es verde, tiene dos dedos de espesor y está compuesta de filamentos de que se sirven para hacer las cuerdas que usan para sus embarcaciones. Encuéntrase, en seguida, una segunda corteza más dura y más consistente que la de la nuez, de la cual, quemándola, sacan un cierto polvo que utilizan. Hay en el interior una médula blanca, del espesor de un dedo, que se come a guisa de pan, con la carne y el pescado. En el centro de la nuez y en medio de esta médula existe un licor transparente, dulce y fortificante, y si después de haber vaciado este licor en un vaso, se le deja reposar, toma la consistencia de una manzana. Para procurarse el aceite se toma la nuez, dejando fermentar la médula con el licor, y haciéndolo hervir en seguida resulta un aceite espeso como mantequilla.

Para obtener el vinagre, se deja en reposo el líquido solo, el cual, estando expuesto al sol, se pone ácido y parecido al vinagre que se hace del vino blanco. Nosotros fabricábamos también un licor que se asemejaba a la leche de cabra, raspando la médula, remojándola en el mismo líquido y colándola en seguida. Los cocoteros se parecen a las palmeras que dan los dátiles, aunque sus troncos, sin poseer tan gran número de nudos, no son tampoco bien lisos.

Una familia de diez personas puede mantenerse de dos cocoteros, practicando alternativamente cada semana las incisiones en el uno y dejando reposar al otro, a fin de que una sangría permanente del líquido no les haga perecer. Se nos ha dicho que un cocotero vive un siglo entero.

Los isleños se familiarizaron bastante con nosotros, por cuyo medio pudimos saber de ellos los nombres de muchas cosas, especialmente de los objetos que nos rodeaban; así fue como supimos que su isla se llamaba Zuloan. No es muy grande. Sus habitantes eran afables y honrados. Por deferencia a nuestro jefe, le condujeron en sus canoas a los depósitos en que tenían sus mercaderías, como clavo de olor, pimienta, nuez moscada, oro, etc., dándonos a entender por señas que las regiones hacia donde nos dirigíamos producían en abundancia todas estas especias. El comandante les invitó, a su vez, a que pasasen a bordo de su nave, donde les hizo ver todo lo que podía sorprenderles por la novedad. En el momento en que iban a partir hizo disparar una bombarda, de la que se espantaron tanto que muchos se preparaban a tirarse al mar para huir, aunque no costó mucho persuadirles de que no tenían nada que temer, de suerte que se despidieron tranquilamente, asegurándonos que regresarían muy pronto, según nos lo habían prometido antes. La isla desierta en la cual estábamos instalados la nombran los insulares Humunu, pero nosotros la designamos con el nombre de Aguada de los Buenos Indicios, porque habíamos encontrado ahí dos vertientes de un agua exquisita, y porque observamos las primeras señales de que había oro en el país. Se encuentra también en ella el coral blanco, árboles cuyos frutos, más pequeños que los de nuestros almendros, se asemejan mucho a los piñones del pino, varias especies de palmeras, de las cuales algunas producen fruto comestible, y otras no.

Habiendo percibido a nuestro derredor cierto número de islas, el quinto domingo de cuaresma, que se llama de Lázaro, les dimos el nombre de archipiélago de San Lázaro [luego se llamó Filipinas]. Se halla situado hacia el grado diez de latitud septentrional y a ciento sesenta y uno de longitud de la línea de demarcación.

El viernes, día veintidós del mes, cumplieron los isleños su palabra, llegando con dos canoas llenas de cocos, naranjas y un cántaro repleto de vino de palma y un gallo para manifestarnos que tenían gallinas. Compramos todo lo que trajeron. Su jefe era un anciano, con el rostro pintado y pendientes de oro en las orejas; y los de su séquito traían en los brazos brazaletes de oro y pañuelos que les rodeaban la cabeza.

Pasamos ocho días en esta isla, yendo el comandante diariamente a tierra a visitar a los enfermos, llevándoles vino de cocotero, que les probaba muy bien.

Los habitantes de las islas inmediatas a aquella en que estábamos, usaban en las orejas unos agujeros tan grandes y las tenían tan prolongadas, que por él se podía pasar el brazo.

Estos pueblos son cafres, esto es, gentiles. Andan desnudos, cubriendo sólo sus órganos sexuales con un trozo de corteza de árbol, y algunos jefes con un pedazo de tela de algodón, bordada con seda en sus dos extremos. Son de color oliváceo y generalmente bastante obesos. Se pintan y se engrasan todo el cuerpo con aceite de cocotero y de jenjelí, para preservarse, según dicen, del sol y del viento. Tienen los cabellos negros y los llevan tan largos que les caen sobre la cintura. Sus armas son cuchillos, escudos, mazas y lanzas guarnecidas de oro. Como instrumentos de pesca usan dardos, arpones y redes hechas más o menos como las nuestras. Sus embarcaciones se asemejan también a aquellas de que nos servimos.

El lunes santo, 25 de marzo, me encontré en el mayor peligro. Nos hallábamos a punto de partir y yo quería pescar, para lo cual, para colocarme cómodamente, puse el pie sobre una verga humedecida por la lluvia, hube de resbalarme y caí al mar sin que nadie lo notase. Afortunadamente, la cuerda de una vela que pendía sobre el agua estaba cerca, me sujeté a ella y me puse a gritar con tanta fuerza que me oyeron, viniendo con el esquife en mi auxilio: lo que sin duda no debe atribuirse a mi propio mérito, sino a la misericordiosa protección de la muy Santa Virgen.

En el mismo día partimos, y gobernando entre el oeste y el sudoeste, pasamos en medio de cuatro islas llamadas Cerralo, Huinangan, Ibusson y Abarien.

Jueves 28 de marzo, habiendo divisado durante la noche luz en una isla, en la mañana pusimos la proa a ella, y cuando estuvimos a poca distancia, vimos que se aproximaba a nuestra nave una pequeña embarcación, que llaman boloto, tripulaba por ocho hombres. El capitán tenía un esclavo natural de Sumatra, llamada antiguamente Taprobana [se equivocaba Pigafetta pues la mítica Taprobana resulta ser la actual Sri lanka, no Sumatra], quien salió a hablarles en la lengua de su país, y a pesar de que le comprendieron y vinieron a situarse a cierta distancia de nuestra nave, no quisieron subir a bordo, y aun parecían estar temerosos de acercársenos mucho. El comandante, viendo su desconfianza, arrojó al mar un bonete rojo y algunas otras bagatelas, atadas a una tabla, las cuales cogieron dando señales de mucha alegría; pero partieron de repente, habiendo sabido después que se habían apresurado a ir a advertir a su rey de nuestra llegada.

Dos horas más tarde, vimos que venían hacia nosotros dos balangayes (nombre que dan a sus grandes embarcaciones) llenos de hombres, hallándose el rey en el más grande, bajo una especie de dosel formado de esteras. Cuando el rey estuvo cerca de nuestra nave, le dirigió la palabra el esclavo del capitán, habiéndole comprendido perfectamente, porque los reyes de estas islas hablan varios idiomas. Dispuso que algunos de los que le acompañaban subiesen a bordo, habiéndose él mismo quedado en su balangay, y partido tan pronto como los suyos estuvieron de regreso.

El comandante hizo una acogida muy afable a los que habían subido a bordo, regalándoles también algunos presentes, sabido lo cual por el rey, quiso antes de alejarse obsequiar al comandante un lingote de oro y una cesta llena de jengibre, presente que el comandante agradeció, pero que no quiso aceptar. Hacia la noche fuimos con la escuadra a fondear cerca de la casa del rey.

Al día siguiente el comandante despachó a tierra el esclavo que le servía de intérprete, para decir al rey que si tenía algunos víveres que enviarnos se los pagaríamos bien; asegurándole, a la vez, que no habíamos venido hasta él para cometer hostilidades sino para ser sus amigos. Con esto el rey en persona vino en nuestra chalupa a bordo, con seis u ocho de sus principales súbditos, y después de subir, abrazó al comandante, presentándole tres vasos de porcelana llenos de arroz crudo y cubiertos de hojas; dos doradas muy grandes y algunos otros objetos. El comandante le ofreció por su parte una chupa de paño rojo y amarillo, hecha a la turquesa, y un bonete rojo fino. Obsequió también a los de su séquito, dando, a unos, espejos y, a otros, cuchillos. En seguida hizo servir el almuerzo, ordenando al esclavo intérprete que dijese al rey que quería vivir con él como hermano, lo que pareció darle grandísimo gusto.

Extendió en seguida delante del rey paños de diversos colores, telas, cuchillos y otras mercaderías; hízole también ver todas las armas de fuego, hasta la artillería gruesa, ordenando aun disparar algunos tiros, de que los isleños se manifestaron muy atemorizados. Hizo armar de punta en blanco a uno de nosotros, encargando a tres hombres que le diesen sablazos y puñaladas para manifestar al rey que nada podría herir a una persona armada de esta manera, y después de sorprenderse mucho, por medio del intérprete, hizo decir al capitán que un hombre tal podía combatir contra ciento. Es verdad, replicó el intérprete en nombre del comandante, y cada una de las tres naves tiene doscientos hombres armados de esta manera. Se le hizo examinar en seguida despacio cada pieza de la armadura y todas nuestras armas, indicándole la manera de servirse de ellas.

Después de esto le condujo al castillo de popa, y habiéndose hecho traer el mapa y la brújula, le explicó por medio del intérprete, cómo había encontrado el Estrecho para llegar al mar en que nos hallábamos, y cuántas lunas había pasado en el mar sin divisar tierra.

El rey, admirado de todo lo que acababa de oír y de ver, se despidió del comandante, rogándole que despachase con él a dos de los suyos, para hacerle ver, a su vez, algunas particularidades de su país. El comandante me envió con otro para que acompañase al rey.

Cuando pusimos pie en tierra, el rey levantó las manos al cielo y se volvió en seguida hacia nosotros, como también todos los que nos seguían: nosotros hicimos otro tanto. El rey me cogió entonces de la mano, y uno de los principales hizo igual cosa con mi camarada, en cuya forma seguimos hasta un tinglado hecho de cañas en que estaba un balangay que tenía cerca de cincuenta pies de largo y que se asemejaba a una galera. Después de sentarnos en la popa, procuramos darnos a entender por señas, porque no disponíamos de intérprete. Los del séquito del rey, de pie, le rodeaban, armados de lanzas y de escudos. Se nos sirvió entonces un plato de carne de puerco con un gran cántaro lleno de vino. Después de cada bocado de carne, nos bebíamos una escudilla de vino, la cual, cuando no se vaciaba enteramente, se echaba el resto en otro cántaro. La escudilla estaba siempre lista sin que nadie osase tocarla, a no ser él y yo. Todas las veces que el rey quería beber, antes de tomar la escudilla, levantaba las manos al cielo, las volvían en seguida hacia nosotros, y en el momento en que la cogía con la mano derecha, extendía hacia mí la izquierda, con el puño cerrado, de tal modo que la primera vez que ejecutó esta ceremonia, creí que me iba a dar una bofetada; y en esta actitud permanecía durante todo el tiempo que bebía, y habiendo notado que todos los demás le imitaban en esto, ejecuté con él otro tanto. De esta manara comimos sin que pudiese excusarme de probar la carne, a pesar de que era viernes santo.

Antes de que llegase la hora de la cena, obsequió al rey varias cosas que para este efecto había llevado conmigo; preguntándole al mismo tiempo los nombres que algunos objetos tenían en su idioma, habiéndose sorprendido todos al vérmelos escribir.

Llegada la cena, se trajeron dos grandes platos de porcelana, uno con arroz y otro con cocido de puerco, observándose durante la cena las mismas ceremonias que antes he descrito. De allí pasamos al palacio del rey, que tenía la forma de un montón de heno, sostenido por cuatro gruesos postes, cubierto con hojas de plátano, y tan en alto, que para subir a él hubimos de necesitar escalera.

Cuando entramos, el rey nos hizo sentar sobre esteras de cañas, con las piernas cruzadas, como los sastres sobre su mesa. Media hora más tarde trajeron un plato de pescado asado, cortado en pedazos, jengibre acabado de coger, y vino. Habiéndose presentado el hijo mayor del rey, le hizo sentar a nuestro lado. Sirviéronse entonces otros dos platos: uno de pescado cocido y otro de arroz para comer con el príncipe heredero. Mi compañero de viaje bebió sin tasa y se embriagó.

Las velas para alumbrarse las hacen de una especie de goma de árbol, que llaman anime, que se envuelve en hojas de palmera o de plátano.

El rey, después de habernos significado que quería acostarse, se fue, dejándonos con su hijo, con quien dormimos sobre una estera de cañas y apoyando la cabeza sobre almohadas hechas de hojas de árboles.

Al día siguiente, el rey me vino a ver por la mañana, y habiéndome tomado de la mano, me condujo al lugar en que habíamos cenado la víspera, para que almorzásemos juntos; pero como nuestra chalupa había venido a buscarnos, presenté mis excusas al rey y partí con mi compañero. El rey parecía de muy buen humor: nos besó las manos y nosotros le besamos las suyas.

Su hermano, que era rey de otra isla, nos acompañó a bordo con otros tres hombres, habiéndole el comandante dejado a comer y obsequiándole varias bagatelas.

El rey que nos había acompañado nos dijo que en su isla se encontraban pedazos de oro tan grandes como nueces, y aun como huevos, mezclados con la tierra, la cual se cernía para encontrarlos, y que todos sus vasos y aun algunos adornos de su casa eran de este metal. Se hallaba vestido muy aseadamente, según la usanza de su país, y era el hombre más bello que he visto en estos pueblos. Sus cabellos negros le caían sobre la espalda, un velo de seda le cubría la cabeza y dos anillos de oro le pendían de las orejas. Desde la cintura hasta la rodilla le colgaba un paño de algodón bordado con seda; llevaba al costado una especie de daga o espada, que tenía un largo mango de oro y cuya vaina era de madera muy bien trabajada. Sobre cada uno de sus dientes se veían tres pintas de oro, de manera que se hubiera dicho que tenía todos sus dientes ligados con este metal. Estaba perfumado con estoraque y benjuí, y su piel, aunque estaba pintada, se veía que era de color oliváceo.

Tenía de ordinario su morada en una isla en que se hallan los países de Butuán y Calagán; pero cuando los dos reyes quieren conferenciar, se citan en la isla de Massana, donde actualmente nos hallábamos. El primero se llama raja (rey) Colambu, y el otro raja Siagu.

El domingo de Pascua, que era el último día del mes de marzo, el comandante envió temprano a tierra al capellán con algunos marineros para hacer los preparativos necesarios para decir misa; despachando al mismo tiempo al intérprete para que dijese al rey que desembarcaríamos en la isla, pero no para comer con él sino para cumplir con una ceremonia de nuestro culto: el rey aprobó todo y nos envió dos puercos muertos.

Bajamos a tierra en número de cincuenta, sin llevar nuestra armadura completa, pero sin embargo armados y vestidos lo mejor que pudimos; en el momento en que nuestras chalupas tocaron la playa, se dispararon seis tiros de bombarda en señal de paz. Saltamos a tierra, donde los dos reyes, que habían salido a nuestro encuentro, abrazaron al comandante colocándole entre ellos dos. De esta manera fuimos marchando en orden, hasta el sitio en que debía decirse la misa, que no estaba muy distante de la playa.

Antes que comenzase la misa, el comandante aspergió a los dos reyes con agua almizclada. En el momento de la oblación, fueron, como nosotros, a besar la cruz, pero no hicieron el ofrecimiento, y en el momento de alzar, adoraron la eucaristía con las manos juntas, imitando siempre lo que hacíamos. En este instante, las naves, habiendo visto la señal, hicieron una descarga general de artillería. Después de la misa, algunos de nosotros comulgaron, y en seguida el comandante hizo ejecutar una danza con espadas, lo que produjo mucho placer a los soberanos.

Después de esto, mandó traer una gran cruz adornada de clavos y de la corona de espinas, delante de la cual nos prosternamos, cosa en que también nos imitaron los isleños. Entonces el comandante, por medio del intérprete, dijo a los reyes que esta cruz era el estandarte que le había sido confiado por el emperador para plantarla adonde quiera que abordase, y que, por lo tanto, quería levantarla en esta isla, a la cual este signo sería, por lo demás, favorable, porque todas las naves europeas que en adelante viniesen a visitarla, conocerían, al verla, que allí habíamos sido recibidos como amigos y no harían ninguna violencia ni a sus personas ni a sus propiedades; y que, aun en el caso que alguno de ellos fuese apresado, no tenía más que mostrar la cruz para que se le devolviese en el acto su libertad. Agregó que era conveniente colocar esta cruz en la cumbre más elevada de los alrededores, a fin de que todos pudieran verla, y que todas las mañanas era necesario adorarla; añadiendo que si seguían este consejo, ni el rayo ni la tempestad les causarían en adelante daño alguno. Los reyes, que no dudaban en manera alguna de todo lo que el comandante acababa de decirles, le dieron las gracias, asegurándole, por medio del intérprete, que se hallaban perfectamente satisfechos y que ejecutarían de buen grado todo lo que acababa de encargarles.

Les hizo preguntar cuál era su religión, si eran moros o gentiles: a lo que contestaron que no adoraban ningún objeto terrestre; pero levantando las manos juntas y los ojos al cielo, dieron a entender que adoraban a un Ser Supremo, que llamaban Abba, lo que causó gran contento en nuestro comandante. Entonces el raja Colambu, levantando las manos al cielo, le significó que había deseado mucho darle algunas pruebas de su amistad; y habiéndole preguntado el intérprete por qué tenía tan pocos víveres, le respondió que a causa de que no residía en esta isla, donde sólo venía a cazar o a celebrar entrevistas con su hermano, y que su residencia ordinaria era en otra isla, donde vivía también su familia. El comandante expresó al rey que, si tenía enemigos, se uniría gustoso a él con sus naves y sus guerreros para combatirlos: a lo que contestó dándole las gracias y diciendo que se hallaba en realidad en guerra con los habitantes de dos islas, pero que no era entonces la ocasión oportuna para atacarlos. Se acordó ir después de mediodía a plantar la cruz a la cumbre de una montaña, concluyendo la fiesta con las descargas de nuestros mosqueteros que se habían formado en batallón: después de lo cual el rey y el comandante se abrazaron, regresando nosotros a bordo.

Después de comer, bajamos todos a tierra, sin armas, y acompañados de los dos reyes, subimos a la cumbre de la montaña más elevada de los alrededores y en ella plantamos la cruz, expresando el comandante durante el trayecto las ventajas que de este acto debían resultar a los isleños. Adoramos todos a la cruz y los reyes hicieron otro tanto. Al descender, atravesamos por campos cultivados, dirigiéndonos al sitio en que estaba el balangay, y donde los reyes hicieron llevar refrescos.

El comandante había ya preguntado cuál era el puerto más a propósito que había en los alrededores para abastecer las naves y expender las mercaderías: a lo que se le contestó que había tres, Ceilán, Zubu y Calagán: pero que el de Zubu era el mejor, y como estaba decidido a llegar a él, le ofrecieron pilotos que le condujesen. Habiendo terminado la ceremonia de la adoración de la cruz, el comandante fijó el día siguiente para nuestra partida, ofreciendo a los reyes dejarles un rehén que respondiese por los pilotos hasta que los hubiese despachado, lo cual aprobaron.

Por la mañana, cuando estábamos a punto de levantar el ancla, el rey Colambu nos hizo decir que vendría gustoso a servimos de piloto, pero que se veía obligado a demorarse todavía por algunos días para hacer la cosecha del arroz y de otros productos de la tierra, rogando, a la vez, al comandante que se sirviese enviarle algunos hombres de la tripulación a fin de ayudarle para concluir más pronto el trabajo. El comandante le envió, efectivamente, algunos, pero los reyes habían comido y bebido tanto el día anterior, que, ya sea porque su salud se hubiese alterado, ya sea por causa de embriaguez, no pudieron dar orden alguna, encontrándose, en consecuencia, los nuestros sin tener nada que hacer. Durante los dos días siguientes se trabajó mucho y la tarea se acabó.

Pasamos en esta isla siete días, durante los cuales tuvimos ocasión de estudiar sus usos y costumbres. Sus habitantes se pintan el cuerpo y andan desnudos, cubriendo solamente sus órganos genitales con un pedazo de género. Las mujeres usan un jubón de corteza de árbol, que les desciende de la cintura para abajo. Sus cabellos son negros y les llegan a veces hasta los pies; las orejas las tienen agujereadas y adornadas con anillos y pendientes de oro.

Son grandes bebedores, y pasan mascando una fruta llamada areca, que se asemeja a una pera, y que cortan en trozos, que envuelven, mezclados con un poco de cal, en hojas que se parecen a las del moral, del mismo árbol, llamado betel. Después de bien mascadas, las escupen, quedándoles la boca teñida de rojo. No hay ninguno de estos isleños que no masque el fruto del betel, el cual, según se pretende, les refresca el corazón, y aun se asegura que morirían si se privasen de él. Los animales que hay en esta isla son perros, gatos, cochinos, cabras y gallinas, y como vegetales comestibles el arroz, el mijo, panizo, maíz, cocos, naranjas, limones, plátanos y jengibre. Hay también cera.

El oro existe en abundancia, según se verá por dos hechos de que he sido testigo. Un hombre nos trajo una espuerta con arroz e higos, solicitando en cambio un cuchillo, y cuando el comandante, en lugar de éste, le ofreció algunas monedas, y entre otras una doble pistola de oro, la rehusó prefiriendo el cuchillo. Otro quiso cambiar un grueso lingote de oro macizo por seis hilos con cuentas de vidrio, cambio que el comandante prohibió expresamente aceptar, temiendo que esto no diera a entender a los isleños que apreciábamos más el oro que el vidrio y nuestras demás mercaderías.

La isla de Massana se halla hacia el 9° 40' de latitud norte y a 162° de longitud occidental de la línea de demarcación: dista veinticinco leguas de la isla de Humunu.

De ahí partimos dirigiéndonos al sudeste, pasando en medio de cinco islas llamadas Ceilán, Bohol, Canigán, Baybay y Gatigán, en la última de las cuales vimos murciélagos tan grandes como águilas: uno que matamos lo comimos, habiéndole encontrado sabor de gallina. Existen también palomas, tórtolas, loros y otros pájaros negros, tan grandes como una gallina, que ponen huevos del tamaño de los de patos y que son excelentes para comer. Se nos aseguró que la hembra pone sus huevos en la arena y que el calor del sol bastaba para incubarlos. De Massana a Gatigán hay veinte leguas.

Partimos de Gatigán dejando el cabo al oeste, y como el rey de Massana, que deseaba ser nuestro piloto, no podía seguimos con su piragua, le esperamos cerca de tres islas llamadas Polo, Ticobón y Pozón. Cuando nos hubo alcanzado, lo hicimos pasar a bordo de nuestra nave con algunos de su séquito, lo que le agradó mucho, dirigiéndonos a la isla de Zubu. De Gatigán a Zubu hay quince leguas.

El domingo 7 de abril entramos en el puerto de Zubu. Pasamos cerca de varias aldeas, en que vimos casas construidas sobre los árboles, y cuando estuvimos cerca de la ciudad, el comandante hizo enarbolar todos los pabellones y arriar todas las velas, haciendo una descarga general de artillería que produjo gran alarma entre los isleños.

El comandante despachó entonces a uno de sus allegados, acompañado del intérprete, como embajador cerca del rey de Zubu. Al llegar a la ciudad encontraron al rey rodeado de una multitud inmensa, alarmada por el ruido de las bombardas. Comenzó el intérprete por tranquilizar al rey diciéndole que tal era nuestro uso y que este ruido no era sino un saludo en señal de paz y amistad, para honrar a la vez al rey y a la isla. Estas palabras tranquilizaron a todos. Preguntó el rey, por medio de su ministro, al intérprete, qué era lo que nos llevaba a su isla y qué queríamos: a lo cual contestó aquél que su señor, que mandaba la escuadra, era un capitán que estaba al servicio del rey más grande de la tierra, y que el objeto de nuestro viaje era llegar a Maluco, pero que el rey de Massana, donde había tocado, habiéndole hecho grande elogio de su persona, había venido para darse el gusto de visitarle, y al mismo tiempo para tomar refrescos en cambio de mercaderías de las nuestras.

Replicó el rey que fuese bien venido, pero que le advertía que todas las naves que entraban a su puerto para comerciar, debían comenzar por pagarle cierto derecho: en prueba de lo cual, añadió, no hacía aún cuatro días que este derecho había sido cubierto por un junco de Siam, que había llegado a tomar esclavos y oro; llamando en seguida a un mercader moro, llegado también de Siam con el mismo objeto, a fin de que testificase la verdad de lo qué acababa de expresar.

Respondió el intérprete que su señor, siendo capitán de un tan poderoso rey, no había de pagar derecho a ningún otro de la tierra; que si el de Zubu quería la paz, le traía la paz, pero que si quería guerra, se la haría.

El mercader de Siam, aproximándose entonces al rey, le dijo en su idioma: cata raja chita, esto es, señor, tened mucho cuidado con esto; esta gente [los creía portugueses] son los que han conquistado a Calicut, Malaca y todas las grandes Indias. El intérprete, que había entendido lo que el mercader acababa de decir, añadió que su rey era aún mucho más poderoso, tanto por sus ejércitos como por sus escuadras, que el de Portugal, a quien el siamés se refería; que era el rey de España y Emperador de todo el mundo cristiano, y que si hubiese preferido tenerle por enemigo más bien que por amigo, habría enviado un número bastante considerable de hombres y de naves para destruir su isla entera. El moro confirmó al rey lo que el intérprete acababa de expresar.

El rey, sintiéndose entonces embarazado, contestó que se pondría de acuerdo con los suyos y que el día siguiente daría su respuesta, haciendo traer, entre tanto, al enviado del comandante y al intérprete un almuerzo de varios guisados, compuestos todos de carnes, en platos de porcelana.

Después del almuerzo, nuestros enviados regresaron a bordo y nos hicieron relación de todo lo que les había acontecido. El rey de Massana, que, después del de Zubu, era el más poderoso soberano de estas islas, desembarcó para prevenirle al rey de las buenas disposiciones de que nuestro jefe venía animado a su respecto.

Al siguiente día, el escribano de nuestra nave y el intérprete fueron a Zubu, saliéndoles a su encuentro el rey, acompañado de sus jefes, y después de haber hecho sentar delante de sí a nuestros dos enviados, les dijo que, convencido de lo que acababa de oír, no sólo no exigía derecho alguno, sino que, si lo pedían, estaba presto a hacerse tributario del Emperador. Se le replicó entonces que sólo se le exigía el privilegio de tener el comercio exclusivo de su isla, en lo cual consintió el rey, encargándoles manifestar a nuestro jefe que si quería ser verdaderamente su amigo, no tenía más que sacarse un poco de sangre del brazo derecho y enviársela, que él por su parte haría otro tanto: lo que sería testimonio de que ambos se habían de guardar una amistad sólida y leal: asegurándole el intérprete que todo se haría como él lo deseaba. El rey añadió entonces que todos los capitanes amigos que llegaban a su puerto le hacían algún presente, recibiendo de él otros a cambio, dejando al comandante la elección de dar primero estos presentes o de recibirlos. Repuso el intérprete que, puesto que parecía atribuir tanta importancia a este uso, no tenía más que comenzar: en lo que el rey consintió.

El martes por la mañana, el rey de Massana, acompañado del mercader moro, vino a bordo de nuestra nave, y después de haber saludado al comandante de parte del rey de Zubu, le dijo que estaba encargado de avisarle que aquél se hallaba ocupado en reunir todos los víveres que pudiera encontrar para obsequiárselos, y que después de mediodía le enviaría a su sobrino con alguno de sus ministros para establecer la paz. Dioles el comandante las gracias, haciéndoles ver al mismo tiempo un hombre armado de punta en blanco, diciéndoles que en caso que hubiera de combatir, nos armaríamos todos de la misma manera. El moro se sobrecogió de miedo al ver un hombre armado de ese modo; pero el comandante le tranquilizó, asegurándole que nuestras armas eran tan ventajosas a nuestros amigos como fatales a nuestros adversarios; que nos hallábamos en estado de ahuyentar a todos los enemigos de nuestro rey y de nuestra fe con la misma facilidad con que nos limpiábamos con el pañuelo el sudor de la frente. El comandante asumió este tono orgulloso y amenazante para que el moro hiciese de ello relación al rey.

Efectivamente, después de comer, llegaron a bordo el sobrino del rey, que era el heredero presunto de su reino, con el rey de Massana, el moro, el gobernador o ministro y el preboste mayor, con ocho jefes de la isla, para contratar con nosotros una alianza de paz. El comandante les recibió con bastante dignidad: se sentó en un sillón de terciopelo rojo, ofreciendo sillas de la misma tela al rey de Massana y al príncipe, los jefes fueron a sentarse en sillas de cuero y los otros en esteras.

El comandante hizo preguntar por medio del intérprete si era costumbre hacer los tratados en público, y si el príncipe y el rey de Massana tenían los poderes necesarios para concluir un tratado de alianza con él. Se le contestó que estaban autorizados para ello y que se podía hablar en público. El comandante les manifestó entonces todas las ventajas de esta alianza, pidió a Dios que la confirmase en el cielo, añadiendo varias otras cosas que le inspiraron el cariño y el respeto por nuestra religión.

Preguntó si el rey tenía hijos hombres, a lo que le contestaron que sólo tenía mujeres, la mayor de las cuales era la esposa de su sobrino, que era en ese momento su embajador, y que a causa de este matrimonio, era considerado como príncipe heredero. Hablando de la sucesión entre ellos, se nos dijo que cuando los padres alcanzan cierta edad no se les guardaban ya consideraciones, y que el mando pasaba entonces a los hijos. Este discurso escandalizó al comandante, quien condenó esta costumbre, atendiendo a que Dios, que ha creado el cielo y la tierra, decía, ha ordenado expresamente a los hijos de honrar padre y madre, amenazando castigar con el fuego eterno a los que transgrediesen este mandamiento; y para hacerles sentir mejor la fuerza de este precepto divino, les dijo: «Que estábamos todos igualmente sujetos a las leyes divinas, porque somos todos descendientes de Adán y Eva»; añadiendo otros pasajes de la historia sagrada que causaron gran placer a estos isleños y excitaron en ellos el deseo de ser instruidos en los principios de nuestra religión, de manera que rogaron al comandante que les dejara, a su partida, uno o dos hombres capaces de enseñárselos, y a quienes no se dejaría de honrar mucho entre ellos. Pero el comandante les dio a entender que la cosa más esencial para ellos era hacerse bautizar, lo que podía ejecutarse antes de su partida; que él no podía por el momento dejar entre ellos a ninguno de la tripulación, pero que regresaría un día trayéndoles sacerdotes para que les instruyesen en todo lo relativo a nuestra religión. Manifestaron lo agradable que les era este discurso y que recibirían gustosos el bautismo, pero que antes querían consultar a su rey sobre este punto. El comandante les dijo entonces que tuviesen cuidado de no hacerse bautizar por el solo temor que pudiésemos inspirarles, o por la esperanza de obtener ventajas temporales, porque su intención no era molestar a ninguno de ellos porque conservase la fe de sus padres, sin disimular, sin embargo, que los que se hiciesen cristianos serían los más amados y mejor tratados. Todos exclamaron entonces que no era por temor ni complacencia hacia nosotros que querían abrazar nuestra religión, sino por un movimiento de su propia voluntad.

El comandante les prometió en seguida dejarles armas y una armadura completa, según la orden que había recibido de su soberano; advirtiéndoles, a la vez, que era necesario que bautizasen también a sus mujeres, sin lo cual debían separarse de ellas y no conocerlas carnalmente, si no querían caer en pecado. Habiendo sabido que pretendían tener frecuentes apariciones del diablo, que les infundían gran temor, les aseguró que si se hacían cristianos, el diablo no se atrevería a mostrárseles más, a no ser en la hora de la muerte. Estos isleños, conmovidos y persuadidos de todo lo que acababan de oír, respondieron que tenían plena confianza en él, oyendo lo cual el comandante, llorando de puro conmovido, los abrazó a todos.

Tomó entonces entre las suyas la mano del príncipe y del rey de Massana y dijo que por la fe que tenía en Dios, por la fidelidad que debía al Emperador su señor, y por el traje mismo que vestía, establecía y prometía una paz perpetua entre el rey de España y el rey de Zubu. Los dos embajadores hicieron igual promesa.

Después de esta ceremonia se sirvió el almuerzo y en seguida los indianos presentaron al comandante, de parte del rey de Zubu, grandes cestas llenas de arroz, puercos, cabras y gallinas, excusándose de que el regalo que ofrecían no era más digno de tan gran personaje.

Por su parte, el comandante dio al príncipe un paño blanco de tela muy fina, un bonete rojo, algunos hilos de cuentas de vidrio y una taza de vidrio dorado, por ser el vidrio muy estimado entre estos pueblos.

No hizo ningún regalo al rey de Massana porque acababa de darle una chupa de Cambaya y algunas otras cosas. Hizo también presentes a todas las demás personas que acompañaban a los embajadores.

Después que hubieron partido los isleños, el comandante me envió a tierra, acompañado de otro, para llevar los presentes destinados al rey, los cuales consistían en una chupa de seda amarilla y violeta, hecha a la turquesa, un bonete rojo y algunos hilos de cuentas de cristal, puesto todo en un plato de plata, con dos tazas de vidrio dorado que llevábamos en la mano.

Al llegar a la ciudad, encontramos al rey en su palacio, acompañado de un gran cortejo. Estaba sentado en el suelo sobre un tapete de palmera: desnudo, sin más que un pedazo de tela de algodón que le cubría sus partes naturales, un velo bordado con aguja alrededor de la cabeza, un collar de gran precio al cuello, y en las orejas dos grandes anillos de oro circundados de piedras preciosas. Era pequeño, obeso, y estaba pintado de diferentes maneras, por medio del fuego. Comía en el suelo, sobre otra estera, huevos de tortuga puestos en dos platos de porcelana, teniendo delante de sí cuatro cántaros llenos de vino de palmera, cubiertos con hierbas odoríferas. En cada uno de los cántaros había un tubo de caña, por medio del cual bebía.

Después que hubimos saludado al rey, el intérprete le expresó que el comandante, su amo, la agradecía el regalo que acababa de hacerle, enviándole en retomo algunos objetos, no como recompensa, sino como testimonio sincero de la amistad que con él acababa de contraer. Después de este preámbulo, le vestimos la chupa, le colocamos en la cabeza el bonete y le presentamos los demás regalos que llevábamos para él.

Antes de ofrecerle las tazas de vidrio, yo las bajaba y las levantaba delante de mí, movimientos que el rey imitó al recibirlas. En seguida nos hizo probar los huevos y beber de su vino por medio de los tubos de que se servía. Mientras comíamos, los que habían estado a bordo le refirieron todo lo que él comandante les había dicho tocante a la paz y la manera como los había exhortado a que abrazasen el cristianismo.

El rey quiso también darnos de cenar, pero nos excusamos y nos despedimos de él. El príncipe, su yerno, nos condujo a su propia morada, donde encontramos a cuatro jóvenes que se ejercitaban en la música: una tocaba un tambor parecido a los nuestros, pero colocado en tierra: otra tenía a su lado dos timbales y en cada mano una especie de clavija o pequeño martillo, cuya extremidad estaba guarnecida de tela de palmera, con el cual golpeaba ya sobre el uno ya sobre el otro; la tercera tocaba de la misma manera sobre un gran timbal; y la cuarta tenía en la mano dos pequeños címbalos, que, golpeándolos alternativamente uno sobre el otro, producían un sonido muy suave. Guardaban todas tan bien el compás, que era necesario concederles un gran conocimiento de la música. Estos timbales, que son de metal o de bronce, se fabrican en el país del Signo Magno [así llamaban a China algunos en la antigüedad], y le sirven de campana; se les llama agon. Estos isleños tocan también una especie de violín, cuyas cuerdas son de cobre.

Estas jóvenes eran muy bonitas y casi tan blancas como nuestras europeas, y aunque eran ya adultas, no por eso estaban menos desnudas; algunas tenían, sin embargo, un pedazo de tela de corteza de árbol, que les descendía desde la cintura hasta las rodillas; pero las otras estaban completamente desnudas. El agujero de las orejas era muy grande, hallándose guarnecido de un círculo de madera para ensancharlo más y darle redondez. Tenían los cabellos negros y largos, y se ceñían la cabeza con un pequeño velo. No usan jamás zapatos ni otro calzado. Merendamos en casa del príncipe y regresamos en seguida.

Habiendo muerto uno de los nuestros durante la noche, el miércoles por la mañana, acompañado del intérprete, regresé donde el rey para pedirle permiso para el entierro, y que con este objeto nos indicase un sitio. Le encontramos rodeado de un numeroso cortejo, y nos respondió que, puesto que el comandante podía disponer de él y de todos sus súbditos, con mayor razón podía disponer de sus tierras. Añadí que para enterrar al muerto debíamos consagrar el lugar de la sepultura y plantar en él una cruz, y el rey no sólo dio su consentimiento, sino que añadió que adoraría, como nosotros, la cruz.

Se consagró lo mejor que fue posible la plaza misma de la ciudad, destinada a servir de cementerio a los cristianos, según los ritos de la Iglesia, a fin de inspirar a los indianos una buena opinión de nosotros, y ahí enterramos en seguida el muerto. La misma tarde enterramos otro.

Habiendo desembarcado ese día muchas de nuestras mercaderías, las depositamos en una casa que el rey tomó bajo su protección, lo mismo que a cuatro hombres que el comandante dejó ahí para comerciar por mayor. Este pueblo, que es amigo de la justicia, usa pesos y medidas. Hacen las balanzas de un pedazo de palo, sostenido hacia el medio por una cuerda, y de un lado está el platillo de la balanza atado a un extremo del fiel por tres pequeñas cuerdas, y en el otro hay una pesa de plomo que equivale al peso del platillo. Del mismo lado se añaden las pesas, que representan libras, medias libras, tercios, etc., colocando sobre el platillo las especies que se quiere pesar. Poseen también medidas de longitud y de capacidad.

Estos isleños son dados al placer y a la ociosidad. Hemos ya contado la manera como las jóvenes tocan los timbales; usan también una especia de gaita, que se asemeja mucho a la nuestra y que llaman subin.

Hacen sus casas de postes, tablas y cañas, y tienen cuartos como los nuestros; y hallándose en alto, queda debajo un vacío que sirve de gallinero y de establo para los puercos, cabras y gallinas.

Se nos refirió que había en estos mares pájaros negros, parecidos a cuervos, que cuando las ballenas aparecen en la superficie del agua, esperan que abran la boca para lanzarse dentro, yendo directamente a arrancarles el corazón, que se van a comer lejos.

La sola prueba que nos dieron de este hecho fue que suele verse al pájaro negro comiendo el corazón de la ballena, y que a ésta se la encuentra muerta sin el corazón. Añadían que este pájaro se llama lagan, que tiene el pico dentado y la epidermis negra, pero que su carne es blanca y buena para comer.

El día viernes abrimos nuestro almacén y expusimos todas nuestras mercaderías, que los isleños miraban con admiración. Por el bronce, el hierro y demás mercaderías pesadas, nos daban oro; nuestras bujerías y otras menudencias se cambiaban por arroz, puercos, cabras y algunos comestibles. Nos daban diez piezas de oro, cada una del valor de ducado y medio, por catorce libras de hierro. El comandante prohibió que se mostrase demasiada estimación por el oro, sin cuya orden cada marinero habría vendido todo lo que poseía para procurarse este metal, lo que habría arruinado para siempre nuestro comercio.

Habiendo prometido el rey a nuestro comandante abrazar la religión cristiana, se había fijado para que tuviese lugar esta ceremonia el día domingo 14 de abril. Con este objeto, en la plaza que ya habíamos consagrado, se levantó un cadalso, adornado con tapices y hojas de palma. Bajamos a tierra en número de cuarenta, fuera de dos hombres armados de punta en blanco que precedían la real bandera. En el momento en que pusimos pie en tierra, las naves hicieron una descarga general de artillería, lo que no dejó de atemorizar a los isleños. Abrazáronse el rey y el comandante. Subimos al cadalso, donde se habían colocado para ellos dos sillas de terciopelo negro y azul. Los jefes de los isleños se sentaron en cojines y los restantes en esteras.

Entonces el comandante hizo decir al rey que, entre las otras ventajas de que iba a gozar haciéndose cristiano, tendría la de vencer más fácilmente a sus enemigos: a lo cual respondió el rey que gustaba de hacerse cristiano aun sin este motivo, pero que habría tenido grandísimo placer en poder hacerse respetar de ciertos jefes de la isla que rehusaban sometérsele alegando que eran hombres como él, y que así no querían obedecerle. Habiéndolos hecho llamar, el comandante les significó por medio del intérprete que si no obedecían al rey como a su soberano, los haría matar a todos y daría sus bienes al rey: por lo cual todos los jefes prometieron reconocer su autoridad.

El comandante, por su parte, aseguró al rey que, a su regreso de España, vendría con fuerzas mucho más considerables y que le haría el monarca más poderoso de estas islas: recompensa que creía que era debida por ser el primero que abrazaba la religión cristiana.

El rey, levantando las manos al cielo, le dio las gracias, rogándole con instancias que le dejase alguno de los nuestros para que le instruyese en los misterios y deberes de la religión cristiana: lo que el comandante prometió ejecutar, pero a condición de que se le confiase dos de los hijos de los principales de la isla para conducirlos con él a España, donde aprenderían la lengua castellana para que a su regreso pudiesen dar una idea de lo que allí hubiesen visto.

Después de haber plantado una gran cruz en medio de la plaza, se publicó un bando para que quienquiera que desease abrazar el cristianismo, debía destruir todos sus ídolos y en su lugar poner la cruz, en lo que todos consintieron. El comandante, tomando entonces al rey de la mano, le condujo al cadalso, donde le vistieron completamente de blanco, bautizándole junto con el príncipe su sobrino, el rey de Massana, el mercader moro y otros hasta el número de quinientos.

El rey, que se llamaba raja Humabon, fue llamado Carlos, por el nombre del Emperador. Los otros recibieron distintos nombres. En seguida díjose misa, después de la cual el comandante invitó a comer al rey, quien se excusó, acompañándonos hasta las chalupas, que nos condujeron a la escuadra, la cual hizo una descarga de toda su artillería.

Después de comer desembarcamos en gran número, acompañados del capellán, para bautizar a la reina y a otras mujeres. Subimos con ellas al mismo cadalso. Mostréles una estatuita que representaba a la Virgen con el Niño Jesús, que les agradó mucho y las enterneció, y habiéndomela pedido para colocarla en lugar de sus ídolos, se la di con todo gusto. Se bautizó a la reina con el nombre de Juana, por el de la madre del Emperador; con el de Catalina a la mujer del príncipe, y con el de Isabel a la reina de Massana. Ese día bautizamos cerca de ochocientas personas, entre hombres, mujeres y niños.

La reina, que era joven y bella, se hallaba vestida totalmente de una tela blanca y negra y tenía la cabeza adornada con un gran sombrero hecho de hojas de palmera, en forma de quitasol, encima del cual llevaba una triple corona formada de las mismas hojas, semejante a la tiara papal, y sin la cual no sale jamás. La boca y las uñas las tenía pintadas de un rojo muy vivo.

Hacia la noche, el rey y la reina vinieron a la playa en que estábamos, complaciéndose en oír el estrépito inocente de las bombardas, que antes tanto les había atemorizado.

Durante este tiempo se bautizó a todos los habitantes de Zubu y de las islas vecinas. Hubo, sin embargo, una aldea en una de las islas, cuyos habitantes rehusaron obedecer al rey y a nosotros: después de haberla quemado, se plantó en ella una cruz, porque era una población de idólatras, y si hubiera sido de moros, es decir, mahometanos, se habría levantado una columna de piedra para manifestar el endurecimiento de sus corazones.

El comandante bajaba a tierra todos los días para oír misa, a la cual concurrían también muchos de los nuevos cristianos, a quienes se hacía una especie de catecismo y se les explicaban algunas de las verdades de nuestra religión.

Un día vino también a misa la reina, rodeada de toda su pompa, precedida por tres jóvenes que llevaban en las manos tres de sus sombreros: vestía un traje blanco y negro y un gran velo de seda con listas de oro que le cubría la cabeza y los hombros; la acompañaban varias mujeres, cuyas cabezas se veían adornadas con un pequeño velo debajo del sombrero: todo el resto de sus cuerpos y aun sus pies estaban desnudos, usando sólo un pequeño taparrabo de tela de palmera para cubrir sus partes naturales. Los cabellos los llevaban esparcidos. La reina, después de haber hecho la reverencia al altar, se sentó sobre un cojín de seda bordado, habiéndola el comandante rociado, tanto a ella como a las mujeres de su séquito, con agua de rosas almizclada, olor que agrada muchísimo a las mujeres de este país.

A fin de que el rey fuese más respetado y mejor obedecido de lo que era, el comandante hizo que un día viniese a misa vestido con su traje de seda, disponiendo que fuesen también sus dos hermanos, llamado el uno Bondora, que era el padre del príncipe, y el otro Cadaro, con otros varios jefes, llamados Simiut, Sibuaya, Sisacay, etc., a quienes exigió juramento de obedecer al rey, después de lo cual todos le besaron la mano.

A continuación el comandante hizo jurar al rey de Zubu que estaría sometido y sería fiel al rey de España, después de lo cual, poniendo su espada delante de la imagen de Nuestra Señora, declaró al rey que habiendo hecho semejante juramento, debía morir antes de faltar a él, y que él mismo estaba presto a perecer mil veces antes que faltar al juramento que había hecho por la imagen de Nuestra Señora, por la vida del Emperador, su señor, y por su propio hábito. Le obsequió en seguida una silla de terciopelo, diciéndole que dondequiera que fuese, la hiciese llevar delante de sí, por uno de sus jefes, indicándole la manera cómo debía conducirse para esto.

Prometióle el rey cumplir exactamente todo lo que acababa de encargarle, y para darle un testimonio de afecto a su persona, le obsequió algunas alhajas, consistentes en dos pendientes de oro bastante grandes, dos brazaletes del mismo metal para los brazos, y otros dos para los pies, todos adornados de pedrerías.

Estos anillos constituyen el más hermoso adorno de los reyes de estos países, que andan siempre desnudos y sin calzado, sin llevar, como lo he dicho ya, más vestido que un pedazo de género que les desciende desde la cintura hasta las rodillas.

El comandante, que había ordenado al rey y a todos los nuevos cristianos que quemasen sus ídolos, lo que todos habían prometido ejecutar, viendo que no solamente los conservaban todavía, sino que aún les ofrecían sacrificios de cosas de comer, según su uso antiguo, se quejó por ello altamente y los reprendió. No trataron de negar el hecho, pero creyeron excusarse diciendo que no hacían esos sacrificios por ellos mismos, sino por un enfermo a quien esperaban que los ídolos devolviesen la salud. El enfermo era el hermano del príncipe, considerado como el hombre de más juicio y más valiente de la isla; hallándose tan enfermo que hacía cuatro días que había perdido ya el uso de la palabra.

Habiendo oído esto el comandante y animado de santo celo, dijo que si tenían verdadera fe en Jesucristo, quemasen todos sus ídolos e hiciesen bautizar al enfermo; añadiendo que estaba tan convencido de lo que decía, que consentía en perder su cabeza si lo que prometía no se verificaba en el acto. Habiendo asegurado el rey que asentía a todo, hicimos entonces, con la mayor pompa que nos fue posible, una procesión desde el sitio en que nos hallábamos hasta la casa del enfermo, a quien encontramos efectivamente en un estado tan lastimoso que ni siquiera podía hablar ni moverse. Bautizámosle junto con dos de sus mujeres y diez hijos, y preguntándole en seguida el comandante cómo se hallaba, respondió repentinamente que, gracias a Nuestro Señor, se sentía bien. Fuimos todos testigos presenciales de este milagro. El capitán especialmente tributó gracias a Dios. Propinó al príncipe una bebida refrescante y continuó enviándosela todos los días hasta que quedó completamente restablecido, remitiéndole al mismo tiempo un colchón, sábanas, una frazada amarilla de lana y una almohada.

Al quinto día, el enfermo, perfectamente sano, se levantó. Su primer cuidado fue hacer quemar delante del rey y a presencia de todo el pueblo, un ídolo que estaba en gran veneración y que guardaban cuidadosamente en su casa algunas viejas. Quiso también derribar varios templos situados a la orilla del mar, donde el pueblo se reunía para comer la carne consagrada a los ídolos. Todos los habitantes aplaudieron estos hechos, proponiéndose ir a destruir todos los ídolos, aun los que estaban en la casa del rey, gritando al mismo tiempo: « ¡Viva Castilla! » en honor del rey de España.

Los ídolos de esta nación son de palo, cóncavos o huecos por detrás; tienen abiertos los brazos y las piernas y los pies vueltos hacia arriba, y un rostro grande, con cuatro dientes muy gruesos, parecidos a los de jabalí. Generalmente son todos pintados.

Y ya que acabo de hablar de ídolos, contaré a V. S. algunas de sus ceremonias supersticiosas, una de las cuales es la bendición del cerdo. Comienzan estas ceremonias por hacer sonar enormes timbales; traen en seguida tres grandes platos, dos de los cuales llenan con pescado asado y con dulces de arroz y mijo cocido, envuelto en hojas, y en el otro se ven géneros de tela de Cambaya y dos bandas de tela de palmera. Extienden en el suelo una de estas sábanas de tela y entonces se acercan dos viejas que traen en la mano, cada una, una gran trompeta de caña. Colocándose sobre la sábana, hacen una salutación al sol, y se envuelven con los otros géneros que están en el plato. Una de las dos viejas se cubre la cabeza con un pañuelo que ata sobre su frente, de manera que forma dos cuernos, y cogiendo en las manos otro pañuelo, baila y toca al mismo tiempo la trompeta, invocando de cuando en cuando al sol. La otra vieja toma una de las bandas de tela de palmera, baila y toca igualmente su trompeta, y volviéndose hacia el sol, le dirige algunas palabras. La otra coge entonces la otra banda de tela de palmera, arroja el pañuelo que tenía en la mano, y ambas tocan juntas sus trompetas, bailando durante largo espacio alrededor del cerdo, que permanece atado y tendido en tierra. Durante este tiempo, la primera habla al sol con una voz ronca, en tanto que la otra le responde. Después de esto se ofrece un vaso de vino a la primera, que lo toma, sin cesar de bailar y de dirigirse al sol. Se lo acerca cuatro o cinco veces a la boca, fingiendo que quiere beber, pero el líquido lo desparrama sobre el corazón del cerdo. Devuelve en seguida la taza y entonces le pasan una lanza, que agita, siempre bailando y hablando, y la endereza varias veces contra el corazón del cerdo, al que al fin atraviesa de parte a parte, con un golpe rápido y bien dirigido. Tan luego como retira la lanza de la herida, cierran ésta y la curan con hierbas medicinales. Durante todas estas ceremonias permanece alumbrada una antorcha, que la vieja que ha herido al cerdo coge y mete en su propia boca para apagarla. La otra vieja humedece el extremo de su trompeta en la sangre del cerdo, con la cual va tocando y ensangrentando la frente de los asistentes, comenzando por su marido; pero no se dirigió a nosotros. Concluido esto, las dos viejas se desvisten, comen de lo que se había traído en los dos platos primeros, invitando a que coman con ellas a las mujeres y no a los hombres. Se depila en seguida al cerdo al fuego, sin que jamás coman de este animal antes de que haya sido purificado de esta manera. Sólo las viejas pueden practicar dicha ceremonia.

A la muerte de uno de sus jefes, se verifican también ceremonias extrañas, según yo mismo he podido ver. Las mujeres más respetadas del lugar se dirigen a la casa del muerto, en medio de la cual está colocado el cadáver, dentro de una caja, alrededor de la cual tienden cuerdas para formar una especie de recinto. Y atan a estas cuerdas ramas de árboles, y en medio de estas ramas, se cuelgan telas de algodón, en forma de pabellón, bajo las cuales toman asiento las mujeres de que acabo de hablar, cubiertas con un trapo blanco, y teniendo cada una, una sirvienta a su lado que las refresque con un abanico de palmera. Las demás mujeres están sentadas alrededor de la pieza con un aire triste, y una de ellas con un cuchillo corta poco a poco los cabellos del muerto. Otra que ha sido la esposa principal (porque aunque un hombre pueda tener tantas mujeres como le plazca, una sola es la principal) se tiende sobre él de tal manera que tiene su boca, sus manos y sus pies, sobre la boca, las manos y los pies del muerto. En tanto que la primera corta los cabellos, ésta llora, cantando cuando se detiene la primera. Por todo el ámbito de la pieza se ven vasos de porcelana con fuego, en los cuales, de tiempo en tiempo, echan mirra, estoraque y benjuí, que esparcen una fragancia muy agradable. Esta ceremonia se continúa durante cinco o seis días, en los cuales no se saca el cadáver de la casa, por lo cual creo que tienen cuidado de embalsamarlo para que no se corrompa. Al fin se le entierra en el mismo cajón, que cierran con clavijas de madera, colocándolo en el cementerio, que es un local cerrado con tablas.

Se nos aseguró que diariamente un pájaro negro, del tamaño de un cuervo, venía durante la noche a posarse sobre las casas, infundiendo con sus gritos miedo a los perros, que se ponían a aullar todos mientras no venía el alba. No se nos quiso jamás decir la causa de este fenómeno de que todos fuimos testigos. Consignaré otra observación acerca de sus extrañas costumbres. He dicho ya que estos indígenas andan completamente desnudos, sin más que una tira de palmera que les cubre sus órganos genitales. Todos los hombres, tanto jóvenes como viejos, llevan el prepucio cerrado con un pequeño cilindro de oro o de estaño, del grueso de una pluma de ganso, que lo atraviesa de alto abajo, dejando al medio una abertura para el paso de la orina, y guarnecido en los dos extremos de cabezas parecidas a las de nuestros clavos grandes, los cuales también, a veces, se ven erizados con puntas en forma de estrellas. Me aseguraron que no se quitaban jamás esta especie de adorno, aun durante el coito; que eran sus mujeres las que querían eso, siendo ellas las que preparaban de este modo desde la infancia a sus hijos: pero lo que hay de cierto es que, a pesar de tan extraño aparato, todas las mujeres nos preferían a sus maridos...

No faltan víveres en esta isla: además de los animales que he nombrado ya, existen perros y gatos que se comen. Crece también arroz, mijo, panizo y maíz, naranjas, limones, caña de azúcar, cocos, cidras, ajos, jengibre, miel y otros productos. Hacen vino de palma y hay también oro en abundancia.

Cuando alguno de nosotros bajaba a tierra, ya fuese de día o de noche, encontraba siempre indígenas que lo invitaban a comer y a beber. Comen sus guisados a medio cocer, en extremo salados, lo que les incita a beber mucho, y en efecto beben muy a menudo, sorbiendo por medio de tubos de caña el vino contenido en los vasos. Gastan ordinariamente en comer cinco o seis horas.

En esta isla hay varias aldeas, cada una de las cuales tiene algunos personajes respetables que hacen de jefes. He aquí los nombres de las aldeas y de sus respectivos jefes: Cingapola; sus jefes son Cilaton, Ciguibucan, Cimaninga, Cimaticat, Cicanbul; Mandani, que tiene por jefe a Ponvaan; Lalan, cuyo jefe es Seten; Lalutan, que tiene por jefe a Japau; Lubucin, cuyo jefe es Cilumai. Todas estas aldeas estaban bajo nuestra obediencia y nos pagaban una especie de tributo.

Cerca de la isla de Zubu hay otra llamada Matan, que posee un puerto del mismo nombre, donde anclaban nuestras naves. La principal aldea de esta isla se llama también Matan, cuyos jefes eran Zula y Cilapulapu. En esta isla era donde estaba situada la aldea de Bulaya, que quemamos.

Viernes 26 de abril, Zula, uno de los jefes de la isla de Matan, remitió al comandante, con uno de sus hijos, dos cabras, con encargo de decirle que si no le enviaba todo lo que le había prometido, no era culpa suya sino del otro jefe llamado Cilapulapu, que no quería reconocer la autoridad del rey de España; pero que si a la noche siguiente quería despachar en su auxilio una chalupa con hombres armados, se comprometía a batir y subyugar enteramente a su rival.

Con este mensaje, el comandante se resolvió a ir allí en persona con tres chalupas, y aunque le rogamos que no fuese, nos respondió que, como buen pastor, no debía abandonar su rebaño.

Partimos a media noche, provistos de coraza y de casco, en número de sesenta, el rey cristiano, el príncipe su yerno y varios jefes de Zubu, con cierto número de hombres armados que nos siguieron en veinte o treinta balangayes: y habiendo llegado a Matan tres horas antes de que aclarase, el comandante resolvió no atacar, sino que envió a tierra al moro para que dijese a Cilapulapu y a los suyos que si querían reconocer la soberanía del rey de España, obedecer al rey cristiano de Zubu, y pagar el tributo que acababa de pedírseles, serían considerados como amigos, y que en caso contrario, conocerían la fuerza de nuestras lanzas. Los isleños no se amedrentaron con nuestras amenazas, respondiendo que tenían también lanzas, aunque sólo de cañas puntiagudas y estacas endurecidas al fuego.

Pidieron sólo que no se les atacase durante la noche porque con los refuerzos que esperaban se habían de hallar en mayor número: lo que decían maliciosamente para animarnos a que los atacásemos inmediatamente, con la esperanza de que caeríamos en los fosos que habían excavado entre la orilla del mar y sus casas.

Esperamos efectivamente el día y saltamos entonces en tierra con el agua hasta los muslos, no habiendo podido aproximarse las chalupas a la costa a causa de las rocas y de los bajíos. Éramos en todo cuarenta y nueve hombres, habiendo dejado once a cargo de las chalupas, y siéndonos preciso marchar algún tiempo en el agua antes de poder ganar tierra.

Encontramos a los isleños en número de mil quinientos, formados en tres batallones, que en el acto se lanzaron sobre nosotros con un ruido horrible, atacándonos dos por el flanco y uno por el frente. Nuestro comandante dividió entonces su tropa en dos pelotones: los mosqueteros y los ballesteros tiraron desde lejos durante media hora sin causar el menor daño a los enemigos, o al menos muy poco, porque aunque las balas y las flechas penetrasen en sus escudos, formados de tablas bastante delgadas, y aun algunas veces los herían en los brazos, eso no les detenía, porque tales heridas no les producían una muerte instantánea, según se lo tenían imaginado, y aun con eso se ponían más atrevidos y furiosos.

Por lo demás, fiándose en la superioridad del número, nos arrojaban nubes de lanzas de cañas, de estacas endurecidas al fuego, piedras y hasta tierra, de manera que nos era muy difícil defendernos. Hubo aun algunos que lanzaron estacas enastadas contra nuestro comandante, quien para alejarlos e intimidarlos, dispuso que algunos de los nuestros fuesen a incendiar sus cabañas, lo que ejecutaron en el acto. La vista de las llamas los puso más feroces y encarnizados: algunos aun acudieron al lugar del incendio, que devoró veinte o treinta casas, y mataron en el sitio a dos de los nuestros. Su número parecía aumentar tanto como la impetuosidad con que se arrojaban contra nosotros.

Una flecha envenenada vino a atravesar una pierna al comandante, quien inmediatamente ordenó que nos retirásemos lentamente y en buen orden; pero la mayor parte de los nuestros tomó precipitadamente la fuga, de modo que quedamos apenas siete u ocho con nuestro jefe.

Habiendo notado los indígenas que sus tiros no nos hacían daño alguno cuando los dirigían a nuestras cabezas o cuerpos, a causa de nuestra armadura, pero que teníamos sin defensa las piernas, en adelante sólo dirigieron a éstas sus flechas, sus lanzas y sus piedras, en tal cantidad que no nos fue posible resistir. Las bombardas que teníamos en las chalupas no nos servían de nada a causa de que los bajíos no permitían a los artilleros aproximarse a nosotros.

Siempre combatiendo nos retiramos poco a poco, y estábamos ya a la distancia de un tiro de ballesta, teniendo el agua hasta las rodillas, cuando los isleños, que nos seguían siempre de cerca, empezaron de nuevo el combate, arrojándonos hasta cinco o seis veces la misma lanza.

Como conocían a nuestro comandante, dirigían principalmente los tiros hacia él, de suerte que por dos veces le hicieron saltar el casco de la cabeza; sin embargo, no cedió, combatiendo nosotros a su lado en reducido número. Esta lucha tan desigual duró cerca de una hora. Un isleño logró al fin dar con el extremo de su lanza en la frente del capitán, quien, furioso, le atravesó con la suya, dejándosela en el cuerpo. Quiso entonces sacar su espada, pero le fue imposible a causa de que tenía el brazo derecho gravemente herido. Los indígenas, que lo notaron, se dirigieron todos hacia él, habiéndole uno de ellos acertado un tan gran sablazo en la pierna izquierda que cayó de bruces; en el mismo instante los isleños se abalanzaron sobre él. Así fue cómo pereció nuestro guía, nuestra lumbrera y nuestro sostén. Cuando cayó y se vio rendido por los enemigos, se volvió varias veces hacia nosotros para ver si habíamos podido salvamos. Como no había ninguno de nosotros que no estuviese herido, y como nos hallábamos todos en la imposibilidad de socorrerle o de vengarle, nos dirigimos en el acto a las chalupas que estaban a punto de partir. Fue así cómo debimos la salvación a nuestro comandante, porque en el instante en que pereció, todos los isleños se dirigieron al sitio en que había caído.

El rey cristiano habría podido socorremos y sin duda lo habría hecho, mas el comandante, lejos de prever lo que acababa de suceder, tan luego como puso pie en tierra con los suyos, le ordenó que no se moviese de su balangay y que permaneciese como mero espectador del combate. Cuando le vio sucumbir lloró amargamente.

Pero la gloria de Magallanes sobrevivirá a su muerte. Estaba adornado de todas las virtudes, mostrando siempre una constancia inquebrantable en medio de las más terribles adversidades. A bordo se condenaba a privaciones más grandes que cualquiera de los de la tripulación.

Versado como ninguno en el conocimiento de las cartas náuticas, poseía a la perfección el arte de la navegación, como lo probó dando la vuelta al mundo, que nadie antes que él había osado tentar.

Esta desgraciada batalla se libró el 27 de abril de 1521, en un sábado, día que el comandante había elegido porque lo tenía en particular devoción. Perecieron con él ocho de los nuestros y cuatro indios bautizados, y pocos de nosotros regresamos a las naves sin estar heridos. Los que habían quedado en las chalupas pensaron hacia el fin protegernos con las bombardas, pero a causa de la distancia en que se hallaban, nos hicieron más daño que a los enemigos, quienes, sin embargo, perdieron quince hombres.

En la tarde, el rey cristiano, con consentimiento nuestro, envió a decir a los habitantes de Matan que si querían devolvernos los cuerpos de nuestros soldados muertos, y en especial el del comandante, les daríamos las mercaderías que nos pidiesen: a lo que respondieron que nada podría obligarlos a deshacerse de un hombre tal como nuestro jefe, que querían conservar como un monumento de la victoria alcanzada sobre nosotros.

Al saber la pérdida de nuestro capitán, los que en la ciudad se hallaban comerciando hicieron en el acto transportar las mercaderías a bordo. Elegimos entonces, en su reemplazo, dos comandantes, que fueron Odoardo [Duarte] Barbosa, portugués, y Juan Serrano, español.

Nuestro intérprete, llamado Enrique, que era esclavo de Magallanes, habiendo sido ligeramente herido en el combate, se valió de este pretexto para no bajar más a tierra, donde era necesario para nuestro servicio, pasándose todo el día ocioso, tendido sobre una estera. Odoardo Barbosa, comandante de la nave que montaba antes Magallanes, le dijo que, a pesar de la muerte de su señor, no por eso dejaba de ser esclavo, y que a nuestro regreso a España le entregaría a doña Beatriz, mujer de Magallanes; amenazándole en seguida con hacerle azotar si no se iba inmediatamente a tierra para el servicio de la escuadra.

Levantóse el esclavo aparentando no haber prestado atención a las injurias y amenazas del comandante, y habiendo bajado a tierra, se dirigió a casa del rey cristiano, a quien expresó que pensábamos partir pronto y que si quería seguir el consejo que tenía que darle, podría apoderarse de nuestras naves y mercaderías. El rey le escuchó favorablemente y entre ambos tramaron una traición. El esclavo volvió en seguida a bordo, mostrando más actividad e inteligencia de la que hasta entonces había desplegado.

En la mañana del miércoles 1° de mayo, el rey envió a decir a los comandantes que tenía preparado un presente de pedrerías para el rey de España, y que para entregárselo les rogaba que ese día fuesen a comer con él con algunos de los de su séquito. Fueron, en efecto, en número de veinticuatro, entre quienes estaba nuestro astrólogo, llamado [Andrés de] San Martín de Sevilla, no habiendo ido yo por tener la cara hinchada a causa de una herida en la frente, producida por una flecha envenenada. Juan Carvallo y el preboste regresaron inmediatamente a las naves, suponiendo a los indígenas de mala fe, porque habían visto, según decían, que el personaje que había sanado milagrosamente se había llevado al capellán a su casa. Apenas acababan de decimos esto, cuando oímos gritos y clamores, y habiendo inmediatamente levado anclas, nos aproximamos con las naves a tierra, disparando sobre las casas varios tiros de bombarda. Vimos entonces que Juan Serrano, herido y atado, era conducido hacia la playa, desde donde nos suplicaba que no disparásemos más, porque sin eso, según decía, lo matarían. Preguntámosle qué había sido de sus compañeros y del intérprete, contestándonos que habían sido todos degollados, con excepción de este último, que se había unido a los isleños. Conjurónos que le rescatásemos por mercaderías; pero Juan Carvallo, aunque era su compadre, en unión de algunos otros, rehusaron tratar de su rescate, prohibiendo a las chalupas que se aproximaran a la isla; porque el mando de la escuadra le pertenecía por la muerte de los dos comandantes. Juan Serrano continuaba implorando la piedad de su compadre, asegurando que sería muerto en el momento en que nos hiciésemos a la vela; y viendo al fin que sus lamentos eran inútiles, se puso a imprecar y rogó a Dios que a la hora del juicio final pidiese cuenta de su alma a Juan Carvallo, su compadre. Pero no fue escuchado, y partimos sin que después hayamos tenido noticia alguna acerca de su vida o de su muerte.

La isla de Zubu es grande, y tiene un buen puerto con dos entradas, una al oeste y la otra al este nordeste. Está situada a 10° de latitud norte y a 154 de longitud de la línea de demarcación. En esta isla fue donde antes de la muerte de Magallanes tuvimos noticias de las islas Molucas.

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