Heidi
Johanna Spyri
Johanna Spyri
Capítulo 4
Ilustración de Kim Minji
Durante todo aquel verano, Heidi subió diariamente a los pastos con Pedro y las cabras, y su piel se bronceó con el sol de la montaña. Estaba fuerte y saludable, y era libre y feliz como un pájaro en su nueva vida. Pero cuando llegó el otoño comenzaron a soplar fuertes ventarrones. Un día le dijo el abuelo:
— Hoy te quedarás en casa. Un cuerpecito como el tuyo puede ser barrido fácilmente en la ladera de la montaña por un ráfaga de viento.
Pedro se sentía decepcionado cada vez que Heidi no podía acompañarle; se había acostumbrado tanto a su compañía que le parecía muy aburrido verse solo otra vez, y, por otra parte, también echaba de menos el pan y el queso que la niña compartía siempre con él. Además, las cabras eran doblemente ingobernables cuando ella no estaba allí; parecían notar su ausencia y se diseminaban por la montaña como si la buscaran.
Pero Heidi era feliz dondequiera que se hallase. Ni que decir tiene que le gustaba subir a la montaña, donde siempre había tantas cosas que ver, pero también disfrutaba yendo de acá para allá con su abuelo, viéndole trabajar como carpintero o dedicado a otros menesteres. Lo que más le gustaba era verle hacer queso con leche de cabra. El viejo se arremangaba y sumergía los brazos en un enorme recipiente de leche que removía con las manos hasta que, llegado el momento, producía los deliciosos quesos redondos. Pero lo que más la atraía era el ruido del viento al introducirse por entre las ramas de los viejos abetos. Por eso, con frecuencia, abandonaba lo que estaba haciendo para situarse debajo de ellos con la cara levantada, escuchando y observando el balanceo de las ramas, cuando el viento silbaba y se arremolinaba a través de ellas. El viento la alcanzaba también a ella, si bien ahora que el tiempo era más frío llevaba calcetines y zapatos y un vestido de más abrigo. Aquella extraña música en las copas de los árboles ejercía tal fascinación en ella que no podía permanecer en la cabaña cuando la escuchaba.
El frío se hizo más intenso de golpe y porrazo, y Pedro llegaba por las mañanas echándose el vaho en las manos para calentarlas. Una noche empezó a nevar y todo amaneció blanco por la mañana. Nevó hasta que no quedó a la vista una sola hoja verde, y Pedro, naturalmente, ni vino con las cabras. Desde la ventana, Heidi veía caer los copos con deleite, cada vez con mayor rapidez, y la nieve fue ganando altura hasta que la cabaña quedó enterrada hasta el nivel de las ventanas y era imposible salir de ella. La chiquilla esperaba que siguiera nevando hasta que la cabaña quedara enteramente cubierta y hubiera que encender la luz durante el día, pero esto no ocurrió. A la mañana siguiente, el abuelo consiguió abrir camino con una pala, apartando la nieve de las paredes y amontonándola en el patio a medida que trabajaba. Por la tarde, Heidi y él se sentaron ante el fuego en sendos escabeles de tres patas, pues naturalmente el viejo había construido uno para ella hacía tiempo. Fueron interrumpidos por un tremendo golpe en la puerta, como si alguien diera una patada contra ella. Y luego apareció Pedro en el umbral, sacudiéndose la nieve de la botas antes de entrar. Había tenido que abrirse camino a través de enormes ventisqueros y el frío era tan intenso que la nieve se había helado en sus ropas. Pero el chico había continuado valientemente en su determinación por llegar hasta Heidi.
— Hola — saludó.
Y se acercó en seguida al fuego. No dijo nada más, pero se quedó mirándoles afectuosamente, contento de estar con ellos. Heidi le observaba con asombro al ver cómo el calor de la estufa derretía la nieve en sus ropas hasta formar delgados chorritos de agua.
— Bien, general —dijo el abuelo—. ¿Qué tal van las cosas, ahora que has tenido que abandonar tu ejército y has empezado a morder el lápiz?
— ¿Morder el lápiz? —exclamó Heidi con interés.
— Sí, en invierno. Pedro tiene que ir a la escuela para aprender a leer y a escribir. Pero eso, ya sabes, no es tarea fácil, y a veces ayuda un poco eso de morder el lápiz, ¿verdad, general?
— Sí..., claro — convino Pedro.
Heidi quiso saber inmediatamente lo que el chico hacía en la escuela. A Pedro le resultaba siempre difícil traducir sus pensamientos en palabras. y Heidi tenía tantas preguntas que hacerle que apenas se las arreglaba él para contestar a una cuando ya se encontraba con dos o tres más, muchas de las cuales necesitaban toda una frase como respuesta. Las ropas del pastorcillo se habían secado ya antes de que ella se diera por satisfecha. El viejo les oía charlar y sonreía de vez en cuando. Así que guardaron silencio, se levantó y se dirigió al armario.
— Bueno, general, has estado tan acalorado que ahora necesitas refrescarte un poco.
Preparó pronto la cena y Heidi dispuso sillas en torno a la mesa. La cabaña estaba ahora menos desnuda que cuando la niña llegó; el abuelo había construido un banco fijo a la pared y otros asientos grandes con cabida para dos personas, pues a Heidi le gustaba siempre estar pegada a él. Sentados ahora todos cómodamente. Pedro abrió mucho los ojos al ver la enorme rebanada de carne seca que el anciano había cortado para él y puesto sobre un gran pedazo de pan. Hacía mucho tiempo que no disfrutaba de una comida tan buena como aquélla. Tan pronto hubieron terminado de comer. Pedro se dispuso a partir porque estaba oscureciendo.
— Adiós — dijo—. Y muchas gracias. Volveré el domingo que viene. Mi abuela dice que le gustaría verte.
A Heidi le encantaba la idea de visitar a alguien, porque ello traería consigo algo totalmente nuevo, de manera que lo primero que hizo a la mañana siguiente fue decir:
— Abuelo, debo visitar hoy a la abuela de Pedro. Estará esperándome.
— La nieve es aún demasiado espesa — trató de disuadirla el viejo de los Alpes.
Pero ella se había fijado la idea en la cabeza y un día tras otro repetía al menos media docena de veces que debía hacer aquella visita o la abuela de Pedro se cansaría de esperarla. Al cuarto día de la visita de Pedro, la nieve se heló; crujía bajo los pies y el sol brillaba. Dando de lleno en el rostro de Heidi mientras permanecía sentada en su alta silla durante el almuerzo. Nuevamente dijo:
— Tengo que ir hoy a ver a la abuela de Pedro, o pensará que no quiero ir.
El abuelo se levantó de la mesa y subió al desván, de donde bajó trayendo el fuerte saco que cubría la cama de Heidi.
— Vamos, pues— dijo.
Heidi salió alegremente a aquel mundo blanco y brillante. Las ramas de los abetos estaban dobladas por el peso de la nieve que ahora brillaba bajo el sol. La niña no había visto nunca nada parecido.
— ¡Mira los árboles, abuelo! —gritó— . ¡Son todos de oro y plata!
Mientras tanto, el viejo había sacado del cobertizo un trineo de grandes proporciones. Tenía una barra a un lado para asirse y para conducirlo había que presionar con el pie en el suelo a uno u otro lado. Para complacer a la niña, dio una vuelta con ella y contemplaron los árboles cubiertos de nieve. Luego se sentó en el trineo con ella en las rodillas, bien envuelta en el saco para preservarla del frío. Sosteniendo fuertemente a la niña con el brazo izquierdo, se agarró a la barra con la mano derecha y empujó con ambos pies. El descenso de la montaña era tan vertiginoso que Heidi tenía la impresión de estar volando, y se puso a gritar de contento. Se detuvieron con una sacudida justamente delante de la cabaña de Pedro. El abuelo la bajó del trineo y le quitó el saco.
— Ya puedes entrar — dijo—, pero inicia el regreso en cuanto empiece a oscurecer.
Luego comenzó a subir la montaña llevando el trineo a rastras.
La puerta que abrió Heidi daba a una cocina pequeña en la que había un hogar y algunos cacharros en un estante. Una segunda puerta daba a otra habitación de techo bajo. Comparada con la cabaña del abuelo —la pieza grande y el desván— aquella vivienda parecía una mísera choza. Entró y vio a una mujer sentada en la mesa zurciendo una chaqueta que en seguida reconoció como la de Pedro. En un rincón, otra mujer, vieja y encorvada, hilaba. Heidi se dirigió a ella sin vacilar y dijo:
— Hola, abuela Grannie, aquí estoy al fin. Seguramente pensarías que no iba a venir nunca.
La anciana levantó la mano y buscó a tientas la de Heidi. Cuando la encontró, la sostuvo en la suya y dijo:
— ¿Eres la nieta del viejo de los Alpes? ¿Eres Heidi?
— Sí, y el abuelo me ha traído en el trineo.
— Es curioso. Tienes la mano caliente. Brígida, ¿es verdad que la trajo el viejo de los Alpes?
La madre de Pedro dejó su tarea de zurcir y se acercó para quedarse mirando a la niña.
— No lo sé, madre; muy probable no parece. Debe estar equivocada.
Heidi la miró con fijeza y replicó firmemente:
— No estoy equivocada. Fue el abuelo. Me envolvió en mi manta y me trajo hasta aquí.
— Está bien —dijo la abuela—. Pedro debe tener razón en lo que nos ha dicho acerca del viejo de los Alpes. Siempre le tuvimos por una mala persona. ¿Quién iba a creerlo? A decir verdad, no creí que la niña durara tres semanas allá arriba. ¿Qué aspecto tiene, Brígida?
— Es delgada, como lo fue su madre, pero tiene los ojos negros y el pelo rizado como Tobías y el abuelo. Creo que se le parece mucho a ellos.
Heidi miraba en torno suyo mientras las dos mujeres hablaban y nada escapaba a su aguda mirada.
— Uno de los postigos está desprendido, abuela Grannie —observó—. El abuelo lo arreglaría en seguida; si no se hace algo acabará rompiendo la ventana. Mira cómo va de acá para allá.
— No puedo verlo, querida, pero lo oigo muy bien; todo cruje y resuena en esta casa cuando el viento sopla a través de las rendijas. La casa se está cayendo a pedazos, y por la noche, cuando Pedro y su madre duermen, temo que se desplome sobre nosotros y nos mate. No hay remedio. Pedro no sabría hacerlo.
— ¿Por qué no ves el postigo? — preguntó Heidi, señalando la ventana—. Mira, otra vez se mueve.
— No es solamente el postigo, nena; no veo nada en absoluto — contestó la anciana con un suspiro.
— Si yo voy allí y abro bien el postigo para que entre luz, entonces podrá ver, ¿no?
— No, ni siquiera entonces; la luz u oscuridad, para mí es lo mismo.
— Pero si sales afuera donde la nieve brilla tanto estoy segura que podrás ver. Anda, ven conmigo.
Heidi tomó la mano de la abuela e intentó levantarla, trastornada como estaba ante la idea de su eterna ceguera.
— Déjame, hijita; ni siquiera en la luz de la nieve podría ver mejor. Yo estoy siempre en tinieblas.
— ¿También en verano? —insistió Heidi ansiosamente—. Seguro que puedes ver el sol diciéndole adiós a las montañas y poniéndolas rojas como si ardieran. ¿Verdad que sí?
— No, tampoco eso. Nunca más volveré a ver las montañas.
Heidi prorrumpió en sollozos.
— ¿Nadie puede hacer que veas? — gimoteó—. ¿No hay nadie que pueda?
Durante largo rato, la anciana trató vanamente de consolarla. Heidi raras veces lloraba, pero cuando lo hacía siempre resultaba difícil aplacar sus lágrimas. La anciana llegó a preocuparse mucho y al fin dijo:
— Ven aquí, y escúchame, nena. Yo no veo, pero oigo; cuando se está ciego es muy bueno oír una voz amiga, y la tuya me gusta ya. Siéntate a mi lado y cuéntame lo que tu abuelo y tú hacéis allá en la montaña. Yo le conocía bien, pero no he sabido de él desde hace muchos años; solamente lo que Pedro nos dice, que no es mucho.
Heidi se secó las lágrimas y vislumbró un rayo de esperanza.
— Espera a que le hable de ti al abuelo. Él hará que veas y te arreglará también la cabaña. Él puede hacerlo todo.
La anciana no la contradijo y Heidi empezó a charlar, explicando lo que hacía en la montaña, tanto en invierno como en verano. Dijo lo mañoso que era su abuelo para todo; hacía escabeles y sillas, y pesebres para las cabras, e incluso una bañera y un cuenco para la leche; sí, y cucharas..., todo ello tallado en madera. Grannie comprendía, por su voz, lo atentamente que había debido observarle mientras trabajaba.
— A mi me gustaría hacer cosas como ésas un día — terminó diciendo Heidi.
— ¿Oíste eso, Brígida? — preguntó la anciana a su hija—. ¡Es fantástico lo que hace el viejo de los Alpes!
De pronto se abrió la puerta de la calle y entró Pedro. Se detuvo en seco, mirando a Heidi; luego le sonrió a guisa de saludo.
— ¿Ya has vuelto de la escuela? — preguntó su abuela— .
Hace años que no había pasado una tarde con tanta rapidez. ¿Qué tal vas con la lectura, Pedro?
— Igual — respondió el chico.
— ¡Oh, hijito! — suspiró la anciana—. Esperaba que tuvieras algo diferente que decirme a estas alturas. Vas a cumplir doce años en febrero.
— ¿Qué es lo que tenía que decirte? — preguntó
Heidi, muy interesada.
— Sólo que tal vez había aprendido al fin a leer. Hay un devocionario en el armario que tiene algunos himnos muy bonitos. No los he oído hace tiempo, y no sabría repetirlos de memoria. Espero que Pedro sea capaz de leérmelos algún día, pero no sé cuándo aprenderá; le resulta demasiado difícil.
— Creo que debo encender la lámpara —dijo Brígida, que había estado zurciendo todo el tiempo—. La tarde ha pasado tan aprisa que no había notado que está oscureciendo.
Heidi se puso en pie de un salto al oír esto.
— Si está oscureciendo debo irme — dijo—. Adiós, abuela.
Saludó también a los demás, despidiéndose, pero la anciana la llamó con ansiedad antes de que se fuera:
— Un momento, Heidi, no puedes irte sola. Pedro te acompañará para que no te caigas. Y no os entretengáis jugando en la nieve y cojas un resfriado. ¿Ha traído la niña alguna prenda de abrigo?
— No — respondió Heidi— ; pero no tendré frío.
Y echó a correr tan aprisa que Pedro apenas podía seguirla.
— Brígida, toma mi chal y ve tras ella — dijo la anciana, angustiada—. Se va a helar con este frío.
Brígida hizo lo indicado y corrió tras ellos. Pero los niños sólo habían recorrido unos metros de cuesta cuando vieron al viejo de los Alpes que avanzaba hacia ellos, y pronto se reunieron con él.
— Bien, chica, lo has hecho tal como te dije — aprobó el abuelo.
La envolvió nuevamente en el saco, la tomó en brazos y emprendió el camino de regreso. Brígida llegó justamente a tiempo de ver lo ocurrido y entró con Pedro para explicar a su madre el sorprendente hecho.
— Gracias a Dios que la niña está bien — dijo la anciana—. El viejo de los Alpes la dejará venir nuevamente a verme. Su visita me ha hecho mucho bien. ¡Qué gran corazón tiene esa pequeña y de qué modo tan agradable habla! Espero que vuelva; es algo por lo que vale la pena esperar.
Repitió varias veces estas palabras a lo largo de aquella noche, y Brígida y Pedro estuvieron de acuerdo, y éste quedó en decírselo a Heidi.
Mientras tanto, montaña arriba, Heidi hablaba al abuelo desde dentro del saco, pero él no la oía bien a través de tantos dobleces.
— Espera a que lleguemos y me lo cuentas todo, ¿eh?
Tan pronto estuvieron en la cabaña y fuera del saco, Heidi pasó al ataque:
— Mañana tomaremos el martillo y un puñado de clavos grandes y los llevaremos a casa de Pedro. Tienes que reparar el postigo de la casa y algunas otras cosas, porque la casa entera se está cayendo; todo son sacudidas y crujidos.
— Conque sí, ¿eh? ¿Y quién te aconsejó que dijeras eso?
— Nadie me lo aconsejó, pero yo lo sé. Los postigos y las puertas no cierran bien y hacen ruido, y la anciana cieguecita se asusta por la noche y no puede dormir. Tiene miedo de que la casa les caiga encima. La pobrecilla no ve y dice que nadie puede curarla, pero tú sí que puedes, abuelo. ¡Es una pena estar ciega y encima asustada! Bueno, mañana iremos, ¿eh?
Estaba colgada del brazo del anciano y le miraba con ojos llenos de confianza. También él la miró y luego asintió.
— Bueno, al menos evitaremos esos golpes en puertas y ventanas, y lo haremos mañana.
Heidi, loca de contento, se puso a correr en torno a la mesa gritando:
— ¡Lo haremos mañana! ¡Lo haremos mañana!
El abuelo cumplió su promesa. A la mañana siguiente bajaron otra vez en el trineo y Heidi fue dejada en la puerta de la cabaña, recibiendo del abuelo la misma recomendación que antes:
— Entra, pero vente en cuanto empiece a oscurecer.
Y dejando el saco de Heidi en el trineo, desapareció por uno de los lados del edificio.
Apenas había puesto Heidi un pie en el interior cuando ya la anciana decía desde su rincón:
— ¡Ahí está otra vez!
Detuvo la rueca y tendió ambas manos. Heidi corrió hacia ella, trajo un pequeño taburete y tomó asiento a su lado, poniéndose a charlar en seguida. De pronto se oyeron unos golpetazos tan tremendos en la pared, que la anciana, asustada, estuvo a punto de volcar su rueca.
— ¡Esta vez sí que se derrumba la casa! — gritó, empavorecida.
Heidi la tomó por el brazo y dijo:
— No te asustes. Es mi abuelo con el martillo. Lo está reparando todo para que así no tengas miedo por las noches.
— ¿De veras? Dios no nos ha olvidado. ¿Lo estás oyendo, Brígida? De verdad parece un martillo. Sal afuera a ver quién es, y si es el viejo de los Alpes, dile que entre para que le dé las gracias.
Era el viejo de los Alpes, en efecto. Brígida lo encontró clavando en la pared una pieza de madera en forma de cuña.
— Buenos días — dijo—. Madre y yo le estamos muy agradecidas por haber venido a ayudarnos, y ella quisiera darle las gracias personalmente, si entra usted. Estoy segura de que nadie hubiera hecho tanto por nosotros y no olvidaremos...
— Basta ya — le interrumpió rudamente el viejo — De sobra me consta lo que pensáis de mi. Entra y yo veré lo que hay que ir haciendo.
Brígida se alejó, no queriendo desobedecerle, y el anciano continuó con sus martillazos en torno a las paredes. Luego subió al tejado y reparó algunos agujeros hasta que gastó todos los clavos que trajo consigo: Para entonces estaba ya oscureciendo, y sacó el trineo del corral donde lo había dejado, justamente en el instante en que Heidi venía a su encuentro. La envolvió en el saco y la llevó como había hecho la tarde anterior, aunque ahora tenía que arrastrar el trineo a sus espaldas.
Y transcurrió el invierno. La pobre abuela de Pedro era feliz después de muchos años de tristeza y oscuridad; ahora tenía algo agradable que esperar. Cada día escuchaba los ligeros pasos de Heidi, y cuando la puerta se abría para dar paso a la niña, siempre decía: "Gracias a Dios que ha vuelto". Heidi se sentaba entonces y charlaban alegremente. Esas horas transcurrían tan aprisa que la anciana nunca tenía que preguntar a Brígida que hora era; sólo comentaba, tras haberse marchado Heidi, que la tarde había sido muy corta. Brígida estaba de acuerdo y manifestaba que parecía como si hiciera un momento que había quitado la mesa.
"Dios cuide de la niña y mantenga al viejo de los Alpes de buen humor" era la constante plegaria de la anciana. Con frecuencia preguntaba a su hija si la chica tenía buen aspecto, a lo que ésta contestaba invariablemente:
— Está sana como una manzana.
Heidi llegó a querer mucho a la anciana cieguecita, y cuando comprendió que nadie podría devolverle la vista se sintió muy triste. Pero, como la anciana le decía una vez y otra que ser ciega no le importaba demasiado cuando Heidi estaba junto a ella, la niña bajaba en el trineo con su abuelo todos los días que la bondad del tiempo lo permitía. El viejo traía siempre el martillo y los clavos y algunos otros materiales útiles, y gradualmente iba reparando toda la cabaña para que la anciana no se sintiera ya asustada por los ruidos durante la noche.
ILUSTRACIONES
Ilustración de Jessie Willcox Smith
Ilustración de Gustaf Tenggren
Los textos e imágenes que se muestran en esta web se acogen al derecho de cita con fines didácticos, que pretenden fomentar el conocimiento de las obras y tienen como único objetivo el análisis, comentario o juicio crítico de las mismas.