Pollyanna
Eleanor Hodgman Porter
Capítulos 1 al 4
Capítulo 1
La señorita Polly
Aquella mañana de junio, la señorita PolIy Harrington entró muy de prisa en su cocina. Habitualmente nunca corría por nada, y estaba orgullosa de su manera de ser tan reposada. Pero hoy tenía prisa, y mucha.
Nancy, que en aquel momento estaba lavando los platos, la miró sorprendida. Sólo hacía dos meses que trabajaba para la señorita Polly, pero ya había aprendido que su señora no se apresuraba nunca por nada.
— ¡Nancy!
— Sí, señora —contestó Nancy mientras continuaba secando una jarra.
— Nancy —la voz de la señorita Polly sonó ahora con severidad—: cuando te hable, haz el favor de dejar de trabajar y poner atención a lo que tenga que decirte.
Nancy se ruborizó y soltó inmediatamente la Jarra, que medio envuelta aún por el paño casi se cae en el fregadero.
— Sí, señora. Pues claro que lo haré, señora — tartamudeó mientras trataba de enderezar la jarra—. Yo sólo continuaba con mi trabajo porque usted me recomendó especialmente esta mañana que no me retrasara con los platos, ¿verdad, señora?, y claro...
— Está bien, Nancy. No te he pedido explicaciones. Sólo quiero que me escuches.
— Sí, señora.
Nancy suspiró. Se preguntó si alguna vez conseguiría agradar a esta mujer. Nancy nunca había trabajado anteriormente, pero con su madre enferma, viuda desde hacía poco y con tres hijos aparte de ella misma, se vio obligada a buscar trabajo cuanto antes, y se había sentido muy satisfecha al encontrar éste de cocinera en la gran casa de la colina. Nancy venía de “Los Rincones”, a unas seis millas de allí, y sólo conocía a la señorita Polly Harrington como la dueña de la vieja hacienda de los Harrington y como una de las más ricas del pueblo. De esto hacía ya dos meses. Ahora veía a la señorita Polly como una persona severa, de estirada expresión, que fruncía el ceño cada vez que un cuchillo se caía al suelo o que una puerta se cerraba de golpe, aunque tampoco nadie osaba sonreír aun cuando puertas y cuchillos se mantuvieran quietos.
— Cuando termines esta faena —continuó diciendo la señorita Polly— ve a vaciar la habitación del ático, la pequeña de enfrente de la escalera; luego límpiala y prepara la cama en el mismo catre que hay allí.
— Sí, señora, pero ¿dónde pongo todos los trastos?
— En el cuartucho que hay enfrente ...
— La señorita Polly dudó un momento—. En fin, supongo que igualmente te lo tendré que decir... Mi sobrina, la señorita Pollyanna Whittier, va a venir a vivir conmigo. Tiene once años y dormirá en aquella habitación.
— ¡Una niña! ¡Aquí! ¡Qué, ilusión, señorita Harrington! — exclamó Nancy pensando en sus propias hermanas y el bullicio que organizaban en su casita de “Los Rincones”.
— ¿Ilusión? En fin, no es ésta la palabra que yo emplearía — replicó la señorita Polly—. Sin embargo, intentaré obrar lo mejor que pueda; desde luego me considero una buena mujer y sé cuáles son mis obligaciones.
— Claro, señora —dijo Nancy sofocándose—. Sólo que yo pensaba, señora, que claro, que quizá una niña aquí, pues que alegraría un poco el ambiente... Sobre todo por usted, señora... — puntualizó.
— Gracias —repuso secamente la mujer—. No obstante, no siento ninguna necesidad de “alegría” en estos momentos.
— Bueno, claro; pero... yo... Usted, señora, la quiere, ¿verdad? Es la hija de su hermana — se aventuró a decir Nancy sintiendo que de alguna manera tenía que ir preparando una bienvenida a aquella muchachita solitaria.
— Realmente, Nancy, no veo por qué; sólo porque mi hermana fuera lo suficientemente tonta para casarse y criar hijos en un mundo ya bastante lleno, no veo que deba quererlos yo y cuidar de ellos. Sin embargo, y como ya he dicho antes, creo que conozco mis obligaciones. Y limpia también los rincones, Nancy —cortó la mujer mientras se alejaba lentamente de la cocina.
— Sí, señora —suspiró Nancy recogiendo el paño y la jarra—. Sí, señora...
En su propia habitación, la señorita Polly cogió una vez más la carta que le había llegado hacía dos días desde aquel lejano pueblo del oeste, y que le había causado tan desagradable sorpresa. La carta iba dirigida a la señorita Polly Harrington. Beldingsville, Vermont, y decía lo siguiente:
«Mi querida señora:
Siento mucho informarle que el reverendo John Whittier murió hace dos semanas, dejando una hija de once años de edad. No ha dejado prácticamente nada más, aparte de unos cuantos libros, pues como usted sin duda sabrá era el pastor de esta modestísima misión y percibía un exiguo salario.
Sé, por él, que usted es la hermana de su difunta mujer, aunque más de una vez dio a entender que las relaciones entre ustedes no eran demasiado buenas. A pesar de todo, él creyó que, por amor a su hermana, a usted no le importaría acoger a la niña y educarla entre su gente del este. Ésta es la razón por la cual me he permitido dirigirme a usted. Para cuando reciba esta carta, la niña estará preparada para emprender el viaje. Si usted realmente puede acogerla, por favor, hágamoslo saber cuanto antes, puesto que la niña podría salir con un matrimonio que ha de realizar este viaje al este dentro de pocos días. Ellos podrían llevarla hasta Boston y allí cogería el tren a Beldingsville. En seguida le notificaríamos el horario de llegada del tren para poder recoger a Pollyanna.
Esperando una pronta y favorable respuesta, se despide de usted su afectísimo.
Jeremiah O. White»
La señorita Polly frunció el ceño mientras doblaba la carta y la volvía a poner en el sobre. La había contestado el día anterior y naturalmente había dicho que acogería a la niña. “Creía” saber cuáles eran sus obligaciones..., aunque fueran tan desagradables como ésta.
Y una vez más ahora, sentada en su silla con la carta aún en sus manos, volvió a pensar en la madre de Pollyanna, su hermana Jennie, la que a sus veinte años insistió en casarse con aquel reverendo joven, a pesar de toda la oposición de su familia. Hubo una vez un joven de buena familia que la pretendió. y la familia desde luego le hubiera preferido a él, pero Jennie no quiso. El hombre que la pretendía tenía más años que el reverendo, pero también más dinero. El reverendo sólo tenía una mente sana. llena de ideales juveniles entusiastas, y un corazón lleno de cariño. Jennie prefirió eso —quizá era natural— , se casó con él, y se fue a vivir al sur como la esposa del reverendo.
Entonces vino la ruptura familiar. La señorita Polly se acordaba muy bien de aquello, a pesar de que en aquel momento sólo tenía quince años. La familia no quiso saber nada más de “la mujer del reverendo”. La última vez que Jennie escribió fue para comunicar el nacimiento de la niña a quien llamó Pollyanna, por sus dos hermanas Polly y Anna. Nunca más escribió, y la última noticia que se tuvo fue una nota cargada de tristeza del propio reverendo, en la cual les comunicaba la muerte de Jennie.
Mientras tanto, el tiempo no había pasado en vano por la gran casa de la colina. La señorita Polly iba recordando aquellos veinticinco años de cambios en su vida, mientras perdía su mirada en el valle que se divisaba bajo su ventana.
En la actualidad tenía cuarenta años y estaba muy sola. Sus padres y hermanos habían muerto. Hacía años ya que era la única dueña y señora de la casa y fortuna que le dejara su padre. Mucha gente, sintiéndose piadosa ante su soledad, había intentado atraerla hacia una vida más sociable, pero ella siempre rechazó su simpatía o consejo. Insistía en que prefería estar sola, que le gustaba la tranquilidad, y ahora...
Desde luego, estaba satisfecha con su propia generosidad. No sólo sabía sus obligaciones sino que tenía el suficiente carácter para llevarlas adelante.
Pero ¡vaya por Dios! ¿Por qué Pollyanna? ¿No habrían podido ponerle un nombre menos ridículo?
FICHA DE TRABAJO
VOCABULARIO
Apresurar: Realizar una cosa más deprisa de como se venía haciendo.
Catre: Cama individual, ligera, sencilla y generalmente plegable.
Ceño: Gesto que se hace frunciendo la frente y las cejas en señal de enojo, preocupación, etc.
Enderezar: Poner derecho o vertical lo que está torcido, inclinado o tendido.
Exiguo: Que es escaso o insuficiente.
Fruncir: Arrugar [una persona] alguna parte de la cara, especialmente la frente o las cejas, para mostrar enfado o preocupación.
Pasar en vano: Inútilmente, sin logro ni efecto.
Reverendo: Tratamiento que se utiliza precediendo al nombre propio de dignidades eclesiásticas y a los prelados y graduados de las órdenes religiosas.
Ruborizarse: Experimentar sonrojo, vergüenza
Severidad: Rigor excesivo al juzgar las faltas y debilidades de los demás o las propias.
CUESTIONES
Resume brevemente el capítulo.
¿Por qué Nancy trabaja en la hacienda Harrington?
¿Cómo es la tía Polly?
A través de lo que se ve en el capítulo y lo que dice la carta ¿qué datos puedes deducir de Pollyanna?
¿Cuál es el motivo por el que acoge a Pollyanna?
¿Dónde la va a alojar? ¿Qué indica esto sobre las expectativas de la tía Polly?
Capítulo 2
Nancy y el viejo Tom
En la pequeña habitación del ático Nancy barría y fregaba con ardor, poniendo especial atención a los rincones. Este ardor no era tanto una consecuencia de su eficiencia, sino más bien un desahogo de sus sentimientos, pues Nancy, a pesar de su sumisión, tenía su propio genio.
“Me encantaría excavar en los rincones de su alma — iba murmurando—. ¡Son éstos los que habría que limpiar, éstos! Ocurrírsele acomodar a esta pobre niña aquí arriba, con lo caluroso que es ahora este cuartucho, y tan helado en invierno... ¡Como si no tuviera otras habitaciones en esta casa tan grande! No necesita "alegría". ¡Es el colmo!”
Seguía refunfuñando Nancy mientras fregaba con rabia contenida. «Yo diría que precisamente "niños" es lo que necesitamos en esta casa.»
Ya más calmada, pero muy disgustada todavía, echó una mirada a la habitación ya limpia.
«En fin —suspiró...—. Por mi parte ya no puedo hacer más. No hay suciedad, pero es que por no haber... ¡no hay nada! ¡Pobrecilla! Vaya sitio para olvidarse de sus añoranzas y soledades.»
Con su enfado, Nancy cerró la puerta de golpe.
— ¡Oh! — profirió de repente—. Pues no me importa. Allá ella. Es más, ojalá haya oído el portazo, ¡ojalá!
Por la tarde, Nancy encontró unos minutillos para poder “interrogar” al viejo Tom, quien ya hacía muchos años que removía la tierra, cavaba los parterres o sacaba las malas hierbas del jardín.
— Señor Tom —empezó Nancy asegurándose de que nadie les observaba—. ¿Sabía que una chiquilla ha de venir a vivir aquí con la señorita Polly?
— ¿Qué una... qué? — preguntó enderezándose con dificultad.
— Una niña... que vivirá con la señorita Polly.
— Sí, ya, ¿y qué más? —se burló Tom totalmente incrédulo—. ¿Me vas a contar ahora que el sol se pondrá mañana por el este?
— Es la pura verdad. Me lo dijo ella misma —insistió Nancy— . Es su sobrina y tiene once años.
— Entonces... me pregunto... —murmuró Tom. De repente, sus ojos se iluminaron—. Pues tiene .... ¡pues tiene que ser ella! ¡La pequeña de la señorita Jennie! Su otra hermana no se casó, Nancy. ¡Tiene que ser la pequeña de la señorita Jennie! ¡Dios sea loado! ¡Pensar que mis viejos ojos verán esto!
— ¿Quién era la señorita Jennie?
— Era un ángel caído del cielo —dijo con ternura el jardinero—. Tenía veinte años cuando se casó y se fue, y de esto hace ya mucho tiempo. Me dijeron que tuvo otros hijos que murieron, pero no la última y ésta debe ser la chiquilla que ha de venir.
— Tiene once años.
— Sí, puede serlo perfectamente —calculó.
— Y va a dormir en el ático. Vergüenza tendría que darle — gruñó Nancy volviendo a asegurarse de que no eran observados.
El viejo Tom estaba pensativo, y de pronto una sonrisa apareció en sus labios.
— Me pregunto qué hará la señorita Polly con una niña en la casa.
— ¡Buf! Lo que me pregunto yo es ¡qué hará una niña con la señorita Polly en la casa! —soltó Nancy.
El viejo rió.
— Me parece que la señorita Polly no te cae muy bien —dijo con ironía.
— Como si a alguien le pudiera caer bien —repuso Nancy.
El viejo Tom sonrió de forma extraña. Se inclinó y volvió a su trabajo.
— Sospecho que nunca habrás oído hablar de la historia de amor de la señorita Polly —dijo muy despacio.
— Historia de amor, ¿ella? ¡Vamos, hombre! ¡Ni nadie más se lo creería!
— Y tanto que sí. Lo que es más... El protagonista de esta historia no sólo vive, sino que vive aquí mismito, en el pueblo.
— ¿Y quién es él?
— Esto ni puedo ni debo decírtelo.
— En el pálido azul de sus ojos se reflejó un sincero orgullo de lealtad hacia la familia a quien había servido durante tantos años.
— Pero ¡es que no puedo creerlo! ¡Ella enamorada! —seguía insistiendo Nancy.
— Tú no has conocido a la señorita Polly como yo —replicó Tom—, y puedo asegurarte que era muy guapa, e incluso ahora, si ella quisiera y se cuidara, lo seguiría siendo.
— ¡Guapa! ¿La señorita Polly?
— Sí, si en vez de peinarse con tanta rigidez volviera a dejarse el pelo suelto, solía llevarlo, y se pusiera otra vez pañuelos de cabeza estampados y los vestidos alegres que solía llevar... ¡Verías qué guapa puede llegar a ser! Piensa que la señorita Polly aún no es tan vieja, Nancy.
— ¿Que no? Pues si no lo es, ¡imita la vejez perfectamente! —dijo socarronamente Nancy.
— Sí, lo sé... y todo empezó cuando surgieron aquellos problemas entre ellos. Desde entonces parece que se haya ido carcomiendo como la madera, con una carga de amargura de la que no puede deshacerse y que la hace intratable.
— ¡Y tan intratable! —dijo indignada Nancy—. No hay manera de agradarle por mucho que lo intentes. Si no fuera por la paga, porque en casa lo necesitamos tanto, no me quedaría ni un minuto más. Pero algún día, Tom, algún día tendré el grato placer de irme para no verla nunca más.
Tom movió la cabeza con tristeza.
— Te comprendo, Nancy. Alguna vez he llegado a sentir lo mismo que tú. Pero esto va a cambiar. Estoy seguro de ello; todo va a ir mejor, Nancy. Créeme.
Y volvió lentamente a su trabajo.
— ¡Nancy! —se oyó una voz cortante.
— Sí, señora —contestó Nancy y se apresuró hacia la casa.
Capítulo 3
La llegada de Pollyanna
En su debido momento, llegó el telegrama que anunciaba la llegada de Pollyanna para el día siguiente: 25 de junio a las cuatro de la tarde. La señorita Polly leyó el telegrama y frunció el ceño. Luego subió a inspeccionar la habitación del ático.
Había un catre ya preparado, dos sillas, un lavabo, una cómoda —sin espejo— y una mesita. No había cortinas en las ventanas ni cuadros en las paredes. El sol había estado cayendo todo el día sobre el tejado y la buhardilla parecía un horno. Como las ventanas no tenían tela metálica no habían sido abiertas. Una enorme mosca zumbaba ahora en una de ellas, arriba y abajo, tratando de salir. La señorita Polly la mató y la echó afuera abriendo la ventana; volvió a fruncir el ceño y salió.
— Nancy —dijo minutos más tarde—, había una mosca en la buhardilla y esto significa que alguien ha abierto una ventana. Las telas metálicas están encargadas y repito que mientras no lleguen no quiero que se abran las ventajas bajo ningún concepto. Mi sobrina llega mañana a las cuatro; quiero que vayas a recogerla a la estación. Timothy te llevará en la calesa. El telegrama dice que tiene el pelo claro; llevará un vestido a cuadros rojos y un sombrero de paja. Esto es todo lo que sé, pero creo que es suficiente.
— Sí, señora, pero... Pero usted...
La señorita Polly leyó el pensamiento de Nancy porque en seguido dijo cortante:
— No, yo no iré. No creo que sea necesario y esto es todo.
Y se fue muy convencida de que ya había hecho todo lo que debía para recibir a su sobrina.
En la cocina, Nancy planchaba furiosa.
«Pelo claro, vestido de cuadros rojos y sombrero de paja. ¡Todo lo que sabe! Pues yo, pues yo me avergonzaría de mí misma, caramba, ¡su única sobrina que llega del otro lado del continente!»
A las cuatro menos veinte de la tarde, Nancy y Timothy salían ya en la calesa para recoger a la tan esperada Pollyanna. Timothy era el hijo del viejo Tom. Se decía en el pueblo que si Tom era la mano derecha de la señora, Timothy era su mano izquierda.
Timothy era un joven apuesto y de buen carácter. En el poco tiempo que ambos llevaban en la casa ya se habían hecho buenos amigos. Hoy, sin embargo. Nancy estaba demasiado preocupada con su «misión» para conversar como de costumbre, y no habló casi nada con su compañero. Una vez y otra no podía dejar de pensar en la descripción: “Pelo claro, vestido a cuadros rojos y sombrero de paja”. Una y otra vez no podía dejar de preguntarse qué clase de persona sería Pollyanna.
— Espero por su bien que sea tranquila y sensata y que no cierre las puertas de golpe o se le caigan los cuchillos — suspiró.
— Y si no lo es, ¡que no nos pase nada a nosotros! —sonrió Timothy—. ¿Imaginas a la señorita Polly con una niña bulliciosa? ¡Ea! Que ya se oye el silbido del tren.
— Ay, Timothy... Creo que no debiera haberme enviado — dijo Nancy, cada vez más atemorizada, mientras buscaba un sitio desde el cual poder ver mejor a la gente que bajaba.
Casi en seguida. Nancy la vio: una chiquilla delgada con dos gruesas y largas trenzas de pelo rubio. Bajo el sombrero de paja una pecosa y ansiosa cara mirando a derecha e izquierda, claramente en busca de alguien. Nancy la reconoció en seguida, pero sus temblorosas piernas no la permitieron reaccionar. La niña ya estaba prácticamente sola en el andén cuando Nancy se acercó por fin a ella.
— Perdón. ¿es usted la señorita Pollyanna? —titubeó.
Y dos segundos más tarde se encontró medio sofocada por el impetuoso abrazo de un vestido a cuadros rojos.
— ¡Oh, estoy tan, tan, tan contenta de verla! — exclamó una vocecilla ansiosa en su oreja—. Pues claro que soy Pollyanna, y ¡estoy tan contenta de que viniera usted a buscarme! Esperaba que viniera...
— ¿Qué me esperaba? —tartamudeó Nancy vagamente, preguntándose cómo podía Pollyanna saber de ella—. ¿Qué me esperaba? —repitió mientras trataba de ponerse bien el sombrero.
— ¡Y tanto! Y me he estado preguntando durante todo el camino cómo sería usted — exclamó la chiquilla mientras estudiaba de pies a cabeza a la azorada Nancy—. Y ahora que lo sé, estoy tan contenta de que sea usted como yo me la imaginé ...
Nancy se tranquilizó algo cuando Timothy se acercó a ellas. Las palabras de Pollyanna habían sido algo confusas.
— Éste es Timothy. Supongo que llevará un baúl — tartamudeó Nancy.
— Sí que llevo uno —asintió Pollyanna dándose importancia— y recién estrenado. Las damas de la beneficencia me lo compraron y fue un detalle muy bonito por su parte teniendo en cuenta que también querían comprar la moqueta. Desde luego no sé cuánta moqueta roja hubieran podido comprar por el precio del baúl, pero algo hubieran podido, aunque fuera sólo para enmoquetar el pasillo, ¿no cree? Tengo en mi bolsa una cosa para usted. El señor Gray me dijo que era un cheque y que se lo tenía que dar en seguida. El señor Gray es el marido de la señora Gray. Son primos de la mujer del diácono Carr. Vine aquí al este con ellos y fueron tan buenos. Y... ¡ah! Aquí está esta cosa —acabó, mientras le daba el cheque a Nancy después de rebuscarlo en su bolsa.
Nancy lanzó un profundo suspiro. Después de tan larga conferencia tuvo la imperiosa necesidad de suspirar así. Luego buscó la mirada de Timothy que disimulaba con los ojos vueltos al cielo.
Por fin se pusieron los tres en marcha, con el baúl detrás y Pollyanna sentada confortablemente entre Timothy y Nancy. Durante todo el proceso de ponerse en marcha, la chiquilla no había parado de hacer comentarios y preguntas a miles, hasta que la aturdida Nancy casi perdió el aliento intentando satisfacer su curiosidad.
— ¡Miren! ¡Qué bonito! ¿Está lejos? Ojalá lo estuviera pues me encanta ir en calesa. ¡Claro que si está cerca no importa porque estaría tan contenta de llegar tan pronto! ¡Qué calle más bonita! Sabía que todo esto sería muy bonito. Papá me lo dijo —en este momento calló con un suspiro entrecortado. Nancy que la miraba de reojo vio que su barbilla temblaba y que sus ojos se llenaban de lágrimas, pero en seguida levantó la cabeza con valentía.
— Papá me contó muchas veces cómo era todo esto. Se acordaba mucho. Y, y... ¡creo que tendría que haberle explicado esto antes! La señora Gray me dijo que le dijera por qué llevo un vestido a cuadros rojos y no uno negro. Me dijo que quizá lo encontraría raro. Pero es que no había nada negro en aquel cajón de la misión, aparte de aquel vestido de terciopelo negro, pero la mujer del diácono Carr dijo que aquello no me quedaría bien y además tenía marcas blancas, estaba muy usado, ¿sabe?, en los codos y en otros sitios. Unas damas querían comprarme un vestido y un sombrero negros, pero otras opinaron que parte del dinero tenía que guardarse para comprar la moqueta roja, para la iglesia, ¿sabe? La señora White dijo que no importaba mucho, pues no le gustaban los niños de negro, quiero decir, los niños sí pero no los vestidos de negro.
Pollyanna paró para coger aire y Nancy aprovechó este instante para decir:
— Bueno, estoy segura de que no habrá ningún problema.
— Uy, estoy muy contenta de que lo vea así — y entrecortándose otra vez la respiración dijo—: Hubiera sido mucho más difícil tratar de estar contenta vistiendo de negro.
— ¡Contenta! — se asombró Nancy.
— Sí, de que papá se haya ido al cielo para estar con mamá y el resto de nosotros, ¿sabe? Dijo que tenía que estar contenta. Pero es bastante difícil esta vez, ni siquiera con el vestido a cuadros rojos. Le quería tanto; y no podía dejar de pensar que mamá y los otros ya tienen a Dios y a los ángeles y que él tenía que haberse quedado conmigo, pues a mí sólo me quedaban las damas de beneficencia. Pero ahora estoy segura de que todo será más fácil, pues la tengo a usted, tía Polly... y estoy tan contenta, ¡tanto!
La compasión y el cariño que iba sintiendo Nancy por aquella desolada criatura se tornó de repente en un súbito terror.
— Oh, pero, pero me parece que ha cometido un grave error, querida. Yo soy sólo Nancy. Yo no soy su tía Polly, ¡en absoluto!
— ¿Qué, que no es usted mi tía Polly? —tartamudeó entonces la chiquilla totalmente consternada.
— No, sólo soy Nancy. Nunca creí que me tomaría por la señorita Polly. ¡No nos parecemos en nada! ¡En nada!
Timothy ahogó una risita, pero Nancy estaba demasiado aturdida como para contestar al brillo de sus ojos.
— ¿Pero entonces... quién es usted? —preguntó Pollyanna—. ¡No se parece en absoluto a una dama de beneficencia!
Esta vez Timothy rió abiertamente.
— Soy Nancy, la chica de servicio. Hago de todo excepto la colada y las cosas difíciles de planchar. La señorita Durgin es la que hace esto.
— Pero ¿existe una tía Polly, verdad? —preguntó ansiosamente la niña.
— Te apuesto lo que quieras a que existe —cortó Timothy.
Pollyanna se relajó visiblemente.
— Uf, entonces tranquila —después de un momento de silencio añadió— —: ¿Y saben? Estoy contenta de que después de todo no viniera ella a buscarme, pues ahora no sólo la tendré a ella, sino a usted también, Nancy.
Nancy se sonrojó. Timothy la miró con sonrisa divertida.
— Yo llamaría a esto un bonito cumplido —dijo—. ¿Por qué no le das las gracias, señorita Nancy?
— Estaba pensando en la señorita Polly —titubeó Nancy .
Pollyanna contuvo un suspiro.
— Yo también. Tengo ganas de conocerla... ¿Saben? Es la única tía que tengo y estuve tanto tiempo sin saber ni siquiera esto... Entonces papá me lo dijo. Y dijo que vivía en una casa preciosa y grande en la cima de una colina.
— Y así es. Ya la puede ver ahora— dijo Nancy—. Es aquella grande y blanca con persianas verdes, justo enfrente.
— ¡Oh! ¡Qué preciosa es... y todo estos árboles y hierba alrededor! Nunca había visto tanto césped y tan verde. ¿Es rica mi tía Polly, Nancy?
— Sí, señorita.
— Estoy tan contenta. Ha de ser fabuloso tener mucho dinero. Nunca he conocido a nadie que tuviera, sólo los señores White tenían bastante. Tenían moqueta en todas las habitaciones y tomaban helado cada domingo. ¿Toma tía Polly helados los domingos?
Nancy movió la cabeza y miró a Timothy.
— No, señorita. Creo que no le gustan los helados; por lo menos nunca he visto uno en la mesa.
La expresión de Pollyanna cambió.
— ¿No le gustan? ¡Es una pena! ¡No me puedo imaginar a nadie que no le guste el helado! En fin, aun así puedo estar contenta, pues si no se come helado no se cogen dolores de estómago, como le pasó a la señora White. Bueno, pero seguro que moqueta tendrá , ¿verdad?
— Sí, tiene moqueta.
— ¿En todas las habitaciones?
— Bueno, en casi todas —contestó Nancy contrariada, acordándose de la
desnuda buhardilla sin alfombras.
— Oh, estoy tan contenta —se regocijó Pollyanna—. Me fascinan las moquetas. Nosotros no teníamos, sólo dos alfombritas que nos dieron en la misión, y una tenía manchas de tinta. La señora White también tenía cuadros y eran preciosos, de rosas y niñas arrodillándose, y un gatito, y algunos corderos, y un león; no estaban juntos, ¡claro!, quiero decir el león y los corderos. Claro que la Biblia dice que algún día estarán, pero de momento todavía no, al menos no en los cuadros de la señora White. ¿Verdad que son preciosas las pinturas?
— Pues... , pues no sé —contestó Nancy con voz baja.
— Pues yo sí. Nosotros no teníamos cuadros. La misión no suele tener, ¿sabe? Una vez llegaron dos, pero uno era tan bueno que papá lo vendió para conseguir algo de dinero y comprarme zapatos, y el otro era tan malo y viejo que se rompió en cuanto intentamos colgarlo. El vidrio, ¿saben?
»Y yo lloré. Pero ahora estoy contenta de que no pudiéramos tener ninguna de estas cosas maravillosas, porque así disfrutaré muchísimo más de las de la tía PolIy. Al no estar acostumbrada .... ¿verdad? Igual que cuando llegaban a la misión lazos de mil colores para el pelo después de una época en que sólo llegaban aquellos marrones descoloridos. ¡Pero miren qué preciosa que es esta casa! — exclamó al tomar ya el camino de entrada.
Cuando Timothy descabalgó de la calesa, Nancy encontró un momento para susurrarle al oído:
— Aunque me pagaran para que me fuera, no me digas nunca nada más respecto a dejar esta casa, Timothy Durgin. Ahora no lo haría.
— ¿Dejarla? Te aseguro que no — exclamó el muchacho— . Va a haber más diversión aquí a partir de ahora que con cualquier película. ¿No lo crees así?
— Diversión, diversión —repitió Nancy indignada—. Habrá algo más que diversión para esta bendita niña cuando las dos empiecen a convivir y me temo que va a necesitar muchísimo a alguien en quien refugiarse. Y esta persona voy a ser yo, ¿me oyes, Timothy? Seré su refugio. — Y se fue hacia Pollyanna para conducirla al interior.
Capítulo 4
La pequeña habitación del ático
La señorita Polly Harrington no se levantó para recibir a su sobrina. Eso sí, alzó la vista del libro cuando Nancy y la niña aparecieron en la puerta de la sala de estar, y alargó condescendientemente la mano con la palabra «obligaciones», escrita en cada uno de sus largos y fríos dedos.
— Bien, ¿cómo estás, Pollyanna? Yo...
No tuvo tiempo de decir nada más. Pollyanna había «volado» de una punta a otra de la habitación, dejándose caer en inflexibles rodillas de su escandalizada Polly.
— ¡Oh, tía Polly, tía Polly! ¡Estoy tan contenta! ¡No sé si podré agradecerle suficientemente el que me permita venir a vivir con usted! — sollozaba—. No sabe cuán maravilloso es tenerla a usted, tía Polly, y a Nancy y todo esto, además de haber estado con las damas de beneficencia.
— Es muy posible, aunque nunca he tenido el placer de conocer a estas damas —replicó la señorita Polly tratando de deshacerse de las manitas que la agarraban—. Nancy, ya puedes retirarte. Poliyanna, por favor, sé buena e incorpórate. Todavía no sé qué aspecto tienes.
Pollyanna se levantó al momento, riendo un poco nerviosa.
— No, supongo que no; de todas maneras, y aparte de las pecas, no hay mucho más que ver en mí. Oh, le tengo que explicar por qué voy vestida con este vestido a cuadros rojos y no llevo el otro negro y gastado. Le expliqué a Nancy lo que papá dijo ...
— Bien, bien. No importa lo que dijo tu padre — interrumpió la señorita Polly, crispada—. Llevabas un baúl, ¿verdad?
— Pues claro, tía Polly. Tengo un baúl precioso que me regalaron las damas. Aunque tampoco es que esté demasiado lleno, de cosas mías quiero decir. A la misión no llegaban demasiados vestidos para niñas. Pero traigo los libros de papá, y la señora White dijo que creía que los debía guardar, ¿sabe? Papá...
— Pollyanna — volvió a interrumpir su tía con brusquedad—. Hay una cosa que más vale que quede clara desde ahora mismo. No quiero que insistas en explicarme continuamente lo que tu padre ha dicho o hecho. ¿Entendido?
La pequeña contuvo la respiración temblorosamente.
— Pero... tía Polly... ¿Significa esto que ...?
Dudó un momento y su tía aprovechó para decir;
— Vayamos arriba a tu habitación. Supongo que tu baúl está ya en su sitio. Al menos le dije a Timothy que si traías alguno, lo subiera en cuanto llegarais. Sígueme, Pollyanna.
En silencio, Pollyanna se dispuso a seguir a su tía. Sus ojos rebosaban de lágrimas, pero su barbilla se mantenía altiva.
«Después de todo creo que es mucho mejor que no quiera que le hable de papá — iba pensando—. Será más fácil si no hablo de él. Quizá es lo que ella pretendía al pedirme esto.»
Y nuevamente, convencida de la amabilidad de su tía se secó las lágrimas y la miró con ansiedad.
Estaba en la escalera. Su falda de seda negra resplandecía en cada movimiento. Detrás de ella, una puerta abierta permitía ver unas alfombras de tonos cálidos y sillas tapizadas de raso. Bajo sus pies, una maravillosa moqueta que producía la sensación de caminar sobre musgo. A cada lado, marcos de cuadros dorados o el resplandor de la luz del sol a través de una diáfana red de cortinas de encaje.
— ¡Oh, tía Polly, tía Polly! — exclamó la pequeña extasiada—. ¡Qué casa tan maravillosa! ¡Debe sentirse tan satisfecha de ser rica!
— ¡Pollyanna! — gritó su tía girándose bruscamente—. Me sorprende mucho lo que acabas de decir.
— Pero ¿por qué? ¿No está satisfecha, tía Polly? — inquirió Pollyanna desconcertada.
— ¡Por supuesto que no, Pollyanna! Agradezco a Dios los dones que me ha concedido, pero no debo envanecerme de ellos y menos del de la riqueza.
La señorita Polly se giró y se dirigió a la puerta del ático. Se alegraba, ahora, de su decisión de colocar a la niña en la buhardilla. Su primera idea fue la de tener a su sobrina lo más lejos posible de ella y mantenerla a prudente distancia del mobiliario de valor. Ahora, tras esta evidente muestra de vanidad, qué mejor que aquella pequeña habitación tan austera y humilde.
Los dinámicos y pequeños pies de Pollyanna correteaban tras su tía. Sus grandes ojos azules, aun más dinámicos, trataban de observar todo a la vez para que nada de cuanto había de bello e interesante en aquella casa pudiera pasarle inadvertido.
Y su mente, lo más dinámico de todo, no dejaba de preguntarse cuál de todas aquellas puertas fascinantes sería la de su habitación, la tan soñada habitación con cortinas, alfombras y cuadros que sería para ella sola.
De pronto, tía Polly abrió una puerta y subió otro tramo de escalera.
Había poco que ver. Dos paredes rosadas y desnudas, una a cada lado. Al final de la escalera un espacio sombrío que llevaba a distantes rincones donde el techo casi tocaba el suelo y donde se almacenaban baúles y cajas. Hacía un calor sofocante. Inconscientemente, Pollyanna levantó la cabeza como en busca de más aire, y entonces vio cómo su tía abría otra puerta a la derecha.
— Pollyanna, ésta es tu habitación y veo que tu baúl ya está aquí. ¿Tienes la llave?
Pollyanna asintió sin decir nada. Sus ojos estaban muy abiertos y algo atemorizados.
Su tía gruñó:
— Cuando pregunto algo, Pollyanna, debes contestar a viva voz y no con gestos.
— Sí, tía Polly.
— Gracias, así está mejor. Creo que encontrarás todo lo necesario —añadió dirigiendo la mirada a la jofaina y al toallero—. Enviaré a Nancy ahora mismo para que te ayude a colocar tus cosas. La cena es a las seis en punto — terminó tía Polly mientras abandonaba la habitación.
Por un momento, Pollyanna se quedó quieta mirando a su tía. Luego volvió sus grandes ojos hacia las paredes desnudas, las ventanas sin cortinas y el suelo sin alfombras. Por fin miró su baúl que hasta hacía tan poco había estado en su pequeña habitación en la lejana casita del oeste, y un segundo después cayó de rodillas, justo al tiempo que se cubría la cara con sus manos.
Nancy la encontró así, cuando subió unos minutos más tarde.
— Aquí, aquí, pobrecita mía —canturreó mientras rodeaba a la pequeña con sus brazos—. ¡Ya me temía yo que la encontraría así! ¡Justo así!
Pollyanna movió la cabeza.
— Pero soy mala y perversa, Nancy, ¡muy mala! —sollozaba—. ¡No puedo meterme en la cabeza que Dios y los ángeles necesiten a papá más que yo!
— No le necesitaban más que usted, tampoco —declaró Nancy resueltamente.
— ¡Ohhh, Nancy! — El horror en la mirada de Pollyanna borró sus lágrimas.
Nancy sonrió algo avergonzada y restregó sus ojos con vigor.
— Perdone, perdóneme. No quería decir esto. Vamos, deme la llave y colocaremos todos sus vestidos en un santiamén.
Aún medio llorosa, Pollyanna le dio la llave.
— De todas maneras no hay muchos vestidos —titubeó.
— Pues más rápido que acabaremos —la animó Nancy.
Pollyanna la miró de repente con una sonrisa radiante.
— ¡Claro! y puedo estar contenta de esto, ¿verdad?
Nancy la miró asombrada.
— Pues claro... — respondió un poco dubitativa.
Las hábiles manos de Nancy acabaron pronto con el trabajo, ayudada por Pollyanna, que ahora sonreía con alegría mientras colgaba los vestidos o colocaba los libros.
— ¡Estoy segura de que va a ser una habitación preciosa! ¿No cree, Nancy? —dijo al cabo de un ratito.
No hubo respuesta. Nancy estaba aparentemente muy ocupada con la cabeza en el baúl. Pollyanna, de pie junto a la cómoda, miraba pensativamente la desnuda pared de enfrente.
— Y puedo estar contenta de que no haya espejo, pues si no hay espejo ¡no tengo por qué ver mis pecas!
Nancy carraspeó, pero cuando Pollyanna se giró ya volvía a estar con la cabeza en el baúl. De repente, algo más tarde y junto a una de las ventanas, Pollyanna lanzó un grito de alegría al tiempo que aplaudía ruidosamente.
— ¡Oh, Nancy! ¡Nunca había visto algo tan bonito! Mire allá lejos, los árboles, las casas y la torre de la iglesia ... ¡y el río que brilla como si fuera de plata! ¡Cómo puede nadie necesitar cuadros cuando hay algo tan maravilloso como esto para contemplar! ¡Oh, estoy tan contenta ahora de
tener esta habitación!
Para sorpresa y consternación de Pollyanna, Nancy rompió a llorar. La pequeña corrió a su lado.
— Pero Nancy, Nancy, ¿qué le pasa? —preguntó y de repente, con un poco de miedo dijo—: No sería ésta su habitación, ¿verdad?
— ¡Mi habitación! — vociferó Nancy acalorada y tragándose las lágrimas—: Si no es usted un ángel caído del cielo es que... ¡Oh, no! ¡La campana! —Tras lo cual se irguió y salió corriendo escaleras abajo.
Una vez sola, Pollyanna volvió a su “cuadro”, que es como ella ya llamaba mentalmente a la bonita vista desde su ventana. Al cabo de un rato intentó abrirla. No podía aguantar más aquel calor tan sofocante. Para su alegría, la ventana se abrió inmediatamente y Pollyanna se asomó con una verdadera avidez de aire fresco.
Luego corrió hacia la otra ventana e hizo lo mismo. Una enorme mosca pasó rozándole la nariz y zumbando ruidosamente por la habitación. Luego entró otra mosca y más tarde otra, pero Pollyanna no prestó atención. Había hecho un fabuloso descubrimiento: junto a esta ventana un árbol gigantesco tendía sus ramas hacia ella. Para Pollyanna eran como brazos extendidos invitándola a subir.
De repente rió sonoramente.
«¡Seguro que puedo! ¡Y tanto!» Y en seguida se encaramó al antepecho de la ventana. Desde allí era muy fácil pasar a la rama más cercana. Y ya, agarrándose romo un mono, fue saltando de rama en rama hasta llegar a las más bajas. La distancia al suelo, aun para ella que estaba acostumbrada a subirse a los árboles, era algo escalofriante. Sin embargo, cerró los ojos, contuvo el aliento y se soltó, aterrizando algo bruscamente en el mullido césped.
Se levantó y miró ansiosamente a su alrededor. Estaba en la parte posterior de la casa. Ante ella se extendía un jardín en d que un encorvado viejecito estaba trabajando. Más allá, un sendero corría a través del campo abierto hasta una escarpada colina en cuya cima se alzaba un pino solitario.
Para Pollyanna, en aquel momento sólo había un lugar en el mundo en el que mera la pena estar. La cima de aquella rocosa colina. Corriendo, y tras un hábil rodeo para esquivar al viejecito, atravesó las ordenadas hileras de verdes plantas y casi sin aliento llegó al sendero que le llevaba hacia la roca. Una vez allá empezó a escalarla aunque ahora no parecía tan cerca como cuando la vio desde la ventana.
Un cuarto de hora más tarde sonaron •seis campanadas en el gran reloj del pasillo de la casa de los Harrington. Justo entonces Nancy tocó la campanilla para la cena.
Pasaron uno, dos, tres minutos. La señorita Polly se removió nerviosamente en su silla. Impaciente, se dirigió hacia el pasillo y miró escaleras arriba. Escuchó durante unos momentos y se dirigió al comedor.
— Nancy —dijo decidida—, mi sobrina se retrasa. ¡No! No hay que llamarla —añadió severamente—. Ya le he comunicado la hora de la cena y ahora tendrá que sufrir las consecuencias de su tardanza. Más le vale aprender desde ahora mismo a ser puntual. Cuando baje, que tome pan y leche en la cocina.
— Sí, señora.
Fue una suerte que la señorita Polly no se percatara de la expresión de Nancy.
En cuanto pudo, Nancy corrió hacia la escalera de servicio y subió al ático.
«¡Pan y leche!», iba murmurando con rabia.
Cuando abrió la puerta soltó un atemorizado grito. «¿Dónde está? ¿Dónde ha ido? ¿Dónde?», jadeó mirando en el armario, debajo de la cama e incluso en el baúl. Entonces corrió escaleras abajo hacia el viejo Tom que estaba en el jardín.
— ¡Señor Tom, señor Tom, la pequeña se ha ido! — gimió— . Ha desaparecido, se ha desvanecido, ¡estará en el cielo! pobrecilla, ¡y me dice que le dé pan y leche en la cocina! ¡Si estará comiendo la comida de los ángeles!...
El viejo se enderezó.
— ¿Se ha ido? ¿Al cielo? —repitió algo estúpidamente mientras inconscientemente echaba una mirada hacia el sol que se estaba poniendo. De repente se paró, miró fijamente hacia un punto indefinido e hizo una mueca—. Bueno. Nancy, parece como si realmente hubiera querido llegar hasta el cielo, o al menos lo más cerca posible.
Mírala — dijo señalando con su índice hacia la colina. cuya línea, junto a la de una figura de cara al viento, se recortaba en el cielo rojizo.
— ¡Uf!, pues si de mí depende no será hoy cuando vaya al cielo — declaró Nancy—. Si la señora pregunta por mí, dígale que no me he olvidado de los platos, pero que he ido a dar un paseo.
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