Henrietta Elizabeth Marshall
Ganelón y Blancandrín proseguían su viaje a través de olivares y viñedos y de pronto el sarraceno empezó a decir astutamente:
— Tu Emperador es, en verdad, un maravilloso caballero. Ha conquistado el mundo de uno a otro mar. Y ahora, ¿para qué viene a nuestro país? ¿Por qué no nos deja en paz?
— Porque tal es su voluntad— contestó Ganelón.— No hay en la tierra hombre tan grande como él. Nadie es capaz de oponerse a sus designios.
— Vosotros, los francos, sois realmente hombres muy nobles, pero vuestros condes y barones merecen reproches si aconsejan al Emperador que nos hagan la guerra.
— No hay ninguno digno de reproche por este concepto, exceptuando a Rolando. Su orgullo tendrá seguramente castigo. ¡Ha de perecer a manos de un asesino! ¡Ojalá que fuera pronto y así tendríamos paz!
— ¿Es muy cruel Rolando?— preguntó Blancandrín.— Seguramente cuenta con la ayuda de los nobles, ¿verdad?
— Sí, todos los francos lo aman de tal modo, que están persuadidos de que no puede errar. Les ha dado muchas joyas y gran cantidad de dinero y por eso lo sirven. Ha hecho ricos presentes al mismo Emperador y, ciertamente, no descansará hasta haber conquistado toda la tierra del Este al Oeste.
El sarraceno miró a Ganelón con el rabillo del ojo. El Conde era un verdadero caballero, pero la envidia y rabia que entonces sentía, habían ahogado en él todos sus buenos y nobles sentimientos.
— Oye — dijo quedamente Blancandrín. — ¿Quieres vengarte de Rolando? Si acaso lo deseas, entréganoslo, por Mahoma. El Rey Marsín es muy generoso y por semejante acto te daría, seguramente, incontables tesoros.
Ganelón oyó la tentadora promesa del sarraceno, pero prosiguió su camino como si no hubiera entendido tales palabras, con la barba hundida en el pecho y la mirada sombría.
Pero antes de terminar el viaje y de llegar a Zaragoza, el caballero sarraceno y el cristiano habían formado un complot para lograr la ruina de Rolando.
Finalmente, se terminó la jornada y Ganelón se inclinó ante el Rey Marsín, que lo aguardaba sentado en un trono de mármol cubierto de rico tapiz de seda y colocado a la sombra de un copudo árbol de su vergel. A su alrededor los nobles aguardaban en silencio que Blancandrín diera cuenta del resultado de su mensaje. Éste, inclinándose, se acercó al trono, llevando de la mano a Ganelón.
— Mahoma te guarde, ¡oh, Rey Marsín! He dado cuenta de tu mensaje al poderoso Rey cristiano, el cual, por toda respuesta, levantó sus manos al Cielo y dio gracias a su Dios. Pero conmigo ha mandado a uno de sus nobles, un poderoso de Francia, el cual está encargado de transmitirte la contestación que debe traernos la paz o la guerra.
— Que hable— dijo el Rey Marsín— y le escucharemos.
— Salud— dijo Ganelón— en nombre del Dios glorioso que todos debemos adorar. Oye, pues, el mandato de Carlomagno. Tú, ¡oh, Rey! Debes abrazar el cristianismo y, en recompensa, el Emperador Carlomagno te dará en feudo la mitad de España. Sobre la otra mitad reinará el Conde Rolando, un altivo compañero para ti. Si no aceptas estas condiciones, Carlomagno sitiará Zaragoza y serás llevado cautivo a Aquisgrán, en donde tendrás vergonzosa muerte.
Al oír estas palabras, el Rey Marsín se puso pálido de ira. En su mano tenía un dardo de oro e hizo ademán de arrojarlo a Ganelón. Pero el caballero puso su mano en el pomo de su espada y la sacó a medias de la vaina.
— Espada mía— exclamó,— eres brillante y hermosa. Muchas veces te he llevado en la corte de mi monarca y no quiero que se diga nunca que he muerto solo en tierra enemiga, sin antes haberte hundido en el pecho del más valiente de todos.
Durante pocos instantes, el Rey y el caballero cristiano se miraron uno a otro sin pronunciar palabra alguna. Inmediatamente se oyeron los gritos de los circunstantes, que decían:
— ¡Separadlos! ¡Separadlos!
Los sarracenos de más calidad se interpusieron entre su Rey y Ganelón.
— Has hecho mal en levantar tu mano contra el caballero cristiano— dijo el califa de Marsín, conteniéndolo.— Antes es preciso que oigas lo que debe decirte.
— Señor— dijo altivamente Ganelón,— ¿te figuras que todas las amenazas del mundo me obligarán a callar el mensaje que mi Emperador Carlomagno manda a su mortal enemigo? Hablaré aun cuando todos estén contra mí.
Y sosteniendo con la mano derecha el puño de su espada, con la izquierda se quitó el manto que lo cubría y lo arrojó a los pies del trono. Entonces se irguió y su actitud altiva y digna, suscitó la admiración de todos.
— ¡Es un noble caballero!— gritaron los circunstantes.
Y volviéndose de nuevo al Rey Marsin, Ganelón le dio la carta del Emperador.
Cuando el Rey hubo roto el sello y leído la carta, su semblante se puso sombrío.
— Oíd, señores — dijo. — Porque en tiempos pasados di muerte a dos caballeros cristianos, el Emperador me amenaza con su cólera. Además, me manda que le dé en rehenes a mi tío el Califa.
— ¡Esto es obra de Ganelón!— exclamó uno de los caballeros— y por ello merece la muerte. Entrégamelo y haré justicia en él.
Y diciendo estas palabras oprimió el puño de su espada.
Con la rapidez del rayo, Ganelón desenvainó su buena espada Murglies y con la espalda apoyada en un árbol, para prevenir posibles ataques por aquel lado, se preparó a la defensa que, en aquellas circunstancias, iba a ser desesperada. Pero, de nuevo, la reyerta fue evitada, pues Blancandrín apartó a Ganelón.
Entonces, una vez apaciguados los ánimos, Blancandrín relató al Rey lo que había hecho y de qué manera, durante el camino, Ganelón prometió entregar a Rolando, que era el mejor guerrero de Carlomagno.
— En caso de que Rolando muera— acabó diciendo Blancandrín,— tendremos paz para lo venidero.
— Tráeme al caballero cristiano— ordenó Marsín.
Blancandrín fue a cumplir la orden y llevó a Ganelón a presencia de su soberano.
— Señor Ganelón— dijo el monarca,— impulsado por la cólera he cometido una ligereza al levantar mi mano contra ti; pero te ruego que lo olvides, y como prueba de mi amistad, acepta este manto de cibelina. Vale quinientas libras de oro.
Y tomando la prenda que acababa de nombrar, la puso sobre los hombros de Ganelón.
— No puedo rehusar tu regalo— dijo el caballero.— ¡Que el Cielo te recompense por él!
— Créeme, señor Ganelón— dijo el Rey Marsín,— te quiero bien, pero te recomiendo la mayor discreción sobre nuestras conversaciones.
Quisiera oírte hablar de Carlomagno. ¿Es muy anciano, verdad? Creo que tiene más de doscientos años de edad. Debe de estar ya fatigado de tantas batallas y de haber humillado en el polvo a tantos reyes. Ahora, lo que debiera hacer, es reposar de sus fatigas en la hermosa ciudad de Aquisgrán.
Ganelón meneó la cabeza.
— No— dijo;— no es así, Carlomagno. Todos los que lo han visto han podido observar que es un verdadero guerrero. No sé cómo ponderarlo lo bastante por todas sus buenas cualidades, porque, en la tierra, no existe otro a la vez tan brava y bueno. Por mi parte, preferiría la muerte que dejar su servicio.
— Me maravilla lo que dices; pues, según mis noticias, Carlomagno era un hombre anciano y ya decrépito. Y no siendo así, ¿cuándo cesará en sus empresas guerreras?
— ¡Ah!— dijo Ganelón— no dejará de guerrear mientras viva su sobrino Rolando. Bajo la bóveda celeste no existe barón tan espléndido ni orgulloso. Oliveros, su amigo, es también hombre muy valiente que ha realizado muchas proezas. Con ellos dos y los Pares de Francia restantes, Carlomagno no teme a hombre alguno.
— Bueno, señor Ganelón— dijo el Rey Marsín, observando la animosidad del cristiano,— ¿cómo podremos matar a Rolando?
— Vaya decírtelo— contestó Ganelón.— Promete a mi Emperador hacer todo lo que te ordena. Mándale rehenes y presentes. Entonces regresará a Francia. Su ejército pasará por el valle de Roncesvalles y allí ya cuidaré yo de que Rolando y su amigo Oliveros manden la retaguardia. Ellos, sin duda, se entretendrán por aquellos lugares y entonces tú, con tu poderoso ejército, puedes caer sobre ellos. Con seguridad perderás a muchos de tus caballeros, porque Rolando y sus amigos se batirán bien. Pero, finalmente, creo que obtendrás la victoria porque tus hombres serán más numerosos que los suyos. Rolando morirá, y, al darle muerte, cortarás el brazo derecho de Carlomagno. Entonces ¡adiós heroico ejército de Francia! Nunca jamás podrá Carlomagno reunir semejantes hombres y en España reinará la paz para siempre.
Cuando Ganelón hubo terminado de hablar, el Rey sarraceno le echó los brazos al cuello y le besó ambas mejillas.
Luego, volviéndose a sus esclavos, les mandó que trajeran gran cantidad de oro, plata y piedras preciosas y lo hizo poner todo a los pies de Ganelón.
— Pero júrame — dijo Marsín— que Rolando irlÍ a retaguardia y que podré darle muerte.
Por toda respuesta, Ganelón puso su mano sobre la espada Murglies y juró por las sagradas reliquias que contenía, que haría todo lo prometido para que Rolando muriese.
Entonces un caballero sarraceno regaló a Ganelón una espada cuyo puño estaba materialmente cubierto de piedras preciosas, de manera que al mirarlo los ojos quedaban deslumbrados.
— Procura que Rolando vaya a retaguardia y es nuestro— dijo.
Y besó a Ganelón en ambas mejillas.
En seguida, otro caballero sarraceno se acercó a Ganelón.
— Aquí está mi casco — exclamó presentándolo.— Es de fino acero y el más rico que se conoce en este país. Es tuyo, ya que te has comprometido a entregarnos a Rolando.
Y también besó a Ganelón.
Luego se presentó Bramimonda, la Reina. Era muy hermosa. Su cabello negro estaba sembrado de perlas y sus vestiduras de seda y oro arrastraban por el suelo. Llevaba en las manos multitud de piedras preciosas y quitándose además todas las riquísimas joyas que la adornaban lo entregó todo a Ganelón, diciéndole al mismo tiempo:
— Toma todo eso para tu bella esposa. Dile además que la Reina Bramimonda se las manda en pago del gran servicio que tú me has hecho.
y derramó sus joyas entre las manos de Ganelón. Ésta fue, pues, la recompensa de la traición que cometió el Conde.
— ¿Están prontos mis regalos para el Emperador?— preguntó Marsín a su tesorero.
— Sí, señor— contestó éste;— setecientos camellos cargados de oro y plata y veinte rehenes, los más nobles de la ciudad. Todo está listo.
Entonces el Rey pasó su mano sobre el hombro de Ganelón.
— Eres valiente y sabio— dijo,— pero en nombre de cuanta sea para ti sagrado, recuerda lo que me has prometido. Mira, te doy diez mulos cargados de ricos tesoros y cada año te mandaré la misma cantidad. Ahora toma las llaves de la ciudad, los tesoros y los rehenes que ya están preparados para tu Emperador. Hazle entrega de ello, dile que haré todo Jo que me pide, pero no olvides tu promesa de que Rolando irá a la retaguardia.
Impaciente por marcharse, Ganelón hizo un brusco movimiento para evitar la mano del Rey que todavía estaba apoyada en su hombro y dijo:
— No me detengas más, señor.
Y después de haberse despedido, montó un caballo y emprendió el regreso.
Entretanto Carlomagno junto con su ejército, permanecían acampados en espera de la respuesta del Rey Marsín. Y una mañana, mientras estaba sentado ante su tienda rodeado de sus barones y Pares, apareció en lontananza una brillante cabalgata.
Al poco rato, el traidor Ganelón doblaba la rodilla ante él y empezó a relatar las mentiras que ya tenía imaginadas.
— Dios te guarde— exclamó.— Aquí traigo las llaves de Zaragoza, ricos y raros tesoros cargados en setecientos camellos y veinte rehenes de entre los más nobles de Zaragoza. El Rey Marsín me ha encargado decirte que no le guardes mala voluntad si no te ha mandado en rehén a su tío el Califa, pero éste ha muerto. Yo mismo vi cómo transportaban su cadáver a la costa.
— ¡Alabado sea Dios! — exclamó Carlomagno.
— Te doy las gracias, mi fiel Ganelón, por la diligencia y el acierto con que has cumplido mi encargo. Por fin he terminado esta guerra y podremos emprender el regreso a la hermosa Francia.
Dióse orden de tocar los cuernos y muy en breve el gran ejército, con los pendones flotando al viento y las brillantes armaduras reflejando los rayos del sol, emprendió el camino marchando sobre la tierra cual caudaloso río.
Pero tras el ejército cristiano, a través de profundos valles y de sendas ignoradas, seguía el ejército sarraceno. Los caballeros infieles iban cubiertos de acero de la cabeza a los pies. De sus cintos colgaban sendas espadas, en las manos empuñaban fuertes lanzas y en sus corazones llevaban el odio hacia los cristianos. Y, por desdicha, los francos no sospechaban la menor cosa.
Cuando llegó la noche, los francos acamparon en la llanura. Y sobre las cimas de las montañas, ocultos en tenebrosos bosques, se hallaban los sarracenos observando a sus mortales enemigos.
En el centro de su ejército, descansaba el Emperador Carlomagno, y mientras dormía soñó que se hallaba en el valle de Roncesvalles lanza en mano. A él llegóse Ganelón, quien le quitó la lanza y la partió en dos trozos ante su vista. Al romperse, el arma hizo un espantoso ruido como el de un trueno. En su sueño, el Emperador se encolerizó sobremanera, pero no llegó a despertarse. Pasó aquella visión y de nuevo volvió a soñar.
Entonces le pareció que se hallaba en su ciudad de Aquisgrán.
De pronto, salió un leopardo del bosque cercano y se echó sobre el monarca. Pero cuando sus fauces estaban cercanas al brazo del Emperador, un fiel perro saltó furiosamente sobre la fiera y la atacó con valentía. Los dos combatientes empezaron a revolcarse en el suelo y, rugiendo, se mordían furiosamente. Tan pronto llevaba la ventaja el perro como el leopardo. «¡Qué magnífico combate!»— gritaban los francos contemplando aquel espectáculo.
Pero el Emperador no llegó a saber cuál de los dos obtendría la victoria, porque la visión desapareció.
Pasó la noche y llegó la aurora. Se oyó el sonido de un millar de cuernos y todos los hombres de armas estuvieron en breve preparados a emprender la marcha.
Pero aun cuando regresaba a su querida patria, Carlomagno estaba triste y pensativo, reflexionando sobre los sueños que había tenido.
— Señores y barones— dijo a sus íntimos:— fijaos bien en el terreno que pisamos. Estos valles son muy profundos y mal estaríamos en ellos si los sarracenos, olvidando su juramento, cayeran ahora de improviso sobre nosotros. A quién vamos a confiar el mando de nuestra retaguardia para poder marchar con seguridad?
— Da el mando a mi hijastro Rolando, pues no hay ninguno tan valiente como él— dijo Ganelón.
Al oír Carlomagno estas palabras, miró irritado a Ganelón, diciéndole:
— ¿Por qué eres tan vengativo? Si doy el mando de la retaguardia a Rolando, ¿a quién voy a dar el de la vanguardia?
— A Ogier de Dinamarca— dijo prontamente Ganelón;— ¿quién mejor?
Carlomagno habría deseado que Rolando no oyera las palabras de su padrastro, porque conocía el espíritu aventurero del joven, pero éste había oído perfectamente toda la conversación.
— Te doy las gracias, señor padrastro— dijo,— por haberme procurado un puesto de honor. Tendré buen cuidado para que el Emperador no pierda uno solo de sus hombres, y no desaparecerá ningún caballo de batalla, palafrén o mula, sin que el matador o ladrón se haya llevado la paga en forma de estocadas.
— Lo sé perfectamente— contestó Ganelón,— y por esta razón te he propuesto.
Rolando se volvió entonces a Carlomagno y le suplicó que le confirmara el nombramiento.
Pero el Emperador con la cabeza baja reflexionaba, retorciendo al mismo tiempo los mechones de su barba como acostumbraba a hacer cuando estaba preocupado. Algunas lágrimas brillaban en sus ojos y guardaba silencio. Tanto era el amor que profesaba a Rolando y tan grande el temor de que le ocurriera algún suceso desagradable.
Entonces el Duque Naymes dejó oír su voz.
— Da, señor, el mando de la retaguardia a Rolando. Nadie mejor que él.
Silenciosamente, el Emperador concedió el permiso solicitado y Rolando marchó a tomar posesión del mando.
Ganelón sintió inmensa alegría al ver que su plan había tenido feliz éxito.
— Sobrino— dijo el Emperador,— la mitad de mi ejército está contigo.
— No, señor— replicó el joven con arrogancia.
— Sólo quiero veinte mil hombres. El resto puede ir tranquilamente con el grueso del ejército, y en cuanto a mí, no tengo nada que temer.
Ganelón estaba cada vez más satisfecho.
Así el poderoso ejército traspuso el valle de Roncesvalles sin miedo a ningún enemigo, porque ¿no mandaba la retaguardia el valiente Rolando? Con éste quedaron Turpín, el valeroso Arzobispo de Reims, todos los Pares y veinte mil caballeros, entre los mejores de Francia.
Al regresar el ejército a la querida patria, los corazones de todos rebosaban alegría, pues habían estado ausentes siete largos años y a la sazón iban a ver de nuevo a todos los seres queridos. Sólo el Emperador marchaba tristemente. Con su gesto habitual no paraba de retorcer su larga y blanca barba, mientras sus ojos destilaban algunas lágrimas. A su lado cabalgaba el Duque Naymes
— ¿Tienes algún pesar, señor?— preguntó.
— ¡Ay!— contestó el Emperador.— Francia ha sido traicionada por Ganelón. Esta noche he soñado que rompía mi lanza en dos trozos. Y este mismo Ganelón es el que ha hecho ir a mi sobrino a retaguardia. Y yo, por mi parte, lo he dejado en tierra extraña. Si moría aquí, ¿dónde hallaría otro como él?
En vano el Duque Naymes trató de tranquilizar al Emperador. Éste rechazaba todo consuelo, y la verdad es que todos, por un sentimiento inexplicable, estaban llenos de tristeza, temiendo que sucediera algo malo a Rolando.
Entretanto el Rey Marsín estaba reuniendo sus huestes. De todas partes acudieron a su llamada los caballeros sarracenos, impacientes por luchar, deseosos del honor de dar muerte a Rolando y jurándose todos, uno a otro, que ninguno de los doce Pares vería de nuevo el suelo de Francia.
Entre ellos había un fuerte campeón llamado Chernuble. Era enorme y feo y su fuerza tal, que podía levantar con facilidad un peso cualquiera que cuatro mulos arrastraran apenas. Su cara era negra como la tinta, con labios gruesos y repulsivos y la cabellera tan larga que le arrastraba por el suelo. Se decía que en la tierra que pisaba ya no daba más el sol, ni la lluvia la humedecía y que las piedras se convertían en carbón. Este campeón, pues, se unió al ejército, jurando que los francos iban a morir todos sin excepción.
Realmente, el ejército sarraceno tenía brillante aspecto cuando emprendió la marcha en busca de los francos. El oro y la plata centelleaban en sus armaduras, pendones blancos y purpúreos flotaban por sobre sus cabezas y un millar de cuernos hacían oír sus bélicos acordes.
El viento llevó a oídos de los caballeros francos que atravesaban el valle de Roncesvalles el rumor del ejército que se aproximaba.
— Señor compañero— dijo Oliveros,— me parece que será preciso trabar batalla con el enemigo sarraceno.
— Quiera el cielo que así sea— contestó Rolando.— Nuestro deber es permanecer aquí para proteger el grueso del ejército de nuestro Emperador. Vamos a dar rudos golpes para que nadie pueda burlarse de nosotros, ni se canten irónicas canciones sobre nuestro valor. Vamos, pues, a combatir por nuestra patria y nuestra fe.
Oyendo Oliveros el sonido de los cuernos, subió a la cima de una colina desde donde podía dominar gran parte del país. Ante él vio a los sarracenos avanzando atrevida y arrogantemente. Sus cascos adornados con oro brillaban al reflejar los rayos del sol. Escudos pintados de colores vivos, cotas de malla de brillante acero, lanzas y pendones, se movían en abigarrada confusión entre las incontables filas de los guerreros.
Oliveros bajó aprisa de su observatorio y dijo a sus amigos:
— He visto a los infieles y puedo asegurar que nunca contemplé tan gran número de enemigos.
Marchan más de cien mil sobre nosotros, bien armados con escudos, lanzas y espadas. Nos espera una famosa batalla, la mejor de cuantas hemos librado hasta ahora.
— ¡Maldito sea el que huya!— gritaron los francos.— ¡Pocos entre nosotros temen la muerte!
— ¡Maldito sea Ganelón, que nos ha traicionado!— exclamó Oliveros.
— Recuerda que es mi padrastro, Oliveros— dijo Rolando,— y no me gusta que se hable mal de él en su ausencia.
— Los sarracenos son muchos— dijo Oliveros— y nosotros, los francos, muy pocos. Amigo Rolando, toca tu Olifante. Así, al oírlo Carlomagno, regresará con su ejército en nuestro auxilio.
Del cuello de Rolando colgaba un cuerno mágico, de marfil esculpido. Al tocarlo, el sonido que despedía era llevado a grandísima distancia. Si hubiera seguido el consejo de Oliveros, Carlomagno lo oiría y sin duda alguna regresaría para auxiliarlos.
Pero Rolando no quiso prestar atención a las palabras de su amigo.
— No— dijo.— Fuera una tontería tocar el cuerno. Si pido auxilio, yo, Rolando, perdería mi fama en toda la hermosa Francia. No, en vez de pedir socorro, prefiero dar tales cintarazo con mi buena espada Durandal, que la hoja quede teñida en sangre desde la punta hasta la empuñadura. Y estoy seguro de que todos los francos que me acompañan se batirán tan bien, que los sarracenos tendrán que abandonar el campo. Ya te aseguro que todos pueden contarse entre los muertos.
— Rolando, amigo mío, toca el Olifante— dijo de nuevo Oliveros. — De esta manera, Carlomagno y sus caballeros volverán en nuestro auxilio.
— No quiera el cielo que pueda nadie burlarse de mi pariente por mi causa— contestó Rolando,— o que sobre la hermosa Francia pueda caer tal deshonor. ¡No! no tocaré mi cuerno; prefiero batirme hasta que mi buena espada Durandal esté roja de sangre sarraceno, desde la punta a la empuñadura.
En vano imploró Oliveros, diciendo:
— No veo ningún deshonor en que toques el Olifante, porque la hueste sarracena es mucho más numerosa que la nuestra. Los valles, colinas y llanuras están cubiertos de ellos. Son muchos, en tanto que nosotros somos pocos.
— Mejor— gritó Rolando;— cuantos más sean, más deseo tengo de combatir. El Cielo no querrá que, por mi causa, pierda Francia la más pequeña parte de su fama. La muerte es preferible al deshonor. Vamos a pelear como gusta a Carlomagno.
Rolando era aturdido, y Oliveros prudente, pero ambos caballeros valientes sobre toda ponderación y el último no suplicó más a su amigo que pidiera ayuda.
— ¡Mira!— dijo— ¡mira cómo se acercan los sarracenos! No has querido pedir auxilio, pero hoy nuestros valientes caballeros harán sus últimas proezas.
— ¡Adelante!— gritó Rolando,— y ¡maldito sea el que tenga el corazón cobarde!
Entonces el Arzobispo Turpín escaló, montando a caballo, una pequeña colina que allí cerca se hallaba y volviéndose al ejército, arengó a los que lo componían, en esta forma:
— Señores y barones: Carlomagno nos ha confiado la defensa de la retaguardia de su ejército. Nuestro deber es morir por nuestro Soberano en caso necesario. Pero antes de trabar la batalla, confesad vuestros pecados y rogad a Dios que os los perdone. Si morís, morid como mártires, y en el Paraíso de Dios ocuparéis un lugar.
Entonces los francos desmontaron de sus cabalgaduras y se arrodillaron en el suelo. El Arzobispo los bendijo absolviéndolos todos sus pecados.
— Por penitencia os mando que combatáis como buenos— dijo.
Entonces, incorporándose, los francos montaron de nuevo, preparados ya a combatir y a buscar la muerte matando.
— Amigo— dijo Rolando a Oliveros, — tenías razón. Ganelón nos ha traicionado. Pero el Emperador nos vengará. En cuanto a Marsín, se figura que ha comprado nuestras vidas, pero, antes de dejarlas, le pagaremos con buenas estocadas.
Y sin más dilación empezó la batalla.
— ¡Montjoie!— gritaban los francos.
Este era el grito de guerra del Emperador, derivado del nombre de su espada que se llamaba «Joyosa». Esta arma era la más maravillosa que se hubiese visto nunca. El brillo de su hoja cambiaba de color treinta veces al día al ser herida por el sol y entre el oro de la empuñadura estaba engarzada la punta de la lanza con que fue herido Jesucristo en el Calvario. y por ser esta arma especial objeto de veneración y cuidado para el Emperador, los francos habían adoptado tal grito de guerra. Así, pues, profiriéndolo y clavando sus espuelas en los caballos se precipitaban contra el enemigo. Nunca se vio hasta entonces tan lucida caballería y tal esplendor de valientes caballeros.
Con fanfarronas palabras avanzó el sobrino del rey Marsín:
— ¡Eh, francos felones— gritó,— al fin habéis caído en nuestras manos! Vuestro Rey os ha traicionado y vendido. Hoy Francia va a perder su fama y Carlomagno a sus mejores caballeros.
Rolando lo oyó. Soltando las riendas a su caballo y clavándole las espuelas en los ijares, se precipitó loco de rabia contra el sarraceno. Su lanza atravesó el escudo y la cota de mallas del joven que cayó muerto apenas acababa de pronunciar sus insultantes palabras.
— ¡Bastardo!— gritó Rolando— ¡Carlomagno no es ningún traidor, sino un noble rey y caballero!
El hermano del Rey Marsín, enfurecido al ver caer a su sobrino, avanzó pronunciando también burlonas palabras.
— ¡Hoy va a quedar enterrado el honor de Francia! — dijo.
Pero Oliveros hundió sus áureas espuelas en el cuerpo de su caballo.
— ¡Vil esclavo, tus pronósticos tienen poco valor! — gritó, dando muerte, al mismo tiempo, al infiel.
El arzobispo Turpín también manejaba admirablemente el escudo y la lanza.
— ¡Cobarde!— dijo a un sarraceno que profería insultantes conceptos,— muere como un perro y sabe que Carlomagno, nuestro señor, es noble y bueno y que ni uno de los francos emprenderá vergonzosa fuga.
— ¡Montjoie! ¡Montjoie!— gritaban los francos mientras derribaban a los sarracenos.
Por el suelo eran pisoteados los cuerpos de los caídos y las armaduras destrozadas se confundían con los restos humanos. Muchos sarracenos fueron partidos en dos desde la cabeza hasta la silla de su caballo. La llanura estaba cubierta de heridos y cadáveres.
A la sazón, Rolando tenía solamente en la mano la empuñadura de su lanza. Su resto se había roto en el combate. Tirando, pues, a lo lejos, la inútil arma, desenvainó su buena espada Durandal. La hoja brilló al reflejar un rayo de sol y fue a herir el casco de Chernuble, el poderoso campeón del Rey Marsín. Las piedras preciosas que lo adornaban volaron por el aire. La espada atravesó el casco, el hueso y la carne y partió la cabeza al negro, que cayó instantáneamente muerto.
— ¡Miserable esclavo! — gritó Rolando,— tu falso Mahoma no ha podido salvarte.
A través de los combatientes marchó Rolando buscando nuevos enemigos. Entretanto la famosa Durandal no descansaba, pues se abatía sobre cuantos sarracenos hallaba al paso y los derribaba con la misma facilidad que si fueran muñecos de paja. Oliveros también realizó maravillosas proezas. Su lanza, como la de Rolando, rué asimismo reducida a trozos; pero, enardecido por la pelea y sin fijarse en ello, combatía solamente con la empuñadura.
A pesar de todo, consiguió vencer a buen número de enemigos.
— Amigo, ¿qué haces?— dijo Rolando.— ¿Te parece que es tiempo de combatir con palos? ¿Dónde está tu buena espada Altaclara con su empuñadura de cristal y guarda de oro?
— Me faltó tiempo para desenvainarla— repuso Oliveros,— pues tenía necesidad de dar buenos y rápidos golpes.
Entonces desenvainó su famosa espada Altaclara y con ella dio tales estocadas que Rolando gritó:
— ¡De hoy en adelante serás mi hermano! ¡Ah, estos son los golpes que el Emperador gusta de ver!
Cada vez era más furiosa la lucha. Por todas partes se oía el grito de «¡Montjoie!» y ambos bandos daban y recibían furiosos golpes. Mas a pesar de que habían muerto centenares de sarracenos, los francos perdieron también a muchos de sus más valientes caballeros. Por todas partes se veían escudos, banderas, lanzas y espadas destrozadas y teñidas en sangre.
La lucha, sin embargo, no cedía. Rolando, Oliveros, el Arzobispo Turpín y todos los Pares de Francia estaban siempre en lo más reñido de la batalla.
Muchos sarracenos emprendieron la fuga, pero no se les dejaba escapar y se les daba muerte.
Entretanto estalló en Francia una gran tormenta. Por el espacio cruzaban los rayos y retumbaba el trueno con tal fuerza, que hasta la misma tierra se conmovía. Muchas paredes se cuartearon. En pleno día el cielo se puso negro como la tinta y cayó una espesa lluvia de agua y granizo.
— Esto es el fin del mundo — se decía la atemorizada gente.
Pero ¡ay! no sabían la verdadera causa. Era el duelo de la Naturaleza por la próxima muerte de Rolando.
La batalla llegó a adquirir horroroso carácter. Los infieles huyeron por fin, y los francos los persiguieron hasta quedar solamente uno vivo.
Del ejército sarraceno que había llegado con tal esplendor, en número de cuatrocientos mil, sólo quedaba el Rey Margaris y éste huyó gravemente herido, con la lanza rota y el escudo agujereado, a llevar al Rey Marsín la triste nueva de la derrota de su poderoso ejército.
Los francos obtuvieren completa victoria; mas a la sazón vagaban tristes por el campo, en busca de los cadáveres de sus camaradas muertos o heridos.
Estaban derrengados por la batalla, tristes por la pérdida de sus amigos, pero también con el corazón lleno de alegría por el triunfo alcanzado, que daba gallarda prueba del poderío de su querida Francia.
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