Las aventuras de Pinocho

Carlo Collodi

Capítulos 25, 26, 27 y 28

Ilustración de Roberto Innocenti

25. Pinocho promete al Hada ser bueno y estudiar

Al principio la mujercita negaba que fuese el Hada de los cabellos azules; pero después, viéndose descubierta y no queriendo continuar más tiempo la comedia, terminó por darse a conocer, y dijo a Pinocho:

— ¡Bribón de muñeco! ¿Cómo has podido acertar que era yo?

— ¡Es por lo mucho que te quiero!

— ¿Te acordabas de mí? Me dejaste siendo niña, y ahora me encuentras hecha una mujer; tanto, que pudiera servirte de mamá.

— Y yo me alegro mucho, porque en vez de hermanita te llamaré mamá. ¡Hace tanto tiempo que deseaba tener una mamá como los demás niños!

— La tendrás si sabes merecerlo.

— ¿De veras? ¿Qué puedo hacer para merecerlo?

— Una cosa facilísima: acostumbrarte a ser un niño bueno.

— ¿Es que no lo soy?

— No, no lo eres. Los niños buenos son obedientes; pero tú...

— Yo no obedezco nunca.

— Los muchachos buenos tienen amor al estudio y al trabajo; pero tú...

— Yo, en cambio, estoy todo el año hecho un holgazán y un vagabundo.

— Los niños buenos dicen siempre la verdad.

— Y yo digo mentiras.

— Los niños buenos van con gusto a la escuela.

— Y a mí la escuela me da dolor de cabeza. Pero de hoy en adelante quiero cambiar de vida.

— ¿Me lo prometes de verdad?

— ¡Lo prometo! Quiero ser muy bueno y quiero ser el consuelo de mi papá. ¿Dónde estará a estas horas mi pobre papá?

— No lo sé.

— ¿Tendré aún la suerte de volver a verle y de abrazarle?

— Creo que sí, pero no estoy segura.

Tal contento causó a Pinocho esta respuesta, que tomó las manos del Hada y comenzó a besarla entusiasmado. Después levantó la cabeza, y mirándola cariñosamente preguntó:

— Dime, mamita: ¿verdad que no te habías muerto?

— Por lo visto...— respondió el Hada sonriendo.

— ¡Si supieras qué dolor tan grande sentí al leer: "Aquí yace..."!

— Ya lo sé, y por eso te he perdonado. La sinceridad de tu dolor me hizo conocer que tenías buen corazón, y cuando un niño tiene buen corazón se puede esperar algo de él, aunque sea un poco travieso y revoltoso; es decir, se puede esperar que vuelva al buen camino. Por eso he venido a buscarte hasta aquí. Yo seré tu mamá...

— ¡Oh, qué bien!— gritó Pinocho saltando de alegría.

— Tú me obedecerás, y harás siempre lo que te diga.

— ¡Todo, todo, todo y muy contento!

— Desde mañana irás a la escuela— continuó el Hada.

Pinocho se puso un poco menos alegre.

— Después escogerás el oficio que te parezca. Pinocho se puso serio.

— ¿Qué murmuras entre dientes?— preguntó el Hada con acento de disgusto.

— Decía... — balbuceó el muñeco a media voz— que ahora ya me parece algo tarde para ir a la escuela.

No, señor. Para instruirse y aprender, nunca es tarde.

— Pero yo no quiero aprender ningún oficio.

— ¿Por qué?

— Porque el trabajo me cansa mucho.

— Hijo mío — dijo el Hada— , los que piensan de ese modo acaban siempre en la cárcel o en el hospital. Todo hombre, nazca pobre o nazca rico, está obligado en este mundo a hacer algo, a tener una ocupación, a trabajar. ¡Ay del que se deje dominar por la pereza! La pereza es una enfermedad muy grave y muy fea, y hay que curarla siendo niño, porque cuando se llega a ser mayor ya no tiene cura.

Estas palabras causaron gran impresión en Pinocho, que levantando vivamente la cabeza, dijo al Hada:

— Yo estudiaré, trabajaré y haré todo lo que me digas, porque te quiero mucho, y porque tú tienes que ser siempre mi mamá.

Ilustración de Leo Mattioli

26. Pinocho va con sus compañeros de escuela a la orilla del mar para ver al terrible dragón

Al día siguiente fue Pinocho a la escuela. ¡Figuraos lo que ocurriría entre aquella caterva de muchachos traviesos al ver que entraba en la escuela un muñeco! Aquello fue una de risotadas que no tenía fin. Uno le hacía una mueca, otro le tiraba por detrás de la chaqueta, otro le hacía caer el gorro de la mano, alguno intentó pintarle con tinta unos bigotes, y no faltó quien quisiera atarle hilos a los pies y a las manos para hacerle bailar. Al principio Pinocho tuvo paciencia; pero cuando ésta se le iba ya acabando, se encaró con los más atrevidos y les dijo con cara de pocos amigos.

— ¡Mucho cuidado conmigo! ¡Yo no he venido aquí para divertir a nadie! Yo respeto a los demás, y quiero a mi vez ser respetado.

— ¡Bravo, Tonino; has hablado como un libro!— gritaron aquellos monigotes, aumentando su algazara, y uno de ellos, más impertinente y atrevido que los demás, trato de agarrar al muñeco por la punta de la nariz.

Pero no tuvo tiempo, porque Pinocho levantó la pierna y le dio un puntapié en la espinilla.

— ¡Ay! ¡Qué pie más duro! — gritó el muchacho, rascándose la parte dolorida.

— ¡Y qué brazo! ¡Aún más duro que los pies!

Dijo otro que se había ganado un codazo en el estómago por haber querido dar a Pinocho otra broma desagradable. Aquel puntapié y aquel codazo, dados tan a tiempo, hicieron adquirir a Pinocho la estimación y la simpatía de todos los muchachos de la escuela; todos ellos quisieron ser amigos suyos, y le hicieron mil protestas de afecto. El maestro también se mostró satisfecho, porque le veía atento, estudioso, inteligente, siempre el primero para entrar en la escuela, y el último para

ponerse en pie cuando había terminado la hora. El único defecto que tenía era frecuentar demasiado la compañía de los muchachos más traviesos y menos estudiosos. El maestro se lo advertía todos los días, y tampoco el Hada se cansaba de repetirle:

— ¡Ten mucho cuidado, Pinocho! Tarde o temprano, esos malos compañeros acabarán por hacerte perder la afición al estudio, y acaso también por atraerte alguna desgracia grande.

— ¡No hay cuidado! — respondió el muñeco encogiéndose de hombros y tocándose la frente con el dedo índice, como queriendo decir: "Soy yo más listo de lo que parece".

Pues, señor, que un día iba Pinocho a la escuela y se encontró con unos cuantos compañeros que se acercaron a él y le dijeron:

— ¿Sabes la gran noticia?

— Pues que ha venido a este mar un dragón grande como una montaña.

— ¿De veras? Quizás sea el mismo de cuando se ahogó mi pobre papá.

— Nosotros vamos a la playa para verle. ¿Quieres venir?

— Yo, no; quiero ir a la escuela.

— ¿Qué te importa la escuela? Iremos mañana. Por una lección más o menos no hemos de ser menos burros.

— ¿Y qué dirá el maestro?

— ¡Déjale que diga! ¡Para eso le pagan: para estar ahí todo el día!

— ¿Y mamá?

— Las mamás no saben nunca nada — respondieron aquellos pilletes.

— ¿Saben lo que voy a hacer? — dijo Pinocho— : Por ciertas razones que ustedes saben, quiero ver el dragón; pero iré después de salir de la escuela.

— ¡Valiente tonto! — repuso uno de los del grupo— . ¿Se creerá, sin duda, que un pez de ese tamaño va a esperarle para que lo vea a la hora que quiera? En cuanto se aburra de estar en este mar, se marchará a otro, y si te he visto no me acuerdo.

— ¿Cuánto se tarda en llegar a la playa? — preguntó el muñeco.

— En una hora podemos ir y volver.

— ¡Pues vamos allá, y a ver quién corre más! Gritó Pinocho.

Y dicho esto, aquellos monigotes, con los libros bajo el brazo, echaron a correr a través de los campos. Pinocho iba siempre delante de todos: parecía tener alas en los pies. De cuando en cuando volvía la cabeza para mirar hacia atrás, y se, burlaba de sus compañeros, retrasados a una buena distancia. Al verlos jadeantes, fatigados, cubiertos de polvo y con una cuarta de lengua fuera, se reía con toda el alma. ¡El infeliz no podía presumir en aquel momento que aquella carrera le llevaba al encuentro de nuevas calamidades!

Ilustración Ferenc Pinter

27. Gran pelea entre Pinocho y sus compañeros. Uno de estos cae herido, y Pinocho es preso por la guardia civil.

Apenas llegaron a la playa, comenzó Pinocho a mirar ansiosamente por toda la extensión del mar, pero no vio ningún dragón. El agua estaba tan tranquila y clara, que parecía un inmenso espejo.

— ¿Dónde está el dragón? — preguntó el muñeco, dirigiéndose a sus compañeros.

— Se habrá ido a merendar — dijo uno de ellos riendo.

— O se habrá metido en la cama para dormir la siesta — agregó otro, riendo aún más fuerte.

Pinocho comprendió que sus compañeros, para burlarse de él, habían inventado la historia del dragón. Y al verse engañado, se enfadó mucho, y les dijo con acento de amenaza:

— Y ahora, ¿quieren decirme qué ganaron con esta broma tan tonta?

— ¡Ya lo creo que hemos ganado!— respondieron a coro aquellos pilletes.

— Hacerte perder la clase.

— ¿No te da vergüenza de ser siempre tan puntual y de saberte todos los días las lecciones? ¿No te da vergüenza de tanto romperte la cabeza estudiando?

— Y eso, ¿qué les importa a ustedes?

— Nos importa mucho, porque por tu culpa hacemos mal papel en la escuela.

— ¿Por qué?

— Porque los muchachos que estudian dejan en mal lugar a los que no quieren estudiar, como nos pasa a nosotros. Y no queremos que nadie se luzca a costa nuestra. ¡Entiendes! ¡También nosotros tenemos nuestro amor propio!

— Bueno. ¿Y qué es, entonces, lo que debo hacer para tenerlos contentos?

— Hacer que te fastidien, como a nosotros, la escuela, los libros y el maestro, que son nuestros tres mayores enemigos.

— ¿Y si yo quisiera seguir estudiando?

— No te miraríamos más a la cara, y en la primera ocasión que se presentase nos la pagarías.

— ¡La verdad es que casi me dan risa!— dijo el muñeco rascándose la cabeza.

— ¡Eh, Pinocho! — gritó entonces el mayor de aquellos muchachos mirándole fijamente a la cara—. ¡No vengas aquí a pintarla de valiente! ¡No quieras hacerte el gallito, porque si tú no tienes miedo de nosotros, tampoco nosotros lo tenemos de ti! ¡Ten presente que tú estás solo, y que nosotros somos siete!

— ¡Siete como los pecados capitales! — dijo Pinocho soltando una carcajada.

— ¿Vieron eso? ¡Nos ha insultado a todos! ¡Nos ha llamado pecados capitales!

— ¡Pinocho, ten cuidado con lo que dices, porque si no...!

— ¡Uy, qué miedo! — contestó el muñeco, sacándoles la lengua y haciéndoles burla.

— ¡Pinocho, que vamos a acabar mal!

— ¡Uy, qué miedo!

— ¡Que vas a volver a casa con la nariz rota!

— ¡Uy, qué miedo!

— ¡Sí! ¡Ahora vas a ver! — grito el más atrevido, dándole un coscorrón en la cabeza— . Toma este capón, para que cenes esta noche.

Como es de suponer, la respuesta no se hizo esperar: el muñeco contestó en el acto con otro coscorrón, y desde este momento el combate se hizo general y encarnizado. Aunque Pinocho estaba solo, se defendía como un héroe. Sus duros pies de madera trabajaban de tal manera, que sus enemigos se mantenían a respetuosa distancia. Allí donde uno de sus pies conseguía alcanzar, dejaba un moretón para recuerdo. Cuando los siete muchachos se convencieron de que cuerpo a cuerpo no podían meter mano al muñeco, echaron mano de los proyectiles, y soltando las correas con que llevaban sujetos los libros, empezaron a apedrearle con ellos. Pero Pinocho, que era listo y ágil, esquivaba los golpes dando saltos, y los libros, uno a uno, fueron cayendo al mar sin que ninguno le tocara. ¡Ya se podrán imaginar la revolución que se armó entre los peces! Creyendo que los libros eran cosa de comer, iban disparados a cogerlos; pero apenas daban un bocado se apresuraban a escupir el papel, haciendo una rueda, como si dijeran: "¡Uf! ¡Qué malo está esto! Mi cocinera guisa mucho mejor". Entretanto el combate seguía siempre encarnizado; cuando he aquí que un cangrejo muy grande que había salido del agua y que andaba perezosamente por la playa, dijo con voz aguda:

— ¡Basta ya, locos, que no se les puede llamar de otro modo! “Juego de manos es de villanos”. Estoy viendo que se van a hacer daño. ¡Esas peleas suelen terminar con una desgracia! ¡Predica en desierto! El bueno del cangrejo pudo muy bien ahorrarse saliva. En vez de hacerle caso, el diablejo de Pinocho se volvió, y mirándole con ojos de cólera, le dijo ásperamente:

— ¡Cállate, mamarracho! ¡Vaya una voz ridícula! Más te valdría tomar unas pastillas para curarte la garganta. ¡Anda, anda, vete a la cama y procura sudar el resfriado!

Los otros muchachos habían ya dado fin de sus libros; pero en aquel momento vieron el portafolios de Pinocho y se apresuraron a cogerlo. Entre sus libros había uno encuadernado con cartón grueso y con el lomo y las puntas de pergamino. Era un Tratado de Aritmética. ¡Se imaginan lo pesado que sería! Uno de los muchachos se apoderó del libro, y apuntando a la cabeza de Pinocho, lo lanzó con toda la fuerza que pudo; pero en vez de dar al muñeco, fue a estrellase en la cabeza de otro de los muchachos, que se quedó blanco como la cera y cayó en la arena, diciendo:

— ¡Madre mía! ¡Yo me... muero!

A la vista del presunto cadáver echaron a correr los asustados muchachos, y pocos instantes después habían desaparecido. Pinocho no escapó; a pesar de que el dolor y el espanto le tenían más muerto que vivo, fue a mojar su pañuelo en el agua del mar, y empezó a humedecer las sienes a su desgraciado compañero de escuela. Y en tanto que realizaba esta operación, llorando desesperadamente, llamaba al muerto por su nombre, y decía:

— ¡Paco! ¡Paquito! ¡Abre los ojos y mírame! ¿Por qué no respondes? ¿No me oyes? No he sido yo, ¡sabes!, el que te ha hecho daño, ¿sabes? ¡Créeme, de verdad que no he sido yo! ¡Abre los ojos, Paquito! ¡Si los tienes así cerrados, harás que yo también me muera! ¡Oh, Dios mío! ¿Cómo podré volver ahora a mi casa? ¿Con qué cara me presentaré a mi mamá? ¿Qué va a ser de mí? ¿Dónde podré esconderme? ¡Cuánto mejor hubiera sido ir a la escuela! ¿Por qué habré hecho caso de esos compañeros, que son mi perdición? Bien me lo había advertido el maestro, y también mi mamá, que me repetía: ¡Guárdate de las malas compañías! ¡Pero yo soy un testarudo y un desobediente, que oigo como quien oye llover todos los consejos, y hago siempre mi voluntad, sin tener presente que después tengo que pagar las consecuencias! ¡Por eso, y sólo por eso, no he tenido aún una hora de tranquilidad desde que estoy en el mundo! ¡Dios mío! ¿Qué va a ser de mí?

Y Pinocho continuaba llorando, lamentándose y llamando al pobre Paquito, cuando sintió de pronto ruido de pasos que se acercaban. Volvió la cabeza, y vio una pareja de la guardia civil.

— ¿Qué haces ahí en el suelo?— preguntó uno de los guardias.

— Estoy auxiliando a este compañero de escuela.

— ¿Se ha puesto malo?

— Parece que sí.

— ¡Qué malo ni qué ocho cuartos! — dijo el otro guardia, que se había inclinado y miraba a Paco atentamente—. Lo que tiene este muchacho es que le han herido en la sien ¿Quién ha sido?

— ¡Yo no he sido! — balbuceó el muñeco, que se quedó, como suele decirse, sin gota de sangre en el cuerpo.

— Pues si no has sido tú, entonces, ¿Quién le ha herido?

— ¡Yo, no!— repitió Pinocho.

— ¿Con qué ha sido herido?

— Con este libro — dijo el muñeco, recogiendo del suelo y mostrando a los guardias aquel Tratado de Aritmética, encuadernado en cartón y pergamino.

— ¿De quién es este libro?

— Mío.

— ¡Basta ya; no necesitamos saber más! Ponte en pie y ven con nosotros.

— ¡Pero si yo...!

— ¡Ven con nosotros!

— ¡Pero si soy inocente!

— ¡Bueno, bueno; ven con nosotros, y a callar!

Antes de marchar, llamaron los guardias a unos pescadores que en aquel momento pasaban en su barca cerca de la orilla, y les dijeron:

— Aquí les dejamos este muchacho, que ha sido herido en la cabeza, para que lo lleven a su casa y lo cuiden. Mañana vendremos por aquí para verlo.

Después se volvieron hacia Pinocho, y, poniéndole en medio, le dijeron con voz áspera:

— ¡En marcha, y aprieta el paso! ¡Si no, te haremos andar de otra manera!

No se lo hizo repetir el muñeco, y empezó a caminar por el sendero que conducía a la población; pero el pobre diablo no sabía en qué mundo se encontraba. Creía soñar. ¡Mas era un sueño tan horrible!... ¡Apenas veía lo que le rodeaba; le temblaban las piernas y tenía la boca seca y la lengua pegada al paladar, que apenas hubiera podido decir una palabra. Y, sin embargo, en medio de aquel atontamiento había una idea fija que le causaba tristeza y dolor: la de que tenía que pasar entre aquellos dos guardias por debajo de la ventana de su buena Hada.

— ¡Hubiera preferido morir!

Estaba ya para entrar en la población, cuando una ráfaga de aire arrebató el gorro de la cabeza de Pinocho y lo llevó a una distancia de diez o doce pasos.

— ¿Me permiten ustedes— dijo el muñeco a los guardias— que vaya a recoger mi gorro?

— Ve, y apúrate.

El muñeco fue a recoger su gorro; pero en vez de ponérselo en la cabeza lo sujetó con los dientes, y echó a correr con todas sus fuerzas en dirección de la playa. Aquello no era un muñeco: era una bala disparada. Juzgando los guardias que les sería difícil alcanzarle, le azuzaron un perro de presa que había ganado el premio en todas las carreras de perros. Mucho corría Pinocho, pero el perro corría más. La gente se asomaba a las ventanas y se arremolinaba en el camino, ansiosa de ver el resultado de aquella feroz persecución. Pero no pudieron conseguirlo, porque Pinocho y el perro levantaban tal nube de polvo, que a los pocos momentos ya no se les veía.

Ilustración de Greg Hildebrandt

28. Pinocho corre peligro de ser frito en una sartén como un pez

Durante aquella desesperada carrera hubo un momento en que Pinocho se creyó perdido, porque Chato (que así se llamaba el perro de presa) casi le daba alcance; de tal modo, que el muñeco no sólo; sentía la jadeante respiración del animal, sino el mismo calor de su aliento. Por fortuna estaban ya en la playa, y el mar estaba a pocos pasos. Entonces el muñeco dio un soberbio salto, como no lo hubiera dado mejor una rana, y fue a caer en el agua. Chato quiso detenerse; pero, llevado por el ímpetu de la carrera, fue a parar también en el mar. El desgraciado no sabía nadar; así es que empezó a dar manotazos y patadas para mantenerse a flote; pero cuando más manoteaba, más se iba hundiendo. Haciendo un esfuerzo supremo, consiguió sacar un momento la cabeza del agua, y gritó ladrando:

— ¡Socorro! ¡Que me ahogo!

— ¡Revienta de una vez!— respondió a lo lejos Pinocho, libre ya de peligro.

— ¡Ayúdame, Pinocho mío! ¡Sálvame de la muerte, por caridad!

Al oír estos ruegos desgarradores, el muñeco, que tenía un corazón excelente, se conmovió, y volviéndose hacia el perro le dijo:

— Pero si te ayudo a salvarte, ¿me prometes no correr más detrás de mí?

— ¡Te lo prometo, sí, sí! pero ven pronto, por favor; porque sí tardas un minuto, ¡estiro la pata!

Aún dudó un momento Pinocho; pero, acordándose de que su papá le había dicho muchas veces que nunca se pierde por hacer una buena acción, fue nadando hasta reunirse con Chato, y agarrándole por la cola, le condujo sano y salvo hasta la arena de la playa. El pobre perro no podía mantenerse en pie: había bebido tanta agua salada, que estaba hinchado como un globo. Por otra parte, Pinocho, que no las tenía todas consigo, creyó prudente arrojarse de nuevo al mar, y se alejó de la orilla gritando:

— ¡Adiós, Chato; que sigas bueno; muchos recuerdos a tu familia!

— ¡Adiós, Pinocho!— respondió el perro— . ¡Mil gracias por haberme librado de la muerte! ¡Me has prestado un gran servicio, y todo tiene su pago en este mundo! Si se presenta la ocasión, ya hablaremos de esto.

Pinocho continuó nadando, manteniéndose siempre cerca de la orilla. Finalmente, le pareció que se hallaba en sitio seguro; miro hacia la playa, y vio entre las rocas una especie de gruta, de la cual salía un largo penacho de humo.

— En esa gruta debe de haber fuego — se dijo— ¡Tanto mejor! Iré a secarme y a calentarme. ¿Y después? ¡Después sucederá lo que Dios quiera!

Tornada ya su resolución, se acercó a la orilla; pero cuando iba a trepar por las rocas, sintió que salía algo del fondo, algo que le recogía y le hacía salir por el aire. Trató de escapar; pero ya era tarde, porque, con asombro grande, se encontró preso dentro de una fuerte red de pescar, y entre una multitud de pescados de todas clases y tamaños, que coleaban desesperadamente. Al mismo tiempo vio salir de la gruta un pescador tan feo, tan feo, que parecía un monstruo marino. Su cabeza, en vez de pelo, tenía una espesa mata de hierba verde; los ojos eran verdes, verde la piel y verde la barba, tan larga, que casi llegaba hasta el suelo. Parecía un enorme lagarto que andaba derecho sobre las patas traseras. Cuando el pescador sacó la red fuera del mar, exclamó con gran alegría:

— ¡Bendita sea la Providencia! ¡También hoy me voy a dar un buen atracón de peces!

— ¡Menos mal que yo no soy pez! — se dijo Pinocho recobrando un poco de valor.

La red, con toda la pesca que contenía, fue llevada al interior de la gruta, una cueva oscura y ahumada, en el centro de la cual estaba calentándose una gran sartén de aceite, con un olor a sebo que no dejaba respirar.

— ¡Vamos a ver lo que he pescado! — dijo el pescador verde, metiendo en la red una mano tan grande como una pala de horno y sacando un puñado de salmonetes.

— ¡Buenos salmonetes! — continuó, mirándolos con gran complacencia, y arrojándolos después en un barreño.

Volvió a repetir la operación, y cada vez que sacaba un puñado de peces se le hacía la boca agua y decía:

— ¡Estupendos lenguados!

— ¡Magníficos besugos!

— ¡Hermosas sardinas!

— ¡Vaya unos calamares!

— Pues, ¿y estos boquerones, que habrá que comer con raspa y todo?

— ¡Oh, qué langostinos tan ricos!

Como es de suponer, calamares, langostinos, besugos, sardinas, boquerones y lenguados fueron a parar al barreño, para hacer compañía a los salmonetes. En la red no quedaba ya más que Pinocho. Cuando el pescador le tuvo en la mano, abrió más aún sus verdes ojazos, y gritó con asombro y casi con temor:

— ¿Qué clase de pescado es éste? ¡Yo no recuerdo haber comido nunca uno semejante!

Y volvió a mirarle y remirarle bien por los cuatro costados, diciendo por último:

— ¡Debe ser un cangrejo de mar!

Mortificado Pinocho al oír que le confundían con un cangrejo de mar, dijo con acento resentido:

— Pero, ¡qué cangrejo ni qué narices! ¡Pues no faltaba más! Yo no soy un cangrejo: soy un muñeco, para que usted lo sepa.

— ¡Un muñeco! Confieso que no he visto nunca ningún pez-muñeco. ¡Tanto mejor! ¡Así te comeré con más gusto!

— ¿Comerme? ¡Pero, hombre, si yo no soy un pez! ¿No está usted viendo que pienso y que hablo como usted?

— ¡Pues es verdad! — dijo el pescador— . En fin, puesto que eres un pez que tienes la suerte de pensar y de hablar como yo, voy a tener contigo algunos miramientos.

— ¿Cuáles?

— En prueba de amistad y de especial consideración, te dejo elegir la forma en que he de guisarte. ¿Quieres que te ponga frito con patatas, o prefieres la salsa mayonesa?

— A decir verdad — repuso Pinocho— , si yo he de escoger, prefiero ser puesto en libertad para volver a mi casa.

— ¡Vamos, tú bromeas! ¿Te parece que voy a perder la ocasión de comer un pescado tan raro como tú? ¡No se pescan todos los días en estos mares peces muñecos! ¡Déjame a mí! ¡Verás! Voy a freírte en la sartén con todos los demás pescados, y no podrás quejarte. Siempre es un consuelo ser frito en compañía.

Al oír esta sentencia tan poco consoladora, el pobre Pinocho empezó a llorar, a gritar y a lamentarse:

— ¡Cuánto mejor hubiera sido ir a la escuela! ¡He hecho caso de las malas compañías, y ahora voy a pagarlo! ¡Hu... hu... hu...!

Y como se revolvía igual que si fuera una anguila, y hacía esfuerzos extraordinarios para librarse de las manos del pescador, éste cogió un fuerte junco y le ató brazos y piernas, como si fuera una langosta, arrojándole después en el barrero con los demás pescados. Después sacó un bote lleno de harina y empezó a enharinarlos. A medida que iba cubriéndolos de harina por todas partes, los echaba en la sartén. Los primeros que tuvieron que bailar en el aceite hirviendo fueron los pobres besugos; después les tocó la vez a los calamares, siguiendo los salmonetes; luego las sardinas, los lenguados y los boquerones. Llegó el turno de Pinocho, que al verse tan cerca de la muerte (¡y qué horrible muerte!), sintió ya tal espanto, que no tuvo fuerzas para gritar ni para quejarse. El pobre no podía pedir compasión más que con los ojos; pero el pescador verde, sin mirarle siquiera, le dio cinco o seis vueltas por la harina, cubriéndole perfectamente de pies a cabeza, de tal manera que parecía un muñeco de yeso. Después le agarró por las piernas, y...

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