Henrietta Elizabeth Marshall
Durante siete largos años, el gran Emperador Carlomagno estuvo combatiendo en España contra los sarracenos y desde una a otra costa conquistó el país. En todas partes los infieles se sometieron a él, acatándolo por Rey y a Jesucristo por Dios. Únicamente la hermosa ciudad de Zaragoza, rodeada de colinas, no había sido tomada. Por esta razón, una vez Carlomagno hubo conquistado la ciudad de Córdoba, marchó contra Zaragoza.
El Rey Marsín no sabía cómo salvar la ciudad del asalto que Carlomagno iba a dar, así es que un día se sentó en su trono de mármol y llamó a todos los notables de su corte. El trono estaba colocado bajo un dosel formado por algunos enormes árboles del vergel del Rey, y allí celebraba Consejo durante los calurosos meses del estío.
— Señores— dijo:— el gran Emperador Carlos de Francia llega para sitiar nuestra ciudad. No tengo ejército bastante poderoso para salir a su encuentro, ni tampoco para resistir el asedio. Os ruego, pues, que me deis vuestra opinión acerca de lo que conviene hacer, para no ser víctimas de la muerte y la vergüenza.
Todos los cortesanos permanecieron silenciosos, porque, conocedores del gran poderío de Carlomagno, no sabían, en realidad, qué consejo dar.
Tras algunos momentos de silencio habló Blancandrín. Era caballero muy valiente y, entre todos los infieles allí reunidos, el más sabio y prudente, de manera que todos prestaron oído atento a sus palabras.
— Envía un mensaje al orgulloso y altanero Carlos— dijo.— Prométele tu amistad y hazle ricos presentes de leones, osos y perros; mándale también setecientos camellos y un millar de halcones bien amaestrados. Dale cuatrocientos mulos cargados de oro y plata, y llénale, además cincuenta carros de oro, de modo que tenga suficiente para pagar con esplendidez a sus hombres de armas; pero hazle decir al mismo tiempo: «Muchos años hace que estás ausente de Francia. Vuelve, pues, a tu hermosa ciudad de Aquisgrán y para la fiesta de San Martín iré a visitarte; me haré tributario tuyo y cristiano.» Carlomagno te pedirá, entonces, rehenes y daremos nuestros hijos. Yo estoy pronto para dar el mío y si muere, será preferible tal cosa a vernos arrojados de nuestra patria y morir de vergüenza y miseria.
Calló entonces Blancandrín y todos los caballeros exclamaron:
— ¡Buen consejo — y por mi larga barba os juro— continuó el caballero,— que veréis marcharse a todos los francos a su país. Llegará el día de San Miguel y Carlomagno habrá preparado grandes fiestas en tu honor. Pero irán pasando días y tu no irás. Entonces, como el Emperador es terrible en su cólera mandará matar a los rehenes, pero, como yo he dicho, tal cosa es preferible a finir nuestra vida en el destierro y en la miseria.
— ¡Muy bien! ¡Ésta es también nuestra opinión! — exclamaron todos los caballeros sarracenos.
— Pues hágase tal como queréis— dijo el Rey Marsín.
Luego llamó a diez de sus nobles y les dijo:
— Id con Blancandrín llevando ramas de olivo en símbolo de paz y sumisión y decid al gran Carlos que por amor de Jesucristo tenga piedad de mí y no me haga la guerra. Decidle, además, que antes de un mes me presentaré ante él para postrarme a sus pies y pondré mis manos en las suyas jurándole fiel vasallaje. Entonces me haré bautizar y seré cristiano para siempre más.
Así habló el Rey Marsin, disfrazando lo que sentía su corazón, pues no pensaba cumplir ninguna de estas promesas.
— Perfectamente— dijo Blancandrín;— la paz es así segura.
Entonces los mensajeros montaron sobre blancas mulas cuyos arneses eran de oro y las sillas de plata, y empuñando sendos ramos de olivo, emprendieron el camino hacia el campamento cristiano del Emperador Carlomagno, seguidos de gran número de esclavos que llevaban ricos presentes.
El Emperador Carlomagno estaba muy satisfecho de haber podido conquistar la ciudad de Córdoba después de rudo combate. Las murallas cayeron en ruinas y las torres y torrecillas que guardaban la ciudad fueron arrasadas por los proyectiles lanzados por las máquinas de guerra del Emperador. En la ciudad, sus hombres hallaron gran cantidad de oro, plata y piedras preciosas, hermosas armaduras y armas de mucho valor, que fueron la recompensa de las muchas batallas libradas.
Pero lo que más contentaba al Emperador Carlomagno, era que ya no había ningún infiel en la ciudad, porque los que no consintieron en ser bautizados fueron condenados a muerte. Este era el proceder del gran Emperador: que en casos semejantes, daba a los prisioneros a elegir entre vivir como cristianos o morir como infieles.
Y a la sazón, descansando de las fatigas de la batalla, el gran Carlos estaba en un florido vergel, rodeado por sus esforzados campeones. La mayor parte eran ancianos y sabios, con largas barbas que les daban venerable aspecto. Sentados sobre bonitas alfombras hablaban entre sí de las hazañas llevadas a cabo o jugaban al ajedrez. En cuanto a los más, jóvenes, algunos luchaban o corrían y otros ejercitaban sus fuerzas a la sombra de los árboles. Entre éstos se hallaba el sobrino del Emperador, Rolando, el más valiente caballero de Francia, en compañía de su íntimo amigo Oliveros, también hazañoso caballero.
Mientras el Emperador Carlomagno y sus nobles estaban en el vergel, en la forma descrita, llegaron Blancandrín y su cortejo, montados en las blancas mulas. Desmontaron e hicieron reverencia al cristiano monarca. Luego Blancandrín se adelantó e inclinándose ante Carlomagno le dijo:
— El valiente Rey Marsín me manda aquí con ricos y raros presentes. Te promete por mi boca rendirte pleito homenaje, poner sus manos en las tuyas, jurarte fidelidad y hacerse cristiano. Pero ya has estado mucho tiempo ausente de tu hermoso reino de Francia. Regresa, pues, y allí irá el Rey Marsín a rendirte homenaje.
Cuando Blancandrín acabó de hablar, el Emperador inclinó pensativo la cabeza. Nunca hablaba sin antes reflexionar bien y entonces tardó, tal vez más de lo ordinario, en contestar al mensajero que a sus pies estaba arrodillado. Todos los que le rodeaban, permanecían silenciosos esperando su respuesta.
Al cabo de unos instantes, Carlomagno alzó la cabeza.
— Has hablado bien— dijo a Blancandrín,— pero el Rey Marsín es gran enemigo mío. Tus palabras son agradables, pero ¿cómo voy a convencerme de que son verdaderas?
Esto ya lo había previsto Blancandrín, que contestó:
— Te daremos rehenes, diez, veinte, el número que quieras. Te daré a mi propio hijo y si no guardamos la fe prometida, si el Rey Marsín no va a tu país a recibir el bautismo de Jesucristo, puedes hacer matar a nuestros rehenes.
— Así sea— replicó el Emperador;— me parece que el Rey Marsín aún puede esperar gracia por sus pecados.
Entonces, como era ya la hora del crepúsculo y llegaba la noche, el Emperador dio órdenes para que los sarracenos fueran dignamente alojados y para que se les tratara con toda la consideración y respeto que merecían tan nobles huéspedes.
Así pasó la noche y a la mañana siguiente, muy temprano, se levantó el Emperador y después de haber rezado sus oraciones, reunió a sus nobles para celebrar Consejo.
— Señores y barones— dijo:— el Rey Marsín me ha enviado mensajeros encargados de hacerme proposiciones de paz y de entregarme ricos presentes. Promete rendirme vasallaje y ser bautizado en nombre de Cristo, Nuestro Señor. Para ello irá a Francia si desisto de sitiar la ciudad. Decidme ahora: ¿cómo podré saber si me habla con sinceridad o si solamente trata de engañarme?
— ¡Cuidado con él, cuidado! — gritaron los francos.
Reinó entonces un corto silencio y se levantó el Conde Rolando. Sus mejillas estaban teñidas de carmín y en los ojos se pintaba la cólera que sentía.
— ¡No prestes crédito a tal traidor! — gritó.— Siempre fue desleal. Ya recordarás que en otra ocasión, también te mandó falsos mensajeros que llevaban ramos de olivo en las manos y la mentira en los labios. Y cuando fueron a verlo dos de tus caballeros, les hizo cortar la cabeza. No le hagas ahora caso y acaba la obra comenzada. Prosigue tu empeño y sitia a Zaragoza y si el asedio debiera durar toda tu vida, no la emplearías mal, vengando en Marsín la muerte de tus dos fieles caballeros. ¡Guerra! ¡guerra!
El Emperador inclinó la cabeza. Con sus dedos retorcía los mechones de su blanca barba y no contestó a su sobrino. Los nobles circunstantes permanecieron también callados.
Entonces habló un caballero llamado el Conde Ganelón. Su mirada era altanera y con orgulloso gesto se acercó hasta el trono.
— No tomes este loco consejo— dijo.— Piensa más bien en tu propia conveniencia. Creo que debes aceptar los presentes y las promesas del Rey Marsín. El que te aconseje rehusar es un loco y no piensa que, el hacerlo, puede ser causa de la muerte de muchos de nosotros. No sigas un consejo inspirado por un orgullo, y escucha preferentemente la opinión de las gentes sensatas.
Y después de pronunciar estas palabras, lanzó una mirada de odio a Rolando.
Entonces se levantó un hombre anciano. Era el Duque Naymes de Baviera. Su rostro estaba surcado de arrugas y cubierto en parte por larga y venerable barba blanca. Entre los consejeros del Emperador, ninguno había como él de tan buen consejo.
Volviéndose hacia su soberano, le dijo:
— Has oído las palabras del Conde Ganelón y en verdad que encierran un sabio consejo digno de ser seguido. El Rey Marsín ha sido vencido en la guerra. Has tomado todos sus castillos; las murallas de sus plazas fuertes han caído ante tus máquinas de guerra i sus ciudades han sido incendiadas y sus hombres derrotados. Hoy te ruega que le otorgues el perdón y, rehusándoselo, te perjudicarás a ti mismo. Te aconsejo, pues, que mandes a uno de tus caballeros a parlamentar con el Rey Marsín, porque ya es tiempo de acabar esta guerra y de regresar a nuestro país.
Entonces los francos gritaron:
— ¡Bien dicho Señores y barones! — dijo el Emperador,— ¿quién irá a Zaragoza?
— Yo iré con el mayor gusto— contestó el Duque.— Dame tu guante y tu cetro, como símbolos de tu autoridad, y déjame marchar.
— No — contestó el Emperador, — eres muy buen consejero y, por mi barba, no quiero que te alejes de mí. Te mando, pues, que te sientes.
El Duque Naymes obedeció en silencio y de nuevo habló el Emperador.
— Señores y barones, la quién mandaremos?
— ¡A mí!— gritó Rolando— ¡iré con el mayor gusto!
— ¡No!— contestó Oliveros, adelantándose.— Eres demasiado arrebatado y serías mal mensajero. Si el Emperador quiere, iré yo.
— ¡Silencio los dos!— gritó Carlomagno.— Ni uno ni otro irá y, por mi blanca barba, juro que tampoco ninguno de mis doce Pares.
Rolando y Oliveros eran dos de los más nobles y mejores caballeros de Carlomagno conocidos por el nombre de Pares de Francia.
En vista de la cólera del monarca los francos guardaron silencio. Entonces, de entre los caballeros, se adelantó Turpín, el anciano Arzobispo de Reíms, y con su clara y fuerte voz, dijo:
— Señor, tus caballeros y barones han sufrido mucho durante estos siete largos años. Déjalos, pues, descansar y dame tu guante y tu cetro. Iré a presentarme al Rey sarraceno y le hablaré lo mejor que sepa.
— No— dijo el Emperador más irritado todavía, — tampoco quiero que vayas tú. Siéntate y no vuelvas a hablar hasta que te lo mande.
Y volviéndose de nuevo a sus caballeros, les dijo:
— ¡Mis Pares de Francia, elegid vosotros mismos al que debe llevar mi mensaje al Rey Marsín!
— ¡Ah!— dijo Rolando— ya que no quieres que vaya yo, manda a mi padrastro Ganelón. No podrás hallar mejor caballero ni hombre más sensato.
— ¡Muy bien!— gritaron todos.— Realmente no cabe mejor elección.
— Bueno— repuso el Emperador;— sea, pues, Ganelón el que vaya. Acércate, Conde, a tomar el guante y el cetro. Los Pares te han elegido, ya lo oyes.
Ganelón, al oír las anteriores palabras, se quedó clavado en su sitio y lleno de ira.
— Esto es obra de Rolando— se dijo;— pero me vengaré de él y de Oliveros su amigo. También caerá mi venganza sobre los doce Pares, sus compañeros.
El Emperador, al ver que permanecía inmóvil, le dijo irritado:
— Ganelón, te he mandado que te acerques y te renuevo mi mandató.
— Obedezco, Señor— contestó el Conde con mal reprimida cólera;— obedezco para ir a morir corno murieron los dos caballeros que fueron antes que yo a parlamentar con el Rey Marsín, porque ya sé que si voy a Zaragoza no regresaré.
Y viendo que sus palabras no inducían al Emperador a revocar su mandato, empezó a decir humildemente:
— No olvides que tu hermana es mi esposa. No olvides tampoco a mi hijo. ¡Oh, mi querido niño! Si vive será un noble caballero y a mi muerte poseerá mis tierras y riquezas. Sé bueno para él y ámalo porque ya no lo veré nunca más.
— Ganelón— interrumpió Carlomagno burlonamente,— me parece que estás sobrado enternecido. Si te he mandado que vayas, es para que cumplas mi orden.
Entonces la cólera del Conde Ganelón no reconoció límites. Con un violento movimiento de hombros, echó hacia atrás los pliegues de su capa y dejó al descubierto el traje de seda que llevaba debajo. Era muy alto y arrogante. Volvióse a Rolando con la mirada centelleante y le dijo:
— ¿A qué viene este odio que me profesas, miserable? No finjas, que todo el mundo conoce la causa. Soy tu padrastro y por esta causa me has condenado a muerte, proponiéndome para que vaya a parlamentar con el Rey Marsín. Pero espera— y al decir estas palabras su cólera fue en aumento,— espera, que si el Cielo quiere que regrese, pagarás durante toda tu vida el mal que me has querido hacer ahora.
— Eres un fanfarrón— repuso burlonamente Rolando.— Ya sabes que no hago ningún caso de tus amenazas. Ten presente, además, que si te he propuesto para parlamentar con el Rey Marsín, es porque el mensaje del Emperador requiere ser llevado por un hombre de juicio y he creído que no existía otro mejor que tú para el caso; pero, si tanto te arrepientes de ir, y el Emperador lo consiente, iré en tu lugar.
Mas estas palabras no consiguieron aplacar el furor del Conde Ganelón.
— No eres mi vasallo ni yo tu señor— dijo al joven.— El Emperador me ha mandado ir a Zaragoza y debo obedecer. Pero ten por seguro que me vengaré de ti y de tus compañeros.
Al oír esta amenaza, el Conde Rolando se echó a reír con toda su alma.
El Conde Ganelón, esforzándose en aparecer sereno, se volvió al Emperador y le dijo:
— Gran Carlos. estoy a tus órdenes.
— Muy bien, Conde— contestó el Emperador — Este es mi mensaje al Rey Marsin. Dile que deberá hincar la rodilla ante el buen Jesucristo y ser bautizado en su nombre. Entonces le daré en feudo la mitad de España. Sobre la otra mitad deberá reinar mi amado sobrino Rolando. Si Marsin no acepta estas condiciones marcharé contra Zaragoza. Sitiaré y tomaré la ciudad, y atado de pies y manos, lo llevaré a mi real sitio de Aquisgrán. Allí será juzgado y sufrirá una muerte infamante. Aquí está mi carta que he sellado con mi real sello. Entrégala a manos del Rey infiel.
Carlomagno tendió al Conde la carta y su guante derecho. Pero Ganelón, cegado aún por la cólera y sin saber lo que hacía, al arrodillarse para tomar lo que le daba el Emperador, dejó caer al suelo el guante que le tendía. Al verlo, todos los francos exclamaron:
— ¡Mal presagio! ¡Esto nos va a dar mala suerte!
— Pronto lo sabréis— les dijo Ganelón.
Y dirigiéndose al Emperador, le pidió permiso para marchar, añadiendo:
— Ya que debo irme, ¿para qué aguardar? Dejadme partir inmediatamente.
El Emperador levantó su mano e hizo la señal de la cruz.
— Ve— dijo— en nombre de Jesucristo y en el mío.
Y dándole luego su maza de combate, lo despidió.
Sin dirigir una mirada a los Pares que estaban allí reunidos, ni pronunciar una palabra de despedida, giró sobre sus talones y se fue a su alojamiento. Allí cubrió su cuerpo con una hermosa armadura. A sus pies iban sujetas espuelas de oro y una capa de seda recamada de ricas pieles, flotaba sobre sus hombros. Murglies, su famosa espada, colgaba de su cinto y cuando hubo terminado su tocado montó sobre su caballo Tachebrun. Muchos caballeros fueron a despedirse de él y algunos le pidieron permiso para acompañarlo, porque todos eran valientes y atrevidos y se sentían atraídos por las empresas peligrosas. Pero Ganelón no aceptó tales ofrecimientos.
— ¡No quiera Dios que consienta en que alguien me acompañe! ¡Bastante hay con que muera yo solo! Pero vosotros, señores, regresaréis a Francia, y yo, seguramente, no veré más los montes de mi patria. Sed entonces defensores de mi esposa e hijo. Defendedlos y haced valer sus derechos cual si fueran los vuestros.
Y dichas estas palabras, hizo un ademán de despedida y con la cabeza baja fue a reunirse a los mensajeros sarracenos que lo aguardaban.
Durante el camino se sintió invadido de tristeza. Recordaba a la hermosa Francia que ya no vería más y con mayor pena pensaba todavía en su bella esposa y en su tierno hijo, a los cuales, sin duda, no podría estrechar más entre sus brazos. Entonces una oleada de envidia invadió su corazón al pensar que todos sus compañeros regresarían a su patria, en tanto que él solo, entre todos los demás, sería víctima de los sarracenos.
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