Heidi
Johanna Spyri
Johanna Spyri
Capítulo 22
A la mañana siguiente, el viejo de los Alpes se levantó antes de salir el sol para mirar el cielo y ver cómo se presentaba el día. Se quedó contemplando la luz que venía sobre las cumbres de las montañas hasta que apareció el sol y las sombras se esfumaron y todo el valle despertaba a la vida. Luego sacó la silla de ruedas del cobertizo y la dejó delante de la cabaña antes de ir a llamar a las niñas.
Pedro llegó momentos después y las cabras se movían nerviosamente en torno suyo, pues les había venido pegando sin el menor motivo durante todo el camino. Sentíase terriblemente furioso. Hacía ya varias semanas que Heidi no le acompañaba por estar siempre con la chica de la silla de ruedas, siempre alrededor de la cabaña o a la sombra de los árboles. En todo el verano se le había ocurrido subir a los pastos, y ahora lo hacía para enseñárselos a la forastera. Pedro sabía cómo iba a ser la excursión, y su resentimiento se hizo insoportable. Allí estaba la silla de ruedas vacía; la miró con rabia, como si fuera su peor enemigo y la causa de todo su encono. Tendió la vista en derredor y no vio a nadie ni oyó el menor ruido procedente de la cabaña. Entonces, en un violento acceso de ira, corrió hacia la silla y le dio un empujón, lanzándola pendiente abajo. Se movía con facilidad y poco a poco fue ganando velocidad hasta desaparecer por completo.
Pedro voló montaña arriba como si tuviera alas y se ocultó detrás de un gran zarzal. Quería ver lo que le había ocurrido a la silla, pero no deseaba en modo alguno que el viejo de los Alpes lo descubriera. Con perversa alegría la vio allá abajo, rebotando de roca en roca hasta quedar completamente destruida. Entonces se puso a saltar de júbilo y rió a carcajadas. Se dijo que ahora aquella horrible muchacha tendría que marcharse y todo volvería a ser como antes. Heidi quedaría libre para ir con él a menudo a los pastos, quizá cada día. Aún no había considerado la verdadera magnitud de su acción, ni tenía idea de cuáles podrían ser las consecuencias.
Heidi salió casi inmediatamente después, seguida de su abuelo que llevaba a Clara en brazos. La puerta del cobertizo estaba abierta de par en par y el interior vacío. Entonces corrió hasta la parte trasera de la cabaña y volvió con gesto de extrañeza.
— ¿Qué pasa, Heidi? — le preguntó su abuelo—. ¿Qué has hecho con la silla?
— Tú dijiste que estaba delante de la puerta, pero no la veo por ninguna parte — respondió ella.
Una fuerte ráfaga de viento hizo que en aquel instante la puerta del cobertizo se cerrara con violencia.
— Quizá la haya empujado el viento — añadió Heidi ansiosamente—. ¡Oh, Dios mío, si ha ido rodando hasta Dörfli no nos la devolverán a tiempo para irnos!
— Si ha ido hasta allí podemos despedirnos de ella para siempre — manifestó el viejo de los Alpes—. Se habrá roto en cien pedazos. — Dio unos pasos hasta el borde de la pequeña meseta y murmuró:— Es curioso...
Veía la silla y comprendía que, para caer donde había caído, tuvo que haber doblado una esquina en su camino desde el cobertizo. Aquello era muy extraño.
— ¡Oh, qué desgracia! — lloró Clara, muy trastornada— Ya no podremos ir a los pastos... Ni hoy ni nunca, pues no podré estar aquí sin mi silla. ¿Qué será de mí?
— Iremos hoy a los pastos, tal como habíamos planeado — le dijo amablemente el viejo de los Alpes— Después, ya veremos.
Aquello satisfizo a ambas. El viejo entró en la cabaña y volvió con unas mantas que extendió en el lugar más soleado que pudo encontrar y luego sentó a Clara en ellas. Finalmente fue a buscar la leche y trajo a "Margarita" y a "Morena" con él desde el corral.
— Me pregunto dónde se habrá metido ese chico —dijo pensativamente—. Tarda mucho.
Pedro no había lanzado su silbido de costumbre.
Cuando las niñas hubieron terminado de desayunar, el anciano tomó a Clara y las mantas y dijo:
— Ahora nos vamos y nos llevaremos las cabras con nosotros.
Heidi se puso en marcha la primera, rodeando con los brazos el cuello de cada una de las cabras. Los animales estaban tan complacidos de verse nuevamente en su compañía que se apretujaban contra ella como si pretendieran aplastarla entre las dos. Cuando llegaron a los pastos, vieron las otras cabras paciendo tranquilamente en pequeños grupos y a Pedro tumbado en el suelo.
— Yo te enseñaré a que pases por la cabaña sin avisar, so bribón, gandul —gritó el abuelo—. ¿Por qué lo has hecho?
Pedro se levantó de un salto al oír aquella voz.
— Es que aún no se había levantado nadie — replicó.
— ¿Viste la silla de Clara? — preguntó el anciano.
— ¿Qué silla? — murmuró Pedro, sombrío.
El anciano no dijo nada más, dedicándose a buscar un buen sitio donde sentar a Clara. Cuando lo hubo hecho, preguntó:
— ¿Qué tal?
— Igual de cómoda que en mi silla — replicó ella—. Muchas gracias. Oh, qué bien se está aquí.
— Pues que lo paséis bien — dijo el viejo de los Alpes, disponiéndose a marcharse— . Tenéis la comida en la bolsa, allá a la sombra. Le pedís a Pedro toda la leche que queráis, pero procurad que la ordeñe de "Margarita". Volveré por vosotras a la tarde, pero antes tengo que bajar a ver qué ha sido de la silla.
No había una sola nube en el cielo azul. Las lejanas cumbres nevadas centelleaban y los desnudos picachos se destacaban contra el azul uniforme. Las dos niñas estaban sentadas la una al lado de la otra, inmensamente felices. De vez en cuando venía una de las cabras y se tumbaba junto a ellas. "Copo de Nieve" era la que venía con más frecuencia para acunarse contra Heidi hasta que alguna de las otras se acercaba para llevársela. De este modo aprendió Clara a conocerlas, una por una. Algunas se dirigían directamente a Clara y frotaban su hombro, señal inequívoca de que les inspiraba confianza. Heidi pensaba ahora en el prado donde crecían toda clase de flores y le hubiera gustado ir a ver si eran tan hermosas como el año pasado, pero Clara no podría ir hasta que viniera el abuelo por la tarde, y para entonces las flores probablemente habrían cerrado ya sus pétalos para la noche. Era tanto su deseo de verlas que al cabo de un rato dijo:
— Esto... ¿te importaría que te dejara unos minutos sola, Clara? Quiero ir a contemplar las flores. Bueno, aguarda un momento — añadió, al ocurrírsele una idea.
Cogió unos puñados de hierba y los esparció en la falda de Clara. Luego fue en busca de "Copo de Nieve" y le dio un empujoncito para que se tendiera—. ¿Lo ves, Clara? Así no estarás tan sola.
— Ve y mira las flores todo el tiempo que quieras — dijo Clara—. Yo estaré muy bien aquí con "Copo de Nieve". Será muy divertido darle de comer.
Heidi se alejó corriendo y Clara se puso a darle la hierba a la cabrita, tallo a tallo. "Copo de Nieve" la iba tomando despacio de su mano, completamente a sus anchas con aquella nueva amiga. Esta nueva experiencia era algo muy excitante para la inválida. Estar allí, sola, al aire libre en un lugar tan maravilloso, con la cabrita comiendo tan confiadamente lo que ella le daba con su propia mano, era algo de ensueño. Nunca había esperado gozar de una felicidad semejante, y esto le daba una nueva idea sobre lo que significarla ser como las otras niñas, sana y libre, para correr en ayuda de los demás, en vez de permanecer siempre sentada a la espera de esta ayuda que a ella le hubiese gustado prestar. Este pensamiento parecía añadir un brillo nuevo a la escena y un calor más profundo a su misma felicidad. Rodeó con el brazo el cuello de "Copo de Nieve".
— Me gustaría quedarme aquí para siempre — murmuró en voz alta.
Heidi había llegado mientras tanto al prado florido y miraba extasiada la amarilla alfombra de rosas silvestres, el destello azul de las campanillas, las olorosas prímulas y docenas de otras flores. De pronto echó a correr hacia Clara y llegó junto a ella casi sin aliento.
— ¡Tienes que venir, tienes que venir! — exclamó— Las flores son ahora muy bonitas, y puede que después no lo sean tanto. ¿Crees que yo podría llevarte?
Clara movió la cabeza.
— Eso es imposible. Heidi. Eres más pequeña que yo. Oh, si pudiera andar...
Heidi miró en torno suyo en busca de inspiración. Pedro estaba sentado en la ladera, mirándolas, y así llevaba por espacio de una hora o más, sin alcanzar a comprender lo que había ocurrido. Él había destruido la odiosa silla de ruedas para que Clara no pudiera ir de un lado a otro, y sin embargo estaba allí, donde él menos hubiese querido verla, y naturalmente Heidi estaba con ella. Apenas podía dar crédito a sus ojos.
— Ven aquí, Pedro — le llamó Heidi.
— No — replicó el pastor.
— He dicho que vengas. ¡Y pronto!
— Y yo digo que no voy.
Heidi se enfureció y avanzó unos pasos hacia él echando fuego por los ojos.
— Si no vienes inmediatamente haré algo que no te gustará. ¡Te lo aseguro!
Aquellas palabras confundieron al pastor. Había hecho algo terrible, pero hasta ahora no le importaba porque creía que no lo sabía nadie. Pero Heidi daba la impresión de saberlo, y si era así se lo diría al abuelo, perspectiva que a Pedro no le gustaba en absoluto. Se puso en pie a regañadientes.
— Está bien, iré si no haces lo que has dicho.
Parecía ansioso por obtener el perdón de Heidi.
— Pues claro que no lo haré — dijo ella—. Anda, ven. No tienes nada que temer.
Cuando volvieron junto a la inválida, Heidi dijo al chico que la tomara por un brazo mientras ella la asía por el otro, y entre los dos la ayudaron a levantarse. Hasta aquí todo fue bien, pero Clara no podía mantenerse en pie sin apoyo.
— Pon tu brazo alrededor de mi cuello — le dijo Heidi—, y tú Pedro, dale también el brazo y así la ayudaremos a caminar.
Pedro no había hecho nunca nada parecido, y aunque Clara se agarraba fuertemente a su brazo, él lo mantenla rígido a lo largo del cuerpo y esto no servía de mucho a la niña.
— ¡No, Pedro, así no! — le reprendió Heidi—. Dobla el brazo por el codo para que Clara se apoye en él. Y por lo que más quieras, no te apartes. Así está mejor. Ahora lo conseguiremos.
Pero así y todo, la cosa no progresaba. Clara se desplomaba pesadamente entre los dos, y al ser Pedro más alto que Heidi, el cuerpo de la inválida quedaba desequilibrado. Con todo, intentaba poner un pie delante del otro, aunque luego lo retiraba rápidamente.
— Avanza un solo pie con firmeza — le aconsejó Heidi— . Estoy segura de que así te dolerá menos.
— ¿De veras lo crees? — preguntó Clara, un tanto dudosa, pero lo intentó y gritó alegremente—: ¡Tienes razón! Ahora no me ha dolido tanto.
— Pruébalo otra vez — la apremió Heidi, y Clara obedeció, dando varios pasos más.
— ¡Oh, Heidi! — exclamó la niña entonces—. ¿Te has fijado? ¡Estoy andando! ¡Estoy andando!
— Pues claro que sí. ¡Y tú sola! ¡Cuánto me gustaría que el abuelo estuviera aquí!
Clara seguía agarrada a Heidi y Pedro, pero a cada paso ellos notaban que iba consiguiendo firmeza en sus pies. Heidi estaba loca de contento.
— Ahora podremos subir cada día a los pastos y recorrer todos los lugares que queramos — dijo—. Y a ti ya no tendrán que llevarte nunca más en una silla de ruedas. ¿Verdad que es maravilloso?
Clara estaba de acuerdo con todo su corazón. Nada sería tan maravilloso para ella como saberse fuerte y capaz de ir de un lado a otro como el resto de la gente.
El sitio favorito de Heidi no quedaba muy lejos, y Clara pudo sentarse en la hierba tibia, en medio de una gran profusión de hermosas flores. La chica estaba tan afectada por lo que le había sucedido que se mantuvo en silencio mientras dejaba correr la vista por aquella inmensa policromía y respiraba el aire impregna-do de mil aromas distintos. Pedro se había tumbado en la hierba y dormía como un tronco, pero Heidi no podía estarse quieta; corría por el prado y cuando la asaltaba el recuerdo de lo que acababa de suceder a Clara, volvía como una flecha junto a ella.
Poco después, unas cuantas cabras, capitaneadas por "Jilguera", se acercaron lentamente a ellas. Los animales tenían por norma evitar este prado, porque no les gustaba pacer entre las flores, pero ahora se acercaron con pasos lentos y deliberados, como si quisieran recordarle a su pastor que las habían dejado demasiado tiempo solas. Cuando "Jilguera" vio a las muchachas dejó escapar un fuerte balido; las otras la corearon y fueron trotando hacia ellas. Pedro se despertó sobresaltado y se frotó los ojos; había estado soñando con la silla de ruedas, intacta aún y situada delante de la cabaña, pero al abrir los ojos le pareció ver su armazón metálico brillando al sol. Pero lo que sus ojos soñolientos habían captado era únicamente el fulgor violento de las flores, y el recuerdo de su mala acción volvió a él. Aun cuando Heidi no dijera nada, temía que el asunto se descubriera tarde o temprano. En semejante estado de ánimo se comportaba con una humildad desacostumbrada y dejaba que Heidi le mandara a su gusto.
Así que hubo pasado un rato volvieron con Clara a los pastos y Heidi trajo la bolsa de la comida. La niña había visto las provisiones que su abuelo metía en ella y, al amenazar a Pedro poco antes, había querido decir que no le daría su parte; pero ya le había perdonado, y dividió la comida en tres porciones iguales. Todos estaban hambrientos porque ya era mucho más de mediodía, pero ni Clara ni Heidi pudieron consumir la parte que les había sido destinada; por eso, una vez satisfechas ellas, Pedro se encontró con una segunda porción tan grande como la que ya había devorado. Se lo comió todo, hasta la última migaja, aunque no lo disfrutó tanto como de costumbre. Sentía como si algo le royera por dentro y los alimentos le pesaban como el plomo en el estómago.
Habían comido tan tarde que transcurrió poco tiempo antes de que el viejo de los Alpes viniera para llevarlas a casa. Heidi le vio venir y corrió a su encuentro, ansiosa por ser la primera en darle la buena nueva. Estaba tan excitada que apenas le salían las palabras, pero el viejo comprendió rápidamente lo que quería dar a entender y su rostro se iluminó. Se dirigió adonde estaba Clara sentada y le sonrió comprensivamente, diciendo:
— Todo lo que se intenta se consigue...
La ayudó a levantarse y la hizo caminar unos pasos, rodeándole la cintura con un brazo y poniendo el otro delante de ella para sostenerla. Con este firme apoyo, Clara anduvo con mucha más confianza que antes. Heidi correteaba alegremente en torno a ellos y el anciano parecía inundado por una gran felicidad. Poco después tomó a la niña en sus brazos.
— No conviene abusar — le dijo—. Es hora de volver.
E inició el descenso con ella en brazos, pues consideraba que ya se había esforzado bastante aquel día y que necesitaba descanso.
Cuando Pedro bajó a Dörfli aquella noche, vio un grupo de gente que miraba algo; hablaban y se empujaban unos a otros para ver mejor. Pedro se abrió camino por entre ellos para enterarse a su vez y... allí estaban los restos de la silla de Clara; aún quedaba lo suficiente del pequeño vehículo para mostrar lo bonito que había sido.
— Yo vi esa silla de ruedas cuando la trajeron los porteadores — decía el panadero—. Debió costar mucho dinero, ya lo creo. No me explico cómo ha podido suceder tal cosa.
El viejo de los Alpes dijo que pudo haberla empujado el viento — manifestó una mujer, considerando la calidad del cuero rojo.
— Esperemos que tenga razón — observó el panadero—, o alguien lo va a sentir. El caballero de Frankfurt querrá investigar el asunto, y entonces puede que haya jaleo. Pero a mí nadie podrá culparme. No he estado en la cabaña desde hace dos años o más.
Hubo más comentarios de la misma especie, pero Pedro había oído ya suficiente; se escabulló y corrió hacia su casa como si creyera que alguien le perseguía. Las palabras del panadero le habían metido el miedo en el cuerpo y temía que, de un momento a otro, llegará un policía de Frankfurt para descubrirlo todo y llevarle a la cárcel. Los cabellos se le erizaban de horror ante esta simple idea y llegó a su casa en un estado en el que no podía hablar ni comer, sino que se fue derecho a la cama, gimiendo angustiosamente.
— Pedro ha debido comer otra vez acedera y le duele el estómago — dijo su madre—. ¿No oyes como se queja?
— Mañana le pones un poco más de comida — repuso la abuela con su bondad habitual—. Le echas un poco de mi pan.
* * *
Mientras Clara y Heidi permanecían aquella noche en la cama, contemplando las estrellas, Heidi dijo de repente:
— He estado pensando en una cosa. ¿Verdad que es bueno que Dios no nos conceda siempre lo que le pedimos, aunque se lo pidamos con insistencia en nuestras oraciones? Claro, eso es porque Él conoce algo mejor para nosotros.
— ¿Qué te hace decir eso? — preguntó Clara.
— Cuando yo estaba en Frankfurt rezaba fervorosamente para volver a casa en seguida, pero Dios no me lo permitió, y pensé que me había olvidado. Pero si me hubiera ido entonces, tú nunca habrías venido aquí para ponerte buena.
Clara consideró esto y luego dijo:
— Pero en ese caso quizá sea mejor no pedirle nada, porque Dios sabe, y nosotros no, lo que más nos conviene.
— Tampoco creo que eso sea del todo cierto — replicó Heidi al punto—. Nosotros debemos pedirle cada día en nuestras oraciones para demostrarle nuestra confianza pues sabemos que todo viene de Dios. Si le olvidamos, entonces Él nos deja a veces de Su mano y las cosas nos salen mal.
A la mañana siguiente, el viejo de los Alpes sugirió que debían escribir a la señora Sesemann e invitarla a hacerles una visita, ya que tenían algo especial que mostrarle. Pero las chicas habían planeado una sorpresa mejor para la abuela. Clara debía practicar hasta que pudiera andar realmente sola antes de que la abuela lo supiese, y le preguntaron al viejo cuánto tiempo creía él que esto tardaría en producirse. Dijo que cosa de una semana, de manera que la próxima carta a Ragaz contenía una invitación para que viniera a la montaña dentro de una semana, pero sin explicarle el porqué.
Los próximos días fueron los más felices que Clara había conocido en la montaña. Su pensamiento cada mañana, al despertar, era: "Me he curado! ¡Puedo andar!" Cada día avanzaba un poco más, ella sola, y el viejo de los Alpes aumentaba diariamente el grosor de la rebanada de pan y de la capa de mantequilla; llenaba una y otra vez los jarros de leche y sonreía complacido al ver la rapidez con que desaparecían.
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