Las aventuras de Pinocho
Carlo Collodi
Carlo Collodi
Capítulos 13, 14, 15 y 16
Ilustración de Aleksaner Platonovich Tsesevich
Andando, andando, llegaron al terminar la tarde, rendidos de cansancio y de fatiga, a la posada de El Cangrejo Rojo.
— Detengámonos aquí un poco — dijo la zorra— . Tomaremos un bocadillo y descansaremos unas cuantas horas. A media noche nos pondremos de nuevo en camino hacia el Campo de los Milagros.
Entraron en la posada, y se sentaron en torno de una mesa, pero ninguno de los tres tenía apetito. El pobre gato, que tenía el estómago sucio, sólo pudo comer treinta y cinco salmonetes a la mayonesa y cuatro raciones de callos a la andaluza; pero como le pareció que los callos no estaban muy sustanciosos, hizo que les agregaran así como kilo y medio de longaniza y tres kilos de jamón bien magro. También la zorra hubiera tomado alguna cosilla; pero el médico le había ordenado dieta absoluta, y tuvo que conformarse con una liebre más grande que un borrego, adornada con unas dos docenas de capones bien cebados y de pollitos tomateros. Después de la liebre se hizo traer un estofado de perdices, tres platos de langosta, un asado de conejo y dos sartas de chorizos. Por último, pidió para postre unos cuantos kilos de uva moscatel, un melón y dos sandías, diciendo que no quería nada más, porque estaba tan desganada que no quería ni ver la comida. El que menos comió de los tres fue Pinocho, que se contentó con una nuez y un pedazo de pan, y aun dejó algo en el plato.
El pobre muchacho tenía el pensamiento fijo en el Campo de los Milagros, y había cogido ya una indigestión de monedas de oro. Cuando acabaron de cenar dijo la zorra al posadero:
— Prepárenos dos buenos cuartos, uno para el señor Pinocho y otro para mi compañero y para mí. Antes de marcharnos echaremos un sueñecillo. Pero tenga presente que a media noche queremos estar despiertos para continuar nuestro viaje.
— Sí, señores — respondió el posadero guiñando el ojo a la zorra y al gato, como queriendo decirles: ¡Ya os he comprendido, compadres! Apenas cayó Pinocho en la cama, se quedó dormido y empezó a soñar. Y así soñando le parecía estar en medio de un campo, y que este campo estaba todo lleno de arbolillos cargados de racimos formados por monedas de oro, que al ser movidas por el aire hacían tin, tin, tin, como si quisieran decir: ¡Aquí estamos para el que nos quiera llevar! Pero cuando Pinocho estaba en lo mejor, es decir, cuando ya extendía las manos para coger aquellas monedas y metérselas en el bolsillo, fue despertado de pronto por tres fuertes golpes que dieron en la puerta del cuarto. Era el posadero, que venía a decirle que era media noche.
— ¿Están ya dispuestos mis compañeros?— preguntó el muñeco.
— ¿Cómo dispuestos? ¡Ya hace dos horas que se fueron!
— ¿Por qué tenían tanta prisa?
— Porque el gato ha recibido un parte telegráfico diciendo que el mayor de sus gatitos está en peligro de muerte por culpa de los sabañones.
— ¿Han pagada la cena?
— ¿Cómo es eso? Son personas muy bien educadas, y no habían de hacer tamaña ofensa a un caballero como usted.
— ¡Diantre! ¡Pues es una ofensa que hubiera recibido con mucho gusto!— dijo Pinocho—.
Después preguntó:
— ¿Y dónde han dicho que me esperaban esos buenos amigos?
— Mañana al amanecer, en el Campo de los Milagros.
Después de haber tenido que soltar una de sus monedas para pagar la cena de los tres, salió Pinocho de la posada. Pero puede decirse que salió a tientas, porque la noche estaba tan oscura, que no se veían los dedos de la mano. Por todo alrededor no se oía moverse una hoja. Únicamente algún que otro pájaro nocturno cruzaba el camino de un lado a otro, tropezando a veces con la nariz de Pinocho, el cual daba un salto y gritaba lleno de miedo:
— ¿Quién va?, y entonces el eco repetía a lo lejos
— ¿Quién va? ¿Quién va? ¿Quién va?
En tanto seguía Pinocho su camino, y a poco vio en el tronco de un árbol un animalito muy pequeño, que relucía con resplandor pálido y opaco, como luce una mariposa detrás de la porcelana transparente de una lamparilla de noche.
— ¿Quién eres?— preguntó Pinocho.
— ¡Soy la sombra del grillo-parlante!— respondió el animalito con una vocecita débil, débil, que parecía venir del otro mundo.
— ¿Y qué quieres?— dijo el muñeco.
— Quiero darte un consejo. Vuélvete por tu camino y lleva esas cuatro monedas que te quedan a tu pobre papito, que llora y se desespera al no verte.
— Mañana mi papito se convertirá en un gran señor, porque en vez de cuatro monedas tendrá dos mil.
— ¡Hijo mío, no te fíes de los que te ofrecen hacerte rico de la noche a la mañana! Generalmente, o son locos o embusteros que tratan de engañar a los demás. Créeme a mí, que te quiero bien: vuélvete a tu casa.
— Pues a pesar de eso, yo sigo adelante.
— ¡Mira que es muy tarde!
— ¡Quiero seguir adelante!
— ¡Mira que la noche está muy oscura!
— ¡Te digo que quiero seguir adelante!
— ¡Mira que este camino es muy peligroso!
— ¡Que lo sea! ¡Yo sigo adelante!
— Acuérdate de que a los muchachos que no obedecen más que a su capricho y a su voluntad, les castiga Dios, y pronto o tarde tienen que arrepentirse.
— ¡Sí, ya lo sé! ¡La misma historia de siempre!
¡Buenas noches!
— ¡Buenas noches, Pinocho! ¡Que Dios te guarde del relente y de los ladrones!
Apenas terminó de hablar la sombra del grilloparlante, se apagó su lucecita como si la hubieran soplado, y el camino quedó aún más oscuro que antes.
Ilustración de Sergio Romano Rizzato
— ¡Verdaderamente que los niños somos bien desgraciados! — se decía el muñeco al emprender de nuevo su viaje. — ¡Todo el mundo nos grita, todos nos regañan y se meten a darnos consejos! Si les hiciéramos caso, todos harían oficio de padres o maestros, ¡hasta los grillos-parlantes! Por ejemplo por no hacer caso de ese fastidioso grillo; ¿quién sabe cuántas desgracias deberán ocurrirme, según él?
— ¡Hasta ladrones dice que voy a encontrarme! Menos mal que no creo ni he creído nunca en los ladrones. Para mí los ladrones han sido inventados por los papás a fin de meter miedo a los muchachos que quieren andar por las noches fuera de su casa. Además, aunque me los encontrase aquí mismo en el camino, ¿qué me iba a pasar? De seguro que nada, porque les gritaría bien fuerte, en su misma cara:
"Señores ladrones, ¿qué quieren de mí? ¡Les advierto que conmigo no se juega; con que ya pueden largarse de aquí, y silencio!” Cuando les diga todo esto muy en serio, los pobres ladrones escaparán como el viento. ¡Ya me parece que los estoy viendo correr! Y en último término, si estuvieran tan mal educados que no quisieran escapar, entonces me escapaba yo, y asunto concluido.
Pero no pudo Pinocho terminar sus razonamientos, porque en aquel instante le pareció oír detrás de él un ligero ruido de hojas. Volviéndose para mirar lo que fuera, y vio en la oscuridad dos enmascarados que, disfrazados con sacos de carbón, corrían tras él dando saltitos de puntillas como dos fantasmas.
— ¡Aquí están! — se dijo Pinocho; y no, sabiendo dónde esconder las cuatro monedas de oro, se las metió en la boca debajo de la lengua.
Después trató de escapar; pero aún no había dado el primer paso, cuando sintió que le agarraban por los brazos y que dos voces horribles y cavernosas le decían:
— ¡La bolsa o la vida!
No pudiendo Pinocho contestar de palabra, porque se lo impedían las monedas que tenía en la boca, hizo mil gestos y señas para a entender a aquellos dos encapuchados (de los cuales sólo podía verse los ojos por unos agujeros hechos en los sacos) que él era un pobre muñeco, y que no tenía en el bolsillo ni siquiera un céntimo partido por la mitad.
— ¡Ea, vamos! ¡Menos gestos, y venga pronto el dinero!— gritaron bruscamente los dos bandidos.
Y el muñeco hizo de nuevo con la cabeza y con las manos un gesto como diciendo: ¡No tengo absolutamente nada!
— ¡Saca pronto el dinero, o estás muerto! — dijo el más alto de los dos ladrones.
— ¡Muerto!— repitió el otro.
— ¡Y después de matarte a ti, mataremos también a tu padre!
— ¡También a tu padre!
— ¡No, no, no! ¡A mi pobre papá no! — gritó
Pinocho con acento desesperado; pero al gritar le sonaron las monedas en la boca.
— ¡Ah, bribón! ¿Conque llevabas escondido el dinero en la boca? ¡Escúpelo en seguida!
Y Pinocho firme como una roca.
— Te haces el sordo, ¿eh? ¡Pues espera, y ya verás cómo nosotros hacemos que lo escupas!
Uno de ellos cogió el muñeco por la punta de la nariz y el otro por la barba, y comenzaron a tirar cada uno por su lado a fin de obligarle a que abriera la boca; pero no fue posible: parecía como si estuviera clavada y remachada. Entonces el más bajo de los dos ladrones sacó un enorme cuchillo, y trató de meterlo por entre los labios de Pinocho para obligarle a abrir la boca; mas el muñeco, rápido como un relámpago, le cogió la mano con los dientes y se la cortó en redondo de un mordisco. ¡Figuraos lo asombrado que se quedaría cuando al echarlo de la boca vio que era una zarpa de gato!
Envalentonado con esta primera victoria, consiguió librarse de los ladrones a fuerza de arañazos, y saltando por encima de un matorral escapó a campo traviesa. Los ladrones echaron a correr tras él, como dos perros tras una libre. Después de una carrera de quince kilómetros, el pobre Pinocho no podía ya más: viéndose perdido, se subió por el tronco de un altísimo pino, y cuando llegó a la copa se sentó cómodamente entre dos ramas. También los ladrones trataron de subir al árbol; pero al llegar a la mitad de la altura resbalaron por el tronco y cayeron a tierra, con los pies y las manos despellejados.
Pero no por eso se dieron por vencidos, sino que recogiendo un pedazo de leña seca, lo acercaron al pie del árbol y prendieron fuego. En menos tiempo del que se tarda en decirlo empezó a arder el pino. Viendo Pinocho que las llamas iban subiendo cada vez más, y no queriendo terminar asado como un pollo, dio un magnífico salto desde lo alto del árbol, y se lanzó a correr como un gamo por campos y viñedos. Y los ladrones detrás, siempre detrás, sin cansarse nunca. En tanto empezaba a clarear el día, y de pronto se encontró Pinocho con que estaba el paso cortado por un foso ancho y muy profundo, lleno de agua sucia de color de café con leche. ¿Qué hacer? El muñeco no se detuvo a pensarlo. Tomó carrerilla y gritando: ¡Una, dos, tres!, saltó dentro del foso, yendo a parar a la otra orilla. También saltaron a su vez los ladrones; pero como no habían calculado bien la distancia, ¡cataplum!, cayeron de patitas en el agua. Al sentir Pinocho el golpazo de la caída y las salpicaduras del agua, gritó, burlándose y sin dejar de correr:
— ¡Qué les siente bien el baño, señores ladrones! Y ya se figuraba que se habrían ahogado en el foso, cuando al volver una vez la cabeza vio que seguían corriendo detrás siempre metidos en los sacos y chorreando agua por todas partes.
Ilustración de Andrea Rivola
Entonces el muñeco, habiendo perdido ya toda esperanza de salvación, estuvo tentado de arrojarse al suelo y darse por vencido; pero al dirigir en torno suyo una mirada, vio a lo lejos blanquear una casita entre las verdes copas de los árboles.
— ¡Si tuviera fuerzas para llegar hasta allí, quizás podría salvarme!— se dijo.
Y sin perder un segundo se lanzó nuevamente a todo correr por el bosque en dirección de aquella casita. Y los ladrones siempre detrás. Después de haber corrido desesperadamente durante cerca de dos horas, llegó, por último, sin aliento a la puerta de la casita y llamó. No respondió nadie. Volvió a llamar con más fuerza, porque sentía acercarse el rumor de los pasos y la respiración jadeante de sus perseguidores. El mismo silencio. Viendo que el llamar no le daba resultado, empezó a dar puntapiés y cabezadas en la puerta. Entonces se asomó a la ventana una hermosa niña de cabellos de un color azul precioso y de cara blanca como la nieve, con los ojos cerrados y las manos cruzadas sobre el pecho, que sin mover los labios dijo, con una vocecita que parecía venir del otro mundo.
— ¡En esta casa no hay nadie; todos están muertos!
— ¡Pues, ábreme tú!— gritó Pinocho suplicante y lloroso.
— ¡Yo también estoy muerta!
— ¡Muerta! Pues, entonces, ¿qué haces ahí en la ventana?
— ¡Estoy esperando la caja que ha de servir para enterrarme!
Apenas dijo estas palabras desapareció la niña, y se cerró la ventana sin hacer ruido alguno.
— ¡Oh, hermosa niña de cabellos azules: abre, por piedad! — gritaba Pinocho— ¡Ten compasión de un pobre niño perseguido por los ladrones!
Pero no pudo terminar la palabra, porque sintió que le agarraban por el cuello, y oyó los mismos dos vozarrones, que decían con acento amenazador:
— ¡Esta vez no te escaparás!
Al verse el muñeco tan cerca de la muerte, fue acometido de un temblor tan grande, que le sonaban las junturas de sus piernas de madera y las monedas de oro que había escondido debajo de la lengua.
— Conque vamos a ver: ¿abres la boca o no? — le preguntaron los ladrones— . ¡Ah! ¿No quieres responder? ¡Ahora veremos!
Y sacando dos cuchillos largos, largos y afilados como navajas de afeitar, ¡zas...zas...!, le dieron dos cuchilladas en la espalda. Pero por fortuna, el muñeco estaba hecho de una madera tan dura, que las hojas de los cuchillos saltaron en mil pedazos, y los ladrones se quedaron con los mangos en las manos y mirándose asombrados.
— ¡Ah!, ¡ya comprendo! — dijo entonces uno de ellos— . ¡Hay que ahorcarle! ¡Ahorquémosle!
— ¡Ahorquémosle!— repitió el otro.
Dicho esto le amarró las manos a la espalda, y pasándole un nudo corredizo por la garganta, le colgaron de una gruesa rama de un gran encino. Después se sentaron sobre la hierba para esperar a que el muñeco hiciese la última pirueta; pero tres horas después seguía el muñeco con los ojos abiertos, la boca cerraba y moviendo los pies cada vez más. Finalmente, cansados de esperar, se levantaron, y dirigiéndose a Pinocho, le dijeron en tono de burla:
— Vaya, hasta mañana! Esperamos que cuando volvamos otra vez, nos habrás hecho el favor de estar bien muerto y con la boca abierta.
Dicho esto se marcharon. Entretanto se había levantado un fuerte viento, que silbaba rabiosamente, y que, moviendo de un lado a otro al pobre ahorcado, le hacía oscilar violentamente como badajo de campana en día de fiesta. Este continuo movimiento le causaba grandes dolores, y el nudo corredizo le apretaba cada vez más la garganta, quitándole la respiración. Poco a poco iban apagándose sus ojos; sentía que se acercaba el instante de su muerte, y se encomendaba a Dios, suplicándole que le enviase alguna persona caritativa que le salvara. Sólo cuando después de esperar tanto tiempo vio que no pasaba nadie, balbuceó:
— ¡Oh, papá mío; si estuvieras aquí!
No tuvo fuerzas para decir más. Cerró los ojos, abrió la boca, estiró las piernas, y dando una gran sacudida, se quedó rígido e inmóvil.
Ilustración de Iacopo Bruno
En el momento en que el pobre Pinocho, colgado por los ladrones en una rama de la Encina grande, parecía más muerto que vivo, la hermosa niña de los cabellos azules apareció de nuevo en la ventana. Y compadecida de aquel infeliz, que colgado por el cuello se columpiaba movido por el viento, dio tres palmaditas con las manos. A los pocos instantes se oyó un rápido batir de alas, y apareció un milano muy grande, que vino a posarse en el antepecho de la ventana.
— ¿Qué quieres de mí, hermosa Hada?— dijo el milano inclinando el pico en señal de respeto, porque habéis de saber que la niña de los cabellos azules no era, en fin de cuentas, más que una buenísima Hada, que hacía más de mil años que vivía en aquel bosque.
— ¿Ves aquel muñeco que está colgado de una rama de la encina grande?
— Lo veo.
— Pues bien: vete allí en seguida, volando; corta con tu fuerte pico la cuerda que le tiene suspendido en el aire, y con mucho cuidado le colocas tendido en la hierba al pie del encino.
Salió volando el milano, y a los dos minutos estaba ya de vuelta, diciendo:
— Ya está hecho lo que me has ordenado.
— ¿Y cómo le has encontrado? ¿Vivo o muerto?
— A primera vista parecía muerto; pero no debe de estar aún muerto del todo, porque apenas he aflojado el nudo corredizo que le apretaba la garganta, ha lanzado un fuerte suspiro y ha dicho en voz baja: ¡Ahora me siento mejor!
Entonces el Hada dio otras dos palmadas, y apareció un magnífico perro de lanas, que andaba sobre las patas de atrás completamente derecho, como si fuera un hombre. Estaba vestido como un cochero, con uniforme de gala. Llevaba en la cabeza un tricornio galoneado de oro; una peluca rubia, con rizos que colgaban hasta el cuello; una casaca de color de chocolate, con botones de brillantes y con dos grandes bolsillos para guardar los huesos que su ama le daba para comer; unos calzones cortos de terciopelo carmesí, medias de seda y zapatos escotados. Detrás llevaba una especie de funda de paraguas, hecha de raso azul, que le servía para meter el rabo cuando el tiempo amenazaba lluvia.
— Óyeme, mi buen Sultán — dijo el Hada al perro de lanas— . Haz enganchar en seguida la mejor de mis carrozas, y toma el camino del bosque. Cuando llegues bajo el gran encino, encontrarás tendido sobre la hierba un pobre muñeco medio muerto. Recógele con cuidado, le colocas bien en los almohadones de la carroza y le traes aquí. ¿Has comprendido?
El perro de lanas meneó tres o cuatro veces la funda de raso azul, como dando a entender que había comprendido, y salió a escape. Al poco tiempo se vio salir de la cochera una hermosísima carroza azul celeste, almohadillada con plumas de canario y tirada por cien parejas de conejitos de Indias, blancos, con los ojitos encarnados, llevando sentado en el pescante al perro de lanas, que hacía chasquear el látigo a derecha e izquierda, como los cocheros: cuando temen llegar tarde. No había pasado un cuarto de hora cuando regresó la carroza, y el Hada, que estaba esperando a la puerta de la casa, tomó en brazos al pobre muñeco, y conduciéndole a una habitación pequeñita que tenía las paredes de nácar, mandó llamar a los médicos más famosos de los alrededores. Y llegaron los médicos, uno detrás de otro: un cuervo, un mochuelo y un grillo parlante.
— Quisiera saber, señores— dijo el Hada volviéndose hacia los tres médicos reunidos junto a la cama de Pinocho— , si este pobre muñeco está vivo o muerto.
¡Al oír esta pregunta se adelantó primero el cuervo, y le tomó el pulso; después le tocó la nariz y el dedo meñique del pie izquierdo, y cuando le hubo examinado bien, pronunció solemnemente estas palabras:
— Yo opino que el muñeco está completamente muerto; si por fortuna no estuviese muerto, entonces sería señal indudable de que estaba vivo.
— Siento mucho no ser de la misma opinión de mi ilustre amigo y colega el cuervo — dijo a su vez el mochuelo— ; yo opino que el muñeco está vivo y bien vivo; pero si por desgracia no lo estuviese entonces sería señal indudable de que estaba muerto.
— ¿Y usted qué dice? — preguntó el Hada al grillo-parlante.
— Yo creo que el médico prudente, cuando no sabe qué decir, lo mejor que puede hacer es permanecer callado. Por lo demás, este muñeco no me es desconocido: hace ya tiempo que le conozco.
Pinocho que había permanecido hasta aquel momento como un tronco, tuvo un estremecimiento que hizo mover la cama.
— ¡Este muñeco— continuó diciendo el grilloparlante— es un granuja incorregible!
Pinocho abrió los ojos, pero volvió a cerrarlos en el acto.
— ¡Es un galopín, un holgazán, un vagabundo!
Pinocho escondió la cara entre las sábanas.
— ¡Un hijo desobediente, que hará morirse de pena a su pobre padre!
En aquel momento se sintió en la habitación rumor de llanto y de sollozos. Levantaron el embozo de la sábana y se encontraron con que era Pinocho el que lloraba.
— Cuando el muerto llora, es señal de que está en vías de curación — dijo solemnemente el cuervo.
— Siento mucho contradecir a mi ilustre amigo y colega — replicó el mochuelo.
Yo creo que cuando el muerto llora es señal de que no le hace gracia morirse.
ILUSTRACIONES
Los textos e imágenes que se muestran en esta web se acogen al derecho de cita con fines didácticos, que pretenden fomentar el conocimiento de las obras y tienen como único objetivo el análisis, comentario o juicio crítico de las mismas.