Genoveva de Brabante
Christoph von Schmid
Christoph von Schmid
Capítulos 16 al 20
Nobles caballeros, fieles servidores, esta mujer y este niño que aquí veis son: mi esposa Genoveva, a la que por tanto tiempo he creído muerta, y mi hijo Desdichado.
Acto continuo salieron de la cueva el padre, la madre y el hijo, llevando aún los ojos completamente inundados de lágrimas de ternura.
Inmediatamente, el conde, para hacer que se le reunieran sus gentes, asió la trompa de caza que llevaba al cinto, y que era de plata, arrancando de ella algunos toques que resonaron a larga distancia, repetidos incesantemente por los ecos del bosque. Como Desdichado no había oído jamás una cosa parecida, quedó encantado al oír el sonido de la trompa y, queriendo tocar a su vez, la pidió a su padre, la examinó y preguntó de qué era y por qué estaba tan brillante, probando luego a soplar en ella y arrancándole algunos sonidos que hicieron reír a su gozosa madre.
No tardaron mucho en acudir, de todos los ámbitos del bosque, los caballeros y pajes que formaban, la comitiva del conde, los cuales quedaron profundamente sorprendidos al ver aquella mujer flaca y descolorida que acompañaba al conde, y al tierno y sonrosado niño que éste llevaba en brazos. Apresuráronse todos a salirle al encuentro y, formando corro en torno suyo, guardaron profundo y respetuoso silencio, porque observaron que los ojos del conde, de la mujer y del niño, estaban llenos de lágrimas. Entonces, el conde, dirigiéndose a todos, díjoles con voz trémula por la emoción:
—Nobles caballeros, fieles servidores, esta mujer y este niño que aquí veis son: mi esposa Genoveva, a la que por tanto tiempo he creído muerta, y mi hijo Desdichado.
Al oír éstas palabras, todos los concurrentes prorrumpieron en gritos de espanto y asombro, y cruzáronse entre sí mil exclamaciones y preguntas.
—¡Gran Dios! —decíanse—; ¿cómo ha de ser ésa nuestra señora?
—¿No le habían cortado la cabeza?
—Pues ahí la tenéis resucitada. ¡Pero esto es imposible!
—Pues, no obstante, ella es.
—¡Y en qué estado más miserable, Dios mío!
—¡Ved qué pálida está!
—¡Ah, mirad nuestro condesito!
—¡Qué amable y hermoso niño!
Y el asombro, la curiosidad, la alegría y la compasión llenaban todos los corazones, y no cesaban de oír, exclamar, preguntar, compadecerse y alegrarse.
Contóles Sigfredo brevemente la parte más substancial de la historia, e inmediatamente les dio las órdenes que consideró más oportunas. Envió a dos de sus caballeros al castillo con el encargo de traer vestidos para Genoveva, hacer conducir hasta allí una litera y ordenar los preparativos para su recibimiento. Ordenó a algunos pajes que fuesen adonde se hallaban los bagajes que se habían preparado para la cacería, y que los trajesen a aquel lugar, mientras otros fueron a recoger leña, encender una gran fogata en el hueco del una peña y disponer la comida. Él, a su turno, abrió la maletilla que llevaba en el arzón, y envolvió a la condesa en su capa de grana, forrada de negra piel, cubrióle la cabeza con un pañuelo finísimo y extendió un tapiz en el suelo para que se sentase. Allí, Genoveva fue recibiendo los homenajes de todos los caballeros, que, unos tras otros, llegáronse a saludarla con gran respeto y veneración, expresándole con sentidas frases las distintas emociones de lástima y gozo que experimentaban. Cuando llegó el turno a los servidores del conde, Wolf, que ansiaba, extraordinariamente que le llegase su vez, avanzó a la cabeza de todos y, besándole la mano, que inundó con sus lágrimas, exclamó:
—Señora, ahora es cuando verdaderamente me alegro de que los sarracenos no me hayan cortado esta cabeza, cubierta de canas, y de haber sobrevivido a tantos combates. Ahora ya puedo morir satisfecho.
Luego, cogiendo en sus brazos a Desdichado, con un transporte de alegría, besóle en ambas mejillas, y le dijo:
—Sed bien venido, mi querido amigo. Sois el vivo retrato de vuestro noble padre, y seréis también valiente y generoso como él; amable y bueno, como vuestra madre, y piadoso como ambos.
En un principio, quedóse Desdichado como aturdido y receloso a la vista de tanta multitud de gente, de que tan pronto se vio rodeado. Mas, poco a poco, fue adquiriendo confianza y entablando conversación. Como veía por primera vez innumerables objetos que le eran completamente desconocidos, veíase obligado a preguntar constantemente, y todos, en particular el anciano Wolf, regocijábanse al ver las vivacidades de sus preguntas y lo ingenioso de sus observaciones.
Lo que, ante todo, le causó mayor asombro, fueron los jinetes que iban de aquí para allá por el valle; y a semejanza de aquellos pueblos salvajes que, al verlos por vez primera, creían que el caballo y el jinete no formaban más que uno solo, exclamó el inocente niño:
—Papá, ¿conque hay hombres de cuatro pies?
Hizo Sigfredo que se apeara uno de sus jinetes y que le presentasen el caballo; y, acto seguido, el niño prosiguió:
—Papá, ¿dónde han cogido estos animales? En el desierto no los hay como éstos.
Luego, contemplándolo más de cerca, reparó en el freno de plata con adornos dorados, y exclamó:
—¡Cómo! ¿Estos animales tan hermosos, comen oro y plata?
Seguramente quo no encontrarán en el bosque pasto para ellos.
Otro tanto ocurrió cuando vio elevarse las llamas; contemplábalas estupefacto, y decía:
—Mamá, ¿han hecho bajar los hombres esta luz de las nubes, o el buen Dios se la ha enviado? —y como creciese su éxtasis a medida que contemplaba el hermoso reflejo y sentía su bienhechor influjo, prosiguió—: ¿Conque esto es el fuego? Seguramente que es éste un magnífico presente del cielo. Ya me lo habías explicado tú, mamá; pero estaba yo muy lejos de figurármelo tal y como es. Si antes lo hubiese conocido, está segura de que se lo habría pedido a Dios en mis oraciones. ¡Qué útil nos hubiera sido este invierno! ¿No es cierto, mamá?
Lo que principalmente, llamó su atención durante la comida, fueron las frutas que se sirvieron. Tomó inmediatamente una hermosa, manzana, de un amarillo de oro matizado de púrpura, y exclamó:
—En donde habitáis, papá, no habrá invierno, seguramente, pues que traéis tan frescas y hermosas frutas. ¡Oh! Debe ser muy agradable vivir en vuestra compañía.
Mas, aunque lo celebraba en esta forma, dudaba si comería de ellas o no, diciendo: —Da lástima, ¡son tan hermosas!
Fijóse luego en un vaso, sin atreverse apenas a tocarlo; tomólo, al fin, con mucho cuidado, y exclamó asombrado:
—¡Y no se derrite! Pero, ¿no está hecho de hielo? Pero, cuando se le hubo explicado de qué materia estaba hecho el vaso, y se le invitó a que mirara los objetos al través del cristal, dijo:
—¡Oh! ¡Cuántas cosas tan hermosas ha criado Dios y yo no sabía que existiesen!
Más, cuando tuvo un gran sobresalto, fue al presentarle un paje una fuente de plata bruñida, clara y brillante como un espejo, y vio en ella reflejada su imagen. Retrocedió al pronto; pero luego, tomándola recelosamente, quiso tocar por detrás de ella al niño que le pareció ver. Por más que hacía no podía explicarse cómo, en tan poco espesor, podía caber un niño, y lo que, sobre todo le admiraba hasta trastornarlo, era que si él se ponía serio, lo mismo hacía el niño; y si él reía, el niño reía de igual modo.
Distraíanse en gran manera los invitados con todas estas gracias de Desdichado; en cuanto a Genoveva y Sigfredo, reían ahora tanto como habían llorado antes, y tan de buena gana, que hicieron coro a sus risas con general regocijo todos los concurrentes.
Apenas terminó la comida, regresó uno de los caballeros que Sigfredo había enviado al castillo, trayendo los vestidos de Genoveva, y acto seguido pasó ésta a la gruta, donde se vistió, después de haber dado gracias a Dios por el prodigio que había realizado para salvarla. Después, tomando la crucecita de madera, para que siempre le recordara los sufrimientos pasados y las alegrías y regocijos presentes, presentóse ya vestida, a todos los circunstantes. El conde mandó disponer una dócil hacanea, sobre la que él mismo extendió una gualdrapa finísima, y luego de ayudarla a montar, saltó él sobre su alazán, tomó en brazos a Desdichado y, seguido de toda la, comitiva, echó a andar en dirección a Siegfridoburgo.
La mitad del camino habrían recorrido, próximamente, cuando encontraron la litera, en la cual se acomodaron Genoveva y su hijo; como más cómoda para hacer la expedición.
Cuando hubieron salido de los intrincados laberintos del bosque, tropezaron con una inmensa multitud de gentes de todas edades, sexos y condiciones, atraída por la noticia del hallazgo de Genoveva, que se esparció con la rapidez del rayo por todo el condado y los lugares vecinos de aquella dilatada comarca. Inmediatamente quedaron interrumpidos todos los trabajos, abandonándose en un rincón las ruecas y los trillos.
Quedaron deshabitadas aldeas enteras, quedando sólo por salir al camino los enfermos y los que estaban a su cuidado. Todos iban engalanados con sus mejores vestidos, apresurándose a salir al encuentro de su querida condesa. Aquél, en resumen, fue un verdadero día de fiesta para toda la comarca; a cada lado del camino veíase una doble hilera de gente que, al pasar, la saludaban con vítores y lágrimas de contento.
Entre los hombres que salieron a su encuentro, iban también dos peregrinos, a juzgar por los bordones en que se apoyaban y los sombreros y capas adornados de conchas con que iban cubiertos.
Apenas divisaron a Genoveva, acercáronse ambos a los costados de la litera, e hincáronse de rodillas a los pies de la condesa. Eran los dos hombres a quienes Golo había dado el encargo de cortarle la cabeza.
Ambos, especialmente Conrado, pidieron que los perdonase por haberla dejado abandonada en el desierto por temor a Golo, en vez de conducirla a Brabante, a casa de sus padres, y, a su vez, contáronle sus aventuras; poco después de aquel suceso, como temieran por su vida estando cerca de Golo determinaron ir en peregrinación a la Tierra Santa; habiendo regresado de su viaje pocos días antes, anduvieron errantes por el condado, sin dejarse ver más que de su familia; y, por último, al saber que todos, desde hacía mucho tiempo, daban a Genoveva por muerta, convinieron mutuamente en no decir una palabra respecto a esta historia, con objeto de no aumentar la tristeza del conde Sigfredo. Y acabaron diciendo:
—¿Cómo es posible, nobilísima señora, que no hayáis perecido de hambre y frío o despedazada por las fieras? Nosotros estábamos convencidos de que hallaríais, vos y vuestro hijo, en el desierto, una muerte más espantosa que la que no tuvimos valor para causaros.
—Levantaos, amigos míos —díjoles Genoveva, tendiéndoles la mano afectuosamente—; después de Dios, es a vosotros a quienes tengo que agradecer la vida —y volviéndose vivamente a Desdichado, continuó:— Hijo mío, tú también debes estar agradecido a estos compasivos hombres; pues ellos, que tenían la orden de matarte, prefirieron obedecer a Dios antes que a los hombres. ¿No es verdad —prosiguió, dirigiéndose a los peregrinos con la sonrisa en los labios y los ojos inundados de llanto—, no es verdad que no os arrepentisteis jamás de habernos perdonado la vida?
—Bien sabe Dios que no, señora. Tan ciegos estábamos entonces, que creíamos ser excesivamente generosos al dejaros con vida a vos y a vuestro hijo. Mas ahora conocemos cuan engañados estábamos, y que debíamos haber arriesgado la nuestra por salvaros y conduciros a vuestro país al lado de vuestros padres.
Acto seguido apresuráronse aquellos dos hombres a arrojarse, igualmente, a los pies de Sigfredo; y, después de pedirle perdón, demostráronle su gratitud por lo generoso que había sido con sus esposas e hijos, siguiendo las súplicas de Genoveva, lo que habían sabido con gran admiración de su parte. Mas el conde les respondió:
—Realmente, yo no sabía que vosotros habíais tenido lástima de mi esposa y de mi hijo y que les habíais perdonado la vida; por lo que, al socorrer a vuestras esposas e hijos, obedecí inconscientemente a aquel precepto de Jesucristo, que nos dice en el Evangelio: «Sed misericordioso, si queréis alcanzar misericordia». Id, pues, en paz; que en lo sucesivo seguiré cuidando de vosotros y de vuestras familias.
Pusiéronse de pie ambos a la indicación del conde y continuaron su camino, escoltando la litera de su señora. Mientras andaban, iba diciendo Enrique a su compañero:
—¿Ves ahora cómo tenía yo razón al decirte que debemos siempre procurar hacer bien, aunque haya de ser en perjuicio nuestro? Más tarde o más temprano, ya ves cómo se obtiene la recompensa.
Cuando la litera en que iba Genoveva llegó a una eminencia, desde la cual se dominaba a Siegfridoburgo, fueron lanzadas a vuelo todas las campanas de la población, que se extendía al pie del castillo señorial y también las de las aldeas comarcanas. Todo el mundo creía que en la salvación de Genoveva había intervenido la mano de Dios, y por esto celebraban su ingreso como una fiesta religiosa. Al oír las campanas que saludaban su vuelta, Genoveva no pudo contener el llanto y, entre todos los habitantes, más conmovidos aún que ella, no había uno solo que no llorase.
Al llegar a la entrada de Siegfridoburgo, la multitud aumentóse de un modo incalculable. A ambos lados del camino veíanse hombres encaramados en los árboles; y en la población, llena de una enorme concurrencia, las ventanas y azoteas de las casas por donde había de pasar la comitiva, estaban cuajadas de gente, pues todo el mundo quería ver lo más cerca posible a su querida condesa, a la que habían creído muerta durante tanto tiempo.
En medio de esta estruendosa emoción, Genoveva conservaba una actitud tan sencilla, que parecía la encarnación de la modestia.
Tenía los ojos bajos, como si se ruborizara del recibimiento que se la tributaba.
Desdichado, que iba sentado en sus faldas, llevaba aún su piel de corzo y tenía en las manos la crucecita de la gruta. El conde cabalgaba a la derecha de la litera y el fiel Wolf a la izquierda, al cual acompañaban los peregrinos, seguidos a su vez de la cierva, que iba tras ellos como un perro doméstico. Una parte de los caballeros y servidores del conde precedían, montados, a la litera, y el resto seguía detrás.
Ínterin atravesaba lentamente por entre la multitud, decíanse unos a otros los espectadores:
—¡Qué flaca y pálida viene nuestra buena y querida condesa! ¡Parece una santa! Así debía estar María al pie de la cruz.
Otros, contemplando a Desdichado, decían:
—Ved qué niño tan hermoso; con su pielecita y la cruz que lleva en la mano, parece la imagen de San Juan Bautista en el desierto.
Hasta la cierva era objeto de admiración, y muchos exclamaban al verla:
—Mirad la cierva; hasta los mismos animales, no obstante carecer de inteligencia, aman a nuestra buena condesa.
Las madres, a su vez, alzaban en alto a sus hijos para que pudiesen ver a Genoveva, y se la mostraban, diciéndoles:
—¿Ves esa señora? Pues por ella es por quien me has visto llorar tan a menudo, y de la que te refería tan buenas acciones. Aun no habías tú nacido cuando nos la arrebataron.
Más lejos, un padre, subiendo sobre sus hombros un niño ya crecidito para que viese también la comitiva, le preguntaba:
—¿La ves bien? Ella es la que te hizo tantos beneficios cuando aun estabas en la cuna.
Veíanse también entre el gentío algunos ancianos que, sosteniéndose penosamente apoyados en sus bastones, habían acudido a verla, y los cuales lloraban de alegría, dándose el parabién por haber vivido hasta entonces para gozar de tan hermoso día, siendo tan intensa la emoción que los dominaba, que temblaban de pies a cabeza.
Cuando Genoveva llegó al patio del castillo, halló al pie de la escalera principal a todas las señoras de la nobleza del contorno que, sin ponerse de acuerdo, habían acudido espontáneamente, llevando consigo a sus hijos, para darle su afectuosa bienvenida. Todas, sin excepción alguna, alegrábanse al saber que era inocente y de que viviera aún; y, complacidas de verse congregadas por una misma idea, miraban aquel día como de triunfo para la virtud femenina, por lo que iban engalanadas como para la fiesta más solemne. Una de ellas, que se distinguía entre todas por su belleza y juventud, vestida de blanco y adornada con un collar de perlas valiosísimas, avanzó hasta reunirse con Genoveva, apenas bajó ésta de la litera; llevaba una corona de arrayanes entretejidos con rosas blancas y se la ofreció en testimonio de su «lealtad e inocencia», diciéndole con voz entrecortada por el llanto:
—Aceptad, señora, este homenaje, que todas nosotras os ofrecemos, insignificante es la oferta, comparada con el premio que os aguarda en la eternidad, donde recibiréis otra corona más digna de vuestras virtudes.
La doncella que, en nombre de todas sus compañeras, cumplimentaba a Genoveva, era desconocida para ésta, cuya curiosidad se despertó, viniendo a satisfacer esta curiosidad algunas señoras que acudieron a decirle su nombre.
La joven llamábase Berta, y era la misma amable y bella criatura que la había visitado en su prisión. En su consecuencia, y al notar la satisfacción que experimentaba Genoveva al conocer estos detalles, dijéronle las señoras:
—Sí, condesa; ella fue la que únicamente se interesó por vos en aquellos días adversos en que todos os abandonaron. Por eso la hemos elegido para que participe de nuestra felicidad y del homenaje que os tributamos.
Entonces volvióse Genoveva nuevamente a la joven, y al fijarse en el collar de perlas, que tan bien conocía, recordó aquella espantosa noche, la última de su cautividad y la primera de su abandono en la selva, y exclamó, elevando sus ojos al cielo:
—¿Quién habría pensado en el momento en que era arrojada de aquí como una criminal miserable, llevando a mi hijo en brazos, que volvería a entrar de esta forma? Sólo Dios podía saberlo entonces, y Él era quien me preparaba la ventura que ahora disfruto.
Luego, aceptando, no sin ruborizarse, la corona que Berta le ofrecía, exclamó:
—¡Dios mío! Si esta es la recompensa que ofrecéis al inocente en esta vida, ¿cuál será la que le reserváis en la eternidad?
—Efectivamente, mi querida ama —repuso Wolf—; si es cierto que la inocencia no siempre alcanza en este mundo la recompensa que merece, y pocas veces ve brillar para ella un día tan glorioso como éste, Dios quiere, no obstante, de vez en cuando, que así sea para darnos con anticipación una idea de lo que deben ser las alegrías celestiales —y dirigiéndose luego al conde, continuó—: Sí, amo mío, al cabo de ochenta años de vida, he presenciado varias entradas triunfales en este castillo, pero ninguna que se pueda comparar a la que hoy ha hecho en él nuestra querida señora.
—Dices muy bien, Wolf, porque en ésta no ha tenido la menor participación el hombre; ella entraña el triunfo más espléndido que puede soñarse, porque es el triunfo de la virtud sobre el vicio.
Las damas y caballeros acogieron estas palabras de Sigfredo con estrepitosos aplausos; respecto a sus hijas, acordaron que en lo sucesivo, el arrayán y las rosas blancas serían el símbolo de la pureza virginal en las doncellas y de fidelidad conyugal en las esposas, y que, por consiguiente, con ella formarían toda su corona nupcial, y esta costumbre se ha conservado hasta hoy en algunos puntos de Alemania.
Las dichosas emociones de tan fausto día, en que tantas felicitaciones había recibido y tantas lágrimas derramado, habían acabado por rendir el desfallecido cuerpo de Genoveva. Lleváronla inmediatamente a su aposento, de donde faltaba hacia tantos años, y después de haber dado de nuevo gracias a Dios por su salvación prodigiosa, y de cambiar algunas frases con la viuda y huerfanitos de Draco, a quienes prometió protegerles, entregóse al descanso que tanto necesitaba en el lecho que ya le tenían dispuesto. La fiel Berta quedóse velando junto a ella y, desde entonces, no se separó más de Genoveva, la que, por su parte, negóse a ser servida por nadie que no fuese su leal doncella.
Entre los hombres que salieron a su encuentro, iban también dos peregrinos, a juzgar por los bordones en que se apoyaban y los sombreros y capas adornados de conchas con que iban cubiertos.
Ínterin la alegría rebosaba de todos los corazones en el castillo de Siegfridoburgo, el desconsuelo más profundo reinaba en el palacio ducal de Brabante. El fiel Wolf, no obstante sus muchos años y sus achaques, ofrecióse a llevar a los padres de Genoveva la feliz noticia de su hallazgo.
Pero Sigfredo se opuso, diciéndole:
—De ningún modo, viejo amigo; permanece aquí y delega tan penoso viaje en un hombre de menos edad que tú. Demasiadas fatigas has padecido ya cuando regresamos de nuestra campaña contra los árabes, pues con frecuencia solías decirme: «Este es mi último viaje a caballo».
Pero Wolf, insistiendo en su resolución, añadió:
—El hombre propone y Dios dispone; al cabo de tantas expediciones, sin otro fin que sangrientos combates, Dios me ha reservado para esta otra de honor y alegría y a la cual no renunciaré bajo ningún concepto. De modo, señor, que debéis creerme y dejarme que parta.
—Piensa en tu ancianidad —repuso Sigfredo—; medita en lo largo del camino y en lo riguroso aun de la estación. Reflexiona, mi fiel amigo, en todo esto.
—Todo eso no vale nada —agregó Wolf—, y, por otra parte, me siento rejuvenecido desde que tenemos entre nosotros a nuestra muy amada señora la condesa. Parece como si me hubiesen quitado de encima diez años, lo menos. Esta comisión coronará dignamente mi profesión de escudero. Luego, estad tranquilo; me tenderé cargado de años, y dormiré hasta despertarme en la eternidad.
El conde, aunque con gran sentimiento de su parte, acabó por acceder, y dijo:
—Bien; parte, ya que te empeñas, mi viejo y leal compañero de armas; elige el mejor caballo de mis cuadras y doce de mis mejores jinetes para que te sirvan de escolta; y, una vez allá, di a los padres de mi amada Genoveva lo que creas que yo mismo, si fuese, les diría, y lo que tu propio corazón te dicte. Dios te acompañe en el camino y te devuelva a mis brazos sano y salvo.
Genoveva, lo mismo que su esposo, hizo llamar a su presencia al anciano escudero, dándole el encargo de que dijese a sus padres cuanto de más expresivo pueden dictar el respeto y la ternura filiales.
La satisfacción de que se hallaba poseído, impidió a Wolf conciliar el sueño en toda la noche, y, antes de que amaneciera, despertó a los que habían de servirle de escolta, ayudóles a dar el pienso y ensillar sus caballos, y acto seguido emprendieron el camino a galope, llevando consigo un buen provisto equipaje, preparado desde el día anterior.
Wolf, siempre a la cabeza de sus apuestos jinetes, como si se tratase de salir al encuentro del enemigo, alentábales, diciendo:
—¡Animo, camaradas! ¡Ea, adelante y a la carrera!
Y, lo mismo el primer día que los que le sucedieron, corrían desde el amanecer hasta bien entrada la noche, hasta el punto de que, aquellos valientes, no pudieron menos de preguntarle:
—Señor mayordomo, ¿podéis decirnos para qué corremos de este modo desenfrenado durante todo el santo día?
Pero Wolf, espoleando su caballo, contestábales:
—¿Desenfrenado? Acordaos de la pena de que vais a aliviar a unos cariñosos padres.
Cuando un bravo puede aliviar al infeliz que padece tormento, aunque sólo sea por algunas horas, no debe retroceder ante un poco de cansancio ni preocuparse de si se fatiga o no. En muchas ocasiones, ¿no hemos andado a caballo meses enteros para distribuir mandobles y hacer derramar llanto? Pues corramos también ahora para enjugar el llanto y curar heridas. Lo que yo quisiera es que este caballo fuese alado como el que vi una vez pintado no sé dónde y que, dicho sea francamente, es lo que más admiración me ha causado en esta vida.
Y, al decir esto, acicateaba con más vehemencia, a su caballo.
Una noche, que se hallaban pernoctando en un castillo, díjole a Wolf el anciano señor de la fortaleza, que el venerable obispo Hidolfo, que bendijo el enlace de Genoveva y Sigfredo, se encontraba, precisamente, a, pocas leguas de allí, adonde había ido para bendecir un templo recientemente edificado.
Wolf, volviendo inmediatamente a ensillar su caballo, exclamó:
—Pues corramos a todo galope para encontrar a eso santo varón que, seguramente, no ignorará la venturosa nueva que traemos. Quiero también pedirle consejo, como prudente e instruido que es, respecto al modo de desempeñar mi encargo cerca del duque y la duquesa; pues, por más que he atormentado mi magín durante el camino, no he encontrado un medio que me satisfaga. Por mi parte, lo mejor sería llegar y decir a gritos desde la puerta: ¡Ha sido hallada Genoveva! ¡Genoveva, vive todavía! Pero, y esto es para mí lo más raro, las cosas no se arreglan de esta manera. Por más que soy un viejo soldado que jamás tuvo miedo de nada, os aseguro que, estas tres o cuatro palabras: «Genoveva vive todavía», causáronme tal emoción, que un temblor general se apoderó de mí y aun tiemblo al recordarlas. Jamás hubiera creído que la alegría, pudiera espantarlo a uno de tal modo. Y ahora os pregunto yo: ¿Si la alegría causa esta impresión a los extraños, qué sucederá con los padres?
¿No es probable que un exceso de felicidad, así, de repente, les hiriese en el corazón como una flecha mortal? Es necesario, pues, darles la noticia poco a poco, midiendo y pesando las palabras, hablar muy despacio y valiéndose de rodeos; y esto, camaradas, no lo sé hacer yo, pues jamás me he visto en semejante apuro. Todos nosotros manejamos la espada mejor que la lengua; de modo que, lo mejor que podemos hacer, repito, es ir al encuentro de ese venerable prelado, para que él nos aconseje, pues debe conocer a fondo la ciencia de insinuarse en los corazones.
Y, acto seguido, montaron a caballo Wolf y su escolta, y partieron a galope en dirección al punto en que les habían dicho que el obispo se encontraba.
Antes de que hubieran transcurrido tres horas, estaban en su presencia, refiriéndole cuanto sucedía y pidiéndole consejo. Lleno de piadosa alegría, díjole Hidolfo a Wolf:
—¡Vivid tranquilo, buen anciano, pues en todo esto se ve la mano de Dios! En este momento, precisamente, me disponía a partir al lado de esos afligidos padres, porque así lo exigía mi deber. Marchemos, pues, juntos.
Esta respuesta, llevó a su colmo la alegría del honrado Wolf; y éste, así como los jinetes que lo acompañaban, miraron como un gran honor servir de escolta al venerable prelado.
Los duques de Brabante, que, llenos de pesadumbre, celebraban anualmente una fiesta religiosa en conmemoración del espantoso día en que llegó a su conocimiento la fatal noticia de la muerte de Genoveva, encontrábanse, justamente, a la mañana del siguiente día en su estancia, preparando el sexto aniversario, poseídos de una pena angustiosa. Los muchos sufrimientos que habían experimentado durante tanto tiempo, habían encanecido prematuramente sus venerables cabezas. Ambos vestían de riguroso luto, que ni un solo día había abandonado la duquesa desde que supo el aciago suceso.
Estaba ya próxima la hora de los oficios, y los duques aguardaban tan sólo la llegada del obispo, que estaba encargado por ellos de celebrar todos los años el oficio de difuntos, en el mismo altar en que había bendecido la unión del conde y Genoveva.
Acongojado el duque por el mudo dolor que le oprimía, decía con voz trémula:
—¡Ay! ¡Qué golpe tan espantoso! ¡Qué espantoso desastre! ¡No obstante, hágase la voluntad de Dios!
La duquesa, a su vez, murmuraba sollozando:
—¡Perder de esta forma a nuestra única y adorada hija! ¡A manos del verdugo! ¡Ya no podrá realizarse nuestro hermoso sueño, que nos dejaba creer que tú, Genoveva, nos asistirías como un ángel a la hora de nuestra muerte, y nos cerrarías cariñosamente los ojos! Pero —añadió, diciendo como su esposo—, sea lo que Dios quiera.
—Desterrad vuestros pesares y dad gracias a Dios.
Aun no había acabado de decir estas palabras, cuando penetró en el aposento el anciano obispo, llevando en el venerable rostro reflejada una gran alegría. Al entrar, exclamó:
Y con frase trémula, de ternura y entusiasmo, recordó a los duques el pasaje bíblico en que le es arrebatado a Jacob su hijo, y el gozo del anciano patriarca cuando José le fue devuelto. El entusiasmo con que habló el obispo, así como el dulce consuelo que se desprendía de su elocuente palabra, emocionaron profundamente a los augustos consortes.
El sentimiento de inefable ternura que surgía del símil bíblico, iluminó su corazón con un rayo de alegría, que, en breve, logró disipar su dolor inconsolable.
La duquesa exclamó, cruzando sus manos sobre el pecho:
—¡Si nosotros pudiéramos disfrutar de un solo reflejo de este gozo!
—¡Imposible, no será en este mundo! ¡Solamente en la eternidad!
Y también en este mundo —exclamó entonces el venerable prelado—. Aun vive el Dios de Jacob y de José y Él siempre está realizando prodigios; causa las heridas, es cierto; pero también las cura. Rogadle ahora que os dé fuerzas para sobrellevar la alegría como antes os las dio para resistir la pesadumbre. Sí, en lugar de los cánticos fúnebres que íbamos a entonar en el templo, entonemos otro de ventura, y resuene bajo sus bóvedas el Tedeum, pues Genoveva vive todavía y la veréis de nuevo.
Esta noticia dejó estupefactos de asombro al duque y a la duquesa, y ambos quedáronse mirando al obispo como alocados y presa de un temblor que invadió de repente todos sus miembros. No atreviéndose a dar entero crédito a lo que oían, su corazón fluctuaba entre la esperanza y el miedo.
El obispo abrió entonces la puerta y llamó a Wolf, que estaba con su gente en la antecámara, lleno de febril impaciencia. El prelado, mostrándolo a los duques, prosiguió:
—Aquí tenéis un mensajero que os dará detalles más precisos.
Inmediatamente penetró Wolf en el aposento, exclamando:
—Os aseguro que vive la condesa, pues yo la he visto con mis propios ojos, he oído su voz y he besado su mano.
En breve se propagó esta noticia por todo el palacio ducal de Brabante con la rapidez del rayo. Entre las damas y escuderos que constituían la servidumbre del duque, sólo se oía esta exclamación: «Genoveva vive».
Todos; llenos de asombro y estupor, precipitáronse en la estancia, como dominados por un verdadero frenesí de alegría. Acto seguido, Wolf, a cuyo alrededor formaron todos un círculo, comenzó a referir con minuciosos detalles la prodigiosa historia, con voz trémula por la emoción y los ojos arrasados en llanto, que corría también por las mejillas de todos los circunstantes, ínterin el duque y la duquesa, trastornados por revelación tan inesperada como repentina, apenas tenían conciencia de lo que pasaba en torno suyo.
Al fin, los amorosos padres, no pudiendo conservar la menor duda ante las aseveraciones de los mismos que acompañaban a Wolf, y los encargos que éste les daba de parte de Genoveva y Sigfredo, quedáronse como si acabaran de despertar de un profundo letargo.
—Háganse inmediatamente todos los preparativos para ir a ver, antes de morir, a nuestra querida hija, pues bastante hemos vivido ya, puesto que ella vive todavía.
Poco después, y luego de haber dado todos gracias a Dios por el prodigioso suceso, emprendieron el camino para Siegfridoburgo, escoltados por una numerosa y brillante servidumbre, por Wolf y por su gente, a la que se habían unido doce jinetes al servicio del duque.
Ínterin tenía lugar todo esto, habíase restablecido Genoveva, merced a los solícitos y cariñosos cuidados de que era objeto, y un leve carmín comenzaba a colorear sus mejillas. Sólo atormentaba su corazón el deseo, cada día más vehemente, de abrazar a sus amados padres.
Mas, cuál sería su regocijo, cuando aquéllos lucieron su entrada en el castillo de Siegfridoburgo mucho antes de lo que todos esperaban, derramando un caudal de lágrimas al recibir a su hija en sus brazos.
El venerable duque, presa de una emoción semejante a la que conmovió al anciano Simeón en otras épocas, exclamó:
—¡Hijos mío, ya puedo morir en paz, puesto que mis ojos han alcanzado esta dicha!
—También yo puedo ya morir gustosa. —Repuso a su vez la duquesa, con una ternura parecida a la de Jacob—, pues te hallo viva, y rehabilitada ante todo el mundo.
Y, vertiendo abundantes lágrimas, ambos ancianos abrazaron alternativamente a su hija.
Sólo repararon en Desdichado cuando hubieron pasado los primeros momentos de expansión, y acto seguido exclamaron el duque y la duquesa simultáneamente:
—¿Conque tú eres nuestro nieto? ¡Ven a mis brazos!
El duque, después de abrazarlo, dióle su bendición, también la duquesa, la cual, colmándole de besos y caricias, decíale:
—Sí, Dios te bendiga una y mil veces, hijo mío.
Luego, llenos ambos de admiración ante aquel suceso prodigioso, exclamaron, dirigiéndose a Genoveva:
—¡Hija querida! Nosotros te llorábamos creyendo que jamás volveríamos a verte, pues te creíamos muerta, cuando he aquí que Dios nos concede hoy la inmensa dicha, no sólo de abrazarte a ti, sino también a nuestro querido nieto, al que no conocíamos todavía.
Entonces, el anciano obispo, que había permanecido algo retirado presenciando esta escena, presentóse ante Genoveva y Sigfredo, que, en los transportes de la alegría, no habían reparado en él. El anciano y prudente varón, posando una mirada satisfecha y cariñosa sobre los duques, Genoveva, Sigfredo y Desdichado, dio a todos su bendición, y exclamó, elevando las manos al cielo:
—Ya ha cumplido el Señor lo que permitió que entreviera mi alma. Dios, hija mía, os ha proporcionado, como igualmente a toda vuestra familia, una ventura inmensamente superior a todas las delicias y glorias de esta vida.
Una ventura que ha principiado por grandes padecimientos, que es como debe principiar toda ventura positiva, pues ellos son los que llevan a la perfección cristiana comparada con la cual es vil escoria todo lo terreno. Y ese camino, a cuyo fin está la salvación eterna, es el que Dios os ha hecho recorrer a todos. En él ha probado Genoveva su fe y confianza en Dios, su paciencia y su aflicción, su caridad para con sus enemigos y verdugos, y, en resumen, otras muchas más preclaras virtudes; en él, se ha sublimado por medio de las pruebas, hasta el punto de podérsela comparar con el aire más puro. Sigfredo, merced a una saludable experiencia, ha aprendido, a su vez, cuan perniciosos efectos, cuántos males incalculables suele acarrear el dejarse llevar por el vehemente impulso de las pasiones, y la necesidad en que está el hombre de someter aquéllas al imperio de la razón, la ha visto patentizada en la sombría desesperación en que se ha visto sumido y en la desolación y desamparo a que dejó reducida a la criatura, que amaba más en el mundo. Por lo que a Desdichado respecta, puede afirmarse que, en el desierto, ha aprendido a conocer a Dios mejor que lo hubiera hecho probablemente en el castillo de su padre, donde, en todos conceptos, se habría visto rodeado de comodidades y distracciones.
¡Quién sabe si Dios lo hubiese llevado a una corte, aun en el palacio de su mismo abuelo, donde, pululan los adoradores, si habrían descollado en él esas preciosas virtudes que hoy lo adornan y que han nacido y desarrolládose el influjo del aislamiento y la soledad! La modestia, la sobriedad, la inocencia y la humildad, son en él otras tantas tempranas flores que prometen los más óptimos frutos. Por último, en cuanto a los padres de Genoveva, llenos de pesadumbre por la supuesta muerte de su hija, han elevado a Dios sus corazones, no encontrando consuelo ni felicidad posible en la tierra. Cada día, han ido conociendo cada vez más la mezquindad y pequeñez de todo lo terreno y de lo imposible que es encontrar una dicha positiva y duradera fuera del cielo, de ese mundo mejor, donde no hay hombres que nos despojen, muerte que nos separe ni ojos que lloren. De este modo, impulsados por el deseo de llegar a él, han soñado en su posesión, ansiando alcanzar lo que todos temen o sea la muerte, pues sólo han visto en ella lo que verdaderamente es; es decir, el único medio para abrir las puertas de la eternidad. Así, pues, todos hemos ganado en virtud y experiencia, y, habiendo logrado llegar al fin de las aflicciones, nos vemos aquí, a Dios gracias, reunidos por un verdadero prodigio, en contra de lo que hubiéramos podido esperar, cuantos éramos la última vez que nos vimos. Pero, he dicho mal, puesto que nuestro número se ha aumentado con este hermoso niño, por lo que debemos admirar a Dios, que da más de lo que ofrece, y tratar de perseverar en el bien para toda nuestra vida, en la seguridad de que aquel que logre salir victorioso recibirá el justo premio que Dios concede siempre a los que le aman, premio que, por consiguiente, está al alcance de todos.
Apenas propalóse la noticia de que Genoveva estaba mucho mejor y restablecida de todos sus padecimientos, una multitud innumerable acudió diariamente al castillo, pues todos estaban deseosos e impacientes por verla. Wolf prometió a la condesa, bajo palabra de honor, no despedir a nadie, aunque fuese el más humilde vasallo; así que, como la afluencia era tan numerosa, siempre estaba llena de gente la estancia de Genoveva. Sin embargo, todas aquellas buenas gentes guardaban un silencio tal y conservaban una actitud tan recogida, que casi no osaban respirar ni penetrar en el interior, permaneciendo de pie, a la entrada, la mayor parte de ellos, teniendo los hombres la gorra en la mano, como si estuvieran en la iglesia, y los niños, hasta los que iban en brazos de sus madres, elevaban al cielo sus manecitas con un gesto lleno de gracia.
A la hora en que solían acudir aquellas buenas gentes, Genoveva se hallaba, por lo regular, descansando todavía o acababa de levantarse y, por lo tanto, recibíalas en el lecho o en un magnifico sitial. Su pálido y bello rostro respiraba una dulzura tan angelical, tanta ternura y benevolencia, que, a los ojos de cuantos la miraban, su cabeza parecía rodeada de una divina aureola. Las palabras que ella les dirigía, después de hacerles entrar e invitádoles a que se le acercasen, quedaban para siempre grabadas en la memoria de todos. Entre otras cosas, acostumbraba decirles, con su dulce voz, que le conquistaba todos los corazones:
—Amigos míos, tengo una gran alegría en que vengáis a visitarme, y os agradezco mucho el amor que me demostráis, participando así de mis penas y alegrías. Ya sé que, por desgracia, tampoco a vosotros os faltan pesadumbres; pero no dejéis nunca de amar a Dios, poned en Él vuestra confianza y esperad días mejores, pues no hay apuro de que Él no pueda sacarnos, ni situación, por desesperada que parezca, en la que no nos pueda socorrer viniendo, por lo regular, en nuestro socorro, cuando mayor es nuestra angustia. Todo lo lleva Él a buen fin, y ya podéis verlo bien demostrado en mis mismas aventuras.
«Creed que se puede vivir dichoso en medio de la pobreza, por lo que debéis contentaros con lo que tengáis y estar satisfechos con poco, pues por poco que tengáis siempre tendréis más de lo que tenía yo en el desierto. Vosotros, al menos, no carecéis de una cabaña, un vestido, un lecho, fuego para calentaros en el invierno y una sopa caliente, que es cuanto, en rigor, puede necesitar un hombre. Así, pues, no dejéis que la avaricia se apodere de vuestro corazón, ni cifréis vuestra felicidad en los bienes terrenales, sino en Dios, pues Él puede convertir en un momento al millonario en mendigo, así como enriquecer con castillos y tesoros al más necesitado, y en mí podéis ver una buena prueba de ello».
«No perdáis nunca vuestra confianza en Dios y procurad que siempre se conserve pura vuestra conciencia, pues de este modo también estará siempre alegre y satisfecho vuestro corazón. La fe impulsa a las acciones buenas y generosas y nos fortalece contra la adversidad, quedando muy rara vez sin la recompensa que merece. Por otra parte, un corazón creyente y una conciencia limpia, de toda mancha, es el mejor consuelo que puede tenerse en las aflicciones, en las enfermedades, en la prisión y aun en la muerte, y acaso un día lo experimentéis, como yo lo he experimentado».
«Siempre que la conciencia os acuse, pues a todos nos acusa de algo, de una falta cualquiera, por grave que ésta sea, poned en Dios vuestra esperanza, y no olvidéis que Cristo vino al mundo para redimir a todas las criaturas a fin de que obtuviésemos el perdón de nuestras faltas. Cuando creemos que de nada tenemos que acusarnos, nos engañamos a nosotros mismos; mas, si reconocemos nuestras faltas, Dios nos las perdona, purificando nuestras almas».
«Si queréis mejorar vuestros corazones, complaceos en oír la explicación del Evangelio, pues en vano trataría yo de explicaros la benéfica influencia que él ejerce sobre nosotros. Los primeros propagadores de la fe cristiana vinieron hacia nosotros con el Evangelio en una mano y una cruz en la otra. Os lo repito; oíd el Evangelio, grabad sus máximas en vuestro corazón y ajustad a ellas vuestra conducta, pues, de este modo, lograréis obtener toda la felicidad que al hombre le es dado conseguir en esta vida».
Y, al decir esto, Genoveva tendíales sucesivamente la mano a uno después de otro, haciéndoles prometer al despedirse que cumplirían fielmente todas las recomendaciones que les había hecho.
También solía dirigir algunas prudentes y oportunas reflexiones a los
maridos y a sus mujeres, a los padres de familia y a sus hijos. Aconsejaba
a los casados que se amaran y considerasen mutuamente y terminaba
diciéndoles:
—No prestéis oído a las lenguas calumniosas, que sólo pretenden introducir entre vosotros el odio y la discordia.
Nadie podía hablar en esta forma con mas fundamento que ella, que había experimentado las desgracias que las malas lenguas hacen caer hasta sobre los matrimonios mejor avenidos.
Dirigíase a los padres y madres, encareciéndoles la necesidad en que estaban de educar a sus hijos en la probidad y la honradez, hablándoles como sigue:
—Pensad que vuestro hijo no lleva su destino escrito en la frente. Hoy, es cierto, sonríe dichosamente en este mundo, en el que acaba de nacer, pero llegará, un día en que se entristecerá y llorará como todos los humanos. Debéis, pues, educarle, de modo que adquiera la fuerza y el vigor necesarios para la lucha por la existencia. Cuando me tenía en sus brazos mi madre, la duquesa de Brabante, como ahora tenéis vosotras a vuestros hijos, no podía, en modo alguno, ocurrírsele que llegaría un día en que a su hija le faltara un asilo, un pedazo de tela para abrigarse y hasta un pedazo de pan que llevarse a la boca. Por fortuna me educó fortaleciendo mi espíritu en el amor y temor de Dios; de otro modo, los grandes infortunios que he padecido, habrían acabado por rendirme y, acaso, la desesperación me hubiera llevado a atentar contra mi vida en el desierto, y seguramente no me vería hoy feliz y dichosa entre vosotros, como me veo. Sin la fe, que nos fortifica y alienta, la vida es una pesada y enojosa carga que acabaría por aniquilarnos. Si queréis ver felices a vuestros hijos, inculcad en ellos esta fe desde su más tierna edad.
Luego de hablarles en esta forma, Desdichado, por encargo de su madre, hacía algún bonito regalo a cada niño, sin exceptuar a uno solo. Estas generosidades, así como los prudentes y cariñosos consejos de la condesa, conmovían a aquellas buenas gentes, hasta el punto de hacer derramar lagrimas de gratitud y ternura hasta a los más endurecidos en la lucha por la vida. Las desgracias de Genoveva, unidas a sus virtudes y prudentes exhortaciones, acarrearon la prosperidad para todo el país, cuyos habitantes, en muchas leguas en contorno, hiciéronse más buenos y caritativos, y muchas familias, que hasta entonces estuvieron mal avenidas, en lo sucesivo vivieron dichosas y amorosamente unidas.
Frecuentemente solía decir el venerable obispo:
—Siempre que Dios quiere conceder al hombre algún bien, envíale duros padecimientos, que se convierten luego en otras tantas bendiciones que la Providencia nos envía. Los infortunios de Genoveva han convertido y llevado al buen camino a más gentes que todas mis predicaciones.
Al bajar de las habitaciones de la condesa, las gentes que iban a visitarla, lo que más particularmente excitaba su curiosidad era Golo, el cual había sido sentenciado, por el tribunal que se constituyó para fallar su causa, como calumniador y desleal sirviente, y reo de triple asesinato, a ser descoyuntado por cuatro fogosos caballos, y, a falta, de éstos, por igual número de poderosos bueyes. Pero el conde, obedeciendo a los ruegos reiterados de su esposa, conmutó esta terrible pena por la de cadena perpetua, en el fondo de un calabozo, pues que no estaba ya en su mano dejarlo completamente libre.
El guardián que tenía la misión de dejárselo ver a todo el que lo solicitaba, apenas podía descansar durante algunos minutos; no obstante, prestábase siempre a ello da buen grado, y solía decir:
—Seguidme, que si allá arriba, en las habitaciones de la condesa, habéis visto un retrato de la inocencia y de la virtud, aquí abajo, en la prisión de Golo, veréis la imagen de la depravación y del crimen.
Después de decir esto, tomaba una linterna, y un manojo de llaves, y bajaba precediendo a los visitantes por los estrechos peldaños de piedra de una escalera de caracol, hasta unos profundos subterráneos. Cuando las férreas puertas giraban rechinando sobre sus goznes, ni uno solo dejaba de estremecerse; sobre todo, cuando a la luz de la linterna, descubrían a Golo en las sombras del horrible calabozo.
No podía ser más espantoso su aspecto. Caíanle en desorden y enmarañados sobre la frente sus crespos cabellos, y una barba hirsuta y erizada cubríale casi por completo el semblante, pálido como la cera; de sus ojos, negros y hundidos, exhalábanse miradas de salvaje ferocidad.
Conocíase que los remordimientos de su conciencia lo atormentaban hasta el punto de sumirlo en un verdadero delirio; y, cuando esto ocurría lanzaba espantosos aullidos, sacudía estrepitosamente sus cadenas y golpeaba su cabeza contra los muros de la prisión. Cuando lograba, calmarse algún tanto, su locura tomaba diferente aspecto, pues comenzaba a hablar de mil asuntos diferentes, y sus incoherentes frases causaban verdadero pavor a cuantos las escuchaban, que no podían menos de decir:
—¡Ah! ¡Cuán loco e insensato he sido! Desgraciado de aquel que se aparta del sendero de la virtud, y permaneciendo sordo a la voz de la conciencia, abre su corazón a los malos instintos. Aunque, en un principio, disfrute del logro de sus perversos fines, al fin llegará a verse atormentado y miserable. Cree caminar por un sendero de flores; mas éstas desaparecen de repente a su vista y se ve hundido en un abismo espantoso. ¡Ay de aquel que aspira a impuras voluptuosidades!
Lentamente se acerca al florido rosal y cuando alarga la mano para coger una de sus rosas, ve alzarse súbitamente entre ellas una venenosa serpiente, y enróscasele silbando alrededor de su cuerpo, y lo oprime, le sofoca, le muerde e infiltra en su sangre la ponzoña que no tardará en causarle la muerte.
Con frecuencia preguntaba, aunque ya había oído la misma respuesta en varias ocasiones:
—Decidme: ¿es verdad que la condesa y su hijo han sido hallados, o es que yo lo he soñado tal vez? Mas, no, no ha sido un sueño, sino que realmente ha sucedido así. Y así tenía que suceder, porque Dios castiga, y venga terriblemente todos los crímenes. Él fue quien los sacó a ambos de esta prisión espantosa, arrojándome en ella a mí. Sí, aquí estaba ella, sentada —decía, golpeando con los crispados puños los rojos ladrillos del pavimento— aquí, en el mismo sitio en que yo ahora me encuentro. ¿Quién, pues, dudará de la justicia de Dios?
En ocasiones, al oír el chirrido que hacía la puerta al abrirse, solía exclamar:
—¡Alabado sea Dios! ¿Al fin venís a buscarme? Perfectamente. Llevadme al suplicio, pues ése es mi mayor deseo —y se levantaba al decir esto, continuando después— sí, llevadme; yo hice degollar a una madre inocente y a su hijo, y, por consiguiente, es justo que a mí se me corte la cabeza. Lo repito; yo he hecho derramar sangre inocente; ved, si no, cómo están teñidas con ella mis manos; sí, aun están rojas y destilan sangre, sin que sean bastantes a limpiármelas los raudales de lágrimas que derramo.
Aquí tenéis la causa de que la mía deba correr en el patíbulo, y a él iré de buena voluntad. Prefiero mil veces morir bajo el hacha del verdugo, a padecer aquí —y al decir estas palabras llevábase la mano al pecho, como queriendo con ella arrancarse el corazón—, a padecer aquí —repetía— los tormentos que estoy sufriendo.
Otras veces, atenazado por las espantosas angustias con que lo atormentaban sus remordimientos, y sumido en la más horrible desesperación, cuando, en tales momentos llegaban a abrir la puerta, quedábase mirando a los que penetraban en el calabozo con una fijeza terrible, dejando ver reflejado en sus ojos un profundo estupor y exclamaba, lanzando una carcajada convulsiva:
—¿Para qué venís vosotros a este lugar? ¿Es que Satanás os ha arrastrado como a mí? Quiero ver vuestras manos; enseñádmelas; que yo me asegure de que están humedecidas por el llanto de alguna madre desventurada, y manchadas con la sangre de algún tierno recién nacido.
¡Enseñádmelas! ¿Por qué no me las enseñáis? ¿Es que no tenéis valor para ello? ¡Ah! —gritaba, con voz terrible—. Es inútil que las ocultéis, pues lo sé todo; es cierto lo que os he dicho. Tenéis las manos empapadas en llanto y tintas en sangre; lo mismo que están las mías; sois tan malvados y tan infames como lo he sido yo. Venid, pues, a reuniros conmigo. Venid —añadía retirándose, como para hacer un puesto a su lado—; aquí, junto a mí, tendréis un lugar de hoy en adelante. Todos los asesinos son mis compañeros de prisión.
Los niños, aterrados por estos gritos delirantes, comenzaban a llorar y a ocultarse entre las faldas de sus madres; los jóvenes de ambos sexos proponíanse en su interior firmemente no dar jamás cabida en su corazón a instintos tan perversos, y que proporcionan tan miserable destino al que los abriga, y más de un marido y de una madre de familia ausentábanse exclamando:
—Querría mejor vivir en un desierto, alimentándome solamente de hierbas y raíces, conservándome pura e inocente como Genoveva, que habitar en un palacio, rodeado de placeres y opulencia, como Golo, para venir a parar luego a este miserable estado.
Al oír esto, el carcelero respondíales, mientras cerraba la puerta de hierro del calabozo:
—Tenéis razón mil veces; y aunque es verdad que no siempre el hombre malvado y criminal alcanza este castigo en la vida, no cabe duda alguna de que lo recibirá en la eternidad.
De esta manera, vivió todavía Golo muchos años en la más espantosa desesperación. Si su muerte fue tan angustiosa, se ignora en absoluto, pero todo el mundo aseguraba firmemente que jamás tuvo un momento de descanso; por lo que se le aplicó finalmente la última pena, que de tal modo había merecido.
Invariablemente sucedía que, los niños, después de haber visto a Genoveva, Desdichado y Golo, querían ver también a la cierva, con la curiosidad que fácilmente podemos explicarnos.
Había hecho el conde construir un bonito establo para que ella sola le ocupara, aunque a menudo la dejaban que anduviera en libertad por el patio y aun por todo el castillo, y, la mayor parte de los días, subía triscando la gran escalera y presentábase de pronto en la estancia de Genoveva, la cual no consentía que la sacasen de allí hasta después de haberle prodigado algunas caricias. Completamente familiarizada con todo el mundo, dejaba de buen grado que cualquiera la acariciase, acercábase a tomar la comida en la mano, y ni los mismos perros de caza del castillo hacíanle el menor daño, aunque pasaran junto a ella.
Para quienes, sobre todo, constituía un gran motivo de diversión el ver al hermoso animal, era para los niños, los cuales dábanle pan, la acariciaban pasándole la mano por el lomo y hasta abrazábanse a su cuello; con frecuencia oíaseles decir:
—¡Dios mío! Si no hubiera sido por la cierva, habrían muerto seguramente de hambre en el desierto nuestra amada condesa y nuestro querido condesito.
Al oír estas infantiles palabras, contestaba a los pequeñuelos la joven que estaba al cuidado de la cierva:
—He ahí por qué no debe hacerse daño a los animales. Si nosotros no tuviéramos bueyes para uncir al arado, ni vacas que nos dieran su leche, lo pasaríamos tan mal, como lo hubiera pasado en el desierto sin la cierva nuestra amada condesa. ¿Qué sería, por otra parte, para nosotros, el mundo mismo sin los animales? Tan sólo un desierto. Casi todo el terreno permanecería sin cultivo y para nada nos servirían las hermosas praderas.
Así, pues, no hagáis daño a los animales y, por lo contrario, dad gracias a Dios que, con ellos, nos ha proporcionado el mayor de los beneficios.
Ignórase de un modo seguro los años que todavía vivió Genoveva después de los sucesos que hemos referido. Sólo se sabe a punto fijo que fue dichosa hasta el último instante de su vida, y que ésta fue una cadena jamás interrumpida de acciones caritativas y generosas. Desde el día en que fue salvada tan prodigiosamente, la existencia de Genoveva asemejóse a una de esas tranquilas y hermosas tardes de primavera que suceden a las tempestades, y su muerte a una de esas puestas de sol, en las cuales, el radiante astro, sin extinguirse, va alejándose lenta y gradualmente hasta que nos envía su último rayo y desaparece a nuestros ojos, para enviar a otro hemisferio su calor vivificante.
Acompañó su cadáver a la última morada una multitud innumerable de personas, que lloraron a raudales en su sepulcro, aunque, como es lógico, nadie lo hizo con el desconsuelo que Sigfredo y Desdichado. En cuanto a la fiel cierva, apenas fue cerrada la tumba, echóse, sobre la losa, sin que hubiera medio posible de apartarla de allí. Se trató de hacerle comer, y para ello, lleváronla allí mismo algún pasto, pero todo fue inútil, pues negóse en absoluto a tomarlo, y así permaneció hasta, que, por último, una mañana la encontraron muerta sobre el sepulcro de su dueña.
Mandó el conde levantar a la memoria de su esposa un magnífico monumento de mármol blanco, en cuya base veíase esculpida a la cierva sobre la losa sepulcral.
También hubo de construir Sigfredo, a ruego de Genoveva, una ermita en el desierto. Junto a la gruta en que había vivido por espacio de siete años, del lado de la derecha, se hallaba la capilla, que fue bendecida por el venerable obispo Hidolfo, y que fue llamada por todos los habitantes de la comarca la Ermita de la Señora. Fueron pintados en sus paredes todos los pasajes de la historia de Genoveva y, cuando murió Desdichado, púsose en el altar, engastada con gran riqueza, la tosca crucecita de madera que encerraba tantos recuerdos de piedad y ternura.
Al otro lado de la gruta había, una pequeña celda para el ermitaño, con un huertecito regado por el manantial.
Continuamente era visitado el santuario por multitud de fieles, y todos ellos eran cariñosamente acogidos por el bondadoso ermitaño, el cual les mostraba la crucecita, las pinturas, la gruta, la piedra en que Genoveva se arrodillaba para orar y el manantial en que había bebido, referíales su historia, y siempre acababa exhortándoles para que imitasen su ejemplo.
El pueblo veneró siempre a Genoveva corno una santa, y, cerca de un siglo después de los acontecimientos que hemos referido, oíasele decir a algún anciano de barba blanca y cargado de años:
—Siendo todavía niño, conocí yo a Genoveva —y tenía por su mayor dicha el poder contar a sus nietos cuanto había oído decir a la condesa, cuando era como ellos, escuchándolo las tiernas criaturas como encantadas.
Con el transcurso del tiempo, el castillo de Siegfridoburgo, residencia de Genoveva y Sigfredo, fue demolido. Actualmente, se ven aún, cerca de Coblenza, unas ruinas conocidas con el nombre de Altsinrmern. No obstante, el amor y veneración hacia Genoveva consérvanse más firmes y duraderos que las almenas de esas ruinas, sin que su recuerdo haya podido borrarlo el tiempo de la faz de la tierra. El nombre de muchas señoras y señoritas de aquella comarca, recuerda aún a sus habitantes el de aquella tierna y generosa criatura que se llamó Genoveva de Brabante.
FIN
FICHA DE TRABAJO
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