Sin patria

Johanna Spyri

Capítulos 1, 2 y 3

Capítulo 1. Una casa silenciosa

En la Alta Engadina, junto al camino que conduce a la colina de la Maloja, hay una aldea aislada, llamada Sils. Desde allí y a campo traviesa, se llega directamente al pie de la montaña y a la aldehuela que lleva el nombre de Sils-María.

A esta aldehuela pertenecían dos casitas situadas una frente a otra y un poco apartadas en los campos. Ambas tenían puertas muy antiguas y ventanas muy pequeñas practicadas en paredes muy gruesas.

Una de aquellas casas poseía un jardincito cuadrado, en donde crecían coles y otras verduras; también en el centro del cuadrado de aquel jardín crecían cuatro plantas de flores, pero eran raquíticas. La otra casita no tenía jardín alguno, pero, en cambio, poseía un pequeño establo adosado a la pared, aliado de la puerta, y dos gallinas picoteaban por allí. Esta casa era aún más pequeña que la otra y su puerta estaba maltratada por el tiempo.

Todas las mañanas, a la misma hora, esta vieja puertecita se abría para dar paso a un hombre de alta estatura, que se veía obligado a inclinarse para franquearla. Aquel hombre tenía los cabellos y los ojos negros y brillantes, una nariz muy correcta, una barba igualmente negra y muy espesa, que ocultaba la parte inferior de su rostro, aunque dejaba ver dos filas de blancos dientes cuando hablaba. Pero era cosa que no hacía con mucha frecuencia. Todos los habitantes de Sils le conocían, mas, sin embargo, nadie le llamaba por su nombre, pues para grandes y pequeños no era más que «el italiano». Todas las mañanas, con la mayor regularidad, tomaba el sendero que conduce a Sils; desde allí se dirigía hacia la colina de la Maloja, para trabajar en la reparación de la carretera. Cuando no subía a la colina, el Italiano bajaba por el lado de St. Moritz, donde hacíanse numerosas construcciones y en donde encontraba trabajo con la mayor facilidad. Solía pasar todo el día fuera y no volvía a su casa hasta la noche.

Cuando, por las mañanas, salía de su casa, lo hacía siempre acompañado por un niño que se quedaba en el umbral de la puerta y permanecía en pie, inmóvil, viéndolo marchar. Sus grandes y obscuros ojos se fijaban por largo rato en el padre que se alejaba, o bien miraban en otra dirección, aunque habría sido difícil decir a dónde, como si buscase, mucho más allá de todo cuanto le rodeaba, algo que nadie podía divisar siquiera.

El domingo por la tarde, cuando brillaba el sol, solían salir juntos y empezaban a pasear por la carretera. Cuando iban así, uno al lado de otro, a cualquiera le habría parecido cada uno de ellos el retrato de su compañero; el niño era una verdadera miniatura de su padre, con la natural excepción de que no tenía barba, sino un rostro pequeñito, con la misma nariz correcta de su padre y una boca algo melancólica, como si no le gustara reír. Estos detalles no se podían ver en el padre a causa de la barba. Así paseaban por los caminos sin cambiar una sola palabra; con frecuencia el padre cantaba para sí mismo, y otras veces en voz alta, y el niño le escuchaba con la mayor atención. Los domingos en que llovía, el padre se quedaba en casa, sentado en el banco que había debajo de la ventana; el niño lo hacía a su lado, pero no por eso se hablaban más. El padre sacaba entonces del bolsillo una pequeña armónica, en la que ejecutaba toda clase de canciones, una tras otra, mientras el niño escuchaba con la mayor atención. Otras veces tomaba un peine o una hoja de árbol y de tan primitivos instrumentos sacaba numerosas melodías, o bien cortaba un trozo de madera y en él silbaba alguna canción. Parecía como si no hubiese objeto del cual él no pudiera hacer salir alguna música.

Una vez llevó a su casa un violín, lo cual encantó tanto al niño que constantemente lo tenía en la imaginación. El padre tocó gran número de melodías y él escuchó sin quitarle la vista de encima; luego, en cuanto su padre hubo dejado el instrumento, el niño lo tomó sin hacer ruido y con la mayor suavidad ensayó el modo de hacer salir de él algunas canciones. Y no lo hizo tan mal, porque el padre, sonriendo, le dijo: «Vamos, ven». Luego, con los grandes dedos de su mano izquierda tomó los delicados de su hijo y con la derecha guió la manecita que sostenía el arco, y así tocaron durante largo rato toda suerte de canciones y de melodías.

Durante los días siguientes, en cuanto el padre se había marchado, el niño reanudaba sus probaturas y se ejercitaba sin descanso en el manejo del violín, hasta que logró reproducir una melodía. Pero un día desapareció el instrumento para no volver nunca más.

También, a veces, cuando estaban sentados uno junto a otro, el padre empezaba a cantar, al principio en voz baja y luego con mayor intensidad cuando ya se sentía entusiasmado. El niño unía su vocecita a la del padre y

cuando no conocí a las palabras de la canción, se limitaba a emitir las notas; porque el padre cantaba siempre en italiano, y aunque el pequeñuelo conocía este idioma, no le era bastante familiar para poder hablarlo. Había una tonada que conocía mejor que las demás, por haber oído cantarla muchas veces a su padre; las palabras que la acompañaban eran las de una canción larguísima, y empezaba así:

Una sera

In Peschiera ...

Era una melodía quejumbrosa, adaptada a unos versos alegres; gustaba mucho al niño, que la cantaba siempre con preferencia y con una especie de recogimiento. Era muy agradable oírle, porque su voz pura y clara como el metal se fundía admirablemente en la hermosa voz de bajo de su padre. Y cada vez que terminaban una de las numerosas coplas, éste golpeaba cariñosamente el hombro del niño, diciéndole: «Bene, Enrico, —va bene!» Tan sólo su padre le daba este nombre, porque los demás le llamaban, sencillamente, Rico.

En la cabaña vivía con ellos una prima; cosía las ropas, se ocupaba en la cocina y ponía orden en la casita. Pasaba el invierno sentada en la esquina de la chimenea y ocupada en hilar; y cuando Rico quería salir le era preciso combinar con mucha anticipación el modo de lograrlo, porque en cuanto se disponía a abrir la puerta, la prima le gritaba: «Deja en paz la puerta, porque si no se va a enfriar la habitación». Muchas veces le ocurría permanecer varios días solo en la casa con la prima, cuando el padre tenía trabajo en algún lugar del valle, pues entonces no volvía a su casa durante semanas enteras.

VOCABULARIO

Adosado: Casa que tiene alguna de sus paredes colindante con otra vivienda de las mismas o similares características.

Copla: Tema o asunto enfadoso o inoportuno.

Divisar: Ver a cierta distancia algo, en especial cuando no se percibe claramente.

Franquear: Pasar de un lado a otro venciendo un obstáculo o una dificultad.

Quejumbroso: Que expresa queja.

Reanudar: Volver a emprender una cosa que se había interrumpido o suspendido.

Requisito: Cualidad, circunstancia o cosa que se requiere para algo.

Tonada: Música o melodía de una canción.

Umbral: Parte inicial o primera de un proceso o actividad.

Capítulo 2. En la escuela

Rico iba a cumplir nueve años y ya, durante dos inviernos, había concurrido con asiduidad a la escuela del pueblo. En verano no había clases en la montaña; el maestro tenía que labrar sus campos, recoger el heno y cortar la leña, igual que todos los demás, y en tales ocasiones, nadie tenía tiempo de pensar en las lecciones. Pero esto, a Rico, no le disgustaba en manera alguna, porque conocía a la perfección el modo de pasar sus vacaciones. Por la mañana, después de acompañar a su padre hasta el umbral de la cabaña, podía permanecer inmóvil horas enteras, con la mirada soñadora perdida en la distancia, hasta que se abría la puerta de la casita que estaba enfrente y salía de ella una niña sonriendo y buscándolo con la mirada. Rico llegaba a su lado corriendo y siempre tenían numerosas cosas que referirse desde la última vez que se habían separado, es decir, desde la víspera por la tarde; y era tanto mayor el interés de su conversación cuanto que, de un momento a otro, podían llamar a Stineli (1) desde su casa. Stineli era el nombre de la niña, que tenía, precisamente, la misma edad que Rico. Habían empezado a ir juntos a la escuela y ambos se hallaban en la misma clase; sus dos casas tan sólo estaban separadas por un caminito estrecho; los niños habían vivido siempre juntos y eran excelentes amigos. Por lo demás, era la única amistad que Rico había contraído; no le gustaba absolutamente nada la compañía de los muchachos del lugar, y cuando éstos empezaban a pelearse a puñetazos, a revolcarse por el suelo o a andar con las manos y con la cabeza invertida, él se apresuraba a alejarse, sin volver siquiera los ojos hacia atrás. Pero si los pilluelos empezaban a gritar: «Ahora vamos a dar una paliza a Rico», él se detenía para presentarles la cara y se erguía en actitud firme y tranquila, mirándoles de tal modo que ninguno se atrevía a atacarle.

En cuanto a Stineli era, para su gusto, su mejor compañía. La niña tenía una naricilla resultona muy cómica, ojos castaños siempre sonrientes y dos gruesas trenzas de cabello del mismo color, debidamente enroscadas en torno de la cabeza; porque Stineli era una niña muy ordenada y sabía gobernarse por sí misma. Por otra parte, estaba en muy buena escuela para eso, porque aun cuando apenas contaba nueve años, no por ello dejaba de ser la hija mayor y tenía que ayudar a su madre en el cuidado de la casa. Y no faltaba el trabajo, ya que después de Stineli venían sus hermanos Trudi, Sami y Peterli, y, además, Urschli, Anne-Deteli y Kunzli (2) y por último el recién nacido, que aún no estaba bautizado. Stineli se oía llamar constantemente de todos lados, y esto la había hecho tan lista y tan activa, que entre sus manos no parecía sino que las cosas se hiciesen por sí mismas; había ya puesto tres medias y atado dos zapatos a los menores, cuando Trudi aún no había encontrado la mejor posición para calzar a los pequeñuelos de quien estaba encargada. Cuando los niños en la habitación y la madre en la cocina llamaban a la vez a Stineli, no dejaba de hacerse oír la voz del padre desde la cuadra; había perdido su gorro, o bien el látigo tenía un nudo y necesitaba la ayuda de Stineli, porque tan sólo ella era capaz de encontrar el gorro (que la mayor parte de las veces estaba encima del cofre de la avena) y, además, sus ágiles dedos deshacían en un abrir y cerrar de ojos el nudo de la cuerda del látigo. Ya se ve, pues, que Stineli tenía bastante que hacer desde la mañana a la noche, pero esto no le impedía estar alegre y ser viva como un pinzón. Al llegar el invierno le complacía poder volver a la escuela, porque así iba en compañía de Rico a cumplir los recados que le daban, y en la hora del recreo estaban los dos siempre juntos. En verano había otros nuevos placeres, sobre todo las hermosas tardes de los domingos, durante las cuales tenía libertad para salir; se marchaba con Rico, que ya la estaba esperando hacía bastante rato en el umbral de su cabaña, y dándose la mano corrían a través del prado y en dirección a una eminencia cubierta por un bosque de abetos que se interna en el lago como una península. Una vez en lo alto se sentaban bajo los abetos, miraban el lago a sus pies y tenían multitud de cosas que referirse y preguntarse. Se estaba allí tan agradablemente, que Stineli recordaba aquellos ratos durante toda la semana; y la perspectiva del próximo domingo la acompañaba a través de todas sus ocupaciones, haciéndole parecer que el tiempo era muy corto.

En la casita de Stineli había aún otra persona que llamaba de vez en cuando a la niña; era la anciana abuela. Pero ésta le pedía raras veces un servicio y cuando hacía ir a Stineli a su lado era, por regla general, con objeto de darle alguna moneda de poco valor o cualquiera otra chuchería que fuese a parar a sus manos; Stineli era su favorita y la abuela, más que nadie, se daba clara cuenta de que las tareas de la niña eran muy superiores a su edad. Por esto gustaba de darle un poco de dinero, para que, como los demás niños, pudiese comprarse algo en la feria, por ejemplo: una cinta roja o un alfiletero. También la abuela era muy buena para Rico; le gustaba ver juntos a los dos niños y muchas veces se encargaba de una parte de las tareas de Stineli para que ésta pudiese permanecer sentada en el tocón de un árbol, delante de la cabaña; Stineli y Rico se acercaban a ella con frecuencia y la abuela siempre les refería alguna cosa. Luego, en cuanto empezaba a sonar la campana de la tarde en la pequeña iglesia, decía:

— Ahora cada uno de nosotros debe recitar, sucesivamente, un Padrenuestro y no olvidéis jamás, hijos míos, que todas las noches hay que rezar, y esto es lo que nos recuerda la campana. Mirad, hijos míos — continuaba diciendo a veces —, he vivido y he visto mucho y jamás he conocido a nadie que no haya sentido, aunque sólo sea una vez en su vida, la necesidad de rezar un Padrenuestro, y más de uno buscaba angustiado esta oración en la memoria, sin poder encontrarla cuando más la necesitaba.

Entonces Stineli y Rico unían devotamente las manos y rezaban la oración, cada uno a su vez.

Era el mes de mayo y, sin duda, iban a cerrar pronto la escuela, porque el césped verdeaba ya bajo los árboles y la nieve se había fundido en muchos lugares. Rico, que hacía ya un rato estaba inmóvil en el umbral de su cabaña, habíase sumido en sus reflexiones, aunque sin dejar de dirigir frecuentes miradas a la puerta de la casa inmediata, la cual permanecía obstinadamente cerrada. Se abrió, por fin, y Stineli salió.

— ¿Hace mucho rato que estás aquí? ¿Has fantaseado mucho? — preguntó riéndose —. Como hoy es más temprano, podemos ir despacio a la escuela.

Se dieron la mano y emprendieron el camino.

— ¿Acaso sigues pensando en el lago? — preguntó Stineli mientras andaban.

— Sin duda — contestó Rico con seriedad —. Algunas veces incluso sueño en él y en sus orillas veo grandes flores rojas y más arriba las hermosas montañas de color violeta.

— ¡Bah, los sueños no significan nada! — exclamó Stineli con vivacidad —. Por ejemplo, soñé una vez que Peterli se había encaramado solo a lo alto del abeto más crecido y en cuanto estuvo sentado en la última rama y no parecía ya más que un pajarillo, me gritó: «Stineli, ponme las medias». Ya ves que esto no puede ser, ¿verdad?

Rico empezó a reflexionar profundamente, porque su sueño podía ser verdadero y más bien parecía un vago recuerdo de algo que hubiese visto. Mientras tanto llegaron a la escuela y se les reunió un grupo ruidoso de niños que llegaba por el lado opuesto. Juntos se precipitaron en la clase, en la que poco tardó en entrar el maestro. Era un hombre de edad, que debía de haber sido maestro de escuela desde un tiempo inmemorial, porque sus cabellos escasos y grises daban testimonio de largos años de trabajo. Empezaron por un severo ejercicio de lectura y de pronunciación. Luego vino la tabla de multiplicar y en último lugar el canto. El maestro sacó del estuche un violín muy viejo, lo afinó y empezó a tocar mientras los niños entonaban a plena voz:

«Corderillos que estáis en la colina, etc.»

Rico estaba de tal modo absorto en la contemplación del violín y tan preocupado al seguir con los ojos los movimientos de los dedos del maestro sobre las cuerdas, que pronto se olvidó de cantar y no emitió una sola nota. Al cabo de un momento, todo el grupo de pequeños cantores había bajado medio tono, y como el violín se perdiera también, bajó asimismo medio tono; luego las voces bajaron más aún, y quién sabe dónde habrían llegado, unos después de otros, si el maestro no hubiese arrojado violentamente el violín sobre el pupitre, exclamando encolerizado:

— ¿Qué significa este canto? Esto no es cantar, sino gritar sin ton ni son. Quisiera saber quién de vosotros desafina y me estropea a todos los demás.

Un muchachito que estaba sentado al lado de Rico, levantó la voz diciendo:

— Yo sé por qué se han perdido todos. Siempre ocurre lo mismo cuando Rico deja de cantar.

El mismo maestro no ignoraba que su violín marcaba la melodía con mayor seguridad cuando Rico unía su voz a la de los demás.

— ¿Qué es esto, Rico? —le dijo con severidad volviéndose a él—. Generalmente eres juicioso, pero la falta de atención es un gran defecto, según habrás podido observar. Basta con que un solo escolar esté distraído para que estropee el canto de todos los demás. Ahora vamos a empezar otra vez y ten cuidado de seguirnos bien.

Rico entonó entonces la melodía con su voz clara y firme; el violín lo siguió y la clase entera cantó con toda su fuerza, y lo mejor fue que terminaron la canción. El maestro expresó su satisfacción frotándose las manos y después de dos o tres arcadas enérgicas, añadió a guisa de conclusión:

— Éste es un instrumento magnífico.

(1) Diminutivo de Cristina.

(2) Diminutivo de Gertrudis, Samuel, Pedro, Úrsula, Margarita y Conrado.

VOCABULARIO

A guisa: Modo, manera o semejanza de algo.

Absorto: Persona que dirige toda su atención a una actividad o pensamiento, aislándose de lo que lo rodea.

Arcadas: espacio entre dos estribos o pilas de un puente

Asiduidad: Que se hace de forma constante y con cierta continuidad o frecuencia.

Concurrir: Coincidir en el tiempo varias cosas.

Eminencia: Altura o elevación del terreno.

Encaramarse: Subir a un lugar alto.

Erguir: Poner una cosa en posición vertical.

Inmemorial: Que es tan remoto en el tiempo que no es posible recordar cuándo comenzó.

Pilluelo: diminutivo de pillo. Persona considerada como descarada o atrevida

Pinzón: Pájaro insectívoro y cantor, del tamaño de un gorrión.

Recitar: Decir en voz alta una cosa que se sabe de memoria.

Referir: Narrar o dar a conocer un acontecimiento o suceso de palabra o por escrito.

Revolcarse: Echarse sobre una superficie y dar vueltas sobre ella.

Sumir: Hacer que una persona se concentre plenamente en una actividad o estado mentales, abstrayéndose de la realidad.

Tocón: Parte del tronco de un árbol que queda en el suelo y unida a la raíz cuando es talado por el pie.

Capítulo 3. El violín del viejo maestro

Una vez fuera, Stineli y Rico se separaron prontamente del ruidoso enjambre y juntos emprendieron el camino de regreso.

— ¿Acaso no has cantado a fuerza de soñar, Rico? —Preguntó Stineli —. ¿Se te habrá presentado de pronto el lago en tu pensamiento?

— No, es otra cosa — contestó Rico —. Ahora ya sé cómo se toca «Corderillos que estáis en la colina». ¡Si tuviese un violín!

Tal deseo debía de pesarle mucho en el corazón, porque lo acompañó con un profundo suspiro. Stineli se sintió llena de simpatía y de aventuradas ideas.

— Compraremos uno los dos juntos —exclamó de pronto, entusiasmada por el medio que acababa de descubrir—. Tengo una buena cantidad de sueldos que me ha dado la abuela. Por lo menos hay doce. Y tú, ¿cuántos tienes?

— Ni uno solo — contestó Rico, con tristeza —. Mi padre me dio dos al marcharse, pero mi prima dijo que me los gastaría en cosas inútiles y por eso me los ha quitado para ponerlos en lo alto del armario. Ya no podré tenerlos nunca más.

Pero Stineli no se desalentaba tan fácilmente.

— Tal vez tengamos ya bastante dinero, sin contar con que mi abuela me dará todavía algo más —añadió para consolarlo—. Mira, Rico, los violines no son muy caros; no es más que un trozo de madera vieja con cuatro cuerdas encima, y eso no costará mucho. Mañana puedes preguntar al maestro cuánto cuesta un violín y en seguida iremos a comprarlo.

Así quedó convenido y Stineli resolvió, por su parte, hacer cuanto pudiese en su casa, levantarse muy temprano, antes que su madre, para encender el fuego, pues al terminar los días en que había estado trabajando de la mañana a la noche, la abuela no dejaba, casi nunca, de meterle un sueldo en el bolsillo.

A la mañana siguiente, después de la clase, Stineli salió sola de la escuela y en cuanto hubo doblado la esquina del edificio, se ocultó detrás del montón de leña, en espera de Rico, que se había quedado atrás para pregunta al maestro cuál era el precio de un violín. Transcurrió bastante tiempo sin que apareciese. Stineli, en su impaciencia, asomaba a cada momento la cabeza desde su escondido, pero no veía más que a los colegiales que se entretenían por allí. ¡Por fin, ahora era ya Rico!; daba la vuelta al montón de leña y así llegó al lado de Stineli.

— ¿Qué te ha dicho? ¿Cuánto cuesta? — pregunto ella reteniendo el aliento en la ansiedad con que esperaba la respuesta.

— No me he atrevido a preguntárselo — contesto Rico, desalentado.

— ¡Oh, qué lástima! — Stineli se quedó por un momento desencantada, pero no le duró mucho, porque añadió alegremente, cogiéndolo por la mano para regresar a casa —. Es igual, Rico. Mañana podrás preguntarlo. Hoy mi abuela me ha dado otro sueldo porque yo estaba ya levantada cuando ella entró en la cocina.

Al día siguiente y al otro se repitió la misma falta de decisión de Rico. Éste se acercaba a la puerta del maestro y allí permanecía media hora, sin atreverse a entrar para hacer su pregunta. Entonces Stineli se prometió que si dentro de tres días su compañero no lo preguntaba, lo haría ella misma. Pero al cuarto día, mientras Rico permanecía otra vez pensativo e indeciso detrás de la puerta, ésta se abrió de pronto y el maestro, saliendo apresuradamente, chocó con Rico con tanta violencia, que el niño, leve como una pluma, fue rechazado a algunos pasos de distancia. El maestro se detuvo muy sorprendido y bastante disgustado.

— ¿Qué significa esto, Rico? — preguntó al niño cuando éste hubo recobrado el equilibrio —. ¿Qué haces ahí detrás de mi puerta, sin llamar, si tienes algo que decirme? y si no tienes nada que hacer aquí, ¿por qué no te marchas? ¿Tienes algún recado para mí? Dime en seguida qué me quieres.

— ¿Cuánto cuesta un violín? — articuló Rico, lleno de miedo.

Se acentuaron de un modo muy visible la sorpresa y la desaprobación del maestro.

— ¿Qué debo pensar de ti, Rico? — preguntó con severidad—. ¿Te has propuesto venir expresamente a la puerta de tu maestro para dirigirle preguntas inútiles o tienes otra intención? ¿Qué has querido decir?

— Nada más, sino preguntar cuánto cuesta un violín — contestó Rico.

— No me has comprendido, Rico. Presta atención a mis palabras. Cuando se dice algo es porque se tiene algún objeto preciso, pero si se habla para no decir nada, todo ello no son más que palabras inútiles. Ahora escúchame bien, Rico; ¿me has hecho esta pregunta porque sí, o por curiosidad, o bien te ha mandado alguien que quiere comprar un violín?

— Yo mismo quisiera comprar uno — contestó Rico recobrando algo de valor. Pero le faltó el ánimo cuando el maestro, encolerizado, lo apostrofó con rudeza.

— ¡Cómo! ¿Qué dices? ¿Que tú quieres comprar un violín? Eres un mequetrefe, un piamontés ignorante. ¿Sabes lo que es un violín? ¿Sabes qué edad tenía yo y todo lo que había aprendido antes de poder comprar uno? Pues ya tenía mi título, veintidós años y ocupaba mi plaza. Y tú, en cambio, no eres más que un chicuelo. Pues, mira, voy a decirte lo que cuesta un violín y así comprenderás mejor tu tontería. El mío me ha costado seis buenos escudos. ¿Puedes imaginarte esta suma? Para que la comprendas la reduciremos a sueldos: si un escudo vale cien sueldos, seis escudos valdrán seis veces cien sueldos. ¿Cuánto es, Rico? ¿Cuánto? No eres de los que calculan con mayor lentitud. ¿Cuánto es?

— Seiscientos sueldos — dijo por fin Rico, con voz cuya consternación la hacía apenas inteligible y mientras comparaba con esta suma los doce sueldos de Stineli.

— Y, además, muchacho —continuó el maestro—, ¿qué te has figurado? ¿Crees, acaso, que cualquiera es capaz de coger un violín y saber tocarlo? Antes de llegar a eso ha de pasar bastante tiempo. Entra un momento aquí —añadió el maestro abriendo la puerta y yendo a tomar el violín que estaba colgado de la pared —. Toma, apóyalo contra tu brazo y con la otra mano toma el arco, así. Y ahora, si eres capaz de tocar do, re, mi, fa, sol, te doy en el acto medio escudo.

A Rico le pareció imposible el tener, en realidad, un violín en la mano. Sus ojos brillaron como brasas y con la mayor firmeza y sin cometer la menor equivocación hizo dar al violín las notas do, re, mi, fa, sol.

— ¡Hola, tunante! — exclamó el maestro en el colmo de la sorpresa —. ¿Cómo sabes eso? ¿Quién te lo ha enseñado? ¿Cómo has sabido encontrar las notas?

— Pues todavía sé más si me atreviese a tocar — dijo Rico rodeando al instrumento con una mirada de deseo.

— ¡Toca! — exclamó el maestro.

Entonces Rico, con los ojos brillantes de júbilo, tocó con seguridad:

Corderillos que estáis en la colina,

Triscando juguetones, sin cuidado,

Retornad al aprisco, el sol declina,

y hay que dar un adiós al dulce prado.

El maestro se había sentado y después de ponerse los anteojos examinó gravemente y con escrutadora mirada tan pronto los dedos de Rico como sus ojos, brillantes de alegría. Luego volvía a fijarse en los dedos que pisaban las cuerdas del violín. Cuando el niño hubo terminado de tocar, le dijo:

— Acércate un poco, Rico.

Hizo avanzar la silla hasta que recibió la luz y ordenó a Rico que se pusiera de pie ante él.

— Está bien. Ahora he de decirte dos palabras. Tu padre es piamontés, Rico. Mira, en la llanura ocurren una serie de cosas de que no se tiene idea siquiera aquí en la montaña. Ahora, mírame bien a la cara y dime, con sinceridad, cómo has podido llegar a tocar esa canción en el violín sin cometer ninguna falta.

Rico miró al maestro con sus grandes y sinceros ojos.

— He aprendido mirando cómo la toca usted en la lección de canto que con tanta frecuencia damos.

Tales palabras cambiaban en absoluto la cuestión. El maestro se levantó y dio algunas vueltas por la estancia. Así, pues, era él mismo el primer autor de tan extraño fenómeno, en el cual no intervenía ninguna magia. Recobró en seguida su serenidad y sacando su bolsa, dijo:

— Aquí tienes tu medio escudo, Rico, porque te lo has ganado. En adelante continúa fijándote mucho mientras yo toco el violín, durante el tiempo que has de seguir asistiendo a la escuela; de este modo podrás llegar a ser algo, y de aquí a doce o catorce años llegará el momento de pensar en procurarte un violín. Ahora, puedes marcharte.

Rico dirigió otra mirada al instrumento y salió con el corazón lleno de tristeza. Detrás del montón de leña encontró a Stineli, como la primera vez, y la niña salió al ver que él se acercaba.

— Hoy has estado ahí mucho rato — dijo —. ¿Se lo has preguntado?

— Todo es inútil— contestó Rico, cuyas cejas fruncidas por la pena se unían casi para formar sobre sus ojos una gruesa línea negra —. Un violín cuesta seiscientos sueldos y dentro de catorce años podré comprar uno, cuando ya hará mucho tiempo que todo estará muerto. ¿Quién vivirá aún dentro de catorce años? Toma, puedes guardártelo tú, porque no lo quiero — añadió poniendo su medio escudo en la mano de Stineli.

— ¿Seiscientos sueldos? — repitió la niña en el colmo del asombro —. ¿Y de dónde has sacado todo el dinero que me das ahora?

Entonces Rico le refirió lo ocurrido en casa del maestro y terminó repitiendo estas palabras que expresaban su profunda desesperación:

— ¡Ahora, todo se ha perdido!

Stineli quiso, por lo menos, hacerle volver a tomar su medio escudo, a guisa de débil consuelo; pero Rico sentía antipatía por la inocente moneda de plata y ni siquiera la miró. Entonces dijo Stineli:

— Pues bien, me la guardaré con mis sueldos y luego nos lo partiremos todo. El dinero será de los dos. Stineli estaba también muy abatida. Pero cuando salieron de la carretera y ante ella vio el estrecho y seco sendero, que serpenteaba a través de los campos en pleno sol, y que en la lejanía de aquel espacio blanco y seco estaban sus dos casitas, exclamó de pronto:

— ¡Mira, mira! Va a venir el verano, Rico, y muy pronto podremos volver allá arriba, al bosque, en donde otra vez estarás contento. ¿Quieres que vayamos ya el domingo próximo?

— Ya nada me pondrá contento — contestó Rico—, pero, si quieres ir, te acompañaré.

Así se convino antes de separarse en la puerta de sus respectivas casas. Decidieron que al día siguiente subirían al bosque que dominaba el lago, y a partir de aquel momento, reinó la alegría en el corazón de Stineli.

Durante toda la semana cumplió lo mejor que supo sus deberes de la casa en donde, por otra parte, tuvo más trabajo que nunca. Peterli, Sami y Urschli tenían el sarampión; una de las cabras estaba enferma y era preciso llevarle agua caliente con frecuencia, de manera que Stineli tenía que ir incesantemente de un lado a otro, ocupándose de todo desde que regresaba de la escuela. Luego, el sábado por la tarde, después de haber trabajado todo el día, tuvo que fregar la herrada de la cuadra. Pero, en cambio su padre le dijo al sentarse a la mesa:

— Verdaderamente, Stineli es una niña muy hábil.

VOCABULARIO

Apostrofar: Insultar ofendiendo.

Consternación: Sentimiento de dolor, pena, abatimiento o desconsuelo.

Desalentar: Quitar el ánimo o la energía a una persona para proseguir una lucha o una empresa.

Desaprobación: Reprobación, juicio negativo sobre algo

Encolerizado: Colérico, lleno de cólera o enfado.

Enjambre: Grupo numeroso de aves u otros animales que recuerda un enjambre de insectos.

Escrutar: Observar o examinar algo o a alguien con mucha atención y minuciosidad.

Fruncido: Que es muy afectado en sus modales.

Mequetrefe: Niño pequeño

Piamontés: Relativo al Piamonte, región del noroeste de Italia, o a sus habitantes.

Rudeza: Que es poco delicado o cortés en el trato y en el comportamiento.

Tunante: Que es astuto y hábil para obrar en beneficio propio.

ILUSTRACIONES

Los textos e imágenes que se muestran en esta web se acogen al derecho de cita con fines didácticos, que pretenden fomentar el conocimiento de las obras y tienen como único objetivo el análisis, comentario o juicio crítico de las mismas.