Momo
Michael Ende
Capítulo 9
Una buena asamblea, que no tiene lugar, y una mala asamblea, que sí tiene lugar
La gran hora había pasado.
Había pasado y no había venido ninguno de los invitados. Precisamente aquellos adultos a quienes más importaba apenas se habían dado cuenta de la manifestación de los niños.
Así que todo había sido en vano.
El sol ya se acercaba al horizonte y se ponía, grande y rojo, en un mar de nubes. Sus rayos sólo rozaban los escalones superiores del viejo anfiteatro, en el que los niños, sentados, esperaban desde hacía horas. No se oía ya ninguna charla. Todos estaban tristes y callados.
Las sombras se alargaban con rapidez, pronto sería de noche. Los niños empezaban a tiritar, porque hacía fresco. Una campana, a lo lejos, sonó ocho veces. Ya no cabía duda de que todo había sido un gran fracaso.
Los primeros niños se levantaron y se fueron en silencio, otros los siguieron. Nadie decía una palabra. La decepción era demasiado grande.
Finalmente, Paolo se acercó a Momo y le dijo:
— No vale la pena seguir esperando, Momo. Ya no vendrá nadie. Buenas noches, Momo.
Y se fue.
Entonces se acercó a ella Blanco y le dijo:
— No hay nada que hacer. No podemos contar ya con los adultos, ya lo hemos visto. Yo siempre había desconfiado un tanto, pero ahora no quiero saber nada más de ellos.
También se fue, y otros le siguieron. Por fin, cuando ya se hizo oscuro, hasta los últimos niños perdieron la esperanza y se marcharon. Momo se quedó sola con Beppo y Gigi.
Al cabo de un rato se levantó también el viejo Barrendero.
— ¿También te vas? — preguntó Momo.
— Tengo que irme — contestó Beppo —, tengo horas extras.
— ¿De noche?
— Sí; como cosa excepcional nos envían a descargar basura.
Tengo que ir allí.
— Pero si es domingo. Y, además, nunca antes te han hecho hacer eso.
— No, pero ahora nos mandan hacerlo excepcionalmente, dicen.
Porque si no, no consiguen acabar. Falta de personal y todo eso.
— Lástima — dijo momo— ; hoy me habría gustado que te quedaras conmigo.
— A mí tampoco me gusta tener que irme ahora — dijo Beppo —.
Hasta mañana.
Montó en su bicicleta chirriante y desapareció en la oscuridad.
Gigi silbaba una melodía melancólica. Sabía silbar muy bien y Momo le escuchaba. Pero de repente se interrumpió.
— ¡Si yo también tengo que irme! — dijo —. Hoy es domingo, y tengo que hacer de vigilante nocturno. ¿Te había dicho ya, que ésta es mi última profesión? Casi me había olvidado.
Momo le miró con los ojos muy abiertos, y no dijo nada.
— No estés triste — continuó Gigi —, porque nuestro plan no haya salido tan bien como esperábamos. De todos modos nos hemos divertido. Ha sido estupendo.
Como Momo seguía callando, le acarició, consolador, el cabello y añadió:
— No te entristezcas tanto, Momo. Mañana todo parecerá diferente. Nos inventaremos algo nuevo, otra historia, ¿vale?
— Eso no era una historia — dijo Momo, en voz baja.
Gigi se levantó.
— Ya te entiendo, pero mañana seguiremos hablando de ello, ¿de acuerdo? Ahora tengo que irme, ya se me hace tarde. Tú deberías acostarte ya.
Y se fue, mientras silbaba su canción melancólica.
Así que Momo se quedó sola en el gran ruedo de piedra. La noche carecía de estrellas. El cielo se había cubierto de nubes. Se levantó un viento curioso. No era fuerte, pero incesante, y de una frialdad sorprendente. Se podría decir que era un frío ceniciento.
Allá lejos, delante de la gran ciudad, se alzaban los grandes vertederos. Eran verdaderas montañas de ceniza, cascotes, latas, colchones viejos, residuos de plástico, cajas de cartón y todas las otras cosas que cada día se tiran en una gran ciudad y que esperaban aquí desaparecer dentro de los grandes hornos de basuras.
Hasta bien entrada la noche ayudó Beppo, junto con sus compañeros, a sacar a paletadas la basura de los camiones, que esperaban en una larga fila, con los focos encendidos, a que los descargaran. Cuantos más vaciaban, más se añadían a la cola de espera.
— ¡Daos prisa! — gritaban todo el rato —. ¡Vamos, vamos! O no acabaremos nunca.
Beppo había paleteado y paleteado, hasta que la camisa se le quedó pegada al cuerpo. Hacia medianoche habían acabado.
Como Beppo ya era viejo y no demasiado fuerte, estaba sentado, agotado y sudoroso, en una vieja bañera, agujereada y volcada, intentando recuperar el aliento.
— ¡Eh, Beppo! — gritó uno de sus compañeros —. Nosotros nos vamos a casa. ¿Vienes?
— ¡Un momento! — gritó Beppo, poniéndose la mano sobre el corazón, que le dolía.
— ¿No estás bien, viejo? — preguntó otro.
— Estoy bien — respondió Beppo —, marchaos. Yo me quedo un ratito, descansando.
— De acuerdo — dijeron los demás —, ¡buenas noches!
Y se fueron— Se hizo el silencio. Sólo las ratas correteaban por los escombros y silbaban de vez en cuando. Beppo se durmió con la cabeza apoyada en los brazos.
No sabía cuánto tiempo había dormido, cuando de repente le despertó un golpe de aire frío. Miró a su alrededor, y quedó, al instante, totalmente despejado.
En toda la gigantesca montaña de escombros había hombres grises, vestidos con elegantes trajes grises, bombines grises sobre la cabeza, carteras gris plomo en las manos y pequeños cigarros grises entre los labios. Todos callaban y miraban fijamente al punto más alto del vertedero, donde se había montado una especie de tribunal; lo formaban tres señores que no se distinguían en nada de los demás.
Durante el primer momento, Beppo tuvo miedo. Temía ser descubierto. No le permitirían estar aquí, eso estaba claro sin que tuviera que pensar mucho sobre ello. Pero pronto se dio cuenta de que los hombres miraban como embrujados hacia la mesa. Podía ser que ni siquiera le vieran, aunque también era posible que lo tomaran por alguna pieza de basura tirada. De cualquier modo, Beppo decidió quedarse bien quietecito.
— ¡Preséntese ante el alto tribunal el agente BLW/553/c! — se oyó, en medio del silencio, la voz tonante del hombre que ocupaba el lugar central en la mesa.
La llamada se repitió más abajo y resonó de nuevo, como un eco, por el otro lado. Entonces se abrió un callejón entre la multitud y un hombre gris subió lentamente hacia la cima del vertedero. Lo único que le distinguía de los demás era que el color ceniciento de su cara era casi blanco.
Finalmente se detuvo ante la mesa del tribunal.
— ¿Es usted el agente BLW/553/c? — le preguntó el de en medio.
— Sí señor.
— ¿Desde cuándo trabaja usted para la caja de ahorros de tiempo?
— Desde mi origen.
— Eso se sobreentiende. Guárdese esas observaciones superfluas. ¿Cuándo fue?
— Hace once años, tres meses, seis días, ocho horas, treinta y dos minutos y ahora, exactamente, dieciocho segundos.
Aunque este diálogo se llevaba en voz baja y, además, tenía lugar bastante lejos, el viejo Beppo podía entenderlo palabra por palabra.
— ¿Sabe usted — prosiguió el interrogatorio el hombre de en medio— que hay en esta ciudad un número no desdeñable de niños que hoy han paseado por toda la ciudad carteles y pancartas y que, encima, tenían el terrible plan de invitar a toda la ciudad para informarla acerca de nosotros?
— Lo sé — respondió el agente.
— ¿Cómo se explica usted — siguió impertérrito el juez — que esos niños tuvieran noticia de nosotros y nuestras actividades?
— No me lo explico — contestó el agente —. Pero si puedo permitirme una observación a este respecto, quisiera recomendar al alto tribunal que no se tomara demasiado en serio todo el asunto. Una niñería sin importancia, nada más. Además, ruego al alto tribunal que tenga en cuenta que no nos ha costado nada impedir la asamblea prevista, al no dejarles tiempo a los adultos. Pero aun cuando no lo hubiéramos conseguido, los niños no habrían podido contar más que una insignificante historia de ladrones. En mi opinión podríamos haber permitido que la asamblea se celebrara, para así...
— ¡Acusado! — le interrumpió con severidad el hombre de en medio —. ¿Se ha dado cuenta de dónde se encuentra?
El agente se encorvó un tanto:
— Sí, señor — dijo con un hilo de voz.
— No se encuentra ante un tribunal humano — continuó el juez—, sino ante un tribunal de sus semejantes. Sabe exactamente que a nosotros no puede mentirnos. ¿Por qué lo intenta?
— Es una... deformación profesional — tartamudeó el acusado.
— La importancia que se le ha de dar a la manifestación de los niños — dijo el juez —, hará el favor de dejar que la determine la presidencia. Pero incluso usted, acusado, sabe que nadie resulta tan peligroso para nuestro trabajo como los niños.
— Lo sé — confirmó tenuemente el acusado.
— Los niños — explicó el juez— son nuestros enemigos naturales. Si no existieran, hace tiempo que la Humanidad estaría en nuestras manos. Los niños son mucho más difíciles de empujar al ahorro de tiempo que todos los demás hombres. Por eso, una de nuestras leyes más severas dice: a los niños les toca al final. ¿Conocía usted esa ley, acusado?
— Muy bien, alto tribunal — susurró éste.
— No obstante, tenemos pruebas irrefutables — continuó el juez— de que uno de nosotros, repito “uno de nosotros”, ha hablado con un niño y, encima, le ha dicho la verdad acerca de nosotros. ¿Sabe usted, acusado, quién fue ese “uno de nosotros”.
— Fui yo — repuso, destrozado, el agente BLW/553/c.
— ¿Y por qué ha contravenido nuestra más severa ley? — interrogó el juez.
— Porque esa niña — se defendió el acusado— entorpecía enormemente nuestra labor con la gente por su influencia sobre las personas. He actuado con la mejor intención de cara a la caja de ahorros de tiempo.
— Sus intenciones no nos importan — repuso el juez —. Sólo nos importan los resultados. Y los resultados obtenidos por usted en este caso, acusado, no significan ninguna ganancia de tiempo para nosotros, sino que además ha traicionado ante esa niña algunos de nuestros más importantes secretos. ¿Lo confiesa, acusado?
— Lo confieso — susurró el agente, cabizbajo.
— Así pues, ¿se reconoce culpable?
— Sí, pero ruego que el alto tribunal considere, como circunstancia atenuante, que quedé literalmente embrujado. Por el modo en que esa niña me escuchaba, me fue sonsacando todo. Ni yo mismo puedo explicarme cómo pudo ocurrir, pero juro que así fue.
— Sus excusas no me interesan. No aceptamos las circunstancias atenuantes. Nuestra ley es intransigente y no permite ninguna excepción. De todos modos, nos ocuparemos atentamente de esa niña tan notable. ¿Cómo se llama?
— Momo.
— ¿Vive en...?
— Las ruinas del anfiteatro.
— Está bien — repuso el juez, que había apuntado todo en su libretita de notas —. Puede usted estar seguro, acusado, que esa niña no volverá a molestarnos. Nos ocuparemos de ello con todos los medios a nuestro alcance. Que esto le sirva de consuelo mientras pasamos de inmediato a la ejecución de la sentencia.
El acusado comenzó a temblar.
— ¿Cuál es la sentencia? — susurró.
Los tres hombres de detrás de la mesa juntaron las cabezas, murmuraron algo y asintieron.
Entonces, el que estaba en medio se volvió hacia el acusado y proclamó:
— Por unanimidad la sentencia contra el agente BLW/553/c es: el acusado ha sido hallado culpable de alta traición. Ha confesado su culpa. Nuestra ley prescribe que, como castigo, le sea confiscado, de inmediato, todo su tiempo.
— ¡Piedad! ¡Piedad! — gritó el acusado.
Pero dos hombres grises, que estaban a su lado, ya le habían arrancado la cartera plomiza y el pequeño cigarro. Entonces ocurrió algo sorprendente. En el mismo momento en que el acusado se vio sin cigarro, comenzó a volverse más y más transparente. También sus gritos se volvieron más apagados. Ahí estaba, tapándose la cara con las manos, mientras se disolvía literalmente en la nada. Al final era como si el viento hiciera revolotear sus cenizas, hasta que también éstas desaparecieron.
Los hombres grises se fueron en silencio. Los que habían mirado la escena y los que habían juzgado. Se los tragó la oscuridad, y sólo el viento gris silbaba sobre el vertedero desierto.
Beppo Barrendero seguía sentado, inmóvil, en su lugar y miraba hacia el sitio donde había desaparecido el acusado. Le parecía que se había congelado y comenzaba a deshelarse en ese momento. Ahora sabía por experiencia propia que los hombres grises existían.
Hacia la misma hora (el campanario lejano había tocado las doce), la pequeña Momo seguía sentada en los escalones de piedra de las ruinas. Esperaba. No habría podido decir qué. Pero de algún modo sentía que debía esperar. De modo que hasta entonces no había podido decidirse a acostarse. De repente sintió que algo tocaba su pie descalzo. Se inclinó hacia delante, porque era muy oscuro, y vio una gran tortuga que la miraba con la cabeza levantada y una boca extrañamente sonriente. Sus inteligentes ojos negros brillaban con tal amabilidad, como si de un momento a otro fuera a comenzar a hablar.
Momo se inclinó hacia ella y le rascó la barbilla.
— Hola, ¿quién eres tú? — preguntó en voz baja —. Es muy amable que tú, por lo menos, vengas a visitarme, tortuga. ¿Qué quieres?
Momo no sabía si es que al principio no se había dado cuenta, o si no empezaba a hacerse visible hasta aquel momento, pero el caso es que, de pronto, empezaron a relucir en la tortuga unas letras que parecían salir del dibujo del caparazón.
“Ven”, deletreó Momo con dificultad.
Sorprendida, se irguió.
— ¿Te refieres a mí?
Pero la tortuga ya había empezado a moverse. Al cabo de unos pasos se detuvo y se volvió a mirar a la niña.
— Sí que se refiere a mí — se dijo Momo. Se levantó y comenzó a caminar tras el animal.
— Ve — dijo en voz baja —, yo te sigo.
Pasito a pasito fue siguiendo a la tortuga, que la sacó lentamente, muy lentamente, del ruedo de piedra y tomó la dirección de la gran ciudad.
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