Cincuenta monedas de plata

Cuento popular de China

La hierba de la estepa mongólica se extendía hasta el horizonte como un inmenso mar sin playas. Un trovador ciego y anciano caminaba pesadamente arrastrando los pies con dificultad mientras aguantaba con la mano su querido instrumento, la viola, con la que se ganaba el sustento. El anciano había llevado siempre una vida errante, sobria y frugal, y al final de ella iba a poder disfrutar de una cierta comodidad gracias a los pequeños ahorros que había hecho en sus años de vagabundeo. El anciano a pesar de su desgracia se sentía feliz; gracias a sus canciones y a los cuentos que tan bien sabía contar, muchas personas conseguían encontrar un alivio a sus penas, y el trovador sabía que nada puede hacer más feliz al corazón humano que proporcionar alegría a sus semejantes. El anciano sólo tenía una preocupación seria. A menudo se decía:

«Soy muy viejo y como carezco de hogar tengo que andar siempre con la bolsa de mis ahorros oculta bajo mi camisa; por los senderos no siempre anda gente de bien y me puedo ver expuesto a algún tropiezo; he oído decir que andan ladrones por estas tierras.»

Un buen día en que el sol brillaba esplendoroso en el cielo, mientras la brisa acariciaba tiernamente la hierba de la estepa, el trovador estaba cantando sus romances en medio de un grupo de gentes; un joven, al parecer de buena posición, ricamente ataviado, no dejaba de mirar al anciano con ojos codiciosos: acababa de descubrir la bolsa debajo de la camisa del ciego y estaba seguro de que aquel envoltorio sólo podía contener dinero, de lo contrario, se decía nuestro hombre «¿por qué iba ese ciego a ocultar tan cuidadosamente semejante cosa?» Aquel hombre perverso decidió pues robar al viejo ciego. Esperó a que todo el mundo se hubiera marchado de allí; de repente se dirigió hacia él y de un manotazo le quitó la bolsa que tan oculta creía llevar el pobre ciego; el anciano sin embargo al notar el estirón fue más rápido en sus ademanes de lo que por su edad se habría podido esperar y logró coger al ladrón por la rica manga de seda. Inmediatamente empezó a gritar con todas sus fuerzas:

— ¡Socorro, venid a mí que me quieren robar!

La gente al reconocer la voz del ciego acudió corriendo hacia allí, y como algunos todavía no estaban muy lejos lograron llegar a tiempo para poder coger al malvado ladrón, que se quería aprovechar de la desgracia de un anciano.

Todos empezaron a increparle a un tiempo y a llamarle perverso y ladrón de caminantes, pero el muchacho era muy astuto y empezó a defenderse diciendo:

— Esto que está contando ese viejo es mentira, no soy yo quien quiere robarle a él sino él a mí; ¡mirad la cantidad de monedas de plata que contiene este saco! ¿Creéis que un ciego tendría tantas? Son mías y es él quien quería echar mano a mi bolsa; no es lo que parece, es un tunante.

Aquellas buenas gentes de momento se quedaron perplejas. De repente alguien dijo:

— Mejor será que los llevemos a ambos ante el mandarín. Él sabrá hacer justicia mejor que nosotros.

Dicho y hecho, todos se encaminaron hacia la magistratura. Al verse ante el mandarín, el ciego y el joven ladrón explicaron el caso cada uno a su manera.

El ladrón por ser el culpable no cesaba ni un momento de disimular y quejarse diciendo:

— Os juro, señoría, por mis antepasados que son de rancia nobleza, que soy inocente...

— Calla, charlatán — le interrumpió el mandarín—, deja a tus antepasados en paz que bastante desgracia tienen ya con que les haya salido un descendiente como tú. Voy a dictar sentencia ahora mismo y será justa...

Perdonad, señoría — dijo en aquel momento el joven interrumpiéndole a su vez—, está bien que no permitáis que nombre a mis antepasados, pero al menos dejadme deciros cuál es el nombre de mi padre: se llama «cincuenta monedas de plata.»

El juez comprendió al momento que con aquel juego de palabras el ladrón quería darle a entender que aquello sería lo que él percibiría si desoyendo la voz de su conciencia declaraba al joven inocente; ante aquella cantidad el mandarín se quedó un momento dudando; luego dijo:

— Creo que sería mejor aplazar la vista de la causa hasta mañana porque...

De nuevo fue interrumpido el mandarín: esta vez fue el ciego quien empezó a decir con voz grave y acusadora:

— Señoría, los dioses me privaron de la vista, pero aguzaron hasta tal punto mi oído que percibo todos los sonidos, incluso aquellos que para los demás serían inauditos, y... os aseguro, honorable juez, que hasta ahora estaba oyendo la voz de la justicia, pero desde hace un momento empiezo a percibir claramente otro sonido muy distinto: el del dinero.

El juez ante aquellas palabras se quedó asustado y tan avergonzado de su momento de debilidad que rápidamente dijo:

— Voy a dictar sentencia ahora mismo: Declaro culpable a ese joven que quiere hacerse pasar por un hombre honrado sin serlo, y ordeno que la bolsa con el dinero sea devuelta inmediatamente a su legítimo dueño, el trovador ciego, y asimismo ordeno que ese joven sea encerrado varios años en una lóbrega mazmorra en castigo a su perversidad.

— Gracias, señor — contestó el ciego—, me alegra poder comprobar que la fama que tenéis de justo sigue siendo verdadera.

FIN

FICHA DE TRABAJO

VOCABULARIO

Ataviar: Componer, asear, adornar

Carecer: No tener alguna cosa.

Errante: Que va de un lugar a otro sin emplazamiento fijo.

Frugal: Que se alimenta de comidas sencillas y poco abundantes.

Increpar: Reprender a una persona con dureza y severidad.

Lóbrega: Que es oscuro o sombrío e inspira temor o tristeza.

Perplejo: Que está confuso y desconcertado y no sabe lo que debe hacer, pensar o decir.

Rancio: Antiguo, de larga tradición o muy apegado a lo antiguo.

Sustento: Alimento o elementos básicos que se necesitan para vivir.

Trovador: Poeta provenzal que en la Edad Media componía y recitaba poemas.

Tunante: Que es astuto y hábil para obrar en beneficio propio.

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