La canción de Roldán
Henrietta Elizabeth Marshall
Capítulo V
Rolando toca el Olifante
Como se ha dicho, el Rey Margaris huyó mal herido, y al hallarse ante el Rey Marsín se echó jadeante a sus pies.
— ¡Aprisa, aprisa, señor!— gritó.— Tu ejército ha perecido hasta el último hombre, pero ahora hallarás a los francos en desesperada situación. Más de la mitad han muerto también y los restantes están mal heridos y cansados. Sus armas están rotas e inutilizadas. No tienen nada con qué defenderse. Si quieres tomar venganza de la muerte de tus caballeros es ahora cosa fácil. ¡Aprisa, aprisa!
Terriblemente encolerizado, el Rey Marsín reunió nuevo ejército. Emprendieron la marcha en veinte columnas a través de los valles que conducían al campo de batalla. El sol lanzaba sus brillantes rayos sobre las piedras preciosas y el oro de los cascos, lanzas, banderas y cotas bordadas. Siete mil cuernos sonaron ordenando el ataque y el viento llevó sus acordes a gran distancia.
— Oliveros, amigo mío— dijo Rolando al oírlos,— el traidor Ganelón ha jurado nuestra muerte. Claramente se ve que todo esto es fruto de una traición, pero estoy seguro de que el Emperador tomará terrible venganza. En cuanto a nosotros, debemos empezar de nuevo una terrible batalla; yo con mi buena espada Durandal y tú con la famosa Altaclara. Las hemos usado con honor en varias batallas y con ellas ganado muchas victorias. Nadie tendrá derecho a burlarse de nuestro comportamiento.
Y de nuevo los francos se prepararon para la batalla. Pero el Rey Marsín era un terrible enemigo.
Dirigiéndose a sus nobles, les dijo:
— Oíd, barones. Rolando es un príncipe de extraordinaria fortaleza. Dos batallas no bastan para cansarlo. Necesita tres. La mitad del ejército irá ahora a combatirlo y el resto se quedará conmigo hasta que los francos estén ya exhaustos. Entonces los atacaremos y llegará el glorioso día en que perecerán a la vez el poderío de Carlomagno y el renombre de Francia.
Así, pues, el Rey Marsín se quedó en la cima de una colina que dominaba el campo de batalla, mientras la mitad de su ejército iba a presentarla a los francos, al son de los cuernos y profiriendo gritos de guerra.
— ¡Cielos! ¡Ahí viene un nuevo ejército!— gritaron los francos al oír el tumulto.— ¡Maldito sea el traidor Ganelón!
Entonces el Arzobispo Turpín habló al ejército:
— Ahora es seguro que vamos a morir. Pero es mejor hacerlo espada en mano. Hoy es el día en que vamos a recibir gran honor y en que conquistaremos una corona de flores. Las puertas del Paraíso son gloriosas, pero por ellas no entra el alma de ningún cobarde.
— ¡Pues entraremos! — gritaron los francos.— Somos pocos, pero fuertes y atrevidos.
Y hundiendo las espuelas en los ijares de los caballos, corrieron al encuentro del enemigo.
De nuevo resonó en el aire el ruido ensordecedor de la batalla; la llanura se cubrió de cadáveres tiñendo la hierba de sangre. Por todas partes estaban diseminadas joyas, armaduras y armas destrozadas.
Espantosa era la matanza, y maravillosos los actos de valor que se llevaban a cabo por ambos bandos; mas, por último, los infieles perdieron la ventaja que su número les diera y emprendieron la fuga. En su persecución marcharon los francos, que iban matando a los rezagados; de manera que todo el camino se cubrió de una hilera no interrumpida de cadáveres y heridos.
Finalmente, los gritos de desesperación de los vencidos llegaron a oídos del Rey Marsín.
— ¡Señor! — gritaron los sarracenos.— Apresúrate, que necesitamos tu auxilio.
Los francos persiguieron a sus enemigos hasta los pies del Rey, ante el cual mataron a muchos.
Entonces Marsín, montado en su caballo, condujo al resto de su ejército a la batalla contra los temibles francos.
Éstos estaban casi exhaustos, pero todavía trescientas espadas brillaban al sol y trescientos corazones alentaban llenos de ardimiento.
Rolando buscó entre los combatientes a su amigo Oliveros, que se hallaba entonces en lo más recio de la pelea, hiriendo sin cesar al enemigo y nuestro héroe, al verlo, sintió aumentar la admiración y amistad que le inspiraba su compañero.
— ¡Oh, mi leal y fiel amigo! — exclamó.— Desgraciadamente, este día ha de acabar nuestra amistad. ¡Hoy será preciso separamos para siempre!
Oliveros lo oyó y abriéndose paso entre los combatientes condujo su caballo al lado del de Rolando.
— Amigo— le dijo,— permanece a mi lado tanto como te sea posible. ¡Quiera Dios que muramos juntos!
Entretanto, la pelea era cada vez más mortífera. Solamente quedaban ya sesenta francos. Rolando, al verlo, se volvió hacia Oliveros, diciéndole:
— ¡Mira! están muriendo los más valientes.
Ya puede llorar Francia porque hoy ha perdido sus mejores caballeros. ¡Oh, mi Emperador y amigo! ¿Porqué no estás aquí? Oliveros, hermano mío, ¿cómo vamos a comunicarles nuestro triste fin?
— No lo sé — dijo tristemente el joven.
Voy a tocar mi Olifante— añadió abatida su altivez. Carlomagno lo oirá y los francos volverán en nuestro socorro.
— Eso sería indigno— gritó Oliveros.— Nuestro pariente se avergonzaría de nosotros y quedaríamos deshonrados para el resto de nuestra vida. Cuando te rogué que lo hicieras no quisiste y ahora soy yo quien te lo impide. ¡Tocar tu olifante! No, no es ocasión de hacerlo. Si el Emperador hubiese estado aquí nos habría salvado, pero ahora es demasiado tarde, porque todo está perdido. No— dijo irritándose a medida que hablaba,— si no me es dado ver más a mi hermosa hermana Alda, te juro también que no la tendrás nunca entre tus brazos.
Es necesario decir que la hermana de Oliveros, Alda, estaba prometida a Rolando, el cual debía casarse con ella a su vuelta a Francia.
— ¡Ah, Oliveros! ¿Por qué me hablas con semejante enojo?— preguntó Rolando tristemente.
— Porque, por tu culpa, han muerto tantos francos— contestó Oliveros.— Con tu locura los has conducido a la muerte. Si hubieras obrado como te aconsejaba, nuestro señor Carlomagno estaría aquí y habríamos ganado esta batalla. Con tu arrogancia has causado la muerte de todos. En adelante ya no podremos servir a Carlomagno, porque este es nuestro último día, y aquí acaba también nuestra leal amistad. ¡En verdad que nuestra despedida es muy amarga!
Rolando, lleno de tristeza, miraba a su amigo, pero el Arzobispo Turpín, que oyó las irritadas palabras de Oliveros, clavó las espuelas a su caballo y fue hacia ellos.
— Conde Rolando, y tú, Conde Oliveros gritó,— os ruego que no riñáis. Tened en cuenta que vamos a morir todos y tu Olifante, Rolando, no puede evitarlo ni salvar nada. El gran Carlomagno está lejos y regresaría demasiado tarde.
No obstante, tal vez sería bueno que lo tocaras, porque el Emperador al oírlo regresaría para vengar nuestra muerte, y así los infieles no volverían a sus casas con la alegría de la victoria. Cuando vengan los francos hallarán nuestros cuerpos y con lágrimas en los ojos los enterrarán para que no seamos pasto de las fieras o para que el viento no esparza el polvo de nuestros huesos.
— Bien dicho— asintió Rolando.
Y aspirando profundamente, llevó la embocadura del cuerno a los labios y sopló con toda la fuerza que le quedaba. Salió una nota estruendosa que, en alas del viento, fue llevada de una a otra parte, hasta llegar al campamento de Carlomagno, que se hallaba a treinta leguas de distancia. Al oírla, llevada por la brisa de la tarde, el Emperador prestó atento oído y dijo:
— ¡Nuestros caballeros están combatiendo! ¡Este es el Olifante de Rolando!
— ¡Ca! — repuso burlonamente Ganelón. – Si otro hombre lo dijera, señor, creería que miente.
El Emperador no quiso insistir, pero continuó tristemente su camino dirigiendo algunas miradas hacia atrás.
De nuevo, Rolando llevó el Olifante a su boca. A la sazón sentía cansancio y debilidad. Sus pálidos labios estaban teñidos de sangre y las venas de sus sienes parecían cordeles a fuerza de estar congestionadas. Muy tristemente, sopló en su cuerno, pero el sonido fue llevado lejos, muy lejos, a pesar de ser tan débil. Carlomagno, al oír otra vez la dulce nota, prestó atención. El duque Naymes hizo lo mismo y todos los caballeros francos se detuvieron para escuchar mejor.
— ¡Es el Olifante de Rolando!— exclamó el Emperador,— y con toda seguridad no lo tocaría de no haber batalla.
— ¡No hay batalla!— repuso Ganelón con mal humor.— Hablas, señor, cual pudiera hacerlo un tímido niño. Ya conoces el orgullo de Rolando, el fuerte, grande y atrevido Rolando, cuya vida Dios ha consentido tanto tiempo en la tierra. Ya sabes que Rolando es capaz de tocar el cuerno todo el día si va en persecución de una liebre. Sin duda alguna está ahora riendo entre sus amigos Pares. Y además ¿quién se atrevería a atacar a Rolando? ¿Quién será tan osado? Nadie hay en el mundo capaz de ello. Continuemos el camino, señor. ¿Por qué detenernos? Nuestra hermosa patria está aún bastante lejana.
Al oír estas palabras del traidor Ganelón, el Emperador continuó tristemente la marcha.
Los labios de Rolando esteban teñidos de sangre y, en cambio, sus mejillas blancas como la nieve, pero, no obstante, llevó otra vez el Olifante a su boca, y, lleno de tristeza y angustia, sopló. La débil y suave nota tenía tal fúnebre expresión, que impresionó dolorosamente el corazón de Carlomagno, el cual, treinta leguas a lo lejos, caminaba hacia Francia.
— ¡Cuán tristemente suena el Olifante!— dijo el Monarca.
— ¡Es Rolando!— exclamó el Duque Naymes.
— Es Rolando que sufre allí abajo. Juro por mi alma que hay batalla y que alguien nos ha hecho traición. Y, si no me equivoco, es el mismo que ahora trata de engañarnos. ¡Al arma, señor, al arma! ¡Que toquen los cuernos de guerra! Demasiado has desoído las llamadas de Rolando.
Sin perder instante, el Emperador dio la orden. Rápidamente el ejército volvió grupas y emprendió el regreso a Roncesvalles. El sol poniente caía sobre sus pendones carmesíes, adornados de oro y azul, y centelleaba en los cascos y corazas, sobre las lanzas y escudos. Los caballeros hacían galopar a sus caballos.
— ¡Oh! — exclamaban,— si no llegamos a tiempo de salvar a Rolando, ¡qué venganza va a ser la nuestra!
Pero ¡ay! era demasiado tarde.
El sol se ocultó tras la cima de una montaña y al cabo llegó la noche. Los. hombres de armas y caballeros proseguían rápidamente su marcha. Sin detenerse siguieron corriendo durante toda la noche y cuando el sol volvió a brillar con centelleo de fuego sobre los cascos, cotas de mallas, corazas y flotantes pendones, los halló corriendo vertiginosamente hacia Roncesvalles.
El Emperador iba a la cabeza de todos, agobiado por la tristeza, con los ojos llenos de lágrimas y retorciéndose la blanca y luenga barba que flotaba sobre su coraza. Detrás de él galopaban sus caballeros, los que, a pesar de ser rudos y estar avezados a presenciar horrores, tenían que hacer esfuerzos para contener las lágrimas que querían escaparse de sus ojos, mientras mascullaban entre dientes una oración por el valiente y atrevido Rolando.
Únicamente uno de los caballeros sentía ira en su corazón. Este era Ganelón, el cual. por orden del Emperador, iba guardado por los cocineros del ejército. Llamando al jefe de todos ellos, Carlomagno le dijo:
— Guardadme a este felón, porque es un traidor que me ha vendido, conduciendo a mis mejores caballeros a la muerte.
Entonces el cocinero en jefe y un centenar de subordinados, rodearon a Ganelón. Lo cogieron por los cabellos y lo abofetearon cuatro veces cada uno de ellos. Alrededor de su cuello ataron una pesada cadena y llevándolo como se lleva a un oso bailarín, lo montaron encima de un caballo destinado a llevar bagajes. Así lo guardaron en espera de que Carlomagno les ordenara presentárselo.
Capítulo VI
Muerte de Oliveros
Al apuntar el día, Rolando miró a las montañas y al valle. A su alrededor yacían muertos casi todos los francos y, al verlo, como noble caballero que era, lloró por ellos.
— Señores y barones— dijo,— ¡quiera Dios tener compasión de vosotros! ¡Puedan vuestras almas entrar en el Paraíso y reposar para siempre entre las celestiales delicias! Mejores vasallos que vosotros nunca se vieron. Bien me habéis servido durante estos últimos años. ¡Oh, Francia querida! ¡Oh, mi amada Patria! Hoy llorarás la muerte de tus mejores barones que por mí perecieron. Oliveros, mi querido hermano, de nuevo vamos a combatir a los infieles, porque, si no me matan, moriré de pesar y de vergüenza.
Así, pues, Rolando se irguió empuñando su espada Durandal, pero como los gamos ante un perro, los infieles huyeron al verlo.
El Arzobispo Turpín exclamó entonces:
— ¡Este es el valor que debe demostrar un caballero que ciñe espada y monta fogoso caballo! De lo contrario valdría más que se hiciera monje y rogara en el fondo de una celda por el perdón de nuestros pecados.
— ¡Hiere sin piedad!— exclamaba entretanto Rolando— ¡Hiere, mata!
Entonces volvió a oírse el furioso chocar de las armas, pero a la sazón, los caballeros cristianos eran poquísimos y, por el contrario, los infieles muy numerosos.
A lo más recio de la pelea acudió entonces el Rey Marsín, matando a su paso tantos caballeros cristianos como hallaba.
— ¡Maldito seas!— le gritó Rolando— por haber dado muerte a muchos de mis camaradas. Antes de que te vayas quiero que sepas cuál es el nombre de mi espada.
Y de un golpe cortó la mano a Marsín, mientras con otro mató a su hijo que lo seguía.
Entonces, aterrado, Marsín huyó.
— ¡Mahoma nos vengará — exclamó— aniquilando a estos francos felones que Carlomagno ha dejado en nuestra Españar
El Califa, tío de Marsín, se quedó en el campo de batalla combatiendo. Era el mismo de cuya pretendida muerte diera cuenta el traidor Ganelón y, dando entonces un salvaje grito de guerra, se arrojó contra el pequeñísimo ejército de los cristianos.
— Ha llegado el final— dijo Rolando.— Vamos a morir; pero entretanto, señores, ¡matad, matad! Vended caras vuestras vidas. Combatid por la gloria de Francia, y para que cuando llegue Carlomagno, halle quince infieles muertos por cada uno de nuestros cadáveres y así, llorando nuestra muerte, nos bendecirá.
— ¡Muere, traidor!— gritó Oliveros yendo al encuentro del Califa.
Pero éste, arteramente, dio media vuelta e hirió de un lanzazo en la espalda al gentil caballero.
— ¡Tú eres el que vas a morir!— gritó el Califa.— En ti he vengado a mi ejército.
Oliveros estaba mortalmente herido, pero dando rápidamente media vuelta levantó su buena espada y con ella golpeó con fuerza el casco de oro del Califa.
Las joyas que lo adornaban saltaron como chispas de fuego y la cabeza del infiel fue partida hasta la barba.
Manteniendo todavía su espada en alto, Oliveros gritó entonces:
— ¡Rolando, Rolando, ven! Permanece a mi lado a la hora de mi muerte, porque ahora es el momento de despedirnos para siempre.
Rolando oyó estas palabras y a través de los combatientes acudió a donde estaba su amigo. Con triste mirada contempló el pálido semblante de Oliveros que perdía toda su sangre por la herida de la espalda.
— ¡Oh, querido hermano mío!— exclamó Rolando— leste es el fin de tus proezas y de tu fama? Ahora sí que es completa la pérdida del ejército del Emperador.
Y diciendo estas palabras, se desmayó sobre su caballo.
Al caer Rolando sobre Oliveros, éste, que ya no lo conoció, sintiendo un choque se creyó atacado y levantando la espada la descargó sobre la cabeza de Rolando con toda su fuerza. El casco resultó partido en dos, pero Rolando no fue herido.
El golpe tuvo por resultado devolverle el sentido y extrañado del ataque que le dirigiera su amigo, le preguntó:
— ¿Fuiste tú, amigo, el que me hirió? ¿Lo has hecho involuntariamente? Soy tu amigo Rolando que te quiere. ¿No estás encolerizado conmigo?
— Te oigo— repuso Oliveros,— pero no te puedo ver. ¿Te he herido, hermano? No lo hice con intención, perdóname.
— — No me has herido— dijo Rolando— pero ante Dios te perdono de todo corazón.
Luego, cariñosamente, se despidieron uno de otro,
Los ojos de Oliveros ya no veían la luz y sus oídos no percibían ningún sonido. Entonces desmontó de su caballo y se arrodilló; unió sus manos, confesó sus pecados y rogó a Dios que bendijera a la hermosa Francia, a su Rey Carlomagno y, entre todos sus amigos, a Rolando. Luego inclinó la cabeza y tendiéndose sobre el campo de batalla, murió.
Cuando Rolando vio a Oliveros muerto, lloró de pena:
— Querido amigo mío— dijo sollozando;— ¡a qué fin te ha conducido tu valor! Muchos años hemos estado juntos y nunca me has dado el menor motivo de queja, ni yo a ti.
Y a impulsos del dolor, Rolando volvió a desmayarse sobre su caballo.
Cuando recobró el sentido, miró de nuevo a su alrededor y vio que casi todos sus caballeros habían muerto. De todo el ejército cristiano, solamente dos hombres quedaban en pie. Éstos eran el Arzobispo Turpín y Gualterio de Humrico y noble conde.
Con las lanzas rotas, los escudos atravesados y las armaduras destrozadas, los tres valientes continuaron combatiendo contra los sarracenos, que caían uno tras otro a sus golpes.
— ¡Qué temibles hombres!— gritaban los infieles.— Pero no han de escapar vivos. ¡Maldito sea el que no los ataque y miserable quien los deje escapar!
Pero tal era la furia y el valor de los tres combatientes, que los enemigos no se atrevían a ir contra ellos. Del ejército sarraceno quedaban todavía mil infantes y cuarenta mil jinetes.
Todos permanecían a cierta distancia, lanzando dardos y jabalinas a los tres enemigos que les resistían.
Pronto cayó muerto Gualterio de Hum, atravesado por un dardo.
Luego le mataron el caballo al Arzobispo, pero éste, en un momento, se desembarazó de él y se aprestó a la pelea.
— ¡Todavía no estoy vencido— gritó a Rolando;— mientras un guerrero respira prosigue el combate!
Y lanzándose contra los infieles, a pesar de estar muy mal herido, los acometió con tal furia que, según se dijo algunos días después, se hallaron cuatrocientos cadáveres a su alrededor.
Rolando también se batía furiosamente, pero queriendo saber de todos modos si Carlomagno estaba cerca, aplicó a sus labios el Olifante, el cual dejó escapar un débil sonido.
A pesar de ello, llegó a oídos del Emperador, quien detuvo su marcha para escucharlo mejor.
— Señores— dijo,— nos amenaza una gran desgracia. Hoy perderé a mi sobrino y de ello estoy convencido al fijarme en el sonido de su Olifante, pues parece que lo toque un hombre moribundo. Si no queremos llegar demasiado tarde, hundamos las espuelas en los ijares de nuestros caballos y que toquen todos los cuernos de mi ejército para darle aviso de nuestra llegada.
Entonces, al mandato del Emperador, sonaron sesenta mil cuernos, cuyo clamor atronó el espacio, repercutiendo en todas las montañas, hasta llegar al valle de Roncesvalles, en donde fue oído por los infieles, que todavía combatían contra Rolando.
— ¡Carlomagno llega!— gritaron — ¡es Carlomagno! ¡El Emperador vuelve! ¡Va a destrozarnos si nos halla aquí! ¡Si Rolando no muere será preciso combatir de nuevo y perderemos nuestra hermosa España!
Entonces cuatrocientos de los más atrevidos y valientes infieles, marcharon en apretadas filas contra Rolando.
En cuanto éste los vio llegar sintió renacer sus fuerzas. Mientras tuviera vida estaba resuelto a combatir y prefería la muerte a la fuga. Así, pues, clavando las espuelas a su caballo, se lanzó contra la enemiga hueste. El Arzobispo, cogido al estribo de Rolando, lo acompañó, y cuando los sarracenos vieron llegar a los héroes, emprendieron la fuga sobrecogidos de terror.
— ¡Huyamos, huyamos! — gritaban.— Los cuernos que oímos son los del ejército de Carlomagno Rolando era, no solamente el más valiente, sino que también el más cortés de los caballeros, pues, volviéndose al Arzobispo, le dijo:
— Yo voy montado y tú a pie y esto no puede ser. Por tí me detengo en este lugar y por nada del mundo te abandonaré. Los dos juntos esperaremos a los infieles.
— ¡Maldito sea el que primero nos ataque! —gritó Turpín.— Ya no combatiremos en otra batalla, pero Carlomagno está cerca y nos vengará.
Entretanto los infieles, reunidos a cierta distancia, conferenciaban entre sí.
— Somos desgraciados y este día es funesto para nuestra raza— decían.— Hemos perdido a nuestros capitanes y señores, y el terrible Carlomagno llega con su poderoso ejército. Desde aquí se oyen sonar sus cuernos y su grito de guerra ¡Montjoie! ¡Montjoie! Por otra parte, nada iguala el valor y ardimiento del Conde Rolando. No hay hombre que pueda vencerlo. Huyamos, pues; pero antes de emprender la retirada, que cada uno de nosotros le lance un dardo y de esta manera le daremos muerte.
Así lo hicieron y el escudo de Rolando fue roto en mil pedazos, la cota de malla quedó destrozada y su buen caballo cayó atravesado por treinta dardos. El Arzobispo fue también mal herido; pero ya los infieles habían huido y todavía Rolando permanecía en pie en aquel campo de muerte.
FICHA DE TRABAJO
VOCABULARIO
Agasajar: Tratar
Los textos e imágenes que se muestran en esta web se acogen al derecho de cita con fines didácticos, que pretenden fomentar el conocimiento de las obras y tienen como único objetivo el análisis, comentario o juicio crítico de las mismas.