Diego Saavedra Fajardo

Nace en Algezares, (Murcia), en 1584. Estudió en Salamanca Jurisprudencia y cánones. Sagaz observador político, con destacadas dotes diplomáticas, defiende los derechos de España en las principales cancillerías de Europa. Gran experiencia política y conocimiento de los hombres refleja su obra literaria y pedagógica cumbre “Idea de un príncipe político cristiano representada en cien empresas”. Murió en Madrid en 1648.

Fajarse con Saavedra. Por Enrique García-Máiquez

Si Diego de Saavedra Fajardo (1584-1648) hubiese nacido francés, inglés, incluso italiano o, al menos, catalán en vez de murciano, lo tendríamos hasta en la sopa. Con independencia del agravio comparativo, hay que leerle por placer y por afán de conocimiento, no sólo por patriotismo. El pensador español es un tratadista político de primera magnitud, un gran escritor y un católico de la cabeza a los pies. Tan ameno y citable como Montaigne, tan curioso como Bacon y tan sagaz como Maquiavelo.

Con la lectura de Saavedra hay que fajarse sabiendo que su obra magna, Empresas políticas, es, en realidad, un manual de poder y política dedicado al joven príncipe. Así se entiende muchísimo mejor, sin alejarnos de su pulso pedagógico. Está dividido en 100 empresas –como la Divina Comedia en 100 cantos– que son 100 lecciones prácticas, precedidas por un precioso emblema con un motto prácticamente nobiliario. Si en el último número dedicamos esta Biblioteca imprescindible a hablar de los manuales de caballería, su continuación natural es este libro de Saavedra Fajardo que expone el comportamiento del príncipe como un caballero cristiano, a la vez recto y eficaz.

Siempre defendí que su valor de fondo radica en el empeño de Saavedra Fajardo de conjugar la compleja práctica política con la diáfana ética cristiana. Le echa, desde la fe, un pulso a Maquiavelo, sin dejar de reconocer las razones de la sinrazón de Estado, pero sin rendirse. Luego he descubierto que Azorín ya lo veía igual que yo con inigualable prosa:  “Saavedra –como Gracián– fue uno de los canes que ahuyentó a la vulpeja florentina del corral español”. Pero en Saavedra había –como también detecta Azorín– una tremenda tensión latente. Saavedra había sido diplomático y sabía de lo esforzado de cumplir con la moral católica en los procelosos mares de los intereses coyunturales. Esta tensión le da su peculiar sabor y su temple heroico a este ensayo político. También su perenne actualidad.

Su encanto, sin embargo, es mucho más fácil de encontrar y no implica ninguna tensión. Saavedra Fajardo, como Montaigne, gusta de poner amenísimos ejemplos y de tirar de las anécdotas históricas para elevarlas a categoría de lo prudencial. Como mínimo, puede leerse como un centón de pequeños relatos. Pero yo no renunciaría a disfrutar de su obra en su trasfondo trágico y noble. El de un católico convencido que quiere, además, ser un buen político que defienda los intereses de su patria. En la superación de esas tensiones, sin renunciar nunca ni a su conciencia ni a la jerarquía de los fines, radica la honda enseñanza que Saavedra nos ha dejado para siempre; y con la que algunos debemos y queremos fajarnos.

Método de lectura

Nos hemos habituado a leer con las pulsiones de la novela y hasta de la novela de intriga. Esos atracones en brazos del suspense, sin embargo, no son la única manera de acercarse a los grandes libros. De hecho, si no practicamos otras formas, nos vedamos el acceso a la mayoría de los clásicos, que requieren una lectura más mesurada, más concentrada y mucho más vertical que horizontal. Así hay que leer a don Diego de Saavedra, poco a poco, quizá una Empresa (tres o cuatro páginas) al día. Tiene una densidad conceptual muy al estilo de Quevedo o de Gracián, por lo que no se puede leer a salto de mata ni en transversal. Otro de sus encantos es una prosa sonora que gana si algunas frases especialmente redondas se paladean en voz alta. Por último, da consejos de gobierno al príncipe. Son clases particulares de política práctica. Lo bonito es que el lector, presidente de la república independiente de su casa o, si lo prefiere, señor del condado soberano de su hogar, se aplique los consejos como si de los de un preceptor particular suyo se tratasen. No es broma: todos gobernamos –o deberíamos hacerlo– nuestras vidas. Lo que don Diego de Saavedra Fajardo propone para los Estados vale para nuestro estado (civil).

Artículo publicado en la edición número 69 de la revista Misión, la revista de suscripción gratuita más leída por las familias católicas de España.

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