Cuento popular de China
Hace miles y miles de años existió una llanura tan vasta que nadie había conseguido recorrerla totalmente. La vista se perdía en aquellas inmensidades; sólo a lo lejos, casi en la línea del horizonte, se acertaba a distinguir la esbelta silueta de unas montañas azules. Eran muchos los pueblos y ciudades que habían surgido en la Gran Llanura. El terreno era fértil y pronto la gente se había decidido a fundar en ella su hogar. En una de las aldeas más alejadas vivía en aquellos tiempos una anciana viuda con sus dos hijos; ambos eran varones y tan inteligentes y apuestos que todos aseguraban que nunca se había visto en aquellas tierras dos muchachos parecidos. La madre estaba muy contenta de la buena fama de que gozaban sus hijos, pero en el fondo de su corazón guardaba una inmensa pena. Sus hijos no se querían casar. Siempre que ella trataba de insinuarles algo en este sentido ambos rehusaban proseguir la conversación, y si ella insistía sobre el hecho de que debían casarse, ambos solían decir a la vez:
— Madre, es imposible. No hay ninguna muchacha que sea de nuestro agrado. No queremos casarnos. Nada nos hará cambiar...
La anciana señora suspiraba y se quedaba muy apenada pensando que tendría que morir sin haber visto jugar a sus nietos a su alrededor. «Con mis hijos no hay nada que hacer», decía la buena mujer.
Una noche la anciana se fue a dormir muy tarde y tal era su angustia al pensar en sus hijos y en su negativa a casarse que no podía dormir: cansada de dar vueltas y vueltas sobre la estera decidió levantarse y salir un poco al jardín; la noche era cálida y las estrellas brillaban en el cielo como farolillos de papel encendidos. La anciana se quedó contemplando un momento sus bellas flores bajo la luz de la luna y entonces un tenue suspiro se escapó de su boca mientras decía en un susurro:
— Hijos míos, hijos míos. ¡Lo que yo daría por saber qué doncellas podrían llegar a gustaros!
Había hablado con voz apenas perceptible, pero el silencio de la noche era tal que le pareció que sus palabras se habían oído a través de toda la llanura y hasta temió que las estrellas hubieran podido oírlas. Levantó los ojos al cielo como para cerciorarse de que no había sido así y de pronto le pareció ver algo muy raro. Por la parte del sudoeste, hacia el lugar donde se elevaban las montañas azules, se veía brillar una esfera luminosa. Daba la sensación de que se iba acercando rápidamente hacia donde ella estaba; pronto ya no le quedó ninguna duda: aquella enorme bola luminosa, tan semejante a la luna, se iba acercando cada vez más hacia ella hasta que acabó por posarse en su jardín. Al instante el patio se iluminó de una suave y mágica luz mientras de dentro de la esfera salía un anciano de luenga barba blanca que tras inclinarse ceremoniosamente ante la señora dijo:
— ¡Buena mujer, tus súplicas han sido oídas por los Inmortales! He venido a traerte lo que tanto anhelas: dos nueras.
— ¡Oh Inmortal! Mucho me alegran tus palabras, pero me parece que todo será inútil. A mis hijos ninguna mujer les parece lo bastante hermosa y dudo mucho que las que me has traído puedan ser de su agrado. Sus gustos son excesivamente exigentes.
— Anciana — dijo el Inmortal—, estoy seguro de que las doncellas que te ofrezco serán del agrado de tus dos hijos. Nunca han existido en la tierra mujeres más bellas, pero no creas que las he traído conmigo, no; no es ese el designio de los dioses. Sólo puedo indicarte a ti y a tus hijos el camino que a ellas conduce, nada más. Toma estos dos espejos y diles a tus hijos que el tres de marzo por la noche, cuando acaben de dar las doce, los orienten hacia las montañas azules. Entonces verán un largo y luminoso camino que sube hasta el cielo. Si siguen este camino encontrarán a las dos doncellas que yo les ofrezco por esposas.
Mientras esto decía el anciano de la larga barba blanca había extraído de una de sus anchas mangas los dos espejos. Tras haberle entregado los dos espejitos, el Inmortal se inclinó ligeramente y rodeado de un halo de luz empezó a remontarse hacia las estrellas hasta que acabó convirtiéndose en aquella esfera luminosa que ya antes había visto la viuda.
La anciana señora a pesar de lo avanzado de la hora no dudó ni un segundo en despertar a sus hijos para contarles lo que le había sucedido en el jardín, aunque en realidad fue un sueño, producto de su imaginación y de sus deseos.
El mayor de los dos hermanos fue el primero en salir de su estupor. Cortésmente le pidió a su madre el espejo y ésta se lo dio. Al mirar la luna del espejo, el hijo mayor de la anciana lanzó un grito de admiración y se quedó mirando largo rato aquella hermosísima joven vestida de seda roja, cuyo rostro, pálido y bello como los rayos de la luna, parecía sonreírle, al mismo tiempo que balanceaba lentamente una peonía roja en la mano.
— Mamá, ya he encontrado a la mujer con la que quiero casarme — dijo el hijo mayor.
— Pero, hijo mío, ¿cómo quieres casarte con una joven que sólo existe en la luna de un espejo? ¿No ves que no es posible?
Entretanto el hermano menor había estado contemplando también su espejo y en la pulida superficie del cristal estaba viendo a una doncella hermosísima, que, vestida con una túnica de fina seda verde, le sonreía dulcemente, al mismo tiempo que balanceaba rítmicamente una peonía verde en su blanca mano, fina y suave como los pétalos de una flor.
— Mamá, también yo he encontrado a la mujer con quien quiero casarme; quiero que sea mi esposa esta bellísima doncella que me está sonriendo a través del espejo.
— Pero, hijos míos, hijos míos, ¿cómo podéis decir tales cosas? ¿Cómo podéis haberos enamorado de dos sombras nada más? ¿No veis que estas doncellas no son de carne y hueso? ¿No os dais cuenta acaso de que sólo existen en el reflejo del espejo? Seguramente todo es pura imaginación.
— Mamá — dijeron los dos muchachos a un tiempo—, sean reales o no estas mujeres, lo cierto es que sólo con ellas queremos casarnos y que intentaremos encontrarlas sea donde sea, aunque tengamos que recorrer todos los caminos del Gran Imperio.
— Bien, hijos míos — dijo entonces la madre—; ya que mostráis tanto empeño, acabaré de contaros todo lo que me ha relatado el Inmortal. Me ha dicho que si el día tres de marzo, a las doce de la noche, enfocáis los espejos hacia las montañas azules aparecerá un luminoso camino, que os conducirá hasta ellas; pero lo que no me ha dicho, y lo que a mí me atormenta, es saber si estos caminos estarán erizados de peligros para vosotros. Mucho me temo que así sea; por eso, de momento, no había querido revelaros esta parte de la conversación que sostuve con el Inmortal de la larga barba.
— Honorable madre, mucho nos alegramos de que al final te hayas decidido a revelarnos este secreto. Hoy es tres de marzo; yo soy el mayor de tus hijos; esta noche si me das tu permiso expondré mi espejo a los rayos de la luna y emprenderé el viaje en busca de mi amada siguiendo el camino luminoso que me señalen los Inmortales.
La madre suspiró y se quedó muy apenada; pero sabía por experiencia que cuando a sus hijos se les metía alguna idea en la cabeza eran muy testarudos, y pensó que era mejor asentir porque tarde o temprano también tendría que hacerlo.
Durante la noche, el mayor de los dos hermanos estuvo esperando ansiosamente que dieran las doce. Cuando llegó el momento sacó rápidamente el espejito redondo y lo encaró hacia la luna. Inmediatamente vio un serpenteante camino brillante como un rayo de luna, que iba directamente hacia las montañas azules; iluminadas ahora por aquella luz cegadora, aparecían rocosas y llenas de barrancos. Rápidamente el hijo mayor se despidió de su madre y de su hermano y se encaminó hacia el sendero luminoso, que tenía que conducirle hasta las montañas azules. Antes del alba, el joven había llegado ya al pie de una gran montaña; empezó a escalarla y no tardó en ver una caverna rocosa de la que salía una luz extraordinaria. Entró en la cueva y se encontró ante un viejo de larga barba blanca. Sentado y con las piernas cruzadas parecía estar meditando profundamente; una radiante aureola lo envolvía de los pies a la cabeza, produciendo aquella preciosa luz, que había atraído la atención del muchacho. El hijo mayor de la viuda se acordó en aquel momento de las palabras de su madre y quedó convencido de que aquel respetable anciano era el Inmortal con quien su madre había sostenido aquella interesante conversación. Con todo respeto se acercó al anciano y le dijo:
— Honorable anciano, he llegado ya hasta el final del sendero luminoso. ¿Podrías decirme adónde tengo que encaminar mis pasos para encontrar a mi amada?
El Inmortal esbozó una sonrisa y dijo con extraña voz:
— Muchacho, veo que eres valiente y me alegro. Tu amada vive en la gran montaña; tienes que andar siempre hacia el oeste. Para llegar hasta ella te será necesario atravesar la Montaña de los Tigres y el Río de los Demonios. Tu amada está en poder de una hechicera, la tiene prisionera en un jardín convertida en espléndida peonía roja. Es preciso si quieres que recobre su forma natural que te acerques sigilosamente hasta la flor y le pongas el espejo delante; una vez la flor se refleje en la luna del espejo la doncella recobrará su forma humana. Esto es todo lo que puedo decirte. A ti te toca decidir si sigues hacia adelante o te vuelves por dónde has venido.
— He venido hasta aquí en busca de mi amada y no me iré sin ella — contestó decididamente el joven.
— Me alegra mucho oírte decir eso. Desde el primer momento me he dado cuenta de la bondad de tu corazón y del valor de que das pruebas. Puedo ayudarte aún en algo más. Toma, aquí tienes este látigo y este carrete de hilo, ambas cosas te serán de gran utilidad; pero sólo te servirán con una condición: que no sientas miedo.
Luego le dio una serie de explicaciones para el uso de ambas cosas que el joven procuró retener fijamente en su memoria.
Siguiendo los consejos del Inmortal el muchacho anduvo siempre hacia el oeste, pero procurando pasar exactamente por donde le había dicho el anciano de la barba blanca. Tras mucho andar llegó al pie de la gran montaña. El panorama era para hacer temblar al más valiente. La montaña acababa de surgir ante él como una inmensa masa de cortantes rocas; en la cima, negros nubarrones parecían presagiar grandes tormentas, pero el hijo mayor de la viuda no se asustó y siguió avanzando siempre hacia adelante. El sendero se iba estrechando cada vez más y llegó un momento en que ya no había camino. Tuvo que ir subiendo la montaña de roca en roca, haciendo increíbles equilibrios para no despeñarse; de repente, al saltar sobre un roquedal, se le acercaron dos feroces tigres arqueando el lomo, mas el joven rápido como el rayo sacó su látigo mágico y dándoles un trallazo a cada uno dijo:
— ¡Deteneos, tigres guardianes de la montaña, y no ataquéis a quien sólo va en busca de su amada!
Eran exactamente las palabras que le había dicho el Inmortal.
Al oír aquello los tigres bajaron la cabeza, cerraron la boca y se echaron al suelo como si fueran dos tiernos corderitos.
El muchacho seguía andando, siempre hacia el oeste. De pronto vio ante él las aguas de un río inmenso; vadearlo era imposible, y recordó las palabras del Inmortal: «En caso necesario usa el carrete de hilo»; sacó el hilo de dentro de una de sus mangas, lo tensó un poco y tiró uno de los extremos al agua mientras decía las palabras que le había enseñado el Inmortal para aquella ocasión:
— ¡Espíritus siniestros de las aguas, venid aquí a hacer un puente para que yo pueda pasar e ir en busca de mi amada!
Apenas había acabado de hablar cuando empezaron a surgir demonios del fondo de las aguas; unos tenían cuerpo humano y cola de pescado; otros, cuerpo de tortuga y cabeza humana; uno de ellos, el de aspecto más terrible, cogió un extremo del hilo y lo llevó hasta la otra orilla. Tan pronto como el hilo tocó tierra se convirtió en un estrecho puente; el madero no mediría más allá de un palmo. El muchacho empezó decididamente a andar por aquel estrecho madero, pero a mitad de la corriente se le ocurrió bajar la vista para mirar el azul de las aguas y vio a los demonios que le estaban mirando con tal cara de rabia que de repente le entró miedo, sus piernas empezaron a temblar y en aquel preciso instante el puente quedó convertido otra vez en un hilo y el muchacho se cayó y fue a parar al fondo.
— Honorable madre — le decía por tercera vez ya en aquel día el hijo menor de la viuda—, ha pasado ya un año y mi hermano mayor no ha vuelto. Considero que es mi deber ir a buscarle a él y a mi amada; dadme vuestro consentimiento, madre. Hoy es tres de marzo, y esta noche al filo de las doce puedo ponerme en camino.
— Hijo mío, ya he perdido a un hijo, ¿y ahora también tú quieres abandonarme?
— Madre, tal vez mi hermano no está muerto y es posible que si me dejáis marchar pueda traerlo otra vez sano y salvo. ¡Dadme vuestro permiso, madre!
Tanto porfió y porfió que al fin la buena anciana dijo:
— Sea. Hijo mío, ya eres un hombre, si tal es tu deseo cúmplelo. No quiero ser un estorbo en tu camino.
El muchacho agradeció cortésmente con múltiples reverencias el gran favor que le acababa de prestar su madre y dándole ésta su consentimiento se dispuso a prepararse para marchar al filo de la medianoche.
Cuando dieron las doce, el muchacho cogió el espejo redondo, lo encaró hacia la luna y esperó. No tardó mucho en aparecer aquel sendero luminoso, que debía llevarle hasta las montañas azules. El hijo menor de la viuda, al ver el camino resplandeciente, se despidió de su madre y empezó a andar hacia adelante muy decidido.
Le ocurrió exactamente lo mismo que le había pasado a su hermano mayor. Se encontró con el Inmortal, éste le dio el látigo y el carrete de hilo, diciéndole cómo tenía que servirse de ambas cosas y luego le notificó la triste suerte que había corrido su hermano al pasar el puente.
Al oír aquello el joven se estremeció mucho; los ojos se le llenaron de lágrimas al pensar en su pobre hermano y en su triste suerte.
— Gracias por tu ayuda, anciano — dijo entonces el hijo menor de la viuda—, a pesar de cuanto me has dicho, sin embargo, pienso seguir hacia adelante en busca de mi amada. No tendré miedo, te lo aseguro.
El Inmortal sonrió y le felicitó por su valor, y le indicó el camino que tenía que tomar; luego, volvió a sumirse en profundas meditaciones.
El joven no tardó en encontrar el Gran Río, el mismo en cuyas aguas se había sumergido su hermano. Al hallarse ante la inmensa corriente dijo con gran decisión:
— ¡Espíritus siniestros de las aguas, venid aquí a hacer un puente para que yo pueda pasar e ir en busca de mi amada!
Al instante aparecieron aquellos horribles demonios con cuerpo de hombre y cola de pescado o con cuerpo de tortuga y cabeza de hombre. Al igual que la otra vez los demonios tendieron el hilo sobre el puente y éste se convirtió en una estrecha tabla de madera, no más ancha de un palmo. Entonces el muchacho empezó a andar a toda prisa por encima del madero sin preocuparse ni poco ni mucho de mirar a su alrededor; y sin sentir ningún temor, sano y salvo, llegó a la otra orilla. Siguiendo las instrucciones que le había dado el Inmortal continuó andando hacia adelante y tras haber cruzado dos montañas más se encontró ante un precioso bosque de pinos y cipreses entre los cuales sobresalía la graciosa arquitectura de un rojo tejado de airosas curvas. El muchacho se quedó contemplando aquel precioso palacio y el no menos maravilloso jardín que lo rodeaba, pero recordando las instrucciones recibidas en lugar de entrar por la puerta principal dio la vuelta y se quedó frente a la tapia de atrás. Entonces sacó el látigo, dio una fuerte sacudida y lo hizo poner derecho como un palo. Al momento el látigo se convirtió en una escalera que le permitió subir hasta la alta tapia, que rodeaba el jardín. De un salto se plantó en medio del jardín, luego sacudió un poco la escalera y la convirtió de nuevo en un látigo.
El muchacho echó una ojeada, y entre todas las flores no tardó en distinguir las dos preciosas peonías, la verde y la roja. Decididamente se acercó entonces a la peonía verde y colocando su espejo delante, dijo, siguiendo las instrucciones del Inmortal:
— ¡Peonía verde!
La peonía se transformó de repente en una preciosa doncella; era exactamente igual a la joven que se le había aparecido a través de la pulida superficie del espejo.
— Hermosa doncella, he venido hasta aquí en tu busca: ¿Quieres venir conmigo? Si aceptas, me harás el más feliz de los mortales porque nunca vi a otra como tú.
La doncella se le quedó mirando muy complacida y una dulce sonrisa de asentimiento apareció en su boca; pero cuando volvió la cabeza y vio la peonía roja, la sonrisa desapareció de su rostro y una profunda tristeza se apoderó de su corazón:
— ¡Oh valiente joven! De buena gana te seguiría a donde quisieras llevarme, pero está aquí todavía mi pobre hermana peonía roja y se me parte el corazón al pensar que para seguirte debo dejarla a ella entre las garras de esa hechicera.
Mientras peonía verde había estado hablando, brillantes gotas de rocío habían rodeado la corola de peonía roja, cual extraño collar hecho de cristalinas lágrimas.
El muchacho permaneció unos momentos pensativo. Sabía que para hacer desaparecer el hechizo de peonía roja habría bastado con estar en posesión del otro espejo, pero él no lo tenía: su hermano mayor se había hundido con él en las agitadas aguas del Gran Río.
De repente, peonía verde dijo:
— ¡Corre! ¡Escondámonos pronto dentro de la casa, veo que viene hacia aquí la malvada hechicera!
Los dos jóvenes empezaron a correr y se metieron en seguida dentro de la casa, pero la perversa hechicera ya los había visto y agitando una de sus mangas hizo derrumbarse la puerta y apareció ante ellos en toda su horrible fealdad; tenía la cara cubierta de pelos y sus manos semejaban dos fuertes garras de tigre; a pesar de que iba vestida con una túnica de maravillosa seda su aspecto no podía ser más repulsivo. Al verlos, primero pensó en vengarse cruelmente de ambos, pero dándose cuenta de que el joven conservaba aún en la mano el espejo mágico, y sabiendo que contra aquel precioso talismán no podía luchar ni servirse de sus malas artes, optó por fingir una alegría que estaba muy lejos de sentir:
— ¡Oh gallardo joven, ya veo que eres hombre inteligente y favorecido por los dioses! Me alegro de que mi querida peonía verde, haya llegado a encontrar un prometido tan de mi agrado. Te voy a permitir que te cases con ella siempre que esta noche hagas lo siguiente: tienes que saber que esta casa, además de tener un bonito jardín, cuenta con grandes rebaños de bueyes y carneros. Esta noche sé que alguien quiere robármelos; si me ayudas a conseguir que no me los roben, mañana mismo te daré mi permiso para que te lleves a peonía verde de aquí.
Tras decir esto, la hechicera esbozó una horrible sonrisa y entonces desapareció sin que se hubiera podido decir cómo.
La doncella muy triste suspiró y dijo:
— La perversa hechicera te ha tendido una trampa. Nada de cuanto te ha dicho es verdad; no tiene ni bueyes, ni carneros. Lo que ha hecho ahora es salir en busca de los lobos y los tigres para que vengan a devorarte.
— No te aflijas — dijo el muchacho—, tengo ese látigo maravilloso, con él en la mano ninguna fiera podrá acercárseme.
La doncella sonrió feliz al oír aquello, pero la sonrisa se le heló en los labios al ver que de pronto había aparecido ante ellos la hechicera.
— Joven — dijo en aquel momento la bruja—, ha llegado el momento de demostrar tu valor. Ven conmigo y te llevaré al lugar donde pace mi ganado. Durante toda la noche quiero que lo vigiles tú solo.
— Vamos — dijo el hijo menor de la viuda—, yo siempre cumplo mis promesas.
Ambos se pusieron en camino y estuvieron andando un buen rato. Por fin llegaron a un tupido bosque, lleno de maleza y espinos. Una vez allí la hechicera le dijo:
— Muchacho, ya hemos llegado. No tardarás en ver mis rebaños, vigílalos bien y hasta mañana.
Tras decir esto levantó una de sus mangas y desapareció de allí volando por los aires.
El joven no por eso se asustó. Sacó su látigo y esperó unos momentos. No se veía ningún rebaño, pero no tardaron en aparecer toda clase de bestias salvajes, que se dirigían en tropel hacia allí, cumpliendo órdenes de la perversa hechicera: panteras, tigres y lobos llegaban en verdaderas manadas, pero el hijo de la viuda no tenía miedo a nada. Blandió su látigo y pegó un par de trallazos a los dos animales que tenía más cerca. Inmediatamente todas las bestias retrocedieron asustadas y tal como habían hecho los dos tigres agacharon la cabeza y se acostaron mansamente en el suelo. Habían reconocido en el látigo un poderoso talismán de los dioses. El joven depositó entonces su látigo ante él y se durmió tranquilamente hasta el día siguiente en que le despertaron los gorriones con sus trinos.
Tan pronto como abrió los ojos pudo comprobar que las fieras habían desaparecido; el sol brillaba en el inmenso azul del cielo y un par de nubes viajeras parecían mecerse graciosamente sobre la copa de un alto pino. El muchacho sin esperar ni un momento más se encaminó de nuevo hacia la casa de la bruja, entró al igual que la otra vez por detrás, pero esta vez no se paró en el jardín, sino que se fue directamente hacia la casa. Empujó la puerta y saludó cortésmente a su amada. A ésta se le ensanchó el corazón. En cambio la hechicera a duras penas podía disimular la rabia que sentía de verle otra vez sano y salvo; pero, como era tan perversa y astuta, se apresuró a disimular su desilusión, y llorando amargamente empezó a decir:
— ¡Ay triste de mí! Ahora me veré sola aquí y privada de mi mayor tesoro, mi querida peonía verde; si fuerais tan amables de llevarme con vosotros os aseguro que jamás os arrepentiríais de tenerme a vuestro lado. ¡Mis poderes son tantos y os puedo hacer tanto bien queriéndoos como os quiero!
Peonía verde no creyó ni una palabra de cuanto decía la bruja, pero como era tan inteligente como ella disimuló y se apresuró a contestar fingiendo una gran satisfacción:
— Claro, madrecita, que te llevaremos; después de vivir tanto tiempo contigo ya no sabría pasar ni un día alejada de tu lado, lo único que me preocupa un poco es que como el viaje es tan largo y tú forzosamente tienes que venir con nosotros, para no perderte no podrás viajar por los aires como sueles hacerlo y tal vez te resulte incómodo el viaje. Estoy pensando que lo mejor que podrías hacer sería, aprovechando esta facilidad tan asombrosa que tienes de poderte convertir en lo que más te apetece, que te transformarás en un animal pequeñito. Entonces yo te podría meter dentro de esta cajita de sándalo y en mis manos viajarías cómodamente.
La bruja no lo pensó ni un momento. De repente se convirtió en un ratoncito que empezó a correr por encima de la mesa. Peonía verde lo atrapó al momento y lo metió dentro de la caja de sándalo. Rápidamente dio dos vueltas a la llave y la cajita quedó herméticamente cerrada; luego le dijo a su amado:
— Ya podemos marcharnos inmediatamente; la perversa bruja no volverá a causar nunca más ningún daño a nadie. Al pasar, por el Gran Río la echaré en la profundidad de las aguas. ¡Que se quede para siempre entre los demonios, es donde debe de estar!
Los dos enamorados se miraron tiernamente y sin esperar ni un momento más emprendieron el camino de regreso. El hijo de la viuda llevaba aún el espejo y el látigo. Su prometida sostenía fuertemente entre sus manos la cajita de sándalo con la perversa bruja encerrada dentro.
Tras andar leguas y leguas, llegaron ambos por fin a la orilla del Gran Río. Peonía verde rápidamente y con todas sus fuerzas tiró la cajita de sándalo al río gritando:
— ¡Muere, perversa bruja, que tanto nos has torturado a mi hermana y a mí a lo largo de nuestras vidas! Por tu culpa nos vimos transformadas en flores. ¡Oh!, peonía roja, querida hermana, ¿cómo he podido ser tan cruel de dejarte sola en aquel florido jardín? ¿Qué no daría yo por poder volver a verte, hermanita de mi corazón?
Lloraba con tal tristeza que de repente las nubes se pusieron a llorar también con ella; finas gotas de lluvia empezaron a caer sobre los árboles y turgentes gotas de rocío aparecieron sobre las copas de los frondosos pinos. Al oír a su prometida, el muchacho también se entristeció pensando en su hermano, y gruesas lágrimas asomaron a sus ojos. De repente una luz cegadora pareció surgir del fondo de las aguas dormidas, las nubes se hicieron cada vez más blancas y esplendorosas y en medio de ellas apareció el Inmortal, el anciano de la barba blanca, que sonriendo bajó sobre una nube hasta la tierra. Una vez en el suelo el anciano se incorporó y tomando su bastón dijo con voz tonante, dirigiendo la punta de su vara hacia el Gran Río:
— ¡Oh Gran Río, en cuyo seno habitan los demonios! ¡Devuelve ahora mismo a la orilla a aquel que vino hasta aquí el año pasado en busca de su amada!
Inmediatamente, una verdadera legión de demonios con cuerpo humano y cola de pescado y con cuerpo de tortuga y cabeza de persona apareció sobre las aguas llevando sobre un lecho de algas al hijo mayor de la viuda, quien nada más poner pie a tierra se incorporó y frotándose los ojos dijo:
— ¿Es posible que sea cierto lo que ven mis ojos? ¿Será esto una mera ilusión o tal vez un simple espejismo de mis sentidos?
— ¡Hermano mío! ¿Eres tú? Dime que no es un sueño, sino la más feliz de las realidades lo que están viendo mis ojos.
Los dos hermanos corrieron uno al encuentro del otro y se abrazaron llenos de alegría.
Pasado el primer momento de estupor y de natural alegría, los tres decidieron regresar al jardín de la hechicera. El hijo mayor de la viuda conservaba aún en su poder el espejito que le había dado el Inmortal y decidieron ir a probar si aún conservaba sus poderes mágicos.
Era de esperar que sí, porque su luna, a pesar de haber permanecido más de un año bajo las aguas, ni siquiera se había empañado. Hubieran querido preguntárselo al Inmortal, pero por más que escrutaron la tierra y el cielo no pudieron verle. Sólo lograron divisar un punto resplandeciente en el espacio, que se iba alejando rápidamente por encima de las nubes, empujado suavemente por un ligero céfiro.
Anduvieron otra vez los tres jóvenes leguas y leguas y tras mucho caminar llegaron por fin al florido jardín de la hechicera. La preciosa peonía roja conservaba aún sobre su corola la guirnalda de gotas de rocío que tanto se parecían a las lágrimas. Al verla, el hijo mayor de la viuda se acercó rápidamente hacia ella, sacó el espejito redondo y gritó:
— ¡Peonía roja!
Al instante apareció ante ellos una linda doncella, ataviada de preciosa seda de arriba abajo. Las dos hermanas se abrazaron llenas de emoción y peonía roja, dirigiéndose a su amado, le dijo:
— ¡Te he esperado tanto! Infinitas gracias sean dadas al gran Buda por haberme favorecido de este modo con sus bondades.
Inmediatamente se encaminaron todos hacia la casa de la viuda, y... según dicen los que conocen bien esta historia nadie vio nunca a una familia más feliz que la formada por la viuda, sus hijos y sus nueras. El sueño se había convertido en realidad...
FIN
FICHA DE TRABAJO
Anhelo: Deseo intenso o vehemente de una cosa.
Asentir: Admitir o afirmar [una persona] algo que otra ha dicho o propuesto.
Aureola: Admiración, fama o misterio que alcanza o que rodea a una persona, un lugar o una cosa por sus cualidades.
Blandir: Mover un arma en actitud amenazadora agitándola en el aire.
Corola: Conjunto de pétalos que forman la flor y protegen sus órganos de reproducción.
Despeñarse: Caer por un despeñadero o desde un lugar alto.
Encarar: Poner dos cosas con las caras una frente a otra, o poner una cosa con la cara hacia determinado lugar.
Enfocar: Valorar o considerar una cosa desde un determinado punto de vista.
Esbelta: Que tiene una forma o una figura alta, alargada y bien proporcionada.
Esbozo: Diseño o proyecto provisional de una obra artística, que solamente contiene los elementos esenciales.
Escrutar: Observar o examinar algo o a alguien con mucha atención y minuciosidad.
Estera: Pieza de tejido grueso y áspero (esparto, palma, junco u otro material parecido), que generalmente se utiliza para cubrir parte del suelo de un lugar.
Estupor: Asombro o sorpresa exagerada que impide a una persona hablar o reaccionar.
Fingir: Representar o hacer creer algo que no es verdad con palabras, gestos o acciones.
Gallardo: Que tiene buen aspecto o presencia y es elegante en los movimientos.
Luenga: Largo, de gran longitud.
Pacer: Dar pasto al ganado.
Peonia: Planta herbácea o arbustiva de hojas grandes y flores muy vistosas, de color blanco, rosado, púrpura o amarillo.
Porfiar: Discutir de manera obstinada o manteniéndose excesivamente firme en una opinión.
Pulido: Que es o está pulcro y primoroso.
Rehusar: Rechazar o no aceptar una cosa.
Roquedal: Lugar en el que abundan rocas.
Sándalo: Árbol de hojas verdes y gruesas, flores muy pequeñas agrupadas en ramos y fruto parecido a la cereza.
Talismán: Objeto al que se le atribuye un poder mágico capaz de dar salud o suerte o de beneficiar a la persona que lo tiene en su poder.
Tenue: Que es poco intenso o perceptible.
Testarudo: Que se mantiene firme o inamovible en su actitud, aunque se le den razones en contra.
Trallazo: Golpe o sacudida violenta.
Tropel: Conjunto numeroso de personas, animales o cosas que avanzan o se mueven de forma rápida, ruidosa y desordenada.
Turgentes: Que está abultado o hinchado.
Vadear: Atravesar un río u otra corriente de agua por un vado.
Vasta: Que es muy extenso o amplio.
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