La canción de Roldán
Henrietta Elizabeth Marshall
Capítulo VII
Muerte de Rolando
Los infieles huyeron por la llanura y Rolando no pudo perseguirlos. Su buen caballo yacía a poca distancia y él, cansado y derrengado, fué a socorrer a su querido amigo Turpín. Rápidamente le quitó el casco y la cota de malla, que estaba agujereada por varios sitios y teñida completamente de sangre; rasgando en tiras su vesta de seda, vendó cuidadosamente las heridas del Arzobispo y luego, cogiéndolo entre los brazos, lo recostó sobre el césped.
Arrodillándose ante el moribundo, Rolando le dijo:
— Padre: nuestros compañeros, a quienes tanto amábamos, han muerto todos, pero no hemos de abandonarlos de este modo. Permite que vaya en su busca y los traiga para que puedas bendecirlos una vez más.
— Ve, hijo mío— dijo Turpín,— pero vuelve pronto. A Dios gracias, hemos sido vencedores. Los dos, tú y yo, hemos ganado la batalla.
Entonces Rolando empezó a recorrer el campo en busca de sus compañeros. Uno tras otro halló a los Pares de Francia y los condujo al lado del Arzobispo.
Éste, al verlos sintió que las lágrimas humedecían sus ojos y resbalaban por sus descoloridas mejillas.
— ¡Señores!— exclamó, levantando al cielo su mano y bendiciéndolos — ¡quiera Dios recibir vuestras almas en el Paraíso!
Y allí mismo los absolvió de todos sus pecados, haciendo en el aire la señal de la cruz.
Luego Rolando marchó en busca de su amigo Oliveros. Por fin, al pie de un pino halló su cuerpo.
Cariñosamente lo levantó y tambaleándose al peso de su carga lo llevó a donde estaban los otros Pares, para que el Arzobispo le diera la última bendición.
— Querido Oliveros, amigo mío— dijo Rolando arrodillándose a su lado,— nunca se vio otro que como tú supiera romper una lanza y destrozar el escudo del enemigo; nadie como tú para aconsejar lealmente y para castigar a traidores y cobardes, y por fin no hubo en la tierra mejor caballero que tú.
Y al acabar de decir estas palabras, Rolando se desmayó presa del dolor.
Cuando Turpín vio a Rolando sin sentido, alargó 1a mano y le tomó el Olifante de marfil. A través del valle de Roncesvalles corría un arroyuelo y el Arzobispo pensó que si conseguía llegar hasta él, podría tomar un poco de agua con qué socorrer a su amigo.
Se levantó penosamente y con inciertos pasos consiguió recorrer un pequeño espacio, pero agotadas ya sus fuerzas cayó de rodillas, incapaz de avanzar más. Volviendo sus ojos al cielo unió las manos en actitud de súplica, exclamando:
— ¡Quiera Dios recibir mi alma en el Cielo!
Y cayó de espaldas.
Así murió el Arzobispo en servicio de su Emperador. El que con su palabra y con sus armas no cesara de combatir contra los infieles, yacía a la sazón, inmóvil y callado para siempre.
Rolando al recobrar el sentido vio a Turpín tendido en el suelo y comprendiendo que estaba muerto, sintió un nuevo desmayo.
Al volver en sí se aproximó al cuerpo del Arzobispo y cruzando sus manos sobre el pecho dijo:
— ¡Ah, padre! ¡Oh, caballero de noble linaje, Dios quiera acogerte en su seno! Ningún hombre lo sirvió más fielmente que tú. Desde los doce Apóstoles hasta nuestros días, no hubo en la tierra mejor profeta. Siempre estuviste dispuesto a combatir al enemigo con tus palabras y tu espada. ¡Que las puertas del Paraíso se abran para ti!
Luego, alzando las manos al Cielo, exclamó:
— ¡Corre, Carlos de Francia, corre tanto como puedas, que en Roncesvalles te espera gran penar ¡Pero también la siente el Rey Marsín, porque para cada uno de los nuestros que aquí han muerto, sucumbieron cuarenta de los suyos!
El cansado y mal herido Rolando se dejó caer sobre la hierba. En una mano tenía el cuerno Olifante, que tomara de entre las del Arzobispo, y con la otra empuñaba a Durandal, su buena espada. Mientras estaba allí inmóvil, un sarraceno que permanecía tendido entre los muertos, fingiéndose también cadáver, se levantó de pronto. Pasito a paso se acercó a Rolando y en cuanto estuvo a su lado, alargó la mano y cogió la espada Durandal.
— ¡Vencido¡ ¡Ya está vencido el sobrino de Carlomagno!— gritó— ¡Mirad su espada, que voy a llevar a los míos como trofeo!
Mientras el sarraceno decía estas palabras Rolando abrió los ojos.
— ¡No eres de los nuestros me parece!— gritó.
Y levantando el cuerno de marfil lo dejó caer con toda su fuerza sobre la cabeza del sarraceno.
Casco y cráneo todo se rompió y el infiel cayó muerto a los pies del Conde.
— ¡Miserable!— gritó éste— ¿Quién te mandó ser tan atrevido para poner tu mano sobre Rolando? Quien lo supiera te creería loco.
Mirando entonces al sarraceno, añadió:
— Por ti he roto la embocadura de mi Olifante y las piedras preciosas que lo adornaban se han esparcido por el suelo.
Y temiendo que alguien quisiera robarle su buena espada, cuando ya no pudiera resistir, Rolando reunió sus escasas fuerzas; tornó a Durandal, fuese hacia una roca que se elevaba en la llanura y con poderosos golpes trató de romper el arma contra ella. Mas en vano. El acero rajaba y rompía la peña sin que en su hoja se viera la menor mella.
— ¡Oh, Santa María, ven en mi ayuda!— gritó— ¡Qué desgracia, mi buena Durandal! Cuando me separe de ti ya no podré cuidarte. Los dos juntO.s hemos ganado muchas batallas, conquistado varios reinos que ahora pertenecen a Carlomagno. Mientras yo viva no te separarás de mí, y en cuanto haya muerto no quiero que pertenezcas a nadie que pueda huir ante el enemigo, tú que tanto tiempo has sido llevada por un valiente guerrero.
Rolando siguió golpeando la roca con la espada y de nuevo el acero rayó y rajó la peña, pero sin romperse. Cuando el caballero vio que no podía destruir su espada, sintió gran tristeza.
— ¡Oh, mi buena Durandal!— exclamó,— tú que has centelleado a la luz del sol muchas veces y que siempre fuiste mi alegría, ¿quieres ocasionarme ahora el dolor de imaginar que irás a caer en manos de los infieles?
Por tercera vez Rolando golpeó la roca con la espada con toda su fuerza, pero el acero no se rompió. No se veía en la brillante hoja la más pequeña mella. Entonces el caballero dijo tiernamente:
— ¡Oh, hermosa y santa Durandal! Es necesario que no te posea ningún infiel. Tú debes ser llevada solamente por manos cristianas, porque en tu empuñadura están engastadas santas reliquias. ¡Quiera el Cielo que no caigas en manos de ningún cobarde!
Así habló a su espada, acariciándola como si fuera un niño.
Luego, viendo que no era posible romperla, se echó sobre la hierba con la cara vuelta hacia donde huyera el enemigo, para que Carlomagno y su hueste al llegar, vieran que había muerto como conquistador. Debajo de su cuerpo puso su espada y su Olifante y luego tendiendo sus manos, las levantó hacia el Cielo:
— ¡Dios mío!— gritó.— He pecado. Perdóname por todas mis culpas, tanto las grandes como las pequeñas. ¡Perdóname por todos mis actos desde que nací hasta hoy, día de mi muerte!
Y así rogando, el gran guerrero murió. En el ambiente suave de la tarde se oyó el aleteo de los ángeles, y San Rafael, San Miguel y el Ángel Gabriel descendieron al campo de batalla y tomando el alma de Rolando la llevaron al Cielo.
Capítulo VIII
El regreso de Carlomagno
Rolando estaba ya muerto y los arcángeles se habían llevado su alma al Paraíso, cuando Carlomagno y sus huestes llegaron al valle de Roncesvalles. ¡Cuán terrible espectáculo contemplaron! No se veía ni un sendero ni una mata de hierba, pues todo estaba cubierto por los cadáveres de los francos y de los infieles.
Carlomagno contempló, horrorizado, aquella terrible escena.
— ¿Dónde estás, Rolando? ¿Dónde está el Arzobispo? ¿Y tú, Oliveros, dónde estás?
Y así fue llamando a sus doce Pares uno tras otro, pero ninguno contestó.
Todo el campo estaba inmóvil, a excepción de algún pendón que a veces agitaba el viento, pero el silencio era absoluto.
— ¡Ay— exclamó Carlomagno,— qué desgracia de no hallarme aquí cuando se dio la batallar y pronunciando estas palabras, las lágrimas se escapaban de sus ojos. Detrás de él todos los caballeros y hombres de armas se sentían también invadidos por la cólera o la tristeza. No había ninguno que no hubiera perdido a un hijo, un hermano o un amigo. Durante algún tiempo permanecieron todos mudos de horror y pena.
Entonces habló el Duque Naymes, que era hombre de sabio consejo y muy valiente en el combate.
— Mira, Señor, mira a dos leguas de distancia y verás una gran nube de polvo. Allí está reunido el ejército de los infieles. Corramos, Señor, y venguemos a nuestros camaradas.
Y realmente era así, pues los fugitivos del campo de batalla estaban reunidos a alguna distancia y se preparaban a regresar a Zaragoza.
— ¡Ay!— dijo Carlomagno,— están ya demasiado lejos. Pero ya que han matado a la flor de mi Imperio, por su honor voy a seguir tu consejo.
Entonces se volvió hacia cuatro de sus principales barones y les dijo:
— Quedaos aquí guardando el campo y las colinas que lo circundan. Dejad a los muertos tal como están, pero vigilad que ningún león u otro animal salvaje se acerque a ellos. Nadie, sea señor o escudero, debe tocar a los muertos hasta que yo vuelva.
— Se cumplirá tu voluntad, Señor— contestaron los varones.
Luego, dejando un millar de caballeros para ayudarlos en su tarea, Carlomagno hizo tocar sus cuernos de guerra y el ejército emprendió la persecución de los infieles. Furiosamente galoparon, pero no lograban alcanzar al enemigo. El Emperador observaba con ansiedad al sol que, despacio, se iba acercando al horizonte. La noche se aproximaba y el enemigo estaba lejos todavía.
Entonces, desmontando de su caballo, el Emperador se arrodilló sobre lp hierba.
— ¡Dios mío! — exclamó,— te ruego que detengas al sol. Di a la noche que espere y al día que no se vaya.
Y mientras el Emperador oraba, su ángel guardián murmuró a su oído:
— ¡Prosigue tu camino, Carlomagno! ¡La luz no te faltará! Has perdido la flor de tus caballeros y Dios lo sabe, pero ahora tienes oportunidad para vengar su muerte. ¡Persigue a los infieles!
Oyendo estas palabras, Carlomagno montó de nuevo a caballo y continuó la marcha.
Y, realmente, se cumplió un milagro. El sol siguió iluminando el cielo. Entretanto, los sarracenos huían perseguidos por los francos, hasta que una vez en el valle Tenebroso, éstos cayeron sobre aquéllos y los destrozaron. Los infieles emprendieron la fuga, pero los francos les cerraron el paso por todos lados, excepto por la parte en que corría el tío Ebro, en el cual no había puente, bote ni barca. Invocando a sus dioses Apolín, Tervagant y a su profeta Mahoma para que los salvara, los infieles se arrojaron por sí mismos al agua. Pero todos se ahogaron, arrastrados por el peso de sus armaduras, siendo Marsín el único que pudo llegar fugitivo a Zaragoza.
Cuando Carla magno vio que todos sus enemigos estaban aniquilados, desmontó del caballo, postróse en tierra y dio gracias a Dios. En cuanto hubo terminado su plegaria, el sol se ocultó en el horizonte.
— Ha llegado la hora del reposo— dijo el Emperador.— Es ya demasiado tarde para volver a Roncesvalles y, además, nuestros caballos están muy fatigados. Que se les quiten las sillas y los arreos y que se les deje pacer en libertad.
Los caballeros desmontaron y quitaron a sus caballos los arreos para que pacieran a la orilla del río, en donde había campos de fresca hierba. Luego los caballeros, que estaban muy cansados, se tendieron sobre el césped sin quitarse sus armaduras, y sin desceñirse tampoco las espadas, se dispusieron a dormir. Tan fatigados estaban por la batalla y la carrera que antes dieran hasta Roncesvalles, que se durmieron todos sin excepción y sin dejar centinelas.
El Emperador se acostó en el suelo, entre sus caballeros y barones y, como ellos, tampoco se quitó su armadura ni se desciñó su buena espada Joyosa.
La noche era clara y la luna brillaba en el cielo. Carlomagno, tendido en la tierra, a pesar del dolor que le produjeran la muerte de Rolando, Oliveros y los otros Pares, que a la sazón yacían en Roncesvalles, a pesar de ello, repetimos, pudo dormir.
Pero tuvo ensueños. Vio el cielo cubierto por negros nubarrones que despedían rayos, los cuales, al desgarrar el aire, caían con horroroso estampido. Caía al mismo tiempo una granizada que batía al suelo con fuerza, impelida por un viento huracanado. Nunca se vio en la tierra tempestad igual a la que en sueños contemplaba, y de pronto, toda su furia cayó sobre el ejército del Emperador. Los rayos envolvieron las lanzas con sus chispas, los escudos de oro se fundieron y las cotas de malla y corazas fueron destrozadas. Lobos y osos salieron de las vecinas selvas, se arrojaron sobre los aterrados caballeros y los devoraron. Monstruos jamás vistos, serpientes, fieros demonios y más de treinta mil grifos se precipitaron contra los francos, destrozándolos horriblemente.
— ¡Al arma, señor, al arma!— gritaban los francos a su Emperador.
Y éste, en sueños, luchaba por acercarse a sus hombres, pero una fuerza ignorada le impedía realizar su intento, quitándole todo el vigor. Entonces, de las profundidades de la selva, salió un león, que se arrojó sobre el monarca. Era un animal terrible, poderoso.
El Emperador empezó a luchar contra la fiera solamente con sus manos, pues no tenía arma alguna. Pero no le fue posible saber quién obtuvo la victoria, porque el ensueño se desvaneció.
Entonces tuvo otra pesadilla. Se figuró estar sobre las gradas de mármol de su palacio de Aquisgrán, llevando un oso sujeto por doble cadena. De pronto salieron del bosque otros treinta que hablaban el lenguaje humano y se dirigieron hacia la escalinata en que se hallaba Carlomagno con el oso atado.
— Devuélvenoslo, Señor— decían.— Es nuestro pariente y queremos ayudarlo. No es justo que lo retengas cautivo por más tiempo.
Pero a todo esto salió un perro del palacio, y saltando hacia las fieras se echó sobre la mayor de todas. Los dos animales rodaron sobre la hierba atacándose uno a otro furiosamente. ¿Quién sería el vencedor? Carlomagno no lo supo, porque la visión se desvaneció y él continuó durmiendo hasta la aurora.
Al recibir el primer rayo de luz, Carlomagno despertó. Pronto todos los hombres de armas estuvieron en pie, y antes de que se levantara el sol, el ejército emprendió el regreso hacia Roncesvalles.
Llegaron de nuevo al campo de batalla y Carlomagno empezó a buscar entre los muertos hasta hallar el cadáver de su sobrino Rolando. Entonces, teniéndolo abrazado, se puso a llorar desesperadamente.
— ¡Oh, mi querido Rolando! ¿Quién va a conducir ahora mi ejército? Tú eras mi orgullo, mi gloria y ¡ay! ya no te tendré más a mi lado! ¡Oh, qué funesto día fue ayer para la Cristiandad, para Francia y para mí!
Entonces uno de sus acompañantes le dijo:
— Señor, no te aflijas tanto. Manda que reúnan en una parte del campo a todos los francos muertos por los sarracenos. Entonces procederemos a enterrarlos con gran ceremonia, como merecen tales héroes.
— Buen consejo— dijo Carlomagno . .....;...Que toquen los cuernos.
Así se hizo, y al serles dada la orden, los hombres de armas fueron llevando a los francos muertos a un lugar del valle que estaba libre de cadáveres.
Con el ejército iban muchos obispos, abades y monjes, de modo que se pudieron celebrar espléndidos funerales por los fallecidos y se les enterró tributándoles grandes honores. Entonces, no siéndoles posible hacer nada más por sus camaradas, los francos los dejaron.
Únicamente los cuerpos de Rolando, Oliveros y el Arzobispo Turpín no quedaron en tierra española. Fueron encerrados en tres blancos ataúdes de mármol, cubiertos de ricas sedas y colocados en tres carromatos que debían llevarlos a la hermosa Francia.
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